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MERIDA, YUCATÁN, ABRIL 3, 2024: El vestido de Valeria, hija de Rita Ortiz (61), reposa de un hamaquero como recuerdo en su cuarto. La muerte de su hija inspiró a Rita en especializarse en tanatología y suicidiología y ahora forma parte de una trinchera de activistas que enfrentan la crisis del suicidio en Yucatán. Fotografía: Luis Antonio Rojas para Gatopardo.
Yucatán, el estado más seguro de México, ocupa el primer lugar en incidencia de suicidios a nivel nacional. ¿Cómo se llegó a esto? ¿Es un asunto del “alma yucateca”?, ¿de su historia? ¿La falla está en el sistema de salud pública? Las respuestas, más bien, las tienen los sobrevivientes, familiares y amigos de quienes se quitaron la vida.
Lourdes, la joven conductora de Uber, fija sus ojos en los míos desde el espejo retrovisor del Jetta negro. Es una tarde de noviembre de 2023 en Mérida, Yucatán. Escuchamos uno de esos programas de radio que a lo largo del mes —en el que se celebra Día de Muertos— se han enfocado en fenómenos paranormales: apariciones, aluxes, una mujer muerta en un accidente en la carretera Mérida-Cancún que, de súbito, se quitó de encima la sábana azul del forense.
—¡Ay, güey!, ¿te imaginas que estés ahí y lo veas? ¡Me cago! —Lourdes reacciona, aunque su ánimo pronto se vuelve más introspectivo—. Una ya no sabe si llegará a su casa. O si ahí nos recibirán las personas que amamos. La vida es un azar —dice, y noto que pasamos justo por debajo del puente en el kilómetro 33 del Periférico, desde cuyo borde, a unos 12 metros de altura, dos días atrás, una chica saltó al vacío. Iluminada solo por las luces encendidas de un tráiler, sin cerco perimetral ni policías en escena, su muerte quedó en video.
Grabaciones y fotografías de suicidios han proliferado en los últimos meses. El 11 de septiembre de 2023, el medio Presidio hizo una transmisión en vivo: un hombre de 31 años apareció colgado de la rama de un flamboyán, un árbol típico de la península, en la avenida Itzaes de Mérida (“Le pusieron una sábana de Navidad para cubrirlo”, dijo el reportero). El mismo medio se encargó de recordar que el 3 de agosto anterior se había hallado a otro ahorcado, de 41 años, en el interior de una secundaria federal en Yucalpetén. El 2 de marzo, una mujer y su hija descubrieron a un ahorcado más en el parque San Cayetano. Un mes más tarde, dos niños del municipio de Peto buscaban un papalote cuando se toparon con un cadáver suspendido de un árbol. Tras una búsqueda en Google, que arroja decenas y decenas de notas y casos, llama la atención un comentario en Facebook: “¿Por qué el Gobierno no está hablando de esto como se debería?”.
—¿Tú a qué te dedicas? —me pregunta Lourdes. Quiere pasar a temas menos escabrosos.
—Trabajo en un reportaje sobre el suicidio en Yucatán.
—Qué curioso —responde Lourdes bajando la voz—. Mi pareja se suicidó hace ocho meses. Estaba deprimida y nunca se atendió. La encontré al regresar del trabajo.
Entra aire frío por la ventana trasera y el sol está cubierto de nubes grises. Lourdes narra que su pareja tenía 37 años y una hija de 12 producto de una relación anterior, que su familia la maltrató cuando se declaró bisexual, que ella no esperaba que se suicidara porque “no pensé que dejara a su hija sola”. Una noche, luego de una fiesta en la que bebió alcohol, la pareja de Lourdes gritó: “¡Estoy harta de todo!”, y se encerró en el baño. Ella la encontró al volver del trabajo. Luego del hecho, la vida de Lourdes consiste en dormir, comer, bañarse y manejar por la ciudad. El mismo ciclo, día tras día.
—Solo te pido que no des mi nombre real ni más detalles. Es por respeto a su familia. Quiero proteger su memoria. Ahora puedo hablar de su muerte, pero me costó trabajo.
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Medios de comunicación, agentes inmobiliarios, clase empresarial o el gobierno de Yucatán impulsan por igual, a la menor oportunidad, la reputación del estado como un “paraíso”. Una especie de excepción a las múltiples problemáticas nacionales. La capital, Mérida, con casi un millón de habitantes (2020), de los cuales 220 274 se encuentran en condición de pobreza, es la cuarta mejor ciudad del mundo para vivir —o al menos así la nominó una muy conocida revista de turismo internacional—. El panorama se redondea con los datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública: es el estado que exhibe el menor número de homicidios en el país.
No faltan indicadores para inferir que Yucatán es la entidad más competitiva del sureste mexicano. Tampoco para sospechar que hay problemas en el paraíso. Y es que en este polo turístico, una planicie de selva baja cuya temperatura asciende a los 40 °C en verano, se registra la mayor incidencia de suicidios en México: 15.4 por cada 100 000 habitantes en 2022, con una media nacional de 6.4, según las Estadísticas de Defunciones Registradas del Instituto Nacional de Estadística y Geografía.
Pero en Yucatán sucede algo: el número de suicidios depende de la institución a la que se le pregunte; es decir, puede ser reflejo de particularidades en el sistema burocrático, político y de salud pública local. Una solicitud de información remitida por Gatopardo a la Fiscalía General del Estado arrojó que 341 personas se suicidaron en 2021, 381 en 2022 y 91 en 2023. Por su parte, los Servicios de Salud de Yucatán registran 264 en 2021, 213 en 2022 y 199 en 2023. Las variaciones entre las cifras de ambas instituciones pueden superar los 100 casos. Otra de nuestras solicitudes, remitida al Centro Integral de Salud Mental (Cisame), reveló un incremento de 183% en los casos de depresión, al pasar de 2 577 en 2022 a 7 305 en 2023, y un aumento en el consumo de medicamentos para tratar ansiedad y depresión.
Baile de cifras aparte, aquí abordaremos la carga multifactorial que ha dado forma a lo que, al menos, puede calificarse como una crisis de suicidios en Yucatán. ¿Por qué en un estado con tan buenas perspectivas de desarrollo, aparentemente al margen de las más obvias manifestaciones de descomposición social, alguien se quita la vida cada 36 horas? ¿Cuáles son las violencias ocultas tras el fenómeno? ¿Qué hacen las instituciones? ¿Quiénes luchan por frenar la crisis? ¿Cómo se avanza en medio del vacío que deja un ser querido que se suicida?
—En el estado hay un gravísimo factor: la pobreza. Por otro lado, está la falta de servicios capacitados para atender a la población. Son pocos, pero muy pocos, los médicos capacitados en suicidio. El aumento de casos tiene al menos 50 años —dice, vía telefónica, Yolanda Armendáriz, psiquiatra especializada en suicidio y tanatología.
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En 2018, Yolanda estudió el fenómeno del suicidio en los 106 municipios del estado. Entrevistó a decenas de familias para identificar factores de riesgo. Según su diagnóstico, las condiciones de marginalidad propician la incidencia de suicidios, que se suman a la falta de programas permanentes y al hecho de que los directivos médicos pronto se vuelven políticos y pierden la perspectiva de los datos. La investigación “Aspectos demográficos y socioculturales asociados al suicidio en población del estado de Yucatán”, publicada en la Revista Mexicana de Psiquiatría y Salud Mental en 2021, firmada por Yolanda y compañía, aborda la carga negativa que existe en torno a los suicidas y sus familiares. En los municipios y comisarías se queman sus ropas o los árboles donde se ahorcaron para “evitar una influencia demoniaca”. La palabra “suicidio” suele ser tabú y los velorios se realizan en la clandestinidad, bajo una mezcla de vergüenza y culpa. Yolanda lo sabe porque entró a las casas, observó las condiciones y percibió el dolor de los familiares.
—Luego de mi estudio me quedé con esta idea: si un directivo médico, si un político fuera a hacer entrevistas a las familias sobrevivientes de un solo caso de suicidio, si se sentara a dialogar con los sobrevivientes, entendería el fenómeno. Las condiciones de pobreza son alarmantes. Son historias de hombres y mujeres muy jóvenes.
No parece existir interés institucional en frenar, o al menos en abordar abiertamente, un fenómeno que se agrava cada año. Los medios dan una cobertura amarillista, con imágenes y datos explícitos que vulneran la integridad de los seres queridos. Entretanto, sobrevuela de forma inevitable una pregunta: ¿quién no ha pensado en quitarse la vida?
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Sentada en una mecedora de mimbre en la sala de su casa-consultorio, frente a una mesa de centro con un cenicero repleto de dulces, Marilú Ancona, de 69 años, psicóloga, activista, mueve suavemente las manos, como si nadara en el pasado, cuando recuerda el esfuerzo para formar grupos enfocados en la atención de los sobrevivientes de un suicidio. “Posvención”, su especialidad, es un enfoque de la psicología orientado a reducir los efectos negativos del trauma. El fenómeno del suicidio se contagia entre los familiares, que son los más vulnerables por la carga de culpabilidad y los más propensos a quitarse, a su vez, la vida.
—La situación de los allegados es dolorosa; a eso se suma el tabú social, las creencias religiosas, el desprestigio cultural. Todo maximiza el dolor. Una persona que atraviesa un duelo por suicidio vive una montaña rusa. Si no se tratan estas problemáticas, el duelo puede derivar en que atenten contra su vida. Ninguna institución trabaja con ellos. Los trabajos de posvención evitan que el duelo se vuelva patológico.
Su hijo Jorge se suicidó hace una década, a los 37 años. Durante el duelo inicial, Marilú se aisló, bajó de peso, perdió cabello y dejó de dormir. Los primeros tres meses fueron los peores porque pasó días completos encerrada, con las luces apagadas, sin responder llamadas ni mensajes. Jorge atravesaba una separación sentimental, y ella notó algunos gestos que en principio no apuntaban hacia nada grave, pero después se transformaron en culpa. Él era contador, un adulto funcional, nunca se mostró deprimido y no asistía a consultas psicológicas.
—En las últimas fechas Jorge aumentó el consumo de alcohol. Esa fue una señal de alerta junto con otros dos factores: vivía solo y estaba separado. Unos días antes me dijo: “Mamá, se paró un camión de mudanzas y se llevaron todo”. Había perdido mucho por la separación. “¿Todo?”, pregunté. “Sí, todo”. “¿Hasta la lavadora?”. “También”. “¡Bobo, nosotros te regalamos la lavadora!”. Eso pasó un jueves y el viernes se quitó la vida. Aparentemente no dio ninguna señal. Luego, en retrospectiva, te das cuenta —reflexiona Marilú.
(Un dato que aporta la doctora Laura Hernández, del Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales de la UNAM: deshacerse de lo material se da en nueve de cada 10 casos de ideación suicida.)
Quince días después de la tragedia, Marilú volvió al trabajo. En aquella escuela llevaba impartiendo clases 29 años, pero igual se enfrentó a la marginación de sus colegas: la esquivaban en los pasillos, evitaban hablar con ella en las oficinas. Jorge había sido alumno y su suicidio se publicó en el periódico. Nadie supo qué decirle. Marilú estaba fuera de sí. Seguir trabajando fue un intento por asumir que Jorge ya no estaría nunca más, pero que la vida seguía. Sin embargo, al cabo de unas semanas, la despidieron. Ella decidió encarar el duelo; estudió Tanatología y Suicidología.
En su búsqueda de otros padres que perdieron hijos, Marilú encontró en internet al grupo Renacer, fundado en Argentina. Renacer tiene una sede en Ciudad de México, y por teléfono dio con Eduardo, un yucateco que trabaja de payaso con el nombre artístico de Bolitas, cuya hija murió en un accidente de auto. Tenían un deseo común: abrir un grupo de duelo en el estado, y se organizaron para lograrlo. Al paso de los años, Marilú notó que las características del duelo por suicidio son particulares: la carga de vergüenza y culpa suelen ser brutales. Eduardo se quedó a cargo de Renacer, y ella, apoyada por otras sobrevivientes, fundó Ancla de la Esperanza, un grupo exclusivo para quienes perdieron a alguien por suicidio. Marilú ha estado al frente por cinco años. Es el único en su tipo que existe en la entidad.
Apenas hace cuatro décadas, la Iglesia prohibía que un suicida se enterrara en camposanto porque estaba “condenado”. Los sacerdotes se negaban a oficiar misas por su alma. La vida se consideraba un fruto sagrado y el que se la arrebataba, sin el consentimiento de Dios, era un pecador. Hoy, Ancla de la Esperanza se reúne en la Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús, en Mérida, los martes por la noche. Es un grupo de ayuda grupal en el que se aprende a sortear el duelo y recordar con amor a quienes ya no están. Se esquiva la pregunta “¿por qué?”, pues los únicos que tienen la respuesta han desaparecido.
En los municipios y comisarías se queman las ropas de los suicidas o los árboles donde se ahorcaron para “evitar una influencia demoniaca”. La palabra “suicidio” suele ser tabú y los velorios se realizan en la clandestinidad, bajo una mezcla de vergüenza y culpa.
—Recuerdo a mi hijo con sus gustos terribles: le encantaba Jim Morrison, Tarantino. Una vez fuimos al cine a ver algo que nos recomendó. Cuando regresamos me dijo otro hijo: “¿Por qué le hicimos caso a Jorge, si le gusta pura porquería?”. Ahora ya nos reímos. Vamos a una tienda y le digo a mi esposo: “¿Qué camisa escogería Jorge?”. “Esa”, me dice, apuntando a la más fea. Está presente, pero con puro amor, sin dolor. Esa es la idea: uno entiende que no va a regresar nunca. Entonces, ¿qué puedo hacer? Ayudar a otras personas. Eso me hace sentir que puedo aportar algo sobre este gran problema de salud pública.
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—Cuando entra una llamada, digo: “¿Sí?, ¿bueno?, salvemos una vida”. Por la hora, ya sé a qué atenerme. Al otro lado de la línea puedo escuchar llantos, gritos, una respiración entrecortada —dice José Luis Vales.
Delgado, ojos claros, con poco más de 70 años, José Luis es psicólogo y, con 28 años de trayectoria, uno de los integrantes de Salvemos una Vida, una red de apoyo para personas con ideación suicida. Los servicios de la red incluían consultas psicológicas gratuitas; incluso había una sede en el centro de Mérida. Hoy el espacio está en remodelación. La casa sufrió robos, tiene un techo con huellas de humedad y carece de agua y luz. Lo único que sobrevive es la línea de apoyo que José Luis atiende 24 horas al día (padece un trastorno del sueño que ya está atendiendo). Un hombre que siempre contesta el teléfono, a mitad de una ciudad con casi un millón de habitantes. Posee una clara postura religiosa, que lo enorgullece. Su labor es de contención.
La sala en la que estamos con José Luis está flanqueada por vitrinas con figuras de mampostería: vaqueros, querubines, cruces. Algunas motas de polvo flotan lentamente, iluminadas por un raudal de luz que entra por la ventana. Sobre su escritorio hay decenas de engargolados. Muestra algunos: son compendios de notas de suicidio de años recientes que recortó del Diario de Yucatán, uno de los medios más conservadores en el estado. Hay imágenes en blanco y negro de hombres colgados y titulares revictimizantes: “Tomó la puerta fácil”, “Se suicida por desamor”, “No llegó al Año Nuevo”. Las imágenes nos llevan a corroborar algo: más de 70% de los casos son por ahorcamiento. En el último año se registraron 194 casos de asfixia de un total de 208 suicidios, según datos obtenidos por medio de una solicitud de información vía Transparencia.
José Luis presume que Salvemos una Vida son los “number one” en atender la crisis de suicidios en Yucatán. Año tras año ha sido testigo de los incrementos en las cifras y de programas que nacen y mueren dependiendo de los políticos en turno. Nada ha cambiado. Él recuerda un caso, en 2017, que fue determinante en su decisión de encauzarse en otro nivel de atención: las infancias.
—Fue por una chiquita de diez años que se suicidó en Temozón. Yo le puse María porque el periódico omitió su identidad. Tenía una hermana de siete años, su papá siempre llegaba alcoholizado y peleaba con la mamá. Gritos, golpes. Ella se asustaba y protegía a su hermana, iban a refugiarse con los vecinos. Una vez la niña les dijo: “Si siguen peleando, me voy a matar”. Todo el mundo lo sabía en el pueblito porque la niña lo gritaba. ¡Era bola cantada! ¡Ya se sabía!
José Luis se levanta y busca en el escritorio. Caen papeles. Muestra un ejemplar de la revista Newsweek en español, en la que homenajean su labor.
—Para que cheques nuestra trayectoria. Notamos, cuando salió este número de la revista, un incremento en los niños. Es algo que hasta la fecha me cuesta trabajo creer, pero me consta: he atendido a niños de 11 años, de 12, de 13. Ni siquiera adolescentes. Y fui notando que venía bajando la edad de los suicidas desde 2009, por allá. Entre los adultos, quienes más se matan son los hombres. Las mujeres lo intentan más.
José Luis abre una libreta en la que marca los horarios de las llamadas: T de tarde, N de noche, M de madrugada. Las letras se ven mal trazadas, como si las hubiera escrito justo después de despertar. Sus apuntes reflejan jornadas con seis, ocho y 10 llamadas. En los meses de pandemia, recuerda, podían ser hasta 20.
—Me han hablado de todos lados…, de Estados Unidos y Francia. Pon tú, una llamada a las dos de la mañana, una en la que me digo: “Esto es de emergencia”. Contesto y me dicen: “Señor, gracias. No contestó la línea fulana de apoyo, no me contestó la que está en internet, no me contestó la línea de emergencia del gobierno. Usted fue el único”. Por eso no necesito que me echen flores, yo solito me las echo —comenta José Luis y muestra los tres números de emergencia que maneja en dos teléfonos y una tablet. El más reciente en el que se le puede contactar es el 075.
José Luis hace preguntas para dibujar mentalmente a quien se encuentra del otro lado: “¿cuántos años tienes?, ¿dónde vives?, ¿tienes pareja o hijos?”. Y la más importante: “¿qué harás mañana?”.
Apenas hace cuatro décadas, la Iglesia prohibía que un suicida se enterrara en camposanto porque estaba “condenado”. Los sacerdotes se negaban a oficiar misas por su alma. Hoy, Ancla de la Esperanza se reúne en la Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús, en Mérida, los martes por la noche. Es un grupo de ayuda grupal en el que se aprende a sortear el duelo y recordar con amor a quienes ya no están. Se esquiva la pregunta “¿por qué?”, pues los únicos que tienen la respuesta han desaparecido.
No niega su postura religiosa; se considera un hombre de la vieja escuela.
—Soy católico aquí y en China. Me da orgullo decirlo. Aun así, tengo amigos judíos, agnósticos, testigos de Jehová. La clave es el respeto, ¿verdad? —sobre esa línea, me habla de un eclipse de sol que sucederá en unos días—: El eclipse es una señal de que la Iglesia enfrenta peligros. Hay malos sacerdotes que quieren hacer cosas que van en contra del dogma: que se casen los homosexuales por la Iglesia, que haya mujeres sacerdotes, que se quiten los hábitos de vestimenta de los padres. ¡Una serie de aberraciones, ca’ón, que van en contra de la doctrina católica!
—José Luis, ¿por qué aquí se concreta tanto el suicidio?
—Los yucatecos son gente buena que se traga sus problemas hasta que explotan y son susceptibles al suicidio. Explotan por no vengarse, por no atacar, por no matar. Además, están sus orígenes. ¿Sabías que los mayas tienen a Ixtab, la diosa del suicidio?
Ixtab nunca fue la diosa de los suicidas. Hace años se consideraba que su representación era una alegoría de la muerte por ahorcamiento. Sin embargo, el estudio “Desmitificación del contexto cultural del suicidio entre los mayas prehispánicos”, publicado por Cuicuilco Revista de Ciencias Antropológicas en 2020, niega su existencia. Sus menciones habían sido instrumentalizadas por misioneros con el objetivo de emitir juicios racistas contra la población indígena. En la actualidad es reconocida como una deidad de la luna. Donde el mito no llega, los estudios culturales lo intentan.
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Víctor Fernández es musculoso, de cabello largo, y tiene varios tatuajes. Sobresalen dos cuchillos en sus antebrazos y unas ondulaciones en tinta negra bajo su oreja. A sus 34 años es maestro en Teoría Crítica con especialidad en Estética. Dedicó una parte de su tesis al suicidio de su amigo Omar, y dirige el Centro Cultural Lorca, en la colonia Gran San Pedro Cholul. Para Víctor, la crisis del suicidio se perfiló desde principios del siglo xx, cuando la economía de la entidad pasó de un preponderante sector primario a uno terciario, un proceso que quedó marcado por la decadencia de la industria henequenera y la pérdida de identidad cultural en la población. Tomemos en cuenta que Yucatán es el tercer estado con más hablantes de lengua indígena, pero también el primero en discriminación, con una prevalencia de 32.1%, según la Encuesta Nacional sobre Discriminación 2022. Víctor elabora: el ahorcamiento por soga, el principal método de suicidio, es una metáfora sobre los diferentes niveles de opresión que ahogan a la sociedad. Simboliza los restos del resentimiento por la explotación henequenera en la región.
—Un sujeto explotado, endeudado, sale hasta la madre del trabajo. Se mueve en transporte público y tarda dos horas en llegar. En ese transcurso, en que sale cansado, aturdido, está en un horno, en uno de los estados más calurosos de México. Su casa es de techo bajo, comprada por Infonavit. Otro horno. ¿Qué le queda a ese sujeto para olvidar la realidad? Enajenarse: bebe alcohol, se droga. Y lo que siente es que no puede respirar. ¿Quiénes lo escuchan? No puede expresarse. La forma en que uno se mata carga un significado profundo, porque es la última representación de su existencia. Es una forma de resignificarse, un error, ya que podría hacerlo de otra manera, pero no tuvo las herramientas.
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La canción “Del cielo al infierno”, de Los Juglares, la banda de trova más famosa de Yucatán, fundada por Fernando Vadillo y José Vadillo en 1991, tiene una estrofa vinculada al suicidio, que dice: “Hoy te confieso: me arrepiento / fue un error / no seguir a tu lado. / Estoy pagando esa torpe decisión / no te imaginas cuánto”.
Fernando, de 47 años, toma café en el bar de su casa. Es de mañana. En la pared cuelgan la imagen de una guitarra y algunos dibujos de cantantes. El hijo de su hermano José —quien era voz y bajo de la banda— , Paulo Vadillo, se suicidó en 2021, a los 19 años. Antes de la entrevista, Fernando pone sobre la mesa las fotos de ambos: del lado izquierdo, Paulo sonríe, de pie en una lancha; del derecho, José viste el uniforme de Pumas de la unam con los pulgares levantados.
—Cuando Paulito tenía 13 años lo involucramos en el grupo. Nos ayudaba a armar el equipo de sonido, vender discos, editar videos. Él nos grababa, tenía cámaras para edición, tocaba la guitarra, componía sus canciones. Un tipo supertalentoso, mi sobrino —recuerda.
Fernando ve la fotografía. De pronto, se pasa las manos por el rostro, se enrojece.
Paulo era un chico alegre pero visceral. Cuando algo no le salía bien, cuando una limitación le impedía adquirir una necesidad material, imprecaba: “Odio la vida, me voy a matar”. Hacía contenido para redes sociales. En uno de los muchos videos que subió a YouTube, enlistaba 50 datos sobre él: no bebía alcohol, creía en Dios, tenía siete gatos, se molestaba por todo, su comida favorita eran las lasañas y las hamburguesas. Se consideraba introvertido y no asistía a fiestas. Era un chico alto y delgado, serio, de cabello a rape. En este examen a distancia nada revela una clara ideación suicida, fuera de las salidas de tono que recuerda su tío. Él mismo sospecha que los resortes de la decisión que tomó su sobrino fueron varios.
—En sus últimos días Paulo quería comprarse una computadora. Estaba desesperado por eso. Propuso vender su coche para comprarla y mi hermano le pidió que esperara a que las finanzas estuvieran mejor porque era pandemia. Se pelearon. También tuvo una noviecita de muchos años a la que le descubrió una infidelidad. Eso lo golpeó mucho. Si de por sí ya venía molesto con la vida, esto quizá lo terminó de afectar...
Fernando tiene razón: no puede haber un solo motivo. El suicidio es un fenómeno multifactorial con violencias y detonantes explícitos e implícitos. Los seres humanos somos icebergs: mostramos una diminuta porción de identidad. Algunos casos se inscriben en contextos de violencia y pobreza extrema, pero en casa de Paulo no había alcoholismo ni violencia intrafamiliar.
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Una noche Paulo tuvo un conflicto con sus padres. Era incontrolable cuando se enojaba y debían pasar horas, un día, antes de tranquilizarse. Tras discutir con su mamá y patear los platos de sus mascotas, que se rompieron, Paulo se encerró en su cuarto.
—En la madrugada bajó mi sobrino y se encontró con José [su padre] en la cocina —narra Fernando—. Le dijo: “Acá está el dinero de los trastes que rompí”. “No, Paulo, nadie te los está cobrando, tranquilo, ¿qué pasa, rey?”. Por más que mi hermano quería calmarlo, Paulo se encendía. Amenazó con irse. “Pues lárgate, cabrón, pero a partir de mañana comienzas a ir a terapia. Tienes que hacer algo contigo, porque estás mal”.
Paulo fue a una casa cercana en la que su mamá daba masajes terapéuticos. Había un cuarto extra en el que se alojaban visitas o el propio Paulo cuando se peleaba con sus padres. Conversó con algunos primos y pidió que fueran a verlo. En Mérida, a causa del covid-19, había toque de queda y nadie quiso poner en riesgo su seguridad. Solo su mamá tuvo un breve intercambio con él.
—Esa noche mi cuñada le dice: “Mañana nos vemos, hijo. ¿O por qué no nos vamos ya a la casa?”. Paulo contestó: “No, no, mañana cuando vengas no voy a estar acá”. “Está bueno, papi, nos vemos mañana”. Nadie pudo tener la lectura de que a un joven encabronado no hay que dejarlo solo. Al contrario: es cuando hay que estar con él, calmarlo, acompañarlo, lo que sea, pero esperar a que se le baje.
Esa noche Paulo recibió un mensaje de José. Le reclamaba su actitud, la tensión familiar. Paulo lo dejó “en visto”. A la mañana siguiente encontraron su cuerpo. Fernando recuerda a su hermano frente al volante, afuera de la casa, llorando y mirando hacia la calle. José amaba a su hijo con una fuerza brutal, su pérdida era irreparable.
—Llevamos a José con tanatólogos, psicólogos, psiquiatras, padres, terapia de constelaciones y no mejoró. Fue horrible verlo sufrir. En un viaje a Tampico lloró en el aeropuerto, en el avión, en el hotel. No había momento en el que no estuviera mal. Una noche nos pusimos a ver futbol, quise sacarle plática sobre los equipos. Apagamos la tele y escuché sollozos. “¿Qué pasa?”, le pregunté. “Mi hijo, cabrón, se murió mi hijo”. Abracé a mi hermano. Teníamos el aire acondicionado prendido, pero él sudaba. Cuando despertó, lo primero que hizo fue suspirar. “Mi mejor momento del día es dormir, porque sueño con él. Ahora solo siento dolor”.
Setenta días después de la muerte de Paulo, José falleció de un infarto.
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Rita Ortiz, de 61 años, pequeña, cabello negro y mirada dura, con el collar de una cruz católica, se define como una detective de las emociones. Su trabajo consiste en entrar en lo más profundo de la persona y descubrir en qué punto se inició la construcción de una idea en particular: la de quitarse la vida. Presencial y telefónicamente, Rita permanece con el paciente en crisis hasta tener garantías de que buscará atención médica. Ella estudió Suicidología en la primera generación del psiquiatra Gaspar Baquedano, una eminencia en el tema, que falleció en 2022.
—Siempre hay detonantes en la niñez: violaciones, abuso, traumas. Yo no le llamo “ideación”, sino “construcción” suicida. Es algo que toma tiempo, y en donde se suman los problemas que han atravesado en la vida —apunta Rita.
Conversamos en un parque de la colonia San Francisco Chuburná. Es una mañana bochornosa, arriba de los 30 °C. Hace dos días, el lunes 25 de septiembre, fue el aniversario luctuoso de Valeria, su hija menor, que se suicidó en 2018. Su historia es un compendio trágico de las problemáticas reconocibles alrededor de la alta incidencia de suicidios en el estado: negligencia psiquiátrica, falta de apoyos gubernamentales a las instancias y programas destinados a contener la crisis y el incumplimiento de lo establecido en la Ley de Salud Mental, publicada en 2018 durante el gobierno del priista Rolando Zapata, uno de los periodos que han registrado mayores irregularidades financieras en los últimos tiempos, si atendemos a las 31 denuncias presentadas por la Secretaría de la Contraloría General del Estado de Yucatán.
