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Ni siquiera en el retiro Tongolele podía salir a la tienda sin ser reconocida y de inmediato atraer a quienes intentaban obtener algún beneficio de la diva, ya fuera un préstamo —que nunca sería devuelto—, una fotografía o solo estar cerca de la leyenda. Foto: Cortesía.
Una entrevista con Yolanda Montes “Tongolele” permaneció oculta en una grabadora durante más de una década. Estos son algunos recuerdos de un México que ya no existe.
Tiene que haber algo detrás del aire,
del eco, del aroma, de los sueños;
algo que se estremece en lo intangible
y lanza su atracción hacia nosotros.
Elias Nandino
¡Tongolele!
La euforia se apoderó de quienes abarrotaban el teatro Follies Bergere cuando el cómico Manuel Medel realizaba una de sus rutinas. Afuera, varios integrantes de la Liga de la Decencia —un grupo de personas que pretendían imponer qué era lo bueno y qué lo malo, quienes llegaron a contar con el apoyo de Soledad Orozco, la esposa del expresidente Manuel Ávila Camacho— se escandalizaban y mostraban pancartas en las que acusaban a Tongolele de sexualizar a la juventud con el ritmo de sus caderas. "Señoras, señoritas, por favor. No caigan en el tongolelismo", anunciaba un locutor en la radio mexicana de 1948. Las jóvenes imitaban sus bailes, su empoderamiento. Aquella noche fue el culmen de una rivalidad que empezó el 27 de febrero de 1948, cuando en los anuncios de distintos periódicos se leía: “¡Por fin! Hoy sensacional debut de ‘Tongolele’ en el Tívoli”.
La última noche que Yolanda Montes actuó junto a Medel en el Follies Bergere, el escenario perteneció durante unos instantes a la bailarina cubana Rosita Fornés —entonces pareja de Medel—. Yolanda, temerosa y asombrada por igual, contemplaba la interacción entre ambos personajes de la vida nocturna capitalina mientras aguardaba su oportunidad tras bambalinas.
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“Se le ocurrió a Medel, los cómicos tenían cosas así. Como yo miraba al público y él me estaba viendo un poquito, no sé cómo se le ocurrió decir: ‘Ay, mira, ahí está Tongolele’”, Yolanda recuerda que Fornés se despidió entre abucheos, saliendo furiosa hacia los camerinos, mientras se elevaban los gritos del público aclamando el nombre con el que había nacido para el espectáculo: “¡Tongolele! ¡Tongolele!”.
Con los años la memoria se difumina. Los recuerdos se pierden como las fotos que le hice a Yolanda Montes para esa entrevista en 2013. Ella a sus 81 años seguía irradiando la belleza de quien decide permitir al tiempo marcar sus huellas. Aún conservaba ese mechón blanco en el cabello. Apenas recuerdo el brocado verde esmeralda en su vestido negro que combinaba con los anillos de sus manos, graciles al enseñarme algunos de los ritmos que inventó.
En tres memorias digitales se conservaron las imágenes de Carmen Salinas, César Bono, Lino Nava, Eduardo Yañez, tomadas una década atrás; sin embargo, las fotografías de la entrevista más trascendente de mi carrera se arruinaron. Aquella tarde yo desconocía que esos recuerdos de Tongolele estaban en camino de la fragmentación. —¡Debí tirar más fotos, carajo!—. De igual manera, es difuso el origen de su nombre artístico y hay quienes sostienen que antes de esa mítica presentación en el teatro Tívoli, la bailarina únicamente era llamada por su nombre de pila, Yolanda.
Te recomendamos leer: Rescatar el cine popular mexicano del clasismo
Algunas versiones apuntan a que Rosita Fornés le pidió a Yolanda que cambiara su nombre artístico porque sonaba demasiado cubano: "Para cubanas, yo. La de los movimientos soy yo; la que tiene al público encantado soy yo. Piensa en otro nombre y lo traes". Zandoa fue una de las opciones que consideró Yolanda. Otra versión es la del periodista Jesús Cervantes, en la revista Somos, quien aseguraba que el mote era una combinación de la palabra “tongo” utilizado en la jerga de la época como sinónimo de “chanchullo” y la expresión “lelo” para referirse a los bobos. Tenía cierto grado de lógica que aquellas caderas —radicales para las buenas costumbres— sirvieran de engañabobos.
“Manuel [Medel] y Américo Mancini eran socios en el Tívoli. Ellos hablaban mucho conmigo, pues claro que recién llegada yo no hablaba nada más que inglés. Entonces me dijo la muchacha Fornés que no quería mi nombre”, Tongolele se acerca a mí como si quisiera confiarme un secreto: “Estaba celosa de mí porque su marido hablaba mucho conmigo en inglés. No me daba cuenta en ese tiempo, pero me estaba insultando para ver si me iba”.
¡Tongolele! ¡Tongolele! ¡Tongolele!
Para Fornés era solo un nombre pasajero, uno que aparecía con letras cada vez más grandes en las marquesinas desde el cabaret Waikikí hasta el teatro Follies Bergere.
Una colección de discos tahitianos
Sentada en el pórtico, aquella niña de 5 años observaba a su madre recoger algunas verduras del huerto cuando sintió un golpeteo insistente en uno de sus piececillos. Una enorme abeja golpeaba aquel zapato sin que Yolanda se inmutara. Adentro, en una esquina de su cuarto, yacía una de tantas muñecas que su padre le trajo al volver de pilotear en la Fuerza Aérea de Estados Unidos; no le interesaban en absoluto. En cambio, prefería acompañar a Elmer Sven Montes en sus vuelos, montar la bicicleta de su hermano mayor o trepar a los árboles de manzanas.
“No me lo va a creer. Me gustaba juntar arañas en un frasco con hoyos. Se empezaban a pelear y a ponerse de una forma que ya no se podían ver porque formaban como una pasta amarilla alrededor”, el azul profundo de su mirada regresa a un páramo en Washington. Dentro de su universo poco interesaba la guerra civil española o el accidente del Hindenburg en 1937, ese que tomó Led Zeppelin para ilustrar la portada de su primer disco.
Un sinfín de estrellas de época tienen su origen en entornos casi imposibles para la creatividad; sin embargo, resulta curioso que Yolanda Montes Farringnton naciera el 3 de enero de 1932 en Spokane, una ciudad cuyo significado —proveniente de las lenguas salish— es “los hijos del Sol”. Esa irradiante libertad que le ofrecía el campo nunca se apartó de su espíritu; al contrario, fue vital para ella cuando su madre, Edna Pearl Farrington, se divorció del piloto Montes. Yolanda y el resto de su familia abandonaron el noroeste de Estados Unidos con destino al hogar de Molly, su abuela materna, en la pequeña isla de Alameda situada en Oakland, California.
Molly fascinó a su nieta con la mezcla de raíces francesas y polinesias expresadas en los ritmos de su colección musical: “Ella tenía discos tahitianos en la casa y cuando se divorciaron mis padres, yo bailaba a puerta cerrada y nunca dejé ni que mis hermanos ni nadie me viera bailar. No tenía rutina, improvisaba entre lo cubano y una mezcla de tahitiano”, Yolanda cerró los ojos para evocar aquellas melodías.
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Escucho el acento marcadamente gringo de Yolanda y vuelvo a esa tarde de principios de abril de 2013 en la que sostenía nervioso mi vieja grabadora en la sala de su casa. ¿Qué hacía yo, un reportero habituado a las sirenas de policía, a la violencia y a lidiar con asaltantes, en medio de la Condesa frente a un ícono de la cultura popular mexicana? Dudar, dudar mucho de mí mismo y de la decisión de cambiar la nota roja por el periodismo de espectáculos. No me iba a rendir, al menos no esa tarde.
Oakland se volvió una isla demasiado pequeña para contener a Yolanda. Entre los 10 y los 15 años, sin que sus hermanos se enteraran, desarrolló su propia técnica de baile. Las clases escolares de tap y ballet ya eran insuficientes. Hacia 1947 no tardó mucho en hallar una agencia del Ballet Internacional de San Francisco.
“Yo quería una ciudad más grande. En la agencia me pidieron que me pusiera un leotardo. Les mentí que tenía 16, pero a ellos les parecía de 18 y me dijeron: ‘Estás contratada, ¿quieres empezar hoy?’. Acepto y de pronto ya estaba presentándome en el Joe Di Maggio Club, porque trabajamos en los mejores lugares, y en una ciudad cercana: Vallejo; ahí había un cabaret más grande”, Yolanda recuerda que en cada nueva aventura que la llevó de San Francisco a Tijuana y muy pronto al entonces Distrito Federal, Edna se alegraba y defendía su libertad.
Yolanda citó a su madre y su padrastro, Alexander Al Edwards, un escocés bastante estricto, en una cafetería para contarles que se volvería bailarina. Nunca descuidó sus estudios y, durante los periodos vacacionales, solía trabajar en el supermercado, fábricas de chocolates o como acomodadora en un cine. Aunque Edna confiaba plenamente en su hija, Alexander fue reacio, se opuso y amenazó con denunciar a la agencia por contratar a menores de edad. “Él tenía artritis y mi mamá le pegó por debajo de la mesa y él por poco se desmaya. Pobrecito. Luego le dijo que yo siempre iba a bailar”.
No todo era ser bella de noche
La noche previa a nuestra charla, Tongolele sintió melancolía al releer las cartas enviadas por famosos embelesados por su danza. Algunos de ellos fueron los actores estadounidenses Fredric March y César Romero: “Conocí [también] a Ann Sheridan, que era de mis favoritas. Yo los veía de niña en las películas y sí me gustaban [a March y Romero], pero no los tenía como ídolos. De pronto estoy con esos artistas. Fredric [March] mandaba cartas para que yo viera a su representante en Nueva York. Yo sé que quería más, pero a mí no me interesaba volver a Estados Unidos. Estaba muy contenta en México y con la gente latina”.
De los cabarets a la actuación en las producciones cinematográficas de Ismael Rodríguez o Roberto Gavaldón, fue un paso complicado para Tongolele, que muchas veces acababa de trabajar a las cuatro de la mañana y solo dormía un par de horas para acudir a los llamados de filmación. En Han matado a Tongolele (1948) le robó el corazón al actor japonés Seki Sano: “Años después, cuando murió [en 1966] vinieron aquí reporteros japoneses que querían hablar conmigo porque había trabajado con él y yo no sabía que era tan famosa allá”.
En otra ocasión, un grupo de productores de cine invitó a Tongolele a una corrida en la Plaza de Toros México. Al recinto ubicado en la colonia Ciudad de los Deportes, acudió un actor que en ese momento se consagraba como el máximo ícono del western. Al subir las escalinatas del graderío, Tongolele resbaló y para evitar la caída tuvo que sostenerse del cinturón de aquella estrella del cine estadounidense. Casi se vienen abajo ambos, pero él mantuvo el equilibrio con su clásica sonrisa hollywoodense: “Ese cowboy era un ropero, altísimo. En ese entonces John Wayne estaba casado con una actriz mexicana [Esperanza Baur] y quería empaparse de la cultura. Yo era tan inocente que no me atreví a pedirle un autógrafo, imagínate”.
Un busto con la cabeza de Medusa situada a espaldas del sillón donde Tongolele estaba sentada llamó mi atención. Ella lo esculpió. De hecho, en el último año de estudios en California se enemistó con su profesora de pintura y escultura, quien la desalentó de seguir como artista visual al darle una mala nota por un busto que elaboró. Yolanda fue a quejarse con una asistente por el desdén de la profesora. “Inocentemente le pregunté si no tenían profesores hombres porque las mujeres no me hacían caso, no me querían”, lamentó. La otra mujer respondió con sarcasmo, “‘¿Para coquetear o para seducirlo?’, entonces le doy una bofetada y salgo corriendo. Ella iba atrás de mí para la oficina del principal. Entro, veo al director extrañado y yo no sé porqué en una de las esquinas de su oficina estaba un pedestal con la figura que yo hice”.
