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Sanborns, el lugar donde el tiempo no pasa... y mi padre aún vive

Sanborns, el lugar donde el tiempo no pasa... y mi padre aún vive

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Los servicios de Sanborns fueron el único lugar fuera de casa donde escuché a papá aclararse la garganta y sonarse con estrépito.
27
.
03
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Los CD que nadie compra, las revistas que nadie hojea y el mismo menú de siempre. Sanborns se mantiene igual, ajeno al paso del tiempo; pero nada se conserva solo: alguien, cada día, lo reconstruye y lo convierte en parte de su memoria.

Los Sanborns y la personalidad de mi padre son las únicas cosas que conozco que se resistieron a la renovación hasta el final. En un mundo donde todo cambia para sobrevivir, aquí todo sigue igual, con la dignidad de quien se sabe enfermo de muerte y continúa de pie.

Papá murió en 2006 y desde entonces muchas sucursales de Sanborns han cerrado en todo el país. Aunque los restos de papá están en la cripta de una iglesia, me encuentro con él en cada uno de los departamentos de este lugar. Ya lo conté alguna vez en Twitter: lo hallo en la revista Proceso que compraba religiosamente, o en los chocolates amargos con forma de tortuga que le regalaba a mamá cada vez que peleaban. También lo descubro en el área de tarjetas de felicitaciones donde juntos nos divertíamos buscando las más ingeniosas para regalar. Para mí, él habita en cada Sanborns; solo ahí lo vi moverse, incluso más cómodo que en su propia casa. Papá solía decir que ninguna ciudad merecía ese nombre si no tenía, al menos, un Sanborns, y visitarla no tenía sentido si no pasaba por ahí.

En guerra contra el tiempo

Sanborns es la trinchera desde la que nosotros, sus clientes, peleamos contra el ejército del tiempo. Las esquirlas de los años quedan atrapadas entre la sección de los CD que ya nadie compra, los platos de talavera clásicos y los baños que aún ostentan un letrero de “Sanitarios y teléfonos”, aunque los teléfonos públicos desaparecieron hace más de una década. 

Aquí también se guarda el mayor secreto de mi vida: la verdadera causa de muerte de mi padre. Allí fue donde hizo su última compra: 10 cajetillas de Marlboro rojo. El ticket quedó sobre su mesa de noche, como una carta de despedida. El tiempo se detuvo en esa última compra. Años después, sigo visitando el área de tabaquería que permanece casi intacta. ¿Por qué alguien que ha decidido morir compra ese mismo día 10 cajetillas de cigarros?

Mientras recorro el lugar pienso en la paradoja del tiempo que propone. Venden objetos que parecen antigüedades: máquinas de escribir, teléfonos de principios del siglo XX, cajas de música, pero todos fabricados recientemente. ¿Qué querrán decirnos las antigüedades de tan actual manufactura? ¿Es Sanborns una performance kitsch y autosustentable?, ¿la mejor paternidad que pudo darme mi padre fue con su ausencia?

Te recomendamos leer este ensayo de Guillermo Osorno: Dejamos aquí.

Sigo pensando mientras observo una réplica de La Piedad, justo en la entrada. Tomo fotografías de este mausoleo con temor a parecer sospechoso. Pero nadie me molesta, nadie me juzga ni me cuestiona. “Todos, aun sin advertirlo, deben tener a un muerto enterrado en Sanborns. Y nadie hace preguntas en los cementerios”, apunto en las notas de mi celular.

Junto a las supuestas antigüedades encuentro un stand repleto de pipas de vidrio y material para armar porros. Artículos para que los clientes puedan equiparse, volver a casa y hacer que las horas corran más lento… Nunca vi a papá fumar mota. Me incomodan estas novedades. En Sanborns, cualquier cambio me resulta insoportable. Las tumbas deberían permanecer intactas hasta que el olvido, y no la modernidad, termine por derribarlas.

El ejemplo más obvio de la guerra contra el tiempo aquí declarada está en la sección de revistas: un exhibidor completo dedicado a sudokus y juegos de papel “para matar el tiempo”, entre los que se incluyen ejemplares de la revista Evasión. ¿Por qué el tiempo es tan peligroso en este lugar? ¿Evadirlo es resistir o acobardarse?

Todos, aun sin advertirlo, deben tener a un muerto enterrado en Sanborns. Y nadie hace preguntas en los cementerios

Yo prefiero creer que, si erigieran una estatua a Sanborns o a mi padre, estarían montados sobre un caballo de bronce con las dos patas delanteras levantadas porque murieron en esa batalla contra el paso del tiempo. Él lo detuvo solo, dentro de un departamento recién alquilado, combatiendo a su modo una larga y silenciosa depresión. Sanborns sigue resistiendo a su manera, en una lucha más discreta, pero igual de obstinada, enfrentando un mercado donde casi todo se adquiere en línea.

Aún hay compras que se disfrutan más en vivo, como buscar una revista entre los escaparates. Allí donde aparecen revistas estadounidenses a precios elevados, como la polémica portada anual de The Economist, que trata siempre de adivinar el futuro. Quizá eso es lo único en este establecimiento que no está obsesionado con el pasado. En Sanborns he estado leyendo por largos ratos revistas que no compro, sin que nadie me moleste. No me atrevería a hacer lo mismo en los puestos de periódicos.

Este lugar es atípico incluso en lo escatológico: para quienes no nos sentimos cómodos usando baños fuera de casa, sus sanitarios ofrecen una extraña sensación de resguardo y confianza. Los servicios de Sanborns fueron el único lugar fuera de casa donde escuché a papá aclararse la garganta y sonarse con estrépito.

En esta tumba de mi padre también ha habido cambios sutiles que acepto sin mayor objeción, como las pantallas, cada vez más delgadas, encendidas con imágenes HD de paisajes naturales, con una nitidez que ni siquiera alcanzaría a percibir en un viaje real al Amazonas, o los telescopios que han ido evolucionando con los años. Desde niño me han llamado la atención, aunque nunca he visto a nadie comprarlos ni preguntar por ellos. No venden microscopios… Como si Sanborns nos dijera que debemos mirar afuera, al universo, que quizá ahí encontraremos respuestas. Si el asteroide 2024 YR4, que se acerca a la Tierra con posibilidades remotas —pero preocupantes— de borrar una ciudad entera, aumentara su probabilidad de impacto, tal vez los telescopios de Sanborns, por fin, se agotarían. Con ellos podríamos observar —con la mayor nitidez y en familia— a los multimillonarios huyendo en un cohete mientras se acerca nuestra inminente destrucción.

El restaurante

 

En 2006, el último encuentro que mamá tuvo con mi padre fue en un desayuno en Sanborns. Tras la separación, ella le pidió que pasara más tiempo con sus hijos. Esa noche, él murió.

En mi tuit que se hizo viral, @dhanwagen comentó: “Mi abuelo solía ir a desayunar a Sanborns. Cuando nos llevaba con él, le decía a la mesera: ʻMire, le presento a mis nietosʼ, como si la mesera fuera invitada y él se sintiera en su propia casa. Te extraño mucho abuelo”. Releo algunos comentarios como ese mientras devoro unas enchiladas suizas, las favoritas de papá. Me siento en un gabinete, mi lugar favorito en un Sanborns. No hay nada más gratificante que ese espacio que nos da contención: pegados a la mesa, con las nalgas descansando en sus sillones color marrón. De niño, era mi sitio soñado después de haber pasado una hora sentado los domingos en las bancas de madera de la iglesia. Trataba de adelantarme a mis padres y a mi hermano para sentarme junto a la ventana, como si fuera un avión.

Los domingos era el único momento cuando papá podía demostrar su amor. En esa abundancia para quererlo había que terminar cada bocado.

Salíamos de la misa muertos de hambre para la verdadera comunión: devorar la canasta de totopos y pan con mantequilla. Si la comida tardaba demasiado, comíamos hasta tres canastas. Para cuando llegaban los platillos ya habíamos matado el hambre. De beber, para empezar, solía ordenar una enorme conga, decorada con las características cerezas del restaurante, color rojo eléctrico. Recuerdo que había menú infantil, pero desde niño elegía de la carta principal. Apenas y lograba acabar las porciones antes de hacer espacio para las palomitas del cine y las donas de El Globo que comía en la cena. Viendo al pasado comprendo que los domingos era el único momento cuando papá podía demostrar su amor. En esa abundancia para quererlo había que terminar cada bocado.

Te recomendamos leer el ensayo de María Fernanda Ampuero: El animal que llevo dentro.

Hay quienes creen que el signo zodiacal nos define. Yo me fío más en saber cuál es su platillo de Sanborns favorito. Gustos que, a veces, se heredan como forma de reconciliación con quienes ya no están. Mi papá ordenaba las enchiladas suizas que también eran las favoritas de su mamá, la pintora Lilia Carrillo. Nunca hablaba de ella, y entendí que le guardaba rencor. Un veneno que lo lastimó toda su vida.

