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Aunque cambió la denominación del "cuerpo de granaderos" y ya no se llaman de ese modo, no se puede prescindir de las funciones que realizan: evitar disturbios y preservar el orden público en las manifestaciones.
El día uno de su administración como jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum ordenó “la desaparición definitiva del cuerpo de granaderos” de la policía capitalina. Lo hizo en su discurso de toma de protesta y así, dijo, cumplía una de las demandas históricas del movimiento estudiantil de 1968. Ahora y cada vez que la policía desplegada en manifestaciones incurre en actos cuestionables, se le reclama a la morenista que haya incumplido su compromiso. Sin embargo, la de los granaderos es una función de la que simplemente no se puede prescindir.
En cualquier ciudad donde ocurren protestas multitudinarias o eventos masivos en el espacio público que tengan el potencial de salirse de control, existe la necesidad de un servicio policial que se encargue de preservar el orden y la integridad de las personas. Más aún, esos objetivos son una obligación de la autoridad y forman parte de la definición de seguridad pública establecida en nuestra Constitución.
A estas unidades se les conoce de distintas formas alrededor del mundo, todas ellas aluden a su función: policía de control de multitudes, antidisturbios o antimotines. En la capital del país se les ubica como “granaderos” por el nombre que llevó el agrupamiento desde su creación en 1939. Todavía en 2010, en el Manual de Organización de la Secretaría de Seguridad Pública del Distrito Federal, que entonces encabezaba Manuel Mondragón y Kalb, aparecían en la estructura orgánica de la dependencia los agrupamientos de Granaderos Oriente y Poniente, lo que ya no ocurre en la estructura hoy vigente.
De acuerdo con un recuento del diario El Universal, en la Ciudad de México se registraron diez mil manifestaciones entre 2015 y 2017, en promedio, nueve por día. Sumemos a estas los eventos masivos que requieren la presencia de la autoridad debido a posibles disturbios, como los partidos de futbol de la liga profesional o las procesiones religiosas. La necesidad de un grupo que cumpla con este servicio es clara, independientemente de su denominación.
Ahora bien, eso no quiere decir que no carezca de razón la demanda de que su servicio mejore, aun cuando la mayoría de sus intervenciones no genere reportes de abusos. Considero que esa pudo haber sido la intención de fondo en el anuncio que hizo la jefa de Gobierno al tomar posesión de su cargo: arrancar de raíz los vicios en la operación de los granaderos.
¿Qué sí puede cambiar?
Cuando ocurre una protesta en las calles, por principio de cuentas, el trabajo político del gobierno falló desde antes; que sea necesaria la intervención de la policía sucede como consecuencia. Cuando nos encontramos ante tal escenario, se pueden desempeñar las funciones de la policía –en específico, las que consisten en conducir y contener multitudes, así como preservar el orden en las mismas– de manera que el conflicto no se desborde.
Una de las apuestas principales es la negociación con los liderazgos de la protesta para que se atiendan lineamientos, como no portar objetos que puedan utilizarse como armas. Aunque eso se dificulta cuando los líderes no se pueden identificar fácilmente o se niegan a seguir las indicaciones de la autoridad, debería ser el primer recurso. La tarea no es sencilla: quienes protestan tienen razones para estar molestos y la policía no puede ofrecer respuestas a sus demandas. Aun en estos casos se debe mantener el orden y cuidar la integridad y el patrimonio de las personas, así lo señala la Constitución, mientras se respeta el derecho a la protesta.
Otro tipo de recursos también están disponibles para la policía y los hemos visto recientemente, por ejemplo, en las protestas contra la violencia hacia las mujeres: mediante bardas o formaciones de integrantes de la policía, se delimitan los espacios por los que se permite transitar a quienes forman parte de la manifestación o se fragmentan los contingentes en unidades de menor tamaño para facilitar su control.
Con todo, es difícil que los manifestantes valoren el trabajo de mantener el orden. En el fondo, se requiere gestionar el descontento de cientos de personas a las que alguna autoridad les falló previamente. Por ello, la capacidad de negociar y desescalar el conflicto se debe impulsar en la policía de la Ciudad de México. Un ejemplo de esto lo dio un comandante de la hoy extinta Policía Federal, en 2013, cuando negoció con líderes de una manifestación del sindicato magisterial el desbloqueo de un tramo de la Autopista del Sol, entre los estados de Morelos y Guerrero. Aunque se registraron detenciones de algunos manifestantes, la protesta no se salió de control y se restableció el tránsito de vehículos.