Extraña en una tierra de extraños, Tongolele prefería amigos contrastantes a quienes se alimentaban de las vanidades cabareteras. Aunque le encantaba la sensación de saberse querida, sentía mayor estima por quienes nutrían su intelectualidad. Estimulados por el fenómeno cultural alrededor de la bailarina, dos jóvenes —que a la postre serían pilares de las artes mexicanas— acudían cada fin de semana a sus espectáculos: el poeta Elías Nandino y el pintor Raúl Anguiano, autor de uno de los retratos más icónicos de la bailarina.
“Ellos me llevaban como de mascota a todos lados. Una vez estábamos en un Sanborns y nos llevaron servilletas de lino. Yo puse mi firma y Anguiano me dibujó, nada más los ojos y el mechón del pelo”, recuerda Tongolele entre risas. “Le dije a Anguiano que me la firmara, igual que tantas pinturas que me regaló. Ándale, fírmame y él me decía: ‘Yolanda, esto vale mucho dinero. ¿Por qué quieres que lo firme? Es como un tesoro’. Yo le respondí que no lo iba a vender. Me daba una risa porque él era medio serio, pero gracioso”.
Ni siquiera en el retiro Tongolele podía salir a la tienda sin ser reconocida y de inmediato atraer a quienes intentaban obtener algún beneficio de la diva, ya fuera un préstamo —que nunca sería devuelto—, una fotografía o solo estar cerca de la leyenda. Cada que Anguiano y el pintor José Luis Cuevas la visitaban, salían del carro para hacer alharaca: “¡Tongooo!, me gritaban para que todo mundo nos mirara y yo tenía que abrir la ventana para decirles ahorita voy. A ellos les gustaba quedarse afuera para que la gente nos viera”.
Durante los últimos años de Anguiano, antes de su fallecimiento el 13 de enero de 2006, invitaba a Tongolele a la tertulia de los viernes en el taller del escultor José Sacal, donde intercambiaban ideas, anécdotas y nuevas creaciones al fragor de las bebidas.
“Comías algo y luego a seguir trabajando. Era un ambiente muy bonito”. Los artistas la incentivaban a llevar su talento al ámbito profesional. “Les gustaba que yo estudiara. Sacal me decía: ‘Yolanda tú puedes pintar. Tú tienes talento natural’, pero esto solo era mi pasatiempo, no es que yo quisiera hacer pintura profesional”.
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La música en el cuerpo
La puerta del camerino permanecía cerrada con llave. No importaba qué tan insistente fuera el político, el empresario o el actor, nadie respondía al otro lado. Tongolele se quedaba quietecita, casi sin respirar, a veces hasta el cierre del teatro. Le daba terror sufrir alguna agresión. En aquella época se acostumbraba que los hombres poderosos sedujeran a bailarinas o actrices extranjeras a quienes más tarde abandonaban a su suerte.
Como Tongolele negaba cada regalo, cada invitación, cada ofrecimiento indecoroso, se llegó a cuestionar su preferencia sexual. “¿Masculina? No. Era muy libre, muy disciplinada. Siempre iba de mi casa al cabaret, luego volvía a encerrarme”, en ese momento hizo una pausa grave que me invitó a creer que ahí terminaría la entrevista; no obstante, hurgaba en los recuerdos de ciertos galanes de la época de oro que intentaron conquistarla. “Yo no podía tener enamorados. Roberto Gavaldón quería casarse. David Silva quería casarse. No me podía casar porque no iba a dejar el baile, era impensable. Ellos querían todo formal y yo no iba a dejar el teatro ni el cabaret”.
La cadencia, los trazos en el escenario, el quebrar de sus caderas no provenían de una rigurosa planeación. Era una expresión ad libitum basada en su control del ritmo, el acento y un oído privilegiado. Sin dominar los conceptos teóricos musicales, Tongolele era el inicio y fin de sus bailes. Los músicos y bailarines debían seguirla a ella, jamás a la inversa. Un día ensayaba sus pasos con una grabación. "No, no siento la música. Algo me falta".
Coincido que entre músicos sabemos leernos con una mirada o un sutil gesto con el hombro. La sensación de tocar en vivo es la libertad en plenitud. Vaya que lo sabía cuando me colgaba una guitarra los fines de semana para así escapar de las presiones de mi trabajo en el periódico. David Byrne lo expresa acertadamente en su libro Cómo funciona la música (Sexto Piso, 2014).
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No es que podamos mover la música, las artes visuales, la danza o el spoken word como piezas en una partida de Tetris, para que cada forma de arte encaje en su lugar perfecto, pero sin duda cierto malabarismo de contextos puede funcionar.
En el entorno de Tongolele le funcionó bien hablar el mismo idioma, el de la música, con el percusionista cubano Joaquín González, especializado en los bongós. “Si iba a bailar tahitiano, ya hacía un gesto con la cadera o las manos. Cuando iba a ser rápido pues no tenía que hacer nada más que parar y empezar, tengo control independiente de la cadera, y él sabía leerme. Eso es muy tahitiano”, recordó Tongolele.
El amor no surgió de inmediato, incluso ella mantuvo durante sus primeras giras la línea de la amistad, pero los detalles conquistan imperios. Joaquín ofreció algo que a ninguno de los pretendientes de la bailarina le pasó por la mente: la libertad de ser. De eso va la historia de Tongolele, de la libertad en estado puro.
Otras familias de la época destinaban el rol de la mujer a las labores del hogar. Tongolele no. Ella iba a todas las giras acompañada por sus gemelos Ricardo González Montes y Rubén González Montes, así como por la abuela Edna. Durante una visita a Miami, la familia visitó la casa del intérprete cubano exiliado Ernesto Lecuona, quien quedó encantado con la sincronía musical de los gemelos.
“Lecuona los ponía en el piano y dejaba que ellos tocaran”, Tongolele volvió una vez más a ese caluroso atardecer. “Golpeaban las teclas al mismo tiempo y él les decía ‘Tócalo otra vez’ y luego volteaba para decirme ‘¿sabes qué dos personas nunca pueden dar los mismos golpes al mismo tiempo? Nada más que son gemelos idénticos’”.
Cierra el telón
Aquella semana de principios de abril fue extenuante. Quince horas de trabajo continuo y desveladas me dejaron tan agotado que no escuché el despertador ni revisé la agenda. Llegué tarde a una rueda de prensa y me olvidé de hacer las preguntas específicas que había solicitado mi editor. Cuando volví a la redacción las tensiones con él alcanzaron el límite y frente a todos vociferó: “No sé cómo te contrataron. Eres un inútil. Tú no sirves para el periodismo”. Estuve a punto de lanzarme a los golpes contra él; en cambio, opté por salir de la redacción y llorar la frustración en una de las fuentes del parque frente al edificio. No me iba a rendir, no ese día. Enjugué toda lágrima, pues me aguardaba una cita en la Condesa.
La idea de renunciar al diario más relevante del país y abandonar por completo el periodismo rondaba mi cabeza mientras escuchaba las anécdotas de Yolanda Montes “Tongolele”. Suspiré. “Cómo me hubiera gustado verla bailar cuando estaba en sus veintes. Debió ser un espectáculo bellísimo”. Apenas finalicé mis palabras, ella se levantó como si escuchara nuevamente los ritmos de los bongós interpretados por Joaquín González. La Tongolele del pasado se manifestó en medio de la sala. Las luces del Tívoli brillaban en el azul profundo de sus ojos. No estábamos más en su casa y desde un rincón de aquel centro nocturno la observé majestuosa. El sonido de la música y los aplausos se volvieron difusos mientras las rítmicas caderas de Tongolele se desvanecían al fondo del escenario, entre las penumbras.
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Una entrevista con Yolanda Montes “Tongolele” permaneció oculta en una grabadora durante más de una década. Estos son algunos recuerdos de un México que ya no existe.
Tiene que haber algo detrás del aire,
del eco, del aroma, de los sueños;
algo que se estremece en lo intangible
y lanza su atracción hacia nosotros.
Elias Nandino
¡Tongolele!
La euforia se apoderó de quienes abarrotaban el teatro Follies Bergere cuando el cómico Manuel Medel realizaba una de sus rutinas. Afuera, varios integrantes de la Liga de la Decencia —un grupo de personas que pretendían imponer qué era lo bueno y qué lo malo, quienes llegaron a contar con el apoyo de Soledad Orozco, la esposa del expresidente Manuel Ávila Camacho— se escandalizaban y mostraban pancartas en las que acusaban a Tongolele de sexualizar a la juventud con el ritmo de sus caderas. "Señoras, señoritas, por favor. No caigan en el tongolelismo", anunciaba un locutor en la radio mexicana de 1948. Las jóvenes imitaban sus bailes, su empoderamiento. Aquella noche fue el culmen de una rivalidad que empezó el 27 de febrero de 1948, cuando en los anuncios de distintos periódicos se leía: “¡Por fin! Hoy sensacional debut de ‘Tongolele’ en el Tívoli”.
La última noche que Yolanda Montes actuó junto a Medel en el Follies Bergere, el escenario perteneció durante unos instantes a la bailarina cubana Rosita Fornés —entonces pareja de Medel—. Yolanda, temerosa y asombrada por igual, contemplaba la interacción entre ambos personajes de la vida nocturna capitalina mientras aguardaba su oportunidad tras bambalinas.
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“Se le ocurrió a Medel, los cómicos tenían cosas así. Como yo miraba al público y él me estaba viendo un poquito, no sé cómo se le ocurrió decir: ‘Ay, mira, ahí está Tongolele’”, Yolanda recuerda que Fornés se despidió entre abucheos, saliendo furiosa hacia los camerinos, mientras se elevaban los gritos del público aclamando el nombre con el que había nacido para el espectáculo: “¡Tongolele! ¡Tongolele!”.
Con los años la memoria se difumina. Los recuerdos se pierden como las fotos que le hice a Yolanda Montes para esa entrevista en 2013. Ella a sus 81 años seguía irradiando la belleza de quien decide permitir al tiempo marcar sus huellas. Aún conservaba ese mechón blanco en el cabello. Apenas recuerdo el brocado verde esmeralda en su vestido negro que combinaba con los anillos de sus manos, graciles al enseñarme algunos de los ritmos que inventó.
En tres memorias digitales se conservaron las imágenes de Carmen Salinas, César Bono, Lino Nava, Eduardo Yañez, tomadas una década atrás; sin embargo, las fotografías de la entrevista más trascendente de mi carrera se arruinaron. Aquella tarde yo desconocía que esos recuerdos de Tongolele estaban en camino de la fragmentación. —¡Debí tirar más fotos, carajo!—. De igual manera, es difuso el origen de su nombre artístico y hay quienes sostienen que antes de esa mítica presentación en el teatro Tívoli, la bailarina únicamente era llamada por su nombre de pila, Yolanda.
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Algunas versiones apuntan a que Rosita Fornés le pidió a Yolanda que cambiara su nombre artístico porque sonaba demasiado cubano: "Para cubanas, yo. La de los movimientos soy yo; la que tiene al público encantado soy yo. Piensa en otro nombre y lo traes". Zandoa fue una de las opciones que consideró Yolanda. Otra versión es la del periodista Jesús Cervantes, en la revista Somos, quien aseguraba que el mote era una combinación de la palabra “tongo” utilizado en la jerga de la época como sinónimo de “chanchullo” y la expresión “lelo” para referirse a los bobos. Tenía cierto grado de lógica que aquellas caderas —radicales para las buenas costumbres— sirvieran de engañabobos.
“Manuel [Medel] y Américo Mancini eran socios en el Tívoli. Ellos hablaban mucho conmigo, pues claro que recién llegada yo no hablaba nada más que inglés. Entonces me dijo la muchacha Fornés que no quería mi nombre”, Tongolele se acerca a mí como si quisiera confiarme un secreto: “Estaba celosa de mí porque su marido hablaba mucho conmigo en inglés. No me daba cuenta en ese tiempo, pero me estaba insultando para ver si me iba”.
¡Tongolele! ¡Tongolele! ¡Tongolele!
Para Fornés era solo un nombre pasajero, uno que aparecía con letras cada vez más grandes en las marquesinas desde el cabaret Waikikí hasta el teatro Follies Bergere.
