The Killer', la inusual fantasía obrera de David Fincher

The Killer', la inusual fantasía obrera de David Fincher

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Tiempo de Lectura: 00 min

Ya puede verse en algunas salas de cine y en Netflix la nueva película del director de The Social Network. Aunque la trama de The Killer sigue a un asesino solitario en plena venganza, la imaginería y el ritmo demuestran que David Fincher utiliza ciertas convenciones del género para hablar sobre la explotación.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
The Killer, Netflix (2023).

Durante buena parte del metraje de The Killer (2023), David Fincher se dedica al oficio más esencial del cineasta: mostrar personajes, espacios, acciones, objetos. Su observación es a veces demasiado rápida y hasta mecánica como para pensar que estamos viendo una película de procesos, es decir, una que contemple, paso a paso, y a sugerencia del título, cómo matar.

No Country for Old Men (2007), de los hermanos Coen, sería un buen ejemplo reciente, gracias a la minuciosidad con que describe cómo Anton Chigurh (Javier Bardem), el hombre plaga, confecciona un arma con un tanque de gas, o cómo su rival, Llewelyn Moss (Josh Brolin), le prepara trampas en un cuarto de hotel. La narrativa se congela para observar, casi con fetichismo, los fascinantes mecanismos del homicidio, que por inmorales no dejan de ser sorprendentes. El cine es, a final de cuentas, una oportunidad de ver lo que la cotidianidad nos esconde.

The Killer, en cambio, no llega tan lejos, pero porque no se lo propone: su fin primordial es la significación, el empleo de estas imágenes intermedias de acecho, de pelea, de balazos, para decirnos algo sobre la modernidad, específicamente sobre la explotación.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

Fincher nunca se ha caracterizado por ser un intelectual y, debido a ello, cuando la película pasa de un primer tercio lleno de explicaciones al segundo, dominado por las acciones del protagonista y casi libres de su voz en off, aterriza una decepción. Aparentemente la alegoría planteada al inicio se desvanece entre eventos que podríamos ver en otras películas de acción; sin embargo, el desenlace explica los actos precedentes como una ingeniosa forma de enunciar un mensaje. Lo que dice Fincher no es suficiente para reemplazar a Mark Fisher, pero su rol de comentarista cultural no importa: como cineasta, su propósito no es necesariamente crear significados complejos, sino una imaginería peculiar mediante la cual transmitir lo que sea que tenga en mente.

También te puede interesar: "'Temporada de huracanes', la fallida adaptación al cine de Elisa Miller".

Adelantado el diagnóstico, es momento de ver el cuerpo. The Killer trata sobre un asesino solitario y anónimo (Michael Fassbender) que sigue un patrón conocido: el protagonista fracasa en una misión y sus empleadores intentan matarlo pero, al fallar, ellos terminan siendo el blanco. Ya hemos visto variaciones de esta historia en las no-sé-cuántas películas de Jason Bourne, una que otra de James Bond, una esencial de John Woo (The Killer, pero de 1989), y también lo han narrado en versiones existenciales Jim Jarmusch (The Limits of Control, 2009) y Allen Baron (Blast of Silence, 1961), sin olvidar Le Samouraï (1967), de Jean-Pierre Melville. Fincher es más afín a las películas de Jarmusch en adelante y, de ellas, parece adquirir la voz en off que ahonda en las ideas del asesino, poco más comunicativo a cuadro que una estatua. Mientras tanto, Michael Fassbender, caracterizado por una belleza melancólica, evoca al Alain Delon de Melville, y Tilda Swinton trae consigo las largas y extravagantes conversaciones del cine de Jarmusch.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

A pesar de sus lazos con la tradición y de una secuencia de créditos que sugiere otra película mediante imágenes sobre distintas formas de matar, Fincher no se ciñe a las convenciones para elaborar un ya típico tratado sobre la enajenación de su protagonista —aunque la incluye—, sino unas imágenes que describan el aburrimiento y la rutina, símbolos de la explotación en nuestro mundo capitalista.

Al comenzar la película, el asesino está a la espera. Si una persona no soporta el tedio, nos dice, este trabajo no es para ella. Al contrario de lo que prometen los créditos y la publicidad de The Killer, todo este primer capítulo, situado en París, se trata de acecho tibio. Asesinar es el atestiguamiento diario de una ausencia, el blanco, deseando que aparezca para al fin cobrar e irse a casa, como cualquier empleado. “No soy excepcional”, dice el asesino. En estos momentos de narración abundante el protagonista se describe como un engrane diminuto en un sistema imperturbable por su funcionamiento: si está, su presencia es mínima, casi imperceptible; si no está, es reemplazable. Fincher no parece describir de este modo un trabajo fuera de lo ordinario, sino todos los empleos del mundo en la maquinaria capitalista. Su asesino es la representación excéntrica, aunque más entretenida, de los demás trabajadores.

Por ello Fincher llena la pantalla con iconografía alusiva a los temas: el primer capítulo se sitúa en una oficina abandonada de WeWork y el asesino consigue su almuerzo en McDonald’s. Mientras espera a que el blanco aparezca en la mira de su rifle, se pone audífonos para escuchar a los Smiths, como cualquier godín que se identifique con el joven Morrissey al lamentarse de no tener trabajo y luego de haber conseguido uno. En medio de la espera, el asesino hace yoga para darles mantenimiento al cuerpo y la cabeza, y más a delante lo vemos pasar a menudo por trámites aeroportuarios. Cuando James Bond viaja, el montaje lo hace aparecer en uno y otro destino turístico sin burocracia de por medio, pero el protagonista de The Killer hace filas y viaja en clase económica porque Fincher quiere hacerlo ver más como un vendedor viajero o un conferencista invitado a alguna convención de aspiradoras, que como una glamorosa parca.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

El colmo es que la escena más emocionante de la primera misión se construye a partir de una serie de mantras cuando el asesino está a punto de apretar el gatillo. En cada plano vemos sus acciones, preparándose para disparar, contrastado con otro en el que vemos a través de su mira y lo oímos recitar una breve oración: “Apégate al plan. Anticipa, no improvises. No confíes en nadie. Nunca cedas la ventaja […] La empatía es debilidad […] A esto debes comprometerte si quieres triunfar”. En términos cinematográficos, es una manera original de construir tensión; temáticamente, Fincher vincula a su personaje con los empleados de ciertas corporaciones, obligados a memorizar frases de inspiración que cantan en grupo cada mañana, anhelando también el éxito.

También te puede interesar: "'Totem' intercambia las imágenes violentas del cine mexicano por ternura".

Al iniciar la venganza del asesino, el ritmo de The Killer cambia drásticamente, como lo adelantaba al principio: su voz casi desaparece y la actuación de Fassbender redobla su carácter maquinal. Los movimientos son precisos, no de bailarín sino de androide, lo cual refiere más a su condición de asalariado oprimido que a la perfección de su técnica. Fassbender incluso gesticula poco o nada, y a lo largo de escenas de tortura, pelea, acecho, describe a un sujeto haciendo la rutina, salvo que esta vez la violencia se dirige a sus patrones. Aunque esta sección intermedia de la película no parece sostener la alegoría de Fincher, hacia el final vuelven a aparecer signos de la explotación capitalista —el asesino hace compras en Amazon y aparece un CEO de alguna compañía multinacional— para sugerir que todo lo visto no ha sido una mera venganza sino una guerra de liberación: de algún modo una huelga. Todo queda claro cuando el protagonista, hablándole otra vez al público, le sugiere que son iguales; él, como nosotros, es solo “uno de los muchos”.

La contradicción de Fincher está en contemplar acciones que describen un trabajo al menos infrecuente, pero su forma fría, rígida, de filmarlo —un remedo de la actuación de Fassbender y, claro, una expresión de su estilo ya conocido—, seca las imágenes y sostiene la alegoría revoltosa; la convierte en una imagen excepcional del trabajo que seguramente no cambiará nada en la realidad, pero que busca dar a sus espectadores algo más que una ilusión: una fantasía obrera de insurgencia.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

Mira el trailer de The Killer (2023), de David Fincher:

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Ya puede verse en algunas salas de cine y en Netflix la nueva película del director de The Social Network. Aunque la trama de The Killer sigue a un asesino solitario en plena venganza, la imaginería y el ritmo demuestran que David Fincher utiliza ciertas convenciones del género para hablar sobre la explotación.

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Durante buena parte del metraje de The Killer (2023), David Fincher se dedica al oficio más esencial del cineasta: mostrar personajes, espacios, acciones, objetos. Su observación es a veces demasiado rápida y hasta mecánica como para pensar que estamos viendo una película de procesos, es decir, una que contemple, paso a paso, y a sugerencia del título, cómo matar.

No Country for Old Men (2007), de los hermanos Coen, sería un buen ejemplo reciente, gracias a la minuciosidad con que describe cómo Anton Chigurh (Javier Bardem), el hombre plaga, confecciona un arma con un tanque de gas, o cómo su rival, Llewelyn Moss (Josh Brolin), le prepara trampas en un cuarto de hotel. La narrativa se congela para observar, casi con fetichismo, los fascinantes mecanismos del homicidio, que por inmorales no dejan de ser sorprendentes. El cine es, a final de cuentas, una oportunidad de ver lo que la cotidianidad nos esconde.

The Killer, en cambio, no llega tan lejos, pero porque no se lo propone: su fin primordial es la significación, el empleo de estas imágenes intermedias de acecho, de pelea, de balazos, para decirnos algo sobre la modernidad, específicamente sobre la explotación.

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Fincher nunca se ha caracterizado por ser un intelectual y, debido a ello, cuando la película pasa de un primer tercio lleno de explicaciones al segundo, dominado por las acciones del protagonista y casi libres de su voz en off, aterriza una decepción. Aparentemente la alegoría planteada al inicio se desvanece entre eventos que podríamos ver en otras películas de acción; sin embargo, el desenlace explica los actos precedentes como una ingeniosa forma de enunciar un mensaje. Lo que dice Fincher no es suficiente para reemplazar a Mark Fisher, pero su rol de comentarista cultural no importa: como cineasta, su propósito no es necesariamente crear significados complejos, sino una imaginería peculiar mediante la cual transmitir lo que sea que tenga en mente.

También te puede interesar: "'Temporada de huracanes', la fallida adaptación al cine de Elisa Miller".

Adelantado el diagnóstico, es momento de ver el cuerpo. The Killer trata sobre un asesino solitario y anónimo (Michael Fassbender) que sigue un patrón conocido: el protagonista fracasa en una misión y sus empleadores intentan matarlo pero, al fallar, ellos terminan siendo el blanco. Ya hemos visto variaciones de esta historia en las no-sé-cuántas películas de Jason Bourne, una que otra de James Bond, una esencial de John Woo (The Killer, pero de 1989), y también lo han narrado en versiones existenciales Jim Jarmusch (The Limits of Control, 2009) y Allen Baron (Blast of Silence, 1961), sin olvidar Le Samouraï (1967), de Jean-Pierre Melville. Fincher es más afín a las películas de Jarmusch en adelante y, de ellas, parece adquirir la voz en off que ahonda en las ideas del asesino, poco más comunicativo a cuadro que una estatua. Mientras tanto, Michael Fassbender, caracterizado por una belleza melancólica, evoca al Alain Delon de Melville, y Tilda Swinton trae consigo las largas y extravagantes conversaciones del cine de Jarmusch.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

A pesar de sus lazos con la tradición y de una secuencia de créditos que sugiere otra película mediante imágenes sobre distintas formas de matar, Fincher no se ciñe a las convenciones para elaborar un ya típico tratado sobre la enajenación de su protagonista —aunque la incluye—, sino unas imágenes que describan el aburrimiento y la rutina, símbolos de la explotación en nuestro mundo capitalista.

Al comenzar la película, el asesino está a la espera. Si una persona no soporta el tedio, nos dice, este trabajo no es para ella. Al contrario de lo que prometen los créditos y la publicidad de The Killer, todo este primer capítulo, situado en París, se trata de acecho tibio. Asesinar es el atestiguamiento diario de una ausencia, el blanco, deseando que aparezca para al fin cobrar e irse a casa, como cualquier empleado. “No soy excepcional”, dice el asesino. En estos momentos de narración abundante el protagonista se describe como un engrane diminuto en un sistema imperturbable por su funcionamiento: si está, su presencia es mínima, casi imperceptible; si no está, es reemplazable. Fincher no parece describir de este modo un trabajo fuera de lo ordinario, sino todos los empleos del mundo en la maquinaria capitalista. Su asesino es la representación excéntrica, aunque más entretenida, de los demás trabajadores.

