Una mañana de 2020 una joven compositora recibió una llamada, un encargo, que le cambió la vida: una canción sobre los feminicidios en México. La letra llegó a todas las agencias de noticias y estuvo presente en cada protesta feminista subsecuente del país. Las mujeres la adoptaron sin reservas; sus versos llenaron pancartas, cubrieron muros y hasta aparecieron en una película. El hartazgo ante la impunidad, el empoderamiento y la protesta se fundieron en el sello político de Vivir Quintana.
Vivir Quintana no estaba furiosa la tarde en que escribió la canción. No lo estaba cuando tomó su guitarra y un cuaderno, y volcó en versos la rabia ante la violencia que viven las mujeres en su país. Anotó ideas, borró y reescribió: la desigualdad, el acoso, el miedo a ser la siguiente víctima, lo que las mujeres conocen en carne propia. Dejó las frases más definitivas al inicio de cada página y las fue pegando con cinta adhesiva hasta tener la canción completa. La nación de los 10 feminicidios diarios —según los últimos datos del INEGI— la había preparado para este momento, sentada en el patio de la casa de sus padres, en una pequeña ciudad de Coahuila, al norte de México.
En nueve horas condensó lo que, en años recientes, millones de mujeres han buscado articular como un grito de justicia: palabras para señalar a los responsables, para exigir que se tomen acciones contra estos crímenes, para enunciar la fuerza de la sororidad. Y con ellas su voz resonó en la forma de un corrido en la plaza principal de la Ciudad de México y, después, alcanzó al resto del país hasta convertirse en un símbolo.
—Quería una canción de lucha, de auxilio y justicia, como si estuviera en una marcha —dice la cantautora de 35 años, a través de Zoom, en la víspera de la Navidad de 2020. Está visitando a sus padres, luego de meses de presentaciones, y aceptó dar esta entrevista desde allá, en una habitación de paredes amarillas.
—Tenía la adrenalina y el deadline a tope —recuerda emocionada—, pero estaba buscando las palabras precisas en mi cabeza que quería que se oyeran, y hacerle también honor a estas mujeres que luchan.
Es generosa y abierta cuando habla de su música; ríe al recordar y juega con las mangas de la sudadera negra que viste. Por momentos, hace a un lado el mechón rubio de su cabello negro y rizado o se levanta los lentes y reflexiona sobre el año que casi termina, el torbellino, la canción con la que su vida cambió.
—Todo fue culpa de Mon [Laferte] —dice riendo.
Era febrero de 2020 y Quintana estaba precisamente ahí, en Francisco I. Madero, el pueblo donde creció, su hogar y refugio; una localidad pequeña, a 35 kilómetros de Torreón, que nació tras la Revolución a principios del siglo xx. Su padre había pasado por ella a la estación de autobuses y acomodaba las maletas en el coche cuando Vivir Quintana —una compositora independiente— recibió una llamada de la cantante chilena ganadora de dos Grammys Latinos, a quien había contratado el gobierno de la Ciudad de México para presentarse el 7 de marzo con motivo del Día Internacional de la Mujer. Laferte era la estrella en el cartel del festival Tiempo de Mujeres, donde también participarían la rapera chilena-francesa Ana Tijoux y la cantante guatemalteca Sara Curruchich. Laferte sabía de su trabajo en la composición de canciones sobre mujeres y quería saber si tenía alguna pieza sobre los feminicidios en México para presentarla con ella en el Zócalo.
—No tengo una canción que hable sobre el feminicidio, pero la puedo hacer —le contestó y Mon Laferte le pidió que entregara la letra y la música esa misma noche.
Eran las 11 de la mañana cuando colgó el teléfono.
Sus planes estaban cancelados.
Quintana y Laferte se habían conocido unas semanas antes, gracias a una llamada de Mauricio Díaz “el Hueso”, compositor y colega de Vivir, quien supo que la chilena estaba buscando cantantes jóvenes para un tema para su concierto en el Palacio de los Deportes, el 18 de enero. La convocatoria era misteriosa: Mon Laferte iba a celebrar el cierre de su gira y quería estar con un grupo de mujeres en el escenario. Díaz le dijo a Quintana y ella, entusiasta, se apuntó sin dudarlo, como solía hacer con todas las invitaciones que le hacían sus compañeros. Unas 200 músicas atendieron al llamado, pero sólo 70 se presentaron en el concierto. El deseo de la chilena, supo poco después, era interpretar “Cucurrucucú paloma” con un coro de mujeres. Quintana destacó en los ensayos por saber tocar con su guitarra la canción que Lola Beltrán hizo popular con su voz. Había aprendido a cantarla a los 12 años. A raíz de esto, la convivencia entre ambas cantantes se dio naturalmente e intercambiaron números telefónicos.
Aquella tarde de febrero en que estaba inmersa en la misión que le había encomendado Mon Laferte fue también la primera vez que sus padres la vieron en su proceso creativo, analizando guitarra en mano cada una de las frases de la canción. Dice que lo que más le cuesta es sentarse a escribir y arrancar con la melodía, pero que una vez que libra ese obstáculo, le cuesta todavía más levantarse y dejar una obra incompleta, porque entra en una especie de trance y se obsesiona. Eso veían Tomás Quintana y Gloria Rodríguez, quienes cada cierto tiempo se paseaban por el patio o acercaban el oído mientras su hija encontraba la fórmula para condensar en una melodía uno de los mayores problemas sociales de México.
—Cuando termine la canción, se las enseño y la canto —les dijo.
A las siete de la noche ya tenía una primera versión, pero sentía que necesitaba más tiempo para afinar detalles. Le llamó a Mon Laferte y le pidió un par de horas más. Estaba nerviosa. Una vez que tuvo la composición, le pidió a su hermano mayor que le sostuviera el celular para grabarla. También le envió un mensaje de audio a su amiga, Carmen Ruiz, pianista y compositora, con dicha versión. “Se me puso la piel chinita —recuerda Ruiz— y le dije ‘que las musas te visiten’”. A las nueve de la noche, Quintana envió la versión final por WhatsApp. Era un canto tan potente que la chilena no dudó un segundo en poner en marcha la producción. No le cambió ni una sola coma y la tituló: “Canción sin miedo”.
Los que siguieron fueron días frenéticos. Laferte envió el audio a Paz Court, cantante de jazz y pop, para que se encargara de los arreglos vocales. Court, también chilena, había estado trabajando con el coro de mujeres que surgió a partir del concierto del Palacio de los Deportes. Se organizaron y crearon un chat de WhatsApp al que llamaron “Energía nuclear”. Luego de haber interpretado “Cucurrucucú paloma”, el nombre El Palomar les pareció natural para formar una agrupación que “nació de las ganas de reunirnos, unir nuestras voces y participar en la música de las otras”, dice Ruiz sobre este grupo que ha servido como nódulo de creación, sororidad y apoyo. Court estaba convencida de que la participación del coro era vital para el arreglo y así reunió a 40 de ellas para lograr un efecto más contundente: “Sentí que era una canción muy potente e hice los arreglos también de una sola vez. Fue espontáneo y visceral”.
El grupo se reunió tres veces para ensayar días antes de la presentación, en un estudio en la colonia Roma. Court las organizó en segmentos según su tipo de voz. Durante los ensayos, “Canción sin miedo" fue tan fuerte que algunas de las chicas no lograban llegar al final porque se ponían a llorar”, recuerda. En una de estas ocasiones se grabó un video, en blanco y negro, donde Quintana canta el tema acompañándose con la guitarra, mientras el grupo la acompaña detrás con la voz. El Palomar no sólo le dio fuerza vocal, sino que los rostros de las cantantes unidas al grito de “¡justicia!” le dieron un mayor impacto al video. La grabación se viralizó de inmediato y, a un año de distancia, ha acumulado casi 10 millones de visitas en YouTube.
***
Febrero de 2020 fue un mes sangriento. Diferentes medios de comunicación cubrían las noticias de casos violentos que conmocionaban al país, como el de Ingrid Escamilla, una joven de 25 años a la que asesinó su pareja en la alcaldía Gustavo A. Madero de la capital mexicana —y cuyo cuerpo mutilado se expuso sin escrúpulos en los diarios de nota roja—; o el de Fátima Aldriguetti, una niña de siete años que desapareció, después de que una persona desconocida la recogiera en el colegio, en Xochimilco, y a quien hallaron seis días después muerta —en una bolsa— con el cuerpo marcado por el abuso y la tortura.
Aquel mes las calles se encendieron. Impulsadas por la indiferencia del gobierno frente a la ola de feminicidios, las mujeres y los colectivos se movilizaron. El hartazgo iba en ascenso. Tan solo en los primeros dos meses de 2020 ocurrieron 166 feminicidios (un promedio de tres al día), 14% más que en el mismo periodo del año anterior. Para entonces, el colectivo Las Tesis, de Valparaíso, Chile, ya había creado una letra como parte del performance que denunciaba públicamente los crímenes contra las mujeres. Esta canción, con el montaje que la acompañaba —todas llevaban los ojos vendados—, se llamó “Un violador en tu camino” y se popularizó rápidamente en América Latina por la elocuencia con que describía la violencia de género.
Mientras sucedía esto, Vivir escribía “Canción sin miedo”. Para ella era importante nombrar a algunas de estas mujeres que habían muerto a manos de sus agresores. Estaba cansada de que en los relatos mediáticos de sus feminicidios se diluyera su identidad hasta el olvido, así que decidió añadirlos a su letra abordando la protesta: Claudia, Esther, Teresa. Nombró a Ingrid Escamilla y también hizo alusión al caso de Valeria Gutiérrez, una niña de 11 años a la que raptó, violó y asesinó un conductor de transporte público en Ciudad Nezahualcóyotl, Estado de México. Quería nombrarlas para señalar la pesadilla de estos miles de asesinatos que desde 2012 se tipificaron como delito en el país: el de feminicidio.
—Antes de Ciudad Juárez no hablábamos de feminicidios —dice y repite.
Para escribir la letra, buscó en internet información sobre quiénes habían sido las víctimas, sus historias y los nombres que las identificaban.
—Me sorprendí mucho: busqué mi nombre, el de mi mamá, el de mi sobrina, los de mis mejores amigas, y todos aparecen como víctimas de feminicidio. Eso me dolió mucho y me enfureció.
Pero hubo un nombre que decidió no incluir en la letra. Sandra, de 23 años, había sido su compañera en la Escuela Normal de Saltillo. En 2010 la asesinó un hombre que estaba obsesionado con ella. Su desaparición causó revuelo entre los estudiantes normalistas del estado de Coahuila, que se organizaron para buscarla, hasta que apareció su cuerpo con rastros de violencia en su propio automóvil en una carretera de Saltillo. Entonces Vivir tenía 25 años y no sabía ponerle palabras a esa tragedia.
—[A Sandra] le fallamos todos. Le falló el sistema, le falló la prensa, le falló su familia, le fallamos sus amigos —dice.
“Mueren estudiantes por un pacto de amor”, el diario Zócalo tituló el caso. Algunos periódicos mostraron el cuerpo maltratado de Sandra, mientras que la identidad del agresor quedó protegida durante un tiempo. La versión que las autoridades dieron a la prensa fue la de una pareja de enamorados que, en una versión norteña de Romeo y Julieta, habían acordado suicidarse al ver la imposibilidad de su amor. La escena final de la tragedia: un automóvil abandonado en el desierto, con el cuerpo de la joven y, a unos metros, un Romeo, también muerto, con una carta que lo explicaba todo. Con el tiempo, sin embargo, el peritaje del caso demostró que Sandra no tenía una relación sentimental ni de ningún tipo con el asesino: era un conocido que la había estado acosando desde antes, que la secuestró, obligándola a que se subiera a su propio coche y manejara hasta la periferia, donde la mató. Se supo también que se defendió y luchó por su vida, y que ya había hablado con personas de su entorno sobre un hombre que la acosaba. Nada más lejano a la historia que fabricaron los medios. El caso de Sandra trastocó para siempre a Vivir Quintana. Años después, cuando se sentó a escribir la canción que le habían pedido, pensó en ella. El verso “soy la niña que subiste por la fuerza” lo escribió pensando en su compañera, aunque describa otros miles de casos similares.
—Me di cuenta de que era una herida que tenía, pero que no había sanado… dejas pasar y la vida sigue. Entonces cuando escribí “Canción sin miedo” fue horrible acordarme de todo eso que pasó. Si fue difícil para nosotros, sus compañeros, no me quiero imaginar cómo fue para su familia.
***
Laura Manzo, periodista, fue al Zócalo porque tenía ganas de ver un concierto de Mon Laferte. La presentación, parte del festival Tiempo de Mujeres, era gratuita. La plaza estaba llena y entre los asistentes se habían repartido pañuelos verdes, el símbolo de la lucha por la despenalización del aborto en América Latina. La gente gritaba el nombre de la chilena y pedían que cantara más éxitos. Manzo y las otras miles de mujeres reunidas ahí no imaginaban que esa noche, además de la música pop de Laferte, escucharían un mensaje tan directo para quienes gobiernan. La efervescencia llegaba a su punto más alto. Un día después se celebraría el 8M. A esa misma plancha llegarían unas cien mil asistentes, según cálculos oficiales, inundando las calles del Centro Histórico. Para el 9 de marzo, los colectivos feministas ya habían convocado a un paro nacional, al que llamaron “Un día sin mujeres”, para visibilizar su importancia en la vida económica del país. Estas dos movilizaciones que estaban por ocurrir eran resultado de una marea que venía fortaleciéndose desde meses atrás.
Aquella noche del 7 de marzo, en el Zócalo, Vivir Quintana y Laferte estaban por agitar aún más las aguas. Carmen Ruiz aguardaba su turno tras bambalinas para subir al escenario junto con las chicas de El Palomar; recuerda que jamás había sentido esa energía “intensa, tan fuerte que el escenario vibraba”. Después de que Laferte cantara algunas de sus canciones más populares, se detuvo inesperadamente a medio concierto.
—No vengo sola, vengo acompañada de un montón de mujeres, músicas, compañeras, que admiro y respeto —dijo entre los gritos de sus fans.
