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Sargazo en el malecón de Mahahual, Quintana Roo. Se reproduce en el Mar de los Sargazos y brinda alimento y refugio a especies acuáticas.
Resulta un tanto paradójico que el sargazo despliegue un panorama tan lúgubre en las costas, cuando en aguas profundas juega exactamente el papel contrario. Esas algas que al tapizar las playas llegan a impedir el nacimiento de las tortugas marinas o a bloquear su avance desde el nido hacia el mar son las mismas que les dan protección y sustento a las crías que consiguen superar la franja continental.
El 2011 fue el año en el que todo cambió en las costas caribeñas. Inmensos nubarrones de sargazo —algas flotantes del género Sargassum, apodadas en México como “sargacho”— llegaron arrastrados por la marea y trastocaron el paisaje en su totalidad. Las icónicas aguas turquesa se tiñeron de marrón, un caldo fibroso y desagradable que cubrió de montículos fétidos de filamentos y restos zoológicos las playas de arena blanca. En las islas de Martinica y Guadalupe, estas alfombras tupidas de algas alcanzaron los tres metros de espesor. El destino vacacional favorecido por millones de turistas quedó transformado en un vertedero de toneladas de vegetación oceánica en descomposición. En los años sucesivos se comprobaría que, lejos de tratarse de un fenómeno aislado, el arribo masivo de algas a las costas del gran Caribe se asentaría como una contingencia recurrente: un temporal botánico que causaría estragos severos en los ecosistemas del litoral, ahuyentaría a los visitantes y pondría en jaque la base del sistema económico de la región.
Desde entonces cientos de hoteles y restaurantes han quebrado, miles de prestadores de servicios turísticos se han quedado sin empleo y algunas zonas residenciales de Trinidad han tenido que ser evacuadas debido al sulfuro de hidrogeno tóxico que liberan las acumulaciones inusuales de materia orgánica en putrefacción. Bajo el oleaje las cosas tampoco marchan bien: al descomponerse tales cantidades de sargazo cerca de la orilla, se genera la “marea marrón” que, además de impedir el paso de la luz solar y aniquilar pastos marinos, altera las concentraciones de nitritos, nitratos y amonio, lo que, a su vez, modifica la calidad del agua, además de sofocar las bahías. Sin olvidar que la llegada del alga se ha sumado a otros factores —como el blanqueamiento coralino, producto del cambio climático, y la invasión del pez león— que, ya de por sí, tenían al área francamente vapuleada.
Resulta un tanto paradójico que el sargazo despliegue un panorama tan lúgubre en las costas, cuando en aguas profundas juega exactamente el papel contrario. La vegetación flotante edifica un manto fértil que no sólo concentra la biodiversidad en el vasto y hostil territorio de las aguas abiertas, sino que desempeña una función esencial para buena parte de las especies del Atlántico Norte. Y es que los extensos entramados de tallos y hojas que conforman las especies pelágicas Sargassum natans y Sargassum fluitans sobre la superficie acuática brindan refugio a millares de organismos, son el sitio de procreación y crecimiento para otros tantos más y enmarcan el territorio de cacería para un bestiario rebosante de criaturas marinas que van desde crustáceos diminutos hasta cachalotes y aves migratorias. Esas algas que al tapizar las playas llegan a impedir el nacimiento de las tortugas marinas o a bloquear su avance desde el nido hacia el mar son las mismas que les dan protección y sustento a las crías que consiguen superar la franja continental.
En el extremo noreste del Caribe, al borde de las islas Bermudas, se extiende el monumental Mar de los Sargazos, un ecosistema profuso y dinámico que puede equipararse con el Serengueti africano o con un manglar de altamar, debido a la cantidad de especies que dependen de dicho entorno para subsistir. En un reportaje que publicó National Geographic en junio de 2019, por ejemplo, se encontró que una sola muestra de sargazo del tamaño de un balón de futbol puede albergar hasta tres mil tripulantes (entre ellos, novecientas larvas de peces, cincuenta caracoles, treinta anfípodos, veinte camarones, siete nudibranquios, seis cangrejos, cuatro anémonas, cerca de mil gusanos, además de cientos de briozoarios y copépodos). Sin ir más lejos, al menos 122 especies de peces e innumerables invertebrados se reproducen y desarrollan en dicho paraje; además engendra la mayor parte de las anguilas del mundo que, por cierto, hacen una de las migraciones más largas del reino animal, desde la mitad del Atlántico hasta los ríos y arroyos continentales, y atraviesan cuatro estadios vitales distintos, para después emprender el camino de regreso y dar lugar a la siguiente generación, una historia épica de intriga zoológica que obsesionó a personajes desde Aristóteles hasta Freud y que Patrik Svensson narra de manera magistral en su libro de 2019, El evangelio de las anguilas.