Por ello Fincher llena la pantalla con iconografía alusiva a los temas: el primer capítulo se sitúa en una oficina abandonada de WeWork y el asesino consigue su almuerzo en McDonald’s. Mientras espera a que el blanco aparezca en la mira de su rifle, se pone audífonos para escuchar a los Smiths, como cualquier godín que se identifique con el joven Morrissey al lamentarse de no tener trabajo y luego de haber conseguido uno. En medio de la espera, el asesino hace yoga para darles mantenimiento al cuerpo y la cabeza, y más a delante lo vemos pasar a menudo por trámites aeroportuarios. Cuando James Bond viaja, el montaje lo hace aparecer en uno y otro destino turístico sin burocracia de por medio, pero el protagonista de The Killer hace filas y viaja en clase económica porque Fincher quiere hacerlo ver más como un vendedor viajero o un conferencista invitado a alguna convención de aspiradoras, que como una glamorosa parca.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

El colmo es que la escena más emocionante de la primera misión se construye a partir de una serie de mantras cuando el asesino está a punto de apretar el gatillo. En cada plano vemos sus acciones, preparándose para disparar, contrastado con otro en el que vemos a través de su mira y lo oímos recitar una breve oración: “Apégate al plan. Anticipa, no improvises. No confíes en nadie. Nunca cedas la ventaja […] La empatía es debilidad […] A esto debes comprometerte si quieres triunfar”. En términos cinematográficos, es una manera original de construir tensión; temáticamente, Fincher vincula a su personaje con los empleados de ciertas corporaciones, obligados a memorizar frases de inspiración que cantan en grupo cada mañana, anhelando también el éxito.

También te puede interesar: "'Totem' intercambia las imágenes violentas del cine mexicano por ternura".

Al iniciar la venganza del asesino, el ritmo de The Killer cambia drásticamente, como lo adelantaba al principio: su voz casi desaparece y la actuación de Fassbender redobla su carácter maquinal. Los movimientos son precisos, no de bailarín sino de androide, lo cual refiere más a su condición de asalariado oprimido que a la perfección de su técnica. Fassbender incluso gesticula poco o nada, y a lo largo de escenas de tortura, pelea, acecho, describe a un sujeto haciendo la rutina, salvo que esta vez la violencia se dirige a sus patrones. Aunque esta sección intermedia de la película no parece sostener la alegoría de Fincher, hacia el final vuelven a aparecer signos de la explotación capitalista —el asesino hace compras en Amazon y aparece un CEO de alguna compañía multinacional— para sugerir que todo lo visto no ha sido una mera venganza sino una guerra de liberación: de algún modo una huelga. Todo queda claro cuando el protagonista, hablándole otra vez al público, le sugiere que son iguales; él, como nosotros, es solo “uno de los muchos”.

La contradicción de Fincher está en contemplar acciones que describen un trabajo al menos infrecuente, pero su forma fría, rígida, de filmarlo —un remedo de la actuación de Fassbender y, claro, una expresión de su estilo ya conocido—, seca las imágenes y sostiene la alegoría revoltosa; la convierte en una imagen excepcional del trabajo que seguramente no cambiará nada en la realidad, pero que busca dar a sus espectadores algo más que una ilusión: una fantasía obrera de insurgencia.

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Ya puede verse en algunas salas de cine y en Netflix la nueva película del director de The Social Network. Aunque la trama de The Killer sigue a un asesino solitario en plena venganza, la imaginería y el ritmo demuestran que David Fincher utiliza ciertas convenciones del género para hablar sobre la explotación.

The Killer, Netflix (2023).

Durante buena parte del metraje de The Killer (2023), David Fincher se dedica al oficio más esencial del cineasta: mostrar personajes, espacios, acciones, objetos. Su observación es a veces demasiado rápida y hasta mecánica como para pensar que estamos viendo una película de procesos, es decir, una que contemple, paso a paso, y a sugerencia del título, cómo matar.

No Country for Old Men (2007), de los hermanos Coen, sería un buen ejemplo reciente, gracias a la minuciosidad con que describe cómo Anton Chigurh (Javier Bardem), el hombre plaga, confecciona un arma con un tanque de gas, o cómo su rival, Llewelyn Moss (Josh Brolin), le prepara trampas en un cuarto de hotel. La narrativa se congela para observar, casi con fetichismo, los fascinantes mecanismos del homicidio, que por inmorales no dejan de ser sorprendentes. El cine es, a final de cuentas, una oportunidad de ver lo que la cotidianidad nos esconde.

The Killer, en cambio, no llega tan lejos, pero porque no se lo propone: su fin primordial es la significación, el empleo de estas imágenes intermedias de acecho, de pelea, de balazos, para decirnos algo sobre la modernidad, específicamente sobre la explotación.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

Fincher nunca se ha caracterizado por ser un intelectual y, debido a ello, cuando la película pasa de un primer tercio lleno de explicaciones al segundo, dominado por las acciones del protagonista y casi libres de su voz en off, aterriza una decepción. Aparentemente la alegoría planteada al inicio se desvanece entre eventos que podríamos ver en otras películas de acción; sin embargo, el desenlace explica los actos precedentes como una ingeniosa forma de enunciar un mensaje. Lo que dice Fincher no es suficiente para reemplazar a Mark Fisher, pero su rol de comentarista cultural no importa: como cineasta, su propósito no es necesariamente crear significados complejos, sino una imaginería peculiar mediante la cual transmitir lo que sea que tenga en mente.

También te puede interesar: "'Temporada de huracanes', la fallida adaptación al cine de Elisa Miller".

Adelantado el diagnóstico, es momento de ver el cuerpo. The Killer trata sobre un asesino solitario y anónimo (Michael Fassbender) que sigue un patrón conocido: el protagonista fracasa en una misión y sus empleadores intentan matarlo pero, al fallar, ellos terminan siendo el blanco. Ya hemos visto variaciones de esta historia en las no-sé-cuántas películas de Jason Bourne, una que otra de James Bond, una esencial de John Woo (The Killer, pero de 1989), y también lo han narrado en versiones existenciales Jim Jarmusch (The Limits of Control, 2009) y Allen Baron (Blast of Silence, 1961), sin olvidar Le Samouraï (1967), de Jean-Pierre Melville. Fincher es más afín a las películas de Jarmusch en adelante y, de ellas, parece adquirir la voz en off que ahonda en las ideas del asesino, poco más comunicativo a cuadro que una estatua. Mientras tanto, Michael Fassbender, caracterizado por una belleza melancólica, evoca al Alain Delon de Melville, y Tilda Swinton trae consigo las largas y extravagantes conversaciones del cine de Jarmusch.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

A pesar de sus lazos con la tradición y de una secuencia de créditos que sugiere otra película mediante imágenes sobre distintas formas de matar, Fincher no se ciñe a las convenciones para elaborar un ya típico tratado sobre la enajenación de su protagonista —aunque la incluye—, sino unas imágenes que describan el aburrimiento y la rutina, símbolos de la explotación en nuestro mundo capitalista.

Al comenzar la película, el asesino está a la espera. Si una persona no soporta el tedio, nos dice, este trabajo no es para ella. Al contrario de lo que prometen los créditos y la publicidad de The Killer, todo este primer capítulo, situado en París, se trata de acecho tibio. Asesinar es el atestiguamiento diario de una ausencia, el blanco, deseando que aparezca para al fin cobrar e irse a casa, como cualquier empleado. “No soy excepcional”, dice el asesino. En estos momentos de narración abundante el protagonista se describe como un engrane diminuto en un sistema imperturbable por su funcionamiento: si está, su presencia es mínima, casi imperceptible; si no está, es reemplazable. Fincher no parece describir de este modo un trabajo fuera de lo ordinario, sino todos los empleos del mundo en la maquinaria capitalista. Su asesino es la representación excéntrica, aunque más entretenida, de los demás trabajadores.

Por ello Fincher llena la pantalla con iconografía alusiva a los temas: el primer capítulo se sitúa en una oficina abandonada de WeWork y el asesino consigue su almuerzo en McDonald’s. Mientras espera a que el blanco aparezca en la mira de su rifle, se pone audífonos para escuchar a los Smiths, como cualquier godín que se identifique con el joven Morrissey al lamentarse de no tener trabajo y luego de haber conseguido uno. En medio de la espera, el asesino hace yoga para darles mantenimiento al cuerpo y la cabeza, y más a delante lo vemos pasar a menudo por trámites aeroportuarios. Cuando James Bond viaja, el montaje lo hace aparecer en uno y otro destino turístico sin burocracia de por medio, pero el protagonista de The Killer hace filas y viaja en clase económica porque Fincher quiere hacerlo ver más como un vendedor viajero o un conferencista invitado a alguna convención de aspiradoras, que como una glamorosa parca.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

El colmo es que la escena más emocionante de la primera misión se construye a partir de una serie de mantras cuando el asesino está a punto de apretar el gatillo. En cada plano vemos sus acciones, preparándose para disparar, contrastado con otro en el que vemos a través de su mira y lo oímos recitar una breve oración: “Apégate al plan. Anticipa, no improvises. No confíes en nadie. Nunca cedas la ventaja […] La empatía es debilidad […] A esto debes comprometerte si quieres triunfar”. En términos cinematográficos, es una manera original de construir tensión; temáticamente, Fincher vincula a su personaje con los empleados de ciertas corporaciones, obligados a memorizar frases de inspiración que cantan en grupo cada mañana, anhelando también el éxito.

También te puede interesar: "'Totem' intercambia las imágenes violentas del cine mexicano por ternura".

Al iniciar la venganza del asesino, el ritmo de The Killer cambia drásticamente, como lo adelantaba al principio: su voz casi desaparece y la actuación de Fassbender redobla su carácter maquinal. Los movimientos son precisos, no de bailarín sino de androide, lo cual refiere más a su condición de asalariado oprimido que a la perfección de su técnica. Fassbender incluso gesticula poco o nada, y a lo largo de escenas de tortura, pelea, acecho, describe a un sujeto haciendo la rutina, salvo que esta vez la violencia se dirige a sus patrones. Aunque esta sección intermedia de la película no parece sostener la alegoría de Fincher, hacia el final vuelven a aparecer signos de la explotación capitalista —el asesino hace compras en Amazon y aparece un CEO de alguna compañía multinacional— para sugerir que todo lo visto no ha sido una mera venganza sino una guerra de liberación: de algún modo una huelga. Todo queda claro cuando el protagonista, hablándole otra vez al público, le sugiere que son iguales; él, como nosotros, es solo “uno de los muchos”.

La contradicción de Fincher está en contemplar acciones que describen un trabajo al menos infrecuente, pero su forma fría, rígida, de filmarlo —un remedo de la actuación de Fassbender y, claro, una expresión de su estilo ya conocido—, seca las imágenes y sostiene la alegoría revoltosa; la convierte en una imagen excepcional del trabajo que seguramente no cambiará nada en la realidad, pero que busca dar a sus espectadores algo más que una ilusión: una fantasía obrera de insurgencia.

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Ya puede verse en algunas salas de cine y en Netflix la nueva película del director de The Social Network. Aunque la trama de The Killer sigue a un asesino solitario en plena venganza, la imaginería y el ritmo demuestran que David Fincher utiliza ciertas convenciones del género para hablar sobre la explotación.

Durante buena parte del metraje de The Killer (2023), David Fincher se dedica al oficio más esencial del cineasta: mostrar personajes, espacios, acciones, objetos. Su observación es a veces demasiado rápida y hasta mecánica como para pensar que estamos viendo una película de procesos, es decir, una que contemple, paso a paso, y a sugerencia del título, cómo matar.

No Country for Old Men (2007), de los hermanos Coen, sería un buen ejemplo reciente, gracias a la minuciosidad con que describe cómo Anton Chigurh (Javier Bardem), el hombre plaga, confecciona un arma con un tanque de gas, o cómo su rival, Llewelyn Moss (Josh Brolin), le prepara trampas en un cuarto de hotel. La narrativa se congela para observar, casi con fetichismo, los fascinantes mecanismos del homicidio, que por inmorales no dejan de ser sorprendentes. El cine es, a final de cuentas, una oportunidad de ver lo que la cotidianidad nos esconde.

The Killer, en cambio, no llega tan lejos, pero porque no se lo propone: su fin primordial es la significación, el empleo de estas imágenes intermedias de acecho, de pelea, de balazos, para decirnos algo sobre la modernidad, específicamente sobre la explotación.

