Daniel Innerarity es uno de los filósofos más reconocidos de nuestra época. Un entrevista sobre su último libro, La sociedad del desconocimiento (Galaxia Gutenberg, 2022).
Si a finales del siglo XX nos vanagloriábamos de vivir en la sociedad del conocimiento, ahora, según Daniel Innerarity, nos percatamos de que vivimos en la sociedad del desconocimiento. Nuestra irreductible ignorancia se debe a la complejidad de los problemas políticos y sociales, a la deslegitimación de las instituciones de mediación (como la prensa, la academia, la ciencia, los partidos, los sindicatos) y a los riesgos ocultos de las tecnologías, entre tantas otras cosas. A continuación, una entrevista con el filósofo político y social, Daniel Innerarity, sobre su libro más reciente, La sociedad del desconocimiento (Galaxia Gutenberg, 2022).
Carlos Bravo Regidor (CBR): El punto de partida de su libro, La sociedad del desconocimiento, es que estamos viviendo un cambio muy profundo, que nuestra era está definida por una transformación fundamental a la que usted llama, en un astuto juego de palabras, “la sociedad del desconocimiento”, ¿en qué consiste, a grandes rasgos, esa tesis?
Daniel Innerarity: Si tuviera que sintetizarla en una idea nuclear sería la siguiente: eso que llamábamos la “sociedad del conocimiento” tenía, a mi juicio, un concepto del conocimiento muy poco problemático, muy acumulativo, de tal manera que el conocimiento iniciaría, digamos, de la Ilustración en adelante, con un proceso en el que tendría lugar una disolución progresiva de nuestra ignorancia. Como consecuencia de múltiples crisis, de la complejidad social, de cierta perplejidad que el mundo contemporáneo produce en nosotros, más bien lo que nos encontramos ahora es que hay una ignorancia irreductible que tenemos que gestionar de alguna manera. No es una tesis pesimista ni derrotista, es simplemente algo que podemos y debemos hacer si queremos afrontar con cierto éxito las crisis de nuestro tiempo.
CBR: ¿Cuáles son las principales causas o motores de ese cambio que desemboca en la conciencia de que vivimos en una sociedad del desconocimiento?
Daniel Innerarity: Probablemente, lo más relevante —y aquí hablo desde el punto de vista de mi propia biografía, por la edad que tengo y la generación a la que pertenezco— es la conciencia de los riesgos. Por un lado, está la conciencia de que las tecnologías, desde la nuclear hasta los desarrollos de la inteligencia artificial, tienen una serie de impactos muy relevantes, aunque todavía no somos capaces de identificarlos muy bien.
No es casual que te hable de mi generación: yo me formé en Alemania con Ulrich Beck, el teórico de la sociedad del riesgo, y con la crisis de Chernóbil. Fuimos muy conscientes de que la contaminación viajaba, de los riesgos de la energía nuclear, de que las protecciones que teníamos eran insuficientes y de que estábamos entrando en un terreno muy enigmático. Desde entonces no hemos hecho más que encadenar una crisis tras otra, y eso nos ha puesto ante un fenómeno que se podría sintetizar diciendo esto: hay demasiadas cosas conectadas con demasiadas cosas de un modo que no es fácil de desentrañar.
En la Ilustración y en la Modernidad clásica podíamos hacer dos operaciones que son —o eran— de gran utilidad. Una, la asignación de responsabilidad, imputar o incluso culpar a una persona cuando había algo que funcionaba mal; y otra, a la hora de resolver un problema, la segmentación, la división del trabajo, la compartimentación, la estandarización. Pero esas dos operaciones funcionan muy mal a la hora de entender y gestionar el mundo en el que estamos.
Respecto a la primera, por supuesto que hay gente culpable y gente malvada, pero la dificultad es que hay más chapuza, desorden, incapacidad e ingobernabilidad que perversión. Con relación a la segunda, lo formularía de la siguiente manera: si queremos arreglar algo, lo tenemos que arreglar todo; no podemos ir por partes, como ha sido la estrategia habitual a la hora de gestionar un problema.
CBR: En los primeros capítulos de su libro usted introduce un par de conceptos que dan cuenta de la disrupción que ocasiona la sociedad del desconocimiento en la experiencia cotidiana, que aluden a ese “terreno muy enigmático” que mencionaba. Uno es el concepto de la “desintermediación”; el otro, el de la “desregulación del mercado cognitivo”. ¿A qué se refieren esos términos? y ¿qué relación guardan entre sí?
Daniel Innerarity: La desintermediación se refiere a la debilidad de las mediaciones y nos plantea un problema en la medida en que toda nuestra estrategia de organización del conocimiento, de militancia sindical, de compromiso político, incluso de experiencia religiosa, pasaba a través de unas instituciones poderosas que organizaban el conocimiento, que establecían orientaciones de acción e incluso la estabilidad de las propias organizaciones. El segundo concepto, la desregulación del mercado cognitivo, se refiere a la consecuencia que tiene la desintermediación, es decir, ahora tenemos un entorno informativo más bien caótico, muy poco organizado, lo cual hemos celebrado como un progreso, pero ¿por qué?