Mi hermano Ernesto y yo solíamos pedir la enorme milanesa empanizada con forma de oreja de elefante o una hamburguesa con malteada de fresa, coronada con una galleta de vainilla. Mamá, en cambio, pedía su caldo tlalpeño, consomé de Sanborns o tostadas de pata. Dejé de pedir hamburguesas cuando murió papá. Desde entonces, comencé a ordenar enchiladas suizas. No son mis favoritas, pero son mi manera de hacer las paces con él y mi abuela. Las tostadas de pata de mamá me daban asco. Pero luego de pasar un largo tiempo sin hablarnos, un día me descubrí ordenándolas. La comida como tregua, como un código silencioso para convivir con quienes estamos indispuestos.

 

El bar

Sanborns también es un lugar de ritos de iniciación. El día que me rompieron el corazón por primera vez, a los 14 años, fui directo al bar en Plaza Loreto. Nunca me gustó. Papá solía intercalar ahí su tequila con una cerveza mientras mi hermano y yo paseábamos por la plaza.

Ese día me cité con la niña que más me gustaba en la secundaria. Me dijo que lo nuestro jamás podría funcionar porque antes había salido con una de sus amigas. Caminé directo al bar con un corazón roto de adulto, tal vez por eso ni siquiera me pidieron identificación.

Por primera vez pedí un tequila acompañado de una cerveza.

Nunca volví a beber en un Sanborns.

También es el mausoleo de los corazones rotos.

Mientras devoro las enchiladas, mi libreta está abierta a un lado. Los primeros bocados me traen un recuerdo. La tarde cuando, saliendo de la sucursal en Plaza Cuicuilco, noté que el pantalón de mi papá tenía un enorme agujero en la parte trasera, por donde se veían sus calzones. Se lo dije con discreción y me mandó a callar. Mientras caminábamos, noté cómo la gente lo observaba con sorpresa o riendo. Y algo en mi disfrutó verlo así, que tuviera su merecido por no haberme escuchado. Al llegar con mamá al cine, le conté lo sucedido. Entonces papá me pidió que le prestara mi suéter para amarrarlo a su cintura. Fue uno de los momentos más felices de mi vida. Acostumbrado a que me dijera que todo estaba en mi imaginación, el hoyo en su pantalón era real. Quizá a partir de ese momento comenzaría a escucharme antes de pedir que me callara. Murió demasiado pronto para confirmarlo.

Después, dedujeron que con una navaja alguien intentó sacarle la cartera, pero no regresamos a averiguar. Ni siquiera consideramos la posibilidad de que el intento de robo hubiera ocurrido ahí. Sanborns era un lugar seguro, el único espacio donde podíamos ser la familia feliz que no podíamos ser en otro sitio.

Tras bambalinas

El sabor de mis enchiladas suizas se mezcla con el olor a cloro del personal que ya ha comenzado a trapear. Falta media hora para cerrar.

Mientras limpio la salsa del plato con un bolillo, releo algunos testimonios de trabajadores de Sanborns en mi tuit. Para @mko136, este lugar marcó los momentos más importantes de su vida:

[...] Fue trabajando en Sanborns donde conocí a la hermosa Susana, quien para mí fue mi primer novia oficial. En un Sanborns entregue el anillo de compromiso a mi esposa Elizabeth. A veces pienso que no hay chilango que no tenga una historia en Sanborns.

Para @Ginnysaur11 es algo más que un restaurante:

Hace unos años falleció un cliente frecuente en el Sanborns en el que trabajo y el año pasado le dedicamos la ofrenda a él. Después de eso su familia dejó de visitarnos por un largo tiempo. Siento que volver a un lugar al que ibas frecuentemente con un ser querido y que no esté a tu lado, conviviendo, conversando, riendo y disfrutando, es difícil de procesar. Hace poco volvió su familia nuevamente y fue una dicha enorme recibirlos. Espero que halles el consuelo a través del recuerdo que alguien tan cercano y especial sembró en ti en un lugar así de mágico.

Escribo en mi libreta que quiero terminar el texto con estos testimonios. De pronto, el jazz ambiental se interrumpe. Se abren las puertas de la cocina y se escapa una canción de Los Fugitivos:

Él se fue,
los cabellos pintados de gris.
Ella dejo de cuidar las flores del jardín.

Entonces advierto los claveles falsos dentro de un florero y recuerdo que, cuando era niño, eran reales. Un día le regalé a mamá una de esas flores blancas. Pienso que quizá debería escribirle para reunirnos en Sanborns los tres: ella, mi hermano y yo.

Y los muchachos del barrio le llamaban loca
y unos hombres vestidos de blanco le dijeron ven.

    

Las estrofas se mezclan con la risa del personal al terminar la jornada. Alguien apila los platos sucios, alguien seca las últimas tazas con sus diseños típicos, alguien más apaga una lámpara y deja otra encendida.

Sanborns sigue aquí, igual que siempre. Pero su obstinación frente al tiempo no es un milagro, es un trabajo. Lo sostienen las meseras que portan ese mismo uniforme digno de una guerra contra el tiempo, quienes barren el suelo, sacuden el polvo, reacomodan los escaparates y pulen los espejos para que todo luzca como antes, como siempre.

Como mi padre, Sanborns se resiste al cambio. Como mi padre, no lo hace solo.

A quienes lo sostienen, a quienes se encargan de que este refugio de la memoria permanezca en pie, les dedico este texto.

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27
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03
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Los CD que nadie compra, las revistas que nadie hojea y el mismo menú de siempre. Sanborns se mantiene igual, ajeno al paso del tiempo; pero nada se conserva solo: alguien, cada día, lo reconstruye y lo convierte en parte de su memoria.

Los Sanborns y la personalidad de mi padre son las únicas cosas que conozco que se resistieron a la renovación hasta el final. En un mundo donde todo cambia para sobrevivir, aquí todo sigue igual, con la dignidad de quien se sabe enfermo de muerte y continúa de pie.

Papá murió en 2006 y desde entonces muchas sucursales de Sanborns han cerrado en todo el país. Aunque los restos de papá están en la cripta de una iglesia, me encuentro con él en cada uno de los departamentos de este lugar. Ya lo conté alguna vez en Twitter: lo hallo en la revista Proceso que compraba religiosamente, o en los chocolates amargos con forma de tortuga que le regalaba a mamá cada vez que peleaban. También lo descubro en el área de tarjetas de felicitaciones donde juntos nos divertíamos buscando las más ingeniosas para regalar. Para mí, él habita en cada Sanborns; solo ahí lo vi moverse, incluso más cómodo que en su propia casa. Papá solía decir que ninguna ciudad merecía ese nombre si no tenía, al menos, un Sanborns, y visitarla no tenía sentido si no pasaba por ahí.

En guerra contra el tiempo

Sanborns es la trinchera desde la que nosotros, sus clientes, peleamos contra el ejército del tiempo. Las esquirlas de los años quedan atrapadas entre la sección de los CD que ya nadie compra, los platos de talavera clásicos y los baños que aún ostentan un letrero de “Sanitarios y teléfonos”, aunque los teléfonos públicos desaparecieron hace más de una década. 

Aquí también se guarda el mayor secreto de mi vida: la verdadera causa de muerte de mi padre. Allí fue donde hizo su última compra: 10 cajetillas de Marlboro rojo. El ticket quedó sobre su mesa de noche, como una carta de despedida. El tiempo se detuvo en esa última compra. Años después, sigo visitando el área de tabaquería que permanece casi intacta. ¿Por qué alguien que ha decidido morir compra ese mismo día 10 cajetillas de cigarros?

Mientras recorro el lugar pienso en la paradoja del tiempo que propone. Venden objetos que parecen antigüedades: máquinas de escribir, teléfonos de principios del siglo XX, cajas de música, pero todos fabricados recientemente. ¿Qué querrán decirnos las antigüedades de tan actual manufactura? ¿Es Sanborns una performance kitsch y autosustentable?, ¿la mejor paternidad que pudo darme mi padre fue con su ausencia?

Te recomendamos leer este ensayo de Guillermo Osorno: Dejamos aquí.

Sigo pensando mientras observo una réplica de La Piedad, justo en la entrada. Tomo fotografías de este mausoleo con temor a parecer sospechoso. Pero nadie me molesta, nadie me juzga ni me cuestiona. “Todos, aun sin advertirlo, deben tener a un muerto enterrado en Sanborns. Y nadie hace preguntas en los cementerios”, apunto en las notas de mi celular.

Junto a las supuestas antigüedades encuentro un stand repleto de pipas de vidrio y material para armar porros. Artículos para que los clientes puedan equiparse, volver a casa y hacer que las horas corran más lento… Nunca vi a papá fumar mota. Me incomodan estas novedades. En Sanborns, cualquier cambio me resulta insoportable. Las tumbas deberían permanecer intactas hasta que el olvido, y no la modernidad, termine por derribarlas.