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Fincher nunca se ha caracterizado por ser un intelectual y, debido a ello, cuando la película pasa de un primer tercio lleno de explicaciones al segundo, dominado por las acciones del protagonista y casi libres de su voz en off, aterriza una decepción. Aparentemente la alegoría planteada al inicio se desvanece entre eventos que podríamos ver en otras películas de acción; sin embargo, el desenlace explica los actos precedentes como una ingeniosa forma de enunciar un mensaje. Lo que dice Fincher no es suficiente para reemplazar a Mark Fisher, pero su rol de comentarista cultural no importa: como cineasta, su propósito no es necesariamente crear significados complejos, sino una imaginería peculiar mediante la cual transmitir lo que sea que tenga en mente.

También te puede interesar: "'Temporada de huracanes', la fallida adaptación al cine de Elisa Miller".

Adelantado el diagnóstico, es momento de ver el cuerpo. The Killer trata sobre un asesino solitario y anónimo (Michael Fassbender) que sigue un patrón conocido: el protagonista fracasa en una misión y sus empleadores intentan matarlo pero, al fallar, ellos terminan siendo el blanco. Ya hemos visto variaciones de esta historia en las no-sé-cuántas películas de Jason Bourne, una que otra de James Bond, una esencial de John Woo (The Killer, pero de 1989), y también lo han narrado en versiones existenciales Jim Jarmusch (The Limits of Control, 2009) y Allen Baron (Blast of Silence, 1961), sin olvidar Le Samouraï (1967), de Jean-Pierre Melville. Fincher es más afín a las películas de Jarmusch en adelante y, de ellas, parece adquirir la voz en off que ahonda en las ideas del asesino, poco más comunicativo a cuadro que una estatua. Mientras tanto, Michael Fassbender, caracterizado por una belleza melancólica, evoca al Alain Delon de Melville, y Tilda Swinton trae consigo las largas y extravagantes conversaciones del cine de Jarmusch.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

A pesar de sus lazos con la tradición y de una secuencia de créditos que sugiere otra película mediante imágenes sobre distintas formas de matar, Fincher no se ciñe a las convenciones para elaborar un ya típico tratado sobre la enajenación de su protagonista —aunque la incluye—, sino unas imágenes que describan el aburrimiento y la rutina, símbolos de la explotación en nuestro mundo capitalista.

Al comenzar la película, el asesino está a la espera. Si una persona no soporta el tedio, nos dice, este trabajo no es para ella. Al contrario de lo que prometen los créditos y la publicidad de The Killer, todo este primer capítulo, situado en París, se trata de acecho tibio. Asesinar es el atestiguamiento diario de una ausencia, el blanco, deseando que aparezca para al fin cobrar e irse a casa, como cualquier empleado. “No soy excepcional”, dice el asesino. En estos momentos de narración abundante el protagonista se describe como un engrane diminuto en un sistema imperturbable por su funcionamiento: si está, su presencia es mínima, casi imperceptible; si no está, es reemplazable. Fincher no parece describir de este modo un trabajo fuera de lo ordinario, sino todos los empleos del mundo en la maquinaria capitalista. Su asesino es la representación excéntrica, aunque más entretenida, de los demás trabajadores.

Por ello Fincher llena la pantalla con iconografía alusiva a los temas: el primer capítulo se sitúa en una oficina abandonada de WeWork y el asesino consigue su almuerzo en McDonald’s. Mientras espera a que el blanco aparezca en la mira de su rifle, se pone audífonos para escuchar a los Smiths, como cualquier godín que se identifique con el joven Morrissey al lamentarse de no tener trabajo y luego de haber conseguido uno. En medio de la espera, el asesino hace yoga para darles mantenimiento al cuerpo y la cabeza, y más a delante lo vemos pasar a menudo por trámites aeroportuarios. Cuando James Bond viaja, el montaje lo hace aparecer en uno y otro destino turístico sin burocracia de por medio, pero el protagonista de The Killer hace filas y viaja en clase económica porque Fincher quiere hacerlo ver más como un vendedor viajero o un conferencista invitado a alguna convención de aspiradoras, que como una glamorosa parca.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

El colmo es que la escena más emocionante de la primera misión se construye a partir de una serie de mantras cuando el asesino está a punto de apretar el gatillo. En cada plano vemos sus acciones, preparándose para disparar, contrastado con otro en el que vemos a través de su mira y lo oímos recitar una breve oración: “Apégate al plan. Anticipa, no improvises. No confíes en nadie. Nunca cedas la ventaja […] La empatía es debilidad […] A esto debes comprometerte si quieres triunfar”. En términos cinematográficos, es una manera original de construir tensión; temáticamente, Fincher vincula a su personaje con los empleados de ciertas corporaciones, obligados a memorizar frases de inspiración que cantan en grupo cada mañana, anhelando también el éxito.

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Al iniciar la venganza del asesino, el ritmo de The Killer cambia drásticamente, como lo adelantaba al principio: su voz casi desaparece y la actuación de Fassbender redobla su carácter maquinal. Los movimientos son precisos, no de bailarín sino de androide, lo cual refiere más a su condición de asalariado oprimido que a la perfección de su técnica. Fassbender incluso gesticula poco o nada, y a lo largo de escenas de tortura, pelea, acecho, describe a un sujeto haciendo la rutina, salvo que esta vez la violencia se dirige a sus patrones. Aunque esta sección intermedia de la película no parece sostener la alegoría de Fincher, hacia el final vuelven a aparecer signos de la explotación capitalista —el asesino hace compras en Amazon y aparece un CEO de alguna compañía multinacional— para sugerir que todo lo visto no ha sido una mera venganza sino una guerra de liberación: de algún modo una huelga. Todo queda claro cuando el protagonista, hablándole otra vez al público, le sugiere que son iguales; él, como nosotros, es solo “uno de los muchos”.

La contradicción de Fincher está en contemplar acciones que describen un trabajo al menos infrecuente, pero su forma fría, rígida, de filmarlo —un remedo de la actuación de Fassbender y, claro, una expresión de su estilo ya conocido—, seca las imágenes y sostiene la alegoría revoltosa; la convierte en una imagen excepcional del trabajo que seguramente no cambiará nada en la realidad, pero que busca dar a sus espectadores algo más que una ilusión: una fantasía obrera de insurgencia.

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Ya puede verse en algunas salas de cine y en Netflix la nueva película del director de The Social Network. Aunque la trama de The Killer sigue a un asesino solitario en plena venganza, la imaginería y el ritmo demuestran que David Fincher utiliza ciertas convenciones del género para hablar sobre la explotación.

Durante buena parte del metraje de The Killer (2023), David Fincher se dedica al oficio más esencial del cineasta: mostrar personajes, espacios, acciones, objetos. Su observación es a veces demasiado rápida y hasta mecánica como para pensar que estamos viendo una película de procesos, es decir, una que contemple, paso a paso, y a sugerencia del título, cómo matar.

No Country for Old Men (2007), de los hermanos Coen, sería un buen ejemplo reciente, gracias a la minuciosidad con que describe cómo Anton Chigurh (Javier Bardem), el hombre plaga, confecciona un arma con un tanque de gas, o cómo su rival, Llewelyn Moss (Josh Brolin), le prepara trampas en un cuarto de hotel. La narrativa se congela para observar, casi con fetichismo, los fascinantes mecanismos del homicidio, que por inmorales no dejan de ser sorprendentes. El cine es, a final de cuentas, una oportunidad de ver lo que la cotidianidad nos esconde.

The Killer, en cambio, no llega tan lejos, pero porque no se lo propone: su fin primordial es la significación, el empleo de estas imágenes intermedias de acecho, de pelea, de balazos, para decirnos algo sobre la modernidad, específicamente sobre la explotación.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

Fincher nunca se ha caracterizado por ser un intelectual y, debido a ello, cuando la película pasa de un primer tercio lleno de explicaciones al segundo, dominado por las acciones del protagonista y casi libres de su voz en off, aterriza una decepción. Aparentemente la alegoría planteada al inicio se desvanece entre eventos que podríamos ver en otras películas de acción; sin embargo, el desenlace explica los actos precedentes como una ingeniosa forma de enunciar un mensaje. Lo que dice Fincher no es suficiente para reemplazar a Mark Fisher, pero su rol de comentarista cultural no importa: como cineasta, su propósito no es necesariamente crear significados complejos, sino una imaginería peculiar mediante la cual transmitir lo que sea que tenga en mente.

También te puede interesar: "'Temporada de huracanes', la fallida adaptación al cine de Elisa Miller".

Adelantado el diagnóstico, es momento de ver el cuerpo. The Killer trata sobre un asesino solitario y anónimo (Michael Fassbender) que sigue un patrón conocido: el protagonista fracasa en una misión y sus empleadores intentan matarlo pero, al fallar, ellos terminan siendo el blanco. Ya hemos visto variaciones de esta historia en las no-sé-cuántas películas de Jason Bourne, una que otra de James Bond, una esencial de John Woo (The Killer, pero de 1989), y también lo han narrado en versiones existenciales Jim Jarmusch (The Limits of Control, 2009) y Allen Baron (Blast of Silence, 1961), sin olvidar Le Samouraï (1967), de Jean-Pierre Melville. Fincher es más afín a las películas de Jarmusch en adelante y, de ellas, parece adquirir la voz en off que ahonda en las ideas del asesino, poco más comunicativo a cuadro que una estatua. Mientras tanto, Michael Fassbender, caracterizado por una belleza melancólica, evoca al Alain Delon de Melville, y Tilda Swinton trae consigo las largas y extravagantes conversaciones del cine de Jarmusch.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

A pesar de sus lazos con la tradición y de una secuencia de créditos que sugiere otra película mediante imágenes sobre distintas formas de matar, Fincher no se ciñe a las convenciones para elaborar un ya típico tratado sobre la enajenación de su protagonista —aunque la incluye—, sino unas imágenes que describan el aburrimiento y la rutina, símbolos de la explotación en nuestro mundo capitalista.

Al comenzar la película, el asesino está a la espera. Si una persona no soporta el tedio, nos dice, este trabajo no es para ella. Al contrario de lo que prometen los créditos y la publicidad de The Killer, todo este primer capítulo, situado en París, se trata de acecho tibio. Asesinar es el atestiguamiento diario de una ausencia, el blanco, deseando que aparezca para al fin cobrar e irse a casa, como cualquier empleado. “No soy excepcional”, dice el asesino. En estos momentos de narración abundante el protagonista se describe como un engrane diminuto en un sistema imperturbable por su funcionamiento: si está, su presencia es mínima, casi imperceptible; si no está, es reemplazable. Fincher no parece describir de este modo un trabajo fuera de lo ordinario, sino todos los empleos del mundo en la maquinaria capitalista. Su asesino es la representación excéntrica, aunque más entretenida, de los demás trabajadores.

Por ello Fincher llena la pantalla con iconografía alusiva a los temas: el primer capítulo se sitúa en una oficina abandonada de WeWork y el asesino consigue su almuerzo en McDonald’s. Mientras espera a que el blanco aparezca en la mira de su rifle, se pone audífonos para escuchar a los Smiths, como cualquier godín que se identifique con el joven Morrissey al lamentarse de no tener trabajo y luego de haber conseguido uno. En medio de la espera, el asesino hace yoga para darles mantenimiento al cuerpo y la cabeza, y más a delante lo vemos pasar a menudo por trámites aeroportuarios. Cuando James Bond viaja, el montaje lo hace aparecer en uno y otro destino turístico sin burocracia de por medio, pero el protagonista de The Killer hace filas y viaja en clase económica porque Fincher quiere hacerlo ver más como un vendedor viajero o un conferencista invitado a alguna convención de aspiradoras, que como una glamorosa parca.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

El colmo es que la escena más emocionante de la primera misión se construye a partir de una serie de mantras cuando el asesino está a punto de apretar el gatillo. En cada plano vemos sus acciones, preparándose para disparar, contrastado con otro en el que vemos a través de su mira y lo oímos recitar una breve oración: “Apégate al plan. Anticipa, no improvises. No confíes en nadie. Nunca cedas la ventaja […] La empatía es debilidad […] A esto debes comprometerte si quieres triunfar”. En términos cinematográficos, es una manera original de construir tensión; temáticamente, Fincher vincula a su personaje con los empleados de ciertas corporaciones, obligados a memorizar frases de inspiración que cantan en grupo cada mañana, anhelando también el éxito.

También te puede interesar: "'Totem' intercambia las imágenes violentas del cine mexicano por ternura".