Porque hemos lamentado que partidos, iglesias, sindicatos, profesores y demás ejercieran esa mediación con sesgos y con una intención de dominio y, por tanto, nos ha parecido muy bien que ahora, gracias a Google, a la automedicación, a la experiencia religiosa singular, etcétera, podamos prescindir de esas mediaciones. Pero nos estamos dando cuenta, como en un efecto de rebote, de cómo esa experiencia de desintermediación, que tiene sin duda un primer efecto emancipador, al mismo tiempo puede provocar una sobrecarga en los sujetos.
Entonces aparecen todo un conjunto de patologías. La desorientación o, por ejemplo, la experiencia de que no hay una solidaridad sindical organizada, sino que más bien se nos considera a los trabajadores como empresarios de nosotros mismos o la automedicación, a veces abusiva y estúpida, o el hecho de que muchas personas sucumban ante la ilusión de que el conocimiento, en el fondo, es algo accesible, fácil, que se puede organizar sin ninguna disciplina, una palabra, por cierto, muy significativa, que hemos utilizado a la hora de organizar nuestro conocimiento.
Sabemos muy bien de lo que queremos huir: queremos huir del paternalismo cognitivo y eso está muy bien, pero probablemente estemos en un momento de desorientación que, por cierto, nos pone en manos de otras mediaciones más invisibles, como el algoritmo de Google, o de nuevas formas de dominio, más sutiles, que no estamos acostumbrados a combatir.
CBR: Antes de ahondar en esas patologías, me gustaría detenerme en su manera de aproximarse a ellas. Leyéndole recordaba un ensayo de Jordi Gracia, El intelectual melancólico (Anagrama, 2011), una diatriba contra las actitudes conservadoras frente a las mutaciones del presente, contra la nostalgia catastrofista del orden perdido. Usted está en las antípodas de ese tono depresivo, de ese patetismo doliente: reconoce las dificultades que entraña el nuevo contexto, las diagnostica, pero su énfasis está en describir las novedades y en reconocer las oportunidades que representan, no en lamentar los cambios como si fueran derrotas. A pesar de todas las contrariedades que plantea, su mirada se empeña en ser moderadamente optimista.
Daniel Innerarity: Me alegro mucho de ese retrato que acabas de hacer, porque me siento identificado. Siempre me he sentido muy incómodo con la idea del intelectual como alguien pesimista. Siempre he combatido esa idea de que el intelectual lo es más en tanto sea más negativo y crítico. Incluso he criticado esa idea un poco simple de la crítica política y social que está vinculada a un gesto de negatividad respecto del mundo contemporáneo. Me parece que esa es una exageración que está poco justificada. Tiene, además, un efecto paradójico: quienes ejercen la crítica de esa manera, en el fondo, tienen un prejuicio respecto del progreso, de la tecnología, que les lleva incluso a no comprender los problemas que están criticando, porque no conocen cómo funcionan. Muchas veces nos encontramos con críticas verdaderamente abrumadoras de algunos aspectos de las tecnologías que estamos usando, pero revelan que no se ha entendido la naturaleza de esas tecnologías.
CBR: De las tecnologías, pero también de fenómenos sociales o calamidades sanitarias, como la pandemia. Pienso en las barbaridades negacionistas y conspirativas que alguien tan connotado como Giorgio Agamben escribió sobre la crisis del covid: describió las políticas de confinamiento como un “despotismo tecnomédico”, comparó las cartillas de vacunación con las estrellas amarillas que los nazis obligaban a portar a los judíos y rechazó el uso del cubrebocas como una suerte de farsa biopolítica.
Daniel Innerarity: Sí, sí. Ese es un ejemplo muy claro. Una amiga común, Donatella Di Cesare, filósofa italiana, escribió un artículo bellísimo, de una gran elegancia, en el que decía: protejamos a Agamben de Agamben: él ha escrito libros maravillosos pero ha cometido un gravísimo error. Benevolentemente, como una buena colega y compañera, dijo: en realidad no fue él, fue un momento de ofuscación. Yo no soy tan benevolente, porque podemos cometer errores, pero un error de esa naturaleza, persistente y que, al menos hasta lo que yo sé, no ha rectificado, indica que no tiene una talla intelectual tan formidable como creíamos.
CBR: También ha pasado, más recientemente, con otra figura intelectual de gran renombre, Noam Chomsky. Es un hombre que, desde la guerra de Vietnam, se ha pasado la vida elaborando una implacable condena antiimperialista de la política estadounidense, pero ahora habla de la invasión rusa a Ucrania no solo con desconcertante resignación, sino con cierta indiferencia hacia el clamor de los ucranianos, pugnando incluso por la supuesta necesidad de admitir que habrá que hacerle concesiones a Putin.