La jefa de Gobierno incluso podría hacer una apuesta más ambiciosa: crear un mecanismo de supervisión ciudadano que analice de manera sistemática las acciones policiales que se identifican como abusos durante las protestas y que emita recomendaciones para mejorar sus procedimientos –en México, el Instituto para la Seguridad y la Democracia ha explicado ampliamente cómo funcionan estos cuerpos en otras ciudades del mundo–. De tomar este camino, entonces sí estaríamos hablando de una decisión de gobierno con el potencial de generar cambios organizacionales genuinos en la policía, que si bien no desterrarán por completo los abusos y errores policiales durante las protestas –ninguna medida podría garantizarlo–, sí pueden favorecer la rendición de cuentas, el aprendizaje institucional e incluso la reparación gradual del vínculo entre estas autoridades y la ciudadanía.
Aunque cambió la denominación del "cuerpo de granaderos" y ya no se llaman de ese modo, no se puede prescindir de las funciones que realizan: evitar disturbios y preservar el orden público en las manifestaciones.
El día uno de su administración como jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum ordenó “la desaparición definitiva del cuerpo de granaderos” de la policía capitalina. Lo hizo en su discurso de toma de protesta y así, dijo, cumplía una de las demandas históricas del movimiento estudiantil de 1968. Ahora y cada vez que la policía desplegada en manifestaciones incurre en actos cuestionables, se le reclama a la morenista que haya incumplido su compromiso. Sin embargo, la de los granaderos es una función de la que simplemente no se puede prescindir.
En cualquier ciudad donde ocurren protestas multitudinarias o eventos masivos en el espacio público que tengan el potencial de salirse de control, existe la necesidad de un servicio policial que se encargue de preservar el orden y la integridad de las personas. Más aún, esos objetivos son una obligación de la autoridad y forman parte de la definición de seguridad pública establecida en nuestra Constitución.
A estas unidades se les conoce de distintas formas alrededor del mundo, todas ellas aluden a su función: policía de control de multitudes, antidisturbios o antimotines. En la capital del país se les ubica como “granaderos” por el nombre que llevó el agrupamiento desde su creación en 1939. Todavía en 2010, en el Manual de Organización de la Secretaría de Seguridad Pública del Distrito Federal, que entonces encabezaba Manuel Mondragón y Kalb, aparecían en la estructura orgánica de la dependencia los agrupamientos de Granaderos Oriente y Poniente, lo que ya no ocurre en la estructura hoy vigente.
De acuerdo con un recuento del diario El Universal, en la Ciudad de México se registraron diez mil manifestaciones entre 2015 y 2017, en promedio, nueve por día. Sumemos a estas los eventos masivos que requieren la presencia de la autoridad debido a posibles disturbios, como los partidos de futbol de la liga profesional o las procesiones religiosas. La necesidad de un grupo que cumpla con este servicio es clara, independientemente de su denominación.
Ahora bien, eso no quiere decir que no carezca de razón la demanda de que su servicio mejore, aun cuando la mayoría de sus intervenciones no genere reportes de abusos. Considero que esa pudo haber sido la intención de fondo en el anuncio que hizo la jefa de Gobierno al tomar posesión de su cargo: arrancar de raíz los vicios en la operación de los granaderos.
¿Qué sí puede cambiar?
Cuando ocurre una protesta en las calles, por principio de cuentas, el trabajo político del gobierno falló desde antes; que sea necesaria la intervención de la policía sucede como consecuencia. Cuando nos encontramos ante tal escenario, se pueden desempeñar las funciones de la policía –en específico, las que consisten en conducir y contener multitudes, así como preservar el orden en las mismas– de manera que el conflicto no se desborde.
Una de las apuestas principales es la negociación con los liderazgos de la protesta para que se atiendan lineamientos, como no portar objetos que puedan utilizarse como armas. Aunque eso se dificulta cuando los líderes no se pueden identificar fácilmente o se niegan a seguir las indicaciones de la autoridad, debería ser el primer recurso. La tarea no es sencilla: quienes protestan tienen razones para estar molestos y la policía no puede ofrecer respuestas a sus demandas. Aun en estos casos se debe mantener el orden y cuidar la integridad y el patrimonio de las personas, así lo señala la Constitución, mientras se respeta el derecho a la protesta.