Pero los nubarrones de frondas marinas que anegan el Caribe año con año desde hace poco más de una década no provienen directamente del Mar de los Sargazos sino del Gran Cinturón de Sargazo del Atlántico ecuatorial: un nuevo y gigantesco mar de algas —la floración de macroalgas más grande del planeta— incluso más extenso que el original, de carácter seminómada y que, tras establecerse en las aguas tibias del trópico, recorre la franja intercontinental desde las islas Canarias, en la costa occidental africana, hasta el Caribe y el Golfo de México. Se postula que dicho cinturón de algas, cuya titánica superficie raya en los 8 800 kilómetros de longitud, se formó debido a una alteración, durante el invierno de 2009, del sistema de vientos que soplan con regularidad desde América hacia Europa (los vientos del oeste). Esta denominada “fase negativa extrema” de la oscilación del Atlántico Norte aceleró el corredor de viento, dirigiéndolo un poco hacia el sur, de manera que el alga fue arrastrada primero hacia la península ibérica y, posteriormente, gracias a la corriente marina de las Canarias, alcanzó aguas tropicales, donde encontró condiciones ideales de luminosidad, temperatura y nutrientes para florecer y propagarse.
Por el momento todo parece indicar que el sargazo llegó al trópico para quedarse. Si esto será de manera transitoria o definitiva, es difícil de saber; ni siquiera queda claro si se trata de un evento del todo anómalo (a fin de cuentas, los humanos llevamos muy poco tiempo en este planeta y menos aún surcando los mares como para poder aseverar de qué manera debería comportarse un alga a través de los milenios). De acuerdo con el estudio más reciente,(1) la brutal floración del alga en aguas tropicales no necesariamente responde a factores antropogénicos, sino a corrientes de viento y marinas y al incremento de nutrientes y luz solar que el sargazo encontró en el nuevo territorio. A menos, claro, que la fase negativa extrema de la oscilación del Atlántico Norte durante el invierno 2009–2010 —la más negativa en 150 años— haya sido producto del cambio climático. Pero de esto tampoco tenemos certeza todavía.
Lo que es seguro es que la única solución para la contingencia del sargazo en el Caribe radica en hacer valer las dotes que nos han encaminado hasta el Antropoceno: sacar ventaja a la materia prima e impulsar iniciativas tecnológicas que permitan el aprovechamiento industrial del sargazo para la construcción en forma de bloques, como biocombustible o como fuente casi inagotable de alginato de sodio. El futuro dirá si la reliquia de ultramar también puede llegar a ser preciada en las costas.
(1) Elizabeth M. Johns, Rick Lumpkin, Nathan F. Putman, et al., “The establishment of a pelagic Sargassum population in the tropical Atlantic: biological consequences of a basin-scale long distance dispersal event”, Progress in Oceanography, volumen 182, 2020.
Resulta un tanto paradójico que el sargazo despliegue un panorama tan lúgubre en las costas, cuando en aguas profundas juega exactamente el papel contrario. Esas algas que al tapizar las playas llegan a impedir el nacimiento de las tortugas marinas o a bloquear su avance desde el nido hacia el mar son las mismas que les dan protección y sustento a las crías que consiguen superar la franja continental.
El 2011 fue el año en el que todo cambió en las costas caribeñas. Inmensos nubarrones de sargazo —algas flotantes del género Sargassum, apodadas en México como “sargacho”— llegaron arrastrados por la marea y trastocaron el paisaje en su totalidad. Las icónicas aguas turquesa se tiñeron de marrón, un caldo fibroso y desagradable que cubrió de montículos fétidos de filamentos y restos zoológicos las playas de arena blanca. En las islas de Martinica y Guadalupe, estas alfombras tupidas de algas alcanzaron los tres metros de espesor. El destino vacacional favorecido por millones de turistas quedó transformado en un vertedero de toneladas de vegetación oceánica en descomposición. En los años sucesivos se comprobaría que, lejos de tratarse de un fenómeno aislado, el arribo masivo de algas a las costas del gran Caribe se asentaría como una contingencia recurrente: un temporal botánico que causaría estragos severos en los ecosistemas del litoral, ahuyentaría a los visitantes y pondría en jaque la base del sistema económico de la región.