Vivir y El Palomar salieron a escena, vestidas casi todas de blanco. La guitarra de Quintana les dio la señal para entonar. El Zócalo se estremeció con esa voz potente y aguerrida que desvela a una cantante consciente del momento. La letra de la canción se transmitía en las pantallas instaladas en el escenario y el público no dejó de aplaudir las frases más controvertidas. “Cantamos sin miedo, pedimos justicia, / gritamos por cada desaparecida. / Que resuene fuerte: / ‘¡Nos queremos vivas!’”, sonaba en la plaza pública. “¡Que caiga con fuerza el feminicida!”.
La canción se volvió viral en cuestión de horas. El efecto fue imparable. Manzo grabó la presentación con su teléfono y después subió el video a las redes sociales: “Me pareció significativo este grupo que le hablaba directamente al Estado, en un país en el que el presidente no abraza los temas relacionados con las mujeres”.
Al término, Mon Laferte habló:
—Quiero pedir un momento. Siempre se pide un minuto de silencio y yo hoy quiero pedir, no un minuto, el tiempo que queramos para no seguir en silencio: vamos a gritar, porque ya hemos estado así mucho tiempo. Y quiero que gritemos por todas nuestras hermanas.
Las mujeres gritaron al unísono:
—¡Ni una más, ni una más, ni una asesinada más!
La vida de Vivir Quintana cambió esa noche. Habló con decenas de medios y llenó sus redes sociales con momentos en los que sus fans y grupos feministas cantaban su composición. Su historia y la de “Canción sin miedo” llegaron a las agencias internacionales de noticias, como Reuters, así como a otros países, como Chile y otros con una situación de violencia similar a la de México, que la adoptaron sin reservas. “Canción sin miedo” la sacó de la pequeña escena de la música independiente y la puso en el centro de las protestas. Las mujeres comenzaron a cantarla espontáneamente en las subscuentes manifestaciones, como en la del 25 de noviembre de 2020, el Día Internacional contra la Violencia de Género.
—Tal vez los derechos de autor sean míos, pero el derecho de cantarla ya es de la gente y es de las mujeres, de las familias, incluso de las víctimas.
Antes de escribir “Canción sin miedo”, Vivir Quintana siempre aspiró a ser una cantautora cuyas composiciones trascendieran. Esa noche supo que estaba más cerca de ese sueño.
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La guitarra llegó a sus manos en el lugar más improbable para hacer una carrera musical, “un pueblo donde hay dos semáforos y cuatro Oxxos” dice Vivir, en broma. Viviana Montserrat Quintana Rodríguez nació en Torreón, en 1984, pero creció en Francisco I. Madero, una localidad de 58 mil habitantes y de vocación rural. Para distinguirse de las otras cuatro mujeres de su familia que llevaban el mismo nombre, Viviana, como la abuela, a quien también le gustaba cantar, decidió abreviar el suyo y dejarlo sólo en “Vivir”. En el parque más cercano a la casa familiar, don Chuy, el carpintero del pueblo, daba lecciones de música popular mexicana a una veintena de niños, entre los que se contaban dos niñas: una de ellas, la risueña Vivir. En su adolescencia, entraba a las rondallas —ensambles de guitarra y voz— que se organizaban en el pueblo y también al coro de la iglesia. Pero en esta población, dedicada a la industria o al campo, nadie consideraba que la música fuera un camino para el futuro.
—Allí me di cuenta de que quería hacer cosas con la música, pero no había internet y yo no sabía que la música podía ser una carrera —dice.
Tomás y Gloria, maestros de Matemáticas y Geografía, se encargaban en casa de garantizarles a sus hijos —una mujer y dos varones— un futuro fundamentado en la educación, y querían que llegaran a la educación superior. Por eso, cuando Vivir decidió mudarse a la capital del estado, a tres horas del pueblo, para estudiar la carrera en música, la familia no se sorprendió, aunque lo tomaron con reservas. Durante casi cuatro años, estudió la licenciatura en la Escuela Superior de Música de Saltillo, donde aprendió las bases de la música, desde la vertiente clásica. Pero ni Mozart ni Bach calmaron su interés por los corridos norteños y la música popular. Acostumbrada a escuchar a Intocable en la radio y al repertorio de mariachi de Lola Beltrán, sabía que su vocación estaba en estos géneros.
—Quería cantar música ranchera, pero ahí no me dejaban. Lo que más me apasionaba era escribir, subir a un escenario y cantar esas canciones —cuenta.
Compartía con otros estudiantes un departamento y su padre le enviaba 400 pesos a la semana para mantenerse. No era suficiente, así que en su tiempo libre se unía a tocar con un mariachi, donde además disfrutaba lo que había aprendido en las rondallas y escuchando la radio local. Cuando uno de sus profesores supo de su incursión en el género vernáculo, la echó de la clase. Tras este episodio crucial, su renuncia a la Escuela Superior de Música estaba clara y optó mejor por seguir el mismo camino que sus padres: ir a la Escuela Normal Superior de Coahuila, donde se licenció como profesora de español. Quintana dio clases en secundarias y se graduó con una tesis sobre el uso de la música para la enseñanza del español en ese nivel escolar. Pero nunca abandonó el sueño de la música. Por las noches, recorría casi todos los bares de Saltillo con su guitarra — adornada con calcomanías rojas y cuerdas enredadas— bajo el brazo, cantando covers de éxitos.
—Le dije a mi mejor amiga: tengo dos opciones, una es irme y buscar oportunidades en la Ciudad de México para tener una carrera musical. La otra es quedarme y que me conozca todo Saltillo y ya —recuerda.
Así que tomó su guitarra, una cobija y una maleta, y emprendió camino. Cuando llegó a la capital del país, sólo pudo costear la renta de un departamento en la periferia, en Cuautitlán Izcalli, uno de los municipios del Estado de México contiguos a la capital y donde “duerme” buena parte de la población que trabaja en la ciudad.
—Y yo ya me sentía soñada —dice entre risas.
Su primer empleo, como asistente de producción en los Estudios Churubusco, en una empresa de espectáculos, la hacía sentirse cada vez más cerca de su sueño. Pero allí se enfrentó al acoso: uno de sus jefes le sugirió tener relaciones sexuales con la promesa de lanzarla a la fama.
—Me encontré con esa cara de la industria de la música que todo el mundo teme y que está en las historias de terror de que el productor se quiere sobrepasar contigo. Me acuerdo mucho de que me dijo: “Yo te grabo un disco”, pero ni había escuchado mis canciones… pero él, muy puesto: “Voy a producirte, pero ven el domingo a las ocho de la noche a los estudios”.
Su instinto la llevó a renunciar.
Para mantenerse, tomó un trabajo en una empresa de marketing: de jueves a domingo iba a varios cines con la encomienda de contar los anuncios que salían al inicio de las películas y le entregaba sus reportes a una firma de monitoreo de publicidad. Conoció la ciudad de ida y vuelta yendo a casi todos los centros comerciales, pero seguía sin conectar con el mundo de la música. Habían pasado casi dos años y estaba a punto de darse por vencida. Un día se sentó en la parada del metrobús Balderas, ignorando el vaivén de autobuses y gente que pasaba frente a sus ojos. Sólo pensaba en todo este tiempo que llevaba sin una oportunidad, sin recomendaciones, sin siquiera un empleo como cantante de bar.
—Ya no puedo más, ya no sé qué hacer: ¿para dónde puedo darle?, ¿dónde están todos esos cantautores increíbles que llegan aquí? —se preguntó y, derrumbándose, comenzó a llorar.
Una tarde, mientras veía la televisión, vio que el cantante y compositor Juan Solo promocionaba becas de la Sociedad de Autores y Compositores de México (SACM) para estudiar composición de música popular, y vio ahí una oportunidad que terminó por cristalizar. La SACM, ubicada en la alcaldía Benito Juárez, se convirtió en la llave de entrada, un lugar donde sí se interesarían en sus composiciones. Ahí tomó clases con Armando Manzanero y Leonel García, comenzó a rodearse de músicos y grabó su primer álbum: Canciones hechas en casa (2018). La idea de grabarlo surgió tras una presentación en un festival organizado por la SACM, cuando algunos asistentes luego de escucharla se acercaron a preguntarle dónde podían conseguir sus grabaciones. Sin tener contrato con un sello discográfico y animada por una de sus profesoras, lo grabó por su cuenta. Hizo todo ella misma, como lo dice el nombre del disco: la portada del cd era una fotografía de la cocina de su departamento y grabó cada canción en su cuarto con una computadora portátil, un micrófono y su guitarra. Sus amigos le ayudaron a armar las cajas con los discos, de los que vendió tres mil copias.
***
Narrar historias de mujeres es una constante en su vena musical. Fue el origen de su trabajo creativo y un camino cuesta arriba. Mientras estudiaba en la SACM, obtuvo la beca para jóvenes creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca) y, durante ese año, se dedicó a darle forma a un cancionero sobre mujeres víctimas de violencia que, por haberse defendido de su agresor —en algunos casos, llegando hasta el asesinato—, habían terminado presas. El proyecto nació cuando vio, en Facebook, una entrevista a una mujer de Nayarit que mató a su marido en defensa propia y que se reía del crimen. Para entender el trasfondo, Quintana se propuso visitar a mujeres que estaban en prisión por situaciones similares y escribió 10 composiciones que cuentan sus historias y revelan los motivos por los que fueron sentenciadas, incluso mujeres inocentes.
—Son corridos con perspectiva de género, estas mujeres tienen carpetas de investigación en las que denunciaron las agresiones pero no les hicieron caso, entonces ellas se defienden y suceden cosas —explica.
Escribir corridos con perspectiva de género no es cualquier cosa, tomando en cuenta que el corrido, que nació a finales del siglo xix en México, se hizo popular durante la Revolución, como un tipo de canción acompañada por una guitarra como instrumento principal que, por su versificación sencilla, permitía extender la letra para narrar con todo detalle historias de bandoleros y líderes de la insurrección, historias de amor y desamor, con una voz potente y todo desde el punto de vista masculino. La versión actual de este género, por supuesto, es el narcocorrido, donde también hay héroes y bandidos, y también se retrata un mundo masculino. Con destreza, Quintana logró darle un nuevo sentido a esta música, tan popular en el norte, que normalmente ostenta letras directamente machistas. “Soy la culpable de esta osadía, / la que a su esposo mató a su ley; / ya nada importa si estoy con vida, / mas por defenderme la pagaré”, escribió en una de las composiciones de su cancionero.
“Que el espacio que se había usado típicamente con letras machistas y violentas, a través de los corridos, se ocupe para este tema de protesta y denuncia le da una fuerza doble a este cancionero y, después, a ‘Canción sin miedo’”, observa la escritora feminista Brenda Lozano.
A la fecha estas letras no las ha grabado con música, pero ya son parte del proyecto que entregó al Fonca a finales de 2020. Este cancionero, titulado “Cosas que sorprenden a la audiencia”, fue el vínculo entre Quintana y Laferte cuando se conocieron.
***
En “Canción sin miedo”, Vivir Quintana señala a dos símbolos patrios: el presidente y el himno nacional, elementos históricamente intocables y protegidos por una cultura política solemne, que se construyó entre los siglos XIX y XX, sustentada en el presidencialismo, la forma de gobierno dominada por quien ocupa la silla presidencial. Quintana interpela a esta figura con su demanda de justicia: “No olvide sus nombres, por favor, señor presidente”. Aunque en un inicio dudó sobre esta parte, lo hizo para romper dicha sacralización y repartir responsabilidades.
—Tuve este problema de dudar. Pero después se la canté a mis papás y mi mamá dijo: “Me gusta mucho, pero ¿no estará muy fuerte? No te vayas a meter en un problema” —recuerda—. No tenía miedo, pero sabía que era una canción profunda.
El recrudecimiento de la violencia es una conversación que ha subido de volumen. En el debate político, la sociedad civil ha cuestionado al Estado, ha señalado su incapacidad para frenar estos asesinatos y la impunidad de los delitos cometidos por razones de género que prevalece en el Poder Judicial. La efervescencia feminista coincidió con la llegada de Andrés Manuel López Obrador a la presidencia, aunque más que coincidencia ha sido un desencuentro. Su actitud ha encendido la mecha de la protesta: evita hablar del tema y, cuando lo hace, reconoce su gravedad, pero minimiza a quienes se movilizan y atribuye las protestas feministas a sus enemigos políticos, a los que llama “adversarios”. “No soy feminista, soy humanista”, ha insistido. Al finalizar 2020, se registraron 969 feminicidios en todo el país, tres más que en el año anterior, según datos de la Secretaría de Seguridad Pública. López Obrador continúa, un año después, subestimando los movimientos de las mujeres y ha descrito al feminismo como “una simulación”. En términos prácticos, su gobierno redujo el presupuesto destinado a programas públicos para la atención a las mujeres —en julio de 2020, recortó en un 75% el presupuesto del Instituto Nacional de las Mujeres (Inmujeres)— y poco ha impactado en el descenso de las cifras. Al cierre de esta edición, se registraron 72 feminicidios en enero de 2021 y 71 en febrero, es decir, 25 crímenes contra las mujeres menos que en el mismo bimestre del año anterior, según datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública.
Laura Manzo, la periodista que vio la primera presentación de “Canción sin miedo”, vuelve a aquella noche del 7 de marzo: “Lo más significativo de ese momento en el que cantaron en el Zócalo fue que le hablaran directamente al presidente”. Esta interpelación y la forma displicente en que el mandatario ha tratado el tema dejaron a la vista una brecha significativa.
Al cierre del corrido, la cantautora cita el himno de México, modificándolo: termina con los conocidos versos de Francisco González Bocanegra “y retiemble en sus centros la tierra / al sonoro rugir del cañón” trastocados en “y retiemble en sus centros la tierra / al sororo rugir del amor”.
Esta reinterpretación se originó en una conversación que Vivir tuvo con su padre:
—Estoy buscando una palabra que sea muy fuerte, no de levantar la voz, quiero decir algo que nos recuerde a cuando ponían el himno nacional en la escuela —le dijo sobre la solemnidad de las ceremonias cívicas.
—¿Por qué no usas una palabra que venga en el himno nacional? —le sugirió él.