Adquiere la edición #229: Resurgir.
El trastorno límite de la personalidad de Valeria pasó por diferentes fases. En algunas ocasiones podía trabajar y disciplinarse con sus consultas; en otras, le costaba trabajo salir de su habitación. La mencionada ley, en su artículo 7, estipula que en Yucatán las personas como Valeria, con trastornos mentales graves, tienen derecho a recibir una pensión en un monto similar al de personas con discapacidad física.
Rita recuerda que, en 2018, sin ninguna formación u orientación, lo único que podía hacer por su hija era llorar. Valeria notaba su dolor e impotencia, lo que terminó afectándola. Siempre estaba sedada, sumida en largos periodos de sueño producto del clonazepam, el único medicamento que le recetaron. Cada tanto, luego de llorar y sentir malestar por horas, le sobrevenía un ataque y su madre llamaba a una ambulancia para que la internaran. Ese año Rita atravesaba otro duelo: finalmente había logrado separarse del papá de sus tres hijas. Vivió una relación abusiva de 30 años. Por las noches rezaba para que la situación mejorara.
—Durante los ataques, cuando lloraba con Valeria, me decía: “Mamá, no llores porque me siento culpable”. Cambié el modo: si había una crisis, me sentaba a un lado hasta que se le pasara. Era lo único que podía hacer. El papá no se hizo responsable. Cuando la internaban a las dos o tres de la mañana, le inyectaban algo fuerte para dormir. Ella así vivía. Yo soy creyente y en algún punto pensé: “Dios mío, no es vida ni para ella ni para mí. Lo único que puedo hacer es sufrir”. Ahora que he aprendido, trato de ayudar a la gente que se enfrenta a esto.
El 25 de septiembre de 2018, Rita se trasladó de su trabajo en una cocina económica a la casa donde vivía Valeria, quien acababa de independizarse. La encontró cerrada, las cortinas corridas, sin ruidos en el interior. Logró entrar con la ayuda de unos vecinos. En el documental Los bordes del abismo (2021), dirigido por Ariadna Medina, Juan de Dios Rath y Daniel Peraza, con testimonios de sobrevivientes de suicidio en Mérida y Uruguay, Rita narra ese momento preciso:
—Entro y corro hacia su cuarto [el de Valeria], que también estaba cerrado. Les digo a las personas que se tenían que detener porque ellos ya no podían hacer mucho por ella, y yo la quería ver, la quería atender. La cargo, la levanto, aunque ella era altita. Nunca corté las cuerdas; la desamarré poco a poco. La abrazo y la pongo en mi pecho. Lo único que se me ocurre decir es: “Jesús, hijo de David, ten compasión y misericordia de su alma. Tú me la diste estos 22 años y yo te la devuelvo, así como la vi nacer, te la entrego”. No me perdí en ningún momento. Les dije a las autoridades que me dejaran verla, despedirme, abrazarla. Me dicen: “Puede tomar el tiempo que necesite”. La beso, la peino, le jalo la ropa, porque la tenía alzada; le quito los zapatos, la abrazo y la pongo en mi pecho y le digo cuánto la amo, que la amo demasiado.
Tras aquello, Rita vivió un tiempo con otra de sus hijas. No podía comer ni dormir. El duelo por suicidio se considera uno de los más complejos, a causa de la carga de culpa que soportan los familiares y la gente cercana. Durante un tiempo Rita consideró que el suicidio de Valeria pudo evitarse, pues al llegar encontró un agua mineral recién comprada. El estudio “How Many People are Exposed to Suicide? Not Six”, encabezado por Julie Cerel y publicado por la Universidad de Kentucky en 2018, estima que un solo suicidio afecta hasta a 135 personas. Una parte de ellas considerará quitarse la vida.
Rita recuerda que su otra hija le dijo: “Mamá, Valeria ya está muerta. Pero tú no te puedes hundir. Tienes que estar aquí, fuerte, por nosotras”. Esas palabras resultaron vitales para que tomara la decisión de usar su experiencia como una plataforma de prevención de suicidios en el estado. Hoy es una suicidóloga reconocida que colabora con la Asociación Yucateca de Suicidología (AYUS), en los programas de prevención, y con Ancla de la Esperanza, en la ayuda de los sobrevivientes. En su mano derecha Rita usa una pulsera con un ancla: simboliza el peso de la esperanza para permanecer en la vida.
El psiquiatra de Valeria le dijo a Rita que su muerte era un hecho extraño porque “no era candidata para suicidarse”.
—Los psiquiatras no te miran a los ojos. Toman notas los 20 minutos que dura la consulta y no les importa si vivirás mañana. A mí me desmoralizó cuando el psiquiatra, tras dos meses, no sabía del suicidio de Valeria. Fui a su consultorio y me dijo: “Espérese hasta que termine todas las consultas”. Esperé horas y solo me atendió 10 minutos porque tenía “mucho que hacer”. Ni siquiera me dio el pésame.
Rita asegura que este es un problema común en Yucatán. Los psiquiatras del sistema de salud pública obvian la resolución del proceso terapéutico. A los pacientes se les niega la posibilidad de seguir con sus vidas, pese a que en su artículo 7 la Ley de Salud Mental sostiene que debe existir un programa integral para recuperar sus habilidades cognitivas y reinsertarse en el ámbito familiar. Cuando Arsenio Rosado fue nombrado director del Instituto de Salud Mental, surgieron denuncias en su contra por anomalías administrativas en el Cisame, violaciones a los derechos humanos, pruebas de medicamentos sin la aprobación de los pacientes (lo que violaba varias fracciones del mismo artículo de la ley), investigaciones científicas sin protocolos ni consejos de ética (a las cuales eran sometidos los usuarios sin dar autorización) y negligencia en los procesos de atención.
Acaso como una forma de responder a la falta de rumbo institucional y de continuidad en las políticas públicas, Rita forma parte de una trinchera de activistas que enfrentan la crisis del suicidio en Yucatán. Le reconforta acordarse de casos exitosos; algunos de los involucrados la contactan de nuevo para agradecerle. En otras intervenciones ha tenido que ser dura con los participantes por la ignorancia que existe sobre los trastornos mentales y la subestimación de la reincidencia del intento de suicidio. “Nunca —y estas son palabras muy utilizadas por los activistas— se debe ignorar a la persona con ideaciones”.
—Me llamó una señora porque su hijo se quería suicidar. “Mire”, le dije, “no tengo vehículo, pero si viene por mí con gusto la apoyo”. No vinieron porque hasta ese momento el chico solo tenía la idea. Le insistí esa vez: “Es importante que lo lleve a atención en este momento porque la situación puede empeorar”. Me ignoró. El sábado me llamó de nuevo, desesperada: “Mi hijo se quiso colgar”. “Desafortunadamente ya no la puedo ayudar”, contesté. “Lo único que puedo pedirle es que le diga a su hijo que se calme, que se baje del techo. Llévelo al [hospital] psiquiátrico para que lo valoren. Por nada del mundo lo deje solo en casa. Si usted se acuesta a dormir, si le cierra la puerta, mañana no lo va a ver”.
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“Los números de suicidios en el estado se deben, en parte, a que entregamos informes completos. ¿Cómo es posible que Guerrero no tenga un solo caso?”, cuestiona Mariana Rodríguez Molina, subdirectora de Salud Mental de la Secretaría de Salud de Yucatán (ssy). La subdirección está en la colonia Miguel Alemán, una de las más antiguas de Mérida. Es un edificio blanco con una sala repleta de pequeños cubículos.
Mariana sostiene que, durante el último periodo, el gobierno desarrolló varios proyectos para reducir las cifras: brigadas municipales, una línea de apoyo emocional (creada ante el incremento de la depresión por la pandemia de covid-19) y una aplicación electrónica cuyo fin es clasificar la depresión en cinco niveles.
“Más que acabar con los suicidios, queremos acabar con el dolor de las personas. La persona que se mata no quiere morir, sino escapar de lo que siente. Ellos entran en algo llamado ‘visión túnel’”, explica Mariana. En psicología, la visión túnel es un efecto que impide a alguien con depresión o ansiedad, o que se enfrenta a una amenaza inminente, notar los estímulos del entorno. Solo piensa en escapar. Es una visión estrecha y negativa de la realidad que maximiza el sufrimiento. Casi siempre está acompañada por trastornos mentales, estrés, abuso de sustancias, falta de empleo y soledad. Según la lista de casos obtenida por Transparencia, en los últimos tres años, 80% de los casos de suicidio se concentraron en los hombres, porque ellos presentan mayor dificultad para expresar emociones y buscar ayuda médica.
Hasta noviembre de 2023, con cinco años de haberse lanzado, la aplicación tenía registrados a 60 000 usuarios. En los últimos años (2021, 2022 y 2023), Salud Mental ha formalizado la práctica de contactar a quienes presentan mayor riesgo —los últimos dos niveles de la escala—. Lo mismo hace con quienes pierden familiares por suicidio: una brigada las visita para ofrecerles atención psicológica. “Cuando vamos a ver a las familias, nos piden que no digamos nada, que el pueblo no se entere. Sin embargo, sí siento que estamos avanzando en sensibilizar a las personas”, asegura la subdirectora. En 2023, Mérida es el municipio que registra el mayor número de casos.
Hay un programa más, llamado Código 100, tomado de España, que busca capacitar a los diferentes niveles de gobierno en contención y canalización en todo México. Engloba a las policías estatales y municipales, los “sospechosos comunes” de minimizar las ideaciones y los intentos de suicidio. Según el Programa Nacional para la Prevención del Suicidio del gobierno federal, Código 100 es “un sistema de apoyo a la toma de decisiones clínicas en el comportamiento suicida en hospitales generales o centros de atención dentro de las redes integradas del sistema de salud”. Para los activistas, es una falacia. Les parece imposible que un programa que no se ajusta a las características culturales de Yucatán logre sensibilizar a los médicos, asistentes y funcionarios que operan en los diferentes niveles de atención.
Los dos psicólogos encargados de implementar el Código 100 en el Hospital General Agustín O’Horán, Wilbert Romero y María del Carmen Quiven, enfrentan, dicen, problemas presupuestales para aplicarlo en Yucatán. Ambos son jóvenes, menos de 50 años, y están vestidos de negro, como si vinieran de un funeral. Enfrente, en un pizarrón blanco, hay un diagrama con la organización del hospital: cirugías, neonatales, cuidados intensivos; en ninguna parte encuentro las palabras “suicidio” o “intento suicida”. Ambos hablan pausando, midiendo las respuestas.
Ante un intento de suicidio que llega al hospital público más concurrido de Yucatán, el paciente es sometido a una entrevista. Si pueden interrogarlo, se procede a la canalización, y tendrá un seguimiento si la idea de matarse es persistente. Pero si las ideas se esfuman de un momento a otro, o si miente, lo mandan a casa. Wilbert reconoce que el programa está hecho para un espacio como el psiquiátrico local, y no para un hospital público de atención general. Ha resultado difícil capacitar a las cerca de 3 000 personas que trabajan allí. “Hemos tenido que modificar muchas cosas —agrega Wilbert—. Por ejemplo, cuando el paciente llega con un intento grave y está inconsciente, lo intuban y no hay manera de hablar con él. ¿Cómo lo valoramos? Nosotros no atendemos prevención. Aquí llegan cuando ya se abrieron, se colgaron, tomaron algo”.
Continúa María del Carmen: “Son dos tamizajes [un espectro para medir la conducta suicida con entrevistas]. Primero en urgencias, luego en lo que resulte de sus citas. Un paciente que entra por intento de suicidio activa el Código 100 y se les da cita lo más pronto porque están deprimidos y necesitan atención. Una psicóloga se encarga de darles seguimiento. Les llamamos si no asisten”.
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Me he inscrito en un curso que, espero, me ayudará a entrever un sentido entre tanto dolor. O al menos, a aterrizar los testimonios. Estoy sentando en un mesabanco amarillo, como de secundaria, en un salón de clases con carteles coloridos, colgados de la pared, de las células animal y vegetal. Mientras tengo las señales más elementales de la vida enfrente, aprendo sobre la muerte. Estamos a inicios de octubre, en el Instituto Educativo David Alfaro Siqueiros, en Mérida.
—Mi papá se suicidó y mi familia lo ocultó por años. Luego supe que hay más casos —dice un chico.
Se trata del primer curso organizado por la ayus y el colectivo Somos Periodistas. Está dirigido a medios de comunicación. El objetivo, mencionaba un correo, es frenar la información que no muestra empatía por los sobrevivientes. La ayus se constituyó legalmente en 2023, año en que el estado registró la mayor incidencia de suicidios en México. Está conformada por psicólogos, psiquiatras y sobrevivientes.
—Yo vine porque en la adolescencia se suicidó uno de mis amigos y tardé mucho tiempo en entender el porqué —dice una chica.
Edgardo Flores, presidente de la ayus, dice que el fin de las cuatro sesiones es consolidar una primera generación de periodistas que cubran el suicidio de manera responsable y frenen el “efecto Werther”, un fenómeno de propagación del suicidio a partir de réplica o imitación de lo que se difunde en los medios amarillistas y la nota roja. El nombre proviene de una novela de Goethe, titulada Las penas del joven Werther, en la que el protagonista se suicida tras una decepción amorosa. El libro produjo una oleada de suicidios en Alemania: los cuerpos de los jóvenes estaban vestidos igual que Werther, con el libro en el bolsillo. Y yo pienso en este momento en lo que me confió Rita Ortiz: luego del suicidio de su hija, la prensa intentó entrar a su casa para tomar fotografías.
—El suicidio en Yucatán es un fenómeno enmarcado en violencias no atendidas —continúa Edgardo—. Las estadísticas que tenemos son la obesidad (que pareciera no estar relacionada, pero también es un impacto), discriminación, abuso sexual infantil y los salarios más bajos del país. Yucatán es un estado con clasismo y dificultades para el acceso a la vivienda. Nunca hay una sola causa. El suicidio es multifactorial.
Con tal descripción del estado de alerta puedo entender mejor la urgencia tras las palabras de un miembro de la ayus al que contacté pronto en la investigación. Es el psicólogo Alfredo Rodríguez: “Yucatán tiene una Ley de Salud Mental (creada en 2018 y reformada en 2019) que establece la creación de coordinaciones de Salud Mental en cada municipio del estado. Tendría que existir un psicólogo en cada centro de salud. Nada de eso ha ocurrido, la ley no funciona como debería. Y eso nos lleva a la pregunta: ¿en qué están invirtiendo los recursos públicos?”. Esa cuestión no la averiguaremos aquí, pero al menos nos acercaremos a conocer cuánto no se está invirtiendo: la Ley de Salud Mental establece que la atención a los trastornos mentales debe recibir 7% del presupuesto total de Salud; sin embargo, en 2023 se ejerció poco más de la mitad de esa proporción. Una solicitud de información dirigida a la ssy reflejó que solo se invirtió cerca de 3.9%.
Las cifras se superponen mientras regreso al salón de clases. “Por el contrario, queremos fomentar el ‘efecto Papageno’, [que toma su nombre de] un personaje de la obra La flauta mágica, de Mozart, quien habla sobre los valores de la vida y su importancia”, sigue Edgardo.
A lo largo de cuatro semanas, cada sábado, en este salón pasarán psicólogos y sobrevivientes. Vendrá Marilú Ancona junto con Rita para contar sus experiencias. Edgardo nos presentará un manual sobre el manejo de la información y la responsabilidad de los reporteros basado en recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud. Varios puntos me llaman la atención: 1. nunca debe escribirse “cometió suicidio”, pues no se trata de un delito, y hay que usar un “lenguaje seguro que no estigmatice” (suicidarse, morir por suicidio, violencia autodirigida); 2. el cuidado con los sobrevivientes: las entrevistas deben partir desde la empatía; 3. siempre pensar en el objetivo del mensaje. En la segunda sesión sabré que Presidio, el portal de nota roja, amenazó con demandar a la ayus cuando criticó su falta de profesionalismo.
En la penúltima sesión se desata una discusión. Un académico, a quien luego expulsan, alega que nuestra responsabilidad es entrar a las redacciones para frenar el amarillismo y forzar a los directores de los medios a tomar una postura. El grupo se voltea en su contra, rebatiendo cada uno de los puntos que arroja sin notar siquiera que interrumpe a Marilú y Rita, dos sobrevivientes, cuando hablan del suicidio de sus hijos. Al final de la sesión me acerco a ellas.
—¿Cómo vas con el reportaje? —pregunta Rita. Marilú sonríe.
Les interesa este esfuerzo: es un aporte, entre tantos, para que las cosas mejoren, para comprender mejor. Pero a mí me interesan ellas. Salgo al calor abrasador pensando en una escena que contó Marilú: después de semanas encerrada, lidiando con un dolor sin nombre, su esposo le preguntó si quería algo de la calle. Por primera vez dijo que sí. Fue una señal: la vida continuaba.
—Con los ojos llorosos, le dije a mi marido: “¿Me traes un caramel macchiato?” —recordó Marilú, y las cosas, al fin, comenzaron a cambiar.
Este reportaje se realizó con el apoyo de la Fundación W. K. Kellogg.
Más sobre la edición impresa #229: «Resurgir».
Yucatán, el estado más seguro de México, ocupa el primer lugar en incidencia de suicidios a nivel nacional. ¿Cómo se llegó a esto? ¿Es un asunto del “alma yucateca”?, ¿de su historia? ¿La falla está en el sistema de salud pública? Las respuestas, más bien, las tienen los sobrevivientes, familiares y amigos de quienes se quitaron la vida.
Lourdes, la joven conductora de Uber, fija sus ojos en los míos desde el espejo retrovisor del Jetta negro. Es una tarde de noviembre de 2023 en Mérida, Yucatán. Escuchamos uno de esos programas de radio que a lo largo del mes —en el que se celebra Día de Muertos— se han enfocado en fenómenos paranormales: apariciones, aluxes, una mujer muerta en un accidente en la carretera Mérida-Cancún que, de súbito, se quitó de encima la sábana azul del forense.
—¡Ay, güey!, ¿te imaginas que estés ahí y lo veas? ¡Me cago! —Lourdes reacciona, aunque su ánimo pronto se vuelve más introspectivo—. Una ya no sabe si llegará a su casa. O si ahí nos recibirán las personas que amamos. La vida es un azar —dice, y noto que pasamos justo por debajo del puente en el kilómetro 33 del Periférico, desde cuyo borde, a unos 12 metros de altura, dos días atrás, una chica saltó al vacío. Iluminada solo por las luces encendidas de un tráiler, sin cerco perimetral ni policías en escena, su muerte quedó en video.
Grabaciones y fotografías de suicidios han proliferado en los últimos meses. El 11 de septiembre de 2023, el medio Presidio hizo una transmisión en vivo: un hombre de 31 años apareció colgado de la rama de un flamboyán, un árbol típico de la península, en la avenida Itzaes de Mérida (“Le pusieron una sábana de Navidad para cubrirlo”, dijo el reportero). El mismo medio se encargó de recordar que el 3 de agosto anterior se había hallado a otro ahorcado, de 41 años, en el interior de una secundaria federal en Yucalpetén. El 2 de marzo, una mujer y su hija descubrieron a un ahorcado más en el parque San Cayetano. Un mes más tarde, dos niños del municipio de Peto buscaban un papalote cuando se toparon con un cadáver suspendido de un árbol. Tras una búsqueda en Google, que arroja decenas y decenas de notas y casos, llama la atención un comentario en Facebook: “¿Por qué el Gobierno no está hablando de esto como se debería?”.
—¿Tú a qué te dedicas? —me pregunta Lourdes. Quiere pasar a temas menos escabrosos.
—Trabajo en un reportaje sobre el suicidio en Yucatán.
—Qué curioso —responde Lourdes bajando la voz—. Mi pareja se suicidó hace ocho meses. Estaba deprimida y nunca se atendió. La encontré al regresar del trabajo.
Entra aire frío por la ventana trasera y el sol está cubierto de nubes grises. Lourdes narra que su pareja tenía 37 años y una hija de 12 producto de una relación anterior, que su familia la maltrató cuando se declaró bisexual, que ella no esperaba que se suicidara porque “no pensé que dejara a su hija sola”. Una noche, luego de una fiesta en la que bebió alcohol, la pareja de Lourdes gritó: “¡Estoy harta de todo!”, y se encerró en el baño. Ella la encontró al volver del trabajo. Luego del hecho, la vida de Lourdes consiste en dormir, comer, bañarse y manejar por la ciudad. El mismo ciclo, día tras día.
—Solo te pido que no des mi nombre real ni más detalles. Es por respeto a su familia. Quiero proteger su memoria. Ahora puedo hablar de su muerte, pero me costó trabajo.
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Medios de comunicación, agentes inmobiliarios, clase empresarial o el gobierno de Yucatán impulsan por igual, a la menor oportunidad, la reputación del estado como un “paraíso”. Una especie de excepción a las múltiples problemáticas nacionales. La capital, Mérida, con casi un millón de habitantes (2020), de los cuales 220 274 se encuentran en condición de pobreza, es la cuarta mejor ciudad del mundo para vivir —o al menos así la nominó una muy conocida revista de turismo internacional—. El panorama se redondea con los datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública: es el estado que exhibe el menor número de homicidios en el país.
No faltan indicadores para inferir que Yucatán es la entidad más competitiva del sureste mexicano. Tampoco para sospechar que hay problemas en el paraíso. Y es que en este polo turístico, una planicie de selva baja cuya temperatura asciende a los 40 °C en verano, se registra la mayor incidencia de suicidios en México: 15.4 por cada 100 000 habitantes en 2022, con una media nacional de 6.4, según las Estadísticas de Defunciones Registradas del Instituto Nacional de Estadística y Geografía.
Pero en Yucatán sucede algo: el número de suicidios depende de la institución a la que se le pregunte; es decir, puede ser reflejo de particularidades en el sistema burocrático, político y de salud pública local. Una solicitud de información remitida por Gatopardo a la Fiscalía General del Estado arrojó que 341 personas se suicidaron en 2021, 381 en 2022 y 91 en 2023. Por su parte, los Servicios de Salud de Yucatán registran 264 en 2021, 213 en 2022 y 199 en 2023. Las variaciones entre las cifras de ambas instituciones pueden superar los 100 casos. Otra de nuestras solicitudes, remitida al Centro Integral de Salud Mental (Cisame), reveló un incremento de 183% en los casos de depresión, al pasar de 2 577 en 2022 a 7 305 en 2023, y un aumento en el consumo de medicamentos para tratar ansiedad y depresión.
Baile de cifras aparte, aquí abordaremos la carga multifactorial que ha dado forma a lo que, al menos, puede calificarse como una crisis de suicidios en Yucatán. ¿Por qué en un estado con tan buenas perspectivas de desarrollo, aparentemente al margen de las más obvias manifestaciones de descomposición social, alguien se quita la vida cada 36 horas? ¿Cuáles son las violencias ocultas tras el fenómeno? ¿Qué hacen las instituciones? ¿Quiénes luchan por frenar la crisis? ¿Cómo se avanza en medio del vacío que deja un ser querido que se suicida?
—En el estado hay un gravísimo factor: la pobreza. Por otro lado, está la falta de servicios capacitados para atender a la población. Son pocos, pero muy pocos, los médicos capacitados en suicidio. El aumento de casos tiene al menos 50 años —dice, vía telefónica, Yolanda Armendáriz, psiquiatra especializada en suicidio y tanatología.
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En 2018, Yolanda estudió el fenómeno del suicidio en los 106 municipios del estado. Entrevistó a decenas de familias para identificar factores de riesgo. Según su diagnóstico, las condiciones de marginalidad propician la incidencia de suicidios, que se suman a la falta de programas permanentes y al hecho de que los directivos médicos pronto se vuelven políticos y pierden la perspectiva de los datos. La investigación “Aspectos demográficos y socioculturales asociados al suicidio en población del estado de Yucatán”, publicada en la Revista Mexicana de Psiquiatría y Salud Mental en 2021, firmada por Yolanda y compañía, aborda la carga negativa que existe en torno a los suicidas y sus familiares. En los municipios y comisarías se queman sus ropas o los árboles donde se ahorcaron para “evitar una influencia demoniaca”. La palabra “suicidio” suele ser tabú y los velorios se realizan en la clandestinidad, bajo una mezcla de vergüenza y culpa. Yolanda lo sabe porque entró a las casas, observó las condiciones y percibió el dolor de los familiares.
—Luego de mi estudio me quedé con esta idea: si un directivo médico, si un político fuera a hacer entrevistas a las familias sobrevivientes de un solo caso de suicidio, si se sentara a dialogar con los sobrevivientes, entendería el fenómeno. Las condiciones de pobreza son alarmantes. Son historias de hombres y mujeres muy jóvenes.
No parece existir interés institucional en frenar, o al menos en abordar abiertamente, un fenómeno que se agrava cada año. Los medios dan una cobertura amarillista, con imágenes y datos explícitos que vulneran la integridad de los seres queridos. Entretanto, sobrevuela de forma inevitable una pregunta: ¿quién no ha pensado en quitarse la vida?
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Sentada en una mecedora de mimbre en la sala de su casa-consultorio, frente a una mesa de centro con un cenicero repleto de dulces, Marilú Ancona, de 69 años, psicóloga, activista, mueve suavemente las manos, como si nadara en el pasado, cuando recuerda el esfuerzo para formar grupos enfocados en la atención de los sobrevivientes de un suicidio. “Posvención”, su especialidad, es un enfoque de la psicología orientado a reducir los efectos negativos del trauma. El fenómeno del suicidio se contagia entre los familiares, que son los más vulnerables por la carga de culpabilidad y los más propensos a quitarse, a su vez, la vida.
—La situación de los allegados es dolorosa; a eso se suma el tabú social, las creencias religiosas, el desprestigio cultural. Todo maximiza el dolor. Una persona que atraviesa un duelo por suicidio vive una montaña rusa. Si no se tratan estas problemáticas, el duelo puede derivar en que atenten contra su vida. Ninguna institución trabaja con ellos. Los trabajos de posvención evitan que el duelo se vuelva patológico.
Su hijo Jorge se suicidó hace una década, a los 37 años. Durante el duelo inicial, Marilú se aisló, bajó de peso, perdió cabello y dejó de dormir. Los primeros tres meses fueron los peores porque pasó días completos encerrada, con las luces apagadas, sin responder llamadas ni mensajes. Jorge atravesaba una separación sentimental, y ella notó algunos gestos que en principio no apuntaban hacia nada grave, pero después se transformaron en culpa. Él era contador, un adulto funcional, nunca se mostró deprimido y no asistía a consultas psicológicas.
—En las últimas fechas Jorge aumentó el consumo de alcohol. Esa fue una señal de alerta junto con otros dos factores: vivía solo y estaba separado. Unos días antes me dijo: “Mamá, se paró un camión de mudanzas y se llevaron todo”. Había perdido mucho por la separación. “¿Todo?”, pregunté. “Sí, todo”. “¿Hasta la lavadora?”. “También”. “¡Bobo, nosotros te regalamos la lavadora!”. Eso pasó un jueves y el viernes se quitó la vida. Aparentemente no dio ninguna señal. Luego, en retrospectiva, te das cuenta —reflexiona Marilú.
(Un dato que aporta la doctora Laura Hernández, del Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales de la UNAM: deshacerse de lo material se da en nueve de cada 10 casos de ideación suicida.)
Quince días después de la tragedia, Marilú volvió al trabajo. En aquella escuela llevaba impartiendo clases 29 años, pero igual se enfrentó a la marginación de sus colegas: la esquivaban en los pasillos, evitaban hablar con ella en las oficinas. Jorge había sido alumno y su suicidio se publicó en el periódico. Nadie supo qué decirle. Marilú estaba fuera de sí. Seguir trabajando fue un intento por asumir que Jorge ya no estaría nunca más, pero que la vida seguía. Sin embargo, al cabo de unas semanas, la despidieron. Ella decidió encarar el duelo; estudió Tanatología y Suicidología.