Desde entonces cientos de hoteles y restaurantes han quebrado, miles de prestadores de servicios turísticos se han quedado sin empleo y algunas zonas residenciales de Trinidad han tenido que ser evacuadas debido al sulfuro de hidrogeno tóxico que liberan las acumulaciones inusuales de materia orgánica en putrefacción. Bajo el oleaje las cosas tampoco marchan bien: al descomponerse tales cantidades de sargazo cerca de la orilla, se genera la “marea marrón” que, además de impedir el paso de la luz solar y aniquilar pastos marinos, altera las concentraciones de nitritos, nitratos y amonio, lo que, a su vez, modifica la calidad del agua, además de sofocar las bahías. Sin olvidar que la llegada del alga se ha sumado a otros factores —como el blanqueamiento coralino, producto del cambio climático, y la invasión del pez león— que, ya de por sí, tenían al área francamente vapuleada.
Resulta un tanto paradójico que el sargazo despliegue un panorama tan lúgubre en las costas, cuando en aguas profundas juega exactamente el papel contrario. La vegetación flotante edifica un manto fértil que no sólo concentra la biodiversidad en el vasto y hostil territorio de las aguas abiertas, sino que desempeña una función esencial para buena parte de las especies del Atlántico Norte. Y es que los extensos entramados de tallos y hojas que conforman las especies pelágicas Sargassum natans y Sargassum fluitans sobre la superficie acuática brindan refugio a millares de organismos, son el sitio de procreación y crecimiento para otros tantos más y enmarcan el territorio de cacería para un bestiario rebosante de criaturas marinas que van desde crustáceos diminutos hasta cachalotes y aves migratorias. Esas algas que al tapizar las playas llegan a impedir el nacimiento de las tortugas marinas o a bloquear su avance desde el nido hacia el mar son las mismas que les dan protección y sustento a las crías que consiguen superar la franja continental.
En el extremo noreste del Caribe, al borde de las islas Bermudas, se extiende el monumental Mar de los Sargazos, un ecosistema profuso y dinámico que puede equipararse con el Serengueti africano o con un manglar de altamar, debido a la cantidad de especies que dependen de dicho entorno para subsistir. En un reportaje que publicó National Geographic en junio de 2019, por ejemplo, se encontró que una sola muestra de sargazo del tamaño de un balón de futbol puede albergar hasta tres mil tripulantes (entre ellos, novecientas larvas de peces, cincuenta caracoles, treinta anfípodos, veinte camarones, siete nudibranquios, seis cangrejos, cuatro anémonas, cerca de mil gusanos, además de cientos de briozoarios y copépodos). Sin ir más lejos, al menos 122 especies de peces e innumerables invertebrados se reproducen y desarrollan en dicho paraje; además engendra la mayor parte de las anguilas del mundo que, por cierto, hacen una de las migraciones más largas del reino animal, desde la mitad del Atlántico hasta los ríos y arroyos continentales, y atraviesan cuatro estadios vitales distintos, para después emprender el camino de regreso y dar lugar a la siguiente generación, una historia épica de intriga zoológica que obsesionó a personajes desde Aristóteles hasta Freud y que Patrik Svensson narra de manera magistral en su libro de 2019, El evangelio de las anguilas.
Pero los nubarrones de frondas marinas que anegan el Caribe año con año desde hace poco más de una década no provienen directamente del Mar de los Sargazos sino del Gran Cinturón de Sargazo del Atlántico ecuatorial: un nuevo y gigantesco mar de algas —la floración de macroalgas más grande del planeta— incluso más extenso que el original, de carácter seminómada y que, tras establecerse en las aguas tibias del trópico, recorre la franja intercontinental desde las islas Canarias, en la costa occidental africana, hasta el Caribe y el Golfo de México. Se postula que dicho cinturón de algas, cuya titánica superficie raya en los 8 800 kilómetros de longitud, se formó debido a una alteración, durante el invierno de 2009, del sistema de vientos que soplan con regularidad desde América hacia Europa (los vientos del oeste). Esta denominada “fase negativa extrema” de la oscilación del Atlántico Norte aceleró el corredor de viento, dirigiéndolo un poco hacia el sur, de manera que el alga fue arrastrada primero hacia la península ibérica y, posteriormente, gracias a la corriente marina de las Canarias, alcanzó aguas tropicales, donde encontró condiciones ideales de luminosidad, temperatura y nutrientes para florecer y propagarse.
Por el momento todo parece indicar que el sargazo llegó al trópico para quedarse. Si esto será de manera transitoria o definitiva, es difícil de saber; ni siquiera queda claro si se trata de un evento del todo anómalo (a fin de cuentas, los humanos llevamos muy poco tiempo en este planeta y menos aún surcando los mares como para poder aseverar de qué manera debería comportarse un alga a través de los milenios). De acuerdo con el estudio más reciente,(1) la brutal floración del alga en aguas tropicales no necesariamente responde a factores antropogénicos, sino a corrientes de viento y marinas y al incremento de nutrientes y luz solar que el sargazo encontró en el nuevo territorio. A menos, claro, que la fase negativa extrema de la oscilación del Atlántico Norte durante el invierno 2009–2010 —la más negativa en 150 años— haya sido producto del cambio climático. Pero de esto tampoco tenemos certeza todavía.