Daniel Innerarity: Sí, ese es otro caso y hay otro más que me permito mencionar, el de Slavoj Žižek. Yo le tengo más aprecio a Agamben y a Chomsky que a Žižek, quien lleva mucho tiempo parodiándose a sí mismo y anunciando, con ocasión de cualquier crisis, el final brusco del capitalismo. No voy tanto hacia la crítica de que esa profecía no se ha cumplido. Voy a las categorías intelectuales que hay detrás. Él piensa que las transformaciones que tenemos que realizar, sean reforma, crítica, humanización o destrucción del capitalismo, las va a hacer la naturaleza, es decir, que va a haber una operación catastrófica no intencional que llevará a cabo aquellos cambios que deseamos. Esa manera de pensar es totalmente mitológica, perezosa; no tiene en cuenta que si se va a producir un cambio en la sociedad, aunque tenga un detonante natural o catastrófico, como una pandemia, tiene que ser pensado, organizado y decidido por los humanos. La naturaleza no produce transformaciones mágicas espontáneamente. Me parece que ahí hay un fallo conceptual muy profundo. Esa esperanza de que un golpe del destino haga lo que nosotros deberíamos hacer pone de manifiesto lo poco que confiamos en nuestra propia capacidad de transformación. Compensamos esa incapacidad con la expectativa de que una catástrofe natural produzca automáticamente lo que debería haber sido el resultado de una acción social.
CBR: Decía usted que a veces encontramos críticas muy contundentes de tal o cual aspecto de las tecnologías que, sin embargo, se basan más en cierta propensión intelectual al pesimismo o en meros prejuicios que en un entendimiento de cómo funcionan, ¿podría elaborar un poco más?
Daniel Innerarity: No es una buena crítica aquella que no resulta de prestar atención a la realidad, mediante una actitud intelectual que se desentiende de la complejidad de lo real. Hay un tipo de crítica que surge de la simplicidad y que explica por qué al intelectual se le asocia frecuentemente con el diletantismo y la incompetencia técnica. La radicalidad crítica suele venir acompañada de radicalidad moral, tanto mayor cuanto menos se ha enterado el crítico de los verdaderos términos del problema. Una crítica de este estilo no se hace cargo del dinamismo de los asuntos sociales, técnicos o científicos a los que divisa desde una distancia que la condena a ser irrelevante o a hacer el ridículo. Como decía Simmel, el compromiso moral sin el don de la observación termina frecuentemente en el enardecimiento estéril, en la típica indignación inofensiva. A los intelectuales que ejercen este tipo de crítica parece que la sociedad se les ha vuelto extraña, que tienen dificultades para reconocerse en ella y se aferran a fórmulas de rechazo absoluto que no son más que el reverso de su incapacidad para comprender la nueva lógica social. Y poner atención significa también tener disposición para combatir el propio prejuicio, tener sensibilidad hacia aquellos aspectos de la realidad que no se dejan encajar en nuestras teorías. La atención comienza teniendo en cuenta que hay cegueras inducidas por las propias teorías e incluso por la disposición crítica.
CBR: Hay un flanco de su reflexión que tiene que ver con el lugar de la ciencia en la sociedad o en la política y, sobre todo, con la reacción en contra, no sé si de la ciencia como tal o de los científicos o de la autoridad de la ciencia. Dice usted que ahí hay una oportunidad, que tenemos algo que aprender, incluso que rescatar, de estos cuestionamientos a la forma arbitraria o autoritaria que de pronto asume la ciencia en la vida pública y que se relaciona con la manera en que gestionamos el conocimiento científico y sus consecuencias. Desde cierto punto de vista, lo que usted propone resulta profundamente contraintuitivo o paradójico: pretende encontrar las razones de la sinrazón.
Daniel Innerarity: Sí, es una buena definición, me siento cómodo con ella. Incluso en la irracionalidad hay motivos, hay explicaciones que evidentemente no le dan la razón al irracional, pero que tienen que ser entendidas por quien quiera hacer una teoría de la sociedad en la que exista la reacción contra la razón. Seguramente, si hacemos una historia de la sinrazón, una historia de cómo los humanos hemos ido formulando opiniones absolutamente injustificadas o reacciones a la misma racionalidad, veremos cómo van cambiando con el tiempo. Si en un momento determinado tenían un carácter, digamos, supersticioso o bien mitológico, hoy en día nos encontramos fundamentalmente con un conjunto de problemas que no me resulta fácil resumir, pero creo que un ejemplo que ayuda, porque tiene que ver con la experiencia reciente, es la gestión de la pandemia, es decir, con la articulación entre conocimiento y decisión, entre saber y poder, es una articulación que no está muy bien pensada.