Se puso entonces a analizar el himno y vio que era sangriento y de guerra, así que decidió utilizarlo pero dándole otro significado. Frente al origen bélico del himno, de cuando México se enfrentó en una serie de conflictos armados con Estados Unidos y Francia para delimitar su territorio, Quintana optó por plantar un símbolo muy representativo del país, lo que ella considera una de las principales transformaciones sociales en el siglo XXI: la unión de las mujeres. Ése fue su momento solemne.
Feminista declarada, ha pasado los últimos meses sumergida en el movimiento. Las invitaciones a charlas y conciertos no paran de llegar a su correo electrónico y su agenda se llenó. Aun así, sigue escribiendo otras composiciones dedicadas a las mujeres, como “No estás sola” y “Llora, llora”. Recientemente abrió un canal en Spotify que sigue medio millón de escuchas y ya tiene un equipo que le organiza sus presentaciones. Pese al ascenso, aprovecha la fama para promover la agenda feminista; el hartazgo, el empoderamiento y la protesta se fundieron en su sello político.
“Canción sin miedo”, finalmente, trascendió la frontera del medio musical para formar parte de la banda sonora de Las tres muertes de Marisela Escobedo, el documental que se estrenó en Netflix en octubre de 2020. Karla Casillas fue una de las periodistas detrás de la investigación, la historia de una madre que emprende en solitario la búsqueda —también en el norte— del asesino de su hija Rubí; una enfermera que se convirtió en activista y cuyo largo camino comenzó con la búsqueda de su hija, continuó con su demanda de justicia y terminó en su propio feminicidio, a las puertas del Palacio de Gobierno de Chihuahua. Casillas dice que durante un tiempo la producción estudió la posibilidad de usar una canción que identificara al documental. Pero cuando Quintana y Laferte estrenaron el video, éste llegó a manos de la productora del documental, Laura Woldenberg. “Me movió el corazón muchísimo la primera vez que la escuché”, recuerda, y la compartió con el equipo de producción. “Lo tiene todo: tiene indignación, dolor, protesta, con una música preciosa y el sentimiento de estas mujeres al cantarla”, dice.
—Las tres muertes de Marisela Escobedo para mí ha sido un golpe profundo, sobre todo conectándolo con la canción, es doloroso. Que estén juntos en un mismo material me parece muy poderoso. Unimos dos partes que estamos buscando lo mismo, que es la justicia —dice Vivir.
El canto se convirtió en una forma de señalar la impunidad: 97% de los feminicidios en México queda sin resolverse ante el sistema de justicia. Así que Quintana y Laferte grabaron una versión especial para la película con un toque particular: incluyeron los nombres de Rubí y Marisela. Después de que grabaron esta versión, la pieza se escuchó sin parar: se compartió en grupos feministas, estuvo presente en acciones y protestas públicas. La canción llegó hasta rincones inesperados: en YouTube hay versiones de Colombia, España e Italia, entre otras. Quintana subió un video con los acordes del corrido para que cualquiera con una guitarra la pudiese replicar. Su más reciente estreno es una versión en mariachi al lado de la agrupación Mexicana Hermosa, con un video grabado en la icónica Tenampa. Hoy está presente en las movilizaciones, en pancartas en las que se lee en brillantina: “Si tocan a una, respondemos todas”.
—Cuando escucho la canción, que me la mandan cantada por niñas, me rompe muy fuerte. Esas niñas deberían estar cantando otra cosa —dijo poco después del estreno del documental.
El 5 de marzo de 2021, en Ciudad de México, un gran muro de metal se instaló para proteger al Palacio Nacional de las protestas feministas. Las mujeres, a través de diversos grupos, hicieron una gran demostración de fortaleza: pintura en mano, intervinieron el discurso presidencial que las ataca y las revictimiza. La muralla metálica que protegía la sede de la Presidencia se convirtió en el lienzo para escribir consignas y una lista de víctimas de feminicidio cuyos casos siguen impunes; una poderosa imagen que le dio la vuelta al mundo. Con letras rosas y blancas se leía ahí: “Nos sembraron miedo, nos crecieron alas”, verso de Quintana. Meses antes, el 14 de septiembre, el efecto llegó a las protestas que asediaron los edificios públicos, entre ellos, la sede de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), también en la capital del país, a la que invitaron a Quintana a cantar. Las mujeres vestidas de negro rodearon el edificio. “Que tiemble el Estado, los cielos, las calles, / que tiemblen los jueces y los judiciales”, coreaban a las puertas de la institución, con pañuelos verdes y morados. Quintana tocó su guitarra y notó el hartazgo mientras su voz se ahogaba junto con la de las mujeres que repetían de memoria las palabras que escribió aquella tarde en el patio de la casa de sus padres. Comprendió que finalmente había entregado una pieza para compartir.
—Vi el cansancio de muchas compañeras, esto ya no puede estar pasando… No importa lo que pase mañana conmigo, la canción ya es de todas y va a seguir allí.
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Una mañana de 2020 una joven compositora recibió una llamada, un encargo, que le cambió la vida: una canción sobre los feminicidios en México. La letra llegó a todas las agencias de noticias y estuvo presente en cada protesta feminista subsecuente del país. Las mujeres la adoptaron sin reservas; sus versos llenaron pancartas, cubrieron muros y hasta aparecieron en una película. El hartazgo ante la impunidad, el empoderamiento y la protesta se fundieron en el sello político de Vivir Quintana.
Vivir Quintana no estaba furiosa la tarde en que escribió la canción. No lo estaba cuando tomó su guitarra y un cuaderno, y volcó en versos la rabia ante la violencia que viven las mujeres en su país. Anotó ideas, borró y reescribió: la desigualdad, el acoso, el miedo a ser la siguiente víctima, lo que las mujeres conocen en carne propia. Dejó las frases más definitivas al inicio de cada página y las fue pegando con cinta adhesiva hasta tener la canción completa. La nación de los 10 feminicidios diarios —según los últimos datos del INEGI— la había preparado para este momento, sentada en el patio de la casa de sus padres, en una pequeña ciudad de Coahuila, al norte de México.
En nueve horas condensó lo que, en años recientes, millones de mujeres han buscado articular como un grito de justicia: palabras para señalar a los responsables, para exigir que se tomen acciones contra estos crímenes, para enunciar la fuerza de la sororidad. Y con ellas su voz resonó en la forma de un corrido en la plaza principal de la Ciudad de México y, después, alcanzó al resto del país hasta convertirse en un símbolo.
—Quería una canción de lucha, de auxilio y justicia, como si estuviera en una marcha —dice la cantautora de 35 años, a través de Zoom, en la víspera de la Navidad de 2020. Está visitando a sus padres, luego de meses de presentaciones, y aceptó dar esta entrevista desde allá, en una habitación de paredes amarillas.
—Tenía la adrenalina y el deadline a tope —recuerda emocionada—, pero estaba buscando las palabras precisas en mi cabeza que quería que se oyeran, y hacerle también honor a estas mujeres que luchan.
Es generosa y abierta cuando habla de su música; ríe al recordar y juega con las mangas de la sudadera negra que viste. Por momentos, hace a un lado el mechón rubio de su cabello negro y rizado o se levanta los lentes y reflexiona sobre el año que casi termina, el torbellino, la canción con la que su vida cambió.
—Todo fue culpa de Mon [Laferte] —dice riendo.
Era febrero de 2020 y Quintana estaba precisamente ahí, en Francisco I. Madero, el pueblo donde creció, su hogar y refugio; una localidad pequeña, a 35 kilómetros de Torreón, que nació tras la Revolución a principios del siglo xx. Su padre había pasado por ella a la estación de autobuses y acomodaba las maletas en el coche cuando Vivir Quintana —una compositora independiente— recibió una llamada de la cantante chilena ganadora de dos Grammys Latinos, a quien había contratado el gobierno de la Ciudad de México para presentarse el 7 de marzo con motivo del Día Internacional de la Mujer. Laferte era la estrella en el cartel del festival Tiempo de Mujeres, donde también participarían la rapera chilena-francesa Ana Tijoux y la cantante guatemalteca Sara Curruchich. Laferte sabía de su trabajo en la composición de canciones sobre mujeres y quería saber si tenía alguna pieza sobre los feminicidios en México para presentarla con ella en el Zócalo.
—No tengo una canción que hable sobre el feminicidio, pero la puedo hacer —le contestó y Mon Laferte le pidió que entregara la letra y la música esa misma noche.
Eran las 11 de la mañana cuando colgó el teléfono.
Sus planes estaban cancelados.
Quintana y Laferte se habían conocido unas semanas antes, gracias a una llamada de Mauricio Díaz “el Hueso”, compositor y colega de Vivir, quien supo que la chilena estaba buscando cantantes jóvenes para un tema para su concierto en el Palacio de los Deportes, el 18 de enero. La convocatoria era misteriosa: Mon Laferte iba a celebrar el cierre de su gira y quería estar con un grupo de mujeres en el escenario. Díaz le dijo a Quintana y ella, entusiasta, se apuntó sin dudarlo, como solía hacer con todas las invitaciones que le hacían sus compañeros. Unas 200 músicas atendieron al llamado, pero sólo 70 se presentaron en el concierto. El deseo de la chilena, supo poco después, era interpretar “Cucurrucucú paloma” con un coro de mujeres. Quintana destacó en los ensayos por saber tocar con su guitarra la canción que Lola Beltrán hizo popular con su voz. Había aprendido a cantarla a los 12 años. A raíz de esto, la convivencia entre ambas cantantes se dio naturalmente e intercambiaron números telefónicos.
Aquella tarde de febrero en que estaba inmersa en la misión que le había encomendado Mon Laferte fue también la primera vez que sus padres la vieron en su proceso creativo, analizando guitarra en mano cada una de las frases de la canción. Dice que lo que más le cuesta es sentarse a escribir y arrancar con la melodía, pero que una vez que libra ese obstáculo, le cuesta todavía más levantarse y dejar una obra incompleta, porque entra en una especie de trance y se obsesiona. Eso veían Tomás Quintana y Gloria Rodríguez, quienes cada cierto tiempo se paseaban por el patio o acercaban el oído mientras su hija encontraba la fórmula para condensar en una melodía uno de los mayores problemas sociales de México.
—Cuando termine la canción, se las enseño y la canto —les dijo.
A las siete de la noche ya tenía una primera versión, pero sentía que necesitaba más tiempo para afinar detalles. Le llamó a Mon Laferte y le pidió un par de horas más. Estaba nerviosa. Una vez que tuvo la composición, le pidió a su hermano mayor que le sostuviera el celular para grabarla. También le envió un mensaje de audio a su amiga, Carmen Ruiz, pianista y compositora, con dicha versión. “Se me puso la piel chinita —recuerda Ruiz— y le dije ‘que las musas te visiten’”. A las nueve de la noche, Quintana envió la versión final por WhatsApp. Era un canto tan potente que la chilena no dudó un segundo en poner en marcha la producción. No le cambió ni una sola coma y la tituló: “Canción sin miedo”.
Los que siguieron fueron días frenéticos. Laferte envió el audio a Paz Court, cantante de jazz y pop, para que se encargara de los arreglos vocales. Court, también chilena, había estado trabajando con el coro de mujeres que surgió a partir del concierto del Palacio de los Deportes. Se organizaron y crearon un chat de WhatsApp al que llamaron “Energía nuclear”. Luego de haber interpretado “Cucurrucucú paloma”, el nombre El Palomar les pareció natural para formar una agrupación que “nació de las ganas de reunirnos, unir nuestras voces y participar en la música de las otras”, dice Ruiz sobre este grupo que ha servido como nódulo de creación, sororidad y apoyo. Court estaba convencida de que la participación del coro era vital para el arreglo y así reunió a 40 de ellas para lograr un efecto más contundente: “Sentí que era una canción muy potente e hice los arreglos también de una sola vez. Fue espontáneo y visceral”.
El grupo se reunió tres veces para ensayar días antes de la presentación, en un estudio en la colonia Roma. Court las organizó en segmentos según su tipo de voz. Durante los ensayos, “Canción sin miedo" fue tan fuerte que algunas de las chicas no lograban llegar al final porque se ponían a llorar”, recuerda. En una de estas ocasiones se grabó un video, en blanco y negro, donde Quintana canta el tema acompañándose con la guitarra, mientras el grupo la acompaña detrás con la voz. El Palomar no sólo le dio fuerza vocal, sino que los rostros de las cantantes unidas al grito de “¡justicia!” le dieron un mayor impacto al video. La grabación se viralizó de inmediato y, a un año de distancia, ha acumulado casi 10 millones de visitas en YouTube.
***
Febrero de 2020 fue un mes sangriento. Diferentes medios de comunicación cubrían las noticias de casos violentos que conmocionaban al país, como el de Ingrid Escamilla, una joven de 25 años a la que asesinó su pareja en la alcaldía Gustavo A. Madero de la capital mexicana —y cuyo cuerpo mutilado se expuso sin escrúpulos en los diarios de nota roja—; o el de Fátima Aldriguetti, una niña de siete años que desapareció, después de que una persona desconocida la recogiera en el colegio, en Xochimilco, y a quien hallaron seis días después muerta —en una bolsa— con el cuerpo marcado por el abuso y la tortura.
Aquel mes las calles se encendieron. Impulsadas por la indiferencia del gobierno frente a la ola de feminicidios, las mujeres y los colectivos se movilizaron. El hartazgo iba en ascenso. Tan solo en los primeros dos meses de 2020 ocurrieron 166 feminicidios (un promedio de tres al día), 14% más que en el mismo periodo del año anterior. Para entonces, el colectivo Las Tesis, de Valparaíso, Chile, ya había creado una letra como parte del performance que denunciaba públicamente los crímenes contra las mujeres. Esta canción, con el montaje que la acompañaba —todas llevaban los ojos vendados—, se llamó “Un violador en tu camino” y se popularizó rápidamente en América Latina por la elocuencia con que describía la violencia de género.
Mientras sucedía esto, Vivir escribía “Canción sin miedo”. Para ella era importante nombrar a algunas de estas mujeres que habían muerto a manos de sus agresores. Estaba cansada de que en los relatos mediáticos de sus feminicidios se diluyera su identidad hasta el olvido, así que decidió añadirlos a su letra abordando la protesta: Claudia, Esther, Teresa. Nombró a Ingrid Escamilla y también hizo alusión al caso de Valeria Gutiérrez, una niña de 11 años a la que raptó, violó y asesinó un conductor de transporte público en Ciudad Nezahualcóyotl, Estado de México. Quería nombrarlas para señalar la pesadilla de estos miles de asesinatos que desde 2012 se tipificaron como delito en el país: el de feminicidio.