Lo que es seguro es que la única solución para la contingencia del sargazo en el Caribe radica en hacer valer las dotes que nos han encaminado hasta el Antropoceno: sacar ventaja a la materia prima e impulsar iniciativas tecnológicas que permitan el aprovechamiento industrial del sargazo para la construcción en forma de bloques, como biocombustible o como fuente casi inagotable de alginato de sodio. El futuro dirá si la reliquia de ultramar también puede llegar a ser preciada en las costas.
(1) Elizabeth M. Johns, Rick Lumpkin, Nathan F. Putman, et al., “The establishment of a pelagic Sargassum population in the tropical Atlantic: biological consequences of a basin-scale long distance dispersal event”, Progress in Oceanography, volumen 182, 2020.
Sargazo en el malecón de Mahahual, Quintana Roo. Se reproduce en el Mar de los Sargazos y brinda alimento y refugio a especies acuáticas.
Resulta un tanto paradójico que el sargazo despliegue un panorama tan lúgubre en las costas, cuando en aguas profundas juega exactamente el papel contrario. Esas algas que al tapizar las playas llegan a impedir el nacimiento de las tortugas marinas o a bloquear su avance desde el nido hacia el mar son las mismas que les dan protección y sustento a las crías que consiguen superar la franja continental.
El 2011 fue el año en el que todo cambió en las costas caribeñas. Inmensos nubarrones de sargazo —algas flotantes del género Sargassum, apodadas en México como “sargacho”— llegaron arrastrados por la marea y trastocaron el paisaje en su totalidad. Las icónicas aguas turquesa se tiñeron de marrón, un caldo fibroso y desagradable que cubrió de montículos fétidos de filamentos y restos zoológicos las playas de arena blanca. En las islas de Martinica y Guadalupe, estas alfombras tupidas de algas alcanzaron los tres metros de espesor. El destino vacacional favorecido por millones de turistas quedó transformado en un vertedero de toneladas de vegetación oceánica en descomposición. En los años sucesivos se comprobaría que, lejos de tratarse de un fenómeno aislado, el arribo masivo de algas a las costas del gran Caribe se asentaría como una contingencia recurrente: un temporal botánico que causaría estragos severos en los ecosistemas del litoral, ahuyentaría a los visitantes y pondría en jaque la base del sistema económico de la región.
Desde entonces cientos de hoteles y restaurantes han quebrado, miles de prestadores de servicios turísticos se han quedado sin empleo y algunas zonas residenciales de Trinidad han tenido que ser evacuadas debido al sulfuro de hidrogeno tóxico que liberan las acumulaciones inusuales de materia orgánica en putrefacción. Bajo el oleaje las cosas tampoco marchan bien: al descomponerse tales cantidades de sargazo cerca de la orilla, se genera la “marea marrón” que, además de impedir el paso de la luz solar y aniquilar pastos marinos, altera las concentraciones de nitritos, nitratos y amonio, lo que, a su vez, modifica la calidad del agua, además de sofocar las bahías. Sin olvidar que la llegada del alga se ha sumado a otros factores —como el blanqueamiento coralino, producto del cambio climático, y la invasión del pez león— que, ya de por sí, tenían al área francamente vapuleada.
Resulta un tanto paradójico que el sargazo despliegue un panorama tan lúgubre en las costas, cuando en aguas profundas juega exactamente el papel contrario. La vegetación flotante edifica un manto fértil que no sólo concentra la biodiversidad en el vasto y hostil territorio de las aguas abiertas, sino que desempeña una función esencial para buena parte de las especies del Atlántico Norte. Y es que los extensos entramados de tallos y hojas que conforman las especies pelágicas Sargassum natans y Sargassum fluitans sobre la superficie acuática brindan refugio a millares de organismos, son el sitio de procreación y crecimiento para otros tantos más y enmarcan el territorio de cacería para un bestiario rebosante de criaturas marinas que van desde crustáceos diminutos hasta cachalotes y aves migratorias. Esas algas que al tapizar las playas llegan a impedir el nacimiento de las tortugas marinas o a bloquear su avance desde el nido hacia el mar son las mismas que les dan protección y sustento a las crías que consiguen superar la franja continental.