Una colección de discos tahitianos
Sentada en el pórtico, aquella niña de 5 años observaba a su madre recoger algunas verduras del huerto cuando sintió un golpeteo insistente en uno de sus piececillos. Una enorme abeja golpeaba aquel zapato sin que Yolanda se inmutara. Adentro, en una esquina de su cuarto, yacía una de tantas muñecas que su padre le trajo al volver de pilotear en la Fuerza Aérea de Estados Unidos; no le interesaban en absoluto. En cambio, prefería acompañar a Elmer Sven Montes en sus vuelos, montar la bicicleta de su hermano mayor o trepar a los árboles de manzanas.
“No me lo va a creer. Me gustaba juntar arañas en un frasco con hoyos. Se empezaban a pelear y a ponerse de una forma que ya no se podían ver porque formaban como una pasta amarilla alrededor”, el azul profundo de su mirada regresa a un páramo en Washington. Dentro de su universo poco interesaba la guerra civil española o el accidente del Hindenburg en 1937, ese que tomó Led Zeppelin para ilustrar la portada de su primer disco.
Un sinfín de estrellas de época tienen su origen en entornos casi imposibles para la creatividad; sin embargo, resulta curioso que Yolanda Montes Farringnton naciera el 3 de enero de 1932 en Spokane, una ciudad cuyo significado —proveniente de las lenguas salish— es “los hijos del Sol”. Esa irradiante libertad que le ofrecía el campo nunca se apartó de su espíritu; al contrario, fue vital para ella cuando su madre, Edna Pearl Farrington, se divorció del piloto Montes. Yolanda y el resto de su familia abandonaron el noroeste de Estados Unidos con destino al hogar de Molly, su abuela materna, en la pequeña isla de Alameda situada en Oakland, California.
Molly fascinó a su nieta con la mezcla de raíces francesas y polinesias expresadas en los ritmos de su colección musical: “Ella tenía discos tahitianos en la casa y cuando se divorciaron mis padres, yo bailaba a puerta cerrada y nunca dejé ni que mis hermanos ni nadie me viera bailar. No tenía rutina, improvisaba entre lo cubano y una mezcla de tahitiano”, Yolanda cerró los ojos para evocar aquellas melodías.
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Escucho el acento marcadamente gringo de Yolanda y vuelvo a esa tarde de principios de abril de 2013 en la que sostenía nervioso mi vieja grabadora en la sala de su casa. ¿Qué hacía yo, un reportero habituado a las sirenas de policía, a la violencia y a lidiar con asaltantes, en medio de la Condesa frente a un ícono de la cultura popular mexicana? Dudar, dudar mucho de mí mismo y de la decisión de cambiar la nota roja por el periodismo de espectáculos. No me iba a rendir, al menos no esa tarde.
Oakland se volvió una isla demasiado pequeña para contener a Yolanda. Entre los 10 y los 15 años, sin que sus hermanos se enteraran, desarrolló su propia técnica de baile. Las clases escolares de tap y ballet ya eran insuficientes. Hacia 1947 no tardó mucho en hallar una agencia del Ballet Internacional de San Francisco.
“Yo quería una ciudad más grande. En la agencia me pidieron que me pusiera un leotardo. Les mentí que tenía 16, pero a ellos les parecía de 18 y me dijeron: ‘Estás contratada, ¿quieres empezar hoy?’. Acepto y de pronto ya estaba presentándome en el Joe Di Maggio Club, porque trabajamos en los mejores lugares, y en una ciudad cercana: Vallejo; ahí había un cabaret más grande”, Yolanda recuerda que en cada nueva aventura que la llevó de San Francisco a Tijuana y muy pronto al entonces Distrito Federal, Edna se alegraba y defendía su libertad.
Yolanda citó a su madre y su padrastro, Alexander Al Edwards, un escocés bastante estricto, en una cafetería para contarles que se volvería bailarina. Nunca descuidó sus estudios y, durante los periodos vacacionales, solía trabajar en el supermercado, fábricas de chocolates o como acomodadora en un cine. Aunque Edna confiaba plenamente en su hija, Alexander fue reacio, se opuso y amenazó con denunciar a la agencia por contratar a menores de edad. “Él tenía artritis y mi mamá le pegó por debajo de la mesa y él por poco se desmaya. Pobrecito. Luego le dijo que yo siempre iba a bailar”.
No todo era ser bella de noche
La noche previa a nuestra charla, Tongolele sintió melancolía al releer las cartas enviadas por famosos embelesados por su danza. Algunos de ellos fueron los actores estadounidenses Fredric March y César Romero: “Conocí [también] a Ann Sheridan, que era de mis favoritas. Yo los veía de niña en las películas y sí me gustaban [a March y Romero], pero no los tenía como ídolos. De pronto estoy con esos artistas. Fredric [March] mandaba cartas para que yo viera a su representante en Nueva York. Yo sé que quería más, pero a mí no me interesaba volver a Estados Unidos. Estaba muy contenta en México y con la gente latina”.
De los cabarets a la actuación en las producciones cinematográficas de Ismael Rodríguez o Roberto Gavaldón, fue un paso complicado para Tongolele, que muchas veces acababa de trabajar a las cuatro de la mañana y solo dormía un par de horas para acudir a los llamados de filmación. En Han matado a Tongolele (1948) le robó el corazón al actor japonés Seki Sano: “Años después, cuando murió [en 1966] vinieron aquí reporteros japoneses que querían hablar conmigo porque había trabajado con él y yo no sabía que era tan famosa allá”.
En otra ocasión, un grupo de productores de cine invitó a Tongolele a una corrida en la Plaza de Toros México. Al recinto ubicado en la colonia Ciudad de los Deportes, acudió un actor que en ese momento se consagraba como el máximo ícono del western. Al subir las escalinatas del graderío, Tongolele resbaló y para evitar la caída tuvo que sostenerse del cinturón de aquella estrella del cine estadounidense. Casi se vienen abajo ambos, pero él mantuvo el equilibrio con su clásica sonrisa hollywoodense: “Ese cowboy era un ropero, altísimo. En ese entonces John Wayne estaba casado con una actriz mexicana [Esperanza Baur] y quería empaparse de la cultura. Yo era tan inocente que no me atreví a pedirle un autógrafo, imagínate”.
Un busto con la cabeza de Medusa situada a espaldas del sillón donde Tongolele estaba sentada llamó mi atención. Ella lo esculpió. De hecho, en el último año de estudios en California se enemistó con su profesora de pintura y escultura, quien la desalentó de seguir como artista visual al darle una mala nota por un busto que elaboró. Yolanda fue a quejarse con una asistente por el desdén de la profesora. “Inocentemente le pregunté si no tenían profesores hombres porque las mujeres no me hacían caso, no me querían”, lamentó. La otra mujer respondió con sarcasmo, “‘¿Para coquetear o para seducirlo?’, entonces le doy una bofetada y salgo corriendo. Ella iba atrás de mí para la oficina del principal. Entro, veo al director extrañado y yo no sé porqué en una de las esquinas de su oficina estaba un pedestal con la figura que yo hice”.
Extraña en una tierra de extraños, Tongolele prefería amigos contrastantes a quienes se alimentaban de las vanidades cabareteras. Aunque le encantaba la sensación de saberse querida, sentía mayor estima por quienes nutrían su intelectualidad. Estimulados por el fenómeno cultural alrededor de la bailarina, dos jóvenes —que a la postre serían pilares de las artes mexicanas— acudían cada fin de semana a sus espectáculos: el poeta Elías Nandino y el pintor Raúl Anguiano, autor de uno de los retratos más icónicos de la bailarina.
“Ellos me llevaban como de mascota a todos lados. Una vez estábamos en un Sanborns y nos llevaron servilletas de lino. Yo puse mi firma y Anguiano me dibujó, nada más los ojos y el mechón del pelo”, recuerda Tongolele entre risas. “Le dije a Anguiano que me la firmara, igual que tantas pinturas que me regaló. Ándale, fírmame y él me decía: ‘Yolanda, esto vale mucho dinero. ¿Por qué quieres que lo firme? Es como un tesoro’. Yo le respondí que no lo iba a vender. Me daba una risa porque él era medio serio, pero gracioso”.
Ni siquiera en el retiro Tongolele podía salir a la tienda sin ser reconocida y de inmediato atraer a quienes intentaban obtener algún beneficio de la diva, ya fuera un préstamo —que nunca sería devuelto—, una fotografía o solo estar cerca de la leyenda. Cada que Anguiano y el pintor José Luis Cuevas la visitaban, salían del carro para hacer alharaca: “¡Tongooo!, me gritaban para que todo mundo nos mirara y yo tenía que abrir la ventana para decirles ahorita voy. A ellos les gustaba quedarse afuera para que la gente nos viera”.
Durante los últimos años de Anguiano, antes de su fallecimiento el 13 de enero de 2006, invitaba a Tongolele a la tertulia de los viernes en el taller del escultor José Sacal, donde intercambiaban ideas, anécdotas y nuevas creaciones al fragor de las bebidas.
“Comías algo y luego a seguir trabajando. Era un ambiente muy bonito”. Los artistas la incentivaban a llevar su talento al ámbito profesional. “Les gustaba que yo estudiara. Sacal me decía: ‘Yolanda tú puedes pintar. Tú tienes talento natural’, pero esto solo era mi pasatiempo, no es que yo quisiera hacer pintura profesional”.
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La música en el cuerpo
La puerta del camerino permanecía cerrada con llave. No importaba qué tan insistente fuera el político, el empresario o el actor, nadie respondía al otro lado. Tongolele se quedaba quietecita, casi sin respirar, a veces hasta el cierre del teatro. Le daba terror sufrir alguna agresión. En aquella época se acostumbraba que los hombres poderosos sedujeran a bailarinas o actrices extranjeras a quienes más tarde abandonaban a su suerte.
Como Tongolele negaba cada regalo, cada invitación, cada ofrecimiento indecoroso, se llegó a cuestionar su preferencia sexual. “¿Masculina? No. Era muy libre, muy disciplinada. Siempre iba de mi casa al cabaret, luego volvía a encerrarme”, en ese momento hizo una pausa grave que me invitó a creer que ahí terminaría la entrevista; no obstante, hurgaba en los recuerdos de ciertos galanes de la época de oro que intentaron conquistarla. “Yo no podía tener enamorados. Roberto Gavaldón quería casarse. David Silva quería casarse. No me podía casar porque no iba a dejar el baile, era impensable. Ellos querían todo formal y yo no iba a dejar el teatro ni el cabaret”.
La cadencia, los trazos en el escenario, el quebrar de sus caderas no provenían de una rigurosa planeación. Era una expresión ad libitum basada en su control del ritmo, el acento y un oído privilegiado. Sin dominar los conceptos teóricos musicales, Tongolele era el inicio y fin de sus bailes. Los músicos y bailarines debían seguirla a ella, jamás a la inversa. Un día ensayaba sus pasos con una grabación. "No, no siento la música. Algo me falta".
Coincido que entre músicos sabemos leernos con una mirada o un sutil gesto con el hombro. La sensación de tocar en vivo es la libertad en plenitud. Vaya que lo sabía cuando me colgaba una guitarra los fines de semana para así escapar de las presiones de mi trabajo en el periódico. David Byrne lo expresa acertadamente en su libro Cómo funciona la música (Sexto Piso, 2014).
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No es que podamos mover la música, las artes visuales, la danza o el spoken word como piezas en una partida de Tetris, para que cada forma de arte encaje en su lugar perfecto, pero sin duda cierto malabarismo de contextos puede funcionar.
En el entorno de Tongolele le funcionó bien hablar el mismo idioma, el de la música, con el percusionista cubano Joaquín González, especializado en los bongós. “Si iba a bailar tahitiano, ya hacía un gesto con la cadera o las manos. Cuando iba a ser rápido pues no tenía que hacer nada más que parar y empezar, tengo control independiente de la cadera, y él sabía leerme. Eso es muy tahitiano”, recordó Tongolele.
El amor no surgió de inmediato, incluso ella mantuvo durante sus primeras giras la línea de la amistad, pero los detalles conquistan imperios. Joaquín ofreció algo que a ninguno de los pretendientes de la bailarina le pasó por la mente: la libertad de ser. De eso va la historia de Tongolele, de la libertad en estado puro.