El ejemplo más obvio de la guerra contra el tiempo aquí declarada está en la sección de revistas: un exhibidor completo dedicado a sudokus y juegos de papel “para matar el tiempo”, entre los que se incluyen ejemplares de la revista Evasión. ¿Por qué el tiempo es tan peligroso en este lugar? ¿Evadirlo es resistir o acobardarse?

Todos, aun sin advertirlo, deben tener a un muerto enterrado en Sanborns. Y nadie hace preguntas en los cementerios

Yo prefiero creer que, si erigieran una estatua a Sanborns o a mi padre, estarían montados sobre un caballo de bronce con las dos patas delanteras levantadas porque murieron en esa batalla contra el paso del tiempo. Él lo detuvo solo, dentro de un departamento recién alquilado, combatiendo a su modo una larga y silenciosa depresión. Sanborns sigue resistiendo a su manera, en una lucha más discreta, pero igual de obstinada, enfrentando un mercado donde casi todo se adquiere en línea.

Aún hay compras que se disfrutan más en vivo, como buscar una revista entre los escaparates. Allí donde aparecen revistas estadounidenses a precios elevados, como la polémica portada anual de The Economist, que trata siempre de adivinar el futuro. Quizá eso es lo único en este establecimiento que no está obsesionado con el pasado. En Sanborns he estado leyendo por largos ratos revistas que no compro, sin que nadie me moleste. No me atrevería a hacer lo mismo en los puestos de periódicos.

Este lugar es atípico incluso en lo escatológico: para quienes no nos sentimos cómodos usando baños fuera de casa, sus sanitarios ofrecen una extraña sensación de resguardo y confianza. Los servicios de Sanborns fueron el único lugar fuera de casa donde escuché a papá aclararse la garganta y sonarse con estrépito.

En esta tumba de mi padre también ha habido cambios sutiles que acepto sin mayor objeción, como las pantallas, cada vez más delgadas, encendidas con imágenes HD de paisajes naturales, con una nitidez que ni siquiera alcanzaría a percibir en un viaje real al Amazonas, o los telescopios que han ido evolucionando con los años. Desde niño me han llamado la atención, aunque nunca he visto a nadie comprarlos ni preguntar por ellos. No venden microscopios… Como si Sanborns nos dijera que debemos mirar afuera, al universo, que quizá ahí encontraremos respuestas. Si el asteroide 2024 YR4, que se acerca a la Tierra con posibilidades remotas —pero preocupantes— de borrar una ciudad entera, aumentara su probabilidad de impacto, tal vez los telescopios de Sanborns, por fin, se agotarían. Con ellos podríamos observar —con la mayor nitidez y en familia— a los multimillonarios huyendo en un cohete mientras se acerca nuestra inminente destrucción.

El restaurante

 

En 2006, el último encuentro que mamá tuvo con mi padre fue en un desayuno en Sanborns. Tras la separación, ella le pidió que pasara más tiempo con sus hijos. Esa noche, él murió.

En mi tuit que se hizo viral, @dhanwagen comentó: “Mi abuelo solía ir a desayunar a Sanborns. Cuando nos llevaba con él, le decía a la mesera: ʻMire, le presento a mis nietosʼ, como si la mesera fuera invitada y él se sintiera en su propia casa. Te extraño mucho abuelo”. Releo algunos comentarios como ese mientras devoro unas enchiladas suizas, las favoritas de papá. Me siento en un gabinete, mi lugar favorito en un Sanborns. No hay nada más gratificante que ese espacio que nos da contención: pegados a la mesa, con las nalgas descansando en sus sillones color marrón. De niño, era mi sitio soñado después de haber pasado una hora sentado los domingos en las bancas de madera de la iglesia. Trataba de adelantarme a mis padres y a mi hermano para sentarme junto a la ventana, como si fuera un avión.

Los domingos era el único momento cuando papá podía demostrar su amor. En esa abundancia para quererlo había que terminar cada bocado.

Salíamos de la misa muertos de hambre para la verdadera comunión: devorar la canasta de totopos y pan con mantequilla. Si la comida tardaba demasiado, comíamos hasta tres canastas. Para cuando llegaban los platillos ya habíamos matado el hambre. De beber, para empezar, solía ordenar una enorme conga, decorada con las características cerezas del restaurante, color rojo eléctrico. Recuerdo que había menú infantil, pero desde niño elegía de la carta principal. Apenas y lograba acabar las porciones antes de hacer espacio para las palomitas del cine y las donas de El Globo que comía en la cena. Viendo al pasado comprendo que los domingos era el único momento cuando papá podía demostrar su amor. En esa abundancia para quererlo había que terminar cada bocado.

Te recomendamos leer el ensayo de María Fernanda Ampuero: El animal que llevo dentro.

Hay quienes creen que el signo zodiacal nos define. Yo me fío más en saber cuál es su platillo de Sanborns favorito. Gustos que, a veces, se heredan como forma de reconciliación con quienes ya no están. Mi papá ordenaba las enchiladas suizas que también eran las favoritas de su mamá, la pintora Lilia Carrillo. Nunca hablaba de ella, y entendí que le guardaba rencor. Un veneno que lo lastimó toda su vida.

Mi hermano Ernesto y yo solíamos pedir la enorme milanesa empanizada con forma de oreja de elefante o una hamburguesa con malteada de fresa, coronada con una galleta de vainilla. Mamá, en cambio, pedía su caldo tlalpeño, consomé de Sanborns o tostadas de pata. Dejé de pedir hamburguesas cuando murió papá. Desde entonces, comencé a ordenar enchiladas suizas. No son mis favoritas, pero son mi manera de hacer las paces con él y mi abuela. Las tostadas de pata de mamá me daban asco. Pero luego de pasar un largo tiempo sin hablarnos, un día me descubrí ordenándolas. La comida como tregua, como un código silencioso para convivir con quienes estamos indispuestos.

 

El bar

Sanborns también es un lugar de ritos de iniciación. El día que me rompieron el corazón por primera vez, a los 14 años, fui directo al bar en Plaza Loreto. Nunca me gustó. Papá solía intercalar ahí su tequila con una cerveza mientras mi hermano y yo paseábamos por la plaza.

Ese día me cité con la niña que más me gustaba en la secundaria. Me dijo que lo nuestro jamás podría funcionar porque antes había salido con una de sus amigas. Caminé directo al bar con un corazón roto de adulto, tal vez por eso ni siquiera me pidieron identificación.

Por primera vez pedí un tequila acompañado de una cerveza.

Nunca volví a beber en un Sanborns.

También es el mausoleo de los corazones rotos.

Mientras devoro las enchiladas, mi libreta está abierta a un lado. Los primeros bocados me traen un recuerdo. La tarde cuando, saliendo de la sucursal en Plaza Cuicuilco, noté que el pantalón de mi papá tenía un enorme agujero en la parte trasera, por donde se veían sus calzones. Se lo dije con discreción y me mandó a callar. Mientras caminábamos, noté cómo la gente lo observaba con sorpresa o riendo. Y algo en mi disfrutó verlo así, que tuviera su merecido por no haberme escuchado. Al llegar con mamá al cine, le conté lo sucedido. Entonces papá me pidió que le prestara mi suéter para amarrarlo a su cintura. Fue uno de los momentos más felices de mi vida. Acostumbrado a que me dijera que todo estaba en mi imaginación, el hoyo en su pantalón era real. Quizá a partir de ese momento comenzaría a escucharme antes de pedir que me callara. Murió demasiado pronto para confirmarlo.

Después, dedujeron que con una navaja alguien intentó sacarle la cartera, pero no regresamos a averiguar. Ni siquiera consideramos la posibilidad de que el intento de robo hubiera ocurrido ahí. Sanborns era un lugar seguro, el único espacio donde podíamos ser la familia feliz que no podíamos ser en otro sitio.

Tras bambalinas

El sabor de mis enchiladas suizas se mezcla con el olor a cloro del personal que ya ha comenzado a trapear. Falta media hora para cerrar.

Mientras limpio la salsa del plato con un bolillo, releo algunos testimonios de trabajadores de Sanborns en mi tuit. Para @mko136, este lugar marcó los momentos más importantes de su vida:

[...] Fue trabajando en Sanborns donde conocí a la hermosa Susana, quien para mí fue mi primer novia oficial. En un Sanborns entregue el anillo de compromiso a mi esposa Elizabeth. A veces pienso que no hay chilango que no tenga una historia en Sanborns.

Para @Ginnysaur11 es algo más que un restaurante:

Hace unos años falleció un cliente frecuente en el Sanborns en el que trabajo y el año pasado le dedicamos la ofrenda a él. Después de eso su familia dejó de visitarnos por un largo tiempo. Siento que volver a un lugar al que ibas frecuentemente con un ser querido y que no esté a tu lado, conviviendo, conversando, riendo y disfrutando, es difícil de procesar. Hace poco volvió su familia nuevamente y fue una dicha enorme recibirlos. Espero que halles el consuelo a través del recuerdo que alguien tan cercano y especial sembró en ti en un lugar así de mágico.