En su búsqueda de otros padres que perdieron hijos, Marilú encontró en internet al grupo Renacer, fundado en Argentina. Renacer tiene una sede en Ciudad de México, y por teléfono dio con Eduardo, un yucateco que trabaja de payaso con el nombre artístico de Bolitas, cuya hija murió en un accidente de auto. Tenían un deseo común: abrir un grupo de duelo en el estado, y se organizaron para lograrlo. Al paso de los años, Marilú notó que las características del duelo por suicidio son particulares: la carga de vergüenza y culpa suelen ser brutales. Eduardo se quedó a cargo de Renacer, y ella, apoyada por otras sobrevivientes, fundó Ancla de la Esperanza, un grupo exclusivo para quienes perdieron a alguien por suicidio. Marilú ha estado al frente por cinco años. Es el único en su tipo que existe en la entidad.
Apenas hace cuatro décadas, la Iglesia prohibía que un suicida se enterrara en camposanto porque estaba “condenado”. Los sacerdotes se negaban a oficiar misas por su alma. La vida se consideraba un fruto sagrado y el que se la arrebataba, sin el consentimiento de Dios, era un pecador. Hoy, Ancla de la Esperanza se reúne en la Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús, en Mérida, los martes por la noche. Es un grupo de ayuda grupal en el que se aprende a sortear el duelo y recordar con amor a quienes ya no están. Se esquiva la pregunta “¿por qué?”, pues los únicos que tienen la respuesta han desaparecido.
En los municipios y comisarías se queman las ropas de los suicidas o los árboles donde se ahorcaron para “evitar una influencia demoniaca”. La palabra “suicidio” suele ser tabú y los velorios se realizan en la clandestinidad, bajo una mezcla de vergüenza y culpa.
—Recuerdo a mi hijo con sus gustos terribles: le encantaba Jim Morrison, Tarantino. Una vez fuimos al cine a ver algo que nos recomendó. Cuando regresamos me dijo otro hijo: “¿Por qué le hicimos caso a Jorge, si le gusta pura porquería?”. Ahora ya nos reímos. Vamos a una tienda y le digo a mi esposo: “¿Qué camisa escogería Jorge?”. “Esa”, me dice, apuntando a la más fea. Está presente, pero con puro amor, sin dolor. Esa es la idea: uno entiende que no va a regresar nunca. Entonces, ¿qué puedo hacer? Ayudar a otras personas. Eso me hace sentir que puedo aportar algo sobre este gran problema de salud pública.
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—Cuando entra una llamada, digo: “¿Sí?, ¿bueno?, salvemos una vida”. Por la hora, ya sé a qué atenerme. Al otro lado de la línea puedo escuchar llantos, gritos, una respiración entrecortada —dice José Luis Vales.
Delgado, ojos claros, con poco más de 70 años, José Luis es psicólogo y, con 28 años de trayectoria, uno de los integrantes de Salvemos una Vida, una red de apoyo para personas con ideación suicida. Los servicios de la red incluían consultas psicológicas gratuitas; incluso había una sede en el centro de Mérida. Hoy el espacio está en remodelación. La casa sufrió robos, tiene un techo con huellas de humedad y carece de agua y luz. Lo único que sobrevive es la línea de apoyo que José Luis atiende 24 horas al día (padece un trastorno del sueño que ya está atendiendo). Un hombre que siempre contesta el teléfono, a mitad de una ciudad con casi un millón de habitantes. Posee una clara postura religiosa, que lo enorgullece. Su labor es de contención.
La sala en la que estamos con José Luis está flanqueada por vitrinas con figuras de mampostería: vaqueros, querubines, cruces. Algunas motas de polvo flotan lentamente, iluminadas por un raudal de luz que entra por la ventana. Sobre su escritorio hay decenas de engargolados. Muestra algunos: son compendios de notas de suicidio de años recientes que recortó del Diario de Yucatán, uno de los medios más conservadores en el estado. Hay imágenes en blanco y negro de hombres colgados y titulares revictimizantes: “Tomó la puerta fácil”, “Se suicida por desamor”, “No llegó al Año Nuevo”. Las imágenes nos llevan a corroborar algo: más de 70% de los casos son por ahorcamiento. En el último año se registraron 194 casos de asfixia de un total de 208 suicidios, según datos obtenidos por medio de una solicitud de información vía Transparencia.
José Luis presume que Salvemos una Vida son los “number one” en atender la crisis de suicidios en Yucatán. Año tras año ha sido testigo de los incrementos en las cifras y de programas que nacen y mueren dependiendo de los políticos en turno. Nada ha cambiado. Él recuerda un caso, en 2017, que fue determinante en su decisión de encauzarse en otro nivel de atención: las infancias.
—Fue por una chiquita de diez años que se suicidó en Temozón. Yo le puse María porque el periódico omitió su identidad. Tenía una hermana de siete años, su papá siempre llegaba alcoholizado y peleaba con la mamá. Gritos, golpes. Ella se asustaba y protegía a su hermana, iban a refugiarse con los vecinos. Una vez la niña les dijo: “Si siguen peleando, me voy a matar”. Todo el mundo lo sabía en el pueblito porque la niña lo gritaba. ¡Era bola cantada! ¡Ya se sabía!
José Luis se levanta y busca en el escritorio. Caen papeles. Muestra un ejemplar de la revista Newsweek en español, en la que homenajean su labor.
—Para que cheques nuestra trayectoria. Notamos, cuando salió este número de la revista, un incremento en los niños. Es algo que hasta la fecha me cuesta trabajo creer, pero me consta: he atendido a niños de 11 años, de 12, de 13. Ni siquiera adolescentes. Y fui notando que venía bajando la edad de los suicidas desde 2009, por allá. Entre los adultos, quienes más se matan son los hombres. Las mujeres lo intentan más.
José Luis abre una libreta en la que marca los horarios de las llamadas: T de tarde, N de noche, M de madrugada. Las letras se ven mal trazadas, como si las hubiera escrito justo después de despertar. Sus apuntes reflejan jornadas con seis, ocho y 10 llamadas. En los meses de pandemia, recuerda, podían ser hasta 20.
—Me han hablado de todos lados…, de Estados Unidos y Francia. Pon tú, una llamada a las dos de la mañana, una en la que me digo: “Esto es de emergencia”. Contesto y me dicen: “Señor, gracias. No contestó la línea fulana de apoyo, no me contestó la que está en internet, no me contestó la línea de emergencia del gobierno. Usted fue el único”. Por eso no necesito que me echen flores, yo solito me las echo —comenta José Luis y muestra los tres números de emergencia que maneja en dos teléfonos y una tablet. El más reciente en el que se le puede contactar es el 075.
José Luis hace preguntas para dibujar mentalmente a quien se encuentra del otro lado: “¿cuántos años tienes?, ¿dónde vives?, ¿tienes pareja o hijos?”. Y la más importante: “¿qué harás mañana?”.
Apenas hace cuatro décadas, la Iglesia prohibía que un suicida se enterrara en camposanto porque estaba “condenado”. Los sacerdotes se negaban a oficiar misas por su alma. Hoy, Ancla de la Esperanza se reúne en la Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús, en Mérida, los martes por la noche. Es un grupo de ayuda grupal en el que se aprende a sortear el duelo y recordar con amor a quienes ya no están. Se esquiva la pregunta “¿por qué?”, pues los únicos que tienen la respuesta han desaparecido.
No niega su postura religiosa; se considera un hombre de la vieja escuela.
—Soy católico aquí y en China. Me da orgullo decirlo. Aun así, tengo amigos judíos, agnósticos, testigos de Jehová. La clave es el respeto, ¿verdad? —sobre esa línea, me habla de un eclipse de sol que sucederá en unos días—: El eclipse es una señal de que la Iglesia enfrenta peligros. Hay malos sacerdotes que quieren hacer cosas que van en contra del dogma: que se casen los homosexuales por la Iglesia, que haya mujeres sacerdotes, que se quiten los hábitos de vestimenta de los padres. ¡Una serie de aberraciones, ca’ón, que van en contra de la doctrina católica!
—José Luis, ¿por qué aquí se concreta tanto el suicidio?
—Los yucatecos son gente buena que se traga sus problemas hasta que explotan y son susceptibles al suicidio. Explotan por no vengarse, por no atacar, por no matar. Además, están sus orígenes. ¿Sabías que los mayas tienen a Ixtab, la diosa del suicidio?
Ixtab nunca fue la diosa de los suicidas. Hace años se consideraba que su representación era una alegoría de la muerte por ahorcamiento. Sin embargo, el estudio “Desmitificación del contexto cultural del suicidio entre los mayas prehispánicos”, publicado por Cuicuilco Revista de Ciencias Antropológicas en 2020, niega su existencia. Sus menciones habían sido instrumentalizadas por misioneros con el objetivo de emitir juicios racistas contra la población indígena. En la actualidad es reconocida como una deidad de la luna. Donde el mito no llega, los estudios culturales lo intentan.
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Víctor Fernández es musculoso, de cabello largo, y tiene varios tatuajes. Sobresalen dos cuchillos en sus antebrazos y unas ondulaciones en tinta negra bajo su oreja. A sus 34 años es maestro en Teoría Crítica con especialidad en Estética. Dedicó una parte de su tesis al suicidio de su amigo Omar, y dirige el Centro Cultural Lorca, en la colonia Gran San Pedro Cholul. Para Víctor, la crisis del suicidio se perfiló desde principios del siglo xx, cuando la economía de la entidad pasó de un preponderante sector primario a uno terciario, un proceso que quedó marcado por la decadencia de la industria henequenera y la pérdida de identidad cultural en la población. Tomemos en cuenta que Yucatán es el tercer estado con más hablantes de lengua indígena, pero también el primero en discriminación, con una prevalencia de 32.1%, según la Encuesta Nacional sobre Discriminación 2022. Víctor elabora: el ahorcamiento por soga, el principal método de suicidio, es una metáfora sobre los diferentes niveles de opresión que ahogan a la sociedad. Simboliza los restos del resentimiento por la explotación henequenera en la región.
—Un sujeto explotado, endeudado, sale hasta la madre del trabajo. Se mueve en transporte público y tarda dos horas en llegar. En ese transcurso, en que sale cansado, aturdido, está en un horno, en uno de los estados más calurosos de México. Su casa es de techo bajo, comprada por Infonavit. Otro horno. ¿Qué le queda a ese sujeto para olvidar la realidad? Enajenarse: bebe alcohol, se droga. Y lo que siente es que no puede respirar. ¿Quiénes lo escuchan? No puede expresarse. La forma en que uno se mata carga un significado profundo, porque es la última representación de su existencia. Es una forma de resignificarse, un error, ya que podría hacerlo de otra manera, pero no tuvo las herramientas.
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La canción “Del cielo al infierno”, de Los Juglares, la banda de trova más famosa de Yucatán, fundada por Fernando Vadillo y José Vadillo en 1991, tiene una estrofa vinculada al suicidio, que dice: “Hoy te confieso: me arrepiento / fue un error / no seguir a tu lado. / Estoy pagando esa torpe decisión / no te imaginas cuánto”.
Fernando, de 47 años, toma café en el bar de su casa. Es de mañana. En la pared cuelgan la imagen de una guitarra y algunos dibujos de cantantes. El hijo de su hermano José —quien era voz y bajo de la banda— , Paulo Vadillo, se suicidó en 2021, a los 19 años. Antes de la entrevista, Fernando pone sobre la mesa las fotos de ambos: del lado izquierdo, Paulo sonríe, de pie en una lancha; del derecho, José viste el uniforme de Pumas de la unam con los pulgares levantados.
—Cuando Paulito tenía 13 años lo involucramos en el grupo. Nos ayudaba a armar el equipo de sonido, vender discos, editar videos. Él nos grababa, tenía cámaras para edición, tocaba la guitarra, componía sus canciones. Un tipo supertalentoso, mi sobrino —recuerda.
Fernando ve la fotografía. De pronto, se pasa las manos por el rostro, se enrojece.
Paulo era un chico alegre pero visceral. Cuando algo no le salía bien, cuando una limitación le impedía adquirir una necesidad material, imprecaba: “Odio la vida, me voy a matar”. Hacía contenido para redes sociales. En uno de los muchos videos que subió a YouTube, enlistaba 50 datos sobre él: no bebía alcohol, creía en Dios, tenía siete gatos, se molestaba por todo, su comida favorita eran las lasañas y las hamburguesas. Se consideraba introvertido y no asistía a fiestas. Era un chico alto y delgado, serio, de cabello a rape. En este examen a distancia nada revela una clara ideación suicida, fuera de las salidas de tono que recuerda su tío. Él mismo sospecha que los resortes de la decisión que tomó su sobrino fueron varios.
—En sus últimos días Paulo quería comprarse una computadora. Estaba desesperado por eso. Propuso vender su coche para comprarla y mi hermano le pidió que esperara a que las finanzas estuvieran mejor porque era pandemia. Se pelearon. También tuvo una noviecita de muchos años a la que le descubrió una infidelidad. Eso lo golpeó mucho. Si de por sí ya venía molesto con la vida, esto quizá lo terminó de afectar...
Fernando tiene razón: no puede haber un solo motivo. El suicidio es un fenómeno multifactorial con violencias y detonantes explícitos e implícitos. Los seres humanos somos icebergs: mostramos una diminuta porción de identidad. Algunos casos se inscriben en contextos de violencia y pobreza extrema, pero en casa de Paulo no había alcoholismo ni violencia intrafamiliar.
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Una noche Paulo tuvo un conflicto con sus padres. Era incontrolable cuando se enojaba y debían pasar horas, un día, antes de tranquilizarse. Tras discutir con su mamá y patear los platos de sus mascotas, que se rompieron, Paulo se encerró en su cuarto.
—En la madrugada bajó mi sobrino y se encontró con José [su padre] en la cocina —narra Fernando—. Le dijo: “Acá está el dinero de los trastes que rompí”. “No, Paulo, nadie te los está cobrando, tranquilo, ¿qué pasa, rey?”. Por más que mi hermano quería calmarlo, Paulo se encendía. Amenazó con irse. “Pues lárgate, cabrón, pero a partir de mañana comienzas a ir a terapia. Tienes que hacer algo contigo, porque estás mal”.
Paulo fue a una casa cercana en la que su mamá daba masajes terapéuticos. Había un cuarto extra en el que se alojaban visitas o el propio Paulo cuando se peleaba con sus padres. Conversó con algunos primos y pidió que fueran a verlo. En Mérida, a causa del covid-19, había toque de queda y nadie quiso poner en riesgo su seguridad. Solo su mamá tuvo un breve intercambio con él.
—Esa noche mi cuñada le dice: “Mañana nos vemos, hijo. ¿O por qué no nos vamos ya a la casa?”. Paulo contestó: “No, no, mañana cuando vengas no voy a estar acá”. “Está bueno, papi, nos vemos mañana”. Nadie pudo tener la lectura de que a un joven encabronado no hay que dejarlo solo. Al contrario: es cuando hay que estar con él, calmarlo, acompañarlo, lo que sea, pero esperar a que se le baje.
Esa noche Paulo recibió un mensaje de José. Le reclamaba su actitud, la tensión familiar. Paulo lo dejó “en visto”. A la mañana siguiente encontraron su cuerpo. Fernando recuerda a su hermano frente al volante, afuera de la casa, llorando y mirando hacia la calle. José amaba a su hijo con una fuerza brutal, su pérdida era irreparable.
—Llevamos a José con tanatólogos, psicólogos, psiquiatras, padres, terapia de constelaciones y no mejoró. Fue horrible verlo sufrir. En un viaje a Tampico lloró en el aeropuerto, en el avión, en el hotel. No había momento en el que no estuviera mal. Una noche nos pusimos a ver futbol, quise sacarle plática sobre los equipos. Apagamos la tele y escuché sollozos. “¿Qué pasa?”, le pregunté. “Mi hijo, cabrón, se murió mi hijo”. Abracé a mi hermano. Teníamos el aire acondicionado prendido, pero él sudaba. Cuando despertó, lo primero que hizo fue suspirar. “Mi mejor momento del día es dormir, porque sueño con él. Ahora solo siento dolor”.
Setenta días después de la muerte de Paulo, José falleció de un infarto.
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Rita Ortiz, de 61 años, pequeña, cabello negro y mirada dura, con el collar de una cruz católica, se define como una detective de las emociones. Su trabajo consiste en entrar en lo más profundo de la persona y descubrir en qué punto se inició la construcción de una idea en particular: la de quitarse la vida. Presencial y telefónicamente, Rita permanece con el paciente en crisis hasta tener garantías de que buscará atención médica. Ella estudió Suicidología en la primera generación del psiquiatra Gaspar Baquedano, una eminencia en el tema, que falleció en 2022.
—Siempre hay detonantes en la niñez: violaciones, abuso, traumas. Yo no le llamo “ideación”, sino “construcción” suicida. Es algo que toma tiempo, y en donde se suman los problemas que han atravesado en la vida —apunta Rita.
Conversamos en un parque de la colonia San Francisco Chuburná. Es una mañana bochornosa, arriba de los 30 °C. Hace dos días, el lunes 25 de septiembre, fue el aniversario luctuoso de Valeria, su hija menor, que se suicidó en 2018. Su historia es un compendio trágico de las problemáticas reconocibles alrededor de la alta incidencia de suicidios en el estado: negligencia psiquiátrica, falta de apoyos gubernamentales a las instancias y programas destinados a contener la crisis y el incumplimiento de lo establecido en la Ley de Salud Mental, publicada en 2018 durante el gobierno del priista Rolando Zapata, uno de los periodos que han registrado mayores irregularidades financieras en los últimos tiempos, si atendemos a las 31 denuncias presentadas por la Secretaría de la Contraloría General del Estado de Yucatán.
Adquiere la edición #229: Resurgir.
El trastorno límite de la personalidad de Valeria pasó por diferentes fases. En algunas ocasiones podía trabajar y disciplinarse con sus consultas; en otras, le costaba trabajo salir de su habitación. La mencionada ley, en su artículo 7, estipula que en Yucatán las personas como Valeria, con trastornos mentales graves, tienen derecho a recibir una pensión en un monto similar al de personas con discapacidad física.
Rita recuerda que, en 2018, sin ninguna formación u orientación, lo único que podía hacer por su hija era llorar. Valeria notaba su dolor e impotencia, lo que terminó afectándola. Siempre estaba sedada, sumida en largos periodos de sueño producto del clonazepam, el único medicamento que le recetaron. Cada tanto, luego de llorar y sentir malestar por horas, le sobrevenía un ataque y su madre llamaba a una ambulancia para que la internaran. Ese año Rita atravesaba otro duelo: finalmente había logrado separarse del papá de sus tres hijas. Vivió una relación abusiva de 30 años. Por las noches rezaba para que la situación mejorara.
—Durante los ataques, cuando lloraba con Valeria, me decía: “Mamá, no llores porque me siento culpable”. Cambié el modo: si había una crisis, me sentaba a un lado hasta que se le pasara. Era lo único que podía hacer. El papá no se hizo responsable. Cuando la internaban a las dos o tres de la mañana, le inyectaban algo fuerte para dormir. Ella así vivía. Yo soy creyente y en algún punto pensé: “Dios mío, no es vida ni para ella ni para mí. Lo único que puedo hacer es sufrir”. Ahora que he aprendido, trato de ayudar a la gente que se enfrenta a esto.
El 25 de septiembre de 2018, Rita se trasladó de su trabajo en una cocina económica a la casa donde vivía Valeria, quien acababa de independizarse. La encontró cerrada, las cortinas corridas, sin ruidos en el interior. Logró entrar con la ayuda de unos vecinos. En el documental Los bordes del abismo (2021), dirigido por Ariadna Medina, Juan de Dios Rath y Daniel Peraza, con testimonios de sobrevivientes de suicidio en Mérida y Uruguay, Rita narra ese momento preciso:
—Entro y corro hacia su cuarto [el de Valeria], que también estaba cerrado. Les digo a las personas que se tenían que detener porque ellos ya no podían hacer mucho por ella, y yo la quería ver, la quería atender. La cargo, la levanto, aunque ella era altita. Nunca corté las cuerdas; la desamarré poco a poco. La abrazo y la pongo en mi pecho. Lo único que se me ocurre decir es: “Jesús, hijo de David, ten compasión y misericordia de su alma. Tú me la diste estos 22 años y yo te la devuelvo, así como la vi nacer, te la entrego”. No me perdí en ningún momento. Les dije a las autoridades que me dejaran verla, despedirme, abrazarla. Me dicen: “Puede tomar el tiempo que necesite”. La beso, la peino, le jalo la ropa, porque la tenía alzada; le quito los zapatos, la abrazo y la pongo en mi pecho y le digo cuánto la amo, que la amo demasiado.
Tras aquello, Rita vivió un tiempo con otra de sus hijas. No podía comer ni dormir. El duelo por suicidio se considera uno de los más complejos, a causa de la carga de culpa que soportan los familiares y la gente cercana. Durante un tiempo Rita consideró que el suicidio de Valeria pudo evitarse, pues al llegar encontró un agua mineral recién comprada. El estudio “How Many People are Exposed to Suicide? Not Six”, encabezado por Julie Cerel y publicado por la Universidad de Kentucky en 2018, estima que un solo suicidio afecta hasta a 135 personas. Una parte de ellas considerará quitarse la vida.
Rita recuerda que su otra hija le dijo: “Mamá, Valeria ya está muerta. Pero tú no te puedes hundir. Tienes que estar aquí, fuerte, por nosotras”. Esas palabras resultaron vitales para que tomara la decisión de usar su experiencia como una plataforma de prevención de suicidios en el estado. Hoy es una suicidóloga reconocida que colabora con la Asociación Yucateca de Suicidología (AYUS), en los programas de prevención, y con Ancla de la Esperanza, en la ayuda de los sobrevivientes. En su mano derecha Rita usa una pulsera con un ancla: simboliza el peso de la esperanza para permanecer en la vida.
El psiquiatra de Valeria le dijo a Rita que su muerte era un hecho extraño porque “no era candidata para suicidarse”.
—Los psiquiatras no te miran a los ojos. Toman notas los 20 minutos que dura la consulta y no les importa si vivirás mañana. A mí me desmoralizó cuando el psiquiatra, tras dos meses, no sabía del suicidio de Valeria. Fui a su consultorio y me dijo: “Espérese hasta que termine todas las consultas”. Esperé horas y solo me atendió 10 minutos porque tenía “mucho que hacer”. Ni siquiera me dio el pésame.
Rita asegura que este es un problema común en Yucatán. Los psiquiatras del sistema de salud pública obvian la resolución del proceso terapéutico. A los pacientes se les niega la posibilidad de seguir con sus vidas, pese a que en su artículo 7 la Ley de Salud Mental sostiene que debe existir un programa integral para recuperar sus habilidades cognitivas y reinsertarse en el ámbito familiar. Cuando Arsenio Rosado fue nombrado director del Instituto de Salud Mental, surgieron denuncias en su contra por anomalías administrativas en el Cisame, violaciones a los derechos humanos, pruebas de medicamentos sin la aprobación de los pacientes (lo que violaba varias fracciones del mismo artículo de la ley), investigaciones científicas sin protocolos ni consejos de ética (a las cuales eran sometidos los usuarios sin dar autorización) y negligencia en los procesos de atención.
Acaso como una forma de responder a la falta de rumbo institucional y de continuidad en las políticas públicas, Rita forma parte de una trinchera de activistas que enfrentan la crisis del suicidio en Yucatán. Le reconforta acordarse de casos exitosos; algunos de los involucrados la contactan de nuevo para agradecerle. En otras intervenciones ha tenido que ser dura con los participantes por la ignorancia que existe sobre los trastornos mentales y la subestimación de la reincidencia del intento de suicidio. “Nunca —y estas son palabras muy utilizadas por los activistas— se debe ignorar a la persona con ideaciones”.
—Me llamó una señora porque su hijo se quería suicidar. “Mire”, le dije, “no tengo vehículo, pero si viene por mí con gusto la apoyo”. No vinieron porque hasta ese momento el chico solo tenía la idea. Le insistí esa vez: “Es importante que lo lleve a atención en este momento porque la situación puede empeorar”. Me ignoró. El sábado me llamó de nuevo, desesperada: “Mi hijo se quiso colgar”. “Desafortunadamente ya no la puedo ayudar”, contesté. “Lo único que puedo pedirle es que le diga a su hijo que se calme, que se baje del techo. Llévelo al [hospital] psiquiátrico para que lo valoren. Por nada del mundo lo deje solo en casa. Si usted se acuesta a dormir, si le cierra la puerta, mañana no lo va a ver”.
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“Los números de suicidios en el estado se deben, en parte, a que entregamos informes completos. ¿Cómo es posible que Guerrero no tenga un solo caso?”, cuestiona Mariana Rodríguez Molina, subdirectora de Salud Mental de la Secretaría de Salud de Yucatán (ssy). La subdirección está en la colonia Miguel Alemán, una de las más antiguas de Mérida. Es un edificio blanco con una sala repleta de pequeños cubículos.
Mariana sostiene que, durante el último periodo, el gobierno desarrolló varios proyectos para reducir las cifras: brigadas municipales, una línea de apoyo emocional (creada ante el incremento de la depresión por la pandemia de covid-19) y una aplicación electrónica cuyo fin es clasificar la depresión en cinco niveles.
“Más que acabar con los suicidios, queremos acabar con el dolor de las personas. La persona que se mata no quiere morir, sino escapar de lo que siente. Ellos entran en algo llamado ‘visión túnel’”, explica Mariana. En psicología, la visión túnel es un efecto que impide a alguien con depresión o ansiedad, o que se enfrenta a una amenaza inminente, notar los estímulos del entorno. Solo piensa en escapar. Es una visión estrecha y negativa de la realidad que maximiza el sufrimiento. Casi siempre está acompañada por trastornos mentales, estrés, abuso de sustancias, falta de empleo y soledad. Según la lista de casos obtenida por Transparencia, en los últimos tres años, 80% de los casos de suicidio se concentraron en los hombres, porque ellos presentan mayor dificultad para expresar emociones y buscar ayuda médica.
Hasta noviembre de 2023, con cinco años de haberse lanzado, la aplicación tenía registrados a 60 000 usuarios. En los últimos años (2021, 2022 y 2023), Salud Mental ha formalizado la práctica de contactar a quienes presentan mayor riesgo —los últimos dos niveles de la escala—. Lo mismo hace con quienes pierden familiares por suicidio: una brigada las visita para ofrecerles atención psicológica. “Cuando vamos a ver a las familias, nos piden que no digamos nada, que el pueblo no se entere. Sin embargo, sí siento que estamos avanzando en sensibilizar a las personas”, asegura la subdirectora. En 2023, Mérida es el municipio que registra el mayor número de casos.
Hay un programa más, llamado Código 100, tomado de España, que busca capacitar a los diferentes niveles de gobierno en contención y canalización en todo México. Engloba a las policías estatales y municipales, los “sospechosos comunes” de minimizar las ideaciones y los intentos de suicidio. Según el Programa Nacional para la Prevención del Suicidio del gobierno federal, Código 100 es “un sistema de apoyo a la toma de decisiones clínicas en el comportamiento suicida en hospitales generales o centros de atención dentro de las redes integradas del sistema de salud”. Para los activistas, es una falacia. Les parece imposible que un programa que no se ajusta a las características culturales de Yucatán logre sensibilizar a los médicos, asistentes y funcionarios que operan en los diferentes niveles de atención.
Los dos psicólogos encargados de implementar el Código 100 en el Hospital General Agustín O’Horán, Wilbert Romero y María del Carmen Quiven, enfrentan, dicen, problemas presupuestales para aplicarlo en Yucatán. Ambos son jóvenes, menos de 50 años, y están vestidos de negro, como si vinieran de un funeral. Enfrente, en un pizarrón blanco, hay un diagrama con la organización del hospital: cirugías, neonatales, cuidados intensivos; en ninguna parte encuentro las palabras “suicidio” o “intento suicida”. Ambos hablan pausando, midiendo las respuestas.
Ante un intento de suicidio que llega al hospital público más concurrido de Yucatán, el paciente es sometido a una entrevista. Si pueden interrogarlo, se procede a la canalización, y tendrá un seguimiento si la idea de matarse es persistente. Pero si las ideas se esfuman de un momento a otro, o si miente, lo mandan a casa. Wilbert reconoce que el programa está hecho para un espacio como el psiquiátrico local, y no para un hospital público de atención general. Ha resultado difícil capacitar a las cerca de 3 000 personas que trabajan allí. “Hemos tenido que modificar muchas cosas —agrega Wilbert—. Por ejemplo, cuando el paciente llega con un intento grave y está inconsciente, lo intuban y no hay manera de hablar con él. ¿Cómo lo valoramos? Nosotros no atendemos prevención. Aquí llegan cuando ya se abrieron, se colgaron, tomaron algo”.
Continúa María del Carmen: “Son dos tamizajes [un espectro para medir la conducta suicida con entrevistas]. Primero en urgencias, luego en lo que resulte de sus citas. Un paciente que entra por intento de suicidio activa el Código 100 y se les da cita lo más pronto porque están deprimidos y necesitan atención. Una psicóloga se encarga de darles seguimiento. Les llamamos si no asisten”.