Otro tipo de recursos también están disponibles para la policía y los hemos visto recientemente, por ejemplo, en las protestas contra la violencia hacia las mujeres: mediante bardas o formaciones de integrantes de la policía, se delimitan los espacios por los que se permite transitar a quienes forman parte de la manifestación o se fragmentan los contingentes en unidades de menor tamaño para facilitar su control.
Con todo, es difícil que los manifestantes valoren el trabajo de mantener el orden. En el fondo, se requiere gestionar el descontento de cientos de personas a las que alguna autoridad les falló previamente. Por ello, la capacidad de negociar y desescalar el conflicto se debe impulsar en la policía de la Ciudad de México. Un ejemplo de esto lo dio un comandante de la hoy extinta Policía Federal, en 2013, cuando negoció con líderes de una manifestación del sindicato magisterial el desbloqueo de un tramo de la Autopista del Sol, entre los estados de Morelos y Guerrero. Aunque se registraron detenciones de algunos manifestantes, la protesta no se salió de control y se restableció el tránsito de vehículos.
La jefa de Gobierno incluso podría hacer una apuesta más ambiciosa: crear un mecanismo de supervisión ciudadano que analice de manera sistemática las acciones policiales que se identifican como abusos durante las protestas y que emita recomendaciones para mejorar sus procedimientos –en México, el Instituto para la Seguridad y la Democracia ha explicado ampliamente cómo funcionan estos cuerpos en otras ciudades del mundo–. De tomar este camino, entonces sí estaríamos hablando de una decisión de gobierno con el potencial de generar cambios organizacionales genuinos en la policía, que si bien no desterrarán por completo los abusos y errores policiales durante las protestas –ninguna medida podría garantizarlo–, sí pueden favorecer la rendición de cuentas, el aprendizaje institucional e incluso la reparación gradual del vínculo entre estas autoridades y la ciudadanía.
Aunque cambió la denominación del "cuerpo de granaderos" y ya no se llaman de ese modo, no se puede prescindir de las funciones que realizan: evitar disturbios y preservar el orden público en las manifestaciones.
El día uno de su administración como jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum ordenó “la desaparición definitiva del cuerpo de granaderos” de la policía capitalina. Lo hizo en su discurso de toma de protesta y así, dijo, cumplía una de las demandas históricas del movimiento estudiantil de 1968. Ahora y cada vez que la policía desplegada en manifestaciones incurre en actos cuestionables, se le reclama a la morenista que haya incumplido su compromiso. Sin embargo, la de los granaderos es una función de la que simplemente no se puede prescindir.
En cualquier ciudad donde ocurren protestas multitudinarias o eventos masivos en el espacio público que tengan el potencial de salirse de control, existe la necesidad de un servicio policial que se encargue de preservar el orden y la integridad de las personas. Más aún, esos objetivos son una obligación de la autoridad y forman parte de la definición de seguridad pública establecida en nuestra Constitución.
A estas unidades se les conoce de distintas formas alrededor del mundo, todas ellas aluden a su función: policía de control de multitudes, antidisturbios o antimotines. En la capital del país se les ubica como “granaderos” por el nombre que llevó el agrupamiento desde su creación en 1939. Todavía en 2010, en el Manual de Organización de la Secretaría de Seguridad Pública del Distrito Federal, que entonces encabezaba Manuel Mondragón y Kalb, aparecían en la estructura orgánica de la dependencia los agrupamientos de Granaderos Oriente y Poniente, lo que ya no ocurre en la estructura hoy vigente.
De acuerdo con un recuento del diario El Universal, en la Ciudad de México se registraron diez mil manifestaciones entre 2015 y 2017, en promedio, nueve por día. Sumemos a estas los eventos masivos que requieren la presencia de la autoridad debido a posibles disturbios, como los partidos de futbol de la liga profesional o las procesiones religiosas. La necesidad de un grupo que cumpla con este servicio es clara, independientemente de su denominación.
Ahora bien, eso no quiere decir que no carezca de razón la demanda de que su servicio mejore, aun cuando la mayoría de sus intervenciones no genere reportes de abusos. Considero que esa pudo haber sido la intención de fondo en el anuncio que hizo la jefa de Gobierno al tomar posesión de su cargo: arrancar de raíz los vicios en la operación de los granaderos.
¿Qué sí puede cambiar?
Cuando ocurre una protesta en las calles, por principio de cuentas, el trabajo político del gobierno falló desde antes; que sea necesaria la intervención de la policía sucede como consecuencia. Cuando nos encontramos ante tal escenario, se pueden desempeñar las funciones de la policía –en específico, las que consisten en conducir y contener multitudes, así como preservar el orden en las mismas– de manera que el conflicto no se desborde.