Escribo en mi libreta que quiero terminar el texto con estos testimonios. De pronto, el jazz ambiental se interrumpe. Se abren las puertas de la cocina y se escapa una canción de Los Fugitivos:

Él se fue,
los cabellos pintados de gris.
Ella dejo de cuidar las flores del jardín.

Entonces advierto los claveles falsos dentro de un florero y recuerdo que, cuando era niño, eran reales. Un día le regalé a mamá una de esas flores blancas. Pienso que quizá debería escribirle para reunirnos en Sanborns los tres: ella, mi hermano y yo.

Y los muchachos del barrio le llamaban loca
y unos hombres vestidos de blanco le dijeron ven.

    

Las estrofas se mezclan con la risa del personal al terminar la jornada. Alguien apila los platos sucios, alguien seca las últimas tazas con sus diseños típicos, alguien más apaga una lámpara y deja otra encendida.

Sanborns sigue aquí, igual que siempre. Pero su obstinación frente al tiempo no es un milagro, es un trabajo. Lo sostienen las meseras que portan ese mismo uniforme digno de una guerra contra el tiempo, quienes barren el suelo, sacuden el polvo, reacomodan los escaparates y pulen los espejos para que todo luzca como antes, como siempre.

Como mi padre, Sanborns se resiste al cambio. Como mi padre, no lo hace solo.

A quienes lo sostienen, a quienes se encargan de que este refugio de la memoria permanezca en pie, les dedico este texto.

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Los servicios de Sanborns fueron el único lugar fuera de casa donde escuché a papá aclararse la garganta y sonarse con estrépito.
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Tiempo de Lectura: 00 min

Los CD que nadie compra, las revistas que nadie hojea y el mismo menú de siempre. Sanborns se mantiene igual, ajeno al paso del tiempo; pero nada se conserva solo: alguien, cada día, lo reconstruye y lo convierte en parte de su memoria.

Los Sanborns y la personalidad de mi padre son las únicas cosas que conozco que se resistieron a la renovación hasta el final. En un mundo donde todo cambia para sobrevivir, aquí todo sigue igual, con la dignidad de quien se sabe enfermo de muerte y continúa de pie.

Papá murió en 2006 y desde entonces muchas sucursales de Sanborns han cerrado en todo el país. Aunque los restos de papá están en la cripta de una iglesia, me encuentro con él en cada uno de los departamentos de este lugar. Ya lo conté alguna vez en Twitter: lo hallo en la revista Proceso que compraba religiosamente, o en los chocolates amargos con forma de tortuga que le regalaba a mamá cada vez que peleaban. También lo descubro en el área de tarjetas de felicitaciones donde juntos nos divertíamos buscando las más ingeniosas para regalar. Para mí, él habita en cada Sanborns; solo ahí lo vi moverse, incluso más cómodo que en su propia casa. Papá solía decir que ninguna ciudad merecía ese nombre si no tenía, al menos, un Sanborns, y visitarla no tenía sentido si no pasaba por ahí.

En guerra contra el tiempo

Sanborns es la trinchera desde la que nosotros, sus clientes, peleamos contra el ejército del tiempo. Las esquirlas de los años quedan atrapadas entre la sección de los CD que ya nadie compra, los platos de talavera clásicos y los baños que aún ostentan un letrero de “Sanitarios y teléfonos”, aunque los teléfonos públicos desaparecieron hace más de una década. 

Aquí también se guarda el mayor secreto de mi vida: la verdadera causa de muerte de mi padre. Allí fue donde hizo su última compra: 10 cajetillas de Marlboro rojo. El ticket quedó sobre su mesa de noche, como una carta de despedida. El tiempo se detuvo en esa última compra. Años después, sigo visitando el área de tabaquería que permanece casi intacta. ¿Por qué alguien que ha decidido morir compra ese mismo día 10 cajetillas de cigarros?

Mientras recorro el lugar pienso en la paradoja del tiempo que propone. Venden objetos que parecen antigüedades: máquinas de escribir, teléfonos de principios del siglo XX, cajas de música, pero todos fabricados recientemente. ¿Qué querrán decirnos las antigüedades de tan actual manufactura? ¿Es Sanborns una performance kitsch y autosustentable?, ¿la mejor paternidad que pudo darme mi padre fue con su ausencia?

Te recomendamos leer este ensayo de Guillermo Osorno: Dejamos aquí.

Sigo pensando mientras observo una réplica de La Piedad, justo en la entrada. Tomo fotografías de este mausoleo con temor a parecer sospechoso. Pero nadie me molesta, nadie me juzga ni me cuestiona. “Todos, aun sin advertirlo, deben tener a un muerto enterrado en Sanborns. Y nadie hace preguntas en los cementerios”, apunto en las notas de mi celular.

Junto a las supuestas antigüedades encuentro un stand repleto de pipas de vidrio y material para armar porros. Artículos para que los clientes puedan equiparse, volver a casa y hacer que las horas corran más lento… Nunca vi a papá fumar mota. Me incomodan estas novedades. En Sanborns, cualquier cambio me resulta insoportable. Las tumbas deberían permanecer intactas hasta que el olvido, y no la modernidad, termine por derribarlas.

El ejemplo más obvio de la guerra contra el tiempo aquí declarada está en la sección de revistas: un exhibidor completo dedicado a sudokus y juegos de papel “para matar el tiempo”, entre los que se incluyen ejemplares de la revista Evasión. ¿Por qué el tiempo es tan peligroso en este lugar? ¿Evadirlo es resistir o acobardarse?

Todos, aun sin advertirlo, deben tener a un muerto enterrado en Sanborns. Y nadie hace preguntas en los cementerios

Yo prefiero creer que, si erigieran una estatua a Sanborns o a mi padre, estarían montados sobre un caballo de bronce con las dos patas delanteras levantadas porque murieron en esa batalla contra el paso del tiempo. Él lo detuvo solo, dentro de un departamento recién alquilado, combatiendo a su modo una larga y silenciosa depresión. Sanborns sigue resistiendo a su manera, en una lucha más discreta, pero igual de obstinada, enfrentando un mercado donde casi todo se adquiere en línea.

Aún hay compras que se disfrutan más en vivo, como buscar una revista entre los escaparates. Allí donde aparecen revistas estadounidenses a precios elevados, como la polémica portada anual de The Economist, que trata siempre de adivinar el futuro. Quizá eso es lo único en este establecimiento que no está obsesionado con el pasado. En Sanborns he estado leyendo por largos ratos revistas que no compro, sin que nadie me moleste. No me atrevería a hacer lo mismo en los puestos de periódicos.

Este lugar es atípico incluso en lo escatológico: para quienes no nos sentimos cómodos usando baños fuera de casa, sus sanitarios ofrecen una extraña sensación de resguardo y confianza. Los servicios de Sanborns fueron el único lugar fuera de casa donde escuché a papá aclararse la garganta y sonarse con estrépito.

En esta tumba de mi padre también ha habido cambios sutiles que acepto sin mayor objeción, como las pantallas, cada vez más delgadas, encendidas con imágenes HD de paisajes naturales, con una nitidez que ni siquiera alcanzaría a percibir en un viaje real al Amazonas, o los telescopios que han ido evolucionando con los años. Desde niño me han llamado la atención, aunque nunca he visto a nadie comprarlos ni preguntar por ellos. No venden microscopios… Como si Sanborns nos dijera que debemos mirar afuera, al universo, que quizá ahí encontraremos respuestas. Si el asteroide 2024 YR4, que se acerca a la Tierra con posibilidades remotas —pero preocupantes— de borrar una ciudad entera, aumentara su probabilidad de impacto, tal vez los telescopios de Sanborns, por fin, se agotarían. Con ellos podríamos observar —con la mayor nitidez y en familia— a los multimillonarios huyendo en un cohete mientras se acerca nuestra inminente destrucción.

El restaurante

 

En 2006, el último encuentro que mamá tuvo con mi padre fue en un desayuno en Sanborns. Tras la separación, ella le pidió que pasara más tiempo con sus hijos. Esa noche, él murió.

En mi tuit que se hizo viral, @dhanwagen comentó: “Mi abuelo solía ir a desayunar a Sanborns. Cuando nos llevaba con él, le decía a la mesera: ʻMire, le presento a mis nietosʼ, como si la mesera fuera invitada y él se sintiera en su propia casa. Te extraño mucho abuelo”. Releo algunos comentarios como ese mientras devoro unas enchiladas suizas, las favoritas de papá. Me siento en un gabinete, mi lugar favorito en un Sanborns. No hay nada más gratificante que ese espacio que nos da contención: pegados a la mesa, con las nalgas descansando en sus sillones color marrón. De niño, era mi sitio soñado después de haber pasado una hora sentado los domingos en las bancas de madera de la iglesia. Trataba de adelantarme a mis padres y a mi hermano para sentarme junto a la ventana, como si fuera un avión.