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Me he inscrito en un curso que, espero, me ayudará a entrever un sentido entre tanto dolor. O al menos, a aterrizar los testimonios. Estoy sentando en un mesabanco amarillo, como de secundaria, en un salón de clases con carteles coloridos, colgados de la pared, de las células animal y vegetal. Mientras tengo las señales más elementales de la vida enfrente, aprendo sobre la muerte. Estamos a inicios de octubre, en el Instituto Educativo David Alfaro Siqueiros, en Mérida.
—Mi papá se suicidó y mi familia lo ocultó por años. Luego supe que hay más casos —dice un chico.
Se trata del primer curso organizado por la ayus y el colectivo Somos Periodistas. Está dirigido a medios de comunicación. El objetivo, mencionaba un correo, es frenar la información que no muestra empatía por los sobrevivientes. La ayus se constituyó legalmente en 2023, año en que el estado registró la mayor incidencia de suicidios en México. Está conformada por psicólogos, psiquiatras y sobrevivientes.
—Yo vine porque en la adolescencia se suicidó uno de mis amigos y tardé mucho tiempo en entender el porqué —dice una chica.
Edgardo Flores, presidente de la ayus, dice que el fin de las cuatro sesiones es consolidar una primera generación de periodistas que cubran el suicidio de manera responsable y frenen el “efecto Werther”, un fenómeno de propagación del suicidio a partir de réplica o imitación de lo que se difunde en los medios amarillistas y la nota roja. El nombre proviene de una novela de Goethe, titulada Las penas del joven Werther, en la que el protagonista se suicida tras una decepción amorosa. El libro produjo una oleada de suicidios en Alemania: los cuerpos de los jóvenes estaban vestidos igual que Werther, con el libro en el bolsillo. Y yo pienso en este momento en lo que me confió Rita Ortiz: luego del suicidio de su hija, la prensa intentó entrar a su casa para tomar fotografías.
—El suicidio en Yucatán es un fenómeno enmarcado en violencias no atendidas —continúa Edgardo—. Las estadísticas que tenemos son la obesidad (que pareciera no estar relacionada, pero también es un impacto), discriminación, abuso sexual infantil y los salarios más bajos del país. Yucatán es un estado con clasismo y dificultades para el acceso a la vivienda. Nunca hay una sola causa. El suicidio es multifactorial.
Con tal descripción del estado de alerta puedo entender mejor la urgencia tras las palabras de un miembro de la ayus al que contacté pronto en la investigación. Es el psicólogo Alfredo Rodríguez: “Yucatán tiene una Ley de Salud Mental (creada en 2018 y reformada en 2019) que establece la creación de coordinaciones de Salud Mental en cada municipio del estado. Tendría que existir un psicólogo en cada centro de salud. Nada de eso ha ocurrido, la ley no funciona como debería. Y eso nos lleva a la pregunta: ¿en qué están invirtiendo los recursos públicos?”. Esa cuestión no la averiguaremos aquí, pero al menos nos acercaremos a conocer cuánto no se está invirtiendo: la Ley de Salud Mental establece que la atención a los trastornos mentales debe recibir 7% del presupuesto total de Salud; sin embargo, en 2023 se ejerció poco más de la mitad de esa proporción. Una solicitud de información dirigida a la ssy reflejó que solo se invirtió cerca de 3.9%.
Las cifras se superponen mientras regreso al salón de clases. “Por el contrario, queremos fomentar el ‘efecto Papageno’, [que toma su nombre de] un personaje de la obra La flauta mágica, de Mozart, quien habla sobre los valores de la vida y su importancia”, sigue Edgardo.
A lo largo de cuatro semanas, cada sábado, en este salón pasarán psicólogos y sobrevivientes. Vendrá Marilú Ancona junto con Rita para contar sus experiencias. Edgardo nos presentará un manual sobre el manejo de la información y la responsabilidad de los reporteros basado en recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud. Varios puntos me llaman la atención: 1. nunca debe escribirse “cometió suicidio”, pues no se trata de un delito, y hay que usar un “lenguaje seguro que no estigmatice” (suicidarse, morir por suicidio, violencia autodirigida); 2. el cuidado con los sobrevivientes: las entrevistas deben partir desde la empatía; 3. siempre pensar en el objetivo del mensaje. En la segunda sesión sabré que Presidio, el portal de nota roja, amenazó con demandar a la ayus cuando criticó su falta de profesionalismo.
En la penúltima sesión se desata una discusión. Un académico, a quien luego expulsan, alega que nuestra responsabilidad es entrar a las redacciones para frenar el amarillismo y forzar a los directores de los medios a tomar una postura. El grupo se voltea en su contra, rebatiendo cada uno de los puntos que arroja sin notar siquiera que interrumpe a Marilú y Rita, dos sobrevivientes, cuando hablan del suicidio de sus hijos. Al final de la sesión me acerco a ellas.
—¿Cómo vas con el reportaje? —pregunta Rita. Marilú sonríe.
Les interesa este esfuerzo: es un aporte, entre tantos, para que las cosas mejoren, para comprender mejor. Pero a mí me interesan ellas. Salgo al calor abrasador pensando en una escena que contó Marilú: después de semanas encerrada, lidiando con un dolor sin nombre, su esposo le preguntó si quería algo de la calle. Por primera vez dijo que sí. Fue una señal: la vida continuaba.
—Con los ojos llorosos, le dije a mi marido: “¿Me traes un caramel macchiato?” —recordó Marilú, y las cosas, al fin, comenzaron a cambiar.
Este reportaje se realizó con el apoyo de la Fundación W. K. Kellogg.
Más sobre la edición impresa #229: «Resurgir».
MERIDA, YUCATÁN, ABRIL 3, 2024: El vestido de Valeria, hija de Rita Ortiz (61), reposa de un hamaquero como recuerdo en su cuarto. La muerte de su hija inspiró a Rita en especializarse en tanatología y suicidiología y ahora forma parte de una trinchera de activistas que enfrentan la crisis del suicidio en Yucatán. Fotografía: Luis Antonio Rojas para Gatopardo.
Yucatán, el estado más seguro de México, ocupa el primer lugar en incidencia de suicidios a nivel nacional. ¿Cómo se llegó a esto? ¿Es un asunto del “alma yucateca”?, ¿de su historia? ¿La falla está en el sistema de salud pública? Las respuestas, más bien, las tienen los sobrevivientes, familiares y amigos de quienes se quitaron la vida.
Lourdes, la joven conductora de Uber, fija sus ojos en los míos desde el espejo retrovisor del Jetta negro. Es una tarde de noviembre de 2023 en Mérida, Yucatán. Escuchamos uno de esos programas de radio que a lo largo del mes —en el que se celebra Día de Muertos— se han enfocado en fenómenos paranormales: apariciones, aluxes, una mujer muerta en un accidente en la carretera Mérida-Cancún que, de súbito, se quitó de encima la sábana azul del forense.
—¡Ay, güey!, ¿te imaginas que estés ahí y lo veas? ¡Me cago! —Lourdes reacciona, aunque su ánimo pronto se vuelve más introspectivo—. Una ya no sabe si llegará a su casa. O si ahí nos recibirán las personas que amamos. La vida es un azar —dice, y noto que pasamos justo por debajo del puente en el kilómetro 33 del Periférico, desde cuyo borde, a unos 12 metros de altura, dos días atrás, una chica saltó al vacío. Iluminada solo por las luces encendidas de un tráiler, sin cerco perimetral ni policías en escena, su muerte quedó en video.
Grabaciones y fotografías de suicidios han proliferado en los últimos meses. El 11 de septiembre de 2023, el medio Presidio hizo una transmisión en vivo: un hombre de 31 años apareció colgado de la rama de un flamboyán, un árbol típico de la península, en la avenida Itzaes de Mérida (“Le pusieron una sábana de Navidad para cubrirlo”, dijo el reportero). El mismo medio se encargó de recordar que el 3 de agosto anterior se había hallado a otro ahorcado, de 41 años, en el interior de una secundaria federal en Yucalpetén. El 2 de marzo, una mujer y su hija descubrieron a un ahorcado más en el parque San Cayetano. Un mes más tarde, dos niños del municipio de Peto buscaban un papalote cuando se toparon con un cadáver suspendido de un árbol. Tras una búsqueda en Google, que arroja decenas y decenas de notas y casos, llama la atención un comentario en Facebook: “¿Por qué el Gobierno no está hablando de esto como se debería?”.
—¿Tú a qué te dedicas? —me pregunta Lourdes. Quiere pasar a temas menos escabrosos.
—Trabajo en un reportaje sobre el suicidio en Yucatán.
—Qué curioso —responde Lourdes bajando la voz—. Mi pareja se suicidó hace ocho meses. Estaba deprimida y nunca se atendió. La encontré al regresar del trabajo.
Entra aire frío por la ventana trasera y el sol está cubierto de nubes grises. Lourdes narra que su pareja tenía 37 años y una hija de 12 producto de una relación anterior, que su familia la maltrató cuando se declaró bisexual, que ella no esperaba que se suicidara porque “no pensé que dejara a su hija sola”. Una noche, luego de una fiesta en la que bebió alcohol, la pareja de Lourdes gritó: “¡Estoy harta de todo!”, y se encerró en el baño. Ella la encontró al volver del trabajo. Luego del hecho, la vida de Lourdes consiste en dormir, comer, bañarse y manejar por la ciudad. El mismo ciclo, día tras día.
—Solo te pido que no des mi nombre real ni más detalles. Es por respeto a su familia. Quiero proteger su memoria. Ahora puedo hablar de su muerte, pero me costó trabajo.
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Medios de comunicación, agentes inmobiliarios, clase empresarial o el gobierno de Yucatán impulsan por igual, a la menor oportunidad, la reputación del estado como un “paraíso”. Una especie de excepción a las múltiples problemáticas nacionales. La capital, Mérida, con casi un millón de habitantes (2020), de los cuales 220 274 se encuentran en condición de pobreza, es la cuarta mejor ciudad del mundo para vivir —o al menos así la nominó una muy conocida revista de turismo internacional—. El panorama se redondea con los datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública: es el estado que exhibe el menor número de homicidios en el país.
No faltan indicadores para inferir que Yucatán es la entidad más competitiva del sureste mexicano. Tampoco para sospechar que hay problemas en el paraíso. Y es que en este polo turístico, una planicie de selva baja cuya temperatura asciende a los 40 °C en verano, se registra la mayor incidencia de suicidios en México: 15.4 por cada 100 000 habitantes en 2022, con una media nacional de 6.4, según las Estadísticas de Defunciones Registradas del Instituto Nacional de Estadística y Geografía.
Pero en Yucatán sucede algo: el número de suicidios depende de la institución a la que se le pregunte; es decir, puede ser reflejo de particularidades en el sistema burocrático, político y de salud pública local. Una solicitud de información remitida por Gatopardo a la Fiscalía General del Estado arrojó que 341 personas se suicidaron en 2021, 381 en 2022 y 91 en 2023. Por su parte, los Servicios de Salud de Yucatán registran 264 en 2021, 213 en 2022 y 199 en 2023. Las variaciones entre las cifras de ambas instituciones pueden superar los 100 casos. Otra de nuestras solicitudes, remitida al Centro Integral de Salud Mental (Cisame), reveló un incremento de 183% en los casos de depresión, al pasar de 2 577 en 2022 a 7 305 en 2023, y un aumento en el consumo de medicamentos para tratar ansiedad y depresión.
Baile de cifras aparte, aquí abordaremos la carga multifactorial que ha dado forma a lo que, al menos, puede calificarse como una crisis de suicidios en Yucatán. ¿Por qué en un estado con tan buenas perspectivas de desarrollo, aparentemente al margen de las más obvias manifestaciones de descomposición social, alguien se quita la vida cada 36 horas? ¿Cuáles son las violencias ocultas tras el fenómeno? ¿Qué hacen las instituciones? ¿Quiénes luchan por frenar la crisis? ¿Cómo se avanza en medio del vacío que deja un ser querido que se suicida?
—En el estado hay un gravísimo factor: la pobreza. Por otro lado, está la falta de servicios capacitados para atender a la población. Son pocos, pero muy pocos, los médicos capacitados en suicidio. El aumento de casos tiene al menos 50 años —dice, vía telefónica, Yolanda Armendáriz, psiquiatra especializada en suicidio y tanatología.
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En 2018, Yolanda estudió el fenómeno del suicidio en los 106 municipios del estado. Entrevistó a decenas de familias para identificar factores de riesgo. Según su diagnóstico, las condiciones de marginalidad propician la incidencia de suicidios, que se suman a la falta de programas permanentes y al hecho de que los directivos médicos pronto se vuelven políticos y pierden la perspectiva de los datos. La investigación “Aspectos demográficos y socioculturales asociados al suicidio en población del estado de Yucatán”, publicada en la Revista Mexicana de Psiquiatría y Salud Mental en 2021, firmada por Yolanda y compañía, aborda la carga negativa que existe en torno a los suicidas y sus familiares. En los municipios y comisarías se queman sus ropas o los árboles donde se ahorcaron para “evitar una influencia demoniaca”. La palabra “suicidio” suele ser tabú y los velorios se realizan en la clandestinidad, bajo una mezcla de vergüenza y culpa. Yolanda lo sabe porque entró a las casas, observó las condiciones y percibió el dolor de los familiares.
—Luego de mi estudio me quedé con esta idea: si un directivo médico, si un político fuera a hacer entrevistas a las familias sobrevivientes de un solo caso de suicidio, si se sentara a dialogar con los sobrevivientes, entendería el fenómeno. Las condiciones de pobreza son alarmantes. Son historias de hombres y mujeres muy jóvenes.
No parece existir interés institucional en frenar, o al menos en abordar abiertamente, un fenómeno que se agrava cada año. Los medios dan una cobertura amarillista, con imágenes y datos explícitos que vulneran la integridad de los seres queridos. Entretanto, sobrevuela de forma inevitable una pregunta: ¿quién no ha pensado en quitarse la vida?
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Sentada en una mecedora de mimbre en la sala de su casa-consultorio, frente a una mesa de centro con un cenicero repleto de dulces, Marilú Ancona, de 69 años, psicóloga, activista, mueve suavemente las manos, como si nadara en el pasado, cuando recuerda el esfuerzo para formar grupos enfocados en la atención de los sobrevivientes de un suicidio. “Posvención”, su especialidad, es un enfoque de la psicología orientado a reducir los efectos negativos del trauma. El fenómeno del suicidio se contagia entre los familiares, que son los más vulnerables por la carga de culpabilidad y los más propensos a quitarse, a su vez, la vida.
—La situación de los allegados es dolorosa; a eso se suma el tabú social, las creencias religiosas, el desprestigio cultural. Todo maximiza el dolor. Una persona que atraviesa un duelo por suicidio vive una montaña rusa. Si no se tratan estas problemáticas, el duelo puede derivar en que atenten contra su vida. Ninguna institución trabaja con ellos. Los trabajos de posvención evitan que el duelo se vuelva patológico.
Su hijo Jorge se suicidó hace una década, a los 37 años. Durante el duelo inicial, Marilú se aisló, bajó de peso, perdió cabello y dejó de dormir. Los primeros tres meses fueron los peores porque pasó días completos encerrada, con las luces apagadas, sin responder llamadas ni mensajes. Jorge atravesaba una separación sentimental, y ella notó algunos gestos que en principio no apuntaban hacia nada grave, pero después se transformaron en culpa. Él era contador, un adulto funcional, nunca se mostró deprimido y no asistía a consultas psicológicas.
—En las últimas fechas Jorge aumentó el consumo de alcohol. Esa fue una señal de alerta junto con otros dos factores: vivía solo y estaba separado. Unos días antes me dijo: “Mamá, se paró un camión de mudanzas y se llevaron todo”. Había perdido mucho por la separación. “¿Todo?”, pregunté. “Sí, todo”. “¿Hasta la lavadora?”. “También”. “¡Bobo, nosotros te regalamos la lavadora!”. Eso pasó un jueves y el viernes se quitó la vida. Aparentemente no dio ninguna señal. Luego, en retrospectiva, te das cuenta —reflexiona Marilú.
(Un dato que aporta la doctora Laura Hernández, del Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales de la UNAM: deshacerse de lo material se da en nueve de cada 10 casos de ideación suicida.)
Quince días después de la tragedia, Marilú volvió al trabajo. En aquella escuela llevaba impartiendo clases 29 años, pero igual se enfrentó a la marginación de sus colegas: la esquivaban en los pasillos, evitaban hablar con ella en las oficinas. Jorge había sido alumno y su suicidio se publicó en el periódico. Nadie supo qué decirle. Marilú estaba fuera de sí. Seguir trabajando fue un intento por asumir que Jorge ya no estaría nunca más, pero que la vida seguía. Sin embargo, al cabo de unas semanas, la despidieron. Ella decidió encarar el duelo; estudió Tanatología y Suicidología.
En su búsqueda de otros padres que perdieron hijos, Marilú encontró en internet al grupo Renacer, fundado en Argentina. Renacer tiene una sede en Ciudad de México, y por teléfono dio con Eduardo, un yucateco que trabaja de payaso con el nombre artístico de Bolitas, cuya hija murió en un accidente de auto. Tenían un deseo común: abrir un grupo de duelo en el estado, y se organizaron para lograrlo. Al paso de los años, Marilú notó que las características del duelo por suicidio son particulares: la carga de vergüenza y culpa suelen ser brutales. Eduardo se quedó a cargo de Renacer, y ella, apoyada por otras sobrevivientes, fundó Ancla de la Esperanza, un grupo exclusivo para quienes perdieron a alguien por suicidio. Marilú ha estado al frente por cinco años. Es el único en su tipo que existe en la entidad.
Apenas hace cuatro décadas, la Iglesia prohibía que un suicida se enterrara en camposanto porque estaba “condenado”. Los sacerdotes se negaban a oficiar misas por su alma. La vida se consideraba un fruto sagrado y el que se la arrebataba, sin el consentimiento de Dios, era un pecador. Hoy, Ancla de la Esperanza se reúne en la Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús, en Mérida, los martes por la noche. Es un grupo de ayuda grupal en el que se aprende a sortear el duelo y recordar con amor a quienes ya no están. Se esquiva la pregunta “¿por qué?”, pues los únicos que tienen la respuesta han desaparecido.
En los municipios y comisarías se queman las ropas de los suicidas o los árboles donde se ahorcaron para “evitar una influencia demoniaca”. La palabra “suicidio” suele ser tabú y los velorios se realizan en la clandestinidad, bajo una mezcla de vergüenza y culpa.
—Recuerdo a mi hijo con sus gustos terribles: le encantaba Jim Morrison, Tarantino. Una vez fuimos al cine a ver algo que nos recomendó. Cuando regresamos me dijo otro hijo: “¿Por qué le hicimos caso a Jorge, si le gusta pura porquería?”. Ahora ya nos reímos. Vamos a una tienda y le digo a mi esposo: “¿Qué camisa escogería Jorge?”. “Esa”, me dice, apuntando a la más fea. Está presente, pero con puro amor, sin dolor. Esa es la idea: uno entiende que no va a regresar nunca. Entonces, ¿qué puedo hacer? Ayudar a otras personas. Eso me hace sentir que puedo aportar algo sobre este gran problema de salud pública.
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—Cuando entra una llamada, digo: “¿Sí?, ¿bueno?, salvemos una vida”. Por la hora, ya sé a qué atenerme. Al otro lado de la línea puedo escuchar llantos, gritos, una respiración entrecortada —dice José Luis Vales.
Delgado, ojos claros, con poco más de 70 años, José Luis es psicólogo y, con 28 años de trayectoria, uno de los integrantes de Salvemos una Vida, una red de apoyo para personas con ideación suicida. Los servicios de la red incluían consultas psicológicas gratuitas; incluso había una sede en el centro de Mérida. Hoy el espacio está en remodelación. La casa sufrió robos, tiene un techo con huellas de humedad y carece de agua y luz. Lo único que sobrevive es la línea de apoyo que José Luis atiende 24 horas al día (padece un trastorno del sueño que ya está atendiendo). Un hombre que siempre contesta el teléfono, a mitad de una ciudad con casi un millón de habitantes. Posee una clara postura religiosa, que lo enorgullece. Su labor es de contención.
La sala en la que estamos con José Luis está flanqueada por vitrinas con figuras de mampostería: vaqueros, querubines, cruces. Algunas motas de polvo flotan lentamente, iluminadas por un raudal de luz que entra por la ventana. Sobre su escritorio hay decenas de engargolados. Muestra algunos: son compendios de notas de suicidio de años recientes que recortó del Diario de Yucatán, uno de los medios más conservadores en el estado. Hay imágenes en blanco y negro de hombres colgados y titulares revictimizantes: “Tomó la puerta fácil”, “Se suicida por desamor”, “No llegó al Año Nuevo”. Las imágenes nos llevan a corroborar algo: más de 70% de los casos son por ahorcamiento. En el último año se registraron 194 casos de asfixia de un total de 208 suicidios, según datos obtenidos por medio de una solicitud de información vía Transparencia.
José Luis presume que Salvemos una Vida son los “number one” en atender la crisis de suicidios en Yucatán. Año tras año ha sido testigo de los incrementos en las cifras y de programas que nacen y mueren dependiendo de los políticos en turno. Nada ha cambiado. Él recuerda un caso, en 2017, que fue determinante en su decisión de encauzarse en otro nivel de atención: las infancias.
—Fue por una chiquita de diez años que se suicidó en Temozón. Yo le puse María porque el periódico omitió su identidad. Tenía una hermana de siete años, su papá siempre llegaba alcoholizado y peleaba con la mamá. Gritos, golpes. Ella se asustaba y protegía a su hermana, iban a refugiarse con los vecinos. Una vez la niña les dijo: “Si siguen peleando, me voy a matar”. Todo el mundo lo sabía en el pueblito porque la niña lo gritaba. ¡Era bola cantada! ¡Ya se sabía!
José Luis se levanta y busca en el escritorio. Caen papeles. Muestra un ejemplar de la revista Newsweek en español, en la que homenajean su labor.
—Para que cheques nuestra trayectoria. Notamos, cuando salió este número de la revista, un incremento en los niños. Es algo que hasta la fecha me cuesta trabajo creer, pero me consta: he atendido a niños de 11 años, de 12, de 13. Ni siquiera adolescentes. Y fui notando que venía bajando la edad de los suicidas desde 2009, por allá. Entre los adultos, quienes más se matan son los hombres. Las mujeres lo intentan más.
José Luis abre una libreta en la que marca los horarios de las llamadas: T de tarde, N de noche, M de madrugada. Las letras se ven mal trazadas, como si las hubiera escrito justo después de despertar. Sus apuntes reflejan jornadas con seis, ocho y 10 llamadas. En los meses de pandemia, recuerda, podían ser hasta 20.
—Me han hablado de todos lados…, de Estados Unidos y Francia. Pon tú, una llamada a las dos de la mañana, una en la que me digo: “Esto es de emergencia”. Contesto y me dicen: “Señor, gracias. No contestó la línea fulana de apoyo, no me contestó la que está en internet, no me contestó la línea de emergencia del gobierno. Usted fue el único”. Por eso no necesito que me echen flores, yo solito me las echo —comenta José Luis y muestra los tres números de emergencia que maneja en dos teléfonos y una tablet. El más reciente en el que se le puede contactar es el 075.
José Luis hace preguntas para dibujar mentalmente a quien se encuentra del otro lado: “¿cuántos años tienes?, ¿dónde vives?, ¿tienes pareja o hijos?”. Y la más importante: “¿qué harás mañana?”.
Apenas hace cuatro décadas, la Iglesia prohibía que un suicida se enterrara en camposanto porque estaba “condenado”. Los sacerdotes se negaban a oficiar misas por su alma. Hoy, Ancla de la Esperanza se reúne en la Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús, en Mérida, los martes por la noche. Es un grupo de ayuda grupal en el que se aprende a sortear el duelo y recordar con amor a quienes ya no están. Se esquiva la pregunta “¿por qué?”, pues los únicos que tienen la respuesta han desaparecido.
No niega su postura religiosa; se considera un hombre de la vieja escuela.
—Soy católico aquí y en China. Me da orgullo decirlo. Aun así, tengo amigos judíos, agnósticos, testigos de Jehová. La clave es el respeto, ¿verdad? —sobre esa línea, me habla de un eclipse de sol que sucederá en unos días—: El eclipse es una señal de que la Iglesia enfrenta peligros. Hay malos sacerdotes que quieren hacer cosas que van en contra del dogma: que se casen los homosexuales por la Iglesia, que haya mujeres sacerdotes, que se quiten los hábitos de vestimenta de los padres. ¡Una serie de aberraciones, ca’ón, que van en contra de la doctrina católica!
—José Luis, ¿por qué aquí se concreta tanto el suicidio?
—Los yucatecos son gente buena que se traga sus problemas hasta que explotan y son susceptibles al suicidio. Explotan por no vengarse, por no atacar, por no matar. Además, están sus orígenes. ¿Sabías que los mayas tienen a Ixtab, la diosa del suicidio?
Ixtab nunca fue la diosa de los suicidas. Hace años se consideraba que su representación era una alegoría de la muerte por ahorcamiento. Sin embargo, el estudio “Desmitificación del contexto cultural del suicidio entre los mayas prehispánicos”, publicado por Cuicuilco Revista de Ciencias Antropológicas en 2020, niega su existencia. Sus menciones habían sido instrumentalizadas por misioneros con el objetivo de emitir juicios racistas contra la población indígena. En la actualidad es reconocida como una deidad de la luna. Donde el mito no llega, los estudios culturales lo intentan.
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Víctor Fernández es musculoso, de cabello largo, y tiene varios tatuajes. Sobresalen dos cuchillos en sus antebrazos y unas ondulaciones en tinta negra bajo su oreja. A sus 34 años es maestro en Teoría Crítica con especialidad en Estética. Dedicó una parte de su tesis al suicidio de su amigo Omar, y dirige el Centro Cultural Lorca, en la colonia Gran San Pedro Cholul. Para Víctor, la crisis del suicidio se perfiló desde principios del siglo xx, cuando la economía de la entidad pasó de un preponderante sector primario a uno terciario, un proceso que quedó marcado por la decadencia de la industria henequenera y la pérdida de identidad cultural en la población. Tomemos en cuenta que Yucatán es el tercer estado con más hablantes de lengua indígena, pero también el primero en discriminación, con una prevalencia de 32.1%, según la Encuesta Nacional sobre Discriminación 2022. Víctor elabora: el ahorcamiento por soga, el principal método de suicidio, es una metáfora sobre los diferentes niveles de opresión que ahogan a la sociedad. Simboliza los restos del resentimiento por la explotación henequenera en la región.
—Un sujeto explotado, endeudado, sale hasta la madre del trabajo. Se mueve en transporte público y tarda dos horas en llegar. En ese transcurso, en que sale cansado, aturdido, está en un horno, en uno de los estados más calurosos de México. Su casa es de techo bajo, comprada por Infonavit. Otro horno. ¿Qué le queda a ese sujeto para olvidar la realidad? Enajenarse: bebe alcohol, se droga. Y lo que siente es que no puede respirar. ¿Quiénes lo escuchan? No puede expresarse. La forma en que uno se mata carga un significado profundo, porque es la última representación de su existencia. Es una forma de resignificarse, un error, ya que podría hacerlo de otra manera, pero no tuvo las herramientas.
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La canción “Del cielo al infierno”, de Los Juglares, la banda de trova más famosa de Yucatán, fundada por Fernando Vadillo y José Vadillo en 1991, tiene una estrofa vinculada al suicidio, que dice: “Hoy te confieso: me arrepiento / fue un error / no seguir a tu lado. / Estoy pagando esa torpe decisión / no te imaginas cuánto”.
Fernando, de 47 años, toma café en el bar de su casa. Es de mañana. En la pared cuelgan la imagen de una guitarra y algunos dibujos de cantantes. El hijo de su hermano José —quien era voz y bajo de la banda— , Paulo Vadillo, se suicidó en 2021, a los 19 años. Antes de la entrevista, Fernando pone sobre la mesa las fotos de ambos: del lado izquierdo, Paulo sonríe, de pie en una lancha; del derecho, José viste el uniforme de Pumas de la unam con los pulgares levantados.
—Cuando Paulito tenía 13 años lo involucramos en el grupo. Nos ayudaba a armar el equipo de sonido, vender discos, editar videos. Él nos grababa, tenía cámaras para edición, tocaba la guitarra, componía sus canciones. Un tipo supertalentoso, mi sobrino —recuerda.