—Antes de Ciudad Juárez no hablábamos de feminicidios —dice y repite.
Para escribir la letra, buscó en internet información sobre quiénes habían sido las víctimas, sus historias y los nombres que las identificaban.
—Me sorprendí mucho: busqué mi nombre, el de mi mamá, el de mi sobrina, los de mis mejores amigas, y todos aparecen como víctimas de feminicidio. Eso me dolió mucho y me enfureció.
Pero hubo un nombre que decidió no incluir en la letra. Sandra, de 23 años, había sido su compañera en la Escuela Normal de Saltillo. En 2010 la asesinó un hombre que estaba obsesionado con ella. Su desaparición causó revuelo entre los estudiantes normalistas del estado de Coahuila, que se organizaron para buscarla, hasta que apareció su cuerpo con rastros de violencia en su propio automóvil en una carretera de Saltillo. Entonces Vivir tenía 25 años y no sabía ponerle palabras a esa tragedia.
—[A Sandra] le fallamos todos. Le falló el sistema, le falló la prensa, le falló su familia, le fallamos sus amigos —dice.
“Mueren estudiantes por un pacto de amor”, el diario Zócalo tituló el caso. Algunos periódicos mostraron el cuerpo maltratado de Sandra, mientras que la identidad del agresor quedó protegida durante un tiempo. La versión que las autoridades dieron a la prensa fue la de una pareja de enamorados que, en una versión norteña de Romeo y Julieta, habían acordado suicidarse al ver la imposibilidad de su amor. La escena final de la tragedia: un automóvil abandonado en el desierto, con el cuerpo de la joven y, a unos metros, un Romeo, también muerto, con una carta que lo explicaba todo. Con el tiempo, sin embargo, el peritaje del caso demostró que Sandra no tenía una relación sentimental ni de ningún tipo con el asesino: era un conocido que la había estado acosando desde antes, que la secuestró, obligándola a que se subiera a su propio coche y manejara hasta la periferia, donde la mató. Se supo también que se defendió y luchó por su vida, y que ya había hablado con personas de su entorno sobre un hombre que la acosaba. Nada más lejano a la historia que fabricaron los medios. El caso de Sandra trastocó para siempre a Vivir Quintana. Años después, cuando se sentó a escribir la canción que le habían pedido, pensó en ella. El verso “soy la niña que subiste por la fuerza” lo escribió pensando en su compañera, aunque describa otros miles de casos similares.
—Me di cuenta de que era una herida que tenía, pero que no había sanado… dejas pasar y la vida sigue. Entonces cuando escribí “Canción sin miedo” fue horrible acordarme de todo eso que pasó. Si fue difícil para nosotros, sus compañeros, no me quiero imaginar cómo fue para su familia.
***
Laura Manzo, periodista, fue al Zócalo porque tenía ganas de ver un concierto de Mon Laferte. La presentación, parte del festival Tiempo de Mujeres, era gratuita. La plaza estaba llena y entre los asistentes se habían repartido pañuelos verdes, el símbolo de la lucha por la despenalización del aborto en América Latina. La gente gritaba el nombre de la chilena y pedían que cantara más éxitos. Manzo y las otras miles de mujeres reunidas ahí no imaginaban que esa noche, además de la música pop de Laferte, escucharían un mensaje tan directo para quienes gobiernan. La efervescencia llegaba a su punto más alto. Un día después se celebraría el 8M. A esa misma plancha llegarían unas cien mil asistentes, según cálculos oficiales, inundando las calles del Centro Histórico. Para el 9 de marzo, los colectivos feministas ya habían convocado a un paro nacional, al que llamaron “Un día sin mujeres”, para visibilizar su importancia en la vida económica del país. Estas dos movilizaciones que estaban por ocurrir eran resultado de una marea que venía fortaleciéndose desde meses atrás.
Aquella noche del 7 de marzo, en el Zócalo, Vivir Quintana y Laferte estaban por agitar aún más las aguas. Carmen Ruiz aguardaba su turno tras bambalinas para subir al escenario junto con las chicas de El Palomar; recuerda que jamás había sentido esa energía “intensa, tan fuerte que el escenario vibraba”. Después de que Laferte cantara algunas de sus canciones más populares, se detuvo inesperadamente a medio concierto.
—No vengo sola, vengo acompañada de un montón de mujeres, músicas, compañeras, que admiro y respeto —dijo entre los gritos de sus fans.
Vivir y El Palomar salieron a escena, vestidas casi todas de blanco. La guitarra de Quintana les dio la señal para entonar. El Zócalo se estremeció con esa voz potente y aguerrida que desvela a una cantante consciente del momento. La letra de la canción se transmitía en las pantallas instaladas en el escenario y el público no dejó de aplaudir las frases más controvertidas. “Cantamos sin miedo, pedimos justicia, / gritamos por cada desaparecida. / Que resuene fuerte: / ‘¡Nos queremos vivas!’”, sonaba en la plaza pública. “¡Que caiga con fuerza el feminicida!”.
La canción se volvió viral en cuestión de horas. El efecto fue imparable. Manzo grabó la presentación con su teléfono y después subió el video a las redes sociales: “Me pareció significativo este grupo que le hablaba directamente al Estado, en un país en el que el presidente no abraza los temas relacionados con las mujeres”.
Al término, Mon Laferte habló:
—Quiero pedir un momento. Siempre se pide un minuto de silencio y yo hoy quiero pedir, no un minuto, el tiempo que queramos para no seguir en silencio: vamos a gritar, porque ya hemos estado así mucho tiempo. Y quiero que gritemos por todas nuestras hermanas.
Las mujeres gritaron al unísono:
—¡Ni una más, ni una más, ni una asesinada más!
La vida de Vivir Quintana cambió esa noche. Habló con decenas de medios y llenó sus redes sociales con momentos en los que sus fans y grupos feministas cantaban su composición. Su historia y la de “Canción sin miedo” llegaron a las agencias internacionales de noticias, como Reuters, así como a otros países, como Chile y otros con una situación de violencia similar a la de México, que la adoptaron sin reservas. “Canción sin miedo” la sacó de la pequeña escena de la música independiente y la puso en el centro de las protestas. Las mujeres comenzaron a cantarla espontáneamente en las subscuentes manifestaciones, como en la del 25 de noviembre de 2020, el Día Internacional contra la Violencia de Género.
—Tal vez los derechos de autor sean míos, pero el derecho de cantarla ya es de la gente y es de las mujeres, de las familias, incluso de las víctimas.
Antes de escribir “Canción sin miedo”, Vivir Quintana siempre aspiró a ser una cantautora cuyas composiciones trascendieran. Esa noche supo que estaba más cerca de ese sueño.
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La guitarra llegó a sus manos en el lugar más improbable para hacer una carrera musical, “un pueblo donde hay dos semáforos y cuatro Oxxos” dice Vivir, en broma. Viviana Montserrat Quintana Rodríguez nació en Torreón, en 1984, pero creció en Francisco I. Madero, una localidad de 58 mil habitantes y de vocación rural. Para distinguirse de las otras cuatro mujeres de su familia que llevaban el mismo nombre, Viviana, como la abuela, a quien también le gustaba cantar, decidió abreviar el suyo y dejarlo sólo en “Vivir”. En el parque más cercano a la casa familiar, don Chuy, el carpintero del pueblo, daba lecciones de música popular mexicana a una veintena de niños, entre los que se contaban dos niñas: una de ellas, la risueña Vivir. En su adolescencia, entraba a las rondallas —ensambles de guitarra y voz— que se organizaban en el pueblo y también al coro de la iglesia. Pero en esta población, dedicada a la industria o al campo, nadie consideraba que la música fuera un camino para el futuro.
—Allí me di cuenta de que quería hacer cosas con la música, pero no había internet y yo no sabía que la música podía ser una carrera —dice.
Tomás y Gloria, maestros de Matemáticas y Geografía, se encargaban en casa de garantizarles a sus hijos —una mujer y dos varones— un futuro fundamentado en la educación, y querían que llegaran a la educación superior. Por eso, cuando Vivir decidió mudarse a la capital del estado, a tres horas del pueblo, para estudiar la carrera en música, la familia no se sorprendió, aunque lo tomaron con reservas. Durante casi cuatro años, estudió la licenciatura en la Escuela Superior de Música de Saltillo, donde aprendió las bases de la música, desde la vertiente clásica. Pero ni Mozart ni Bach calmaron su interés por los corridos norteños y la música popular. Acostumbrada a escuchar a Intocable en la radio y al repertorio de mariachi de Lola Beltrán, sabía que su vocación estaba en estos géneros.
—Quería cantar música ranchera, pero ahí no me dejaban. Lo que más me apasionaba era escribir, subir a un escenario y cantar esas canciones —cuenta.
Compartía con otros estudiantes un departamento y su padre le enviaba 400 pesos a la semana para mantenerse. No era suficiente, así que en su tiempo libre se unía a tocar con un mariachi, donde además disfrutaba lo que había aprendido en las rondallas y escuchando la radio local. Cuando uno de sus profesores supo de su incursión en el género vernáculo, la echó de la clase. Tras este episodio crucial, su renuncia a la Escuela Superior de Música estaba clara y optó mejor por seguir el mismo camino que sus padres: ir a la Escuela Normal Superior de Coahuila, donde se licenció como profesora de español. Quintana dio clases en secundarias y se graduó con una tesis sobre el uso de la música para la enseñanza del español en ese nivel escolar. Pero nunca abandonó el sueño de la música. Por las noches, recorría casi todos los bares de Saltillo con su guitarra — adornada con calcomanías rojas y cuerdas enredadas— bajo el brazo, cantando covers de éxitos.
—Le dije a mi mejor amiga: tengo dos opciones, una es irme y buscar oportunidades en la Ciudad de México para tener una carrera musical. La otra es quedarme y que me conozca todo Saltillo y ya —recuerda.
Así que tomó su guitarra, una cobija y una maleta, y emprendió camino. Cuando llegó a la capital del país, sólo pudo costear la renta de un departamento en la periferia, en Cuautitlán Izcalli, uno de los municipios del Estado de México contiguos a la capital y donde “duerme” buena parte de la población que trabaja en la ciudad.
—Y yo ya me sentía soñada —dice entre risas.
Su primer empleo, como asistente de producción en los Estudios Churubusco, en una empresa de espectáculos, la hacía sentirse cada vez más cerca de su sueño. Pero allí se enfrentó al acoso: uno de sus jefes le sugirió tener relaciones sexuales con la promesa de lanzarla a la fama.
—Me encontré con esa cara de la industria de la música que todo el mundo teme y que está en las historias de terror de que el productor se quiere sobrepasar contigo. Me acuerdo mucho de que me dijo: “Yo te grabo un disco”, pero ni había escuchado mis canciones… pero él, muy puesto: “Voy a producirte, pero ven el domingo a las ocho de la noche a los estudios”.
Su instinto la llevó a renunciar.
Para mantenerse, tomó un trabajo en una empresa de marketing: de jueves a domingo iba a varios cines con la encomienda de contar los anuncios que salían al inicio de las películas y le entregaba sus reportes a una firma de monitoreo de publicidad. Conoció la ciudad de ida y vuelta yendo a casi todos los centros comerciales, pero seguía sin conectar con el mundo de la música. Habían pasado casi dos años y estaba a punto de darse por vencida. Un día se sentó en la parada del metrobús Balderas, ignorando el vaivén de autobuses y gente que pasaba frente a sus ojos. Sólo pensaba en todo este tiempo que llevaba sin una oportunidad, sin recomendaciones, sin siquiera un empleo como cantante de bar.
—Ya no puedo más, ya no sé qué hacer: ¿para dónde puedo darle?, ¿dónde están todos esos cantautores increíbles que llegan aquí? —se preguntó y, derrumbándose, comenzó a llorar.
Una tarde, mientras veía la televisión, vio que el cantante y compositor Juan Solo promocionaba becas de la Sociedad de Autores y Compositores de México (SACM) para estudiar composición de música popular, y vio ahí una oportunidad que terminó por cristalizar. La SACM, ubicada en la alcaldía Benito Juárez, se convirtió en la llave de entrada, un lugar donde sí se interesarían en sus composiciones. Ahí tomó clases con Armando Manzanero y Leonel García, comenzó a rodearse de músicos y grabó su primer álbum: Canciones hechas en casa (2018). La idea de grabarlo surgió tras una presentación en un festival organizado por la SACM, cuando algunos asistentes luego de escucharla se acercaron a preguntarle dónde podían conseguir sus grabaciones. Sin tener contrato con un sello discográfico y animada por una de sus profesoras, lo grabó por su cuenta. Hizo todo ella misma, como lo dice el nombre del disco: la portada del cd era una fotografía de la cocina de su departamento y grabó cada canción en su cuarto con una computadora portátil, un micrófono y su guitarra. Sus amigos le ayudaron a armar las cajas con los discos, de los que vendió tres mil copias.
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Narrar historias de mujeres es una constante en su vena musical. Fue el origen de su trabajo creativo y un camino cuesta arriba. Mientras estudiaba en la SACM, obtuvo la beca para jóvenes creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca) y, durante ese año, se dedicó a darle forma a un cancionero sobre mujeres víctimas de violencia que, por haberse defendido de su agresor —en algunos casos, llegando hasta el asesinato—, habían terminado presas. El proyecto nació cuando vio, en Facebook, una entrevista a una mujer de Nayarit que mató a su marido en defensa propia y que se reía del crimen. Para entender el trasfondo, Quintana se propuso visitar a mujeres que estaban en prisión por situaciones similares y escribió 10 composiciones que cuentan sus historias y revelan los motivos por los que fueron sentenciadas, incluso mujeres inocentes.
—Son corridos con perspectiva de género, estas mujeres tienen carpetas de investigación en las que denunciaron las agresiones pero no les hicieron caso, entonces ellas se defienden y suceden cosas —explica.