Los domingos era el único momento cuando papá podía demostrar su amor. En esa abundancia para quererlo había que terminar cada bocado.

Salíamos de la misa muertos de hambre para la verdadera comunión: devorar la canasta de totopos y pan con mantequilla. Si la comida tardaba demasiado, comíamos hasta tres canastas. Para cuando llegaban los platillos ya habíamos matado el hambre. De beber, para empezar, solía ordenar una enorme conga, decorada con las características cerezas del restaurante, color rojo eléctrico. Recuerdo que había menú infantil, pero desde niño elegía de la carta principal. Apenas y lograba acabar las porciones antes de hacer espacio para las palomitas del cine y las donas de El Globo que comía en la cena. Viendo al pasado comprendo que los domingos era el único momento cuando papá podía demostrar su amor. En esa abundancia para quererlo había que terminar cada bocado.

Te recomendamos leer el ensayo de María Fernanda Ampuero: El animal que llevo dentro.

Hay quienes creen que el signo zodiacal nos define. Yo me fío más en saber cuál es su platillo de Sanborns favorito. Gustos que, a veces, se heredan como forma de reconciliación con quienes ya no están. Mi papá ordenaba las enchiladas suizas que también eran las favoritas de su mamá, la pintora Lilia Carrillo. Nunca hablaba de ella, y entendí que le guardaba rencor. Un veneno que lo lastimó toda su vida.

Mi hermano Ernesto y yo solíamos pedir la enorme milanesa empanizada con forma de oreja de elefante o una hamburguesa con malteada de fresa, coronada con una galleta de vainilla. Mamá, en cambio, pedía su caldo tlalpeño, consomé de Sanborns o tostadas de pata. Dejé de pedir hamburguesas cuando murió papá. Desde entonces, comencé a ordenar enchiladas suizas. No son mis favoritas, pero son mi manera de hacer las paces con él y mi abuela. Las tostadas de pata de mamá me daban asco. Pero luego de pasar un largo tiempo sin hablarnos, un día me descubrí ordenándolas. La comida como tregua, como un código silencioso para convivir con quienes estamos indispuestos.

 

El bar

Sanborns también es un lugar de ritos de iniciación. El día que me rompieron el corazón por primera vez, a los 14 años, fui directo al bar en Plaza Loreto. Nunca me gustó. Papá solía intercalar ahí su tequila con una cerveza mientras mi hermano y yo paseábamos por la plaza.

Ese día me cité con la niña que más me gustaba en la secundaria. Me dijo que lo nuestro jamás podría funcionar porque antes había salido con una de sus amigas. Caminé directo al bar con un corazón roto de adulto, tal vez por eso ni siquiera me pidieron identificación.

Por primera vez pedí un tequila acompañado de una cerveza.

Nunca volví a beber en un Sanborns.

También es el mausoleo de los corazones rotos.

Mientras devoro las enchiladas, mi libreta está abierta a un lado. Los primeros bocados me traen un recuerdo. La tarde cuando, saliendo de la sucursal en Plaza Cuicuilco, noté que el pantalón de mi papá tenía un enorme agujero en la parte trasera, por donde se veían sus calzones. Se lo dije con discreción y me mandó a callar. Mientras caminábamos, noté cómo la gente lo observaba con sorpresa o riendo. Y algo en mi disfrutó verlo así, que tuviera su merecido por no haberme escuchado. Al llegar con mamá al cine, le conté lo sucedido. Entonces papá me pidió que le prestara mi suéter para amarrarlo a su cintura. Fue uno de los momentos más felices de mi vida. Acostumbrado a que me dijera que todo estaba en mi imaginación, el hoyo en su pantalón era real. Quizá a partir de ese momento comenzaría a escucharme antes de pedir que me callara. Murió demasiado pronto para confirmarlo.

Después, dedujeron que con una navaja alguien intentó sacarle la cartera, pero no regresamos a averiguar. Ni siquiera consideramos la posibilidad de que el intento de robo hubiera ocurrido ahí. Sanborns era un lugar seguro, el único espacio donde podíamos ser la familia feliz que no podíamos ser en otro sitio.

Tras bambalinas

El sabor de mis enchiladas suizas se mezcla con el olor a cloro del personal que ya ha comenzado a trapear. Falta media hora para cerrar.

Mientras limpio la salsa del plato con un bolillo, releo algunos testimonios de trabajadores de Sanborns en mi tuit. Para @mko136, este lugar marcó los momentos más importantes de su vida:

[...] Fue trabajando en Sanborns donde conocí a la hermosa Susana, quien para mí fue mi primer novia oficial. En un Sanborns entregue el anillo de compromiso a mi esposa Elizabeth. A veces pienso que no hay chilango que no tenga una historia en Sanborns.

Para @Ginnysaur11 es algo más que un restaurante:

Hace unos años falleció un cliente frecuente en el Sanborns en el que trabajo y el año pasado le dedicamos la ofrenda a él. Después de eso su familia dejó de visitarnos por un largo tiempo. Siento que volver a un lugar al que ibas frecuentemente con un ser querido y que no esté a tu lado, conviviendo, conversando, riendo y disfrutando, es difícil de procesar. Hace poco volvió su familia nuevamente y fue una dicha enorme recibirlos. Espero que halles el consuelo a través del recuerdo que alguien tan cercano y especial sembró en ti en un lugar así de mágico.

Escribo en mi libreta que quiero terminar el texto con estos testimonios. De pronto, el jazz ambiental se interrumpe. Se abren las puertas de la cocina y se escapa una canción de Los Fugitivos:

Él se fue,
los cabellos pintados de gris.
Ella dejo de cuidar las flores del jardín.

Entonces advierto los claveles falsos dentro de un florero y recuerdo que, cuando era niño, eran reales. Un día le regalé a mamá una de esas flores blancas. Pienso que quizá debería escribirle para reunirnos en Sanborns los tres: ella, mi hermano y yo.

Y los muchachos del barrio le llamaban loca
y unos hombres vestidos de blanco le dijeron ven.

    

Las estrofas se mezclan con la risa del personal al terminar la jornada. Alguien apila los platos sucios, alguien seca las últimas tazas con sus diseños típicos, alguien más apaga una lámpara y deja otra encendida.

Sanborns sigue aquí, igual que siempre. Pero su obstinación frente al tiempo no es un milagro, es un trabajo. Lo sostienen las meseras que portan ese mismo uniforme digno de una guerra contra el tiempo, quienes barren el suelo, sacuden el polvo, reacomodan los escaparates y pulen los espejos para que todo luzca como antes, como siempre.

Como mi padre, Sanborns se resiste al cambio. Como mi padre, no lo hace solo.

A quienes lo sostienen, a quienes se encargan de que este refugio de la memoria permanezca en pie, les dedico este texto.

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Sanborns, el lugar donde el tiempo no pasa... y mi padre aún vive

Sanborns, el lugar donde el tiempo no pasa... y mi padre aún vive

27
.
03
.
25
2025
Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
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Los CD que nadie compra, las revistas que nadie hojea y el mismo menú de siempre. Sanborns se mantiene igual, ajeno al paso del tiempo; pero nada se conserva solo: alguien, cada día, lo reconstruye y lo convierte en parte de su memoria.

Los Sanborns y la personalidad de mi padre son las únicas cosas que conozco que se resistieron a la renovación hasta el final. En un mundo donde todo cambia para sobrevivir, aquí todo sigue igual, con la dignidad de quien se sabe enfermo de muerte y continúa de pie.

Papá murió en 2006 y desde entonces muchas sucursales de Sanborns han cerrado en todo el país. Aunque los restos de papá están en la cripta de una iglesia, me encuentro con él en cada uno de los departamentos de este lugar. Ya lo conté alguna vez en Twitter: lo hallo en la revista Proceso que compraba religiosamente, o en los chocolates amargos con forma de tortuga que le regalaba a mamá cada vez que peleaban. También lo descubro en el área de tarjetas de felicitaciones donde juntos nos divertíamos buscando las más ingeniosas para regalar. Para mí, él habita en cada Sanborns; solo ahí lo vi moverse, incluso más cómodo que en su propia casa. Papá solía decir que ninguna ciudad merecía ese nombre si no tenía, al menos, un Sanborns, y visitarla no tenía sentido si no pasaba por ahí.

En guerra contra el tiempo

Sanborns es la trinchera desde la que nosotros, sus clientes, peleamos contra el ejército del tiempo. Las esquirlas de los años quedan atrapadas entre la sección de los CD que ya nadie compra, los platos de talavera clásicos y los baños que aún ostentan un letrero de “Sanitarios y teléfonos”, aunque los teléfonos públicos desaparecieron hace más de una década. 