En el extremo noreste del Caribe, al borde de las islas Bermudas, se extiende el monumental Mar de los Sargazos, un ecosistema profuso y dinámico que puede equipararse con el Serengueti africano o con un manglar de altamar, debido a la cantidad de especies que dependen de dicho entorno para subsistir. En un reportaje que publicó National Geographic en junio de 2019, por ejemplo, se encontró que una sola muestra de sargazo del tamaño de un balón de futbol puede albergar hasta tres mil tripulantes (entre ellos, novecientas larvas de peces, cincuenta caracoles, treinta anfípodos, veinte camarones, siete nudibranquios, seis cangrejos, cuatro anémonas, cerca de mil gusanos, además de cientos de briozoarios y copépodos). Sin ir más lejos, al menos 122 especies de peces e innumerables invertebrados se reproducen y desarrollan en dicho paraje; además engendra la mayor parte de las anguilas del mundo que, por cierto, hacen una de las migraciones más largas del reino animal, desde la mitad del Atlántico hasta los ríos y arroyos continentales, y atraviesan cuatro estadios vitales distintos, para después emprender el camino de regreso y dar lugar a la siguiente generación, una historia épica de intriga zoológica que obsesionó a personajes desde Aristóteles hasta Freud y que Patrik Svensson narra de manera magistral en su libro de 2019, El evangelio de las anguilas.
Pero los nubarrones de frondas marinas que anegan el Caribe año con año desde hace poco más de una década no provienen directamente del Mar de los Sargazos sino del Gran Cinturón de Sargazo del Atlántico ecuatorial: un nuevo y gigantesco mar de algas —la floración de macroalgas más grande del planeta— incluso más extenso que el original, de carácter seminómada y que, tras establecerse en las aguas tibias del trópico, recorre la franja intercontinental desde las islas Canarias, en la costa occidental africana, hasta el Caribe y el Golfo de México. Se postula que dicho cinturón de algas, cuya titánica superficie raya en los 8 800 kilómetros de longitud, se formó debido a una alteración, durante el invierno de 2009, del sistema de vientos que soplan con regularidad desde América hacia Europa (los vientos del oeste). Esta denominada “fase negativa extrema” de la oscilación del Atlántico Norte aceleró el corredor de viento, dirigiéndolo un poco hacia el sur, de manera que el alga fue arrastrada primero hacia la península ibérica y, posteriormente, gracias a la corriente marina de las Canarias, alcanzó aguas tropicales, donde encontró condiciones ideales de luminosidad, temperatura y nutrientes para florecer y propagarse.
Por el momento todo parece indicar que el sargazo llegó al trópico para quedarse. Si esto será de manera transitoria o definitiva, es difícil de saber; ni siquiera queda claro si se trata de un evento del todo anómalo (a fin de cuentas, los humanos llevamos muy poco tiempo en este planeta y menos aún surcando los mares como para poder aseverar de qué manera debería comportarse un alga a través de los milenios). De acuerdo con el estudio más reciente,(1) la brutal floración del alga en aguas tropicales no necesariamente responde a factores antropogénicos, sino a corrientes de viento y marinas y al incremento de nutrientes y luz solar que el sargazo encontró en el nuevo territorio. A menos, claro, que la fase negativa extrema de la oscilación del Atlántico Norte durante el invierno 2009–2010 —la más negativa en 150 años— haya sido producto del cambio climático. Pero de esto tampoco tenemos certeza todavía.
Lo que es seguro es que la única solución para la contingencia del sargazo en el Caribe radica en hacer valer las dotes que nos han encaminado hasta el Antropoceno: sacar ventaja a la materia prima e impulsar iniciativas tecnológicas que permitan el aprovechamiento industrial del sargazo para la construcción en forma de bloques, como biocombustible o como fuente casi inagotable de alginato de sodio. El futuro dirá si la reliquia de ultramar también puede llegar a ser preciada en las costas.
(1) Elizabeth M. Johns, Rick Lumpkin, Nathan F. Putman, et al., “The establishment of a pelagic Sargassum population in the tropical Atlantic: biological consequences of a basin-scale long distance dispersal event”, Progress in Oceanography, volumen 182, 2020.
Resulta un tanto paradójico que el sargazo despliegue un panorama tan lúgubre en las costas, cuando en aguas profundas juega exactamente el papel contrario. Esas algas que al tapizar las playas llegan a impedir el nacimiento de las tortugas marinas o a bloquear su avance desde el nido hacia el mar son las mismas que les dan protección y sustento a las crías que consiguen superar la franja continental.
El 2011 fue el año en el que todo cambió en las costas caribeñas. Inmensos nubarrones de sargazo —algas flotantes del género Sargassum, apodadas en México como “sargacho”— llegaron arrastrados por la marea y trastocaron el paisaje en su totalidad. Las icónicas aguas turquesa se tiñeron de marrón, un caldo fibroso y desagradable que cubrió de montículos fétidos de filamentos y restos zoológicos las playas de arena blanca. En las islas de Martinica y Guadalupe, estas alfombras tupidas de algas alcanzaron los tres metros de espesor. El destino vacacional favorecido por millones de turistas quedó transformado en un vertedero de toneladas de vegetación oceánica en descomposición. En los años sucesivos se comprobaría que, lejos de tratarse de un fenómeno aislado, el arribo masivo de algas a las costas del gran Caribe se asentaría como una contingencia recurrente: un temporal botánico que causaría estragos severos en los ecosistemas del litoral, ahuyentaría a los visitantes y pondría en jaque la base del sistema económico de la región.