Al iniciar la venganza del asesino, el ritmo de The Killer cambia drásticamente, como lo adelantaba al principio: su voz casi desaparece y la actuación de Fassbender redobla su carácter maquinal. Los movimientos son precisos, no de bailarín sino de androide, lo cual refiere más a su condición de asalariado oprimido que a la perfección de su técnica. Fassbender incluso gesticula poco o nada, y a lo largo de escenas de tortura, pelea, acecho, describe a un sujeto haciendo la rutina, salvo que esta vez la violencia se dirige a sus patrones. Aunque esta sección intermedia de la película no parece sostener la alegoría de Fincher, hacia el final vuelven a aparecer signos de la explotación capitalista —el asesino hace compras en Amazon y aparece un CEO de alguna compañía multinacional— para sugerir que todo lo visto no ha sido una mera venganza sino una guerra de liberación: de algún modo una huelga. Todo queda claro cuando el protagonista, hablándole otra vez al público, le sugiere que son iguales; él, como nosotros, es solo “uno de los muchos”.

La contradicción de Fincher está en contemplar acciones que describen un trabajo al menos infrecuente, pero su forma fría, rígida, de filmarlo —un remedo de la actuación de Fassbender y, claro, una expresión de su estilo ya conocido—, seca las imágenes y sostiene la alegoría revoltosa; la convierte en una imagen excepcional del trabajo que seguramente no cambiará nada en la realidad, pero que busca dar a sus espectadores algo más que una ilusión: una fantasía obrera de insurgencia.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

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The Killer', la inusual fantasía obrera de David Fincher

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.
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.
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Ya puede verse en algunas salas de cine y en Netflix la nueva película del director de The Social Network. Aunque la trama de The Killer sigue a un asesino solitario en plena venganza, la imaginería y el ritmo demuestran que David Fincher utiliza ciertas convenciones del género para hablar sobre la explotación.

Durante buena parte del metraje de The Killer (2023), David Fincher se dedica al oficio más esencial del cineasta: mostrar personajes, espacios, acciones, objetos. Su observación es a veces demasiado rápida y hasta mecánica como para pensar que estamos viendo una película de procesos, es decir, una que contemple, paso a paso, y a sugerencia del título, cómo matar.

No Country for Old Men (2007), de los hermanos Coen, sería un buen ejemplo reciente, gracias a la minuciosidad con que describe cómo Anton Chigurh (Javier Bardem), el hombre plaga, confecciona un arma con un tanque de gas, o cómo su rival, Llewelyn Moss (Josh Brolin), le prepara trampas en un cuarto de hotel. La narrativa se congela para observar, casi con fetichismo, los fascinantes mecanismos del homicidio, que por inmorales no dejan de ser sorprendentes. El cine es, a final de cuentas, una oportunidad de ver lo que la cotidianidad nos esconde.

The Killer, en cambio, no llega tan lejos, pero porque no se lo propone: su fin primordial es la significación, el empleo de estas imágenes intermedias de acecho, de pelea, de balazos, para decirnos algo sobre la modernidad, específicamente sobre la explotación.

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Fincher nunca se ha caracterizado por ser un intelectual y, debido a ello, cuando la película pasa de un primer tercio lleno de explicaciones al segundo, dominado por las acciones del protagonista y casi libres de su voz en off, aterriza una decepción. Aparentemente la alegoría planteada al inicio se desvanece entre eventos que podríamos ver en otras películas de acción; sin embargo, el desenlace explica los actos precedentes como una ingeniosa forma de enunciar un mensaje. Lo que dice Fincher no es suficiente para reemplazar a Mark Fisher, pero su rol de comentarista cultural no importa: como cineasta, su propósito no es necesariamente crear significados complejos, sino una imaginería peculiar mediante la cual transmitir lo que sea que tenga en mente.

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Adelantado el diagnóstico, es momento de ver el cuerpo. The Killer trata sobre un asesino solitario y anónimo (Michael Fassbender) que sigue un patrón conocido: el protagonista fracasa en una misión y sus empleadores intentan matarlo pero, al fallar, ellos terminan siendo el blanco. Ya hemos visto variaciones de esta historia en las no-sé-cuántas películas de Jason Bourne, una que otra de James Bond, una esencial de John Woo (The Killer, pero de 1989), y también lo han narrado en versiones existenciales Jim Jarmusch (The Limits of Control, 2009) y Allen Baron (Blast of Silence, 1961), sin olvidar Le Samouraï (1967), de Jean-Pierre Melville. Fincher es más afín a las películas de Jarmusch en adelante y, de ellas, parece adquirir la voz en off que ahonda en las ideas del asesino, poco más comunicativo a cuadro que una estatua. Mientras tanto, Michael Fassbender, caracterizado por una belleza melancólica, evoca al Alain Delon de Melville, y Tilda Swinton trae consigo las largas y extravagantes conversaciones del cine de Jarmusch.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

A pesar de sus lazos con la tradición y de una secuencia de créditos que sugiere otra película mediante imágenes sobre distintas formas de matar, Fincher no se ciñe a las convenciones para elaborar un ya típico tratado sobre la enajenación de su protagonista —aunque la incluye—, sino unas imágenes que describan el aburrimiento y la rutina, símbolos de la explotación en nuestro mundo capitalista.

Al comenzar la película, el asesino está a la espera. Si una persona no soporta el tedio, nos dice, este trabajo no es para ella. Al contrario de lo que prometen los créditos y la publicidad de The Killer, todo este primer capítulo, situado en París, se trata de acecho tibio. Asesinar es el atestiguamiento diario de una ausencia, el blanco, deseando que aparezca para al fin cobrar e irse a casa, como cualquier empleado. “No soy excepcional”, dice el asesino. En estos momentos de narración abundante el protagonista se describe como un engrane diminuto en un sistema imperturbable por su funcionamiento: si está, su presencia es mínima, casi imperceptible; si no está, es reemplazable. Fincher no parece describir de este modo un trabajo fuera de lo ordinario, sino todos los empleos del mundo en la maquinaria capitalista. Su asesino es la representación excéntrica, aunque más entretenida, de los demás trabajadores.

Por ello Fincher llena la pantalla con iconografía alusiva a los temas: el primer capítulo se sitúa en una oficina abandonada de WeWork y el asesino consigue su almuerzo en McDonald’s. Mientras espera a que el blanco aparezca en la mira de su rifle, se pone audífonos para escuchar a los Smiths, como cualquier godín que se identifique con el joven Morrissey al lamentarse de no tener trabajo y luego de haber conseguido uno. En medio de la espera, el asesino hace yoga para darles mantenimiento al cuerpo y la cabeza, y más a delante lo vemos pasar a menudo por trámites aeroportuarios. Cuando James Bond viaja, el montaje lo hace aparecer en uno y otro destino turístico sin burocracia de por medio, pero el protagonista de The Killer hace filas y viaja en clase económica porque Fincher quiere hacerlo ver más como un vendedor viajero o un conferencista invitado a alguna convención de aspiradoras, que como una glamorosa parca.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

El colmo es que la escena más emocionante de la primera misión se construye a partir de una serie de mantras cuando el asesino está a punto de apretar el gatillo. En cada plano vemos sus acciones, preparándose para disparar, contrastado con otro en el que vemos a través de su mira y lo oímos recitar una breve oración: “Apégate al plan. Anticipa, no improvises. No confíes en nadie. Nunca cedas la ventaja […] La empatía es debilidad […] A esto debes comprometerte si quieres triunfar”. En términos cinematográficos, es una manera original de construir tensión; temáticamente, Fincher vincula a su personaje con los empleados de ciertas corporaciones, obligados a memorizar frases de inspiración que cantan en grupo cada mañana, anhelando también el éxito.

También te puede interesar: "'Totem' intercambia las imágenes violentas del cine mexicano por ternura".

Al iniciar la venganza del asesino, el ritmo de The Killer cambia drásticamente, como lo adelantaba al principio: su voz casi desaparece y la actuación de Fassbender redobla su carácter maquinal. Los movimientos son precisos, no de bailarín sino de androide, lo cual refiere más a su condición de asalariado oprimido que a la perfección de su técnica. Fassbender incluso gesticula poco o nada, y a lo largo de escenas de tortura, pelea, acecho, describe a un sujeto haciendo la rutina, salvo que esta vez la violencia se dirige a sus patrones. Aunque esta sección intermedia de la película no parece sostener la alegoría de Fincher, hacia el final vuelven a aparecer signos de la explotación capitalista —el asesino hace compras en Amazon y aparece un CEO de alguna compañía multinacional— para sugerir que todo lo visto no ha sido una mera venganza sino una guerra de liberación: de algún modo una huelga. Todo queda claro cuando el protagonista, hablándole otra vez al público, le sugiere que son iguales; él, como nosotros, es solo “uno de los muchos”.

La contradicción de Fincher está en contemplar acciones que describen un trabajo al menos infrecuente, pero su forma fría, rígida, de filmarlo —un remedo de la actuación de Fassbender y, claro, una expresión de su estilo ya conocido—, seca las imágenes y sostiene la alegoría revoltosa; la convierte en una imagen excepcional del trabajo que seguramente no cambiará nada en la realidad, pero que busca dar a sus espectadores algo más que una ilusión: una fantasía obrera de insurgencia.

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Ya puede verse en algunas salas de cine y en Netflix la nueva película del director de The Social Network. Aunque la trama de The Killer sigue a un asesino solitario en plena venganza, la imaginería y el ritmo demuestran que David Fincher utiliza ciertas convenciones del género para hablar sobre la explotación.

Durante buena parte del metraje de The Killer (2023), David Fincher se dedica al oficio más esencial del cineasta: mostrar personajes, espacios, acciones, objetos. Su observación es a veces demasiado rápida y hasta mecánica como para pensar que estamos viendo una película de procesos, es decir, una que contemple, paso a paso, y a sugerencia del título, cómo matar.

No Country for Old Men (2007), de los hermanos Coen, sería un buen ejemplo reciente, gracias a la minuciosidad con que describe cómo Anton Chigurh (Javier Bardem), el hombre plaga, confecciona un arma con un tanque de gas, o cómo su rival, Llewelyn Moss (Josh Brolin), le prepara trampas en un cuarto de hotel. La narrativa se congela para observar, casi con fetichismo, los fascinantes mecanismos del homicidio, que por inmorales no dejan de ser sorprendentes. El cine es, a final de cuentas, una oportunidad de ver lo que la cotidianidad nos esconde.

The Killer, en cambio, no llega tan lejos, pero porque no se lo propone: su fin primordial es la significación, el empleo de estas imágenes intermedias de acecho, de pelea, de balazos, para decirnos algo sobre la modernidad, específicamente sobre la explotación.

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Fincher nunca se ha caracterizado por ser un intelectual y, debido a ello, cuando la película pasa de un primer tercio lleno de explicaciones al segundo, dominado por las acciones del protagonista y casi libres de su voz en off, aterriza una decepción. Aparentemente la alegoría planteada al inicio se desvanece entre eventos que podríamos ver en otras películas de acción; sin embargo, el desenlace explica los actos precedentes como una ingeniosa forma de enunciar un mensaje. Lo que dice Fincher no es suficiente para reemplazar a Mark Fisher, pero su rol de comentarista cultural no importa: como cineasta, su propósito no es necesariamente crear significados complejos, sino una imaginería peculiar mediante la cual transmitir lo que sea que tenga en mente.

También te puede interesar: "'Temporada de huracanes', la fallida adaptación al cine de Elisa Miller".

Adelantado el diagnóstico, es momento de ver el cuerpo. The Killer trata sobre un asesino solitario y anónimo (Michael Fassbender) que sigue un patrón conocido: el protagonista fracasa en una misión y sus empleadores intentan matarlo pero, al fallar, ellos terminan siendo el blanco. Ya hemos visto variaciones de esta historia en las no-sé-cuántas películas de Jason Bourne, una que otra de James Bond, una esencial de John Woo (The Killer, pero de 1989), y también lo han narrado en versiones existenciales Jim Jarmusch (The Limits of Control, 2009) y Allen Baron (Blast of Silence, 1961), sin olvidar Le Samouraï (1967), de Jean-Pierre Melville. Fincher es más afín a las películas de Jarmusch en adelante y, de ellas, parece adquirir la voz en off que ahonda en las ideas del asesino, poco más comunicativo a cuadro que una estatua. Mientras tanto, Michael Fassbender, caracterizado por una belleza melancólica, evoca al Alain Delon de Melville, y Tilda Swinton trae consigo las largas y extravagantes conversaciones del cine de Jarmusch.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

A pesar de sus lazos con la tradición y de una secuencia de créditos que sugiere otra película mediante imágenes sobre distintas formas de matar, Fincher no se ciñe a las convenciones para elaborar un ya típico tratado sobre la enajenación de su protagonista —aunque la incluye—, sino unas imágenes que describan el aburrimiento y la rutina, símbolos de la explotación en nuestro mundo capitalista.