Escribir corridos con perspectiva de género no es cualquier cosa, tomando en cuenta que el corrido, que nació a finales del siglo xix en México, se hizo popular durante la Revolución, como un tipo de canción acompañada por una guitarra como instrumento principal que, por su versificación sencilla, permitía extender la letra para narrar con todo detalle historias de bandoleros y líderes de la insurrección, historias de amor y desamor, con una voz potente y todo desde el punto de vista masculino. La versión actual de este género, por supuesto, es el narcocorrido, donde también hay héroes y bandidos, y también se retrata un mundo masculino. Con destreza, Quintana logró darle un nuevo sentido a esta música, tan popular en el norte, que normalmente ostenta letras directamente machistas. “Soy la culpable de esta osadía, / la que a su esposo mató a su ley; / ya nada importa si estoy con vida, / mas por defenderme la pagaré”, escribió en una de las composiciones de su cancionero.
“Que el espacio que se había usado típicamente con letras machistas y violentas, a través de los corridos, se ocupe para este tema de protesta y denuncia le da una fuerza doble a este cancionero y, después, a ‘Canción sin miedo’”, observa la escritora feminista Brenda Lozano.
A la fecha estas letras no las ha grabado con música, pero ya son parte del proyecto que entregó al Fonca a finales de 2020. Este cancionero, titulado “Cosas que sorprenden a la audiencia”, fue el vínculo entre Quintana y Laferte cuando se conocieron.
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En “Canción sin miedo”, Vivir Quintana señala a dos símbolos patrios: el presidente y el himno nacional, elementos históricamente intocables y protegidos por una cultura política solemne, que se construyó entre los siglos XIX y XX, sustentada en el presidencialismo, la forma de gobierno dominada por quien ocupa la silla presidencial. Quintana interpela a esta figura con su demanda de justicia: “No olvide sus nombres, por favor, señor presidente”. Aunque en un inicio dudó sobre esta parte, lo hizo para romper dicha sacralización y repartir responsabilidades.
—Tuve este problema de dudar. Pero después se la canté a mis papás y mi mamá dijo: “Me gusta mucho, pero ¿no estará muy fuerte? No te vayas a meter en un problema” —recuerda—. No tenía miedo, pero sabía que era una canción profunda.
El recrudecimiento de la violencia es una conversación que ha subido de volumen. En el debate político, la sociedad civil ha cuestionado al Estado, ha señalado su incapacidad para frenar estos asesinatos y la impunidad de los delitos cometidos por razones de género que prevalece en el Poder Judicial. La efervescencia feminista coincidió con la llegada de Andrés Manuel López Obrador a la presidencia, aunque más que coincidencia ha sido un desencuentro. Su actitud ha encendido la mecha de la protesta: evita hablar del tema y, cuando lo hace, reconoce su gravedad, pero minimiza a quienes se movilizan y atribuye las protestas feministas a sus enemigos políticos, a los que llama “adversarios”. “No soy feminista, soy humanista”, ha insistido. Al finalizar 2020, se registraron 969 feminicidios en todo el país, tres más que en el año anterior, según datos de la Secretaría de Seguridad Pública. López Obrador continúa, un año después, subestimando los movimientos de las mujeres y ha descrito al feminismo como “una simulación”. En términos prácticos, su gobierno redujo el presupuesto destinado a programas públicos para la atención a las mujeres —en julio de 2020, recortó en un 75% el presupuesto del Instituto Nacional de las Mujeres (Inmujeres)— y poco ha impactado en el descenso de las cifras. Al cierre de esta edición, se registraron 72 feminicidios en enero de 2021 y 71 en febrero, es decir, 25 crímenes contra las mujeres menos que en el mismo bimestre del año anterior, según datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública.
Laura Manzo, la periodista que vio la primera presentación de “Canción sin miedo”, vuelve a aquella noche del 7 de marzo: “Lo más significativo de ese momento en el que cantaron en el Zócalo fue que le hablaran directamente al presidente”. Esta interpelación y la forma displicente en que el mandatario ha tratado el tema dejaron a la vista una brecha significativa.
Al cierre del corrido, la cantautora cita el himno de México, modificándolo: termina con los conocidos versos de Francisco González Bocanegra “y retiemble en sus centros la tierra / al sonoro rugir del cañón” trastocados en “y retiemble en sus centros la tierra / al sororo rugir del amor”.
Esta reinterpretación se originó en una conversación que Vivir tuvo con su padre:
—Estoy buscando una palabra que sea muy fuerte, no de levantar la voz, quiero decir algo que nos recuerde a cuando ponían el himno nacional en la escuela —le dijo sobre la solemnidad de las ceremonias cívicas.
—¿Por qué no usas una palabra que venga en el himno nacional? —le sugirió él.
Se puso entonces a analizar el himno y vio que era sangriento y de guerra, así que decidió utilizarlo pero dándole otro significado. Frente al origen bélico del himno, de cuando México se enfrentó en una serie de conflictos armados con Estados Unidos y Francia para delimitar su territorio, Quintana optó por plantar un símbolo muy representativo del país, lo que ella considera una de las principales transformaciones sociales en el siglo XXI: la unión de las mujeres. Ése fue su momento solemne.
Feminista declarada, ha pasado los últimos meses sumergida en el movimiento. Las invitaciones a charlas y conciertos no paran de llegar a su correo electrónico y su agenda se llenó. Aun así, sigue escribiendo otras composiciones dedicadas a las mujeres, como “No estás sola” y “Llora, llora”. Recientemente abrió un canal en Spotify que sigue medio millón de escuchas y ya tiene un equipo que le organiza sus presentaciones. Pese al ascenso, aprovecha la fama para promover la agenda feminista; el hartazgo, el empoderamiento y la protesta se fundieron en su sello político.
“Canción sin miedo”, finalmente, trascendió la frontera del medio musical para formar parte de la banda sonora de Las tres muertes de Marisela Escobedo, el documental que se estrenó en Netflix en octubre de 2020. Karla Casillas fue una de las periodistas detrás de la investigación, la historia de una madre que emprende en solitario la búsqueda —también en el norte— del asesino de su hija Rubí; una enfermera que se convirtió en activista y cuyo largo camino comenzó con la búsqueda de su hija, continuó con su demanda de justicia y terminó en su propio feminicidio, a las puertas del Palacio de Gobierno de Chihuahua. Casillas dice que durante un tiempo la producción estudió la posibilidad de usar una canción que identificara al documental. Pero cuando Quintana y Laferte estrenaron el video, éste llegó a manos de la productora del documental, Laura Woldenberg. “Me movió el corazón muchísimo la primera vez que la escuché”, recuerda, y la compartió con el equipo de producción. “Lo tiene todo: tiene indignación, dolor, protesta, con una música preciosa y el sentimiento de estas mujeres al cantarla”, dice.
—Las tres muertes de Marisela Escobedo para mí ha sido un golpe profundo, sobre todo conectándolo con la canción, es doloroso. Que estén juntos en un mismo material me parece muy poderoso. Unimos dos partes que estamos buscando lo mismo, que es la justicia —dice Vivir.
El canto se convirtió en una forma de señalar la impunidad: 97% de los feminicidios en México queda sin resolverse ante el sistema de justicia. Así que Quintana y Laferte grabaron una versión especial para la película con un toque particular: incluyeron los nombres de Rubí y Marisela. Después de que grabaron esta versión, la pieza se escuchó sin parar: se compartió en grupos feministas, estuvo presente en acciones y protestas públicas. La canción llegó hasta rincones inesperados: en YouTube hay versiones de Colombia, España e Italia, entre otras. Quintana subió un video con los acordes del corrido para que cualquiera con una guitarra la pudiese replicar. Su más reciente estreno es una versión en mariachi al lado de la agrupación Mexicana Hermosa, con un video grabado en la icónica Tenampa. Hoy está presente en las movilizaciones, en pancartas en las que se lee en brillantina: “Si tocan a una, respondemos todas”.
—Cuando escucho la canción, que me la mandan cantada por niñas, me rompe muy fuerte. Esas niñas deberían estar cantando otra cosa —dijo poco después del estreno del documental.
El 5 de marzo de 2021, en Ciudad de México, un gran muro de metal se instaló para proteger al Palacio Nacional de las protestas feministas. Las mujeres, a través de diversos grupos, hicieron una gran demostración de fortaleza: pintura en mano, intervinieron el discurso presidencial que las ataca y las revictimiza. La muralla metálica que protegía la sede de la Presidencia se convirtió en el lienzo para escribir consignas y una lista de víctimas de feminicidio cuyos casos siguen impunes; una poderosa imagen que le dio la vuelta al mundo. Con letras rosas y blancas se leía ahí: “Nos sembraron miedo, nos crecieron alas”, verso de Quintana. Meses antes, el 14 de septiembre, el efecto llegó a las protestas que asediaron los edificios públicos, entre ellos, la sede de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), también en la capital del país, a la que invitaron a Quintana a cantar. Las mujeres vestidas de negro rodearon el edificio. “Que tiemble el Estado, los cielos, las calles, / que tiemblen los jueces y los judiciales”, coreaban a las puertas de la institución, con pañuelos verdes y morados. Quintana tocó su guitarra y notó el hartazgo mientras su voz se ahogaba junto con la de las mujeres que repetían de memoria las palabras que escribió aquella tarde en el patio de la casa de sus padres. Comprendió que finalmente había entregado una pieza para compartir.
—Vi el cansancio de muchas compañeras, esto ya no puede estar pasando… No importa lo que pase mañana conmigo, la canción ya es de todas y va a seguir allí.
Una mañana de 2020 una joven compositora recibió una llamada, un encargo, que le cambió la vida: una canción sobre los feminicidios en México. La letra llegó a todas las agencias de noticias y estuvo presente en cada protesta feminista subsecuente del país. Las mujeres la adoptaron sin reservas; sus versos llenaron pancartas, cubrieron muros y hasta aparecieron en una película. El hartazgo ante la impunidad, el empoderamiento y la protesta se fundieron en el sello político de Vivir Quintana.
Vivir Quintana no estaba furiosa la tarde en que escribió la canción. No lo estaba cuando tomó su guitarra y un cuaderno, y volcó en versos la rabia ante la violencia que viven las mujeres en su país. Anotó ideas, borró y reescribió: la desigualdad, el acoso, el miedo a ser la siguiente víctima, lo que las mujeres conocen en carne propia. Dejó las frases más definitivas al inicio de cada página y las fue pegando con cinta adhesiva hasta tener la canción completa. La nación de los 10 feminicidios diarios —según los últimos datos del INEGI— la había preparado para este momento, sentada en el patio de la casa de sus padres, en una pequeña ciudad de Coahuila, al norte de México.
En nueve horas condensó lo que, en años recientes, millones de mujeres han buscado articular como un grito de justicia: palabras para señalar a los responsables, para exigir que se tomen acciones contra estos crímenes, para enunciar la fuerza de la sororidad. Y con ellas su voz resonó en la forma de un corrido en la plaza principal de la Ciudad de México y, después, alcanzó al resto del país hasta convertirse en un símbolo.
—Quería una canción de lucha, de auxilio y justicia, como si estuviera en una marcha —dice la cantautora de 35 años, a través de Zoom, en la víspera de la Navidad de 2020. Está visitando a sus padres, luego de meses de presentaciones, y aceptó dar esta entrevista desde allá, en una habitación de paredes amarillas.
—Tenía la adrenalina y el deadline a tope —recuerda emocionada—, pero estaba buscando las palabras precisas en mi cabeza que quería que se oyeran, y hacerle también honor a estas mujeres que luchan.
Es generosa y abierta cuando habla de su música; ríe al recordar y juega con las mangas de la sudadera negra que viste. Por momentos, hace a un lado el mechón rubio de su cabello negro y rizado o se levanta los lentes y reflexiona sobre el año que casi termina, el torbellino, la canción con la que su vida cambió.
—Todo fue culpa de Mon [Laferte] —dice riendo.
Era febrero de 2020 y Quintana estaba precisamente ahí, en Francisco I. Madero, el pueblo donde creció, su hogar y refugio; una localidad pequeña, a 35 kilómetros de Torreón, que nació tras la Revolución a principios del siglo xx. Su padre había pasado por ella a la estación de autobuses y acomodaba las maletas en el coche cuando Vivir Quintana —una compositora independiente— recibió una llamada de la cantante chilena ganadora de dos Grammys Latinos, a quien había contratado el gobierno de la Ciudad de México para presentarse el 7 de marzo con motivo del Día Internacional de la Mujer. Laferte era la estrella en el cartel del festival Tiempo de Mujeres, donde también participarían la rapera chilena-francesa Ana Tijoux y la cantante guatemalteca Sara Curruchich. Laferte sabía de su trabajo en la composición de canciones sobre mujeres y quería saber si tenía alguna pieza sobre los feminicidios en México para presentarla con ella en el Zócalo.
—No tengo una canción que hable sobre el feminicidio, pero la puedo hacer —le contestó y Mon Laferte le pidió que entregara la letra y la música esa misma noche.
Eran las 11 de la mañana cuando colgó el teléfono.
Sus planes estaban cancelados.
Quintana y Laferte se habían conocido unas semanas antes, gracias a una llamada de Mauricio Díaz “el Hueso”, compositor y colega de Vivir, quien supo que la chilena estaba buscando cantantes jóvenes para un tema para su concierto en el Palacio de los Deportes, el 18 de enero. La convocatoria era misteriosa: Mon Laferte iba a celebrar el cierre de su gira y quería estar con un grupo de mujeres en el escenario. Díaz le dijo a Quintana y ella, entusiasta, se apuntó sin dudarlo, como solía hacer con todas las invitaciones que le hacían sus compañeros. Unas 200 músicas atendieron al llamado, pero sólo 70 se presentaron en el concierto. El deseo de la chilena, supo poco después, era interpretar “Cucurrucucú paloma” con un coro de mujeres. Quintana destacó en los ensayos por saber tocar con su guitarra la canción que Lola Beltrán hizo popular con su voz. Había aprendido a cantarla a los 12 años. A raíz de esto, la convivencia entre ambas cantantes se dio naturalmente e intercambiaron números telefónicos.