Yo creo que todos somos conscientes de las crisis que tenemos —la climática, la sanitaria, la de desigualdad— y de que solo podemos salir de ellas con un gran impulso cognitivo y con un gran avance en la tecnología. Pero, al mismo tiempo, venimos de una tradición democrática que nos ha hecho sospechar de los conocimientos absolutos e indiscutibles. Por eso es muy interesante ver cómo en algunos argumentos anticientíficos, aunque nos pueda resultar molesto reconocerlo, hay un impulso democrático y se reivindica una esfera de decisión frente a una ciencia que se impone sin discusión, frente a una primacía de los expertos que parecía que habíamos conseguido desmontar con las instituciones democráticas. Este elemento democrático detrás de la irracionalidad es tremendamente contraintuitivo, es muy incómodo, pero tenemos que hacerle frente, tenemos que pensar cómo articular ciencia y política, saber y poder, de modo que se respete la naturaleza del conocimiento y de la tecnología y, al mismo tiempo, que esto sea compatible con el principio de autodeterminación democrática al que no podemos renunciar. Mientras no lo consigamos, estaremos oscilando entre un cientificismo autoritario y un irracionalismo que es muy torpe a la hora de resolver los problemas sociales y políticos que tenemos.
CBR: Identifico en su manera de pensar una voluntad muy enfática de aprender a gestionar esos descontentos, rechazos o hartazgos ante las mediaciones tradicionales: los partidos, el gobierno, los expertos, la prensa, la academia. En las derivas populistas o negacionistas puede haber un germen democrático contra el autoritarismo elitista o tecnocrático, pero también hay un germen autoritario contra la institucionalidad o el pluralismo democráticos. Usted reivindica lo primero pero rechaza lo segundo e incluso trata de encontrarle otro lugar o algún tipo de nueva funcionalidad a las mediaciones que esos descontentos repudian, pues tampoco es que podamos habérnoslas del todo sin ellas.
Daniel Innerarity: Es una buena síntesis de lo que he estado tratando de decir durante estos últimos años y, más concretamente, en este libro. Pensemos el ejemplo de cómo los gobiernos, en general, han comunicado las decisiones políticas durante la pandemia. Yo recuerdo un caso que, para mí, fue muy positivo, el del ministro de Sanidad del gobierno alemán, todavía con Angela Merkel. En una rueda de prensa dijo algo realmente sorprendente, que me pareció un poco excepcional, yo no lo había oído de otros gobernantes, dijo: este es el conjunto de cosas que sabemos sobre el virus: comportamientos, contagios, la curva, etcétera. Hizo un listado de cosas de las que había ya bastante certeza y, además, distinguió entre diferentes grados de certeza. Luego dijo: aquí está la lista de cosas que no sabemos muy bien. A mí me pareció ejemplar, que la autoridad se construya sobre la base de generar confianza a partir de la distinción entre las cosas de las que estamos ciertos y las cosas que no sabemos. Nuestro modelo clásico de autoridad se basa, más bien, en ocultar las ignorancias, en mostrar una seguridad mayor de la que se tiene y de la que se puede tener. Creo que este punto de arrogancia, esta falta de modestia ha generado una desconfianza mayor, aunque pretendiera lo contrario.
CBR: Usted retoma en su libro un término de la académica Sheila Jasanoff, las “tecnologías de la humildad”, que remite a la posibilidad de normalizar la incertidumbre en lugar de insistir en minimizarla, de reorganizar el conocimiento admitiendo muy explícitamente sus márgenes —lo desconocido, lo incierto, lo ambiguo— de un modo que permita reconocer racionalmente los límites de nuestra capacidad para predecir o controlar.
Daniel Innerarity: Efectivamente, a lo mejor la humildad es una virtud que tenemos que asociar más al conocimiento. La asumimos como una actitud pacata o como una muestra de inferioridad y, a lo mejor, sencillamente no es eso, sino lo que Sheila ha definido como una actitud que nos hace más abiertos a la crítica, al contraste, a la revisión de nuestros supuestos, de nuestros prejuicios y, en definitiva, nos hace más racionales.
CBR: Ese argumento puede resultar muy sorprendente porque la ciencia y la tecnología son ámbitos que se suelen asociar con atributos más arrogantes que humildes: ambición, competencia, dominio, superioridad, ventaja, etcétera. Uno de los grandes absurdos de la Modernidad ilustrada es precisamente la noción de que la razón o el conocimiento son lo contrario de la ignorancia o la incertidumbre. Pero no es así. Tenemos multitud de experiencias que nos lo confirman una y otra vez: al entender algo que no entendíamos o al implementar una tecnología de muy alto impacto, descubrimos cosas, no sabíamos que no las sabíamos y abrimos nuevos espacios de desconocimiento. Con todo, hay mucha resistencia o mucha dificultad para asimilarlo. ¿Cómo es que sigue subsistiendo, a pesar de tanta evidencia acumulada en sentido contrario, una noción tan irracional de la racionalidad?