Al comenzar la película, el asesino está a la espera. Si una persona no soporta el tedio, nos dice, este trabajo no es para ella. Al contrario de lo que prometen los créditos y la publicidad de The Killer, todo este primer capítulo, situado en París, se trata de acecho tibio. Asesinar es el atestiguamiento diario de una ausencia, el blanco, deseando que aparezca para al fin cobrar e irse a casa, como cualquier empleado. “No soy excepcional”, dice el asesino. En estos momentos de narración abundante el protagonista se describe como un engrane diminuto en un sistema imperturbable por su funcionamiento: si está, su presencia es mínima, casi imperceptible; si no está, es reemplazable. Fincher no parece describir de este modo un trabajo fuera de lo ordinario, sino todos los empleos del mundo en la maquinaria capitalista. Su asesino es la representación excéntrica, aunque más entretenida, de los demás trabajadores.

Por ello Fincher llena la pantalla con iconografía alusiva a los temas: el primer capítulo se sitúa en una oficina abandonada de WeWork y el asesino consigue su almuerzo en McDonald’s. Mientras espera a que el blanco aparezca en la mira de su rifle, se pone audífonos para escuchar a los Smiths, como cualquier godín que se identifique con el joven Morrissey al lamentarse de no tener trabajo y luego de haber conseguido uno. En medio de la espera, el asesino hace yoga para darles mantenimiento al cuerpo y la cabeza, y más a delante lo vemos pasar a menudo por trámites aeroportuarios. Cuando James Bond viaja, el montaje lo hace aparecer en uno y otro destino turístico sin burocracia de por medio, pero el protagonista de The Killer hace filas y viaja en clase económica porque Fincher quiere hacerlo ver más como un vendedor viajero o un conferencista invitado a alguna convención de aspiradoras, que como una glamorosa parca.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

El colmo es que la escena más emocionante de la primera misión se construye a partir de una serie de mantras cuando el asesino está a punto de apretar el gatillo. En cada plano vemos sus acciones, preparándose para disparar, contrastado con otro en el que vemos a través de su mira y lo oímos recitar una breve oración: “Apégate al plan. Anticipa, no improvises. No confíes en nadie. Nunca cedas la ventaja […] La empatía es debilidad […] A esto debes comprometerte si quieres triunfar”. En términos cinematográficos, es una manera original de construir tensión; temáticamente, Fincher vincula a su personaje con los empleados de ciertas corporaciones, obligados a memorizar frases de inspiración que cantan en grupo cada mañana, anhelando también el éxito.

También te puede interesar: "'Totem' intercambia las imágenes violentas del cine mexicano por ternura".

Al iniciar la venganza del asesino, el ritmo de The Killer cambia drásticamente, como lo adelantaba al principio: su voz casi desaparece y la actuación de Fassbender redobla su carácter maquinal. Los movimientos son precisos, no de bailarín sino de androide, lo cual refiere más a su condición de asalariado oprimido que a la perfección de su técnica. Fassbender incluso gesticula poco o nada, y a lo largo de escenas de tortura, pelea, acecho, describe a un sujeto haciendo la rutina, salvo que esta vez la violencia se dirige a sus patrones. Aunque esta sección intermedia de la película no parece sostener la alegoría de Fincher, hacia el final vuelven a aparecer signos de la explotación capitalista —el asesino hace compras en Amazon y aparece un CEO de alguna compañía multinacional— para sugerir que todo lo visto no ha sido una mera venganza sino una guerra de liberación: de algún modo una huelga. Todo queda claro cuando el protagonista, hablándole otra vez al público, le sugiere que son iguales; él, como nosotros, es solo “uno de los muchos”.

La contradicción de Fincher está en contemplar acciones que describen un trabajo al menos infrecuente, pero su forma fría, rígida, de filmarlo —un remedo de la actuación de Fassbender y, claro, una expresión de su estilo ya conocido—, seca las imágenes y sostiene la alegoría revoltosa; la convierte en una imagen excepcional del trabajo que seguramente no cambiará nada en la realidad, pero que busca dar a sus espectadores algo más que una ilusión: una fantasía obrera de insurgencia.

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Ya puede verse en algunas salas de cine y en Netflix la nueva película del director de The Social Network. Aunque la trama de The Killer sigue a un asesino solitario en plena venganza, la imaginería y el ritmo demuestran que David Fincher utiliza ciertas convenciones del género para hablar sobre la explotación.

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Durante buena parte del metraje de The Killer (2023), David Fincher se dedica al oficio más esencial del cineasta: mostrar personajes, espacios, acciones, objetos. Su observación es a veces demasiado rápida y hasta mecánica como para pensar que estamos viendo una película de procesos, es decir, una que contemple, paso a paso, y a sugerencia del título, cómo matar.

No Country for Old Men (2007), de los hermanos Coen, sería un buen ejemplo reciente, gracias a la minuciosidad con que describe cómo Anton Chigurh (Javier Bardem), el hombre plaga, confecciona un arma con un tanque de gas, o cómo su rival, Llewelyn Moss (Josh Brolin), le prepara trampas en un cuarto de hotel. La narrativa se congela para observar, casi con fetichismo, los fascinantes mecanismos del homicidio, que por inmorales no dejan de ser sorprendentes. El cine es, a final de cuentas, una oportunidad de ver lo que la cotidianidad nos esconde.

The Killer, en cambio, no llega tan lejos, pero porque no se lo propone: su fin primordial es la significación, el empleo de estas imágenes intermedias de acecho, de pelea, de balazos, para decirnos algo sobre la modernidad, específicamente sobre la explotación.

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Fincher nunca se ha caracterizado por ser un intelectual y, debido a ello, cuando la película pasa de un primer tercio lleno de explicaciones al segundo, dominado por las acciones del protagonista y casi libres de su voz en off, aterriza una decepción. Aparentemente la alegoría planteada al inicio se desvanece entre eventos que podríamos ver en otras películas de acción; sin embargo, el desenlace explica los actos precedentes como una ingeniosa forma de enunciar un mensaje. Lo que dice Fincher no es suficiente para reemplazar a Mark Fisher, pero su rol de comentarista cultural no importa: como cineasta, su propósito no es necesariamente crear significados complejos, sino una imaginería peculiar mediante la cual transmitir lo que sea que tenga en mente.

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Adelantado el diagnóstico, es momento de ver el cuerpo. The Killer trata sobre un asesino solitario y anónimo (Michael Fassbender) que sigue un patrón conocido: el protagonista fracasa en una misión y sus empleadores intentan matarlo pero, al fallar, ellos terminan siendo el blanco. Ya hemos visto variaciones de esta historia en las no-sé-cuántas películas de Jason Bourne, una que otra de James Bond, una esencial de John Woo (The Killer, pero de 1989), y también lo han narrado en versiones existenciales Jim Jarmusch (The Limits of Control, 2009) y Allen Baron (Blast of Silence, 1961), sin olvidar Le Samouraï (1967), de Jean-Pierre Melville. Fincher es más afín a las películas de Jarmusch en adelante y, de ellas, parece adquirir la voz en off que ahonda en las ideas del asesino, poco más comunicativo a cuadro que una estatua. Mientras tanto, Michael Fassbender, caracterizado por una belleza melancólica, evoca al Alain Delon de Melville, y Tilda Swinton trae consigo las largas y extravagantes conversaciones del cine de Jarmusch.

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A pesar de sus lazos con la tradición y de una secuencia de créditos que sugiere otra película mediante imágenes sobre distintas formas de matar, Fincher no se ciñe a las convenciones para elaborar un ya típico tratado sobre la enajenación de su protagonista —aunque la incluye—, sino unas imágenes que describan el aburrimiento y la rutina, símbolos de la explotación en nuestro mundo capitalista.

Al comenzar la película, el asesino está a la espera. Si una persona no soporta el tedio, nos dice, este trabajo no es para ella. Al contrario de lo que prometen los créditos y la publicidad de The Killer, todo este primer capítulo, situado en París, se trata de acecho tibio. Asesinar es el atestiguamiento diario de una ausencia, el blanco, deseando que aparezca para al fin cobrar e irse a casa, como cualquier empleado. “No soy excepcional”, dice el asesino. En estos momentos de narración abundante el protagonista se describe como un engrane diminuto en un sistema imperturbable por su funcionamiento: si está, su presencia es mínima, casi imperceptible; si no está, es reemplazable. Fincher no parece describir de este modo un trabajo fuera de lo ordinario, sino todos los empleos del mundo en la maquinaria capitalista. Su asesino es la representación excéntrica, aunque más entretenida, de los demás trabajadores.

Por ello Fincher llena la pantalla con iconografía alusiva a los temas: el primer capítulo se sitúa en una oficina abandonada de WeWork y el asesino consigue su almuerzo en McDonald’s. Mientras espera a que el blanco aparezca en la mira de su rifle, se pone audífonos para escuchar a los Smiths, como cualquier godín que se identifique con el joven Morrissey al lamentarse de no tener trabajo y luego de haber conseguido uno. En medio de la espera, el asesino hace yoga para darles mantenimiento al cuerpo y la cabeza, y más a delante lo vemos pasar a menudo por trámites aeroportuarios. Cuando James Bond viaja, el montaje lo hace aparecer en uno y otro destino turístico sin burocracia de por medio, pero el protagonista de The Killer hace filas y viaja en clase económica porque Fincher quiere hacerlo ver más como un vendedor viajero o un conferencista invitado a alguna convención de aspiradoras, que como una glamorosa parca.

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El colmo es que la escena más emocionante de la primera misión se construye a partir de una serie de mantras cuando el asesino está a punto de apretar el gatillo. En cada plano vemos sus acciones, preparándose para disparar, contrastado con otro en el que vemos a través de su mira y lo oímos recitar una breve oración: “Apégate al plan. Anticipa, no improvises. No confíes en nadie. Nunca cedas la ventaja […] La empatía es debilidad […] A esto debes comprometerte si quieres triunfar”. En términos cinematográficos, es una manera original de construir tensión; temáticamente, Fincher vincula a su personaje con los empleados de ciertas corporaciones, obligados a memorizar frases de inspiración que cantan en grupo cada mañana, anhelando también el éxito.

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Al iniciar la venganza del asesino, el ritmo de The Killer cambia drásticamente, como lo adelantaba al principio: su voz casi desaparece y la actuación de Fassbender redobla su carácter maquinal. Los movimientos son precisos, no de bailarín sino de androide, lo cual refiere más a su condición de asalariado oprimido que a la perfección de su técnica. Fassbender incluso gesticula poco o nada, y a lo largo de escenas de tortura, pelea, acecho, describe a un sujeto haciendo la rutina, salvo que esta vez la violencia se dirige a sus patrones. Aunque esta sección intermedia de la película no parece sostener la alegoría de Fincher, hacia el final vuelven a aparecer signos de la explotación capitalista —el asesino hace compras en Amazon y aparece un CEO de alguna compañía multinacional— para sugerir que todo lo visto no ha sido una mera venganza sino una guerra de liberación: de algún modo una huelga. Todo queda claro cuando el protagonista, hablándole otra vez al público, le sugiere que son iguales; él, como nosotros, es solo “uno de los muchos”.

La contradicción de Fincher está en contemplar acciones que describen un trabajo al menos infrecuente, pero su forma fría, rígida, de filmarlo —un remedo de la actuación de Fassbender y, claro, una expresión de su estilo ya conocido—, seca las imágenes y sostiene la alegoría revoltosa; la convierte en una imagen excepcional del trabajo que seguramente no cambiará nada en la realidad, pero que busca dar a sus espectadores algo más que una ilusión: una fantasía obrera de insurgencia.

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Ya puede verse en algunas salas de cine y en Netflix la nueva película del director de The Social Network. Aunque la trama de The Killer sigue a un asesino solitario en plena venganza, la imaginería y el ritmo demuestran que David Fincher utiliza ciertas convenciones del género para hablar sobre la explotación.

Durante buena parte del metraje de The Killer (2023), David Fincher se dedica al oficio más esencial del cineasta: mostrar personajes, espacios, acciones, objetos. Su observación es a veces demasiado rápida y hasta mecánica como para pensar que estamos viendo una película de procesos, es decir, una que contemple, paso a paso, y a sugerencia del título, cómo matar.