Fernando ve la fotografía. De pronto, se pasa las manos por el rostro, se enrojece.
Paulo era un chico alegre pero visceral. Cuando algo no le salía bien, cuando una limitación le impedía adquirir una necesidad material, imprecaba: “Odio la vida, me voy a matar”. Hacía contenido para redes sociales. En uno de los muchos videos que subió a YouTube, enlistaba 50 datos sobre él: no bebía alcohol, creía en Dios, tenía siete gatos, se molestaba por todo, su comida favorita eran las lasañas y las hamburguesas. Se consideraba introvertido y no asistía a fiestas. Era un chico alto y delgado, serio, de cabello a rape. En este examen a distancia nada revela una clara ideación suicida, fuera de las salidas de tono que recuerda su tío. Él mismo sospecha que los resortes de la decisión que tomó su sobrino fueron varios.
—En sus últimos días Paulo quería comprarse una computadora. Estaba desesperado por eso. Propuso vender su coche para comprarla y mi hermano le pidió que esperara a que las finanzas estuvieran mejor porque era pandemia. Se pelearon. También tuvo una noviecita de muchos años a la que le descubrió una infidelidad. Eso lo golpeó mucho. Si de por sí ya venía molesto con la vida, esto quizá lo terminó de afectar...
Fernando tiene razón: no puede haber un solo motivo. El suicidio es un fenómeno multifactorial con violencias y detonantes explícitos e implícitos. Los seres humanos somos icebergs: mostramos una diminuta porción de identidad. Algunos casos se inscriben en contextos de violencia y pobreza extrema, pero en casa de Paulo no había alcoholismo ni violencia intrafamiliar.
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Una noche Paulo tuvo un conflicto con sus padres. Era incontrolable cuando se enojaba y debían pasar horas, un día, antes de tranquilizarse. Tras discutir con su mamá y patear los platos de sus mascotas, que se rompieron, Paulo se encerró en su cuarto.
—En la madrugada bajó mi sobrino y se encontró con José [su padre] en la cocina —narra Fernando—. Le dijo: “Acá está el dinero de los trastes que rompí”. “No, Paulo, nadie te los está cobrando, tranquilo, ¿qué pasa, rey?”. Por más que mi hermano quería calmarlo, Paulo se encendía. Amenazó con irse. “Pues lárgate, cabrón, pero a partir de mañana comienzas a ir a terapia. Tienes que hacer algo contigo, porque estás mal”.
Paulo fue a una casa cercana en la que su mamá daba masajes terapéuticos. Había un cuarto extra en el que se alojaban visitas o el propio Paulo cuando se peleaba con sus padres. Conversó con algunos primos y pidió que fueran a verlo. En Mérida, a causa del covid-19, había toque de queda y nadie quiso poner en riesgo su seguridad. Solo su mamá tuvo un breve intercambio con él.
—Esa noche mi cuñada le dice: “Mañana nos vemos, hijo. ¿O por qué no nos vamos ya a la casa?”. Paulo contestó: “No, no, mañana cuando vengas no voy a estar acá”. “Está bueno, papi, nos vemos mañana”. Nadie pudo tener la lectura de que a un joven encabronado no hay que dejarlo solo. Al contrario: es cuando hay que estar con él, calmarlo, acompañarlo, lo que sea, pero esperar a que se le baje.
Esa noche Paulo recibió un mensaje de José. Le reclamaba su actitud, la tensión familiar. Paulo lo dejó “en visto”. A la mañana siguiente encontraron su cuerpo. Fernando recuerda a su hermano frente al volante, afuera de la casa, llorando y mirando hacia la calle. José amaba a su hijo con una fuerza brutal, su pérdida era irreparable.
—Llevamos a José con tanatólogos, psicólogos, psiquiatras, padres, terapia de constelaciones y no mejoró. Fue horrible verlo sufrir. En un viaje a Tampico lloró en el aeropuerto, en el avión, en el hotel. No había momento en el que no estuviera mal. Una noche nos pusimos a ver futbol, quise sacarle plática sobre los equipos. Apagamos la tele y escuché sollozos. “¿Qué pasa?”, le pregunté. “Mi hijo, cabrón, se murió mi hijo”. Abracé a mi hermano. Teníamos el aire acondicionado prendido, pero él sudaba. Cuando despertó, lo primero que hizo fue suspirar. “Mi mejor momento del día es dormir, porque sueño con él. Ahora solo siento dolor”.
Setenta días después de la muerte de Paulo, José falleció de un infarto.
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Rita Ortiz, de 61 años, pequeña, cabello negro y mirada dura, con el collar de una cruz católica, se define como una detective de las emociones. Su trabajo consiste en entrar en lo más profundo de la persona y descubrir en qué punto se inició la construcción de una idea en particular: la de quitarse la vida. Presencial y telefónicamente, Rita permanece con el paciente en crisis hasta tener garantías de que buscará atención médica. Ella estudió Suicidología en la primera generación del psiquiatra Gaspar Baquedano, una eminencia en el tema, que falleció en 2022.
—Siempre hay detonantes en la niñez: violaciones, abuso, traumas. Yo no le llamo “ideación”, sino “construcción” suicida. Es algo que toma tiempo, y en donde se suman los problemas que han atravesado en la vida —apunta Rita.
Conversamos en un parque de la colonia San Francisco Chuburná. Es una mañana bochornosa, arriba de los 30 °C. Hace dos días, el lunes 25 de septiembre, fue el aniversario luctuoso de Valeria, su hija menor, que se suicidó en 2018. Su historia es un compendio trágico de las problemáticas reconocibles alrededor de la alta incidencia de suicidios en el estado: negligencia psiquiátrica, falta de apoyos gubernamentales a las instancias y programas destinados a contener la crisis y el incumplimiento de lo establecido en la Ley de Salud Mental, publicada en 2018 durante el gobierno del priista Rolando Zapata, uno de los periodos que han registrado mayores irregularidades financieras en los últimos tiempos, si atendemos a las 31 denuncias presentadas por la Secretaría de la Contraloría General del Estado de Yucatán.
Adquiere la edición #229: Resurgir.
El trastorno límite de la personalidad de Valeria pasó por diferentes fases. En algunas ocasiones podía trabajar y disciplinarse con sus consultas; en otras, le costaba trabajo salir de su habitación. La mencionada ley, en su artículo 7, estipula que en Yucatán las personas como Valeria, con trastornos mentales graves, tienen derecho a recibir una pensión en un monto similar al de personas con discapacidad física.
Rita recuerda que, en 2018, sin ninguna formación u orientación, lo único que podía hacer por su hija era llorar. Valeria notaba su dolor e impotencia, lo que terminó afectándola. Siempre estaba sedada, sumida en largos periodos de sueño producto del clonazepam, el único medicamento que le recetaron. Cada tanto, luego de llorar y sentir malestar por horas, le sobrevenía un ataque y su madre llamaba a una ambulancia para que la internaran. Ese año Rita atravesaba otro duelo: finalmente había logrado separarse del papá de sus tres hijas. Vivió una relación abusiva de 30 años. Por las noches rezaba para que la situación mejorara.
—Durante los ataques, cuando lloraba con Valeria, me decía: “Mamá, no llores porque me siento culpable”. Cambié el modo: si había una crisis, me sentaba a un lado hasta que se le pasara. Era lo único que podía hacer. El papá no se hizo responsable. Cuando la internaban a las dos o tres de la mañana, le inyectaban algo fuerte para dormir. Ella así vivía. Yo soy creyente y en algún punto pensé: “Dios mío, no es vida ni para ella ni para mí. Lo único que puedo hacer es sufrir”. Ahora que he aprendido, trato de ayudar a la gente que se enfrenta a esto.
El 25 de septiembre de 2018, Rita se trasladó de su trabajo en una cocina económica a la casa donde vivía Valeria, quien acababa de independizarse. La encontró cerrada, las cortinas corridas, sin ruidos en el interior. Logró entrar con la ayuda de unos vecinos. En el documental Los bordes del abismo (2021), dirigido por Ariadna Medina, Juan de Dios Rath y Daniel Peraza, con testimonios de sobrevivientes de suicidio en Mérida y Uruguay, Rita narra ese momento preciso:
—Entro y corro hacia su cuarto [el de Valeria], que también estaba cerrado. Les digo a las personas que se tenían que detener porque ellos ya no podían hacer mucho por ella, y yo la quería ver, la quería atender. La cargo, la levanto, aunque ella era altita. Nunca corté las cuerdas; la desamarré poco a poco. La abrazo y la pongo en mi pecho. Lo único que se me ocurre decir es: “Jesús, hijo de David, ten compasión y misericordia de su alma. Tú me la diste estos 22 años y yo te la devuelvo, así como la vi nacer, te la entrego”. No me perdí en ningún momento. Les dije a las autoridades que me dejaran verla, despedirme, abrazarla. Me dicen: “Puede tomar el tiempo que necesite”. La beso, la peino, le jalo la ropa, porque la tenía alzada; le quito los zapatos, la abrazo y la pongo en mi pecho y le digo cuánto la amo, que la amo demasiado.
Tras aquello, Rita vivió un tiempo con otra de sus hijas. No podía comer ni dormir. El duelo por suicidio se considera uno de los más complejos, a causa de la carga de culpa que soportan los familiares y la gente cercana. Durante un tiempo Rita consideró que el suicidio de Valeria pudo evitarse, pues al llegar encontró un agua mineral recién comprada. El estudio “How Many People are Exposed to Suicide? Not Six”, encabezado por Julie Cerel y publicado por la Universidad de Kentucky en 2018, estima que un solo suicidio afecta hasta a 135 personas. Una parte de ellas considerará quitarse la vida.
Rita recuerda que su otra hija le dijo: “Mamá, Valeria ya está muerta. Pero tú no te puedes hundir. Tienes que estar aquí, fuerte, por nosotras”. Esas palabras resultaron vitales para que tomara la decisión de usar su experiencia como una plataforma de prevención de suicidios en el estado. Hoy es una suicidóloga reconocida que colabora con la Asociación Yucateca de Suicidología (AYUS), en los programas de prevención, y con Ancla de la Esperanza, en la ayuda de los sobrevivientes. En su mano derecha Rita usa una pulsera con un ancla: simboliza el peso de la esperanza para permanecer en la vida.
El psiquiatra de Valeria le dijo a Rita que su muerte era un hecho extraño porque “no era candidata para suicidarse”.
—Los psiquiatras no te miran a los ojos. Toman notas los 20 minutos que dura la consulta y no les importa si vivirás mañana. A mí me desmoralizó cuando el psiquiatra, tras dos meses, no sabía del suicidio de Valeria. Fui a su consultorio y me dijo: “Espérese hasta que termine todas las consultas”. Esperé horas y solo me atendió 10 minutos porque tenía “mucho que hacer”. Ni siquiera me dio el pésame.
Rita asegura que este es un problema común en Yucatán. Los psiquiatras del sistema de salud pública obvian la resolución del proceso terapéutico. A los pacientes se les niega la posibilidad de seguir con sus vidas, pese a que en su artículo 7 la Ley de Salud Mental sostiene que debe existir un programa integral para recuperar sus habilidades cognitivas y reinsertarse en el ámbito familiar. Cuando Arsenio Rosado fue nombrado director del Instituto de Salud Mental, surgieron denuncias en su contra por anomalías administrativas en el Cisame, violaciones a los derechos humanos, pruebas de medicamentos sin la aprobación de los pacientes (lo que violaba varias fracciones del mismo artículo de la ley), investigaciones científicas sin protocolos ni consejos de ética (a las cuales eran sometidos los usuarios sin dar autorización) y negligencia en los procesos de atención.
Acaso como una forma de responder a la falta de rumbo institucional y de continuidad en las políticas públicas, Rita forma parte de una trinchera de activistas que enfrentan la crisis del suicidio en Yucatán. Le reconforta acordarse de casos exitosos; algunos de los involucrados la contactan de nuevo para agradecerle. En otras intervenciones ha tenido que ser dura con los participantes por la ignorancia que existe sobre los trastornos mentales y la subestimación de la reincidencia del intento de suicidio. “Nunca —y estas son palabras muy utilizadas por los activistas— se debe ignorar a la persona con ideaciones”.
—Me llamó una señora porque su hijo se quería suicidar. “Mire”, le dije, “no tengo vehículo, pero si viene por mí con gusto la apoyo”. No vinieron porque hasta ese momento el chico solo tenía la idea. Le insistí esa vez: “Es importante que lo lleve a atención en este momento porque la situación puede empeorar”. Me ignoró. El sábado me llamó de nuevo, desesperada: “Mi hijo se quiso colgar”. “Desafortunadamente ya no la puedo ayudar”, contesté. “Lo único que puedo pedirle es que le diga a su hijo que se calme, que se baje del techo. Llévelo al [hospital] psiquiátrico para que lo valoren. Por nada del mundo lo deje solo en casa. Si usted se acuesta a dormir, si le cierra la puerta, mañana no lo va a ver”.
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“Los números de suicidios en el estado se deben, en parte, a que entregamos informes completos. ¿Cómo es posible que Guerrero no tenga un solo caso?”, cuestiona Mariana Rodríguez Molina, subdirectora de Salud Mental de la Secretaría de Salud de Yucatán (ssy). La subdirección está en la colonia Miguel Alemán, una de las más antiguas de Mérida. Es un edificio blanco con una sala repleta de pequeños cubículos.
Mariana sostiene que, durante el último periodo, el gobierno desarrolló varios proyectos para reducir las cifras: brigadas municipales, una línea de apoyo emocional (creada ante el incremento de la depresión por la pandemia de covid-19) y una aplicación electrónica cuyo fin es clasificar la depresión en cinco niveles.
“Más que acabar con los suicidios, queremos acabar con el dolor de las personas. La persona que se mata no quiere morir, sino escapar de lo que siente. Ellos entran en algo llamado ‘visión túnel’”, explica Mariana. En psicología, la visión túnel es un efecto que impide a alguien con depresión o ansiedad, o que se enfrenta a una amenaza inminente, notar los estímulos del entorno. Solo piensa en escapar. Es una visión estrecha y negativa de la realidad que maximiza el sufrimiento. Casi siempre está acompañada por trastornos mentales, estrés, abuso de sustancias, falta de empleo y soledad. Según la lista de casos obtenida por Transparencia, en los últimos tres años, 80% de los casos de suicidio se concentraron en los hombres, porque ellos presentan mayor dificultad para expresar emociones y buscar ayuda médica.
Hasta noviembre de 2023, con cinco años de haberse lanzado, la aplicación tenía registrados a 60 000 usuarios. En los últimos años (2021, 2022 y 2023), Salud Mental ha formalizado la práctica de contactar a quienes presentan mayor riesgo —los últimos dos niveles de la escala—. Lo mismo hace con quienes pierden familiares por suicidio: una brigada las visita para ofrecerles atención psicológica. “Cuando vamos a ver a las familias, nos piden que no digamos nada, que el pueblo no se entere. Sin embargo, sí siento que estamos avanzando en sensibilizar a las personas”, asegura la subdirectora. En 2023, Mérida es el municipio que registra el mayor número de casos.
Hay un programa más, llamado Código 100, tomado de España, que busca capacitar a los diferentes niveles de gobierno en contención y canalización en todo México. Engloba a las policías estatales y municipales, los “sospechosos comunes” de minimizar las ideaciones y los intentos de suicidio. Según el Programa Nacional para la Prevención del Suicidio del gobierno federal, Código 100 es “un sistema de apoyo a la toma de decisiones clínicas en el comportamiento suicida en hospitales generales o centros de atención dentro de las redes integradas del sistema de salud”. Para los activistas, es una falacia. Les parece imposible que un programa que no se ajusta a las características culturales de Yucatán logre sensibilizar a los médicos, asistentes y funcionarios que operan en los diferentes niveles de atención.
Los dos psicólogos encargados de implementar el Código 100 en el Hospital General Agustín O’Horán, Wilbert Romero y María del Carmen Quiven, enfrentan, dicen, problemas presupuestales para aplicarlo en Yucatán. Ambos son jóvenes, menos de 50 años, y están vestidos de negro, como si vinieran de un funeral. Enfrente, en un pizarrón blanco, hay un diagrama con la organización del hospital: cirugías, neonatales, cuidados intensivos; en ninguna parte encuentro las palabras “suicidio” o “intento suicida”. Ambos hablan pausando, midiendo las respuestas.
Ante un intento de suicidio que llega al hospital público más concurrido de Yucatán, el paciente es sometido a una entrevista. Si pueden interrogarlo, se procede a la canalización, y tendrá un seguimiento si la idea de matarse es persistente. Pero si las ideas se esfuman de un momento a otro, o si miente, lo mandan a casa. Wilbert reconoce que el programa está hecho para un espacio como el psiquiátrico local, y no para un hospital público de atención general. Ha resultado difícil capacitar a las cerca de 3 000 personas que trabajan allí. “Hemos tenido que modificar muchas cosas —agrega Wilbert—. Por ejemplo, cuando el paciente llega con un intento grave y está inconsciente, lo intuban y no hay manera de hablar con él. ¿Cómo lo valoramos? Nosotros no atendemos prevención. Aquí llegan cuando ya se abrieron, se colgaron, tomaron algo”.
Continúa María del Carmen: “Son dos tamizajes [un espectro para medir la conducta suicida con entrevistas]. Primero en urgencias, luego en lo que resulte de sus citas. Un paciente que entra por intento de suicidio activa el Código 100 y se les da cita lo más pronto porque están deprimidos y necesitan atención. Una psicóloga se encarga de darles seguimiento. Les llamamos si no asisten”.
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Me he inscrito en un curso que, espero, me ayudará a entrever un sentido entre tanto dolor. O al menos, a aterrizar los testimonios. Estoy sentando en un mesabanco amarillo, como de secundaria, en un salón de clases con carteles coloridos, colgados de la pared, de las células animal y vegetal. Mientras tengo las señales más elementales de la vida enfrente, aprendo sobre la muerte. Estamos a inicios de octubre, en el Instituto Educativo David Alfaro Siqueiros, en Mérida.
—Mi papá se suicidó y mi familia lo ocultó por años. Luego supe que hay más casos —dice un chico.
Se trata del primer curso organizado por la ayus y el colectivo Somos Periodistas. Está dirigido a medios de comunicación. El objetivo, mencionaba un correo, es frenar la información que no muestra empatía por los sobrevivientes. La ayus se constituyó legalmente en 2023, año en que el estado registró la mayor incidencia de suicidios en México. Está conformada por psicólogos, psiquiatras y sobrevivientes.
—Yo vine porque en la adolescencia se suicidó uno de mis amigos y tardé mucho tiempo en entender el porqué —dice una chica.
Edgardo Flores, presidente de la ayus, dice que el fin de las cuatro sesiones es consolidar una primera generación de periodistas que cubran el suicidio de manera responsable y frenen el “efecto Werther”, un fenómeno de propagación del suicidio a partir de réplica o imitación de lo que se difunde en los medios amarillistas y la nota roja. El nombre proviene de una novela de Goethe, titulada Las penas del joven Werther, en la que el protagonista se suicida tras una decepción amorosa. El libro produjo una oleada de suicidios en Alemania: los cuerpos de los jóvenes estaban vestidos igual que Werther, con el libro en el bolsillo. Y yo pienso en este momento en lo que me confió Rita Ortiz: luego del suicidio de su hija, la prensa intentó entrar a su casa para tomar fotografías.
—El suicidio en Yucatán es un fenómeno enmarcado en violencias no atendidas —continúa Edgardo—. Las estadísticas que tenemos son la obesidad (que pareciera no estar relacionada, pero también es un impacto), discriminación, abuso sexual infantil y los salarios más bajos del país. Yucatán es un estado con clasismo y dificultades para el acceso a la vivienda. Nunca hay una sola causa. El suicidio es multifactorial.
Con tal descripción del estado de alerta puedo entender mejor la urgencia tras las palabras de un miembro de la ayus al que contacté pronto en la investigación. Es el psicólogo Alfredo Rodríguez: “Yucatán tiene una Ley de Salud Mental (creada en 2018 y reformada en 2019) que establece la creación de coordinaciones de Salud Mental en cada municipio del estado. Tendría que existir un psicólogo en cada centro de salud. Nada de eso ha ocurrido, la ley no funciona como debería. Y eso nos lleva a la pregunta: ¿en qué están invirtiendo los recursos públicos?”. Esa cuestión no la averiguaremos aquí, pero al menos nos acercaremos a conocer cuánto no se está invirtiendo: la Ley de Salud Mental establece que la atención a los trastornos mentales debe recibir 7% del presupuesto total de Salud; sin embargo, en 2023 se ejerció poco más de la mitad de esa proporción. Una solicitud de información dirigida a la ssy reflejó que solo se invirtió cerca de 3.9%.
Las cifras se superponen mientras regreso al salón de clases. “Por el contrario, queremos fomentar el ‘efecto Papageno’, [que toma su nombre de] un personaje de la obra La flauta mágica, de Mozart, quien habla sobre los valores de la vida y su importancia”, sigue Edgardo.
A lo largo de cuatro semanas, cada sábado, en este salón pasarán psicólogos y sobrevivientes. Vendrá Marilú Ancona junto con Rita para contar sus experiencias. Edgardo nos presentará un manual sobre el manejo de la información y la responsabilidad de los reporteros basado en recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud. Varios puntos me llaman la atención: 1. nunca debe escribirse “cometió suicidio”, pues no se trata de un delito, y hay que usar un “lenguaje seguro que no estigmatice” (suicidarse, morir por suicidio, violencia autodirigida); 2. el cuidado con los sobrevivientes: las entrevistas deben partir desde la empatía; 3. siempre pensar en el objetivo del mensaje. En la segunda sesión sabré que Presidio, el portal de nota roja, amenazó con demandar a la ayus cuando criticó su falta de profesionalismo.
En la penúltima sesión se desata una discusión. Un académico, a quien luego expulsan, alega que nuestra responsabilidad es entrar a las redacciones para frenar el amarillismo y forzar a los directores de los medios a tomar una postura. El grupo se voltea en su contra, rebatiendo cada uno de los puntos que arroja sin notar siquiera que interrumpe a Marilú y Rita, dos sobrevivientes, cuando hablan del suicidio de sus hijos. Al final de la sesión me acerco a ellas.
—¿Cómo vas con el reportaje? —pregunta Rita. Marilú sonríe.
Les interesa este esfuerzo: es un aporte, entre tantos, para que las cosas mejoren, para comprender mejor. Pero a mí me interesan ellas. Salgo al calor abrasador pensando en una escena que contó Marilú: después de semanas encerrada, lidiando con un dolor sin nombre, su esposo le preguntó si quería algo de la calle. Por primera vez dijo que sí. Fue una señal: la vida continuaba.
—Con los ojos llorosos, le dije a mi marido: “¿Me traes un caramel macchiato?” —recordó Marilú, y las cosas, al fin, comenzaron a cambiar.
Este reportaje se realizó con el apoyo de la Fundación W. K. Kellogg.
Más sobre la edición impresa #229: «Resurgir».
Yucatán, el estado más seguro de México, ocupa el primer lugar en incidencia de suicidios a nivel nacional. ¿Cómo se llegó a esto? ¿Es un asunto del “alma yucateca”?, ¿de su historia? ¿La falla está en el sistema de salud pública? Las respuestas, más bien, las tienen los sobrevivientes, familiares y amigos de quienes se quitaron la vida.
Lourdes, la joven conductora de Uber, fija sus ojos en los míos desde el espejo retrovisor del Jetta negro. Es una tarde de noviembre de 2023 en Mérida, Yucatán. Escuchamos uno de esos programas de radio que a lo largo del mes —en el que se celebra Día de Muertos— se han enfocado en fenómenos paranormales: apariciones, aluxes, una mujer muerta en un accidente en la carretera Mérida-Cancún que, de súbito, se quitó de encima la sábana azul del forense.
—¡Ay, güey!, ¿te imaginas que estés ahí y lo veas? ¡Me cago! —Lourdes reacciona, aunque su ánimo pronto se vuelve más introspectivo—. Una ya no sabe si llegará a su casa. O si ahí nos recibirán las personas que amamos. La vida es un azar —dice, y noto que pasamos justo por debajo del puente en el kilómetro 33 del Periférico, desde cuyo borde, a unos 12 metros de altura, dos días atrás, una chica saltó al vacío. Iluminada solo por las luces encendidas de un tráiler, sin cerco perimetral ni policías en escena, su muerte quedó en video.
Grabaciones y fotografías de suicidios han proliferado en los últimos meses. El 11 de septiembre de 2023, el medio Presidio hizo una transmisión en vivo: un hombre de 31 años apareció colgado de la rama de un flamboyán, un árbol típico de la península, en la avenida Itzaes de Mérida (“Le pusieron una sábana de Navidad para cubrirlo”, dijo el reportero). El mismo medio se encargó de recordar que el 3 de agosto anterior se había hallado a otro ahorcado, de 41 años, en el interior de una secundaria federal en Yucalpetén. El 2 de marzo, una mujer y su hija descubrieron a un ahorcado más en el parque San Cayetano. Un mes más tarde, dos niños del municipio de Peto buscaban un papalote cuando se toparon con un cadáver suspendido de un árbol. Tras una búsqueda en Google, que arroja decenas y decenas de notas y casos, llama la atención un comentario en Facebook: “¿Por qué el Gobierno no está hablando de esto como se debería?”.
—¿Tú a qué te dedicas? —me pregunta Lourdes. Quiere pasar a temas menos escabrosos.
—Trabajo en un reportaje sobre el suicidio en Yucatán.
—Qué curioso —responde Lourdes bajando la voz—. Mi pareja se suicidó hace ocho meses. Estaba deprimida y nunca se atendió. La encontré al regresar del trabajo.
Entra aire frío por la ventana trasera y el sol está cubierto de nubes grises. Lourdes narra que su pareja tenía 37 años y una hija de 12 producto de una relación anterior, que su familia la maltrató cuando se declaró bisexual, que ella no esperaba que se suicidara porque “no pensé que dejara a su hija sola”. Una noche, luego de una fiesta en la que bebió alcohol, la pareja de Lourdes gritó: “¡Estoy harta de todo!”, y se encerró en el baño. Ella la encontró al volver del trabajo. Luego del hecho, la vida de Lourdes consiste en dormir, comer, bañarse y manejar por la ciudad. El mismo ciclo, día tras día.
—Solo te pido que no des mi nombre real ni más detalles. Es por respeto a su familia. Quiero proteger su memoria. Ahora puedo hablar de su muerte, pero me costó trabajo.
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Medios de comunicación, agentes inmobiliarios, clase empresarial o el gobierno de Yucatán impulsan por igual, a la menor oportunidad, la reputación del estado como un “paraíso”. Una especie de excepción a las múltiples problemáticas nacionales. La capital, Mérida, con casi un millón de habitantes (2020), de los cuales 220 274 se encuentran en condición de pobreza, es la cuarta mejor ciudad del mundo para vivir —o al menos así la nominó una muy conocida revista de turismo internacional—. El panorama se redondea con los datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública: es el estado que exhibe el menor número de homicidios en el país.
No faltan indicadores para inferir que Yucatán es la entidad más competitiva del sureste mexicano. Tampoco para sospechar que hay problemas en el paraíso. Y es que en este polo turístico, una planicie de selva baja cuya temperatura asciende a los 40 °C en verano, se registra la mayor incidencia de suicidios en México: 15.4 por cada 100 000 habitantes en 2022, con una media nacional de 6.4, según las Estadísticas de Defunciones Registradas del Instituto Nacional de Estadística y Geografía.
Pero en Yucatán sucede algo: el número de suicidios depende de la institución a la que se le pregunte; es decir, puede ser reflejo de particularidades en el sistema burocrático, político y de salud pública local. Una solicitud de información remitida por Gatopardo a la Fiscalía General del Estado arrojó que 341 personas se suicidaron en 2021, 381 en 2022 y 91 en 2023. Por su parte, los Servicios de Salud de Yucatán registran 264 en 2021, 213 en 2022 y 199 en 2023. Las variaciones entre las cifras de ambas instituciones pueden superar los 100 casos. Otra de nuestras solicitudes, remitida al Centro Integral de Salud Mental (Cisame), reveló un incremento de 183% en los casos de depresión, al pasar de 2 577 en 2022 a 7 305 en 2023, y un aumento en el consumo de medicamentos para tratar ansiedad y depresión.