Otras familias de la época destinaban el rol de la mujer a las labores del hogar. Tongolele no. Ella iba a todas las giras acompañada por sus gemelos Ricardo González Montes y Rubén González Montes, así como por la abuela Edna. Durante una visita a Miami, la familia visitó la casa del intérprete cubano exiliado Ernesto Lecuona, quien quedó encantado con la sincronía musical de los gemelos.
“Lecuona los ponía en el piano y dejaba que ellos tocaran”, Tongolele volvió una vez más a ese caluroso atardecer. “Golpeaban las teclas al mismo tiempo y él les decía ‘Tócalo otra vez’ y luego volteaba para decirme ‘¿sabes qué dos personas nunca pueden dar los mismos golpes al mismo tiempo? Nada más que son gemelos idénticos’”.
Cierra el telón
Aquella semana de principios de abril fue extenuante. Quince horas de trabajo continuo y desveladas me dejaron tan agotado que no escuché el despertador ni revisé la agenda. Llegué tarde a una rueda de prensa y me olvidé de hacer las preguntas específicas que había solicitado mi editor. Cuando volví a la redacción las tensiones con él alcanzaron el límite y frente a todos vociferó: “No sé cómo te contrataron. Eres un inútil. Tú no sirves para el periodismo”. Estuve a punto de lanzarme a los golpes contra él; en cambio, opté por salir de la redacción y llorar la frustración en una de las fuentes del parque frente al edificio. No me iba a rendir, no ese día. Enjugué toda lágrima, pues me aguardaba una cita en la Condesa.
La idea de renunciar al diario más relevante del país y abandonar por completo el periodismo rondaba mi cabeza mientras escuchaba las anécdotas de Yolanda Montes “Tongolele”. Suspiré. “Cómo me hubiera gustado verla bailar cuando estaba en sus veintes. Debió ser un espectáculo bellísimo”. Apenas finalicé mis palabras, ella se levantó como si escuchara nuevamente los ritmos de los bongós interpretados por Joaquín González. La Tongolele del pasado se manifestó en medio de la sala. Las luces del Tívoli brillaban en el azul profundo de sus ojos. No estábamos más en su casa y desde un rincón de aquel centro nocturno la observé majestuosa. El sonido de la música y los aplausos se volvieron difusos mientras las rítmicas caderas de Tongolele se desvanecían al fondo del escenario, entre las penumbras.
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Ni siquiera en el retiro Tongolele podía salir a la tienda sin ser reconocida y de inmediato atraer a quienes intentaban obtener algún beneficio de la diva, ya fuera un préstamo —que nunca sería devuelto—, una fotografía o solo estar cerca de la leyenda. Foto: Cortesía.
Una entrevista con Yolanda Montes “Tongolele” permaneció oculta en una grabadora durante más de una década. Estos son algunos recuerdos de un México que ya no existe.
Tiene que haber algo detrás del aire,
del eco, del aroma, de los sueños;
algo que se estremece en lo intangible
y lanza su atracción hacia nosotros.
Elias Nandino
¡Tongolele!
La euforia se apoderó de quienes abarrotaban el teatro Follies Bergere cuando el cómico Manuel Medel realizaba una de sus rutinas. Afuera, varios integrantes de la Liga de la Decencia —un grupo de personas que pretendían imponer qué era lo bueno y qué lo malo, quienes llegaron a contar con el apoyo de Soledad Orozco, la esposa del expresidente Manuel Ávila Camacho— se escandalizaban y mostraban pancartas en las que acusaban a Tongolele de sexualizar a la juventud con el ritmo de sus caderas. "Señoras, señoritas, por favor. No caigan en el tongolelismo", anunciaba un locutor en la radio mexicana de 1948. Las jóvenes imitaban sus bailes, su empoderamiento. Aquella noche fue el culmen de una rivalidad que empezó el 27 de febrero de 1948, cuando en los anuncios de distintos periódicos se leía: “¡Por fin! Hoy sensacional debut de ‘Tongolele’ en el Tívoli”.
La última noche que Yolanda Montes actuó junto a Medel en el Follies Bergere, el escenario perteneció durante unos instantes a la bailarina cubana Rosita Fornés —entonces pareja de Medel—. Yolanda, temerosa y asombrada por igual, contemplaba la interacción entre ambos personajes de la vida nocturna capitalina mientras aguardaba su oportunidad tras bambalinas.
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“Se le ocurrió a Medel, los cómicos tenían cosas así. Como yo miraba al público y él me estaba viendo un poquito, no sé cómo se le ocurrió decir: ‘Ay, mira, ahí está Tongolele’”, Yolanda recuerda que Fornés se despidió entre abucheos, saliendo furiosa hacia los camerinos, mientras se elevaban los gritos del público aclamando el nombre con el que había nacido para el espectáculo: “¡Tongolele! ¡Tongolele!”.
Con los años la memoria se difumina. Los recuerdos se pierden como las fotos que le hice a Yolanda Montes para esa entrevista en 2013. Ella a sus 81 años seguía irradiando la belleza de quien decide permitir al tiempo marcar sus huellas. Aún conservaba ese mechón blanco en el cabello. Apenas recuerdo el brocado verde esmeralda en su vestido negro que combinaba con los anillos de sus manos, graciles al enseñarme algunos de los ritmos que inventó.
En tres memorias digitales se conservaron las imágenes de Carmen Salinas, César Bono, Lino Nava, Eduardo Yañez, tomadas una década atrás; sin embargo, las fotografías de la entrevista más trascendente de mi carrera se arruinaron. Aquella tarde yo desconocía que esos recuerdos de Tongolele estaban en camino de la fragmentación. —¡Debí tirar más fotos, carajo!—. De igual manera, es difuso el origen de su nombre artístico y hay quienes sostienen que antes de esa mítica presentación en el teatro Tívoli, la bailarina únicamente era llamada por su nombre de pila, Yolanda.
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Algunas versiones apuntan a que Rosita Fornés le pidió a Yolanda que cambiara su nombre artístico porque sonaba demasiado cubano: "Para cubanas, yo. La de los movimientos soy yo; la que tiene al público encantado soy yo. Piensa en otro nombre y lo traes". Zandoa fue una de las opciones que consideró Yolanda. Otra versión es la del periodista Jesús Cervantes, en la revista Somos, quien aseguraba que el mote era una combinación de la palabra “tongo” utilizado en la jerga de la época como sinónimo de “chanchullo” y la expresión “lelo” para referirse a los bobos. Tenía cierto grado de lógica que aquellas caderas —radicales para las buenas costumbres— sirvieran de engañabobos.
“Manuel [Medel] y Américo Mancini eran socios en el Tívoli. Ellos hablaban mucho conmigo, pues claro que recién llegada yo no hablaba nada más que inglés. Entonces me dijo la muchacha Fornés que no quería mi nombre”, Tongolele se acerca a mí como si quisiera confiarme un secreto: “Estaba celosa de mí porque su marido hablaba mucho conmigo en inglés. No me daba cuenta en ese tiempo, pero me estaba insultando para ver si me iba”.
¡Tongolele! ¡Tongolele! ¡Tongolele!
Para Fornés era solo un nombre pasajero, uno que aparecía con letras cada vez más grandes en las marquesinas desde el cabaret Waikikí hasta el teatro Follies Bergere.
Una colección de discos tahitianos
Sentada en el pórtico, aquella niña de 5 años observaba a su madre recoger algunas verduras del huerto cuando sintió un golpeteo insistente en uno de sus piececillos. Una enorme abeja golpeaba aquel zapato sin que Yolanda se inmutara. Adentro, en una esquina de su cuarto, yacía una de tantas muñecas que su padre le trajo al volver de pilotear en la Fuerza Aérea de Estados Unidos; no le interesaban en absoluto. En cambio, prefería acompañar a Elmer Sven Montes en sus vuelos, montar la bicicleta de su hermano mayor o trepar a los árboles de manzanas.
“No me lo va a creer. Me gustaba juntar arañas en un frasco con hoyos. Se empezaban a pelear y a ponerse de una forma que ya no se podían ver porque formaban como una pasta amarilla alrededor”, el azul profundo de su mirada regresa a un páramo en Washington. Dentro de su universo poco interesaba la guerra civil española o el accidente del Hindenburg en 1937, ese que tomó Led Zeppelin para ilustrar la portada de su primer disco.
Un sinfín de estrellas de época tienen su origen en entornos casi imposibles para la creatividad; sin embargo, resulta curioso que Yolanda Montes Farringnton naciera el 3 de enero de 1932 en Spokane, una ciudad cuyo significado —proveniente de las lenguas salish— es “los hijos del Sol”. Esa irradiante libertad que le ofrecía el campo nunca se apartó de su espíritu; al contrario, fue vital para ella cuando su madre, Edna Pearl Farrington, se divorció del piloto Montes. Yolanda y el resto de su familia abandonaron el noroeste de Estados Unidos con destino al hogar de Molly, su abuela materna, en la pequeña isla de Alameda situada en Oakland, California.
Molly fascinó a su nieta con la mezcla de raíces francesas y polinesias expresadas en los ritmos de su colección musical: “Ella tenía discos tahitianos en la casa y cuando se divorciaron mis padres, yo bailaba a puerta cerrada y nunca dejé ni que mis hermanos ni nadie me viera bailar. No tenía rutina, improvisaba entre lo cubano y una mezcla de tahitiano”, Yolanda cerró los ojos para evocar aquellas melodías.
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Escucho el acento marcadamente gringo de Yolanda y vuelvo a esa tarde de principios de abril de 2013 en la que sostenía nervioso mi vieja grabadora en la sala de su casa. ¿Qué hacía yo, un reportero habituado a las sirenas de policía, a la violencia y a lidiar con asaltantes, en medio de la Condesa frente a un ícono de la cultura popular mexicana? Dudar, dudar mucho de mí mismo y de la decisión de cambiar la nota roja por el periodismo de espectáculos. No me iba a rendir, al menos no esa tarde.
Oakland se volvió una isla demasiado pequeña para contener a Yolanda. Entre los 10 y los 15 años, sin que sus hermanos se enteraran, desarrolló su propia técnica de baile. Las clases escolares de tap y ballet ya eran insuficientes. Hacia 1947 no tardó mucho en hallar una agencia del Ballet Internacional de San Francisco.
“Yo quería una ciudad más grande. En la agencia me pidieron que me pusiera un leotardo. Les mentí que tenía 16, pero a ellos les parecía de 18 y me dijeron: ‘Estás contratada, ¿quieres empezar hoy?’. Acepto y de pronto ya estaba presentándome en el Joe Di Maggio Club, porque trabajamos en los mejores lugares, y en una ciudad cercana: Vallejo; ahí había un cabaret más grande”, Yolanda recuerda que en cada nueva aventura que la llevó de San Francisco a Tijuana y muy pronto al entonces Distrito Federal, Edna se alegraba y defendía su libertad.
Yolanda citó a su madre y su padrastro, Alexander Al Edwards, un escocés bastante estricto, en una cafetería para contarles que se volvería bailarina. Nunca descuidó sus estudios y, durante los periodos vacacionales, solía trabajar en el supermercado, fábricas de chocolates o como acomodadora en un cine. Aunque Edna confiaba plenamente en su hija, Alexander fue reacio, se opuso y amenazó con denunciar a la agencia por contratar a menores de edad. “Él tenía artritis y mi mamá le pegó por debajo de la mesa y él por poco se desmaya. Pobrecito. Luego le dijo que yo siempre iba a bailar”.
No todo era ser bella de noche
La noche previa a nuestra charla, Tongolele sintió melancolía al releer las cartas enviadas por famosos embelesados por su danza. Algunos de ellos fueron los actores estadounidenses Fredric March y César Romero: “Conocí [también] a Ann Sheridan, que era de mis favoritas. Yo los veía de niña en las películas y sí me gustaban [a March y Romero], pero no los tenía como ídolos. De pronto estoy con esos artistas. Fredric [March] mandaba cartas para que yo viera a su representante en Nueva York. Yo sé que quería más, pero a mí no me interesaba volver a Estados Unidos. Estaba muy contenta en México y con la gente latina”.