Una de las apuestas principales es la negociación con los liderazgos de la protesta para que se atiendan lineamientos, como no portar objetos que puedan utilizarse como armas. Aunque eso se dificulta cuando los líderes no se pueden identificar fácilmente o se niegan a seguir las indicaciones de la autoridad, debería ser el primer recurso. La tarea no es sencilla: quienes protestan tienen razones para estar molestos y la policía no puede ofrecer respuestas a sus demandas. Aun en estos casos se debe mantener el orden y cuidar la integridad y el patrimonio de las personas, así lo señala la Constitución, mientras se respeta el derecho a la protesta.
Otro tipo de recursos también están disponibles para la policía y los hemos visto recientemente, por ejemplo, en las protestas contra la violencia hacia las mujeres: mediante bardas o formaciones de integrantes de la policía, se delimitan los espacios por los que se permite transitar a quienes forman parte de la manifestación o se fragmentan los contingentes en unidades de menor tamaño para facilitar su control.
Con todo, es difícil que los manifestantes valoren el trabajo de mantener el orden. En el fondo, se requiere gestionar el descontento de cientos de personas a las que alguna autoridad les falló previamente. Por ello, la capacidad de negociar y desescalar el conflicto se debe impulsar en la policía de la Ciudad de México. Un ejemplo de esto lo dio un comandante de la hoy extinta Policía Federal, en 2013, cuando negoció con líderes de una manifestación del sindicato magisterial el desbloqueo de un tramo de la Autopista del Sol, entre los estados de Morelos y Guerrero. Aunque se registraron detenciones de algunos manifestantes, la protesta no se salió de control y se restableció el tránsito de vehículos.
La jefa de Gobierno incluso podría hacer una apuesta más ambiciosa: crear un mecanismo de supervisión ciudadano que analice de manera sistemática las acciones policiales que se identifican como abusos durante las protestas y que emita recomendaciones para mejorar sus procedimientos –en México, el Instituto para la Seguridad y la Democracia ha explicado ampliamente cómo funcionan estos cuerpos en otras ciudades del mundo–. De tomar este camino, entonces sí estaríamos hablando de una decisión de gobierno con el potencial de generar cambios organizacionales genuinos en la policía, que si bien no desterrarán por completo los abusos y errores policiales durante las protestas –ninguna medida podría garantizarlo–, sí pueden favorecer la rendición de cuentas, el aprendizaje institucional e incluso la reparación gradual del vínculo entre estas autoridades y la ciudadanía.
Aunque cambió la denominación del "cuerpo de granaderos" y ya no se llaman de ese modo, no se puede prescindir de las funciones que realizan: evitar disturbios y preservar el orden público en las manifestaciones.
El día uno de su administración como jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum ordenó “la desaparición definitiva del cuerpo de granaderos” de la policía capitalina. Lo hizo en su discurso de toma de protesta y así, dijo, cumplía una de las demandas históricas del movimiento estudiantil de 1968. Ahora y cada vez que la policía desplegada en manifestaciones incurre en actos cuestionables, se le reclama a la morenista que haya incumplido su compromiso. Sin embargo, la de los granaderos es una función de la que simplemente no se puede prescindir.
En cualquier ciudad donde ocurren protestas multitudinarias o eventos masivos en el espacio público que tengan el potencial de salirse de control, existe la necesidad de un servicio policial que se encargue de preservar el orden y la integridad de las personas. Más aún, esos objetivos son una obligación de la autoridad y forman parte de la definición de seguridad pública establecida en nuestra Constitución.
A estas unidades se les conoce de distintas formas alrededor del mundo, todas ellas aluden a su función: policía de control de multitudes, antidisturbios o antimotines. En la capital del país se les ubica como “granaderos” por el nombre que llevó el agrupamiento desde su creación en 1939. Todavía en 2010, en el Manual de Organización de la Secretaría de Seguridad Pública del Distrito Federal, que entonces encabezaba Manuel Mondragón y Kalb, aparecían en la estructura orgánica de la dependencia los agrupamientos de Granaderos Oriente y Poniente, lo que ya no ocurre en la estructura hoy vigente.