Baile de cifras aparte, aquí abordaremos la carga multifactorial que ha dado forma a lo que, al menos, puede calificarse como una crisis de suicidios en Yucatán. ¿Por qué en un estado con tan buenas perspectivas de desarrollo, aparentemente al margen de las más obvias manifestaciones de descomposición social, alguien se quita la vida cada 36 horas? ¿Cuáles son las violencias ocultas tras el fenómeno? ¿Qué hacen las instituciones? ¿Quiénes luchan por frenar la crisis? ¿Cómo se avanza en medio del vacío que deja un ser querido que se suicida?
—En el estado hay un gravísimo factor: la pobreza. Por otro lado, está la falta de servicios capacitados para atender a la población. Son pocos, pero muy pocos, los médicos capacitados en suicidio. El aumento de casos tiene al menos 50 años —dice, vía telefónica, Yolanda Armendáriz, psiquiatra especializada en suicidio y tanatología.
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En 2018, Yolanda estudió el fenómeno del suicidio en los 106 municipios del estado. Entrevistó a decenas de familias para identificar factores de riesgo. Según su diagnóstico, las condiciones de marginalidad propician la incidencia de suicidios, que se suman a la falta de programas permanentes y al hecho de que los directivos médicos pronto se vuelven políticos y pierden la perspectiva de los datos. La investigación “Aspectos demográficos y socioculturales asociados al suicidio en población del estado de Yucatán”, publicada en la Revista Mexicana de Psiquiatría y Salud Mental en 2021, firmada por Yolanda y compañía, aborda la carga negativa que existe en torno a los suicidas y sus familiares. En los municipios y comisarías se queman sus ropas o los árboles donde se ahorcaron para “evitar una influencia demoniaca”. La palabra “suicidio” suele ser tabú y los velorios se realizan en la clandestinidad, bajo una mezcla de vergüenza y culpa. Yolanda lo sabe porque entró a las casas, observó las condiciones y percibió el dolor de los familiares.
—Luego de mi estudio me quedé con esta idea: si un directivo médico, si un político fuera a hacer entrevistas a las familias sobrevivientes de un solo caso de suicidio, si se sentara a dialogar con los sobrevivientes, entendería el fenómeno. Las condiciones de pobreza son alarmantes. Son historias de hombres y mujeres muy jóvenes.
No parece existir interés institucional en frenar, o al menos en abordar abiertamente, un fenómeno que se agrava cada año. Los medios dan una cobertura amarillista, con imágenes y datos explícitos que vulneran la integridad de los seres queridos. Entretanto, sobrevuela de forma inevitable una pregunta: ¿quién no ha pensado en quitarse la vida?
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Sentada en una mecedora de mimbre en la sala de su casa-consultorio, frente a una mesa de centro con un cenicero repleto de dulces, Marilú Ancona, de 69 años, psicóloga, activista, mueve suavemente las manos, como si nadara en el pasado, cuando recuerda el esfuerzo para formar grupos enfocados en la atención de los sobrevivientes de un suicidio. “Posvención”, su especialidad, es un enfoque de la psicología orientado a reducir los efectos negativos del trauma. El fenómeno del suicidio se contagia entre los familiares, que son los más vulnerables por la carga de culpabilidad y los más propensos a quitarse, a su vez, la vida.
—La situación de los allegados es dolorosa; a eso se suma el tabú social, las creencias religiosas, el desprestigio cultural. Todo maximiza el dolor. Una persona que atraviesa un duelo por suicidio vive una montaña rusa. Si no se tratan estas problemáticas, el duelo puede derivar en que atenten contra su vida. Ninguna institución trabaja con ellos. Los trabajos de posvención evitan que el duelo se vuelva patológico.
Su hijo Jorge se suicidó hace una década, a los 37 años. Durante el duelo inicial, Marilú se aisló, bajó de peso, perdió cabello y dejó de dormir. Los primeros tres meses fueron los peores porque pasó días completos encerrada, con las luces apagadas, sin responder llamadas ni mensajes. Jorge atravesaba una separación sentimental, y ella notó algunos gestos que en principio no apuntaban hacia nada grave, pero después se transformaron en culpa. Él era contador, un adulto funcional, nunca se mostró deprimido y no asistía a consultas psicológicas.
—En las últimas fechas Jorge aumentó el consumo de alcohol. Esa fue una señal de alerta junto con otros dos factores: vivía solo y estaba separado. Unos días antes me dijo: “Mamá, se paró un camión de mudanzas y se llevaron todo”. Había perdido mucho por la separación. “¿Todo?”, pregunté. “Sí, todo”. “¿Hasta la lavadora?”. “También”. “¡Bobo, nosotros te regalamos la lavadora!”. Eso pasó un jueves y el viernes se quitó la vida. Aparentemente no dio ninguna señal. Luego, en retrospectiva, te das cuenta —reflexiona Marilú.
(Un dato que aporta la doctora Laura Hernández, del Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales de la UNAM: deshacerse de lo material se da en nueve de cada 10 casos de ideación suicida.)
Quince días después de la tragedia, Marilú volvió al trabajo. En aquella escuela llevaba impartiendo clases 29 años, pero igual se enfrentó a la marginación de sus colegas: la esquivaban en los pasillos, evitaban hablar con ella en las oficinas. Jorge había sido alumno y su suicidio se publicó en el periódico. Nadie supo qué decirle. Marilú estaba fuera de sí. Seguir trabajando fue un intento por asumir que Jorge ya no estaría nunca más, pero que la vida seguía. Sin embargo, al cabo de unas semanas, la despidieron. Ella decidió encarar el duelo; estudió Tanatología y Suicidología.
En su búsqueda de otros padres que perdieron hijos, Marilú encontró en internet al grupo Renacer, fundado en Argentina. Renacer tiene una sede en Ciudad de México, y por teléfono dio con Eduardo, un yucateco que trabaja de payaso con el nombre artístico de Bolitas, cuya hija murió en un accidente de auto. Tenían un deseo común: abrir un grupo de duelo en el estado, y se organizaron para lograrlo. Al paso de los años, Marilú notó que las características del duelo por suicidio son particulares: la carga de vergüenza y culpa suelen ser brutales. Eduardo se quedó a cargo de Renacer, y ella, apoyada por otras sobrevivientes, fundó Ancla de la Esperanza, un grupo exclusivo para quienes perdieron a alguien por suicidio. Marilú ha estado al frente por cinco años. Es el único en su tipo que existe en la entidad.
Apenas hace cuatro décadas, la Iglesia prohibía que un suicida se enterrara en camposanto porque estaba “condenado”. Los sacerdotes se negaban a oficiar misas por su alma. La vida se consideraba un fruto sagrado y el que se la arrebataba, sin el consentimiento de Dios, era un pecador. Hoy, Ancla de la Esperanza se reúne en la Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús, en Mérida, los martes por la noche. Es un grupo de ayuda grupal en el que se aprende a sortear el duelo y recordar con amor a quienes ya no están. Se esquiva la pregunta “¿por qué?”, pues los únicos que tienen la respuesta han desaparecido.
En los municipios y comisarías se queman las ropas de los suicidas o los árboles donde se ahorcaron para “evitar una influencia demoniaca”. La palabra “suicidio” suele ser tabú y los velorios se realizan en la clandestinidad, bajo una mezcla de vergüenza y culpa.
—Recuerdo a mi hijo con sus gustos terribles: le encantaba Jim Morrison, Tarantino. Una vez fuimos al cine a ver algo que nos recomendó. Cuando regresamos me dijo otro hijo: “¿Por qué le hicimos caso a Jorge, si le gusta pura porquería?”. Ahora ya nos reímos. Vamos a una tienda y le digo a mi esposo: “¿Qué camisa escogería Jorge?”. “Esa”, me dice, apuntando a la más fea. Está presente, pero con puro amor, sin dolor. Esa es la idea: uno entiende que no va a regresar nunca. Entonces, ¿qué puedo hacer? Ayudar a otras personas. Eso me hace sentir que puedo aportar algo sobre este gran problema de salud pública.
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—Cuando entra una llamada, digo: “¿Sí?, ¿bueno?, salvemos una vida”. Por la hora, ya sé a qué atenerme. Al otro lado de la línea puedo escuchar llantos, gritos, una respiración entrecortada —dice José Luis Vales.
Delgado, ojos claros, con poco más de 70 años, José Luis es psicólogo y, con 28 años de trayectoria, uno de los integrantes de Salvemos una Vida, una red de apoyo para personas con ideación suicida. Los servicios de la red incluían consultas psicológicas gratuitas; incluso había una sede en el centro de Mérida. Hoy el espacio está en remodelación. La casa sufrió robos, tiene un techo con huellas de humedad y carece de agua y luz. Lo único que sobrevive es la línea de apoyo que José Luis atiende 24 horas al día (padece un trastorno del sueño que ya está atendiendo). Un hombre que siempre contesta el teléfono, a mitad de una ciudad con casi un millón de habitantes. Posee una clara postura religiosa, que lo enorgullece. Su labor es de contención.
La sala en la que estamos con José Luis está flanqueada por vitrinas con figuras de mampostería: vaqueros, querubines, cruces. Algunas motas de polvo flotan lentamente, iluminadas por un raudal de luz que entra por la ventana. Sobre su escritorio hay decenas de engargolados. Muestra algunos: son compendios de notas de suicidio de años recientes que recortó del Diario de Yucatán, uno de los medios más conservadores en el estado. Hay imágenes en blanco y negro de hombres colgados y titulares revictimizantes: “Tomó la puerta fácil”, “Se suicida por desamor”, “No llegó al Año Nuevo”. Las imágenes nos llevan a corroborar algo: más de 70% de los casos son por ahorcamiento. En el último año se registraron 194 casos de asfixia de un total de 208 suicidios, según datos obtenidos por medio de una solicitud de información vía Transparencia.
José Luis presume que Salvemos una Vida son los “number one” en atender la crisis de suicidios en Yucatán. Año tras año ha sido testigo de los incrementos en las cifras y de programas que nacen y mueren dependiendo de los políticos en turno. Nada ha cambiado. Él recuerda un caso, en 2017, que fue determinante en su decisión de encauzarse en otro nivel de atención: las infancias.
—Fue por una chiquita de diez años que se suicidó en Temozón. Yo le puse María porque el periódico omitió su identidad. Tenía una hermana de siete años, su papá siempre llegaba alcoholizado y peleaba con la mamá. Gritos, golpes. Ella se asustaba y protegía a su hermana, iban a refugiarse con los vecinos. Una vez la niña les dijo: “Si siguen peleando, me voy a matar”. Todo el mundo lo sabía en el pueblito porque la niña lo gritaba. ¡Era bola cantada! ¡Ya se sabía!
José Luis se levanta y busca en el escritorio. Caen papeles. Muestra un ejemplar de la revista Newsweek en español, en la que homenajean su labor.
—Para que cheques nuestra trayectoria. Notamos, cuando salió este número de la revista, un incremento en los niños. Es algo que hasta la fecha me cuesta trabajo creer, pero me consta: he atendido a niños de 11 años, de 12, de 13. Ni siquiera adolescentes. Y fui notando que venía bajando la edad de los suicidas desde 2009, por allá. Entre los adultos, quienes más se matan son los hombres. Las mujeres lo intentan más.
José Luis abre una libreta en la que marca los horarios de las llamadas: T de tarde, N de noche, M de madrugada. Las letras se ven mal trazadas, como si las hubiera escrito justo después de despertar. Sus apuntes reflejan jornadas con seis, ocho y 10 llamadas. En los meses de pandemia, recuerda, podían ser hasta 20.
—Me han hablado de todos lados…, de Estados Unidos y Francia. Pon tú, una llamada a las dos de la mañana, una en la que me digo: “Esto es de emergencia”. Contesto y me dicen: “Señor, gracias. No contestó la línea fulana de apoyo, no me contestó la que está en internet, no me contestó la línea de emergencia del gobierno. Usted fue el único”. Por eso no necesito que me echen flores, yo solito me las echo —comenta José Luis y muestra los tres números de emergencia que maneja en dos teléfonos y una tablet. El más reciente en el que se le puede contactar es el 075.
José Luis hace preguntas para dibujar mentalmente a quien se encuentra del otro lado: “¿cuántos años tienes?, ¿dónde vives?, ¿tienes pareja o hijos?”. Y la más importante: “¿qué harás mañana?”.
Apenas hace cuatro décadas, la Iglesia prohibía que un suicida se enterrara en camposanto porque estaba “condenado”. Los sacerdotes se negaban a oficiar misas por su alma. Hoy, Ancla de la Esperanza se reúne en la Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús, en Mérida, los martes por la noche. Es un grupo de ayuda grupal en el que se aprende a sortear el duelo y recordar con amor a quienes ya no están. Se esquiva la pregunta “¿por qué?”, pues los únicos que tienen la respuesta han desaparecido.
No niega su postura religiosa; se considera un hombre de la vieja escuela.
—Soy católico aquí y en China. Me da orgullo decirlo. Aun así, tengo amigos judíos, agnósticos, testigos de Jehová. La clave es el respeto, ¿verdad? —sobre esa línea, me habla de un eclipse de sol que sucederá en unos días—: El eclipse es una señal de que la Iglesia enfrenta peligros. Hay malos sacerdotes que quieren hacer cosas que van en contra del dogma: que se casen los homosexuales por la Iglesia, que haya mujeres sacerdotes, que se quiten los hábitos de vestimenta de los padres. ¡Una serie de aberraciones, ca’ón, que van en contra de la doctrina católica!
—José Luis, ¿por qué aquí se concreta tanto el suicidio?
—Los yucatecos son gente buena que se traga sus problemas hasta que explotan y son susceptibles al suicidio. Explotan por no vengarse, por no atacar, por no matar. Además, están sus orígenes. ¿Sabías que los mayas tienen a Ixtab, la diosa del suicidio?
Ixtab nunca fue la diosa de los suicidas. Hace años se consideraba que su representación era una alegoría de la muerte por ahorcamiento. Sin embargo, el estudio “Desmitificación del contexto cultural del suicidio entre los mayas prehispánicos”, publicado por Cuicuilco Revista de Ciencias Antropológicas en 2020, niega su existencia. Sus menciones habían sido instrumentalizadas por misioneros con el objetivo de emitir juicios racistas contra la población indígena. En la actualidad es reconocida como una deidad de la luna. Donde el mito no llega, los estudios culturales lo intentan.
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Víctor Fernández es musculoso, de cabello largo, y tiene varios tatuajes. Sobresalen dos cuchillos en sus antebrazos y unas ondulaciones en tinta negra bajo su oreja. A sus 34 años es maestro en Teoría Crítica con especialidad en Estética. Dedicó una parte de su tesis al suicidio de su amigo Omar, y dirige el Centro Cultural Lorca, en la colonia Gran San Pedro Cholul. Para Víctor, la crisis del suicidio se perfiló desde principios del siglo xx, cuando la economía de la entidad pasó de un preponderante sector primario a uno terciario, un proceso que quedó marcado por la decadencia de la industria henequenera y la pérdida de identidad cultural en la población. Tomemos en cuenta que Yucatán es el tercer estado con más hablantes de lengua indígena, pero también el primero en discriminación, con una prevalencia de 32.1%, según la Encuesta Nacional sobre Discriminación 2022. Víctor elabora: el ahorcamiento por soga, el principal método de suicidio, es una metáfora sobre los diferentes niveles de opresión que ahogan a la sociedad. Simboliza los restos del resentimiento por la explotación henequenera en la región.
—Un sujeto explotado, endeudado, sale hasta la madre del trabajo. Se mueve en transporte público y tarda dos horas en llegar. En ese transcurso, en que sale cansado, aturdido, está en un horno, en uno de los estados más calurosos de México. Su casa es de techo bajo, comprada por Infonavit. Otro horno. ¿Qué le queda a ese sujeto para olvidar la realidad? Enajenarse: bebe alcohol, se droga. Y lo que siente es que no puede respirar. ¿Quiénes lo escuchan? No puede expresarse. La forma en que uno se mata carga un significado profundo, porque es la última representación de su existencia. Es una forma de resignificarse, un error, ya que podría hacerlo de otra manera, pero no tuvo las herramientas.
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La canción “Del cielo al infierno”, de Los Juglares, la banda de trova más famosa de Yucatán, fundada por Fernando Vadillo y José Vadillo en 1991, tiene una estrofa vinculada al suicidio, que dice: “Hoy te confieso: me arrepiento / fue un error / no seguir a tu lado. / Estoy pagando esa torpe decisión / no te imaginas cuánto”.
Fernando, de 47 años, toma café en el bar de su casa. Es de mañana. En la pared cuelgan la imagen de una guitarra y algunos dibujos de cantantes. El hijo de su hermano José —quien era voz y bajo de la banda— , Paulo Vadillo, se suicidó en 2021, a los 19 años. Antes de la entrevista, Fernando pone sobre la mesa las fotos de ambos: del lado izquierdo, Paulo sonríe, de pie en una lancha; del derecho, José viste el uniforme de Pumas de la unam con los pulgares levantados.
—Cuando Paulito tenía 13 años lo involucramos en el grupo. Nos ayudaba a armar el equipo de sonido, vender discos, editar videos. Él nos grababa, tenía cámaras para edición, tocaba la guitarra, componía sus canciones. Un tipo supertalentoso, mi sobrino —recuerda.
Fernando ve la fotografía. De pronto, se pasa las manos por el rostro, se enrojece.
Paulo era un chico alegre pero visceral. Cuando algo no le salía bien, cuando una limitación le impedía adquirir una necesidad material, imprecaba: “Odio la vida, me voy a matar”. Hacía contenido para redes sociales. En uno de los muchos videos que subió a YouTube, enlistaba 50 datos sobre él: no bebía alcohol, creía en Dios, tenía siete gatos, se molestaba por todo, su comida favorita eran las lasañas y las hamburguesas. Se consideraba introvertido y no asistía a fiestas. Era un chico alto y delgado, serio, de cabello a rape. En este examen a distancia nada revela una clara ideación suicida, fuera de las salidas de tono que recuerda su tío. Él mismo sospecha que los resortes de la decisión que tomó su sobrino fueron varios.
—En sus últimos días Paulo quería comprarse una computadora. Estaba desesperado por eso. Propuso vender su coche para comprarla y mi hermano le pidió que esperara a que las finanzas estuvieran mejor porque era pandemia. Se pelearon. También tuvo una noviecita de muchos años a la que le descubrió una infidelidad. Eso lo golpeó mucho. Si de por sí ya venía molesto con la vida, esto quizá lo terminó de afectar...
Fernando tiene razón: no puede haber un solo motivo. El suicidio es un fenómeno multifactorial con violencias y detonantes explícitos e implícitos. Los seres humanos somos icebergs: mostramos una diminuta porción de identidad. Algunos casos se inscriben en contextos de violencia y pobreza extrema, pero en casa de Paulo no había alcoholismo ni violencia intrafamiliar.
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Una noche Paulo tuvo un conflicto con sus padres. Era incontrolable cuando se enojaba y debían pasar horas, un día, antes de tranquilizarse. Tras discutir con su mamá y patear los platos de sus mascotas, que se rompieron, Paulo se encerró en su cuarto.
—En la madrugada bajó mi sobrino y se encontró con José [su padre] en la cocina —narra Fernando—. Le dijo: “Acá está el dinero de los trastes que rompí”. “No, Paulo, nadie te los está cobrando, tranquilo, ¿qué pasa, rey?”. Por más que mi hermano quería calmarlo, Paulo se encendía. Amenazó con irse. “Pues lárgate, cabrón, pero a partir de mañana comienzas a ir a terapia. Tienes que hacer algo contigo, porque estás mal”.
Paulo fue a una casa cercana en la que su mamá daba masajes terapéuticos. Había un cuarto extra en el que se alojaban visitas o el propio Paulo cuando se peleaba con sus padres. Conversó con algunos primos y pidió que fueran a verlo. En Mérida, a causa del covid-19, había toque de queda y nadie quiso poner en riesgo su seguridad. Solo su mamá tuvo un breve intercambio con él.
—Esa noche mi cuñada le dice: “Mañana nos vemos, hijo. ¿O por qué no nos vamos ya a la casa?”. Paulo contestó: “No, no, mañana cuando vengas no voy a estar acá”. “Está bueno, papi, nos vemos mañana”. Nadie pudo tener la lectura de que a un joven encabronado no hay que dejarlo solo. Al contrario: es cuando hay que estar con él, calmarlo, acompañarlo, lo que sea, pero esperar a que se le baje.
Esa noche Paulo recibió un mensaje de José. Le reclamaba su actitud, la tensión familiar. Paulo lo dejó “en visto”. A la mañana siguiente encontraron su cuerpo. Fernando recuerda a su hermano frente al volante, afuera de la casa, llorando y mirando hacia la calle. José amaba a su hijo con una fuerza brutal, su pérdida era irreparable.
—Llevamos a José con tanatólogos, psicólogos, psiquiatras, padres, terapia de constelaciones y no mejoró. Fue horrible verlo sufrir. En un viaje a Tampico lloró en el aeropuerto, en el avión, en el hotel. No había momento en el que no estuviera mal. Una noche nos pusimos a ver futbol, quise sacarle plática sobre los equipos. Apagamos la tele y escuché sollozos. “¿Qué pasa?”, le pregunté. “Mi hijo, cabrón, se murió mi hijo”. Abracé a mi hermano. Teníamos el aire acondicionado prendido, pero él sudaba. Cuando despertó, lo primero que hizo fue suspirar. “Mi mejor momento del día es dormir, porque sueño con él. Ahora solo siento dolor”.
Setenta días después de la muerte de Paulo, José falleció de un infarto.
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Rita Ortiz, de 61 años, pequeña, cabello negro y mirada dura, con el collar de una cruz católica, se define como una detective de las emociones. Su trabajo consiste en entrar en lo más profundo de la persona y descubrir en qué punto se inició la construcción de una idea en particular: la de quitarse la vida. Presencial y telefónicamente, Rita permanece con el paciente en crisis hasta tener garantías de que buscará atención médica. Ella estudió Suicidología en la primera generación del psiquiatra Gaspar Baquedano, una eminencia en el tema, que falleció en 2022.
—Siempre hay detonantes en la niñez: violaciones, abuso, traumas. Yo no le llamo “ideación”, sino “construcción” suicida. Es algo que toma tiempo, y en donde se suman los problemas que han atravesado en la vida —apunta Rita.
Conversamos en un parque de la colonia San Francisco Chuburná. Es una mañana bochornosa, arriba de los 30 °C. Hace dos días, el lunes 25 de septiembre, fue el aniversario luctuoso de Valeria, su hija menor, que se suicidó en 2018. Su historia es un compendio trágico de las problemáticas reconocibles alrededor de la alta incidencia de suicidios en el estado: negligencia psiquiátrica, falta de apoyos gubernamentales a las instancias y programas destinados a contener la crisis y el incumplimiento de lo establecido en la Ley de Salud Mental, publicada en 2018 durante el gobierno del priista Rolando Zapata, uno de los periodos que han registrado mayores irregularidades financieras en los últimos tiempos, si atendemos a las 31 denuncias presentadas por la Secretaría de la Contraloría General del Estado de Yucatán.
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El trastorno límite de la personalidad de Valeria pasó por diferentes fases. En algunas ocasiones podía trabajar y disciplinarse con sus consultas; en otras, le costaba trabajo salir de su habitación. La mencionada ley, en su artículo 7, estipula que en Yucatán las personas como Valeria, con trastornos mentales graves, tienen derecho a recibir una pensión en un monto similar al de personas con discapacidad física.
Rita recuerda que, en 2018, sin ninguna formación u orientación, lo único que podía hacer por su hija era llorar. Valeria notaba su dolor e impotencia, lo que terminó afectándola. Siempre estaba sedada, sumida en largos periodos de sueño producto del clonazepam, el único medicamento que le recetaron. Cada tanto, luego de llorar y sentir malestar por horas, le sobrevenía un ataque y su madre llamaba a una ambulancia para que la internaran. Ese año Rita atravesaba otro duelo: finalmente había logrado separarse del papá de sus tres hijas. Vivió una relación abusiva de 30 años. Por las noches rezaba para que la situación mejorara.
—Durante los ataques, cuando lloraba con Valeria, me decía: “Mamá, no llores porque me siento culpable”. Cambié el modo: si había una crisis, me sentaba a un lado hasta que se le pasara. Era lo único que podía hacer. El papá no se hizo responsable. Cuando la internaban a las dos o tres de la mañana, le inyectaban algo fuerte para dormir. Ella así vivía. Yo soy creyente y en algún punto pensé: “Dios mío, no es vida ni para ella ni para mí. Lo único que puedo hacer es sufrir”. Ahora que he aprendido, trato de ayudar a la gente que se enfrenta a esto.
El 25 de septiembre de 2018, Rita se trasladó de su trabajo en una cocina económica a la casa donde vivía Valeria, quien acababa de independizarse. La encontró cerrada, las cortinas corridas, sin ruidos en el interior. Logró entrar con la ayuda de unos vecinos. En el documental Los bordes del abismo (2021), dirigido por Ariadna Medina, Juan de Dios Rath y Daniel Peraza, con testimonios de sobrevivientes de suicidio en Mérida y Uruguay, Rita narra ese momento preciso:
—Entro y corro hacia su cuarto [el de Valeria], que también estaba cerrado. Les digo a las personas que se tenían que detener porque ellos ya no podían hacer mucho por ella, y yo la quería ver, la quería atender. La cargo, la levanto, aunque ella era altita. Nunca corté las cuerdas; la desamarré poco a poco. La abrazo y la pongo en mi pecho. Lo único que se me ocurre decir es: “Jesús, hijo de David, ten compasión y misericordia de su alma. Tú me la diste estos 22 años y yo te la devuelvo, así como la vi nacer, te la entrego”. No me perdí en ningún momento. Les dije a las autoridades que me dejaran verla, despedirme, abrazarla. Me dicen: “Puede tomar el tiempo que necesite”. La beso, la peino, le jalo la ropa, porque la tenía alzada; le quito los zapatos, la abrazo y la pongo en mi pecho y le digo cuánto la amo, que la amo demasiado.
Tras aquello, Rita vivió un tiempo con otra de sus hijas. No podía comer ni dormir. El duelo por suicidio se considera uno de los más complejos, a causa de la carga de culpa que soportan los familiares y la gente cercana. Durante un tiempo Rita consideró que el suicidio de Valeria pudo evitarse, pues al llegar encontró un agua mineral recién comprada. El estudio “How Many People are Exposed to Suicide? Not Six”, encabezado por Julie Cerel y publicado por la Universidad de Kentucky en 2018, estima que un solo suicidio afecta hasta a 135 personas. Una parte de ellas considerará quitarse la vida.
Rita recuerda que su otra hija le dijo: “Mamá, Valeria ya está muerta. Pero tú no te puedes hundir. Tienes que estar aquí, fuerte, por nosotras”. Esas palabras resultaron vitales para que tomara la decisión de usar su experiencia como una plataforma de prevención de suicidios en el estado. Hoy es una suicidóloga reconocida que colabora con la Asociación Yucateca de Suicidología (AYUS), en los programas de prevención, y con Ancla de la Esperanza, en la ayuda de los sobrevivientes. En su mano derecha Rita usa una pulsera con un ancla: simboliza el peso de la esperanza para permanecer en la vida.
El psiquiatra de Valeria le dijo a Rita que su muerte era un hecho extraño porque “no era candidata para suicidarse”.
—Los psiquiatras no te miran a los ojos. Toman notas los 20 minutos que dura la consulta y no les importa si vivirás mañana. A mí me desmoralizó cuando el psiquiatra, tras dos meses, no sabía del suicidio de Valeria. Fui a su consultorio y me dijo: “Espérese hasta que termine todas las consultas”. Esperé horas y solo me atendió 10 minutos porque tenía “mucho que hacer”. Ni siquiera me dio el pésame.
Rita asegura que este es un problema común en Yucatán. Los psiquiatras del sistema de salud pública obvian la resolución del proceso terapéutico. A los pacientes se les niega la posibilidad de seguir con sus vidas, pese a que en su artículo 7 la Ley de Salud Mental sostiene que debe existir un programa integral para recuperar sus habilidades cognitivas y reinsertarse en el ámbito familiar. Cuando Arsenio Rosado fue nombrado director del Instituto de Salud Mental, surgieron denuncias en su contra por anomalías administrativas en el Cisame, violaciones a los derechos humanos, pruebas de medicamentos sin la aprobación de los pacientes (lo que violaba varias fracciones del mismo artículo de la ley), investigaciones científicas sin protocolos ni consejos de ética (a las cuales eran sometidos los usuarios sin dar autorización) y negligencia en los procesos de atención.