Desde entonces cientos de hoteles y restaurantes han quebrado, miles de prestadores de servicios turísticos se han quedado sin empleo y algunas zonas residenciales de Trinidad han tenido que ser evacuadas debido al sulfuro de hidrogeno tóxico que liberan las acumulaciones inusuales de materia orgánica en putrefacción. Bajo el oleaje las cosas tampoco marchan bien: al descomponerse tales cantidades de sargazo cerca de la orilla, se genera la “marea marrón” que, además de impedir el paso de la luz solar y aniquilar pastos marinos, altera las concentraciones de nitritos, nitratos y amonio, lo que, a su vez, modifica la calidad del agua, además de sofocar las bahías. Sin olvidar que la llegada del alga se ha sumado a otros factores —como el blanqueamiento coralino, producto del cambio climático, y la invasión del pez león— que, ya de por sí, tenían al área francamente vapuleada.
Resulta un tanto paradójico que el sargazo despliegue un panorama tan lúgubre en las costas, cuando en aguas profundas juega exactamente el papel contrario. La vegetación flotante edifica un manto fértil que no sólo concentra la biodiversidad en el vasto y hostil territorio de las aguas abiertas, sino que desempeña una función esencial para buena parte de las especies del Atlántico Norte. Y es que los extensos entramados de tallos y hojas que conforman las especies pelágicas Sargassum natans y Sargassum fluitans sobre la superficie acuática brindan refugio a millares de organismos, son el sitio de procreación y crecimiento para otros tantos más y enmarcan el territorio de cacería para un bestiario rebosante de criaturas marinas que van desde crustáceos diminutos hasta cachalotes y aves migratorias. Esas algas que al tapizar las playas llegan a impedir el nacimiento de las tortugas marinas o a bloquear su avance desde el nido hacia el mar son las mismas que les dan protección y sustento a las crías que consiguen superar la franja continental.
En el extremo noreste del Caribe, al borde de las islas Bermudas, se extiende el monumental Mar de los Sargazos, un ecosistema profuso y dinámico que puede equipararse con el Serengueti africano o con un manglar de altamar, debido a la cantidad de especies que dependen de dicho entorno para subsistir. En un reportaje que publicó National Geographic en junio de 2019, por ejemplo, se encontró que una sola muestra de sargazo del tamaño de un balón de futbol puede albergar hasta tres mil tripulantes (entre ellos, novecientas larvas de peces, cincuenta caracoles, treinta anfípodos, veinte camarones, siete nudibranquios, seis cangrejos, cuatro anémonas, cerca de mil gusanos, además de cientos de briozoarios y copépodos). Sin ir más lejos, al menos 122 especies de peces e innumerables invertebrados se reproducen y desarrollan en dicho paraje; además engendra la mayor parte de las anguilas del mundo que, por cierto, hacen una de las migraciones más largas del reino animal, desde la mitad del Atlántico hasta los ríos y arroyos continentales, y atraviesan cuatro estadios vitales distintos, para después emprender el camino de regreso y dar lugar a la siguiente generación, una historia épica de intriga zoológica que obsesionó a personajes desde Aristóteles hasta Freud y que Patrik Svensson narra de manera magistral en su libro de 2019, El evangelio de las anguilas.
Pero los nubarrones de frondas marinas que anegan el Caribe año con año desde hace poco más de una década no provienen directamente del Mar de los Sargazos sino del Gran Cinturón de Sargazo del Atlántico ecuatorial: un nuevo y gigantesco mar de algas —la floración de macroalgas más grande del planeta— incluso más extenso que el original, de carácter seminómada y que, tras establecerse en las aguas tibias del trópico, recorre la franja intercontinental desde las islas Canarias, en la costa occidental africana, hasta el Caribe y el Golfo de México. Se postula que dicho cinturón de algas, cuya titánica superficie raya en los 8 800 kilómetros de longitud, se formó debido a una alteración, durante el invierno de 2009, del sistema de vientos que soplan con regularidad desde América hacia Europa (los vientos del oeste). Esta denominada “fase negativa extrema” de la oscilación del Atlántico Norte aceleró el corredor de viento, dirigiéndolo un poco hacia el sur, de manera que el alga fue arrastrada primero hacia la península ibérica y, posteriormente, gracias a la corriente marina de las Canarias, alcanzó aguas tropicales, donde encontró condiciones ideales de luminosidad, temperatura y nutrientes para florecer y propagarse.