Aquella tarde de febrero en que estaba inmersa en la misión que le había encomendado Mon Laferte fue también la primera vez que sus padres la vieron en su proceso creativo, analizando guitarra en mano cada una de las frases de la canción. Dice que lo que más le cuesta es sentarse a escribir y arrancar con la melodía, pero que una vez que libra ese obstáculo, le cuesta todavía más levantarse y dejar una obra incompleta, porque entra en una especie de trance y se obsesiona. Eso veían Tomás Quintana y Gloria Rodríguez, quienes cada cierto tiempo se paseaban por el patio o acercaban el oído mientras su hija encontraba la fórmula para condensar en una melodía uno de los mayores problemas sociales de México.
—Cuando termine la canción, se las enseño y la canto —les dijo.
A las siete de la noche ya tenía una primera versión, pero sentía que necesitaba más tiempo para afinar detalles. Le llamó a Mon Laferte y le pidió un par de horas más. Estaba nerviosa. Una vez que tuvo la composición, le pidió a su hermano mayor que le sostuviera el celular para grabarla. También le envió un mensaje de audio a su amiga, Carmen Ruiz, pianista y compositora, con dicha versión. “Se me puso la piel chinita —recuerda Ruiz— y le dije ‘que las musas te visiten’”. A las nueve de la noche, Quintana envió la versión final por WhatsApp. Era un canto tan potente que la chilena no dudó un segundo en poner en marcha la producción. No le cambió ni una sola coma y la tituló: “Canción sin miedo”.
Los que siguieron fueron días frenéticos. Laferte envió el audio a Paz Court, cantante de jazz y pop, para que se encargara de los arreglos vocales. Court, también chilena, había estado trabajando con el coro de mujeres que surgió a partir del concierto del Palacio de los Deportes. Se organizaron y crearon un chat de WhatsApp al que llamaron “Energía nuclear”. Luego de haber interpretado “Cucurrucucú paloma”, el nombre El Palomar les pareció natural para formar una agrupación que “nació de las ganas de reunirnos, unir nuestras voces y participar en la música de las otras”, dice Ruiz sobre este grupo que ha servido como nódulo de creación, sororidad y apoyo. Court estaba convencida de que la participación del coro era vital para el arreglo y así reunió a 40 de ellas para lograr un efecto más contundente: “Sentí que era una canción muy potente e hice los arreglos también de una sola vez. Fue espontáneo y visceral”.
El grupo se reunió tres veces para ensayar días antes de la presentación, en un estudio en la colonia Roma. Court las organizó en segmentos según su tipo de voz. Durante los ensayos, “Canción sin miedo" fue tan fuerte que algunas de las chicas no lograban llegar al final porque se ponían a llorar”, recuerda. En una de estas ocasiones se grabó un video, en blanco y negro, donde Quintana canta el tema acompañándose con la guitarra, mientras el grupo la acompaña detrás con la voz. El Palomar no sólo le dio fuerza vocal, sino que los rostros de las cantantes unidas al grito de “¡justicia!” le dieron un mayor impacto al video. La grabación se viralizó de inmediato y, a un año de distancia, ha acumulado casi 10 millones de visitas en YouTube.
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Febrero de 2020 fue un mes sangriento. Diferentes medios de comunicación cubrían las noticias de casos violentos que conmocionaban al país, como el de Ingrid Escamilla, una joven de 25 años a la que asesinó su pareja en la alcaldía Gustavo A. Madero de la capital mexicana —y cuyo cuerpo mutilado se expuso sin escrúpulos en los diarios de nota roja—; o el de Fátima Aldriguetti, una niña de siete años que desapareció, después de que una persona desconocida la recogiera en el colegio, en Xochimilco, y a quien hallaron seis días después muerta —en una bolsa— con el cuerpo marcado por el abuso y la tortura.
Aquel mes las calles se encendieron. Impulsadas por la indiferencia del gobierno frente a la ola de feminicidios, las mujeres y los colectivos se movilizaron. El hartazgo iba en ascenso. Tan solo en los primeros dos meses de 2020 ocurrieron 166 feminicidios (un promedio de tres al día), 14% más que en el mismo periodo del año anterior. Para entonces, el colectivo Las Tesis, de Valparaíso, Chile, ya había creado una letra como parte del performance que denunciaba públicamente los crímenes contra las mujeres. Esta canción, con el montaje que la acompañaba —todas llevaban los ojos vendados—, se llamó “Un violador en tu camino” y se popularizó rápidamente en América Latina por la elocuencia con que describía la violencia de género.
Mientras sucedía esto, Vivir escribía “Canción sin miedo”. Para ella era importante nombrar a algunas de estas mujeres que habían muerto a manos de sus agresores. Estaba cansada de que en los relatos mediáticos de sus feminicidios se diluyera su identidad hasta el olvido, así que decidió añadirlos a su letra abordando la protesta: Claudia, Esther, Teresa. Nombró a Ingrid Escamilla y también hizo alusión al caso de Valeria Gutiérrez, una niña de 11 años a la que raptó, violó y asesinó un conductor de transporte público en Ciudad Nezahualcóyotl, Estado de México. Quería nombrarlas para señalar la pesadilla de estos miles de asesinatos que desde 2012 se tipificaron como delito en el país: el de feminicidio.
—Antes de Ciudad Juárez no hablábamos de feminicidios —dice y repite.
Para escribir la letra, buscó en internet información sobre quiénes habían sido las víctimas, sus historias y los nombres que las identificaban.
—Me sorprendí mucho: busqué mi nombre, el de mi mamá, el de mi sobrina, los de mis mejores amigas, y todos aparecen como víctimas de feminicidio. Eso me dolió mucho y me enfureció.
Pero hubo un nombre que decidió no incluir en la letra. Sandra, de 23 años, había sido su compañera en la Escuela Normal de Saltillo. En 2010 la asesinó un hombre que estaba obsesionado con ella. Su desaparición causó revuelo entre los estudiantes normalistas del estado de Coahuila, que se organizaron para buscarla, hasta que apareció su cuerpo con rastros de violencia en su propio automóvil en una carretera de Saltillo. Entonces Vivir tenía 25 años y no sabía ponerle palabras a esa tragedia.
—[A Sandra] le fallamos todos. Le falló el sistema, le falló la prensa, le falló su familia, le fallamos sus amigos —dice.
“Mueren estudiantes por un pacto de amor”, el diario Zócalo tituló el caso. Algunos periódicos mostraron el cuerpo maltratado de Sandra, mientras que la identidad del agresor quedó protegida durante un tiempo. La versión que las autoridades dieron a la prensa fue la de una pareja de enamorados que, en una versión norteña de Romeo y Julieta, habían acordado suicidarse al ver la imposibilidad de su amor. La escena final de la tragedia: un automóvil abandonado en el desierto, con el cuerpo de la joven y, a unos metros, un Romeo, también muerto, con una carta que lo explicaba todo. Con el tiempo, sin embargo, el peritaje del caso demostró que Sandra no tenía una relación sentimental ni de ningún tipo con el asesino: era un conocido que la había estado acosando desde antes, que la secuestró, obligándola a que se subiera a su propio coche y manejara hasta la periferia, donde la mató. Se supo también que se defendió y luchó por su vida, y que ya había hablado con personas de su entorno sobre un hombre que la acosaba. Nada más lejano a la historia que fabricaron los medios. El caso de Sandra trastocó para siempre a Vivir Quintana. Años después, cuando se sentó a escribir la canción que le habían pedido, pensó en ella. El verso “soy la niña que subiste por la fuerza” lo escribió pensando en su compañera, aunque describa otros miles de casos similares.
—Me di cuenta de que era una herida que tenía, pero que no había sanado… dejas pasar y la vida sigue. Entonces cuando escribí “Canción sin miedo” fue horrible acordarme de todo eso que pasó. Si fue difícil para nosotros, sus compañeros, no me quiero imaginar cómo fue para su familia.
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Laura Manzo, periodista, fue al Zócalo porque tenía ganas de ver un concierto de Mon Laferte. La presentación, parte del festival Tiempo de Mujeres, era gratuita. La plaza estaba llena y entre los asistentes se habían repartido pañuelos verdes, el símbolo de la lucha por la despenalización del aborto en América Latina. La gente gritaba el nombre de la chilena y pedían que cantara más éxitos. Manzo y las otras miles de mujeres reunidas ahí no imaginaban que esa noche, además de la música pop de Laferte, escucharían un mensaje tan directo para quienes gobiernan. La efervescencia llegaba a su punto más alto. Un día después se celebraría el 8M. A esa misma plancha llegarían unas cien mil asistentes, según cálculos oficiales, inundando las calles del Centro Histórico. Para el 9 de marzo, los colectivos feministas ya habían convocado a un paro nacional, al que llamaron “Un día sin mujeres”, para visibilizar su importancia en la vida económica del país. Estas dos movilizaciones que estaban por ocurrir eran resultado de una marea que venía fortaleciéndose desde meses atrás.
Aquella noche del 7 de marzo, en el Zócalo, Vivir Quintana y Laferte estaban por agitar aún más las aguas. Carmen Ruiz aguardaba su turno tras bambalinas para subir al escenario junto con las chicas de El Palomar; recuerda que jamás había sentido esa energía “intensa, tan fuerte que el escenario vibraba”. Después de que Laferte cantara algunas de sus canciones más populares, se detuvo inesperadamente a medio concierto.
—No vengo sola, vengo acompañada de un montón de mujeres, músicas, compañeras, que admiro y respeto —dijo entre los gritos de sus fans.
Vivir y El Palomar salieron a escena, vestidas casi todas de blanco. La guitarra de Quintana les dio la señal para entonar. El Zócalo se estremeció con esa voz potente y aguerrida que desvela a una cantante consciente del momento. La letra de la canción se transmitía en las pantallas instaladas en el escenario y el público no dejó de aplaudir las frases más controvertidas. “Cantamos sin miedo, pedimos justicia, / gritamos por cada desaparecida. / Que resuene fuerte: / ‘¡Nos queremos vivas!’”, sonaba en la plaza pública. “¡Que caiga con fuerza el feminicida!”.
La canción se volvió viral en cuestión de horas. El efecto fue imparable. Manzo grabó la presentación con su teléfono y después subió el video a las redes sociales: “Me pareció significativo este grupo que le hablaba directamente al Estado, en un país en el que el presidente no abraza los temas relacionados con las mujeres”.
Al término, Mon Laferte habló:
—Quiero pedir un momento. Siempre se pide un minuto de silencio y yo hoy quiero pedir, no un minuto, el tiempo que queramos para no seguir en silencio: vamos a gritar, porque ya hemos estado así mucho tiempo. Y quiero que gritemos por todas nuestras hermanas.
Las mujeres gritaron al unísono:
—¡Ni una más, ni una más, ni una asesinada más!
La vida de Vivir Quintana cambió esa noche. Habló con decenas de medios y llenó sus redes sociales con momentos en los que sus fans y grupos feministas cantaban su composición. Su historia y la de “Canción sin miedo” llegaron a las agencias internacionales de noticias, como Reuters, así como a otros países, como Chile y otros con una situación de violencia similar a la de México, que la adoptaron sin reservas. “Canción sin miedo” la sacó de la pequeña escena de la música independiente y la puso en el centro de las protestas. Las mujeres comenzaron a cantarla espontáneamente en las subscuentes manifestaciones, como en la del 25 de noviembre de 2020, el Día Internacional contra la Violencia de Género.
—Tal vez los derechos de autor sean míos, pero el derecho de cantarla ya es de la gente y es de las mujeres, de las familias, incluso de las víctimas.
Antes de escribir “Canción sin miedo”, Vivir Quintana siempre aspiró a ser una cantautora cuyas composiciones trascendieran. Esa noche supo que estaba más cerca de ese sueño.
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La guitarra llegó a sus manos en el lugar más improbable para hacer una carrera musical, “un pueblo donde hay dos semáforos y cuatro Oxxos” dice Vivir, en broma. Viviana Montserrat Quintana Rodríguez nació en Torreón, en 1984, pero creció en Francisco I. Madero, una localidad de 58 mil habitantes y de vocación rural. Para distinguirse de las otras cuatro mujeres de su familia que llevaban el mismo nombre, Viviana, como la abuela, a quien también le gustaba cantar, decidió abreviar el suyo y dejarlo sólo en “Vivir”. En el parque más cercano a la casa familiar, don Chuy, el carpintero del pueblo, daba lecciones de música popular mexicana a una veintena de niños, entre los que se contaban dos niñas: una de ellas, la risueña Vivir. En su adolescencia, entraba a las rondallas —ensambles de guitarra y voz— que se organizaban en el pueblo y también al coro de la iglesia. Pero en esta población, dedicada a la industria o al campo, nadie consideraba que la música fuera un camino para el futuro.
—Allí me di cuenta de que quería hacer cosas con la música, pero no había internet y yo no sabía que la música podía ser una carrera —dice.
Tomás y Gloria, maestros de Matemáticas y Geografía, se encargaban en casa de garantizarles a sus hijos —una mujer y dos varones— un futuro fundamentado en la educación, y querían que llegaran a la educación superior. Por eso, cuando Vivir decidió mudarse a la capital del estado, a tres horas del pueblo, para estudiar la carrera en música, la familia no se sorprendió, aunque lo tomaron con reservas. Durante casi cuatro años, estudió la licenciatura en la Escuela Superior de Música de Saltillo, donde aprendió las bases de la música, desde la vertiente clásica. Pero ni Mozart ni Bach calmaron su interés por los corridos norteños y la música popular. Acostumbrada a escuchar a Intocable en la radio y al repertorio de mariachi de Lola Beltrán, sabía que su vocación estaba en estos géneros.
—Quería cantar música ranchera, pero ahí no me dejaban. Lo que más me apasionaba era escribir, subir a un escenario y cantar esas canciones —cuenta.
Compartía con otros estudiantes un departamento y su padre le enviaba 400 pesos a la semana para mantenerse. No era suficiente, así que en su tiempo libre se unía a tocar con un mariachi, donde además disfrutaba lo que había aprendido en las rondallas y escuchando la radio local. Cuando uno de sus profesores supo de su incursión en el género vernáculo, la echó de la clase. Tras este episodio crucial, su renuncia a la Escuela Superior de Música estaba clara y optó mejor por seguir el mismo camino que sus padres: ir a la Escuela Normal Superior de Coahuila, donde se licenció como profesora de español. Quintana dio clases en secundarias y se graduó con una tesis sobre el uso de la música para la enseñanza del español en ese nivel escolar. Pero nunca abandonó el sueño de la música. Por las noches, recorría casi todos los bares de Saltillo con su guitarra — adornada con calcomanías rojas y cuerdas enredadas— bajo el brazo, cantando covers de éxitos.