Daniel Innerarity: Hay pocas actividades como el conocimiento y su institucionalización en la ciencia como profesión que experimenten de una manera tan sistemática y organizada el propio fracaso, sus límites, la crítica abierta, que se hayan organizado para aprovechar ese desmentido continuo de la realidad para aprender a partir de él. Haríamos muy bien quienes nos dedicamos a ella si, además de practicar esa humildad en lo que se refiere a la atención a una realidad que continuamente nos desmiente, la completáramos con dos operaciones: una mayor modestia a la hora de considerarnos expertos y un mayor esfuerzo de comprensión a quienes nos cuestionan incluso desde una manifiesta irracionalidad.
CBR: Una complicación es que, por un lado, está la excesiva confianza que suscita la autoridad social de la ciencia o del conocimiento especializado —con ella vienen la ilusión de certeza y la demanda de respuestas categóricas— y, por el otro lado, está la creciente desconfianza ante el ejercicio de esa misma autoridad, ante los abusos y excesos a los que es susceptible.
Daniel Innerarity: Sí, yo creo que asistimos a los dos fenómenos simultáneamente. Hay credulidad en relación con la ciencia y, al mismo tiempo, como en un vaivén un poco trágico, hay una desconfianza excesiva en la ciencia. Evidentemente, la ciencia es el mejor instrumento que tenemos para la generación de conocimiento. La mayor parte de los problemas que tenemos —lo he escrito también en libros anteriores, como La democracia del conocimiento— no tienen solución si no hay una gran movilización cognitiva. Precisamente por eso tenemos que ser muy conscientes de que el tipo de saber que somos capaces de generar es un saber controvertido, abierto a la revisión y a la crítica y que no termina casi nunca —salvo en aspectos banales— de despejar esferas de desconocimiento que siguen siendo muy importantes. Que quienes nos dedicamos a la ciencia no seamos capaces de comunicar esto y de hacerlo inteligible para la gente, para nuestros contemporáneos, explica muchas de las patologías de esa desregulación del mercado cognitivo de la que hablábamos al principio.
Otra guía que me parece importante, relativa a la pandemia, es hasta qué punto, aunque hablamos de una ciencia singular, lo que realmente hay son ciencias, en plural. Dentro de cada disciplina científica hay muchos científicos y científicas, muchas personas que discuten y que a veces solamente están de acuerdo en marcos comunes. Incluso, como decía Thomas Kuhn, en La estructura de las revoluciones científicas, esos marcos científicos de vez en cuando se vienen abajo, pero es que tienen una naturaleza mucho más provisional de la que pensamos. Volviendo al principio de mi respuesta, la idea del pluralismo científico me parece muy relevante, porque para cualquier problema social hay que movilizar conocimiento y hay que movilizarlo en plural.
En la pandemia, por poner un ejemplo muy claro, tuvieron una primacía inicial los epidemiólogos y los virólogos, quienes, por cierto, tampoco estaban tan de acuerdo entre sí porque tenían discusiones sobre la inmunidad de rebaño o el confinamiento total. Al mismo tiempo había otras ciencias que estaban diciendo cosas importantes, que quizá fueron menos atendidas, probablemente porque no compartían la urgencia del momento. Yo recuerdo que en algunos debates online, cuando ya estábamos en pleno confinamiento, tuve la ocasión de escuchar a algún psiquiatra que advertía sobre la gravedad que iba a tener un confinamiento tan estricto en la psicología de las personas y, especialmente, en aquellos que eran más vulnerables. En ese momento no lo entendí muy bien, pensé que era una profecía sin más; ahora creo que los datos le están dando la razón.
También hemos tenido una experiencia respecto a hasta qué punto era relevante la generación de conocimiento “humanístico” o de “letras”, porque se generaron, por ejemplo, problemas de tipo jurídico acerca de los límites y la legitimidad del Estado para tomar determinadas decisiones. Por supuesto, hubo problemas éticos, problemas de tipo filosófico… En fin, yo creo que han acertado más aquellas sociedades que han sido capaces, en sus estructuras de decisión, de implicar a una mayor variedad de actores. En cambio, han cometido más errores aquellas que no han logrado, por las razones que sea, configurar ese pluralismo.
CBR: Pero ¿acaso no ocurre que, en medio de tanta desorientación y aturdimiento, la expectativa o la demanda social que se termina generando no pide más pluralismo sino más certezas? Usted advierte que, para enfrentar los problemas característicos de la sociedad del desconocimiento, necesitamos una gran movilización cognitiva, sin embargo, el fenómeno de la subjetividad sobrecargada parece desembocar más bien en fatiga cognitiva que acaba engendrando lo contrario: no tanto una apertura autorreflexiva respecto a los límites de nuestro conocimiento, sino una furiosa intolerancia a la incertidumbre.