No Country for Old Men (2007), de los hermanos Coen, sería un buen ejemplo reciente, gracias a la minuciosidad con que describe cómo Anton Chigurh (Javier Bardem), el hombre plaga, confecciona un arma con un tanque de gas, o cómo su rival, Llewelyn Moss (Josh Brolin), le prepara trampas en un cuarto de hotel. La narrativa se congela para observar, casi con fetichismo, los fascinantes mecanismos del homicidio, que por inmorales no dejan de ser sorprendentes. El cine es, a final de cuentas, una oportunidad de ver lo que la cotidianidad nos esconde.

The Killer, en cambio, no llega tan lejos, pero porque no se lo propone: su fin primordial es la significación, el empleo de estas imágenes intermedias de acecho, de pelea, de balazos, para decirnos algo sobre la modernidad, específicamente sobre la explotación.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

Fincher nunca se ha caracterizado por ser un intelectual y, debido a ello, cuando la película pasa de un primer tercio lleno de explicaciones al segundo, dominado por las acciones del protagonista y casi libres de su voz en off, aterriza una decepción. Aparentemente la alegoría planteada al inicio se desvanece entre eventos que podríamos ver en otras películas de acción; sin embargo, el desenlace explica los actos precedentes como una ingeniosa forma de enunciar un mensaje. Lo que dice Fincher no es suficiente para reemplazar a Mark Fisher, pero su rol de comentarista cultural no importa: como cineasta, su propósito no es necesariamente crear significados complejos, sino una imaginería peculiar mediante la cual transmitir lo que sea que tenga en mente.

También te puede interesar: "'Temporada de huracanes', la fallida adaptación al cine de Elisa Miller".

Adelantado el diagnóstico, es momento de ver el cuerpo. The Killer trata sobre un asesino solitario y anónimo (Michael Fassbender) que sigue un patrón conocido: el protagonista fracasa en una misión y sus empleadores intentan matarlo pero, al fallar, ellos terminan siendo el blanco. Ya hemos visto variaciones de esta historia en las no-sé-cuántas películas de Jason Bourne, una que otra de James Bond, una esencial de John Woo (The Killer, pero de 1989), y también lo han narrado en versiones existenciales Jim Jarmusch (The Limits of Control, 2009) y Allen Baron (Blast of Silence, 1961), sin olvidar Le Samouraï (1967), de Jean-Pierre Melville. Fincher es más afín a las películas de Jarmusch en adelante y, de ellas, parece adquirir la voz en off que ahonda en las ideas del asesino, poco más comunicativo a cuadro que una estatua. Mientras tanto, Michael Fassbender, caracterizado por una belleza melancólica, evoca al Alain Delon de Melville, y Tilda Swinton trae consigo las largas y extravagantes conversaciones del cine de Jarmusch.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

A pesar de sus lazos con la tradición y de una secuencia de créditos que sugiere otra película mediante imágenes sobre distintas formas de matar, Fincher no se ciñe a las convenciones para elaborar un ya típico tratado sobre la enajenación de su protagonista —aunque la incluye—, sino unas imágenes que describan el aburrimiento y la rutina, símbolos de la explotación en nuestro mundo capitalista.

Al comenzar la película, el asesino está a la espera. Si una persona no soporta el tedio, nos dice, este trabajo no es para ella. Al contrario de lo que prometen los créditos y la publicidad de The Killer, todo este primer capítulo, situado en París, se trata de acecho tibio. Asesinar es el atestiguamiento diario de una ausencia, el blanco, deseando que aparezca para al fin cobrar e irse a casa, como cualquier empleado. “No soy excepcional”, dice el asesino. En estos momentos de narración abundante el protagonista se describe como un engrane diminuto en un sistema imperturbable por su funcionamiento: si está, su presencia es mínima, casi imperceptible; si no está, es reemplazable. Fincher no parece describir de este modo un trabajo fuera de lo ordinario, sino todos los empleos del mundo en la maquinaria capitalista. Su asesino es la representación excéntrica, aunque más entretenida, de los demás trabajadores.

Por ello Fincher llena la pantalla con iconografía alusiva a los temas: el primer capítulo se sitúa en una oficina abandonada de WeWork y el asesino consigue su almuerzo en McDonald’s. Mientras espera a que el blanco aparezca en la mira de su rifle, se pone audífonos para escuchar a los Smiths, como cualquier godín que se identifique con el joven Morrissey al lamentarse de no tener trabajo y luego de haber conseguido uno. En medio de la espera, el asesino hace yoga para darles mantenimiento al cuerpo y la cabeza, y más a delante lo vemos pasar a menudo por trámites aeroportuarios. Cuando James Bond viaja, el montaje lo hace aparecer en uno y otro destino turístico sin burocracia de por medio, pero el protagonista de The Killer hace filas y viaja en clase económica porque Fincher quiere hacerlo ver más como un vendedor viajero o un conferencista invitado a alguna convención de aspiradoras, que como una glamorosa parca.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

El colmo es que la escena más emocionante de la primera misión se construye a partir de una serie de mantras cuando el asesino está a punto de apretar el gatillo. En cada plano vemos sus acciones, preparándose para disparar, contrastado con otro en el que vemos a través de su mira y lo oímos recitar una breve oración: “Apégate al plan. Anticipa, no improvises. No confíes en nadie. Nunca cedas la ventaja […] La empatía es debilidad […] A esto debes comprometerte si quieres triunfar”. En términos cinematográficos, es una manera original de construir tensión; temáticamente, Fincher vincula a su personaje con los empleados de ciertas corporaciones, obligados a memorizar frases de inspiración que cantan en grupo cada mañana, anhelando también el éxito.

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Al iniciar la venganza del asesino, el ritmo de The Killer cambia drásticamente, como lo adelantaba al principio: su voz casi desaparece y la actuación de Fassbender redobla su carácter maquinal. Los movimientos son precisos, no de bailarín sino de androide, lo cual refiere más a su condición de asalariado oprimido que a la perfección de su técnica. Fassbender incluso gesticula poco o nada, y a lo largo de escenas de tortura, pelea, acecho, describe a un sujeto haciendo la rutina, salvo que esta vez la violencia se dirige a sus patrones. Aunque esta sección intermedia de la película no parece sostener la alegoría de Fincher, hacia el final vuelven a aparecer signos de la explotación capitalista —el asesino hace compras en Amazon y aparece un CEO de alguna compañía multinacional— para sugerir que todo lo visto no ha sido una mera venganza sino una guerra de liberación: de algún modo una huelga. Todo queda claro cuando el protagonista, hablándole otra vez al público, le sugiere que son iguales; él, como nosotros, es solo “uno de los muchos”.

La contradicción de Fincher está en contemplar acciones que describen un trabajo al menos infrecuente, pero su forma fría, rígida, de filmarlo —un remedo de la actuación de Fassbender y, claro, una expresión de su estilo ya conocido—, seca las imágenes y sostiene la alegoría revoltosa; la convierte en una imagen excepcional del trabajo que seguramente no cambiará nada en la realidad, pero que busca dar a sus espectadores algo más que una ilusión: una fantasía obrera de insurgencia.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

Mira el trailer de The Killer (2023), de David Fincher:

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The Killer', la inusual fantasía obrera de David Fincher

The Killer', la inusual fantasía obrera de David Fincher

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Traducción de
12
.
11
.
23
AAAA
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Ya puede verse en algunas salas de cine y en Netflix la nueva película del director de The Social Network. Aunque la trama de The Killer sigue a un asesino solitario en plena venganza, la imaginería y el ritmo demuestran que David Fincher utiliza ciertas convenciones del género para hablar sobre la explotación.

Durante buena parte del metraje de The Killer (2023), David Fincher se dedica al oficio más esencial del cineasta: mostrar personajes, espacios, acciones, objetos. Su observación es a veces demasiado rápida y hasta mecánica como para pensar que estamos viendo una película de procesos, es decir, una que contemple, paso a paso, y a sugerencia del título, cómo matar.

No Country for Old Men (2007), de los hermanos Coen, sería un buen ejemplo reciente, gracias a la minuciosidad con que describe cómo Anton Chigurh (Javier Bardem), el hombre plaga, confecciona un arma con un tanque de gas, o cómo su rival, Llewelyn Moss (Josh Brolin), le prepara trampas en un cuarto de hotel. La narrativa se congela para observar, casi con fetichismo, los fascinantes mecanismos del homicidio, que por inmorales no dejan de ser sorprendentes. El cine es, a final de cuentas, una oportunidad de ver lo que la cotidianidad nos esconde.

The Killer, en cambio, no llega tan lejos, pero porque no se lo propone: su fin primordial es la significación, el empleo de estas imágenes intermedias de acecho, de pelea, de balazos, para decirnos algo sobre la modernidad, específicamente sobre la explotación.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

Fincher nunca se ha caracterizado por ser un intelectual y, debido a ello, cuando la película pasa de un primer tercio lleno de explicaciones al segundo, dominado por las acciones del protagonista y casi libres de su voz en off, aterriza una decepción. Aparentemente la alegoría planteada al inicio se desvanece entre eventos que podríamos ver en otras películas de acción; sin embargo, el desenlace explica los actos precedentes como una ingeniosa forma de enunciar un mensaje. Lo que dice Fincher no es suficiente para reemplazar a Mark Fisher, pero su rol de comentarista cultural no importa: como cineasta, su propósito no es necesariamente crear significados complejos, sino una imaginería peculiar mediante la cual transmitir lo que sea que tenga en mente.

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Adelantado el diagnóstico, es momento de ver el cuerpo. The Killer trata sobre un asesino solitario y anónimo (Michael Fassbender) que sigue un patrón conocido: el protagonista fracasa en una misión y sus empleadores intentan matarlo pero, al fallar, ellos terminan siendo el blanco. Ya hemos visto variaciones de esta historia en las no-sé-cuántas películas de Jason Bourne, una que otra de James Bond, una esencial de John Woo (The Killer, pero de 1989), y también lo han narrado en versiones existenciales Jim Jarmusch (The Limits of Control, 2009) y Allen Baron (Blast of Silence, 1961), sin olvidar Le Samouraï (1967), de Jean-Pierre Melville. Fincher es más afín a las películas de Jarmusch en adelante y, de ellas, parece adquirir la voz en off que ahonda en las ideas del asesino, poco más comunicativo a cuadro que una estatua. Mientras tanto, Michael Fassbender, caracterizado por una belleza melancólica, evoca al Alain Delon de Melville, y Tilda Swinton trae consigo las largas y extravagantes conversaciones del cine de Jarmusch.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

A pesar de sus lazos con la tradición y de una secuencia de créditos que sugiere otra película mediante imágenes sobre distintas formas de matar, Fincher no se ciñe a las convenciones para elaborar un ya típico tratado sobre la enajenación de su protagonista —aunque la incluye—, sino unas imágenes que describan el aburrimiento y la rutina, símbolos de la explotación en nuestro mundo capitalista.

Al comenzar la película, el asesino está a la espera. Si una persona no soporta el tedio, nos dice, este trabajo no es para ella. Al contrario de lo que prometen los créditos y la publicidad de The Killer, todo este primer capítulo, situado en París, se trata de acecho tibio. Asesinar es el atestiguamiento diario de una ausencia, el blanco, deseando que aparezca para al fin cobrar e irse a casa, como cualquier empleado. “No soy excepcional”, dice el asesino. En estos momentos de narración abundante el protagonista se describe como un engrane diminuto en un sistema imperturbable por su funcionamiento: si está, su presencia es mínima, casi imperceptible; si no está, es reemplazable. Fincher no parece describir de este modo un trabajo fuera de lo ordinario, sino todos los empleos del mundo en la maquinaria capitalista. Su asesino es la representación excéntrica, aunque más entretenida, de los demás trabajadores.

Por ello Fincher llena la pantalla con iconografía alusiva a los temas: el primer capítulo se sitúa en una oficina abandonada de WeWork y el asesino consigue su almuerzo en McDonald’s. Mientras espera a que el blanco aparezca en la mira de su rifle, se pone audífonos para escuchar a los Smiths, como cualquier godín que se identifique con el joven Morrissey al lamentarse de no tener trabajo y luego de haber conseguido uno. En medio de la espera, el asesino hace yoga para darles mantenimiento al cuerpo y la cabeza, y más a delante lo vemos pasar a menudo por trámites aeroportuarios. Cuando James Bond viaja, el montaje lo hace aparecer en uno y otro destino turístico sin burocracia de por medio, pero el protagonista de The Killer hace filas y viaja en clase económica porque Fincher quiere hacerlo ver más como un vendedor viajero o un conferencista invitado a alguna convención de aspiradoras, que como una glamorosa parca.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

El colmo es que la escena más emocionante de la primera misión se construye a partir de una serie de mantras cuando el asesino está a punto de apretar el gatillo. En cada plano vemos sus acciones, preparándose para disparar, contrastado con otro en el que vemos a través de su mira y lo oímos recitar una breve oración: “Apégate al plan. Anticipa, no improvises. No confíes en nadie. Nunca cedas la ventaja […] La empatía es debilidad […] A esto debes comprometerte si quieres triunfar”. En términos cinematográficos, es una manera original de construir tensión; temáticamente, Fincher vincula a su personaje con los empleados de ciertas corporaciones, obligados a memorizar frases de inspiración que cantan en grupo cada mañana, anhelando también el éxito.