Acaso como una forma de responder a la falta de rumbo institucional y de continuidad en las políticas públicas, Rita forma parte de una trinchera de activistas que enfrentan la crisis del suicidio en Yucatán. Le reconforta acordarse de casos exitosos; algunos de los involucrados la contactan de nuevo para agradecerle. En otras intervenciones ha tenido que ser dura con los participantes por la ignorancia que existe sobre los trastornos mentales y la subestimación de la reincidencia del intento de suicidio. “Nunca —y estas son palabras muy utilizadas por los activistas— se debe ignorar a la persona con ideaciones”.
—Me llamó una señora porque su hijo se quería suicidar. “Mire”, le dije, “no tengo vehículo, pero si viene por mí con gusto la apoyo”. No vinieron porque hasta ese momento el chico solo tenía la idea. Le insistí esa vez: “Es importante que lo lleve a atención en este momento porque la situación puede empeorar”. Me ignoró. El sábado me llamó de nuevo, desesperada: “Mi hijo se quiso colgar”. “Desafortunadamente ya no la puedo ayudar”, contesté. “Lo único que puedo pedirle es que le diga a su hijo que se calme, que se baje del techo. Llévelo al [hospital] psiquiátrico para que lo valoren. Por nada del mundo lo deje solo en casa. Si usted se acuesta a dormir, si le cierra la puerta, mañana no lo va a ver”.
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“Los números de suicidios en el estado se deben, en parte, a que entregamos informes completos. ¿Cómo es posible que Guerrero no tenga un solo caso?”, cuestiona Mariana Rodríguez Molina, subdirectora de Salud Mental de la Secretaría de Salud de Yucatán (ssy). La subdirección está en la colonia Miguel Alemán, una de las más antiguas de Mérida. Es un edificio blanco con una sala repleta de pequeños cubículos.
Mariana sostiene que, durante el último periodo, el gobierno desarrolló varios proyectos para reducir las cifras: brigadas municipales, una línea de apoyo emocional (creada ante el incremento de la depresión por la pandemia de covid-19) y una aplicación electrónica cuyo fin es clasificar la depresión en cinco niveles.
“Más que acabar con los suicidios, queremos acabar con el dolor de las personas. La persona que se mata no quiere morir, sino escapar de lo que siente. Ellos entran en algo llamado ‘visión túnel’”, explica Mariana. En psicología, la visión túnel es un efecto que impide a alguien con depresión o ansiedad, o que se enfrenta a una amenaza inminente, notar los estímulos del entorno. Solo piensa en escapar. Es una visión estrecha y negativa de la realidad que maximiza el sufrimiento. Casi siempre está acompañada por trastornos mentales, estrés, abuso de sustancias, falta de empleo y soledad. Según la lista de casos obtenida por Transparencia, en los últimos tres años, 80% de los casos de suicidio se concentraron en los hombres, porque ellos presentan mayor dificultad para expresar emociones y buscar ayuda médica.
Hasta noviembre de 2023, con cinco años de haberse lanzado, la aplicación tenía registrados a 60 000 usuarios. En los últimos años (2021, 2022 y 2023), Salud Mental ha formalizado la práctica de contactar a quienes presentan mayor riesgo —los últimos dos niveles de la escala—. Lo mismo hace con quienes pierden familiares por suicidio: una brigada las visita para ofrecerles atención psicológica. “Cuando vamos a ver a las familias, nos piden que no digamos nada, que el pueblo no se entere. Sin embargo, sí siento que estamos avanzando en sensibilizar a las personas”, asegura la subdirectora. En 2023, Mérida es el municipio que registra el mayor número de casos.
Hay un programa más, llamado Código 100, tomado de España, que busca capacitar a los diferentes niveles de gobierno en contención y canalización en todo México. Engloba a las policías estatales y municipales, los “sospechosos comunes” de minimizar las ideaciones y los intentos de suicidio. Según el Programa Nacional para la Prevención del Suicidio del gobierno federal, Código 100 es “un sistema de apoyo a la toma de decisiones clínicas en el comportamiento suicida en hospitales generales o centros de atención dentro de las redes integradas del sistema de salud”. Para los activistas, es una falacia. Les parece imposible que un programa que no se ajusta a las características culturales de Yucatán logre sensibilizar a los médicos, asistentes y funcionarios que operan en los diferentes niveles de atención.
Los dos psicólogos encargados de implementar el Código 100 en el Hospital General Agustín O’Horán, Wilbert Romero y María del Carmen Quiven, enfrentan, dicen, problemas presupuestales para aplicarlo en Yucatán. Ambos son jóvenes, menos de 50 años, y están vestidos de negro, como si vinieran de un funeral. Enfrente, en un pizarrón blanco, hay un diagrama con la organización del hospital: cirugías, neonatales, cuidados intensivos; en ninguna parte encuentro las palabras “suicidio” o “intento suicida”. Ambos hablan pausando, midiendo las respuestas.
Ante un intento de suicidio que llega al hospital público más concurrido de Yucatán, el paciente es sometido a una entrevista. Si pueden interrogarlo, se procede a la canalización, y tendrá un seguimiento si la idea de matarse es persistente. Pero si las ideas se esfuman de un momento a otro, o si miente, lo mandan a casa. Wilbert reconoce que el programa está hecho para un espacio como el psiquiátrico local, y no para un hospital público de atención general. Ha resultado difícil capacitar a las cerca de 3 000 personas que trabajan allí. “Hemos tenido que modificar muchas cosas —agrega Wilbert—. Por ejemplo, cuando el paciente llega con un intento grave y está inconsciente, lo intuban y no hay manera de hablar con él. ¿Cómo lo valoramos? Nosotros no atendemos prevención. Aquí llegan cuando ya se abrieron, se colgaron, tomaron algo”.
Continúa María del Carmen: “Son dos tamizajes [un espectro para medir la conducta suicida con entrevistas]. Primero en urgencias, luego en lo que resulte de sus citas. Un paciente que entra por intento de suicidio activa el Código 100 y se les da cita lo más pronto porque están deprimidos y necesitan atención. Una psicóloga se encarga de darles seguimiento. Les llamamos si no asisten”.
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Me he inscrito en un curso que, espero, me ayudará a entrever un sentido entre tanto dolor. O al menos, a aterrizar los testimonios. Estoy sentando en un mesabanco amarillo, como de secundaria, en un salón de clases con carteles coloridos, colgados de la pared, de las células animal y vegetal. Mientras tengo las señales más elementales de la vida enfrente, aprendo sobre la muerte. Estamos a inicios de octubre, en el Instituto Educativo David Alfaro Siqueiros, en Mérida.
—Mi papá se suicidó y mi familia lo ocultó por años. Luego supe que hay más casos —dice un chico.
Se trata del primer curso organizado por la ayus y el colectivo Somos Periodistas. Está dirigido a medios de comunicación. El objetivo, mencionaba un correo, es frenar la información que no muestra empatía por los sobrevivientes. La ayus se constituyó legalmente en 2023, año en que el estado registró la mayor incidencia de suicidios en México. Está conformada por psicólogos, psiquiatras y sobrevivientes.
—Yo vine porque en la adolescencia se suicidó uno de mis amigos y tardé mucho tiempo en entender el porqué —dice una chica.
Edgardo Flores, presidente de la ayus, dice que el fin de las cuatro sesiones es consolidar una primera generación de periodistas que cubran el suicidio de manera responsable y frenen el “efecto Werther”, un fenómeno de propagación del suicidio a partir de réplica o imitación de lo que se difunde en los medios amarillistas y la nota roja. El nombre proviene de una novela de Goethe, titulada Las penas del joven Werther, en la que el protagonista se suicida tras una decepción amorosa. El libro produjo una oleada de suicidios en Alemania: los cuerpos de los jóvenes estaban vestidos igual que Werther, con el libro en el bolsillo. Y yo pienso en este momento en lo que me confió Rita Ortiz: luego del suicidio de su hija, la prensa intentó entrar a su casa para tomar fotografías.
—El suicidio en Yucatán es un fenómeno enmarcado en violencias no atendidas —continúa Edgardo—. Las estadísticas que tenemos son la obesidad (que pareciera no estar relacionada, pero también es un impacto), discriminación, abuso sexual infantil y los salarios más bajos del país. Yucatán es un estado con clasismo y dificultades para el acceso a la vivienda. Nunca hay una sola causa. El suicidio es multifactorial.
Con tal descripción del estado de alerta puedo entender mejor la urgencia tras las palabras de un miembro de la ayus al que contacté pronto en la investigación. Es el psicólogo Alfredo Rodríguez: “Yucatán tiene una Ley de Salud Mental (creada en 2018 y reformada en 2019) que establece la creación de coordinaciones de Salud Mental en cada municipio del estado. Tendría que existir un psicólogo en cada centro de salud. Nada de eso ha ocurrido, la ley no funciona como debería. Y eso nos lleva a la pregunta: ¿en qué están invirtiendo los recursos públicos?”. Esa cuestión no la averiguaremos aquí, pero al menos nos acercaremos a conocer cuánto no se está invirtiendo: la Ley de Salud Mental establece que la atención a los trastornos mentales debe recibir 7% del presupuesto total de Salud; sin embargo, en 2023 se ejerció poco más de la mitad de esa proporción. Una solicitud de información dirigida a la ssy reflejó que solo se invirtió cerca de 3.9%.
Las cifras se superponen mientras regreso al salón de clases. “Por el contrario, queremos fomentar el ‘efecto Papageno’, [que toma su nombre de] un personaje de la obra La flauta mágica, de Mozart, quien habla sobre los valores de la vida y su importancia”, sigue Edgardo.
A lo largo de cuatro semanas, cada sábado, en este salón pasarán psicólogos y sobrevivientes. Vendrá Marilú Ancona junto con Rita para contar sus experiencias. Edgardo nos presentará un manual sobre el manejo de la información y la responsabilidad de los reporteros basado en recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud. Varios puntos me llaman la atención: 1. nunca debe escribirse “cometió suicidio”, pues no se trata de un delito, y hay que usar un “lenguaje seguro que no estigmatice” (suicidarse, morir por suicidio, violencia autodirigida); 2. el cuidado con los sobrevivientes: las entrevistas deben partir desde la empatía; 3. siempre pensar en el objetivo del mensaje. En la segunda sesión sabré que Presidio, el portal de nota roja, amenazó con demandar a la ayus cuando criticó su falta de profesionalismo.
En la penúltima sesión se desata una discusión. Un académico, a quien luego expulsan, alega que nuestra responsabilidad es entrar a las redacciones para frenar el amarillismo y forzar a los directores de los medios a tomar una postura. El grupo se voltea en su contra, rebatiendo cada uno de los puntos que arroja sin notar siquiera que interrumpe a Marilú y Rita, dos sobrevivientes, cuando hablan del suicidio de sus hijos. Al final de la sesión me acerco a ellas.
—¿Cómo vas con el reportaje? —pregunta Rita. Marilú sonríe.
Les interesa este esfuerzo: es un aporte, entre tantos, para que las cosas mejoren, para comprender mejor. Pero a mí me interesan ellas. Salgo al calor abrasador pensando en una escena que contó Marilú: después de semanas encerrada, lidiando con un dolor sin nombre, su esposo le preguntó si quería algo de la calle. Por primera vez dijo que sí. Fue una señal: la vida continuaba.
—Con los ojos llorosos, le dije a mi marido: “¿Me traes un caramel macchiato?” —recordó Marilú, y las cosas, al fin, comenzaron a cambiar.
Este reportaje se realizó con el apoyo de la Fundación W. K. Kellogg.
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MERIDA, YUCATÁN, ABRIL 3, 2024: El vestido de Valeria, hija de Rita Ortiz (61), reposa de un hamaquero como recuerdo en su cuarto. La muerte de su hija inspiró a Rita en especializarse en tanatología y suicidiología y ahora forma parte de una trinchera de activistas que enfrentan la crisis del suicidio en Yucatán. Fotografía: Luis Antonio Rojas para Gatopardo.
Yucatán, el estado más seguro de México, ocupa el primer lugar en incidencia de suicidios a nivel nacional. ¿Cómo se llegó a esto? ¿Es un asunto del “alma yucateca”?, ¿de su historia? ¿La falla está en el sistema de salud pública? Las respuestas, más bien, las tienen los sobrevivientes, familiares y amigos de quienes se quitaron la vida.
Lourdes, la joven conductora de Uber, fija sus ojos en los míos desde el espejo retrovisor del Jetta negro. Es una tarde de noviembre de 2023 en Mérida, Yucatán. Escuchamos uno de esos programas de radio que a lo largo del mes —en el que se celebra Día de Muertos— se han enfocado en fenómenos paranormales: apariciones, aluxes, una mujer muerta en un accidente en la carretera Mérida-Cancún que, de súbito, se quitó de encima la sábana azul del forense.
—¡Ay, güey!, ¿te imaginas que estés ahí y lo veas? ¡Me cago! —Lourdes reacciona, aunque su ánimo pronto se vuelve más introspectivo—. Una ya no sabe si llegará a su casa. O si ahí nos recibirán las personas que amamos. La vida es un azar —dice, y noto que pasamos justo por debajo del puente en el kilómetro 33 del Periférico, desde cuyo borde, a unos 12 metros de altura, dos días atrás, una chica saltó al vacío. Iluminada solo por las luces encendidas de un tráiler, sin cerco perimetral ni policías en escena, su muerte quedó en video.
Grabaciones y fotografías de suicidios han proliferado en los últimos meses. El 11 de septiembre de 2023, el medio Presidio hizo una transmisión en vivo: un hombre de 31 años apareció colgado de la rama de un flamboyán, un árbol típico de la península, en la avenida Itzaes de Mérida (“Le pusieron una sábana de Navidad para cubrirlo”, dijo el reportero). El mismo medio se encargó de recordar que el 3 de agosto anterior se había hallado a otro ahorcado, de 41 años, en el interior de una secundaria federal en Yucalpetén. El 2 de marzo, una mujer y su hija descubrieron a un ahorcado más en el parque San Cayetano. Un mes más tarde, dos niños del municipio de Peto buscaban un papalote cuando se toparon con un cadáver suspendido de un árbol. Tras una búsqueda en Google, que arroja decenas y decenas de notas y casos, llama la atención un comentario en Facebook: “¿Por qué el Gobierno no está hablando de esto como se debería?”.
—¿Tú a qué te dedicas? —me pregunta Lourdes. Quiere pasar a temas menos escabrosos.
—Trabajo en un reportaje sobre el suicidio en Yucatán.
—Qué curioso —responde Lourdes bajando la voz—. Mi pareja se suicidó hace ocho meses. Estaba deprimida y nunca se atendió. La encontré al regresar del trabajo.
Entra aire frío por la ventana trasera y el sol está cubierto de nubes grises. Lourdes narra que su pareja tenía 37 años y una hija de 12 producto de una relación anterior, que su familia la maltrató cuando se declaró bisexual, que ella no esperaba que se suicidara porque “no pensé que dejara a su hija sola”. Una noche, luego de una fiesta en la que bebió alcohol, la pareja de Lourdes gritó: “¡Estoy harta de todo!”, y se encerró en el baño. Ella la encontró al volver del trabajo. Luego del hecho, la vida de Lourdes consiste en dormir, comer, bañarse y manejar por la ciudad. El mismo ciclo, día tras día.
—Solo te pido que no des mi nombre real ni más detalles. Es por respeto a su familia. Quiero proteger su memoria. Ahora puedo hablar de su muerte, pero me costó trabajo.
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Medios de comunicación, agentes inmobiliarios, clase empresarial o el gobierno de Yucatán impulsan por igual, a la menor oportunidad, la reputación del estado como un “paraíso”. Una especie de excepción a las múltiples problemáticas nacionales. La capital, Mérida, con casi un millón de habitantes (2020), de los cuales 220 274 se encuentran en condición de pobreza, es la cuarta mejor ciudad del mundo para vivir —o al menos así la nominó una muy conocida revista de turismo internacional—. El panorama se redondea con los datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública: es el estado que exhibe el menor número de homicidios en el país.
No faltan indicadores para inferir que Yucatán es la entidad más competitiva del sureste mexicano. Tampoco para sospechar que hay problemas en el paraíso. Y es que en este polo turístico, una planicie de selva baja cuya temperatura asciende a los 40 °C en verano, se registra la mayor incidencia de suicidios en México: 15.4 por cada 100 000 habitantes en 2022, con una media nacional de 6.4, según las Estadísticas de Defunciones Registradas del Instituto Nacional de Estadística y Geografía.
Pero en Yucatán sucede algo: el número de suicidios depende de la institución a la que se le pregunte; es decir, puede ser reflejo de particularidades en el sistema burocrático, político y de salud pública local. Una solicitud de información remitida por Gatopardo a la Fiscalía General del Estado arrojó que 341 personas se suicidaron en 2021, 381 en 2022 y 91 en 2023. Por su parte, los Servicios de Salud de Yucatán registran 264 en 2021, 213 en 2022 y 199 en 2023. Las variaciones entre las cifras de ambas instituciones pueden superar los 100 casos. Otra de nuestras solicitudes, remitida al Centro Integral de Salud Mental (Cisame), reveló un incremento de 183% en los casos de depresión, al pasar de 2 577 en 2022 a 7 305 en 2023, y un aumento en el consumo de medicamentos para tratar ansiedad y depresión.
Baile de cifras aparte, aquí abordaremos la carga multifactorial que ha dado forma a lo que, al menos, puede calificarse como una crisis de suicidios en Yucatán. ¿Por qué en un estado con tan buenas perspectivas de desarrollo, aparentemente al margen de las más obvias manifestaciones de descomposición social, alguien se quita la vida cada 36 horas? ¿Cuáles son las violencias ocultas tras el fenómeno? ¿Qué hacen las instituciones? ¿Quiénes luchan por frenar la crisis? ¿Cómo se avanza en medio del vacío que deja un ser querido que se suicida?
—En el estado hay un gravísimo factor: la pobreza. Por otro lado, está la falta de servicios capacitados para atender a la población. Son pocos, pero muy pocos, los médicos capacitados en suicidio. El aumento de casos tiene al menos 50 años —dice, vía telefónica, Yolanda Armendáriz, psiquiatra especializada en suicidio y tanatología.
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En 2018, Yolanda estudió el fenómeno del suicidio en los 106 municipios del estado. Entrevistó a decenas de familias para identificar factores de riesgo. Según su diagnóstico, las condiciones de marginalidad propician la incidencia de suicidios, que se suman a la falta de programas permanentes y al hecho de que los directivos médicos pronto se vuelven políticos y pierden la perspectiva de los datos. La investigación “Aspectos demográficos y socioculturales asociados al suicidio en población del estado de Yucatán”, publicada en la Revista Mexicana de Psiquiatría y Salud Mental en 2021, firmada por Yolanda y compañía, aborda la carga negativa que existe en torno a los suicidas y sus familiares. En los municipios y comisarías se queman sus ropas o los árboles donde se ahorcaron para “evitar una influencia demoniaca”. La palabra “suicidio” suele ser tabú y los velorios se realizan en la clandestinidad, bajo una mezcla de vergüenza y culpa. Yolanda lo sabe porque entró a las casas, observó las condiciones y percibió el dolor de los familiares.
—Luego de mi estudio me quedé con esta idea: si un directivo médico, si un político fuera a hacer entrevistas a las familias sobrevivientes de un solo caso de suicidio, si se sentara a dialogar con los sobrevivientes, entendería el fenómeno. Las condiciones de pobreza son alarmantes. Son historias de hombres y mujeres muy jóvenes.
No parece existir interés institucional en frenar, o al menos en abordar abiertamente, un fenómeno que se agrava cada año. Los medios dan una cobertura amarillista, con imágenes y datos explícitos que vulneran la integridad de los seres queridos. Entretanto, sobrevuela de forma inevitable una pregunta: ¿quién no ha pensado en quitarse la vida?
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Sentada en una mecedora de mimbre en la sala de su casa-consultorio, frente a una mesa de centro con un cenicero repleto de dulces, Marilú Ancona, de 69 años, psicóloga, activista, mueve suavemente las manos, como si nadara en el pasado, cuando recuerda el esfuerzo para formar grupos enfocados en la atención de los sobrevivientes de un suicidio. “Posvención”, su especialidad, es un enfoque de la psicología orientado a reducir los efectos negativos del trauma. El fenómeno del suicidio se contagia entre los familiares, que son los más vulnerables por la carga de culpabilidad y los más propensos a quitarse, a su vez, la vida.
—La situación de los allegados es dolorosa; a eso se suma el tabú social, las creencias religiosas, el desprestigio cultural. Todo maximiza el dolor. Una persona que atraviesa un duelo por suicidio vive una montaña rusa. Si no se tratan estas problemáticas, el duelo puede derivar en que atenten contra su vida. Ninguna institución trabaja con ellos. Los trabajos de posvención evitan que el duelo se vuelva patológico.
Su hijo Jorge se suicidó hace una década, a los 37 años. Durante el duelo inicial, Marilú se aisló, bajó de peso, perdió cabello y dejó de dormir. Los primeros tres meses fueron los peores porque pasó días completos encerrada, con las luces apagadas, sin responder llamadas ni mensajes. Jorge atravesaba una separación sentimental, y ella notó algunos gestos que en principio no apuntaban hacia nada grave, pero después se transformaron en culpa. Él era contador, un adulto funcional, nunca se mostró deprimido y no asistía a consultas psicológicas.
—En las últimas fechas Jorge aumentó el consumo de alcohol. Esa fue una señal de alerta junto con otros dos factores: vivía solo y estaba separado. Unos días antes me dijo: “Mamá, se paró un camión de mudanzas y se llevaron todo”. Había perdido mucho por la separación. “¿Todo?”, pregunté. “Sí, todo”. “¿Hasta la lavadora?”. “También”. “¡Bobo, nosotros te regalamos la lavadora!”. Eso pasó un jueves y el viernes se quitó la vida. Aparentemente no dio ninguna señal. Luego, en retrospectiva, te das cuenta —reflexiona Marilú.
(Un dato que aporta la doctora Laura Hernández, del Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales de la UNAM: deshacerse de lo material se da en nueve de cada 10 casos de ideación suicida.)
Quince días después de la tragedia, Marilú volvió al trabajo. En aquella escuela llevaba impartiendo clases 29 años, pero igual se enfrentó a la marginación de sus colegas: la esquivaban en los pasillos, evitaban hablar con ella en las oficinas. Jorge había sido alumno y su suicidio se publicó en el periódico. Nadie supo qué decirle. Marilú estaba fuera de sí. Seguir trabajando fue un intento por asumir que Jorge ya no estaría nunca más, pero que la vida seguía. Sin embargo, al cabo de unas semanas, la despidieron. Ella decidió encarar el duelo; estudió Tanatología y Suicidología.
En su búsqueda de otros padres que perdieron hijos, Marilú encontró en internet al grupo Renacer, fundado en Argentina. Renacer tiene una sede en Ciudad de México, y por teléfono dio con Eduardo, un yucateco que trabaja de payaso con el nombre artístico de Bolitas, cuya hija murió en un accidente de auto. Tenían un deseo común: abrir un grupo de duelo en el estado, y se organizaron para lograrlo. Al paso de los años, Marilú notó que las características del duelo por suicidio son particulares: la carga de vergüenza y culpa suelen ser brutales. Eduardo se quedó a cargo de Renacer, y ella, apoyada por otras sobrevivientes, fundó Ancla de la Esperanza, un grupo exclusivo para quienes perdieron a alguien por suicidio. Marilú ha estado al frente por cinco años. Es el único en su tipo que existe en la entidad.
Apenas hace cuatro décadas, la Iglesia prohibía que un suicida se enterrara en camposanto porque estaba “condenado”. Los sacerdotes se negaban a oficiar misas por su alma. La vida se consideraba un fruto sagrado y el que se la arrebataba, sin el consentimiento de Dios, era un pecador. Hoy, Ancla de la Esperanza se reúne en la Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús, en Mérida, los martes por la noche. Es un grupo de ayuda grupal en el que se aprende a sortear el duelo y recordar con amor a quienes ya no están. Se esquiva la pregunta “¿por qué?”, pues los únicos que tienen la respuesta han desaparecido.
En los municipios y comisarías se queman las ropas de los suicidas o los árboles donde se ahorcaron para “evitar una influencia demoniaca”. La palabra “suicidio” suele ser tabú y los velorios se realizan en la clandestinidad, bajo una mezcla de vergüenza y culpa.
—Recuerdo a mi hijo con sus gustos terribles: le encantaba Jim Morrison, Tarantino. Una vez fuimos al cine a ver algo que nos recomendó. Cuando regresamos me dijo otro hijo: “¿Por qué le hicimos caso a Jorge, si le gusta pura porquería?”. Ahora ya nos reímos. Vamos a una tienda y le digo a mi esposo: “¿Qué camisa escogería Jorge?”. “Esa”, me dice, apuntando a la más fea. Está presente, pero con puro amor, sin dolor. Esa es la idea: uno entiende que no va a regresar nunca. Entonces, ¿qué puedo hacer? Ayudar a otras personas. Eso me hace sentir que puedo aportar algo sobre este gran problema de salud pública.
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—Cuando entra una llamada, digo: “¿Sí?, ¿bueno?, salvemos una vida”. Por la hora, ya sé a qué atenerme. Al otro lado de la línea puedo escuchar llantos, gritos, una respiración entrecortada —dice José Luis Vales.
Delgado, ojos claros, con poco más de 70 años, José Luis es psicólogo y, con 28 años de trayectoria, uno de los integrantes de Salvemos una Vida, una red de apoyo para personas con ideación suicida. Los servicios de la red incluían consultas psicológicas gratuitas; incluso había una sede en el centro de Mérida. Hoy el espacio está en remodelación. La casa sufrió robos, tiene un techo con huellas de humedad y carece de agua y luz. Lo único que sobrevive es la línea de apoyo que José Luis atiende 24 horas al día (padece un trastorno del sueño que ya está atendiendo). Un hombre que siempre contesta el teléfono, a mitad de una ciudad con casi un millón de habitantes. Posee una clara postura religiosa, que lo enorgullece. Su labor es de contención.
La sala en la que estamos con José Luis está flanqueada por vitrinas con figuras de mampostería: vaqueros, querubines, cruces. Algunas motas de polvo flotan lentamente, iluminadas por un raudal de luz que entra por la ventana. Sobre su escritorio hay decenas de engargolados. Muestra algunos: son compendios de notas de suicidio de años recientes que recortó del Diario de Yucatán, uno de los medios más conservadores en el estado. Hay imágenes en blanco y negro de hombres colgados y titulares revictimizantes: “Tomó la puerta fácil”, “Se suicida por desamor”, “No llegó al Año Nuevo”. Las imágenes nos llevan a corroborar algo: más de 70% de los casos son por ahorcamiento. En el último año se registraron 194 casos de asfixia de un total de 208 suicidios, según datos obtenidos por medio de una solicitud de información vía Transparencia.
José Luis presume que Salvemos una Vida son los “number one” en atender la crisis de suicidios en Yucatán. Año tras año ha sido testigo de los incrementos en las cifras y de programas que nacen y mueren dependiendo de los políticos en turno. Nada ha cambiado. Él recuerda un caso, en 2017, que fue determinante en su decisión de encauzarse en otro nivel de atención: las infancias.
—Fue por una chiquita de diez años que se suicidó en Temozón. Yo le puse María porque el periódico omitió su identidad. Tenía una hermana de siete años, su papá siempre llegaba alcoholizado y peleaba con la mamá. Gritos, golpes. Ella se asustaba y protegía a su hermana, iban a refugiarse con los vecinos. Una vez la niña les dijo: “Si siguen peleando, me voy a matar”. Todo el mundo lo sabía en el pueblito porque la niña lo gritaba. ¡Era bola cantada! ¡Ya se sabía!
José Luis se levanta y busca en el escritorio. Caen papeles. Muestra un ejemplar de la revista Newsweek en español, en la que homenajean su labor.
—Para que cheques nuestra trayectoria. Notamos, cuando salió este número de la revista, un incremento en los niños. Es algo que hasta la fecha me cuesta trabajo creer, pero me consta: he atendido a niños de 11 años, de 12, de 13. Ni siquiera adolescentes. Y fui notando que venía bajando la edad de los suicidas desde 2009, por allá. Entre los adultos, quienes más se matan son los hombres. Las mujeres lo intentan más.
José Luis abre una libreta en la que marca los horarios de las llamadas: T de tarde, N de noche, M de madrugada. Las letras se ven mal trazadas, como si las hubiera escrito justo después de despertar. Sus apuntes reflejan jornadas con seis, ocho y 10 llamadas. En los meses de pandemia, recuerda, podían ser hasta 20.