—Le dije a mi mejor amiga: tengo dos opciones, una es irme y buscar oportunidades en la Ciudad de México para tener una carrera musical. La otra es quedarme y que me conozca todo Saltillo y ya —recuerda.
Así que tomó su guitarra, una cobija y una maleta, y emprendió camino. Cuando llegó a la capital del país, sólo pudo costear la renta de un departamento en la periferia, en Cuautitlán Izcalli, uno de los municipios del Estado de México contiguos a la capital y donde “duerme” buena parte de la población que trabaja en la ciudad.
—Y yo ya me sentía soñada —dice entre risas.
Su primer empleo, como asistente de producción en los Estudios Churubusco, en una empresa de espectáculos, la hacía sentirse cada vez más cerca de su sueño. Pero allí se enfrentó al acoso: uno de sus jefes le sugirió tener relaciones sexuales con la promesa de lanzarla a la fama.
—Me encontré con esa cara de la industria de la música que todo el mundo teme y que está en las historias de terror de que el productor se quiere sobrepasar contigo. Me acuerdo mucho de que me dijo: “Yo te grabo un disco”, pero ni había escuchado mis canciones… pero él, muy puesto: “Voy a producirte, pero ven el domingo a las ocho de la noche a los estudios”.
Su instinto la llevó a renunciar.
Para mantenerse, tomó un trabajo en una empresa de marketing: de jueves a domingo iba a varios cines con la encomienda de contar los anuncios que salían al inicio de las películas y le entregaba sus reportes a una firma de monitoreo de publicidad. Conoció la ciudad de ida y vuelta yendo a casi todos los centros comerciales, pero seguía sin conectar con el mundo de la música. Habían pasado casi dos años y estaba a punto de darse por vencida. Un día se sentó en la parada del metrobús Balderas, ignorando el vaivén de autobuses y gente que pasaba frente a sus ojos. Sólo pensaba en todo este tiempo que llevaba sin una oportunidad, sin recomendaciones, sin siquiera un empleo como cantante de bar.
—Ya no puedo más, ya no sé qué hacer: ¿para dónde puedo darle?, ¿dónde están todos esos cantautores increíbles que llegan aquí? —se preguntó y, derrumbándose, comenzó a llorar.
Una tarde, mientras veía la televisión, vio que el cantante y compositor Juan Solo promocionaba becas de la Sociedad de Autores y Compositores de México (SACM) para estudiar composición de música popular, y vio ahí una oportunidad que terminó por cristalizar. La SACM, ubicada en la alcaldía Benito Juárez, se convirtió en la llave de entrada, un lugar donde sí se interesarían en sus composiciones. Ahí tomó clases con Armando Manzanero y Leonel García, comenzó a rodearse de músicos y grabó su primer álbum: Canciones hechas en casa (2018). La idea de grabarlo surgió tras una presentación en un festival organizado por la SACM, cuando algunos asistentes luego de escucharla se acercaron a preguntarle dónde podían conseguir sus grabaciones. Sin tener contrato con un sello discográfico y animada por una de sus profesoras, lo grabó por su cuenta. Hizo todo ella misma, como lo dice el nombre del disco: la portada del cd era una fotografía de la cocina de su departamento y grabó cada canción en su cuarto con una computadora portátil, un micrófono y su guitarra. Sus amigos le ayudaron a armar las cajas con los discos, de los que vendió tres mil copias.
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Narrar historias de mujeres es una constante en su vena musical. Fue el origen de su trabajo creativo y un camino cuesta arriba. Mientras estudiaba en la SACM, obtuvo la beca para jóvenes creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca) y, durante ese año, se dedicó a darle forma a un cancionero sobre mujeres víctimas de violencia que, por haberse defendido de su agresor —en algunos casos, llegando hasta el asesinato—, habían terminado presas. El proyecto nació cuando vio, en Facebook, una entrevista a una mujer de Nayarit que mató a su marido en defensa propia y que se reía del crimen. Para entender el trasfondo, Quintana se propuso visitar a mujeres que estaban en prisión por situaciones similares y escribió 10 composiciones que cuentan sus historias y revelan los motivos por los que fueron sentenciadas, incluso mujeres inocentes.
—Son corridos con perspectiva de género, estas mujeres tienen carpetas de investigación en las que denunciaron las agresiones pero no les hicieron caso, entonces ellas se defienden y suceden cosas —explica.
Escribir corridos con perspectiva de género no es cualquier cosa, tomando en cuenta que el corrido, que nació a finales del siglo xix en México, se hizo popular durante la Revolución, como un tipo de canción acompañada por una guitarra como instrumento principal que, por su versificación sencilla, permitía extender la letra para narrar con todo detalle historias de bandoleros y líderes de la insurrección, historias de amor y desamor, con una voz potente y todo desde el punto de vista masculino. La versión actual de este género, por supuesto, es el narcocorrido, donde también hay héroes y bandidos, y también se retrata un mundo masculino. Con destreza, Quintana logró darle un nuevo sentido a esta música, tan popular en el norte, que normalmente ostenta letras directamente machistas. “Soy la culpable de esta osadía, / la que a su esposo mató a su ley; / ya nada importa si estoy con vida, / mas por defenderme la pagaré”, escribió en una de las composiciones de su cancionero.
“Que el espacio que se había usado típicamente con letras machistas y violentas, a través de los corridos, se ocupe para este tema de protesta y denuncia le da una fuerza doble a este cancionero y, después, a ‘Canción sin miedo’”, observa la escritora feminista Brenda Lozano.
A la fecha estas letras no las ha grabado con música, pero ya son parte del proyecto que entregó al Fonca a finales de 2020. Este cancionero, titulado “Cosas que sorprenden a la audiencia”, fue el vínculo entre Quintana y Laferte cuando se conocieron.
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En “Canción sin miedo”, Vivir Quintana señala a dos símbolos patrios: el presidente y el himno nacional, elementos históricamente intocables y protegidos por una cultura política solemne, que se construyó entre los siglos XIX y XX, sustentada en el presidencialismo, la forma de gobierno dominada por quien ocupa la silla presidencial. Quintana interpela a esta figura con su demanda de justicia: “No olvide sus nombres, por favor, señor presidente”. Aunque en un inicio dudó sobre esta parte, lo hizo para romper dicha sacralización y repartir responsabilidades.
—Tuve este problema de dudar. Pero después se la canté a mis papás y mi mamá dijo: “Me gusta mucho, pero ¿no estará muy fuerte? No te vayas a meter en un problema” —recuerda—. No tenía miedo, pero sabía que era una canción profunda.
El recrudecimiento de la violencia es una conversación que ha subido de volumen. En el debate político, la sociedad civil ha cuestionado al Estado, ha señalado su incapacidad para frenar estos asesinatos y la impunidad de los delitos cometidos por razones de género que prevalece en el Poder Judicial. La efervescencia feminista coincidió con la llegada de Andrés Manuel López Obrador a la presidencia, aunque más que coincidencia ha sido un desencuentro. Su actitud ha encendido la mecha de la protesta: evita hablar del tema y, cuando lo hace, reconoce su gravedad, pero minimiza a quienes se movilizan y atribuye las protestas feministas a sus enemigos políticos, a los que llama “adversarios”. “No soy feminista, soy humanista”, ha insistido. Al finalizar 2020, se registraron 969 feminicidios en todo el país, tres más que en el año anterior, según datos de la Secretaría de Seguridad Pública. López Obrador continúa, un año después, subestimando los movimientos de las mujeres y ha descrito al feminismo como “una simulación”. En términos prácticos, su gobierno redujo el presupuesto destinado a programas públicos para la atención a las mujeres —en julio de 2020, recortó en un 75% el presupuesto del Instituto Nacional de las Mujeres (Inmujeres)— y poco ha impactado en el descenso de las cifras. Al cierre de esta edición, se registraron 72 feminicidios en enero de 2021 y 71 en febrero, es decir, 25 crímenes contra las mujeres menos que en el mismo bimestre del año anterior, según datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública.
Laura Manzo, la periodista que vio la primera presentación de “Canción sin miedo”, vuelve a aquella noche del 7 de marzo: “Lo más significativo de ese momento en el que cantaron en el Zócalo fue que le hablaran directamente al presidente”. Esta interpelación y la forma displicente en que el mandatario ha tratado el tema dejaron a la vista una brecha significativa.
Al cierre del corrido, la cantautora cita el himno de México, modificándolo: termina con los conocidos versos de Francisco González Bocanegra “y retiemble en sus centros la tierra / al sonoro rugir del cañón” trastocados en “y retiemble en sus centros la tierra / al sororo rugir del amor”.
Esta reinterpretación se originó en una conversación que Vivir tuvo con su padre:
—Estoy buscando una palabra que sea muy fuerte, no de levantar la voz, quiero decir algo que nos recuerde a cuando ponían el himno nacional en la escuela —le dijo sobre la solemnidad de las ceremonias cívicas.
—¿Por qué no usas una palabra que venga en el himno nacional? —le sugirió él.
Se puso entonces a analizar el himno y vio que era sangriento y de guerra, así que decidió utilizarlo pero dándole otro significado. Frente al origen bélico del himno, de cuando México se enfrentó en una serie de conflictos armados con Estados Unidos y Francia para delimitar su territorio, Quintana optó por plantar un símbolo muy representativo del país, lo que ella considera una de las principales transformaciones sociales en el siglo XXI: la unión de las mujeres. Ése fue su momento solemne.
Feminista declarada, ha pasado los últimos meses sumergida en el movimiento. Las invitaciones a charlas y conciertos no paran de llegar a su correo electrónico y su agenda se llenó. Aun así, sigue escribiendo otras composiciones dedicadas a las mujeres, como “No estás sola” y “Llora, llora”. Recientemente abrió un canal en Spotify que sigue medio millón de escuchas y ya tiene un equipo que le organiza sus presentaciones. Pese al ascenso, aprovecha la fama para promover la agenda feminista; el hartazgo, el empoderamiento y la protesta se fundieron en su sello político.
“Canción sin miedo”, finalmente, trascendió la frontera del medio musical para formar parte de la banda sonora de Las tres muertes de Marisela Escobedo, el documental que se estrenó en Netflix en octubre de 2020. Karla Casillas fue una de las periodistas detrás de la investigación, la historia de una madre que emprende en solitario la búsqueda —también en el norte— del asesino de su hija Rubí; una enfermera que se convirtió en activista y cuyo largo camino comenzó con la búsqueda de su hija, continuó con su demanda de justicia y terminó en su propio feminicidio, a las puertas del Palacio de Gobierno de Chihuahua. Casillas dice que durante un tiempo la producción estudió la posibilidad de usar una canción que identificara al documental. Pero cuando Quintana y Laferte estrenaron el video, éste llegó a manos de la productora del documental, Laura Woldenberg. “Me movió el corazón muchísimo la primera vez que la escuché”, recuerda, y la compartió con el equipo de producción. “Lo tiene todo: tiene indignación, dolor, protesta, con una música preciosa y el sentimiento de estas mujeres al cantarla”, dice.
—Las tres muertes de Marisela Escobedo para mí ha sido un golpe profundo, sobre todo conectándolo con la canción, es doloroso. Que estén juntos en un mismo material me parece muy poderoso. Unimos dos partes que estamos buscando lo mismo, que es la justicia —dice Vivir.
El canto se convirtió en una forma de señalar la impunidad: 97% de los feminicidios en México queda sin resolverse ante el sistema de justicia. Así que Quintana y Laferte grabaron una versión especial para la película con un toque particular: incluyeron los nombres de Rubí y Marisela. Después de que grabaron esta versión, la pieza se escuchó sin parar: se compartió en grupos feministas, estuvo presente en acciones y protestas públicas. La canción llegó hasta rincones inesperados: en YouTube hay versiones de Colombia, España e Italia, entre otras. Quintana subió un video con los acordes del corrido para que cualquiera con una guitarra la pudiese replicar. Su más reciente estreno es una versión en mariachi al lado de la agrupación Mexicana Hermosa, con un video grabado en la icónica Tenampa. Hoy está presente en las movilizaciones, en pancartas en las que se lee en brillantina: “Si tocan a una, respondemos todas”.
—Cuando escucho la canción, que me la mandan cantada por niñas, me rompe muy fuerte. Esas niñas deberían estar cantando otra cosa —dijo poco después del estreno del documental.
El 5 de marzo de 2021, en Ciudad de México, un gran muro de metal se instaló para proteger al Palacio Nacional de las protestas feministas. Las mujeres, a través de diversos grupos, hicieron una gran demostración de fortaleza: pintura en mano, intervinieron el discurso presidencial que las ataca y las revictimiza. La muralla metálica que protegía la sede de la Presidencia se convirtió en el lienzo para escribir consignas y una lista de víctimas de feminicidio cuyos casos siguen impunes; una poderosa imagen que le dio la vuelta al mundo. Con letras rosas y blancas se leía ahí: “Nos sembraron miedo, nos crecieron alas”, verso de Quintana. Meses antes, el 14 de septiembre, el efecto llegó a las protestas que asediaron los edificios públicos, entre ellos, la sede de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), también en la capital del país, a la que invitaron a Quintana a cantar. Las mujeres vestidas de negro rodearon el edificio. “Que tiemble el Estado, los cielos, las calles, / que tiemblen los jueces y los judiciales”, coreaban a las puertas de la institución, con pañuelos verdes y morados. Quintana tocó su guitarra y notó el hartazgo mientras su voz se ahogaba junto con la de las mujeres que repetían de memoria las palabras que escribió aquella tarde en el patio de la casa de sus padres. Comprendió que finalmente había entregado una pieza para compartir.
—Vi el cansancio de muchas compañeras, esto ya no puede estar pasando… No importa lo que pase mañana conmigo, la canción ya es de todas y va a seguir allí.