De los cabarets a la actuación en las producciones cinematográficas de Ismael Rodríguez o Roberto Gavaldón, fue un paso complicado para Tongolele, que muchas veces acababa de trabajar a las cuatro de la mañana y solo dormía un par de horas para acudir a los llamados de filmación. En Han matado a Tongolele (1948) le robó el corazón al actor japonés Seki Sano: “Años después, cuando murió [en 1966] vinieron aquí reporteros japoneses que querían hablar conmigo porque había trabajado con él y yo no sabía que era tan famosa allá”.
En otra ocasión, un grupo de productores de cine invitó a Tongolele a una corrida en la Plaza de Toros México. Al recinto ubicado en la colonia Ciudad de los Deportes, acudió un actor que en ese momento se consagraba como el máximo ícono del western. Al subir las escalinatas del graderío, Tongolele resbaló y para evitar la caída tuvo que sostenerse del cinturón de aquella estrella del cine estadounidense. Casi se vienen abajo ambos, pero él mantuvo el equilibrio con su clásica sonrisa hollywoodense: “Ese cowboy era un ropero, altísimo. En ese entonces John Wayne estaba casado con una actriz mexicana [Esperanza Baur] y quería empaparse de la cultura. Yo era tan inocente que no me atreví a pedirle un autógrafo, imagínate”.
Un busto con la cabeza de Medusa situada a espaldas del sillón donde Tongolele estaba sentada llamó mi atención. Ella lo esculpió. De hecho, en el último año de estudios en California se enemistó con su profesora de pintura y escultura, quien la desalentó de seguir como artista visual al darle una mala nota por un busto que elaboró. Yolanda fue a quejarse con una asistente por el desdén de la profesora. “Inocentemente le pregunté si no tenían profesores hombres porque las mujeres no me hacían caso, no me querían”, lamentó. La otra mujer respondió con sarcasmo, “‘¿Para coquetear o para seducirlo?’, entonces le doy una bofetada y salgo corriendo. Ella iba atrás de mí para la oficina del principal. Entro, veo al director extrañado y yo no sé porqué en una de las esquinas de su oficina estaba un pedestal con la figura que yo hice”.
Extraña en una tierra de extraños, Tongolele prefería amigos contrastantes a quienes se alimentaban de las vanidades cabareteras. Aunque le encantaba la sensación de saberse querida, sentía mayor estima por quienes nutrían su intelectualidad. Estimulados por el fenómeno cultural alrededor de la bailarina, dos jóvenes —que a la postre serían pilares de las artes mexicanas— acudían cada fin de semana a sus espectáculos: el poeta Elías Nandino y el pintor Raúl Anguiano, autor de uno de los retratos más icónicos de la bailarina.
“Ellos me llevaban como de mascota a todos lados. Una vez estábamos en un Sanborns y nos llevaron servilletas de lino. Yo puse mi firma y Anguiano me dibujó, nada más los ojos y el mechón del pelo”, recuerda Tongolele entre risas. “Le dije a Anguiano que me la firmara, igual que tantas pinturas que me regaló. Ándale, fírmame y él me decía: ‘Yolanda, esto vale mucho dinero. ¿Por qué quieres que lo firme? Es como un tesoro’. Yo le respondí que no lo iba a vender. Me daba una risa porque él era medio serio, pero gracioso”.
Ni siquiera en el retiro Tongolele podía salir a la tienda sin ser reconocida y de inmediato atraer a quienes intentaban obtener algún beneficio de la diva, ya fuera un préstamo —que nunca sería devuelto—, una fotografía o solo estar cerca de la leyenda. Cada que Anguiano y el pintor José Luis Cuevas la visitaban, salían del carro para hacer alharaca: “¡Tongooo!, me gritaban para que todo mundo nos mirara y yo tenía que abrir la ventana para decirles ahorita voy. A ellos les gustaba quedarse afuera para que la gente nos viera”.
Durante los últimos años de Anguiano, antes de su fallecimiento el 13 de enero de 2006, invitaba a Tongolele a la tertulia de los viernes en el taller del escultor José Sacal, donde intercambiaban ideas, anécdotas y nuevas creaciones al fragor de las bebidas.
“Comías algo y luego a seguir trabajando. Era un ambiente muy bonito”. Los artistas la incentivaban a llevar su talento al ámbito profesional. “Les gustaba que yo estudiara. Sacal me decía: ‘Yolanda tú puedes pintar. Tú tienes talento natural’, pero esto solo era mi pasatiempo, no es que yo quisiera hacer pintura profesional”.
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La música en el cuerpo
La puerta del camerino permanecía cerrada con llave. No importaba qué tan insistente fuera el político, el empresario o el actor, nadie respondía al otro lado. Tongolele se quedaba quietecita, casi sin respirar, a veces hasta el cierre del teatro. Le daba terror sufrir alguna agresión. En aquella época se acostumbraba que los hombres poderosos sedujeran a bailarinas o actrices extranjeras a quienes más tarde abandonaban a su suerte.
Como Tongolele negaba cada regalo, cada invitación, cada ofrecimiento indecoroso, se llegó a cuestionar su preferencia sexual. “¿Masculina? No. Era muy libre, muy disciplinada. Siempre iba de mi casa al cabaret, luego volvía a encerrarme”, en ese momento hizo una pausa grave que me invitó a creer que ahí terminaría la entrevista; no obstante, hurgaba en los recuerdos de ciertos galanes de la época de oro que intentaron conquistarla. “Yo no podía tener enamorados. Roberto Gavaldón quería casarse. David Silva quería casarse. No me podía casar porque no iba a dejar el baile, era impensable. Ellos querían todo formal y yo no iba a dejar el teatro ni el cabaret”.
La cadencia, los trazos en el escenario, el quebrar de sus caderas no provenían de una rigurosa planeación. Era una expresión ad libitum basada en su control del ritmo, el acento y un oído privilegiado. Sin dominar los conceptos teóricos musicales, Tongolele era el inicio y fin de sus bailes. Los músicos y bailarines debían seguirla a ella, jamás a la inversa. Un día ensayaba sus pasos con una grabación. "No, no siento la música. Algo me falta".
Coincido que entre músicos sabemos leernos con una mirada o un sutil gesto con el hombro. La sensación de tocar en vivo es la libertad en plenitud. Vaya que lo sabía cuando me colgaba una guitarra los fines de semana para así escapar de las presiones de mi trabajo en el periódico. David Byrne lo expresa acertadamente en su libro Cómo funciona la música (Sexto Piso, 2014).
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No es que podamos mover la música, las artes visuales, la danza o el spoken word como piezas en una partida de Tetris, para que cada forma de arte encaje en su lugar perfecto, pero sin duda cierto malabarismo de contextos puede funcionar.
En el entorno de Tongolele le funcionó bien hablar el mismo idioma, el de la música, con el percusionista cubano Joaquín González, especializado en los bongós. “Si iba a bailar tahitiano, ya hacía un gesto con la cadera o las manos. Cuando iba a ser rápido pues no tenía que hacer nada más que parar y empezar, tengo control independiente de la cadera, y él sabía leerme. Eso es muy tahitiano”, recordó Tongolele.
El amor no surgió de inmediato, incluso ella mantuvo durante sus primeras giras la línea de la amistad, pero los detalles conquistan imperios. Joaquín ofreció algo que a ninguno de los pretendientes de la bailarina le pasó por la mente: la libertad de ser. De eso va la historia de Tongolele, de la libertad en estado puro.
Otras familias de la época destinaban el rol de la mujer a las labores del hogar. Tongolele no. Ella iba a todas las giras acompañada por sus gemelos Ricardo González Montes y Rubén González Montes, así como por la abuela Edna. Durante una visita a Miami, la familia visitó la casa del intérprete cubano exiliado Ernesto Lecuona, quien quedó encantado con la sincronía musical de los gemelos.
“Lecuona los ponía en el piano y dejaba que ellos tocaran”, Tongolele volvió una vez más a ese caluroso atardecer. “Golpeaban las teclas al mismo tiempo y él les decía ‘Tócalo otra vez’ y luego volteaba para decirme ‘¿sabes qué dos personas nunca pueden dar los mismos golpes al mismo tiempo? Nada más que son gemelos idénticos’”.
Cierra el telón
Aquella semana de principios de abril fue extenuante. Quince horas de trabajo continuo y desveladas me dejaron tan agotado que no escuché el despertador ni revisé la agenda. Llegué tarde a una rueda de prensa y me olvidé de hacer las preguntas específicas que había solicitado mi editor. Cuando volví a la redacción las tensiones con él alcanzaron el límite y frente a todos vociferó: “No sé cómo te contrataron. Eres un inútil. Tú no sirves para el periodismo”. Estuve a punto de lanzarme a los golpes contra él; en cambio, opté por salir de la redacción y llorar la frustración en una de las fuentes del parque frente al edificio. No me iba a rendir, no ese día. Enjugué toda lágrima, pues me aguardaba una cita en la Condesa.
La idea de renunciar al diario más relevante del país y abandonar por completo el periodismo rondaba mi cabeza mientras escuchaba las anécdotas de Yolanda Montes “Tongolele”. Suspiré. “Cómo me hubiera gustado verla bailar cuando estaba en sus veintes. Debió ser un espectáculo bellísimo”. Apenas finalicé mis palabras, ella se levantó como si escuchara nuevamente los ritmos de los bongós interpretados por Joaquín González. La Tongolele del pasado se manifestó en medio de la sala. Las luces del Tívoli brillaban en el azul profundo de sus ojos. No estábamos más en su casa y desde un rincón de aquel centro nocturno la observé majestuosa. El sonido de la música y los aplausos se volvieron difusos mientras las rítmicas caderas de Tongolele se desvanecían al fondo del escenario, entre las penumbras.
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Una entrevista con Yolanda Montes “Tongolele” permaneció oculta en una grabadora durante más de una década. Estos son algunos recuerdos de un México que ya no existe.
Tiene que haber algo detrás del aire,
del eco, del aroma, de los sueños;
algo que se estremece en lo intangible
y lanza su atracción hacia nosotros.
Elias Nandino
¡Tongolele!
La euforia se apoderó de quienes abarrotaban el teatro Follies Bergere cuando el cómico Manuel Medel realizaba una de sus rutinas. Afuera, varios integrantes de la Liga de la Decencia —un grupo de personas que pretendían imponer qué era lo bueno y qué lo malo, quienes llegaron a contar con el apoyo de Soledad Orozco, la esposa del expresidente Manuel Ávila Camacho— se escandalizaban y mostraban pancartas en las que acusaban a Tongolele de sexualizar a la juventud con el ritmo de sus caderas. "Señoras, señoritas, por favor. No caigan en el tongolelismo", anunciaba un locutor en la radio mexicana de 1948. Las jóvenes imitaban sus bailes, su empoderamiento. Aquella noche fue el culmen de una rivalidad que empezó el 27 de febrero de 1948, cuando en los anuncios de distintos periódicos se leía: “¡Por fin! Hoy sensacional debut de ‘Tongolele’ en el Tívoli”.
La última noche que Yolanda Montes actuó junto a Medel en el Follies Bergere, el escenario perteneció durante unos instantes a la bailarina cubana Rosita Fornés —entonces pareja de Medel—. Yolanda, temerosa y asombrada por igual, contemplaba la interacción entre ambos personajes de la vida nocturna capitalina mientras aguardaba su oportunidad tras bambalinas.
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“Se le ocurrió a Medel, los cómicos tenían cosas así. Como yo miraba al público y él me estaba viendo un poquito, no sé cómo se le ocurrió decir: ‘Ay, mira, ahí está Tongolele’”, Yolanda recuerda que Fornés se despidió entre abucheos, saliendo furiosa hacia los camerinos, mientras se elevaban los gritos del público aclamando el nombre con el que había nacido para el espectáculo: “¡Tongolele! ¡Tongolele!”.