Aquí también se guarda el mayor secreto de mi vida: la verdadera causa de muerte de mi padre. Allí fue donde hizo su última compra: 10 cajetillas de Marlboro rojo. El ticket quedó sobre su mesa de noche, como una carta de despedida. El tiempo se detuvo en esa última compra. Años después, sigo visitando el área de tabaquería que permanece casi intacta. ¿Por qué alguien que ha decidido morir compra ese mismo día 10 cajetillas de cigarros?

Mientras recorro el lugar pienso en la paradoja del tiempo que propone. Venden objetos que parecen antigüedades: máquinas de escribir, teléfonos de principios del siglo XX, cajas de música, pero todos fabricados recientemente. ¿Qué querrán decirnos las antigüedades de tan actual manufactura? ¿Es Sanborns una performance kitsch y autosustentable?, ¿la mejor paternidad que pudo darme mi padre fue con su ausencia?

Te recomendamos leer este ensayo de Guillermo Osorno: Dejamos aquí.

Sigo pensando mientras observo una réplica de La Piedad, justo en la entrada. Tomo fotografías de este mausoleo con temor a parecer sospechoso. Pero nadie me molesta, nadie me juzga ni me cuestiona. “Todos, aun sin advertirlo, deben tener a un muerto enterrado en Sanborns. Y nadie hace preguntas en los cementerios”, apunto en las notas de mi celular.

Junto a las supuestas antigüedades encuentro un stand repleto de pipas de vidrio y material para armar porros. Artículos para que los clientes puedan equiparse, volver a casa y hacer que las horas corran más lento… Nunca vi a papá fumar mota. Me incomodan estas novedades. En Sanborns, cualquier cambio me resulta insoportable. Las tumbas deberían permanecer intactas hasta que el olvido, y no la modernidad, termine por derribarlas.

El ejemplo más obvio de la guerra contra el tiempo aquí declarada está en la sección de revistas: un exhibidor completo dedicado a sudokus y juegos de papel “para matar el tiempo”, entre los que se incluyen ejemplares de la revista Evasión. ¿Por qué el tiempo es tan peligroso en este lugar? ¿Evadirlo es resistir o acobardarse?

Todos, aun sin advertirlo, deben tener a un muerto enterrado en Sanborns. Y nadie hace preguntas en los cementerios

Yo prefiero creer que, si erigieran una estatua a Sanborns o a mi padre, estarían montados sobre un caballo de bronce con las dos patas delanteras levantadas porque murieron en esa batalla contra el paso del tiempo. Él lo detuvo solo, dentro de un departamento recién alquilado, combatiendo a su modo una larga y silenciosa depresión. Sanborns sigue resistiendo a su manera, en una lucha más discreta, pero igual de obstinada, enfrentando un mercado donde casi todo se adquiere en línea.

Aún hay compras que se disfrutan más en vivo, como buscar una revista entre los escaparates. Allí donde aparecen revistas estadounidenses a precios elevados, como la polémica portada anual de The Economist, que trata siempre de adivinar el futuro. Quizá eso es lo único en este establecimiento que no está obsesionado con el pasado. En Sanborns he estado leyendo por largos ratos revistas que no compro, sin que nadie me moleste. No me atrevería a hacer lo mismo en los puestos de periódicos.

Este lugar es atípico incluso en lo escatológico: para quienes no nos sentimos cómodos usando baños fuera de casa, sus sanitarios ofrecen una extraña sensación de resguardo y confianza. Los servicios de Sanborns fueron el único lugar fuera de casa donde escuché a papá aclararse la garganta y sonarse con estrépito.

En esta tumba de mi padre también ha habido cambios sutiles que acepto sin mayor objeción, como las pantallas, cada vez más delgadas, encendidas con imágenes HD de paisajes naturales, con una nitidez que ni siquiera alcanzaría a percibir en un viaje real al Amazonas, o los telescopios que han ido evolucionando con los años. Desde niño me han llamado la atención, aunque nunca he visto a nadie comprarlos ni preguntar por ellos. No venden microscopios… Como si Sanborns nos dijera que debemos mirar afuera, al universo, que quizá ahí encontraremos respuestas. Si el asteroide 2024 YR4, que se acerca a la Tierra con posibilidades remotas —pero preocupantes— de borrar una ciudad entera, aumentara su probabilidad de impacto, tal vez los telescopios de Sanborns, por fin, se agotarían. Con ellos podríamos observar —con la mayor nitidez y en familia— a los multimillonarios huyendo en un cohete mientras se acerca nuestra inminente destrucción.

El restaurante

 

En 2006, el último encuentro que mamá tuvo con mi padre fue en un desayuno en Sanborns. Tras la separación, ella le pidió que pasara más tiempo con sus hijos. Esa noche, él murió.

En mi tuit que se hizo viral, @dhanwagen comentó: “Mi abuelo solía ir a desayunar a Sanborns. Cuando nos llevaba con él, le decía a la mesera: ʻMire, le presento a mis nietosʼ, como si la mesera fuera invitada y él se sintiera en su propia casa. Te extraño mucho abuelo”. Releo algunos comentarios como ese mientras devoro unas enchiladas suizas, las favoritas de papá. Me siento en un gabinete, mi lugar favorito en un Sanborns. No hay nada más gratificante que ese espacio que nos da contención: pegados a la mesa, con las nalgas descansando en sus sillones color marrón. De niño, era mi sitio soñado después de haber pasado una hora sentado los domingos en las bancas de madera de la iglesia. Trataba de adelantarme a mis padres y a mi hermano para sentarme junto a la ventana, como si fuera un avión.

Los domingos era el único momento cuando papá podía demostrar su amor. En esa abundancia para quererlo había que terminar cada bocado.

Salíamos de la misa muertos de hambre para la verdadera comunión: devorar la canasta de totopos y pan con mantequilla. Si la comida tardaba demasiado, comíamos hasta tres canastas. Para cuando llegaban los platillos ya habíamos matado el hambre. De beber, para empezar, solía ordenar una enorme conga, decorada con las características cerezas del restaurante, color rojo eléctrico. Recuerdo que había menú infantil, pero desde niño elegía de la carta principal. Apenas y lograba acabar las porciones antes de hacer espacio para las palomitas del cine y las donas de El Globo que comía en la cena. Viendo al pasado comprendo que los domingos era el único momento cuando papá podía demostrar su amor. En esa abundancia para quererlo había que terminar cada bocado.

Te recomendamos leer el ensayo de María Fernanda Ampuero: El animal que llevo dentro.

Hay quienes creen que el signo zodiacal nos define. Yo me fío más en saber cuál es su platillo de Sanborns favorito. Gustos que, a veces, se heredan como forma de reconciliación con quienes ya no están. Mi papá ordenaba las enchiladas suizas que también eran las favoritas de su mamá, la pintora Lilia Carrillo. Nunca hablaba de ella, y entendí que le guardaba rencor. Un veneno que lo lastimó toda su vida.

Mi hermano Ernesto y yo solíamos pedir la enorme milanesa empanizada con forma de oreja de elefante o una hamburguesa con malteada de fresa, coronada con una galleta de vainilla. Mamá, en cambio, pedía su caldo tlalpeño, consomé de Sanborns o tostadas de pata. Dejé de pedir hamburguesas cuando murió papá. Desde entonces, comencé a ordenar enchiladas suizas. No son mis favoritas, pero son mi manera de hacer las paces con él y mi abuela. Las tostadas de pata de mamá me daban asco. Pero luego de pasar un largo tiempo sin hablarnos, un día me descubrí ordenándolas. La comida como tregua, como un código silencioso para convivir con quienes estamos indispuestos.

 

El bar

Sanborns también es un lugar de ritos de iniciación. El día que me rompieron el corazón por primera vez, a los 14 años, fui directo al bar en Plaza Loreto. Nunca me gustó. Papá solía intercalar ahí su tequila con una cerveza mientras mi hermano y yo paseábamos por la plaza.

Ese día me cité con la niña que más me gustaba en la secundaria. Me dijo que lo nuestro jamás podría funcionar porque antes había salido con una de sus amigas. Caminé directo al bar con un corazón roto de adulto, tal vez por eso ni siquiera me pidieron identificación.

Por primera vez pedí un tequila acompañado de una cerveza.

Nunca volví a beber en un Sanborns.

También es el mausoleo de los corazones rotos.

Mientras devoro las enchiladas, mi libreta está abierta a un lado. Los primeros bocados me traen un recuerdo. La tarde cuando, saliendo de la sucursal en Plaza Cuicuilco, noté que el pantalón de mi papá tenía un enorme agujero en la parte trasera, por donde se veían sus calzones. Se lo dije con discreción y me mandó a callar. Mientras caminábamos, noté cómo la gente lo observaba con sorpresa o riendo. Y algo en mi disfrutó verlo así, que tuviera su merecido por no haberme escuchado. Al llegar con mamá al cine, le conté lo sucedido. Entonces papá me pidió que le prestara mi suéter para amarrarlo a su cintura. Fue uno de los momentos más felices de mi vida. Acostumbrado a que me dijera que todo estaba en mi imaginación, el hoyo en su pantalón era real. Quizá a partir de ese momento comenzaría a escucharme antes de pedir que me callara. Murió demasiado pronto para confirmarlo.