Por el momento todo parece indicar que el sargazo llegó al trópico para quedarse. Si esto será de manera transitoria o definitiva, es difícil de saber; ni siquiera queda claro si se trata de un evento del todo anómalo (a fin de cuentas, los humanos llevamos muy poco tiempo en este planeta y menos aún surcando los mares como para poder aseverar de qué manera debería comportarse un alga a través de los milenios). De acuerdo con el estudio más reciente,(1) la brutal floración del alga en aguas tropicales no necesariamente responde a factores antropogénicos, sino a corrientes de viento y marinas y al incremento de nutrientes y luz solar que el sargazo encontró en el nuevo territorio. A menos, claro, que la fase negativa extrema de la oscilación del Atlántico Norte durante el invierno 2009–2010 —la más negativa en 150 años— haya sido producto del cambio climático. Pero de esto tampoco tenemos certeza todavía.
Lo que es seguro es que la única solución para la contingencia del sargazo en el Caribe radica en hacer valer las dotes que nos han encaminado hasta el Antropoceno: sacar ventaja a la materia prima e impulsar iniciativas tecnológicas que permitan el aprovechamiento industrial del sargazo para la construcción en forma de bloques, como biocombustible o como fuente casi inagotable de alginato de sodio. El futuro dirá si la reliquia de ultramar también puede llegar a ser preciada en las costas.
(1) Elizabeth M. Johns, Rick Lumpkin, Nathan F. Putman, et al., “The establishment of a pelagic Sargassum population in the tropical Atlantic: biological consequences of a basin-scale long distance dispersal event”, Progress in Oceanography, volumen 182, 2020.
Sargazo en el malecón de Mahahual, Quintana Roo. Se reproduce en el Mar de los Sargazos y brinda alimento y refugio a especies acuáticas.
Resulta un tanto paradójico que el sargazo despliegue un panorama tan lúgubre en las costas, cuando en aguas profundas juega exactamente el papel contrario. Esas algas que al tapizar las playas llegan a impedir el nacimiento de las tortugas marinas o a bloquear su avance desde el nido hacia el mar son las mismas que les dan protección y sustento a las crías que consiguen superar la franja continental.
El 2011 fue el año en el que todo cambió en las costas caribeñas. Inmensos nubarrones de sargazo —algas flotantes del género Sargassum, apodadas en México como “sargacho”— llegaron arrastrados por la marea y trastocaron el paisaje en su totalidad. Las icónicas aguas turquesa se tiñeron de marrón, un caldo fibroso y desagradable que cubrió de montículos fétidos de filamentos y restos zoológicos las playas de arena blanca. En las islas de Martinica y Guadalupe, estas alfombras tupidas de algas alcanzaron los tres metros de espesor. El destino vacacional favorecido por millones de turistas quedó transformado en un vertedero de toneladas de vegetación oceánica en descomposición. En los años sucesivos se comprobaría que, lejos de tratarse de un fenómeno aislado, el arribo masivo de algas a las costas del gran Caribe se asentaría como una contingencia recurrente: un temporal botánico que causaría estragos severos en los ecosistemas del litoral, ahuyentaría a los visitantes y pondría en jaque la base del sistema económico de la región.
Desde entonces cientos de hoteles y restaurantes han quebrado, miles de prestadores de servicios turísticos se han quedado sin empleo y algunas zonas residenciales de Trinidad han tenido que ser evacuadas debido al sulfuro de hidrogeno tóxico que liberan las acumulaciones inusuales de materia orgánica en putrefacción. Bajo el oleaje las cosas tampoco marchan bien: al descomponerse tales cantidades de sargazo cerca de la orilla, se genera la “marea marrón” que, además de impedir el paso de la luz solar y aniquilar pastos marinos, altera las concentraciones de nitritos, nitratos y amonio, lo que, a su vez, modifica la calidad del agua, además de sofocar las bahías. Sin olvidar que la llegada del alga se ha sumado a otros factores —como el blanqueamiento coralino, producto del cambio climático, y la invasión del pez león— que, ya de por sí, tenían al área francamente vapuleada.