Con los años la memoria se difumina. Los recuerdos se pierden como las fotos que le hice a Yolanda Montes para esa entrevista en 2013. Ella a sus 81 años seguía irradiando la belleza de quien decide permitir al tiempo marcar sus huellas. Aún conservaba ese mechón blanco en el cabello. Apenas recuerdo el brocado verde esmeralda en su vestido negro que combinaba con los anillos de sus manos, graciles al enseñarme algunos de los ritmos que inventó.
En tres memorias digitales se conservaron las imágenes de Carmen Salinas, César Bono, Lino Nava, Eduardo Yañez, tomadas una década atrás; sin embargo, las fotografías de la entrevista más trascendente de mi carrera se arruinaron. Aquella tarde yo desconocía que esos recuerdos de Tongolele estaban en camino de la fragmentación. —¡Debí tirar más fotos, carajo!—. De igual manera, es difuso el origen de su nombre artístico y hay quienes sostienen que antes de esa mítica presentación en el teatro Tívoli, la bailarina únicamente era llamada por su nombre de pila, Yolanda.
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Algunas versiones apuntan a que Rosita Fornés le pidió a Yolanda que cambiara su nombre artístico porque sonaba demasiado cubano: "Para cubanas, yo. La de los movimientos soy yo; la que tiene al público encantado soy yo. Piensa en otro nombre y lo traes". Zandoa fue una de las opciones que consideró Yolanda. Otra versión es la del periodista Jesús Cervantes, en la revista Somos, quien aseguraba que el mote era una combinación de la palabra “tongo” utilizado en la jerga de la época como sinónimo de “chanchullo” y la expresión “lelo” para referirse a los bobos. Tenía cierto grado de lógica que aquellas caderas —radicales para las buenas costumbres— sirvieran de engañabobos.
“Manuel [Medel] y Américo Mancini eran socios en el Tívoli. Ellos hablaban mucho conmigo, pues claro que recién llegada yo no hablaba nada más que inglés. Entonces me dijo la muchacha Fornés que no quería mi nombre”, Tongolele se acerca a mí como si quisiera confiarme un secreto: “Estaba celosa de mí porque su marido hablaba mucho conmigo en inglés. No me daba cuenta en ese tiempo, pero me estaba insultando para ver si me iba”.
¡Tongolele! ¡Tongolele! ¡Tongolele!
Para Fornés era solo un nombre pasajero, uno que aparecía con letras cada vez más grandes en las marquesinas desde el cabaret Waikikí hasta el teatro Follies Bergere.
Una colección de discos tahitianos
Sentada en el pórtico, aquella niña de 5 años observaba a su madre recoger algunas verduras del huerto cuando sintió un golpeteo insistente en uno de sus piececillos. Una enorme abeja golpeaba aquel zapato sin que Yolanda se inmutara. Adentro, en una esquina de su cuarto, yacía una de tantas muñecas que su padre le trajo al volver de pilotear en la Fuerza Aérea de Estados Unidos; no le interesaban en absoluto. En cambio, prefería acompañar a Elmer Sven Montes en sus vuelos, montar la bicicleta de su hermano mayor o trepar a los árboles de manzanas.
“No me lo va a creer. Me gustaba juntar arañas en un frasco con hoyos. Se empezaban a pelear y a ponerse de una forma que ya no se podían ver porque formaban como una pasta amarilla alrededor”, el azul profundo de su mirada regresa a un páramo en Washington. Dentro de su universo poco interesaba la guerra civil española o el accidente del Hindenburg en 1937, ese que tomó Led Zeppelin para ilustrar la portada de su primer disco.
Un sinfín de estrellas de época tienen su origen en entornos casi imposibles para la creatividad; sin embargo, resulta curioso que Yolanda Montes Farringnton naciera el 3 de enero de 1932 en Spokane, una ciudad cuyo significado —proveniente de las lenguas salish— es “los hijos del Sol”. Esa irradiante libertad que le ofrecía el campo nunca se apartó de su espíritu; al contrario, fue vital para ella cuando su madre, Edna Pearl Farrington, se divorció del piloto Montes. Yolanda y el resto de su familia abandonaron el noroeste de Estados Unidos con destino al hogar de Molly, su abuela materna, en la pequeña isla de Alameda situada en Oakland, California.
Molly fascinó a su nieta con la mezcla de raíces francesas y polinesias expresadas en los ritmos de su colección musical: “Ella tenía discos tahitianos en la casa y cuando se divorciaron mis padres, yo bailaba a puerta cerrada y nunca dejé ni que mis hermanos ni nadie me viera bailar. No tenía rutina, improvisaba entre lo cubano y una mezcla de tahitiano”, Yolanda cerró los ojos para evocar aquellas melodías.
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Escucho el acento marcadamente gringo de Yolanda y vuelvo a esa tarde de principios de abril de 2013 en la que sostenía nervioso mi vieja grabadora en la sala de su casa. ¿Qué hacía yo, un reportero habituado a las sirenas de policía, a la violencia y a lidiar con asaltantes, en medio de la Condesa frente a un ícono de la cultura popular mexicana? Dudar, dudar mucho de mí mismo y de la decisión de cambiar la nota roja por el periodismo de espectáculos. No me iba a rendir, al menos no esa tarde.
Oakland se volvió una isla demasiado pequeña para contener a Yolanda. Entre los 10 y los 15 años, sin que sus hermanos se enteraran, desarrolló su propia técnica de baile. Las clases escolares de tap y ballet ya eran insuficientes. Hacia 1947 no tardó mucho en hallar una agencia del Ballet Internacional de San Francisco.
“Yo quería una ciudad más grande. En la agencia me pidieron que me pusiera un leotardo. Les mentí que tenía 16, pero a ellos les parecía de 18 y me dijeron: ‘Estás contratada, ¿quieres empezar hoy?’. Acepto y de pronto ya estaba presentándome en el Joe Di Maggio Club, porque trabajamos en los mejores lugares, y en una ciudad cercana: Vallejo; ahí había un cabaret más grande”, Yolanda recuerda que en cada nueva aventura que la llevó de San Francisco a Tijuana y muy pronto al entonces Distrito Federal, Edna se alegraba y defendía su libertad.
Yolanda citó a su madre y su padrastro, Alexander Al Edwards, un escocés bastante estricto, en una cafetería para contarles que se volvería bailarina. Nunca descuidó sus estudios y, durante los periodos vacacionales, solía trabajar en el supermercado, fábricas de chocolates o como acomodadora en un cine. Aunque Edna confiaba plenamente en su hija, Alexander fue reacio, se opuso y amenazó con denunciar a la agencia por contratar a menores de edad. “Él tenía artritis y mi mamá le pegó por debajo de la mesa y él por poco se desmaya. Pobrecito. Luego le dijo que yo siempre iba a bailar”.
No todo era ser bella de noche
La noche previa a nuestra charla, Tongolele sintió melancolía al releer las cartas enviadas por famosos embelesados por su danza. Algunos de ellos fueron los actores estadounidenses Fredric March y César Romero: “Conocí [también] a Ann Sheridan, que era de mis favoritas. Yo los veía de niña en las películas y sí me gustaban [a March y Romero], pero no los tenía como ídolos. De pronto estoy con esos artistas. Fredric [March] mandaba cartas para que yo viera a su representante en Nueva York. Yo sé que quería más, pero a mí no me interesaba volver a Estados Unidos. Estaba muy contenta en México y con la gente latina”.
De los cabarets a la actuación en las producciones cinematográficas de Ismael Rodríguez o Roberto Gavaldón, fue un paso complicado para Tongolele, que muchas veces acababa de trabajar a las cuatro de la mañana y solo dormía un par de horas para acudir a los llamados de filmación. En Han matado a Tongolele (1948) le robó el corazón al actor japonés Seki Sano: “Años después, cuando murió [en 1966] vinieron aquí reporteros japoneses que querían hablar conmigo porque había trabajado con él y yo no sabía que era tan famosa allá”.
En otra ocasión, un grupo de productores de cine invitó a Tongolele a una corrida en la Plaza de Toros México. Al recinto ubicado en la colonia Ciudad de los Deportes, acudió un actor que en ese momento se consagraba como el máximo ícono del western. Al subir las escalinatas del graderío, Tongolele resbaló y para evitar la caída tuvo que sostenerse del cinturón de aquella estrella del cine estadounidense. Casi se vienen abajo ambos, pero él mantuvo el equilibrio con su clásica sonrisa hollywoodense: “Ese cowboy era un ropero, altísimo. En ese entonces John Wayne estaba casado con una actriz mexicana [Esperanza Baur] y quería empaparse de la cultura. Yo era tan inocente que no me atreví a pedirle un autógrafo, imagínate”.
Un busto con la cabeza de Medusa situada a espaldas del sillón donde Tongolele estaba sentada llamó mi atención. Ella lo esculpió. De hecho, en el último año de estudios en California se enemistó con su profesora de pintura y escultura, quien la desalentó de seguir como artista visual al darle una mala nota por un busto que elaboró. Yolanda fue a quejarse con una asistente por el desdén de la profesora. “Inocentemente le pregunté si no tenían profesores hombres porque las mujeres no me hacían caso, no me querían”, lamentó. La otra mujer respondió con sarcasmo, “‘¿Para coquetear o para seducirlo?’, entonces le doy una bofetada y salgo corriendo. Ella iba atrás de mí para la oficina del principal. Entro, veo al director extrañado y yo no sé porqué en una de las esquinas de su oficina estaba un pedestal con la figura que yo hice”.
Extraña en una tierra de extraños, Tongolele prefería amigos contrastantes a quienes se alimentaban de las vanidades cabareteras. Aunque le encantaba la sensación de saberse querida, sentía mayor estima por quienes nutrían su intelectualidad. Estimulados por el fenómeno cultural alrededor de la bailarina, dos jóvenes —que a la postre serían pilares de las artes mexicanas— acudían cada fin de semana a sus espectáculos: el poeta Elías Nandino y el pintor Raúl Anguiano, autor de uno de los retratos más icónicos de la bailarina.
“Ellos me llevaban como de mascota a todos lados. Una vez estábamos en un Sanborns y nos llevaron servilletas de lino. Yo puse mi firma y Anguiano me dibujó, nada más los ojos y el mechón del pelo”, recuerda Tongolele entre risas. “Le dije a Anguiano que me la firmara, igual que tantas pinturas que me regaló. Ándale, fírmame y él me decía: ‘Yolanda, esto vale mucho dinero. ¿Por qué quieres que lo firme? Es como un tesoro’. Yo le respondí que no lo iba a vender. Me daba una risa porque él era medio serio, pero gracioso”.
Ni siquiera en el retiro Tongolele podía salir a la tienda sin ser reconocida y de inmediato atraer a quienes intentaban obtener algún beneficio de la diva, ya fuera un préstamo —que nunca sería devuelto—, una fotografía o solo estar cerca de la leyenda. Cada que Anguiano y el pintor José Luis Cuevas la visitaban, salían del carro para hacer alharaca: “¡Tongooo!, me gritaban para que todo mundo nos mirara y yo tenía que abrir la ventana para decirles ahorita voy. A ellos les gustaba quedarse afuera para que la gente nos viera”.
Durante los últimos años de Anguiano, antes de su fallecimiento el 13 de enero de 2006, invitaba a Tongolele a la tertulia de los viernes en el taller del escultor José Sacal, donde intercambiaban ideas, anécdotas y nuevas creaciones al fragor de las bebidas.
“Comías algo y luego a seguir trabajando. Era un ambiente muy bonito”. Los artistas la incentivaban a llevar su talento al ámbito profesional. “Les gustaba que yo estudiara. Sacal me decía: ‘Yolanda tú puedes pintar. Tú tienes talento natural’, pero esto solo era mi pasatiempo, no es que yo quisiera hacer pintura profesional”.
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La música en el cuerpo
La puerta del camerino permanecía cerrada con llave. No importaba qué tan insistente fuera el político, el empresario o el actor, nadie respondía al otro lado. Tongolele se quedaba quietecita, casi sin respirar, a veces hasta el cierre del teatro. Le daba terror sufrir alguna agresión. En aquella época se acostumbraba que los hombres poderosos sedujeran a bailarinas o actrices extranjeras a quienes más tarde abandonaban a su suerte.