De acuerdo con un recuento del diario El Universal, en la Ciudad de México se registraron diez mil manifestaciones entre 2015 y 2017, en promedio, nueve por día. Sumemos a estas los eventos masivos que requieren la presencia de la autoridad debido a posibles disturbios, como los partidos de futbol de la liga profesional o las procesiones religiosas. La necesidad de un grupo que cumpla con este servicio es clara, independientemente de su denominación.
Ahora bien, eso no quiere decir que no carezca de razón la demanda de que su servicio mejore, aun cuando la mayoría de sus intervenciones no genere reportes de abusos. Considero que esa pudo haber sido la intención de fondo en el anuncio que hizo la jefa de Gobierno al tomar posesión de su cargo: arrancar de raíz los vicios en la operación de los granaderos.
¿Qué sí puede cambiar?
Cuando ocurre una protesta en las calles, por principio de cuentas, el trabajo político del gobierno falló desde antes; que sea necesaria la intervención de la policía sucede como consecuencia. Cuando nos encontramos ante tal escenario, se pueden desempeñar las funciones de la policía –en específico, las que consisten en conducir y contener multitudes, así como preservar el orden en las mismas– de manera que el conflicto no se desborde.
Una de las apuestas principales es la negociación con los liderazgos de la protesta para que se atiendan lineamientos, como no portar objetos que puedan utilizarse como armas. Aunque eso se dificulta cuando los líderes no se pueden identificar fácilmente o se niegan a seguir las indicaciones de la autoridad, debería ser el primer recurso. La tarea no es sencilla: quienes protestan tienen razones para estar molestos y la policía no puede ofrecer respuestas a sus demandas. Aun en estos casos se debe mantener el orden y cuidar la integridad y el patrimonio de las personas, así lo señala la Constitución, mientras se respeta el derecho a la protesta.
Otro tipo de recursos también están disponibles para la policía y los hemos visto recientemente, por ejemplo, en las protestas contra la violencia hacia las mujeres: mediante bardas o formaciones de integrantes de la policía, se delimitan los espacios por los que se permite transitar a quienes forman parte de la manifestación o se fragmentan los contingentes en unidades de menor tamaño para facilitar su control.
Con todo, es difícil que los manifestantes valoren el trabajo de mantener el orden. En el fondo, se requiere gestionar el descontento de cientos de personas a las que alguna autoridad les falló previamente. Por ello, la capacidad de negociar y desescalar el conflicto se debe impulsar en la policía de la Ciudad de México. Un ejemplo de esto lo dio un comandante de la hoy extinta Policía Federal, en 2013, cuando negoció con líderes de una manifestación del sindicato magisterial el desbloqueo de un tramo de la Autopista del Sol, entre los estados de Morelos y Guerrero. Aunque se registraron detenciones de algunos manifestantes, la protesta no se salió de control y se restableció el tránsito de vehículos.
La jefa de Gobierno incluso podría hacer una apuesta más ambiciosa: crear un mecanismo de supervisión ciudadano que analice de manera sistemática las acciones policiales que se identifican como abusos durante las protestas y que emita recomendaciones para mejorar sus procedimientos –en México, el Instituto para la Seguridad y la Democracia ha explicado ampliamente cómo funcionan estos cuerpos en otras ciudades del mundo–. De tomar este camino, entonces sí estaríamos hablando de una decisión de gobierno con el potencial de generar cambios organizacionales genuinos en la policía, que si bien no desterrarán por completo los abusos y errores policiales durante las protestas –ninguna medida podría garantizarlo–, sí pueden favorecer la rendición de cuentas, el aprendizaje institucional e incluso la reparación gradual del vínculo entre estas autoridades y la ciudadanía.
Aunque cambió la denominación del "cuerpo de granaderos" y ya no se llaman de ese modo, no se puede prescindir de las funciones que realizan: evitar disturbios y preservar el orden público en las manifestaciones.
El día uno de su administración como jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum ordenó “la desaparición definitiva del cuerpo de granaderos” de la policía capitalina. Lo hizo en su discurso de toma de protesta y así, dijo, cumplía una de las demandas históricas del movimiento estudiantil de 1968. Ahora y cada vez que la policía desplegada en manifestaciones incurre en actos cuestionables, se le reclama a la morenista que haya incumplido su compromiso. Sin embargo, la de los granaderos es una función de la que simplemente no se puede prescindir.
En cualquier ciudad donde ocurren protestas multitudinarias o eventos masivos en el espacio público que tengan el potencial de salirse de control, existe la necesidad de un servicio policial que se encargue de preservar el orden y la integridad de las personas. Más aún, esos objetivos son una obligación de la autoridad y forman parte de la definición de seguridad pública establecida en nuestra Constitución.