Daniel Innerarity: Sin duda. Manejarse en medio de la incertidumbre requiere de unos instrumentos nuevos y más para las incertidumbres peculiares de nuestro tiempo. La incertidumbre no es nueva en la historia de la humanidad, pero el tipo de incertidumbre que podía tener alguien como, no sé, Astérix, cuyo interrogante era que no sabía exactamente cuando le iba a caer el cielo sobre la cabeza, es muy diferente del tipo de incertidumbre que tiene hoy un trabajador que no sabe hasta qué punto va a tener que reeducarse en un entorno automatizado, con la inteligencia artificial. Son dos incertidumbres completamente distintas.
CBR: Dice usted, a propósito del pluralismo científico, que lo importante es organizarnos de algún modo en el que los saberes no decreten sino que compitan productivamente, ¿podría ofrecernos una imagen más concreta de esa idea?
Daniel Innerarity: Sí, encantado. Vuelvo a un ejemplo de la pandemia. En donde yo vivo, en Navarra, al inicio el gobierno constituyó una comisión que no tenía la responsabilidad de tomar decisiones directas, pero le asesoraba. En esa comisión había gente muy variada, de muy diversas profesiones, sectores, edades y género. Creo que en el fondo es un ejemplo muy práctico de lo que Scott E. Page formula con su principio de la diversidad, es decir: si tú quieres tomar una decisión racional y tienes que reunir un grupo de personas que discutan para llegar al análisis del problema, es mejor la diversidad de los medianos que la excelencia de los homogéneos. Suele tomar decisiones más racionales un grupo de gente quizá no es demasiado experta, ni demasiado inteligente y clarividente, pero plural, que un grupo de expertos de una sola disciplina o con una sola perspectiva o visión del mundo. Esa es una idea de la que podemos sacar muchas conclusiones: es más importante que haya gente diversa que gente especialmente competente.
CBR: Cambiando de tema, hay un dilema contemporáneo, de sobra conocido pero muy difícil de solventar, entre la libertad de expresión y la desinformación o las fake news: las segundas se infiltran cuando insistimos en defender la primera a toda costa, pero la primera corre el riesgo de ser sacrificada cuando le damos prioridad a combatir las segundas. ¿En qué consiste la distinción que usted propone, entre noticias falsas y falsas noticias, para describir de otro modo este problema?
Daniel Innerarity: Primero, los errores, las falsedades y las imprecisiones forman parte de la normalidad de una sociedad democrática y continuamente estamos haciendo juicios; seguramente algunos de los que haya emitido hoy se acreditarán como incorrectos. Eso no es particularmente grave, incluso el error, y a veces el error muy enfático, contribuye a la calidad de la deliberación democrática. Por tanto, prohibir el error es un absurdo, no tiene ningún sentido. Además, ¿quién se arroga la autoridad de dictaminar lo que es correcto e incorrecto? Aquí recuerdo aquella idea de John Rawls sobre esa expresión que se usa en los juicios en Estados Unidos de que hay que decir “la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad”, eso es incompatible con la vida democrática. En la democracia no se habla de toda la verdad, se habla de un tipo de verdad y, por supuesto, en un contexto de aproximación, error y discusión. Esta primera idea me parece relevante.
En segundo lugar, lo que realmente debería preocuparnos es la producción intencional de errores, que es una parte muy pequeña del discurso público. Por supuesto que hay gente, hay bots que encharcan el espacio público con noticias que no lo son, con opiniones que no pretenden más que confundir, pero es una parte muy pequeña del problema del espacio público democrático. De hecho, yo soy bastante escéptico en cuanto a las capacidades del fact checking para producir o garantizar un espacio de opinión pública razonable. Me parece bien, yo formo parte de un comité europeo que acredita a las agencias de fact checking, me parece que ejercen una función muy considerable. Durante el mandato de Trump, el Washington Post fue muy relevante en ese aspecto. Pero solo una pequeña parte de lo que decimos, de lo que discutimos y de lo que forma parte de nuestro debate democrático tiene que ver con esta objetividad. Si yo digo que el producto interior bruto del país es tal y no es ese, evidentemente se puede comprobar, chequear y rechazar. Pero si yo considero que la situación es grave o no tanto, esa opinión general sobre la situación es una opinión discutible. Yo creo que la vida democrática gira más en torno a la interpretación de los hechos que a la identificación o a la fijación de hechos. Realmente estamos todo el rato haciendo interpretaciones de la realidad, es lo que hacemos fundamentalmente, y no tanto haciendo descripciones con pretensiones de objetividad de la realidad.