Como Tongolele negaba cada regalo, cada invitación, cada ofrecimiento indecoroso, se llegó a cuestionar su preferencia sexual. “¿Masculina? No. Era muy libre, muy disciplinada. Siempre iba de mi casa al cabaret, luego volvía a encerrarme”, en ese momento hizo una pausa grave que me invitó a creer que ahí terminaría la entrevista; no obstante, hurgaba en los recuerdos de ciertos galanes de la época de oro que intentaron conquistarla. “Yo no podía tener enamorados. Roberto Gavaldón quería casarse. David Silva quería casarse. No me podía casar porque no iba a dejar el baile, era impensable. Ellos querían todo formal y yo no iba a dejar el teatro ni el cabaret”.
La cadencia, los trazos en el escenario, el quebrar de sus caderas no provenían de una rigurosa planeación. Era una expresión ad libitum basada en su control del ritmo, el acento y un oído privilegiado. Sin dominar los conceptos teóricos musicales, Tongolele era el inicio y fin de sus bailes. Los músicos y bailarines debían seguirla a ella, jamás a la inversa. Un día ensayaba sus pasos con una grabación. "No, no siento la música. Algo me falta".
Coincido que entre músicos sabemos leernos con una mirada o un sutil gesto con el hombro. La sensación de tocar en vivo es la libertad en plenitud. Vaya que lo sabía cuando me colgaba una guitarra los fines de semana para así escapar de las presiones de mi trabajo en el periódico. David Byrne lo expresa acertadamente en su libro Cómo funciona la música (Sexto Piso, 2014).
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No es que podamos mover la música, las artes visuales, la danza o el spoken word como piezas en una partida de Tetris, para que cada forma de arte encaje en su lugar perfecto, pero sin duda cierto malabarismo de contextos puede funcionar.
En el entorno de Tongolele le funcionó bien hablar el mismo idioma, el de la música, con el percusionista cubano Joaquín González, especializado en los bongós. “Si iba a bailar tahitiano, ya hacía un gesto con la cadera o las manos. Cuando iba a ser rápido pues no tenía que hacer nada más que parar y empezar, tengo control independiente de la cadera, y él sabía leerme. Eso es muy tahitiano”, recordó Tongolele.
El amor no surgió de inmediato, incluso ella mantuvo durante sus primeras giras la línea de la amistad, pero los detalles conquistan imperios. Joaquín ofreció algo que a ninguno de los pretendientes de la bailarina le pasó por la mente: la libertad de ser. De eso va la historia de Tongolele, de la libertad en estado puro.
Otras familias de la época destinaban el rol de la mujer a las labores del hogar. Tongolele no. Ella iba a todas las giras acompañada por sus gemelos Ricardo González Montes y Rubén González Montes, así como por la abuela Edna. Durante una visita a Miami, la familia visitó la casa del intérprete cubano exiliado Ernesto Lecuona, quien quedó encantado con la sincronía musical de los gemelos.
“Lecuona los ponía en el piano y dejaba que ellos tocaran”, Tongolele volvió una vez más a ese caluroso atardecer. “Golpeaban las teclas al mismo tiempo y él les decía ‘Tócalo otra vez’ y luego volteaba para decirme ‘¿sabes qué dos personas nunca pueden dar los mismos golpes al mismo tiempo? Nada más que son gemelos idénticos’”.
Cierra el telón
Aquella semana de principios de abril fue extenuante. Quince horas de trabajo continuo y desveladas me dejaron tan agotado que no escuché el despertador ni revisé la agenda. Llegué tarde a una rueda de prensa y me olvidé de hacer las preguntas específicas que había solicitado mi editor. Cuando volví a la redacción las tensiones con él alcanzaron el límite y frente a todos vociferó: “No sé cómo te contrataron. Eres un inútil. Tú no sirves para el periodismo”. Estuve a punto de lanzarme a los golpes contra él; en cambio, opté por salir de la redacción y llorar la frustración en una de las fuentes del parque frente al edificio. No me iba a rendir, no ese día. Enjugué toda lágrima, pues me aguardaba una cita en la Condesa.
La idea de renunciar al diario más relevante del país y abandonar por completo el periodismo rondaba mi cabeza mientras escuchaba las anécdotas de Yolanda Montes “Tongolele”. Suspiré. “Cómo me hubiera gustado verla bailar cuando estaba en sus veintes. Debió ser un espectáculo bellísimo”. Apenas finalicé mis palabras, ella se levantó como si escuchara nuevamente los ritmos de los bongós interpretados por Joaquín González. La Tongolele del pasado se manifestó en medio de la sala. Las luces del Tívoli brillaban en el azul profundo de sus ojos. No estábamos más en su casa y desde un rincón de aquel centro nocturno la observé majestuosa. El sonido de la música y los aplausos se volvieron difusos mientras las rítmicas caderas de Tongolele se desvanecían al fondo del escenario, entre las penumbras.
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Ni siquiera en el retiro Tongolele podía salir a la tienda sin ser reconocida y de inmediato atraer a quienes intentaban obtener algún beneficio de la diva, ya fuera un préstamo —que nunca sería devuelto—, una fotografía o solo estar cerca de la leyenda. Foto: Cortesía.
Tiene que haber algo detrás del aire,
del eco, del aroma, de los sueños;
algo que se estremece en lo intangible
y lanza su atracción hacia nosotros.
Elias Nandino
¡Tongolele!
La euforia se apoderó de quienes abarrotaban el teatro Follies Bergere cuando el cómico Manuel Medel realizaba una de sus rutinas. Afuera, varios integrantes de la Liga de la Decencia —un grupo de personas que pretendían imponer qué era lo bueno y qué lo malo, quienes llegaron a contar con el apoyo de Soledad Orozco, la esposa del expresidente Manuel Ávila Camacho— se escandalizaban y mostraban pancartas en las que acusaban a Tongolele de sexualizar a la juventud con el ritmo de sus caderas. "Señoras, señoritas, por favor. No caigan en el tongolelismo", anunciaba un locutor en la radio mexicana de 1948. Las jóvenes imitaban sus bailes, su empoderamiento. Aquella noche fue el culmen de una rivalidad que empezó el 27 de febrero de 1948, cuando en los anuncios de distintos periódicos se leía: “¡Por fin! Hoy sensacional debut de ‘Tongolele’ en el Tívoli”.
La última noche que Yolanda Montes actuó junto a Medel en el Follies Bergere, el escenario perteneció durante unos instantes a la bailarina cubana Rosita Fornés —entonces pareja de Medel—. Yolanda, temerosa y asombrada por igual, contemplaba la interacción entre ambos personajes de la vida nocturna capitalina mientras aguardaba su oportunidad tras bambalinas.
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“Se le ocurrió a Medel, los cómicos tenían cosas así. Como yo miraba al público y él me estaba viendo un poquito, no sé cómo se le ocurrió decir: ‘Ay, mira, ahí está Tongolele’”, Yolanda recuerda que Fornés se despidió entre abucheos, saliendo furiosa hacia los camerinos, mientras se elevaban los gritos del público aclamando el nombre con el que había nacido para el espectáculo: “¡Tongolele! ¡Tongolele!”.
Con los años la memoria se difumina. Los recuerdos se pierden como las fotos que le hice a Yolanda Montes para esa entrevista en 2013. Ella a sus 81 años seguía irradiando la belleza de quien decide permitir al tiempo marcar sus huellas. Aún conservaba ese mechón blanco en el cabello. Apenas recuerdo el brocado verde esmeralda en su vestido negro que combinaba con los anillos de sus manos, graciles al enseñarme algunos de los ritmos que inventó.
En tres memorias digitales se conservaron las imágenes de Carmen Salinas, César Bono, Lino Nava, Eduardo Yañez, tomadas una década atrás; sin embargo, las fotografías de la entrevista más trascendente de mi carrera se arruinaron. Aquella tarde yo desconocía que esos recuerdos de Tongolele estaban en camino de la fragmentación. —¡Debí tirar más fotos, carajo!—. De igual manera, es difuso el origen de su nombre artístico y hay quienes sostienen que antes de esa mítica presentación en el teatro Tívoli, la bailarina únicamente era llamada por su nombre de pila, Yolanda.
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Algunas versiones apuntan a que Rosita Fornés le pidió a Yolanda que cambiara su nombre artístico porque sonaba demasiado cubano: "Para cubanas, yo. La de los movimientos soy yo; la que tiene al público encantado soy yo. Piensa en otro nombre y lo traes". Zandoa fue una de las opciones que consideró Yolanda. Otra versión es la del periodista Jesús Cervantes, en la revista Somos, quien aseguraba que el mote era una combinación de la palabra “tongo” utilizado en la jerga de la época como sinónimo de “chanchullo” y la expresión “lelo” para referirse a los bobos. Tenía cierto grado de lógica que aquellas caderas —radicales para las buenas costumbres— sirvieran de engañabobos.
“Manuel [Medel] y Américo Mancini eran socios en el Tívoli. Ellos hablaban mucho conmigo, pues claro que recién llegada yo no hablaba nada más que inglés. Entonces me dijo la muchacha Fornés que no quería mi nombre”, Tongolele se acerca a mí como si quisiera confiarme un secreto: “Estaba celosa de mí porque su marido hablaba mucho conmigo en inglés. No me daba cuenta en ese tiempo, pero me estaba insultando para ver si me iba”.
¡Tongolele! ¡Tongolele! ¡Tongolele!
Para Fornés era solo un nombre pasajero, uno que aparecía con letras cada vez más grandes en las marquesinas desde el cabaret Waikikí hasta el teatro Follies Bergere.
Una colección de discos tahitianos
Sentada en el pórtico, aquella niña de 5 años observaba a su madre recoger algunas verduras del huerto cuando sintió un golpeteo insistente en uno de sus piececillos. Una enorme abeja golpeaba aquel zapato sin que Yolanda se inmutara. Adentro, en una esquina de su cuarto, yacía una de tantas muñecas que su padre le trajo al volver de pilotear en la Fuerza Aérea de Estados Unidos; no le interesaban en absoluto. En cambio, prefería acompañar a Elmer Sven Montes en sus vuelos, montar la bicicleta de su hermano mayor o trepar a los árboles de manzanas.
“No me lo va a creer. Me gustaba juntar arañas en un frasco con hoyos. Se empezaban a pelear y a ponerse de una forma que ya no se podían ver porque formaban como una pasta amarilla alrededor”, el azul profundo de su mirada regresa a un páramo en Washington. Dentro de su universo poco interesaba la guerra civil española o el accidente del Hindenburg en 1937, ese que tomó Led Zeppelin para ilustrar la portada de su primer disco.
Un sinfín de estrellas de época tienen su origen en entornos casi imposibles para la creatividad; sin embargo, resulta curioso que Yolanda Montes Farringnton naciera el 3 de enero de 1932 en Spokane, una ciudad cuyo significado —proveniente de las lenguas salish— es “los hijos del Sol”. Esa irradiante libertad que le ofrecía el campo nunca se apartó de su espíritu; al contrario, fue vital para ella cuando su madre, Edna Pearl Farrington, se divorció del piloto Montes. Yolanda y el resto de su familia abandonaron el noroeste de Estados Unidos con destino al hogar de Molly, su abuela materna, en la pequeña isla de Alameda situada en Oakland, California.
Molly fascinó a su nieta con la mezcla de raíces francesas y polinesias expresadas en los ritmos de su colección musical: “Ella tenía discos tahitianos en la casa y cuando se divorciaron mis padres, yo bailaba a puerta cerrada y nunca dejé ni que mis hermanos ni nadie me viera bailar. No tenía rutina, improvisaba entre lo cubano y una mezcla de tahitiano”, Yolanda cerró los ojos para evocar aquellas melodías.
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Escucho el acento marcadamente gringo de Yolanda y vuelvo a esa tarde de principios de abril de 2013 en la que sostenía nervioso mi vieja grabadora en la sala de su casa. ¿Qué hacía yo, un reportero habituado a las sirenas de policía, a la violencia y a lidiar con asaltantes, en medio de la Condesa frente a un ícono de la cultura popular mexicana? Dudar, dudar mucho de mí mismo y de la decisión de cambiar la nota roja por el periodismo de espectáculos. No me iba a rendir, al menos no esa tarde.