A estas unidades se les conoce de distintas formas alrededor del mundo, todas ellas aluden a su función: policía de control de multitudes, antidisturbios o antimotines. En la capital del país se les ubica como “granaderos” por el nombre que llevó el agrupamiento desde su creación en 1939. Todavía en 2010, en el Manual de Organización de la Secretaría de Seguridad Pública del Distrito Federal, que entonces encabezaba Manuel Mondragón y Kalb, aparecían en la estructura orgánica de la dependencia los agrupamientos de Granaderos Oriente y Poniente, lo que ya no ocurre en la estructura hoy vigente.
De acuerdo con un recuento del diario El Universal, en la Ciudad de México se registraron diez mil manifestaciones entre 2015 y 2017, en promedio, nueve por día. Sumemos a estas los eventos masivos que requieren la presencia de la autoridad debido a posibles disturbios, como los partidos de futbol de la liga profesional o las procesiones religiosas. La necesidad de un grupo que cumpla con este servicio es clara, independientemente de su denominación.
Ahora bien, eso no quiere decir que no carezca de razón la demanda de que su servicio mejore, aun cuando la mayoría de sus intervenciones no genere reportes de abusos. Considero que esa pudo haber sido la intención de fondo en el anuncio que hizo la jefa de Gobierno al tomar posesión de su cargo: arrancar de raíz los vicios en la operación de los granaderos.
¿Qué sí puede cambiar?
Cuando ocurre una protesta en las calles, por principio de cuentas, el trabajo político del gobierno falló desde antes; que sea necesaria la intervención de la policía sucede como consecuencia. Cuando nos encontramos ante tal escenario, se pueden desempeñar las funciones de la policía –en específico, las que consisten en conducir y contener multitudes, así como preservar el orden en las mismas– de manera que el conflicto no se desborde.
Una de las apuestas principales es la negociación con los liderazgos de la protesta para que se atiendan lineamientos, como no portar objetos que puedan utilizarse como armas. Aunque eso se dificulta cuando los líderes no se pueden identificar fácilmente o se niegan a seguir las indicaciones de la autoridad, debería ser el primer recurso. La tarea no es sencilla: quienes protestan tienen razones para estar molestos y la policía no puede ofrecer respuestas a sus demandas. Aun en estos casos se debe mantener el orden y cuidar la integridad y el patrimonio de las personas, así lo señala la Constitución, mientras se respeta el derecho a la protesta.
Otro tipo de recursos también están disponibles para la policía y los hemos visto recientemente, por ejemplo, en las protestas contra la violencia hacia las mujeres: mediante bardas o formaciones de integrantes de la policía, se delimitan los espacios por los que se permite transitar a quienes forman parte de la manifestación o se fragmentan los contingentes en unidades de menor tamaño para facilitar su control.
Con todo, es difícil que los manifestantes valoren el trabajo de mantener el orden. En el fondo, se requiere gestionar el descontento de cientos de personas a las que alguna autoridad les falló previamente. Por ello, la capacidad de negociar y desescalar el conflicto se debe impulsar en la policía de la Ciudad de México. Un ejemplo de esto lo dio un comandante de la hoy extinta Policía Federal, en 2013, cuando negoció con líderes de una manifestación del sindicato magisterial el desbloqueo de un tramo de la Autopista del Sol, entre los estados de Morelos y Guerrero. Aunque se registraron detenciones de algunos manifestantes, la protesta no se salió de control y se restableció el tránsito de vehículos.
La jefa de Gobierno incluso podría hacer una apuesta más ambiciosa: crear un mecanismo de supervisión ciudadano que analice de manera sistemática las acciones policiales que se identifican como abusos durante las protestas y que emita recomendaciones para mejorar sus procedimientos –en México, el Instituto para la Seguridad y la Democracia ha explicado ampliamente cómo funcionan estos cuerpos en otras ciudades del mundo–. De tomar este camino, entonces sí estaríamos hablando de una decisión de gobierno con el potencial de generar cambios organizacionales genuinos en la policía, que si bien no desterrarán por completo los abusos y errores policiales durante las protestas –ninguna medida podría garantizarlo–, sí pueden favorecer la rendición de cuentas, el aprendizaje institucional e incluso la reparación gradual del vínculo entre estas autoridades y la ciudadanía.
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