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Al iniciar la venganza del asesino, el ritmo de The Killer cambia drásticamente, como lo adelantaba al principio: su voz casi desaparece y la actuación de Fassbender redobla su carácter maquinal. Los movimientos son precisos, no de bailarín sino de androide, lo cual refiere más a su condición de asalariado oprimido que a la perfección de su técnica. Fassbender incluso gesticula poco o nada, y a lo largo de escenas de tortura, pelea, acecho, describe a un sujeto haciendo la rutina, salvo que esta vez la violencia se dirige a sus patrones. Aunque esta sección intermedia de la película no parece sostener la alegoría de Fincher, hacia el final vuelven a aparecer signos de la explotación capitalista —el asesino hace compras en Amazon y aparece un CEO de alguna compañía multinacional— para sugerir que todo lo visto no ha sido una mera venganza sino una guerra de liberación: de algún modo una huelga. Todo queda claro cuando el protagonista, hablándole otra vez al público, le sugiere que son iguales; él, como nosotros, es solo “uno de los muchos”.

La contradicción de Fincher está en contemplar acciones que describen un trabajo al menos infrecuente, pero su forma fría, rígida, de filmarlo —un remedo de la actuación de Fassbender y, claro, una expresión de su estilo ya conocido—, seca las imágenes y sostiene la alegoría revoltosa; la convierte en una imagen excepcional del trabajo que seguramente no cambiará nada en la realidad, pero que busca dar a sus espectadores algo más que una ilusión: una fantasía obrera de insurgencia.

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The Killer, Netflix (2023).
12
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Ya puede verse en algunas salas de cine y en Netflix la nueva película del director de The Social Network. Aunque la trama de The Killer sigue a un asesino solitario en plena venganza, la imaginería y el ritmo demuestran que David Fincher utiliza ciertas convenciones del género para hablar sobre la explotación.

Durante buena parte del metraje de The Killer (2023), David Fincher se dedica al oficio más esencial del cineasta: mostrar personajes, espacios, acciones, objetos. Su observación es a veces demasiado rápida y hasta mecánica como para pensar que estamos viendo una película de procesos, es decir, una que contemple, paso a paso, y a sugerencia del título, cómo matar.

No Country for Old Men (2007), de los hermanos Coen, sería un buen ejemplo reciente, gracias a la minuciosidad con que describe cómo Anton Chigurh (Javier Bardem), el hombre plaga, confecciona un arma con un tanque de gas, o cómo su rival, Llewelyn Moss (Josh Brolin), le prepara trampas en un cuarto de hotel. La narrativa se congela para observar, casi con fetichismo, los fascinantes mecanismos del homicidio, que por inmorales no dejan de ser sorprendentes. El cine es, a final de cuentas, una oportunidad de ver lo que la cotidianidad nos esconde.

The Killer, en cambio, no llega tan lejos, pero porque no se lo propone: su fin primordial es la significación, el empleo de estas imágenes intermedias de acecho, de pelea, de balazos, para decirnos algo sobre la modernidad, específicamente sobre la explotación.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

Fincher nunca se ha caracterizado por ser un intelectual y, debido a ello, cuando la película pasa de un primer tercio lleno de explicaciones al segundo, dominado por las acciones del protagonista y casi libres de su voz en off, aterriza una decepción. Aparentemente la alegoría planteada al inicio se desvanece entre eventos que podríamos ver en otras películas de acción; sin embargo, el desenlace explica los actos precedentes como una ingeniosa forma de enunciar un mensaje. Lo que dice Fincher no es suficiente para reemplazar a Mark Fisher, pero su rol de comentarista cultural no importa: como cineasta, su propósito no es necesariamente crear significados complejos, sino una imaginería peculiar mediante la cual transmitir lo que sea que tenga en mente.

También te puede interesar: "'Temporada de huracanes', la fallida adaptación al cine de Elisa Miller".

Adelantado el diagnóstico, es momento de ver el cuerpo. The Killer trata sobre un asesino solitario y anónimo (Michael Fassbender) que sigue un patrón conocido: el protagonista fracasa en una misión y sus empleadores intentan matarlo pero, al fallar, ellos terminan siendo el blanco. Ya hemos visto variaciones de esta historia en las no-sé-cuántas películas de Jason Bourne, una que otra de James Bond, una esencial de John Woo (The Killer, pero de 1989), y también lo han narrado en versiones existenciales Jim Jarmusch (The Limits of Control, 2009) y Allen Baron (Blast of Silence, 1961), sin olvidar Le Samouraï (1967), de Jean-Pierre Melville. Fincher es más afín a las películas de Jarmusch en adelante y, de ellas, parece adquirir la voz en off que ahonda en las ideas del asesino, poco más comunicativo a cuadro que una estatua. Mientras tanto, Michael Fassbender, caracterizado por una belleza melancólica, evoca al Alain Delon de Melville, y Tilda Swinton trae consigo las largas y extravagantes conversaciones del cine de Jarmusch.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

A pesar de sus lazos con la tradición y de una secuencia de créditos que sugiere otra película mediante imágenes sobre distintas formas de matar, Fincher no se ciñe a las convenciones para elaborar un ya típico tratado sobre la enajenación de su protagonista —aunque la incluye—, sino unas imágenes que describan el aburrimiento y la rutina, símbolos de la explotación en nuestro mundo capitalista.

Al comenzar la película, el asesino está a la espera. Si una persona no soporta el tedio, nos dice, este trabajo no es para ella. Al contrario de lo que prometen los créditos y la publicidad de The Killer, todo este primer capítulo, situado en París, se trata de acecho tibio. Asesinar es el atestiguamiento diario de una ausencia, el blanco, deseando que aparezca para al fin cobrar e irse a casa, como cualquier empleado. “No soy excepcional”, dice el asesino. En estos momentos de narración abundante el protagonista se describe como un engrane diminuto en un sistema imperturbable por su funcionamiento: si está, su presencia es mínima, casi imperceptible; si no está, es reemplazable. Fincher no parece describir de este modo un trabajo fuera de lo ordinario, sino todos los empleos del mundo en la maquinaria capitalista. Su asesino es la representación excéntrica, aunque más entretenida, de los demás trabajadores.

Por ello Fincher llena la pantalla con iconografía alusiva a los temas: el primer capítulo se sitúa en una oficina abandonada de WeWork y el asesino consigue su almuerzo en McDonald’s. Mientras espera a que el blanco aparezca en la mira de su rifle, se pone audífonos para escuchar a los Smiths, como cualquier godín que se identifique con el joven Morrissey al lamentarse de no tener trabajo y luego de haber conseguido uno. En medio de la espera, el asesino hace yoga para darles mantenimiento al cuerpo y la cabeza, y más a delante lo vemos pasar a menudo por trámites aeroportuarios. Cuando James Bond viaja, el montaje lo hace aparecer en uno y otro destino turístico sin burocracia de por medio, pero el protagonista de The Killer hace filas y viaja en clase económica porque Fincher quiere hacerlo ver más como un vendedor viajero o un conferencista invitado a alguna convención de aspiradoras, que como una glamorosa parca.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

El colmo es que la escena más emocionante de la primera misión se construye a partir de una serie de mantras cuando el asesino está a punto de apretar el gatillo. En cada plano vemos sus acciones, preparándose para disparar, contrastado con otro en el que vemos a través de su mira y lo oímos recitar una breve oración: “Apégate al plan. Anticipa, no improvises. No confíes en nadie. Nunca cedas la ventaja […] La empatía es debilidad […] A esto debes comprometerte si quieres triunfar”. En términos cinematográficos, es una manera original de construir tensión; temáticamente, Fincher vincula a su personaje con los empleados de ciertas corporaciones, obligados a memorizar frases de inspiración que cantan en grupo cada mañana, anhelando también el éxito.

También te puede interesar: "'Totem' intercambia las imágenes violentas del cine mexicano por ternura".

Al iniciar la venganza del asesino, el ritmo de The Killer cambia drásticamente, como lo adelantaba al principio: su voz casi desaparece y la actuación de Fassbender redobla su carácter maquinal. Los movimientos son precisos, no de bailarín sino de androide, lo cual refiere más a su condición de asalariado oprimido que a la perfección de su técnica. Fassbender incluso gesticula poco o nada, y a lo largo de escenas de tortura, pelea, acecho, describe a un sujeto haciendo la rutina, salvo que esta vez la violencia se dirige a sus patrones. Aunque esta sección intermedia de la película no parece sostener la alegoría de Fincher, hacia el final vuelven a aparecer signos de la explotación capitalista —el asesino hace compras en Amazon y aparece un CEO de alguna compañía multinacional— para sugerir que todo lo visto no ha sido una mera venganza sino una guerra de liberación: de algún modo una huelga. Todo queda claro cuando el protagonista, hablándole otra vez al público, le sugiere que son iguales; él, como nosotros, es solo “uno de los muchos”.

La contradicción de Fincher está en contemplar acciones que describen un trabajo al menos infrecuente, pero su forma fría, rígida, de filmarlo —un remedo de la actuación de Fassbender y, claro, una expresión de su estilo ya conocido—, seca las imágenes y sostiene la alegoría revoltosa; la convierte en una imagen excepcional del trabajo que seguramente no cambiará nada en la realidad, pero que busca dar a sus espectadores algo más que una ilusión: una fantasía obrera de insurgencia.

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Ya puede verse en algunas salas de cine y en Netflix la nueva película del director de The Social Network. Aunque la trama de The Killer sigue a un asesino solitario en plena venganza, la imaginería y el ritmo demuestran que David Fincher utiliza ciertas convenciones del género para hablar sobre la explotación.

Durante buena parte del metraje de The Killer (2023), David Fincher se dedica al oficio más esencial del cineasta: mostrar personajes, espacios, acciones, objetos. Su observación es a veces demasiado rápida y hasta mecánica como para pensar que estamos viendo una película de procesos, es decir, una que contemple, paso a paso, y a sugerencia del título, cómo matar.

No Country for Old Men (2007), de los hermanos Coen, sería un buen ejemplo reciente, gracias a la minuciosidad con que describe cómo Anton Chigurh (Javier Bardem), el hombre plaga, confecciona un arma con un tanque de gas, o cómo su rival, Llewelyn Moss (Josh Brolin), le prepara trampas en un cuarto de hotel. La narrativa se congela para observar, casi con fetichismo, los fascinantes mecanismos del homicidio, que por inmorales no dejan de ser sorprendentes. El cine es, a final de cuentas, una oportunidad de ver lo que la cotidianidad nos esconde.

The Killer, en cambio, no llega tan lejos, pero porque no se lo propone: su fin primordial es la significación, el empleo de estas imágenes intermedias de acecho, de pelea, de balazos, para decirnos algo sobre la modernidad, específicamente sobre la explotación.

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Fincher nunca se ha caracterizado por ser un intelectual y, debido a ello, cuando la película pasa de un primer tercio lleno de explicaciones al segundo, dominado por las acciones del protagonista y casi libres de su voz en off, aterriza una decepción. Aparentemente la alegoría planteada al inicio se desvanece entre eventos que podríamos ver en otras películas de acción; sin embargo, el desenlace explica los actos precedentes como una ingeniosa forma de enunciar un mensaje. Lo que dice Fincher no es suficiente para reemplazar a Mark Fisher, pero su rol de comentarista cultural no importa: como cineasta, su propósito no es necesariamente crear significados complejos, sino una imaginería peculiar mediante la cual transmitir lo que sea que tenga en mente.

También te puede interesar: "'Temporada de huracanes', la fallida adaptación al cine de Elisa Miller".