CBR: Me da la impresión de que quizá usted se sitúa un poco en la misma línea que Richard Rorty, quien decía aquello de “cuidemos la libertad”, o en este caso la democracia, “y la verdad se cuidará sola”. Aunque no sé si en estos tiempos de posverdad esa formulación necesitaría repensarse…
Daniel Innerarity: Yo creo que Rorty sigue teniendo razón cuando habla de la primacía de la democracia sobre la verdad, porque situar la vida política como un debate en torno a la descripción objetiva de la realidad es una interpretación muy poco compatible con el pluralismo democrático. Otra cosa es que, efectivamente, hoy en día tenemos poderosos instrumentos de manipulación de la realidad; hay gente que se ha instalado tecnológicamente con armas muy poderosas de manipulación, pero a mí no me parece que esto que llamamos ahora enfáticamente “posverdad” sea algo tan novedoso en nuestras sociedades. Lo que es novedoso es la confusión —¿cómo decirlo?—, la facilidad para la confusión que tenemos en un entorno tan poblado de complejidad, de opiniones diversas y de tecnologías para extenderlas. Eso puede ser novedoso, sí, pero el hecho de que en las sociedades haya quien emita juicios deliberadamente falsos es una cuestión de la que ya hablaba Platón hace dos mil quinientos años.
CBR: Claro, pero también a lo largo de su historia la humanidad produjo un remedio contra lo abrumadora que puede ser la complejidad, que es la confianza. Lo explica usted en algún punto del libro, citando a Niklas Luhmann: la confianza ha sido un instrumento fundamental para navegar la incertidumbre, para administrar la complejidad. El problema es que ahora toda aquella infraestructura de mediaciones en las que descansaba la confianza está en entredicho o en riesgo.
Daniel Innerarity: Efectivamente, hemos pasado, en un periodo relativamente corto de tiempo, de una confianza estable, que reposaba en mediaciones institucionales, a un entorno caótico y confuso, en el que tenemos que generar nuevas confianzas. Yo no sé muy bien cómo se puede hacer esto y si saldremos exitosos de la empresa, pero lo que me parece poco discutible es que la confianza vaya a seguir teniendo un papel fundamental en nuestra sociedad.
No vamos a volver a un mundo de primera mano, a un mundo de comprobaciones, en el que los sujetos individualmente soberanos seamos capaces de comprobar la validez de los medicamentos, la objetividad de las informaciones, el rigor del saber experto y de la ciencia, no lo vamos a hacer, tampoco vamos a comprender los algoritmos individualmente. Tendremos que construir otro tipo de confianza, unas confianzas distintas, a lo mejor revocar algunas de las que nos habían acompañado hasta ahora. Desde luego, no veo ninguna solución que nos permita ahorrarnos algún tipo de generación de confianza. Es posible que tengamos que establecer un tipo de confianza más revisable, más provisional, más disputada, menos estable, pero, desde luego, seguiremos llamándola confianza, creo.
CBR: Usted argumenta que la cultura es una actividad que contribuye a imaginar el futuro y los avances tecnológicos son uno de los lugares más comunes en los que desemboca esa imaginación. Sin embargo, repara en que nuestro presente se experimenta como una dislocación derivada de que la velocidad del cambio tecnológico ha sido mucho más rápida que la del cambio cultural. Digamos que el futuro se nos adelantó poniendo en nuestras manos unas tecnologías que no podemos o no sabemos procesar culturalmente: tenemos los avances, pues, pero estamos desprovistos de capacidad para significarlos.
Daniel Innerarity: Sí, es muy correcta esa definición. Efectivamente, creo que estamos en un entorno tecnológico disruptivo desde muchísimos puntos de vista: nos falta la teoría, nos falta la gobernanza, nos falta la comprensión de su sentido. Yo ahora llevo ya algunos años metido en este tema y recientemente me han dado una cátedra en el Instituto Europeo de Florencia que se llama “Inteligencia Artificial y Democracia”, en la que un grupo de investigadores vamos a tener como tarea fundamental analizar una de las dimensiones de esa tecnología, que es su dimensión democrática o su democratización. Es un asunto, desde luego, para el cual en estos momentos no tenemos soluciones claras.
Hay cantidad de tecnologías que, en el fondo —y esto es parte del desconocimiento que mencionábamos al principio—, nos están haciendo ignorantes respecto a importantes dimensiones suyas. Podemos manejar la digitalización, pero no sabemos qué impacto va a tener en la desigualdad, en la educación o en la democracia. Tenemos unos instrumentos financieros poderosísimos que llevan consigo unos riesgos brutales y no parece que estemos en condiciones, primero, de identificarlos y, luego, de gestionarlos. Así nos pasa con muchas otras tecnologías que nos vuelven a introducir en espacios de ignorancia. Ya creíamos dominar la sociedad industrial, haber resuelto el problema de la negociación entre trabajadores y propietarios y de repente aparece un tipo de economía en la que los sujetos no son tan asumibles en esas dos grandes categorías. Pero algún equivalente funcional tendríamos que descubrir para eso y, como en ese caso, en otros muchos.
Ahora mismo con el tema de la digitalización y de la inteligencia artificial, por ejemplo, no estamos en una continuidad lógica respecto de la sociedad industrial, ni siquiera de aquello que a finales del siglo pasado se empezó a llamar sociedad posindustrial. Estamos en un entorno diferente. La globalización tiene muy poco que ver con el viejo colonialismo, aunque tenga formas colonialistas. La tecnología que hoy empleamos es una tecnología que se subsume mal en la categoría de lo instrumental, porque el machine learning, por citar un caso, es una tecnología que no es solamente un instrumento a nuestra disposición, sino que tiene una cierta autonomía, incluso se discute si deben pagar impuestos los robots o si tenemos que considerar que las máquinas pueden tomar decisiones morales.