Oakland se volvió una isla demasiado pequeña para contener a Yolanda. Entre los 10 y los 15 años, sin que sus hermanos se enteraran, desarrolló su propia técnica de baile. Las clases escolares de tap y ballet ya eran insuficientes. Hacia 1947 no tardó mucho en hallar una agencia del Ballet Internacional de San Francisco.
“Yo quería una ciudad más grande. En la agencia me pidieron que me pusiera un leotardo. Les mentí que tenía 16, pero a ellos les parecía de 18 y me dijeron: ‘Estás contratada, ¿quieres empezar hoy?’. Acepto y de pronto ya estaba presentándome en el Joe Di Maggio Club, porque trabajamos en los mejores lugares, y en una ciudad cercana: Vallejo; ahí había un cabaret más grande”, Yolanda recuerda que en cada nueva aventura que la llevó de San Francisco a Tijuana y muy pronto al entonces Distrito Federal, Edna se alegraba y defendía su libertad.
Yolanda citó a su madre y su padrastro, Alexander Al Edwards, un escocés bastante estricto, en una cafetería para contarles que se volvería bailarina. Nunca descuidó sus estudios y, durante los periodos vacacionales, solía trabajar en el supermercado, fábricas de chocolates o como acomodadora en un cine. Aunque Edna confiaba plenamente en su hija, Alexander fue reacio, se opuso y amenazó con denunciar a la agencia por contratar a menores de edad. “Él tenía artritis y mi mamá le pegó por debajo de la mesa y él por poco se desmaya. Pobrecito. Luego le dijo que yo siempre iba a bailar”.
No todo era ser bella de noche
La noche previa a nuestra charla, Tongolele sintió melancolía al releer las cartas enviadas por famosos embelesados por su danza. Algunos de ellos fueron los actores estadounidenses Fredric March y César Romero: “Conocí [también] a Ann Sheridan, que era de mis favoritas. Yo los veía de niña en las películas y sí me gustaban [a March y Romero], pero no los tenía como ídolos. De pronto estoy con esos artistas. Fredric [March] mandaba cartas para que yo viera a su representante en Nueva York. Yo sé que quería más, pero a mí no me interesaba volver a Estados Unidos. Estaba muy contenta en México y con la gente latina”.
De los cabarets a la actuación en las producciones cinematográficas de Ismael Rodríguez o Roberto Gavaldón, fue un paso complicado para Tongolele, que muchas veces acababa de trabajar a las cuatro de la mañana y solo dormía un par de horas para acudir a los llamados de filmación. En Han matado a Tongolele (1948) le robó el corazón al actor japonés Seki Sano: “Años después, cuando murió [en 1966] vinieron aquí reporteros japoneses que querían hablar conmigo porque había trabajado con él y yo no sabía que era tan famosa allá”.
En otra ocasión, un grupo de productores de cine invitó a Tongolele a una corrida en la Plaza de Toros México. Al recinto ubicado en la colonia Ciudad de los Deportes, acudió un actor que en ese momento se consagraba como el máximo ícono del western. Al subir las escalinatas del graderío, Tongolele resbaló y para evitar la caída tuvo que sostenerse del cinturón de aquella estrella del cine estadounidense. Casi se vienen abajo ambos, pero él mantuvo el equilibrio con su clásica sonrisa hollywoodense: “Ese cowboy era un ropero, altísimo. En ese entonces John Wayne estaba casado con una actriz mexicana [Esperanza Baur] y quería empaparse de la cultura. Yo era tan inocente que no me atreví a pedirle un autógrafo, imagínate”.
Un busto con la cabeza de Medusa situada a espaldas del sillón donde Tongolele estaba sentada llamó mi atención. Ella lo esculpió. De hecho, en el último año de estudios en California se enemistó con su profesora de pintura y escultura, quien la desalentó de seguir como artista visual al darle una mala nota por un busto que elaboró. Yolanda fue a quejarse con una asistente por el desdén de la profesora. “Inocentemente le pregunté si no tenían profesores hombres porque las mujeres no me hacían caso, no me querían”, lamentó. La otra mujer respondió con sarcasmo, “‘¿Para coquetear o para seducirlo?’, entonces le doy una bofetada y salgo corriendo. Ella iba atrás de mí para la oficina del principal. Entro, veo al director extrañado y yo no sé porqué en una de las esquinas de su oficina estaba un pedestal con la figura que yo hice”.
Extraña en una tierra de extraños, Tongolele prefería amigos contrastantes a quienes se alimentaban de las vanidades cabareteras. Aunque le encantaba la sensación de saberse querida, sentía mayor estima por quienes nutrían su intelectualidad. Estimulados por el fenómeno cultural alrededor de la bailarina, dos jóvenes —que a la postre serían pilares de las artes mexicanas— acudían cada fin de semana a sus espectáculos: el poeta Elías Nandino y el pintor Raúl Anguiano, autor de uno de los retratos más icónicos de la bailarina.
“Ellos me llevaban como de mascota a todos lados. Una vez estábamos en un Sanborns y nos llevaron servilletas de lino. Yo puse mi firma y Anguiano me dibujó, nada más los ojos y el mechón del pelo”, recuerda Tongolele entre risas. “Le dije a Anguiano que me la firmara, igual que tantas pinturas que me regaló. Ándale, fírmame y él me decía: ‘Yolanda, esto vale mucho dinero. ¿Por qué quieres que lo firme? Es como un tesoro’. Yo le respondí que no lo iba a vender. Me daba una risa porque él era medio serio, pero gracioso”.
Ni siquiera en el retiro Tongolele podía salir a la tienda sin ser reconocida y de inmediato atraer a quienes intentaban obtener algún beneficio de la diva, ya fuera un préstamo —que nunca sería devuelto—, una fotografía o solo estar cerca de la leyenda. Cada que Anguiano y el pintor José Luis Cuevas la visitaban, salían del carro para hacer alharaca: “¡Tongooo!, me gritaban para que todo mundo nos mirara y yo tenía que abrir la ventana para decirles ahorita voy. A ellos les gustaba quedarse afuera para que la gente nos viera”.
Durante los últimos años de Anguiano, antes de su fallecimiento el 13 de enero de 2006, invitaba a Tongolele a la tertulia de los viernes en el taller del escultor José Sacal, donde intercambiaban ideas, anécdotas y nuevas creaciones al fragor de las bebidas.
“Comías algo y luego a seguir trabajando. Era un ambiente muy bonito”. Los artistas la incentivaban a llevar su talento al ámbito profesional. “Les gustaba que yo estudiara. Sacal me decía: ‘Yolanda tú puedes pintar. Tú tienes talento natural’, pero esto solo era mi pasatiempo, no es que yo quisiera hacer pintura profesional”.
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La música en el cuerpo
La puerta del camerino permanecía cerrada con llave. No importaba qué tan insistente fuera el político, el empresario o el actor, nadie respondía al otro lado. Tongolele se quedaba quietecita, casi sin respirar, a veces hasta el cierre del teatro. Le daba terror sufrir alguna agresión. En aquella época se acostumbraba que los hombres poderosos sedujeran a bailarinas o actrices extranjeras a quienes más tarde abandonaban a su suerte.
Como Tongolele negaba cada regalo, cada invitación, cada ofrecimiento indecoroso, se llegó a cuestionar su preferencia sexual. “¿Masculina? No. Era muy libre, muy disciplinada. Siempre iba de mi casa al cabaret, luego volvía a encerrarme”, en ese momento hizo una pausa grave que me invitó a creer que ahí terminaría la entrevista; no obstante, hurgaba en los recuerdos de ciertos galanes de la época de oro que intentaron conquistarla. “Yo no podía tener enamorados. Roberto Gavaldón quería casarse. David Silva quería casarse. No me podía casar porque no iba a dejar el baile, era impensable. Ellos querían todo formal y yo no iba a dejar el teatro ni el cabaret”.
La cadencia, los trazos en el escenario, el quebrar de sus caderas no provenían de una rigurosa planeación. Era una expresión ad libitum basada en su control del ritmo, el acento y un oído privilegiado. Sin dominar los conceptos teóricos musicales, Tongolele era el inicio y fin de sus bailes. Los músicos y bailarines debían seguirla a ella, jamás a la inversa. Un día ensayaba sus pasos con una grabación. "No, no siento la música. Algo me falta".
Coincido que entre músicos sabemos leernos con una mirada o un sutil gesto con el hombro. La sensación de tocar en vivo es la libertad en plenitud. Vaya que lo sabía cuando me colgaba una guitarra los fines de semana para así escapar de las presiones de mi trabajo en el periódico. David Byrne lo expresa acertadamente en su libro Cómo funciona la música (Sexto Piso, 2014).
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No es que podamos mover la música, las artes visuales, la danza o el spoken word como piezas en una partida de Tetris, para que cada forma de arte encaje en su lugar perfecto, pero sin duda cierto malabarismo de contextos puede funcionar.
En el entorno de Tongolele le funcionó bien hablar el mismo idioma, el de la música, con el percusionista cubano Joaquín González, especializado en los bongós. “Si iba a bailar tahitiano, ya hacía un gesto con la cadera o las manos. Cuando iba a ser rápido pues no tenía que hacer nada más que parar y empezar, tengo control independiente de la cadera, y él sabía leerme. Eso es muy tahitiano”, recordó Tongolele.
El amor no surgió de inmediato, incluso ella mantuvo durante sus primeras giras la línea de la amistad, pero los detalles conquistan imperios. Joaquín ofreció algo que a ninguno de los pretendientes de la bailarina le pasó por la mente: la libertad de ser. De eso va la historia de Tongolele, de la libertad en estado puro.
Otras familias de la época destinaban el rol de la mujer a las labores del hogar. Tongolele no. Ella iba a todas las giras acompañada por sus gemelos Ricardo González Montes y Rubén González Montes, así como por la abuela Edna. Durante una visita a Miami, la familia visitó la casa del intérprete cubano exiliado Ernesto Lecuona, quien quedó encantado con la sincronía musical de los gemelos.
“Lecuona los ponía en el piano y dejaba que ellos tocaran”, Tongolele volvió una vez más a ese caluroso atardecer. “Golpeaban las teclas al mismo tiempo y él les decía ‘Tócalo otra vez’ y luego volteaba para decirme ‘¿sabes qué dos personas nunca pueden dar los mismos golpes al mismo tiempo? Nada más que son gemelos idénticos’”.
Cierra el telón
Aquella semana de principios de abril fue extenuante. Quince horas de trabajo continuo y desveladas me dejaron tan agotado que no escuché el despertador ni revisé la agenda. Llegué tarde a una rueda de prensa y me olvidé de hacer las preguntas específicas que había solicitado mi editor. Cuando volví a la redacción las tensiones con él alcanzaron el límite y frente a todos vociferó: “No sé cómo te contrataron. Eres un inútil. Tú no sirves para el periodismo”. Estuve a punto de lanzarme a los golpes contra él; en cambio, opté por salir de la redacción y llorar la frustración en una de las fuentes del parque frente al edificio. No me iba a rendir, no ese día. Enjugué toda lágrima, pues me aguardaba una cita en la Condesa.
La idea de renunciar al diario más relevante del país y abandonar por completo el periodismo rondaba mi cabeza mientras escuchaba las anécdotas de Yolanda Montes “Tongolele”. Suspiré. “Cómo me hubiera gustado verla bailar cuando estaba en sus veintes. Debió ser un espectáculo bellísimo”. Apenas finalicé mis palabras, ella se levantó como si escuchara nuevamente los ritmos de los bongós interpretados por Joaquín González. La Tongolele del pasado se manifestó en medio de la sala. Las luces del Tívoli brillaban en el azul profundo de sus ojos. No estábamos más en su casa y desde un rincón de aquel centro nocturno la observé majestuosa. El sonido de la música y los aplausos se volvieron difusos mientras las rítmicas caderas de Tongolele se desvanecían al fondo del escenario, entre las penumbras.
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