Resulta un tanto paradójico que el sargazo despliegue un panorama tan lúgubre en las costas, cuando en aguas profundas juega exactamente el papel contrario. La vegetación flotante edifica un manto fértil que no sólo concentra la biodiversidad en el vasto y hostil territorio de las aguas abiertas, sino que desempeña una función esencial para buena parte de las especies del Atlántico Norte. Y es que los extensos entramados de tallos y hojas que conforman las especies pelágicas Sargassum natans y Sargassum fluitans sobre la superficie acuática brindan refugio a millares de organismos, son el sitio de procreación y crecimiento para otros tantos más y enmarcan el territorio de cacería para un bestiario rebosante de criaturas marinas que van desde crustáceos diminutos hasta cachalotes y aves migratorias. Esas algas que al tapizar las playas llegan a impedir el nacimiento de las tortugas marinas o a bloquear su avance desde el nido hacia el mar son las mismas que les dan protección y sustento a las crías que consiguen superar la franja continental.
En el extremo noreste del Caribe, al borde de las islas Bermudas, se extiende el monumental Mar de los Sargazos, un ecosistema profuso y dinámico que puede equipararse con el Serengueti africano o con un manglar de altamar, debido a la cantidad de especies que dependen de dicho entorno para subsistir. En un reportaje que publicó National Geographic en junio de 2019, por ejemplo, se encontró que una sola muestra de sargazo del tamaño de un balón de futbol puede albergar hasta tres mil tripulantes (entre ellos, novecientas larvas de peces, cincuenta caracoles, treinta anfípodos, veinte camarones, siete nudibranquios, seis cangrejos, cuatro anémonas, cerca de mil gusanos, además de cientos de briozoarios y copépodos). Sin ir más lejos, al menos 122 especies de peces e innumerables invertebrados se reproducen y desarrollan en dicho paraje; además engendra la mayor parte de las anguilas del mundo que, por cierto, hacen una de las migraciones más largas del reino animal, desde la mitad del Atlántico hasta los ríos y arroyos continentales, y atraviesan cuatro estadios vitales distintos, para después emprender el camino de regreso y dar lugar a la siguiente generación, una historia épica de intriga zoológica que obsesionó a personajes desde Aristóteles hasta Freud y que Patrik Svensson narra de manera magistral en su libro de 2019, El evangelio de las anguilas.
Pero los nubarrones de frondas marinas que anegan el Caribe año con año desde hace poco más de una década no provienen directamente del Mar de los Sargazos sino del Gran Cinturón de Sargazo del Atlántico ecuatorial: un nuevo y gigantesco mar de algas —la floración de macroalgas más grande del planeta— incluso más extenso que el original, de carácter seminómada y que, tras establecerse en las aguas tibias del trópico, recorre la franja intercontinental desde las islas Canarias, en la costa occidental africana, hasta el Caribe y el Golfo de México. Se postula que dicho cinturón de algas, cuya titánica superficie raya en los 8 800 kilómetros de longitud, se formó debido a una alteración, durante el invierno de 2009, del sistema de vientos que soplan con regularidad desde América hacia Europa (los vientos del oeste). Esta denominada “fase negativa extrema” de la oscilación del Atlántico Norte aceleró el corredor de viento, dirigiéndolo un poco hacia el sur, de manera que el alga fue arrastrada primero hacia la península ibérica y, posteriormente, gracias a la corriente marina de las Canarias, alcanzó aguas tropicales, donde encontró condiciones ideales de luminosidad, temperatura y nutrientes para florecer y propagarse.
Por el momento todo parece indicar que el sargazo llegó al trópico para quedarse. Si esto será de manera transitoria o definitiva, es difícil de saber; ni siquiera queda claro si se trata de un evento del todo anómalo (a fin de cuentas, los humanos llevamos muy poco tiempo en este planeta y menos aún surcando los mares como para poder aseverar de qué manera debería comportarse un alga a través de los milenios). De acuerdo con el estudio más reciente,(1) la brutal floración del alga en aguas tropicales no necesariamente responde a factores antropogénicos, sino a corrientes de viento y marinas y al incremento de nutrientes y luz solar que el sargazo encontró en el nuevo territorio. A menos, claro, que la fase negativa extrema de la oscilación del Atlántico Norte durante el invierno 2009–2010 —la más negativa en 150 años— haya sido producto del cambio climático. Pero de esto tampoco tenemos certeza todavía.
Lo que es seguro es que la única solución para la contingencia del sargazo en el Caribe radica en hacer valer las dotes que nos han encaminado hasta el Antropoceno: sacar ventaja a la materia prima e impulsar iniciativas tecnológicas que permitan el aprovechamiento industrial del sargazo para la construcción en forma de bloques, como biocombustible o como fuente casi inagotable de alginato de sodio. El futuro dirá si la reliquia de ultramar también puede llegar a ser preciada en las costas.
(1) Elizabeth M. Johns, Rick Lumpkin, Nathan F. Putman, et al., “The establishment of a pelagic Sargassum population in the tropical Atlantic: biological consequences of a basin-scale long distance dispersal event”, Progress in Oceanography, volumen 182, 2020.
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