Después, dedujeron que con una navaja alguien intentó sacarle la cartera, pero no regresamos a averiguar. Ni siquiera consideramos la posibilidad de que el intento de robo hubiera ocurrido ahí. Sanborns era un lugar seguro, el único espacio donde podíamos ser la familia feliz que no podíamos ser en otro sitio.

Tras bambalinas

El sabor de mis enchiladas suizas se mezcla con el olor a cloro del personal que ya ha comenzado a trapear. Falta media hora para cerrar.

Mientras limpio la salsa del plato con un bolillo, releo algunos testimonios de trabajadores de Sanborns en mi tuit. Para @mko136, este lugar marcó los momentos más importantes de su vida:

[...] Fue trabajando en Sanborns donde conocí a la hermosa Susana, quien para mí fue mi primer novia oficial. En un Sanborns entregue el anillo de compromiso a mi esposa Elizabeth. A veces pienso que no hay chilango que no tenga una historia en Sanborns.

Para @Ginnysaur11 es algo más que un restaurante:

Hace unos años falleció un cliente frecuente en el Sanborns en el que trabajo y el año pasado le dedicamos la ofrenda a él. Después de eso su familia dejó de visitarnos por un largo tiempo. Siento que volver a un lugar al que ibas frecuentemente con un ser querido y que no esté a tu lado, conviviendo, conversando, riendo y disfrutando, es difícil de procesar. Hace poco volvió su familia nuevamente y fue una dicha enorme recibirlos. Espero que halles el consuelo a través del recuerdo que alguien tan cercano y especial sembró en ti en un lugar así de mágico.

Escribo en mi libreta que quiero terminar el texto con estos testimonios. De pronto, el jazz ambiental se interrumpe. Se abren las puertas de la cocina y se escapa una canción de Los Fugitivos:

Él se fue,
los cabellos pintados de gris.
Ella dejo de cuidar las flores del jardín.

Entonces advierto los claveles falsos dentro de un florero y recuerdo que, cuando era niño, eran reales. Un día le regalé a mamá una de esas flores blancas. Pienso que quizá debería escribirle para reunirnos en Sanborns los tres: ella, mi hermano y yo.

Y los muchachos del barrio le llamaban loca
y unos hombres vestidos de blanco le dijeron ven.

    

Las estrofas se mezclan con la risa del personal al terminar la jornada. Alguien apila los platos sucios, alguien seca las últimas tazas con sus diseños típicos, alguien más apaga una lámpara y deja otra encendida.

Sanborns sigue aquí, igual que siempre. Pero su obstinación frente al tiempo no es un milagro, es un trabajo. Lo sostienen las meseras que portan ese mismo uniforme digno de una guerra contra el tiempo, quienes barren el suelo, sacuden el polvo, reacomodan los escaparates y pulen los espejos para que todo luzca como antes, como siempre.

Como mi padre, Sanborns se resiste al cambio. Como mi padre, no lo hace solo.

A quienes lo sostienen, a quienes se encargan de que este refugio de la memoria permanezca en pie, les dedico este texto.

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Los servicios de Sanborns fueron el único lugar fuera de casa donde escuché a papá aclararse la garganta y sonarse con estrépito.

Sanborns, el lugar donde el tiempo no pasa... y mi padre aún vive

Sanborns, el lugar donde el tiempo no pasa... y mi padre aún vive

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Tiempo de Lectura: 00 min

Los CD que nadie compra, las revistas que nadie hojea y el mismo menú de siempre. Sanborns se mantiene igual, ajeno al paso del tiempo; pero nada se conserva solo: alguien, cada día, lo reconstruye y lo convierte en parte de su memoria.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Los Sanborns y la personalidad de mi padre son las únicas cosas que conozco que se resistieron a la renovación hasta el final. En un mundo donde todo cambia para sobrevivir, aquí todo sigue igual, con la dignidad de quien se sabe enfermo de muerte y continúa de pie.

Papá murió en 2006 y desde entonces muchas sucursales de Sanborns han cerrado en todo el país. Aunque los restos de papá están en la cripta de una iglesia, me encuentro con él en cada uno de los departamentos de este lugar. Ya lo conté alguna vez en Twitter: lo hallo en la revista Proceso que compraba religiosamente, o en los chocolates amargos con forma de tortuga que le regalaba a mamá cada vez que peleaban. También lo descubro en el área de tarjetas de felicitaciones donde juntos nos divertíamos buscando las más ingeniosas para regalar. Para mí, él habita en cada Sanborns; solo ahí lo vi moverse, incluso más cómodo que en su propia casa. Papá solía decir que ninguna ciudad merecía ese nombre si no tenía, al menos, un Sanborns, y visitarla no tenía sentido si no pasaba por ahí.

En guerra contra el tiempo

Sanborns es la trinchera desde la que nosotros, sus clientes, peleamos contra el ejército del tiempo. Las esquirlas de los años quedan atrapadas entre la sección de los CD que ya nadie compra, los platos de talavera clásicos y los baños que aún ostentan un letrero de “Sanitarios y teléfonos”, aunque los teléfonos públicos desaparecieron hace más de una década. 

Aquí también se guarda el mayor secreto de mi vida: la verdadera causa de muerte de mi padre. Allí fue donde hizo su última compra: 10 cajetillas de Marlboro rojo. El ticket quedó sobre su mesa de noche, como una carta de despedida. El tiempo se detuvo en esa última compra. Años después, sigo visitando el área de tabaquería que permanece casi intacta. ¿Por qué alguien que ha decidido morir compra ese mismo día 10 cajetillas de cigarros?

Mientras recorro el lugar pienso en la paradoja del tiempo que propone. Venden objetos que parecen antigüedades: máquinas de escribir, teléfonos de principios del siglo XX, cajas de música, pero todos fabricados recientemente. ¿Qué querrán decirnos las antigüedades de tan actual manufactura? ¿Es Sanborns una performance kitsch y autosustentable?, ¿la mejor paternidad que pudo darme mi padre fue con su ausencia?

Te recomendamos leer este ensayo de Guillermo Osorno: Dejamos aquí.

Sigo pensando mientras observo una réplica de La Piedad, justo en la entrada. Tomo fotografías de este mausoleo con temor a parecer sospechoso. Pero nadie me molesta, nadie me juzga ni me cuestiona. “Todos, aun sin advertirlo, deben tener a un muerto enterrado en Sanborns. Y nadie hace preguntas en los cementerios”, apunto en las notas de mi celular.

Junto a las supuestas antigüedades encuentro un stand repleto de pipas de vidrio y material para armar porros. Artículos para que los clientes puedan equiparse, volver a casa y hacer que las horas corran más lento… Nunca vi a papá fumar mota. Me incomodan estas novedades. En Sanborns, cualquier cambio me resulta insoportable. Las tumbas deberían permanecer intactas hasta que el olvido, y no la modernidad, termine por derribarlas.

El ejemplo más obvio de la guerra contra el tiempo aquí declarada está en la sección de revistas: un exhibidor completo dedicado a sudokus y juegos de papel “para matar el tiempo”, entre los que se incluyen ejemplares de la revista Evasión. ¿Por qué el tiempo es tan peligroso en este lugar? ¿Evadirlo es resistir o acobardarse?

Todos, aun sin advertirlo, deben tener a un muerto enterrado en Sanborns. Y nadie hace preguntas en los cementerios

Yo prefiero creer que, si erigieran una estatua a Sanborns o a mi padre, estarían montados sobre un caballo de bronce con las dos patas delanteras levantadas porque murieron en esa batalla contra el paso del tiempo. Él lo detuvo solo, dentro de un departamento recién alquilado, combatiendo a su modo una larga y silenciosa depresión. Sanborns sigue resistiendo a su manera, en una lucha más discreta, pero igual de obstinada, enfrentando un mercado donde casi todo se adquiere en línea.

Aún hay compras que se disfrutan más en vivo, como buscar una revista entre los escaparates. Allí donde aparecen revistas estadounidenses a precios elevados, como la polémica portada anual de The Economist, que trata siempre de adivinar el futuro. Quizá eso es lo único en este establecimiento que no está obsesionado con el pasado. En Sanborns he estado leyendo por largos ratos revistas que no compro, sin que nadie me moleste. No me atrevería a hacer lo mismo en los puestos de periódicos.

Este lugar es atípico incluso en lo escatológico: para quienes no nos sentimos cómodos usando baños fuera de casa, sus sanitarios ofrecen una extraña sensación de resguardo y confianza. Los servicios de Sanborns fueron el único lugar fuera de casa donde escuché a papá aclararse la garganta y sonarse con estrépito.