—Me han hablado de todos lados…, de Estados Unidos y Francia. Pon tú, una llamada a las dos de la mañana, una en la que me digo: “Esto es de emergencia”. Contesto y me dicen: “Señor, gracias. No contestó la línea fulana de apoyo, no me contestó la que está en internet, no me contestó la línea de emergencia del gobierno. Usted fue el único”. Por eso no necesito que me echen flores, yo solito me las echo —comenta José Luis y muestra los tres números de emergencia que maneja en dos teléfonos y una tablet. El más reciente en el que se le puede contactar es el 075.
José Luis hace preguntas para dibujar mentalmente a quien se encuentra del otro lado: “¿cuántos años tienes?, ¿dónde vives?, ¿tienes pareja o hijos?”. Y la más importante: “¿qué harás mañana?”.
Apenas hace cuatro décadas, la Iglesia prohibía que un suicida se enterrara en camposanto porque estaba “condenado”. Los sacerdotes se negaban a oficiar misas por su alma. Hoy, Ancla de la Esperanza se reúne en la Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús, en Mérida, los martes por la noche. Es un grupo de ayuda grupal en el que se aprende a sortear el duelo y recordar con amor a quienes ya no están. Se esquiva la pregunta “¿por qué?”, pues los únicos que tienen la respuesta han desaparecido.
No niega su postura religiosa; se considera un hombre de la vieja escuela.
—Soy católico aquí y en China. Me da orgullo decirlo. Aun así, tengo amigos judíos, agnósticos, testigos de Jehová. La clave es el respeto, ¿verdad? —sobre esa línea, me habla de un eclipse de sol que sucederá en unos días—: El eclipse es una señal de que la Iglesia enfrenta peligros. Hay malos sacerdotes que quieren hacer cosas que van en contra del dogma: que se casen los homosexuales por la Iglesia, que haya mujeres sacerdotes, que se quiten los hábitos de vestimenta de los padres. ¡Una serie de aberraciones, ca’ón, que van en contra de la doctrina católica!
—José Luis, ¿por qué aquí se concreta tanto el suicidio?
—Los yucatecos son gente buena que se traga sus problemas hasta que explotan y son susceptibles al suicidio. Explotan por no vengarse, por no atacar, por no matar. Además, están sus orígenes. ¿Sabías que los mayas tienen a Ixtab, la diosa del suicidio?
Ixtab nunca fue la diosa de los suicidas. Hace años se consideraba que su representación era una alegoría de la muerte por ahorcamiento. Sin embargo, el estudio “Desmitificación del contexto cultural del suicidio entre los mayas prehispánicos”, publicado por Cuicuilco Revista de Ciencias Antropológicas en 2020, niega su existencia. Sus menciones habían sido instrumentalizadas por misioneros con el objetivo de emitir juicios racistas contra la población indígena. En la actualidad es reconocida como una deidad de la luna. Donde el mito no llega, los estudios culturales lo intentan.
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Víctor Fernández es musculoso, de cabello largo, y tiene varios tatuajes. Sobresalen dos cuchillos en sus antebrazos y unas ondulaciones en tinta negra bajo su oreja. A sus 34 años es maestro en Teoría Crítica con especialidad en Estética. Dedicó una parte de su tesis al suicidio de su amigo Omar, y dirige el Centro Cultural Lorca, en la colonia Gran San Pedro Cholul. Para Víctor, la crisis del suicidio se perfiló desde principios del siglo xx, cuando la economía de la entidad pasó de un preponderante sector primario a uno terciario, un proceso que quedó marcado por la decadencia de la industria henequenera y la pérdida de identidad cultural en la población. Tomemos en cuenta que Yucatán es el tercer estado con más hablantes de lengua indígena, pero también el primero en discriminación, con una prevalencia de 32.1%, según la Encuesta Nacional sobre Discriminación 2022. Víctor elabora: el ahorcamiento por soga, el principal método de suicidio, es una metáfora sobre los diferentes niveles de opresión que ahogan a la sociedad. Simboliza los restos del resentimiento por la explotación henequenera en la región.
—Un sujeto explotado, endeudado, sale hasta la madre del trabajo. Se mueve en transporte público y tarda dos horas en llegar. En ese transcurso, en que sale cansado, aturdido, está en un horno, en uno de los estados más calurosos de México. Su casa es de techo bajo, comprada por Infonavit. Otro horno. ¿Qué le queda a ese sujeto para olvidar la realidad? Enajenarse: bebe alcohol, se droga. Y lo que siente es que no puede respirar. ¿Quiénes lo escuchan? No puede expresarse. La forma en que uno se mata carga un significado profundo, porque es la última representación de su existencia. Es una forma de resignificarse, un error, ya que podría hacerlo de otra manera, pero no tuvo las herramientas.
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La canción “Del cielo al infierno”, de Los Juglares, la banda de trova más famosa de Yucatán, fundada por Fernando Vadillo y José Vadillo en 1991, tiene una estrofa vinculada al suicidio, que dice: “Hoy te confieso: me arrepiento / fue un error / no seguir a tu lado. / Estoy pagando esa torpe decisión / no te imaginas cuánto”.
Fernando, de 47 años, toma café en el bar de su casa. Es de mañana. En la pared cuelgan la imagen de una guitarra y algunos dibujos de cantantes. El hijo de su hermano José —quien era voz y bajo de la banda— , Paulo Vadillo, se suicidó en 2021, a los 19 años. Antes de la entrevista, Fernando pone sobre la mesa las fotos de ambos: del lado izquierdo, Paulo sonríe, de pie en una lancha; del derecho, José viste el uniforme de Pumas de la unam con los pulgares levantados.
—Cuando Paulito tenía 13 años lo involucramos en el grupo. Nos ayudaba a armar el equipo de sonido, vender discos, editar videos. Él nos grababa, tenía cámaras para edición, tocaba la guitarra, componía sus canciones. Un tipo supertalentoso, mi sobrino —recuerda.
Fernando ve la fotografía. De pronto, se pasa las manos por el rostro, se enrojece.
Paulo era un chico alegre pero visceral. Cuando algo no le salía bien, cuando una limitación le impedía adquirir una necesidad material, imprecaba: “Odio la vida, me voy a matar”. Hacía contenido para redes sociales. En uno de los muchos videos que subió a YouTube, enlistaba 50 datos sobre él: no bebía alcohol, creía en Dios, tenía siete gatos, se molestaba por todo, su comida favorita eran las lasañas y las hamburguesas. Se consideraba introvertido y no asistía a fiestas. Era un chico alto y delgado, serio, de cabello a rape. En este examen a distancia nada revela una clara ideación suicida, fuera de las salidas de tono que recuerda su tío. Él mismo sospecha que los resortes de la decisión que tomó su sobrino fueron varios.
—En sus últimos días Paulo quería comprarse una computadora. Estaba desesperado por eso. Propuso vender su coche para comprarla y mi hermano le pidió que esperara a que las finanzas estuvieran mejor porque era pandemia. Se pelearon. También tuvo una noviecita de muchos años a la que le descubrió una infidelidad. Eso lo golpeó mucho. Si de por sí ya venía molesto con la vida, esto quizá lo terminó de afectar...
Fernando tiene razón: no puede haber un solo motivo. El suicidio es un fenómeno multifactorial con violencias y detonantes explícitos e implícitos. Los seres humanos somos icebergs: mostramos una diminuta porción de identidad. Algunos casos se inscriben en contextos de violencia y pobreza extrema, pero en casa de Paulo no había alcoholismo ni violencia intrafamiliar.
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Una noche Paulo tuvo un conflicto con sus padres. Era incontrolable cuando se enojaba y debían pasar horas, un día, antes de tranquilizarse. Tras discutir con su mamá y patear los platos de sus mascotas, que se rompieron, Paulo se encerró en su cuarto.
—En la madrugada bajó mi sobrino y se encontró con José [su padre] en la cocina —narra Fernando—. Le dijo: “Acá está el dinero de los trastes que rompí”. “No, Paulo, nadie te los está cobrando, tranquilo, ¿qué pasa, rey?”. Por más que mi hermano quería calmarlo, Paulo se encendía. Amenazó con irse. “Pues lárgate, cabrón, pero a partir de mañana comienzas a ir a terapia. Tienes que hacer algo contigo, porque estás mal”.
Paulo fue a una casa cercana en la que su mamá daba masajes terapéuticos. Había un cuarto extra en el que se alojaban visitas o el propio Paulo cuando se peleaba con sus padres. Conversó con algunos primos y pidió que fueran a verlo. En Mérida, a causa del covid-19, había toque de queda y nadie quiso poner en riesgo su seguridad. Solo su mamá tuvo un breve intercambio con él.
—Esa noche mi cuñada le dice: “Mañana nos vemos, hijo. ¿O por qué no nos vamos ya a la casa?”. Paulo contestó: “No, no, mañana cuando vengas no voy a estar acá”. “Está bueno, papi, nos vemos mañana”. Nadie pudo tener la lectura de que a un joven encabronado no hay que dejarlo solo. Al contrario: es cuando hay que estar con él, calmarlo, acompañarlo, lo que sea, pero esperar a que se le baje.
Esa noche Paulo recibió un mensaje de José. Le reclamaba su actitud, la tensión familiar. Paulo lo dejó “en visto”. A la mañana siguiente encontraron su cuerpo. Fernando recuerda a su hermano frente al volante, afuera de la casa, llorando y mirando hacia la calle. José amaba a su hijo con una fuerza brutal, su pérdida era irreparable.
—Llevamos a José con tanatólogos, psicólogos, psiquiatras, padres, terapia de constelaciones y no mejoró. Fue horrible verlo sufrir. En un viaje a Tampico lloró en el aeropuerto, en el avión, en el hotel. No había momento en el que no estuviera mal. Una noche nos pusimos a ver futbol, quise sacarle plática sobre los equipos. Apagamos la tele y escuché sollozos. “¿Qué pasa?”, le pregunté. “Mi hijo, cabrón, se murió mi hijo”. Abracé a mi hermano. Teníamos el aire acondicionado prendido, pero él sudaba. Cuando despertó, lo primero que hizo fue suspirar. “Mi mejor momento del día es dormir, porque sueño con él. Ahora solo siento dolor”.
Setenta días después de la muerte de Paulo, José falleció de un infarto.
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Rita Ortiz, de 61 años, pequeña, cabello negro y mirada dura, con el collar de una cruz católica, se define como una detective de las emociones. Su trabajo consiste en entrar en lo más profundo de la persona y descubrir en qué punto se inició la construcción de una idea en particular: la de quitarse la vida. Presencial y telefónicamente, Rita permanece con el paciente en crisis hasta tener garantías de que buscará atención médica. Ella estudió Suicidología en la primera generación del psiquiatra Gaspar Baquedano, una eminencia en el tema, que falleció en 2022.
—Siempre hay detonantes en la niñez: violaciones, abuso, traumas. Yo no le llamo “ideación”, sino “construcción” suicida. Es algo que toma tiempo, y en donde se suman los problemas que han atravesado en la vida —apunta Rita.
Conversamos en un parque de la colonia San Francisco Chuburná. Es una mañana bochornosa, arriba de los 30 °C. Hace dos días, el lunes 25 de septiembre, fue el aniversario luctuoso de Valeria, su hija menor, que se suicidó en 2018. Su historia es un compendio trágico de las problemáticas reconocibles alrededor de la alta incidencia de suicidios en el estado: negligencia psiquiátrica, falta de apoyos gubernamentales a las instancias y programas destinados a contener la crisis y el incumplimiento de lo establecido en la Ley de Salud Mental, publicada en 2018 durante el gobierno del priista Rolando Zapata, uno de los periodos que han registrado mayores irregularidades financieras en los últimos tiempos, si atendemos a las 31 denuncias presentadas por la Secretaría de la Contraloría General del Estado de Yucatán.
Adquiere la edición #229: Resurgir.
El trastorno límite de la personalidad de Valeria pasó por diferentes fases. En algunas ocasiones podía trabajar y disciplinarse con sus consultas; en otras, le costaba trabajo salir de su habitación. La mencionada ley, en su artículo 7, estipula que en Yucatán las personas como Valeria, con trastornos mentales graves, tienen derecho a recibir una pensión en un monto similar al de personas con discapacidad física.
Rita recuerda que, en 2018, sin ninguna formación u orientación, lo único que podía hacer por su hija era llorar. Valeria notaba su dolor e impotencia, lo que terminó afectándola. Siempre estaba sedada, sumida en largos periodos de sueño producto del clonazepam, el único medicamento que le recetaron. Cada tanto, luego de llorar y sentir malestar por horas, le sobrevenía un ataque y su madre llamaba a una ambulancia para que la internaran. Ese año Rita atravesaba otro duelo: finalmente había logrado separarse del papá de sus tres hijas. Vivió una relación abusiva de 30 años. Por las noches rezaba para que la situación mejorara.
—Durante los ataques, cuando lloraba con Valeria, me decía: “Mamá, no llores porque me siento culpable”. Cambié el modo: si había una crisis, me sentaba a un lado hasta que se le pasara. Era lo único que podía hacer. El papá no se hizo responsable. Cuando la internaban a las dos o tres de la mañana, le inyectaban algo fuerte para dormir. Ella así vivía. Yo soy creyente y en algún punto pensé: “Dios mío, no es vida ni para ella ni para mí. Lo único que puedo hacer es sufrir”. Ahora que he aprendido, trato de ayudar a la gente que se enfrenta a esto.
El 25 de septiembre de 2018, Rita se trasladó de su trabajo en una cocina económica a la casa donde vivía Valeria, quien acababa de independizarse. La encontró cerrada, las cortinas corridas, sin ruidos en el interior. Logró entrar con la ayuda de unos vecinos. En el documental Los bordes del abismo (2021), dirigido por Ariadna Medina, Juan de Dios Rath y Daniel Peraza, con testimonios de sobrevivientes de suicidio en Mérida y Uruguay, Rita narra ese momento preciso:
—Entro y corro hacia su cuarto [el de Valeria], que también estaba cerrado. Les digo a las personas que se tenían que detener porque ellos ya no podían hacer mucho por ella, y yo la quería ver, la quería atender. La cargo, la levanto, aunque ella era altita. Nunca corté las cuerdas; la desamarré poco a poco. La abrazo y la pongo en mi pecho. Lo único que se me ocurre decir es: “Jesús, hijo de David, ten compasión y misericordia de su alma. Tú me la diste estos 22 años y yo te la devuelvo, así como la vi nacer, te la entrego”. No me perdí en ningún momento. Les dije a las autoridades que me dejaran verla, despedirme, abrazarla. Me dicen: “Puede tomar el tiempo que necesite”. La beso, la peino, le jalo la ropa, porque la tenía alzada; le quito los zapatos, la abrazo y la pongo en mi pecho y le digo cuánto la amo, que la amo demasiado.
Tras aquello, Rita vivió un tiempo con otra de sus hijas. No podía comer ni dormir. El duelo por suicidio se considera uno de los más complejos, a causa de la carga de culpa que soportan los familiares y la gente cercana. Durante un tiempo Rita consideró que el suicidio de Valeria pudo evitarse, pues al llegar encontró un agua mineral recién comprada. El estudio “How Many People are Exposed to Suicide? Not Six”, encabezado por Julie Cerel y publicado por la Universidad de Kentucky en 2018, estima que un solo suicidio afecta hasta a 135 personas. Una parte de ellas considerará quitarse la vida.
Rita recuerda que su otra hija le dijo: “Mamá, Valeria ya está muerta. Pero tú no te puedes hundir. Tienes que estar aquí, fuerte, por nosotras”. Esas palabras resultaron vitales para que tomara la decisión de usar su experiencia como una plataforma de prevención de suicidios en el estado. Hoy es una suicidóloga reconocida que colabora con la Asociación Yucateca de Suicidología (AYUS), en los programas de prevención, y con Ancla de la Esperanza, en la ayuda de los sobrevivientes. En su mano derecha Rita usa una pulsera con un ancla: simboliza el peso de la esperanza para permanecer en la vida.
El psiquiatra de Valeria le dijo a Rita que su muerte era un hecho extraño porque “no era candidata para suicidarse”.
—Los psiquiatras no te miran a los ojos. Toman notas los 20 minutos que dura la consulta y no les importa si vivirás mañana. A mí me desmoralizó cuando el psiquiatra, tras dos meses, no sabía del suicidio de Valeria. Fui a su consultorio y me dijo: “Espérese hasta que termine todas las consultas”. Esperé horas y solo me atendió 10 minutos porque tenía “mucho que hacer”. Ni siquiera me dio el pésame.
Rita asegura que este es un problema común en Yucatán. Los psiquiatras del sistema de salud pública obvian la resolución del proceso terapéutico. A los pacientes se les niega la posibilidad de seguir con sus vidas, pese a que en su artículo 7 la Ley de Salud Mental sostiene que debe existir un programa integral para recuperar sus habilidades cognitivas y reinsertarse en el ámbito familiar. Cuando Arsenio Rosado fue nombrado director del Instituto de Salud Mental, surgieron denuncias en su contra por anomalías administrativas en el Cisame, violaciones a los derechos humanos, pruebas de medicamentos sin la aprobación de los pacientes (lo que violaba varias fracciones del mismo artículo de la ley), investigaciones científicas sin protocolos ni consejos de ética (a las cuales eran sometidos los usuarios sin dar autorización) y negligencia en los procesos de atención.
Acaso como una forma de responder a la falta de rumbo institucional y de continuidad en las políticas públicas, Rita forma parte de una trinchera de activistas que enfrentan la crisis del suicidio en Yucatán. Le reconforta acordarse de casos exitosos; algunos de los involucrados la contactan de nuevo para agradecerle. En otras intervenciones ha tenido que ser dura con los participantes por la ignorancia que existe sobre los trastornos mentales y la subestimación de la reincidencia del intento de suicidio. “Nunca —y estas son palabras muy utilizadas por los activistas— se debe ignorar a la persona con ideaciones”.
—Me llamó una señora porque su hijo se quería suicidar. “Mire”, le dije, “no tengo vehículo, pero si viene por mí con gusto la apoyo”. No vinieron porque hasta ese momento el chico solo tenía la idea. Le insistí esa vez: “Es importante que lo lleve a atención en este momento porque la situación puede empeorar”. Me ignoró. El sábado me llamó de nuevo, desesperada: “Mi hijo se quiso colgar”. “Desafortunadamente ya no la puedo ayudar”, contesté. “Lo único que puedo pedirle es que le diga a su hijo que se calme, que se baje del techo. Llévelo al [hospital] psiquiátrico para que lo valoren. Por nada del mundo lo deje solo en casa. Si usted se acuesta a dormir, si le cierra la puerta, mañana no lo va a ver”.
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“Los números de suicidios en el estado se deben, en parte, a que entregamos informes completos. ¿Cómo es posible que Guerrero no tenga un solo caso?”, cuestiona Mariana Rodríguez Molina, subdirectora de Salud Mental de la Secretaría de Salud de Yucatán (ssy). La subdirección está en la colonia Miguel Alemán, una de las más antiguas de Mérida. Es un edificio blanco con una sala repleta de pequeños cubículos.
Mariana sostiene que, durante el último periodo, el gobierno desarrolló varios proyectos para reducir las cifras: brigadas municipales, una línea de apoyo emocional (creada ante el incremento de la depresión por la pandemia de covid-19) y una aplicación electrónica cuyo fin es clasificar la depresión en cinco niveles.
“Más que acabar con los suicidios, queremos acabar con el dolor de las personas. La persona que se mata no quiere morir, sino escapar de lo que siente. Ellos entran en algo llamado ‘visión túnel’”, explica Mariana. En psicología, la visión túnel es un efecto que impide a alguien con depresión o ansiedad, o que se enfrenta a una amenaza inminente, notar los estímulos del entorno. Solo piensa en escapar. Es una visión estrecha y negativa de la realidad que maximiza el sufrimiento. Casi siempre está acompañada por trastornos mentales, estrés, abuso de sustancias, falta de empleo y soledad. Según la lista de casos obtenida por Transparencia, en los últimos tres años, 80% de los casos de suicidio se concentraron en los hombres, porque ellos presentan mayor dificultad para expresar emociones y buscar ayuda médica.
Hasta noviembre de 2023, con cinco años de haberse lanzado, la aplicación tenía registrados a 60 000 usuarios. En los últimos años (2021, 2022 y 2023), Salud Mental ha formalizado la práctica de contactar a quienes presentan mayor riesgo —los últimos dos niveles de la escala—. Lo mismo hace con quienes pierden familiares por suicidio: una brigada las visita para ofrecerles atención psicológica. “Cuando vamos a ver a las familias, nos piden que no digamos nada, que el pueblo no se entere. Sin embargo, sí siento que estamos avanzando en sensibilizar a las personas”, asegura la subdirectora. En 2023, Mérida es el municipio que registra el mayor número de casos.
Hay un programa más, llamado Código 100, tomado de España, que busca capacitar a los diferentes niveles de gobierno en contención y canalización en todo México. Engloba a las policías estatales y municipales, los “sospechosos comunes” de minimizar las ideaciones y los intentos de suicidio. Según el Programa Nacional para la Prevención del Suicidio del gobierno federal, Código 100 es “un sistema de apoyo a la toma de decisiones clínicas en el comportamiento suicida en hospitales generales o centros de atención dentro de las redes integradas del sistema de salud”. Para los activistas, es una falacia. Les parece imposible que un programa que no se ajusta a las características culturales de Yucatán logre sensibilizar a los médicos, asistentes y funcionarios que operan en los diferentes niveles de atención.
Los dos psicólogos encargados de implementar el Código 100 en el Hospital General Agustín O’Horán, Wilbert Romero y María del Carmen Quiven, enfrentan, dicen, problemas presupuestales para aplicarlo en Yucatán. Ambos son jóvenes, menos de 50 años, y están vestidos de negro, como si vinieran de un funeral. Enfrente, en un pizarrón blanco, hay un diagrama con la organización del hospital: cirugías, neonatales, cuidados intensivos; en ninguna parte encuentro las palabras “suicidio” o “intento suicida”. Ambos hablan pausando, midiendo las respuestas.
Ante un intento de suicidio que llega al hospital público más concurrido de Yucatán, el paciente es sometido a una entrevista. Si pueden interrogarlo, se procede a la canalización, y tendrá un seguimiento si la idea de matarse es persistente. Pero si las ideas se esfuman de un momento a otro, o si miente, lo mandan a casa. Wilbert reconoce que el programa está hecho para un espacio como el psiquiátrico local, y no para un hospital público de atención general. Ha resultado difícil capacitar a las cerca de 3 000 personas que trabajan allí. “Hemos tenido que modificar muchas cosas —agrega Wilbert—. Por ejemplo, cuando el paciente llega con un intento grave y está inconsciente, lo intuban y no hay manera de hablar con él. ¿Cómo lo valoramos? Nosotros no atendemos prevención. Aquí llegan cuando ya se abrieron, se colgaron, tomaron algo”.
Continúa María del Carmen: “Son dos tamizajes [un espectro para medir la conducta suicida con entrevistas]. Primero en urgencias, luego en lo que resulte de sus citas. Un paciente que entra por intento de suicidio activa el Código 100 y se les da cita lo más pronto porque están deprimidos y necesitan atención. Una psicóloga se encarga de darles seguimiento. Les llamamos si no asisten”.
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Me he inscrito en un curso que, espero, me ayudará a entrever un sentido entre tanto dolor. O al menos, a aterrizar los testimonios. Estoy sentando en un mesabanco amarillo, como de secundaria, en un salón de clases con carteles coloridos, colgados de la pared, de las células animal y vegetal. Mientras tengo las señales más elementales de la vida enfrente, aprendo sobre la muerte. Estamos a inicios de octubre, en el Instituto Educativo David Alfaro Siqueiros, en Mérida.
—Mi papá se suicidó y mi familia lo ocultó por años. Luego supe que hay más casos —dice un chico.
Se trata del primer curso organizado por la ayus y el colectivo Somos Periodistas. Está dirigido a medios de comunicación. El objetivo, mencionaba un correo, es frenar la información que no muestra empatía por los sobrevivientes. La ayus se constituyó legalmente en 2023, año en que el estado registró la mayor incidencia de suicidios en México. Está conformada por psicólogos, psiquiatras y sobrevivientes.
—Yo vine porque en la adolescencia se suicidó uno de mis amigos y tardé mucho tiempo en entender el porqué —dice una chica.
Edgardo Flores, presidente de la ayus, dice que el fin de las cuatro sesiones es consolidar una primera generación de periodistas que cubran el suicidio de manera responsable y frenen el “efecto Werther”, un fenómeno de propagación del suicidio a partir de réplica o imitación de lo que se difunde en los medios amarillistas y la nota roja. El nombre proviene de una novela de Goethe, titulada Las penas del joven Werther, en la que el protagonista se suicida tras una decepción amorosa. El libro produjo una oleada de suicidios en Alemania: los cuerpos de los jóvenes estaban vestidos igual que Werther, con el libro en el bolsillo. Y yo pienso en este momento en lo que me confió Rita Ortiz: luego del suicidio de su hija, la prensa intentó entrar a su casa para tomar fotografías.
—El suicidio en Yucatán es un fenómeno enmarcado en violencias no atendidas —continúa Edgardo—. Las estadísticas que tenemos son la obesidad (que pareciera no estar relacionada, pero también es un impacto), discriminación, abuso sexual infantil y los salarios más bajos del país. Yucatán es un estado con clasismo y dificultades para el acceso a la vivienda. Nunca hay una sola causa. El suicidio es multifactorial.
Con tal descripción del estado de alerta puedo entender mejor la urgencia tras las palabras de un miembro de la ayus al que contacté pronto en la investigación. Es el psicólogo Alfredo Rodríguez: “Yucatán tiene una Ley de Salud Mental (creada en 2018 y reformada en 2019) que establece la creación de coordinaciones de Salud Mental en cada municipio del estado. Tendría que existir un psicólogo en cada centro de salud. Nada de eso ha ocurrido, la ley no funciona como debería. Y eso nos lleva a la pregunta: ¿en qué están invirtiendo los recursos públicos?”. Esa cuestión no la averiguaremos aquí, pero al menos nos acercaremos a conocer cuánto no se está invirtiendo: la Ley de Salud Mental establece que la atención a los trastornos mentales debe recibir 7% del presupuesto total de Salud; sin embargo, en 2023 se ejerció poco más de la mitad de esa proporción. Una solicitud de información dirigida a la ssy reflejó que solo se invirtió cerca de 3.9%.
Las cifras se superponen mientras regreso al salón de clases. “Por el contrario, queremos fomentar el ‘efecto Papageno’, [que toma su nombre de] un personaje de la obra La flauta mágica, de Mozart, quien habla sobre los valores de la vida y su importancia”, sigue Edgardo.
A lo largo de cuatro semanas, cada sábado, en este salón pasarán psicólogos y sobrevivientes. Vendrá Marilú Ancona junto con Rita para contar sus experiencias. Edgardo nos presentará un manual sobre el manejo de la información y la responsabilidad de los reporteros basado en recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud. Varios puntos me llaman la atención: 1. nunca debe escribirse “cometió suicidio”, pues no se trata de un delito, y hay que usar un “lenguaje seguro que no estigmatice” (suicidarse, morir por suicidio, violencia autodirigida); 2. el cuidado con los sobrevivientes: las entrevistas deben partir desde la empatía; 3. siempre pensar en el objetivo del mensaje. En la segunda sesión sabré que Presidio, el portal de nota roja, amenazó con demandar a la ayus cuando criticó su falta de profesionalismo.
En la penúltima sesión se desata una discusión. Un académico, a quien luego expulsan, alega que nuestra responsabilidad es entrar a las redacciones para frenar el amarillismo y forzar a los directores de los medios a tomar una postura. El grupo se voltea en su contra, rebatiendo cada uno de los puntos que arroja sin notar siquiera que interrumpe a Marilú y Rita, dos sobrevivientes, cuando hablan del suicidio de sus hijos. Al final de la sesión me acerco a ellas.
—¿Cómo vas con el reportaje? —pregunta Rita. Marilú sonríe.
Les interesa este esfuerzo: es un aporte, entre tantos, para que las cosas mejoren, para comprender mejor. Pero a mí me interesan ellas. Salgo al calor abrasador pensando en una escena que contó Marilú: después de semanas encerrada, lidiando con un dolor sin nombre, su esposo le preguntó si quería algo de la calle. Por primera vez dijo que sí. Fue una señal: la vida continuaba.
—Con los ojos llorosos, le dije a mi marido: “¿Me traes un caramel macchiato?” —recordó Marilú, y las cosas, al fin, comenzaron a cambiar.
Este reportaje se realizó con el apoyo de la Fundación W. K. Kellogg.
Más sobre la edición impresa #229: «Resurgir».
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