Adelantado el diagnóstico, es momento de ver el cuerpo. The Killer trata sobre un asesino solitario y anónimo (Michael Fassbender) que sigue un patrón conocido: el protagonista fracasa en una misión y sus empleadores intentan matarlo pero, al fallar, ellos terminan siendo el blanco. Ya hemos visto variaciones de esta historia en las no-sé-cuántas películas de Jason Bourne, una que otra de James Bond, una esencial de John Woo (The Killer, pero de 1989), y también lo han narrado en versiones existenciales Jim Jarmusch (The Limits of Control, 2009) y Allen Baron (Blast of Silence, 1961), sin olvidar Le Samouraï (1967), de Jean-Pierre Melville. Fincher es más afín a las películas de Jarmusch en adelante y, de ellas, parece adquirir la voz en off que ahonda en las ideas del asesino, poco más comunicativo a cuadro que una estatua. Mientras tanto, Michael Fassbender, caracterizado por una belleza melancólica, evoca al Alain Delon de Melville, y Tilda Swinton trae consigo las largas y extravagantes conversaciones del cine de Jarmusch.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

A pesar de sus lazos con la tradición y de una secuencia de créditos que sugiere otra película mediante imágenes sobre distintas formas de matar, Fincher no se ciñe a las convenciones para elaborar un ya típico tratado sobre la enajenación de su protagonista —aunque la incluye—, sino unas imágenes que describan el aburrimiento y la rutina, símbolos de la explotación en nuestro mundo capitalista.

Al comenzar la película, el asesino está a la espera. Si una persona no soporta el tedio, nos dice, este trabajo no es para ella. Al contrario de lo que prometen los créditos y la publicidad de The Killer, todo este primer capítulo, situado en París, se trata de acecho tibio. Asesinar es el atestiguamiento diario de una ausencia, el blanco, deseando que aparezca para al fin cobrar e irse a casa, como cualquier empleado. “No soy excepcional”, dice el asesino. En estos momentos de narración abundante el protagonista se describe como un engrane diminuto en un sistema imperturbable por su funcionamiento: si está, su presencia es mínima, casi imperceptible; si no está, es reemplazable. Fincher no parece describir de este modo un trabajo fuera de lo ordinario, sino todos los empleos del mundo en la maquinaria capitalista. Su asesino es la representación excéntrica, aunque más entretenida, de los demás trabajadores.

Por ello Fincher llena la pantalla con iconografía alusiva a los temas: el primer capítulo se sitúa en una oficina abandonada de WeWork y el asesino consigue su almuerzo en McDonald’s. Mientras espera a que el blanco aparezca en la mira de su rifle, se pone audífonos para escuchar a los Smiths, como cualquier godín que se identifique con el joven Morrissey al lamentarse de no tener trabajo y luego de haber conseguido uno. En medio de la espera, el asesino hace yoga para darles mantenimiento al cuerpo y la cabeza, y más a delante lo vemos pasar a menudo por trámites aeroportuarios. Cuando James Bond viaja, el montaje lo hace aparecer en uno y otro destino turístico sin burocracia de por medio, pero el protagonista de The Killer hace filas y viaja en clase económica porque Fincher quiere hacerlo ver más como un vendedor viajero o un conferencista invitado a alguna convención de aspiradoras, que como una glamorosa parca.

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El colmo es que la escena más emocionante de la primera misión se construye a partir de una serie de mantras cuando el asesino está a punto de apretar el gatillo. En cada plano vemos sus acciones, preparándose para disparar, contrastado con otro en el que vemos a través de su mira y lo oímos recitar una breve oración: “Apégate al plan. Anticipa, no improvises. No confíes en nadie. Nunca cedas la ventaja […] La empatía es debilidad […] A esto debes comprometerte si quieres triunfar”. En términos cinematográficos, es una manera original de construir tensión; temáticamente, Fincher vincula a su personaje con los empleados de ciertas corporaciones, obligados a memorizar frases de inspiración que cantan en grupo cada mañana, anhelando también el éxito.

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Al iniciar la venganza del asesino, el ritmo de The Killer cambia drásticamente, como lo adelantaba al principio: su voz casi desaparece y la actuación de Fassbender redobla su carácter maquinal. Los movimientos son precisos, no de bailarín sino de androide, lo cual refiere más a su condición de asalariado oprimido que a la perfección de su técnica. Fassbender incluso gesticula poco o nada, y a lo largo de escenas de tortura, pelea, acecho, describe a un sujeto haciendo la rutina, salvo que esta vez la violencia se dirige a sus patrones. Aunque esta sección intermedia de la película no parece sostener la alegoría de Fincher, hacia el final vuelven a aparecer signos de la explotación capitalista —el asesino hace compras en Amazon y aparece un CEO de alguna compañía multinacional— para sugerir que todo lo visto no ha sido una mera venganza sino una guerra de liberación: de algún modo una huelga. Todo queda claro cuando el protagonista, hablándole otra vez al público, le sugiere que son iguales; él, como nosotros, es solo “uno de los muchos”.

La contradicción de Fincher está en contemplar acciones que describen un trabajo al menos infrecuente, pero su forma fría, rígida, de filmarlo —un remedo de la actuación de Fassbender y, claro, una expresión de su estilo ya conocido—, seca las imágenes y sostiene la alegoría revoltosa; la convierte en una imagen excepcional del trabajo que seguramente no cambiará nada en la realidad, pero que busca dar a sus espectadores algo más que una ilusión: una fantasía obrera de insurgencia.

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Texto de
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Durante buena parte del metraje de The Killer (2023), David Fincher se dedica al oficio más esencial del cineasta: mostrar personajes, espacios, acciones, objetos. Su observación es a veces demasiado rápida y hasta mecánica como para pensar que estamos viendo una película de procesos, es decir, una que contemple, paso a paso, y a sugerencia del título, cómo matar.

No Country for Old Men (2007), de los hermanos Coen, sería un buen ejemplo reciente, gracias a la minuciosidad con que describe cómo Anton Chigurh (Javier Bardem), el hombre plaga, confecciona un arma con un tanque de gas, o cómo su rival, Llewelyn Moss (Josh Brolin), le prepara trampas en un cuarto de hotel. La narrativa se congela para observar, casi con fetichismo, los fascinantes mecanismos del homicidio, que por inmorales no dejan de ser sorprendentes. El cine es, a final de cuentas, una oportunidad de ver lo que la cotidianidad nos esconde.

The Killer, en cambio, no llega tan lejos, pero porque no se lo propone: su fin primordial es la significación, el empleo de estas imágenes intermedias de acecho, de pelea, de balazos, para decirnos algo sobre la modernidad, específicamente sobre la explotación.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

Fincher nunca se ha caracterizado por ser un intelectual y, debido a ello, cuando la película pasa de un primer tercio lleno de explicaciones al segundo, dominado por las acciones del protagonista y casi libres de su voz en off, aterriza una decepción. Aparentemente la alegoría planteada al inicio se desvanece entre eventos que podríamos ver en otras películas de acción; sin embargo, el desenlace explica los actos precedentes como una ingeniosa forma de enunciar un mensaje. Lo que dice Fincher no es suficiente para reemplazar a Mark Fisher, pero su rol de comentarista cultural no importa: como cineasta, su propósito no es necesariamente crear significados complejos, sino una imaginería peculiar mediante la cual transmitir lo que sea que tenga en mente.

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Adelantado el diagnóstico, es momento de ver el cuerpo. The Killer trata sobre un asesino solitario y anónimo (Michael Fassbender) que sigue un patrón conocido: el protagonista fracasa en una misión y sus empleadores intentan matarlo pero, al fallar, ellos terminan siendo el blanco. Ya hemos visto variaciones de esta historia en las no-sé-cuántas películas de Jason Bourne, una que otra de James Bond, una esencial de John Woo (The Killer, pero de 1989), y también lo han narrado en versiones existenciales Jim Jarmusch (The Limits of Control, 2009) y Allen Baron (Blast of Silence, 1961), sin olvidar Le Samouraï (1967), de Jean-Pierre Melville. Fincher es más afín a las películas de Jarmusch en adelante y, de ellas, parece adquirir la voz en off que ahonda en las ideas del asesino, poco más comunicativo a cuadro que una estatua. Mientras tanto, Michael Fassbender, caracterizado por una belleza melancólica, evoca al Alain Delon de Melville, y Tilda Swinton trae consigo las largas y extravagantes conversaciones del cine de Jarmusch.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

A pesar de sus lazos con la tradición y de una secuencia de créditos que sugiere otra película mediante imágenes sobre distintas formas de matar, Fincher no se ciñe a las convenciones para elaborar un ya típico tratado sobre la enajenación de su protagonista —aunque la incluye—, sino unas imágenes que describan el aburrimiento y la rutina, símbolos de la explotación en nuestro mundo capitalista.

Al comenzar la película, el asesino está a la espera. Si una persona no soporta el tedio, nos dice, este trabajo no es para ella. Al contrario de lo que prometen los créditos y la publicidad de The Killer, todo este primer capítulo, situado en París, se trata de acecho tibio. Asesinar es el atestiguamiento diario de una ausencia, el blanco, deseando que aparezca para al fin cobrar e irse a casa, como cualquier empleado. “No soy excepcional”, dice el asesino. En estos momentos de narración abundante el protagonista se describe como un engrane diminuto en un sistema imperturbable por su funcionamiento: si está, su presencia es mínima, casi imperceptible; si no está, es reemplazable. Fincher no parece describir de este modo un trabajo fuera de lo ordinario, sino todos los empleos del mundo en la maquinaria capitalista. Su asesino es la representación excéntrica, aunque más entretenida, de los demás trabajadores.

Por ello Fincher llena la pantalla con iconografía alusiva a los temas: el primer capítulo se sitúa en una oficina abandonada de WeWork y el asesino consigue su almuerzo en McDonald’s. Mientras espera a que el blanco aparezca en la mira de su rifle, se pone audífonos para escuchar a los Smiths, como cualquier godín que se identifique con el joven Morrissey al lamentarse de no tener trabajo y luego de haber conseguido uno. En medio de la espera, el asesino hace yoga para darles mantenimiento al cuerpo y la cabeza, y más a delante lo vemos pasar a menudo por trámites aeroportuarios. Cuando James Bond viaja, el montaje lo hace aparecer en uno y otro destino turístico sin burocracia de por medio, pero el protagonista de The Killer hace filas y viaja en clase económica porque Fincher quiere hacerlo ver más como un vendedor viajero o un conferencista invitado a alguna convención de aspiradoras, que como una glamorosa parca.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

El colmo es que la escena más emocionante de la primera misión se construye a partir de una serie de mantras cuando el asesino está a punto de apretar el gatillo. En cada plano vemos sus acciones, preparándose para disparar, contrastado con otro en el que vemos a través de su mira y lo oímos recitar una breve oración: “Apégate al plan. Anticipa, no improvises. No confíes en nadie. Nunca cedas la ventaja […] La empatía es debilidad […] A esto debes comprometerte si quieres triunfar”. En términos cinematográficos, es una manera original de construir tensión; temáticamente, Fincher vincula a su personaje con los empleados de ciertas corporaciones, obligados a memorizar frases de inspiración que cantan en grupo cada mañana, anhelando también el éxito.

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Al iniciar la venganza del asesino, el ritmo de The Killer cambia drásticamente, como lo adelantaba al principio: su voz casi desaparece y la actuación de Fassbender redobla su carácter maquinal. Los movimientos son precisos, no de bailarín sino de androide, lo cual refiere más a su condición de asalariado oprimido que a la perfección de su técnica. Fassbender incluso gesticula poco o nada, y a lo largo de escenas de tortura, pelea, acecho, describe a un sujeto haciendo la rutina, salvo que esta vez la violencia se dirige a sus patrones. Aunque esta sección intermedia de la película no parece sostener la alegoría de Fincher, hacia el final vuelven a aparecer signos de la explotación capitalista —el asesino hace compras en Amazon y aparece un CEO de alguna compañía multinacional— para sugerir que todo lo visto no ha sido una mera venganza sino una guerra de liberación: de algún modo una huelga. Todo queda claro cuando el protagonista, hablándole otra vez al público, le sugiere que son iguales; él, como nosotros, es solo “uno de los muchos”.

La contradicción de Fincher está en contemplar acciones que describen un trabajo al menos infrecuente, pero su forma fría, rígida, de filmarlo —un remedo de la actuación de Fassbender y, claro, una expresión de su estilo ya conocido—, seca las imágenes y sostiene la alegoría revoltosa; la convierte en una imagen excepcional del trabajo que seguramente no cambiará nada en la realidad, pero que busca dar a sus espectadores algo más que una ilusión: una fantasía obrera de insurgencia.

The Killer, Netflix (2023), de David Fincher.

Mira el trailer de The Killer (2023), de David Fincher:

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