En esta tumba de mi padre también ha habido cambios sutiles que acepto sin mayor objeción, como las pantallas, cada vez más delgadas, encendidas con imágenes HD de paisajes naturales, con una nitidez que ni siquiera alcanzaría a percibir en un viaje real al Amazonas, o los telescopios que han ido evolucionando con los años. Desde niño me han llamado la atención, aunque nunca he visto a nadie comprarlos ni preguntar por ellos. No venden microscopios… Como si Sanborns nos dijera que debemos mirar afuera, al universo, que quizá ahí encontraremos respuestas. Si el asteroide 2024 YR4, que se acerca a la Tierra con posibilidades remotas —pero preocupantes— de borrar una ciudad entera, aumentara su probabilidad de impacto, tal vez los telescopios de Sanborns, por fin, se agotarían. Con ellos podríamos observar —con la mayor nitidez y en familia— a los multimillonarios huyendo en un cohete mientras se acerca nuestra inminente destrucción.

El restaurante

 

En 2006, el último encuentro que mamá tuvo con mi padre fue en un desayuno en Sanborns. Tras la separación, ella le pidió que pasara más tiempo con sus hijos. Esa noche, él murió.

En mi tuit que se hizo viral, @dhanwagen comentó: “Mi abuelo solía ir a desayunar a Sanborns. Cuando nos llevaba con él, le decía a la mesera: ʻMire, le presento a mis nietosʼ, como si la mesera fuera invitada y él se sintiera en su propia casa. Te extraño mucho abuelo”. Releo algunos comentarios como ese mientras devoro unas enchiladas suizas, las favoritas de papá. Me siento en un gabinete, mi lugar favorito en un Sanborns. No hay nada más gratificante que ese espacio que nos da contención: pegados a la mesa, con las nalgas descansando en sus sillones color marrón. De niño, era mi sitio soñado después de haber pasado una hora sentado los domingos en las bancas de madera de la iglesia. Trataba de adelantarme a mis padres y a mi hermano para sentarme junto a la ventana, como si fuera un avión.

Los domingos era el único momento cuando papá podía demostrar su amor. En esa abundancia para quererlo había que terminar cada bocado.

Salíamos de la misa muertos de hambre para la verdadera comunión: devorar la canasta de totopos y pan con mantequilla. Si la comida tardaba demasiado, comíamos hasta tres canastas. Para cuando llegaban los platillos ya habíamos matado el hambre. De beber, para empezar, solía ordenar una enorme conga, decorada con las características cerezas del restaurante, color rojo eléctrico. Recuerdo que había menú infantil, pero desde niño elegía de la carta principal. Apenas y lograba acabar las porciones antes de hacer espacio para las palomitas del cine y las donas de El Globo que comía en la cena. Viendo al pasado comprendo que los domingos era el único momento cuando papá podía demostrar su amor. En esa abundancia para quererlo había que terminar cada bocado.

Te recomendamos leer el ensayo de María Fernanda Ampuero: El animal que llevo dentro.

Hay quienes creen que el signo zodiacal nos define. Yo me fío más en saber cuál es su platillo de Sanborns favorito. Gustos que, a veces, se heredan como forma de reconciliación con quienes ya no están. Mi papá ordenaba las enchiladas suizas que también eran las favoritas de su mamá, la pintora Lilia Carrillo. Nunca hablaba de ella, y entendí que le guardaba rencor. Un veneno que lo lastimó toda su vida.

Mi hermano Ernesto y yo solíamos pedir la enorme milanesa empanizada con forma de oreja de elefante o una hamburguesa con malteada de fresa, coronada con una galleta de vainilla. Mamá, en cambio, pedía su caldo tlalpeño, consomé de Sanborns o tostadas de pata. Dejé de pedir hamburguesas cuando murió papá. Desde entonces, comencé a ordenar enchiladas suizas. No son mis favoritas, pero son mi manera de hacer las paces con él y mi abuela. Las tostadas de pata de mamá me daban asco. Pero luego de pasar un largo tiempo sin hablarnos, un día me descubrí ordenándolas. La comida como tregua, como un código silencioso para convivir con quienes estamos indispuestos.

 

El bar

Sanborns también es un lugar de ritos de iniciación. El día que me rompieron el corazón por primera vez, a los 14 años, fui directo al bar en Plaza Loreto. Nunca me gustó. Papá solía intercalar ahí su tequila con una cerveza mientras mi hermano y yo paseábamos por la plaza.

Ese día me cité con la niña que más me gustaba en la secundaria. Me dijo que lo nuestro jamás podría funcionar porque antes había salido con una de sus amigas. Caminé directo al bar con un corazón roto de adulto, tal vez por eso ni siquiera me pidieron identificación.

Por primera vez pedí un tequila acompañado de una cerveza.

Nunca volví a beber en un Sanborns.

También es el mausoleo de los corazones rotos.

Mientras devoro las enchiladas, mi libreta está abierta a un lado. Los primeros bocados me traen un recuerdo. La tarde cuando, saliendo de la sucursal en Plaza Cuicuilco, noté que el pantalón de mi papá tenía un enorme agujero en la parte trasera, por donde se veían sus calzones. Se lo dije con discreción y me mandó a callar. Mientras caminábamos, noté cómo la gente lo observaba con sorpresa o riendo. Y algo en mi disfrutó verlo así, que tuviera su merecido por no haberme escuchado. Al llegar con mamá al cine, le conté lo sucedido. Entonces papá me pidió que le prestara mi suéter para amarrarlo a su cintura. Fue uno de los momentos más felices de mi vida. Acostumbrado a que me dijera que todo estaba en mi imaginación, el hoyo en su pantalón era real. Quizá a partir de ese momento comenzaría a escucharme antes de pedir que me callara. Murió demasiado pronto para confirmarlo.

Después, dedujeron que con una navaja alguien intentó sacarle la cartera, pero no regresamos a averiguar. Ni siquiera consideramos la posibilidad de que el intento de robo hubiera ocurrido ahí. Sanborns era un lugar seguro, el único espacio donde podíamos ser la familia feliz que no podíamos ser en otro sitio.

Tras bambalinas

El sabor de mis enchiladas suizas se mezcla con el olor a cloro del personal que ya ha comenzado a trapear. Falta media hora para cerrar.

Mientras limpio la salsa del plato con un bolillo, releo algunos testimonios de trabajadores de Sanborns en mi tuit. Para @mko136, este lugar marcó los momentos más importantes de su vida:

[...] Fue trabajando en Sanborns donde conocí a la hermosa Susana, quien para mí fue mi primer novia oficial. En un Sanborns entregue el anillo de compromiso a mi esposa Elizabeth. A veces pienso que no hay chilango que no tenga una historia en Sanborns.

Para @Ginnysaur11 es algo más que un restaurante:

Hace unos años falleció un cliente frecuente en el Sanborns en el que trabajo y el año pasado le dedicamos la ofrenda a él. Después de eso su familia dejó de visitarnos por un largo tiempo. Siento que volver a un lugar al que ibas frecuentemente con un ser querido y que no esté a tu lado, conviviendo, conversando, riendo y disfrutando, es difícil de procesar. Hace poco volvió su familia nuevamente y fue una dicha enorme recibirlos. Espero que halles el consuelo a través del recuerdo que alguien tan cercano y especial sembró en ti en un lugar así de mágico.

Escribo en mi libreta que quiero terminar el texto con estos testimonios. De pronto, el jazz ambiental se interrumpe. Se abren las puertas de la cocina y se escapa una canción de Los Fugitivos:

Él se fue,
los cabellos pintados de gris.
Ella dejo de cuidar las flores del jardín.

Entonces advierto los claveles falsos dentro de un florero y recuerdo que, cuando era niño, eran reales. Un día le regalé a mamá una de esas flores blancas. Pienso que quizá debería escribirle para reunirnos en Sanborns los tres: ella, mi hermano y yo.

Y los muchachos del barrio le llamaban loca
y unos hombres vestidos de blanco le dijeron ven.

    

Las estrofas se mezclan con la risa del personal al terminar la jornada. Alguien apila los platos sucios, alguien seca las últimas tazas con sus diseños típicos, alguien más apaga una lámpara y deja otra encendida.

Sanborns sigue aquí, igual que siempre. Pero su obstinación frente al tiempo no es un milagro, es un trabajo. Lo sostienen las meseras que portan ese mismo uniforme digno de una guerra contra el tiempo, quienes barren el suelo, sacuden el polvo, reacomodan los escaparates y pulen los espejos para que todo luzca como antes, como siempre.

Como mi padre, Sanborns se resiste al cambio. Como mi padre, no lo hace solo.

A quienes lo sostienen, a quienes se encargan de que este refugio de la memoria permanezca en pie, les dedico este texto.

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