Estamos en un tipo de discusiones respecto de las cuales todavía no tenemos una solución pero, desde luego, ya podemos constatar un conjunto de ignorancias muy considerables. Hay un cierto analfabetismo ético, político, antropológico respecto de cuál va a ser el impacto de todo ello.
CBR: En el caso de un montón de reflexiones, que se hicieron a finales del siglo pasado y principios del actual, a propósito de la revolución que representaría internet —usted lo discute ampliamente en su libro—, hubo mucho wishful thinking, mucho razonamiento motivado por un ánimo que hoy se lee rayano en lo incauto, casi en lo bobo. Es como si la ilusión que nos hacía esa tecnología se hubiera convertido en una licencia para no hacernos cargo de las ambigüedades, los desconciertos o los potenciales efectos contraproducentes que ya las constituían desde entonces. El problema no es que hubiera optimismo, tampoco que hubiera ignorancia, sino que hubiera tanta inocencia o candidez. En ese sentido, creo que el optimismo que caracteriza la perspectiva que usted despliega es moderado, sí, pero también doblemente crítico: por un lado, en cuanto a esa proclividad negativa de la crítica que ya comentábamos y, por el otro, respecto a lo desbordado de ciertos optimismos a propósito de la tecnología o el progreso.
Daniel Innerarity: Sí, me siento bastante identificado con esa definición. Esta entrevista me está sirviendo para descubrir cosas de mí que no sabía. Te lo agradezco mucho. Este es un retrato de alguien inteligente que se ha leído bien mi libro, que me conoce bien, que me ve desde fuera y que me sentencia, no a muerte afortunadamente, sino a este optimismo moderado, a esas definiciones con las que me encuentro a gusto.
Yo diría que hay también otro punto para completar ese cuadro que has hecho, que es una crítica de la ingenuidad intelectual. Creo que quienes nos dedicamos a estas tareas, a las expresiones intelectuales —aunque a mí no me gusta mucho la denominación de intelectual—, en el fondo tendríamos que adoptar una cierta distancia respecto de los propios errores que cometemos cuando queremos ser demasiado críticos. Por supuesto que cualquier tarea intelectual termina con una crítica, termina con una impugnación o con un llamamiento a cambiar alguna cosa de la realidad, eso es lógico. Pero si eso se convierte en un objetivo con la forma de prejuicio o de sesgo y, además, se ejerce de una manera que nos oculta las dimensiones profundas de un determinado problema o de una tecnología, no nos hacemos dignos de crédito sino, más bien, nos hacemos a veces incluso ridículos. Y creo que en ciertos discursos acerca del desarrollo de la tecnología o de las técnicas del gobierno hay una narrativa que revela un moralismo muy poco atento a las peculiaridades del momento que estamos viviendo.
CBR: Dice usted que la moral es muy útil, siempre y cuando sepamos dosificarla. A veces hasta la virtud en exceso puede acabar convertida en defecto, ¿no? Quizá hay una crisis de cierto progresismo que tiene que ver precisamente con una desproporción moralizante a la hora de plantearse los problemas.
Daniel Innerarity: Una de las cosas que tenemos que volver a pensar es si el eje temporal lineal sobre el que hemos diseñado nuestras controversias —pasado, presente y futuro— es el verdadero eje sobre el que se articulan nuestros debates. Ese eje que nos permitía establecer con cierta alegría quiénes pertenecían al bando progresista y quiénes al bando reaccionario. Yo creo que lo que tenemos es, más bien, un entorno caótico, donde se superponen varios ejes a la vez y el típico recurso del debate político, por otro lado comprensible, de “yo represento el avance y otro el retroceso” o la reivindicación de un pasado, por ejemplo, de homogeneidad étnica frente a la heterogeneidad social, o de vida sencilla rural frente a la globalización salvaje... todos esos discursos nos sitúan en un eje lineal de la historia que yo creo que no es compatible con la complejidad del mundo en el que realmente estamos viviendo.
CBR: ¿Hay alguna idea con la que le gustaría concluir?, ¿algo que quizá no le pregunté y que le parecería importante dejar como conclusión para quienes estén leyendo esta entrevista?
Daniel Innerarity: Pues yo creo que no. Además, me parece que cuando hablamos de la sociedad del desconocimiento, de la ignorancia, de espacios de incertidumbre, la misma pretensión de agotar el tema y de cerrar con una conclusión definitiva es poco compatible con la naturaleza de lo que hemos intentado hoy. Quizá eso es suficiente como elemento de reflexión para nuestros lectores.
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Daniel Innerarity, La sociedad del desconocimiento, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2022.