Una mañana de 2020 una joven compositora recibió una llamada, un encargo, que le cambió la vida: una canción sobre los feminicidios en México. La letra llegó a todas las agencias de noticias y estuvo presente en cada protesta feminista subsecuente del país. Las mujeres la adoptaron sin reservas; sus versos llenaron pancartas, cubrieron muros y hasta aparecieron en una película. El hartazgo ante la impunidad, el empoderamiento y la protesta se fundieron en el sello político de Vivir Quintana.
Vivir Quintana no estaba furiosa la tarde en que escribió la canción. No lo estaba cuando tomó su guitarra y un cuaderno, y volcó en versos la rabia ante la violencia que viven las mujeres en su país. Anotó ideas, borró y reescribió: la desigualdad, el acoso, el miedo a ser la siguiente víctima, lo que las mujeres conocen en carne propia. Dejó las frases más definitivas al inicio de cada página y las fue pegando con cinta adhesiva hasta tener la canción completa. La nación de los 10 feminicidios diarios —según los últimos datos del INEGI— la había preparado para este momento, sentada en el patio de la casa de sus padres, en una pequeña ciudad de Coahuila, al norte de México.
En nueve horas condensó lo que, en años recientes, millones de mujeres han buscado articular como un grito de justicia: palabras para señalar a los responsables, para exigir que se tomen acciones contra estos crímenes, para enunciar la fuerza de la sororidad. Y con ellas su voz resonó en la forma de un corrido en la plaza principal de la Ciudad de México y, después, alcanzó al resto del país hasta convertirse en un símbolo.
—Quería una canción de lucha, de auxilio y justicia, como si estuviera en una marcha —dice la cantautora de 35 años, a través de Zoom, en la víspera de la Navidad de 2020. Está visitando a sus padres, luego de meses de presentaciones, y aceptó dar esta entrevista desde allá, en una habitación de paredes amarillas.
—Tenía la adrenalina y el deadline a tope —recuerda emocionada—, pero estaba buscando las palabras precisas en mi cabeza que quería que se oyeran, y hacerle también honor a estas mujeres que luchan.
Es generosa y abierta cuando habla de su música; ríe al recordar y juega con las mangas de la sudadera negra que viste. Por momentos, hace a un lado el mechón rubio de su cabello negro y rizado o se levanta los lentes y reflexiona sobre el año que casi termina, el torbellino, la canción con la que su vida cambió.
—Todo fue culpa de Mon [Laferte] —dice riendo.
Era febrero de 2020 y Quintana estaba precisamente ahí, en Francisco I. Madero, el pueblo donde creció, su hogar y refugio; una localidad pequeña, a 35 kilómetros de Torreón, que nació tras la Revolución a principios del siglo xx. Su padre había pasado por ella a la estación de autobuses y acomodaba las maletas en el coche cuando Vivir Quintana —una compositora independiente— recibió una llamada de la cantante chilena ganadora de dos Grammys Latinos, a quien había contratado el gobierno de la Ciudad de México para presentarse el 7 de marzo con motivo del Día Internacional de la Mujer. Laferte era la estrella en el cartel del festival Tiempo de Mujeres, donde también participarían la rapera chilena-francesa Ana Tijoux y la cantante guatemalteca Sara Curruchich. Laferte sabía de su trabajo en la composición de canciones sobre mujeres y quería saber si tenía alguna pieza sobre los feminicidios en México para presentarla con ella en el Zócalo.
—No tengo una canción que hable sobre el feminicidio, pero la puedo hacer —le contestó y Mon Laferte le pidió que entregara la letra y la música esa misma noche.
Eran las 11 de la mañana cuando colgó el teléfono.
Sus planes estaban cancelados.
Quintana y Laferte se habían conocido unas semanas antes, gracias a una llamada de Mauricio Díaz “el Hueso”, compositor y colega de Vivir, quien supo que la chilena estaba buscando cantantes jóvenes para un tema para su concierto en el Palacio de los Deportes, el 18 de enero. La convocatoria era misteriosa: Mon Laferte iba a celebrar el cierre de su gira y quería estar con un grupo de mujeres en el escenario. Díaz le dijo a Quintana y ella, entusiasta, se apuntó sin dudarlo, como solía hacer con todas las invitaciones que le hacían sus compañeros. Unas 200 músicas atendieron al llamado, pero sólo 70 se presentaron en el concierto. El deseo de la chilena, supo poco después, era interpretar “Cucurrucucú paloma” con un coro de mujeres. Quintana destacó en los ensayos por saber tocar con su guitarra la canción que Lola Beltrán hizo popular con su voz. Había aprendido a cantarla a los 12 años. A raíz de esto, la convivencia entre ambas cantantes se dio naturalmente e intercambiaron números telefónicos.
Aquella tarde de febrero en que estaba inmersa en la misión que le había encomendado Mon Laferte fue también la primera vez que sus padres la vieron en su proceso creativo, analizando guitarra en mano cada una de las frases de la canción. Dice que lo que más le cuesta es sentarse a escribir y arrancar con la melodía, pero que una vez que libra ese obstáculo, le cuesta todavía más levantarse y dejar una obra incompleta, porque entra en una especie de trance y se obsesiona. Eso veían Tomás Quintana y Gloria Rodríguez, quienes cada cierto tiempo se paseaban por el patio o acercaban el oído mientras su hija encontraba la fórmula para condensar en una melodía uno de los mayores problemas sociales de México.
—Cuando termine la canción, se las enseño y la canto —les dijo.
A las siete de la noche ya tenía una primera versión, pero sentía que necesitaba más tiempo para afinar detalles. Le llamó a Mon Laferte y le pidió un par de horas más. Estaba nerviosa. Una vez que tuvo la composición, le pidió a su hermano mayor que le sostuviera el celular para grabarla. También le envió un mensaje de audio a su amiga, Carmen Ruiz, pianista y compositora, con dicha versión. “Se me puso la piel chinita —recuerda Ruiz— y le dije ‘que las musas te visiten’”. A las nueve de la noche, Quintana envió la versión final por WhatsApp. Era un canto tan potente que la chilena no dudó un segundo en poner en marcha la producción. No le cambió ni una sola coma y la tituló: “Canción sin miedo”.
Los que siguieron fueron días frenéticos. Laferte envió el audio a Paz Court, cantante de jazz y pop, para que se encargara de los arreglos vocales. Court, también chilena, había estado trabajando con el coro de mujeres que surgió a partir del concierto del Palacio de los Deportes. Se organizaron y crearon un chat de WhatsApp al que llamaron “Energía nuclear”. Luego de haber interpretado “Cucurrucucú paloma”, el nombre El Palomar les pareció natural para formar una agrupación que “nació de las ganas de reunirnos, unir nuestras voces y participar en la música de las otras”, dice Ruiz sobre este grupo que ha servido como nódulo de creación, sororidad y apoyo. Court estaba convencida de que la participación del coro era vital para el arreglo y así reunió a 40 de ellas para lograr un efecto más contundente: “Sentí que era una canción muy potente e hice los arreglos también de una sola vez. Fue espontáneo y visceral”.
El grupo se reunió tres veces para ensayar días antes de la presentación, en un estudio en la colonia Roma. Court las organizó en segmentos según su tipo de voz. Durante los ensayos, “Canción sin miedo" fue tan fuerte que algunas de las chicas no lograban llegar al final porque se ponían a llorar”, recuerda. En una de estas ocasiones se grabó un video, en blanco y negro, donde Quintana canta el tema acompañándose con la guitarra, mientras el grupo la acompaña detrás con la voz. El Palomar no sólo le dio fuerza vocal, sino que los rostros de las cantantes unidas al grito de “¡justicia!” le dieron un mayor impacto al video. La grabación se viralizó de inmediato y, a un año de distancia, ha acumulado casi 10 millones de visitas en YouTube.
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Febrero de 2020 fue un mes sangriento. Diferentes medios de comunicación cubrían las noticias de casos violentos que conmocionaban al país, como el de Ingrid Escamilla, una joven de 25 años a la que asesinó su pareja en la alcaldía Gustavo A. Madero de la capital mexicana —y cuyo cuerpo mutilado se expuso sin escrúpulos en los diarios de nota roja—; o el de Fátima Aldriguetti, una niña de siete años que desapareció, después de que una persona desconocida la recogiera en el colegio, en Xochimilco, y a quien hallaron seis días después muerta —en una bolsa— con el cuerpo marcado por el abuso y la tortura.
Aquel mes las calles se encendieron. Impulsadas por la indiferencia del gobierno frente a la ola de feminicidios, las mujeres y los colectivos se movilizaron. El hartazgo iba en ascenso. Tan solo en los primeros dos meses de 2020 ocurrieron 166 feminicidios (un promedio de tres al día), 14% más que en el mismo periodo del año anterior. Para entonces, el colectivo Las Tesis, de Valparaíso, Chile, ya había creado una letra como parte del performance que denunciaba públicamente los crímenes contra las mujeres. Esta canción, con el montaje que la acompañaba —todas llevaban los ojos vendados—, se llamó “Un violador en tu camino” y se popularizó rápidamente en América Latina por la elocuencia con que describía la violencia de género.
Mientras sucedía esto, Vivir escribía “Canción sin miedo”. Para ella era importante nombrar a algunas de estas mujeres que habían muerto a manos de sus agresores. Estaba cansada de que en los relatos mediáticos de sus feminicidios se diluyera su identidad hasta el olvido, así que decidió añadirlos a su letra abordando la protesta: Claudia, Esther, Teresa. Nombró a Ingrid Escamilla y también hizo alusión al caso de Valeria Gutiérrez, una niña de 11 años a la que raptó, violó y asesinó un conductor de transporte público en Ciudad Nezahualcóyotl, Estado de México. Quería nombrarlas para señalar la pesadilla de estos miles de asesinatos que desde 2012 se tipificaron como delito en el país: el de feminicidio.
—Antes de Ciudad Juárez no hablábamos de feminicidios —dice y repite.
Para escribir la letra, buscó en internet información sobre quiénes habían sido las víctimas, sus historias y los nombres que las identificaban.
—Me sorprendí mucho: busqué mi nombre, el de mi mamá, el de mi sobrina, los de mis mejores amigas, y todos aparecen como víctimas de feminicidio. Eso me dolió mucho y me enfureció.
Pero hubo un nombre que decidió no incluir en la letra. Sandra, de 23 años, había sido su compañera en la Escuela Normal de Saltillo. En 2010 la asesinó un hombre que estaba obsesionado con ella. Su desaparición causó revuelo entre los estudiantes normalistas del estado de Coahuila, que se organizaron para buscarla, hasta que apareció su cuerpo con rastros de violencia en su propio automóvil en una carretera de Saltillo. Entonces Vivir tenía 25 años y no sabía ponerle palabras a esa tragedia.
—[A Sandra] le fallamos todos. Le falló el sistema, le falló la prensa, le falló su familia, le fallamos sus amigos —dice.
“Mueren estudiantes por un pacto de amor”, el diario Zócalo tituló el caso. Algunos periódicos mostraron el cuerpo maltratado de Sandra, mientras que la identidad del agresor quedó protegida durante un tiempo. La versión que las autoridades dieron a la prensa fue la de una pareja de enamorados que, en una versión norteña de Romeo y Julieta, habían acordado suicidarse al ver la imposibilidad de su amor. La escena final de la tragedia: un automóvil abandonado en el desierto, con el cuerpo de la joven y, a unos metros, un Romeo, también muerto, con una carta que lo explicaba todo. Con el tiempo, sin embargo, el peritaje del caso demostró que Sandra no tenía una relación sentimental ni de ningún tipo con el asesino: era un conocido que la había estado acosando desde antes, que la secuestró, obligándola a que se subiera a su propio coche y manejara hasta la periferia, donde la mató. Se supo también que se defendió y luchó por su vida, y que ya había hablado con personas de su entorno sobre un hombre que la acosaba. Nada más lejano a la historia que fabricaron los medios. El caso de Sandra trastocó para siempre a Vivir Quintana. Años después, cuando se sentó a escribir la canción que le habían pedido, pensó en ella. El verso “soy la niña que subiste por la fuerza” lo escribió pensando en su compañera, aunque describa otros miles de casos similares.
—Me di cuenta de que era una herida que tenía, pero que no había sanado… dejas pasar y la vida sigue. Entonces cuando escribí “Canción sin miedo” fue horrible acordarme de todo eso que pasó. Si fue difícil para nosotros, sus compañeros, no me quiero imaginar cómo fue para su familia.
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Laura Manzo, periodista, fue al Zócalo porque tenía ganas de ver un concierto de Mon Laferte. La presentación, parte del festival Tiempo de Mujeres, era gratuita. La plaza estaba llena y entre los asistentes se habían repartido pañuelos verdes, el símbolo de la lucha por la despenalización del aborto en América Latina. La gente gritaba el nombre de la chilena y pedían que cantara más éxitos. Manzo y las otras miles de mujeres reunidas ahí no imaginaban que esa noche, además de la música pop de Laferte, escucharían un mensaje tan directo para quienes gobiernan. La efervescencia llegaba a su punto más alto. Un día después se celebraría el 8M. A esa misma plancha llegarían unas cien mil asistentes, según cálculos oficiales, inundando las calles del Centro Histórico. Para el 9 de marzo, los colectivos feministas ya habían convocado a un paro nacional, al que llamaron “Un día sin mujeres”, para visibilizar su importancia en la vida económica del país. Estas dos movilizaciones que estaban por ocurrir eran resultado de una marea que venía fortaleciéndose desde meses atrás.
Aquella noche del 7 de marzo, en el Zócalo, Vivir Quintana y Laferte estaban por agitar aún más las aguas. Carmen Ruiz aguardaba su turno tras bambalinas para subir al escenario junto con las chicas de El Palomar; recuerda que jamás había sentido esa energía “intensa, tan fuerte que el escenario vibraba”. Después de que Laferte cantara algunas de sus canciones más populares, se detuvo inesperadamente a medio concierto.
—No vengo sola, vengo acompañada de un montón de mujeres, músicas, compañeras, que admiro y respeto —dijo entre los gritos de sus fans.
Vivir y El Palomar salieron a escena, vestidas casi todas de blanco. La guitarra de Quintana les dio la señal para entonar. El Zócalo se estremeció con esa voz potente y aguerrida que desvela a una cantante consciente del momento. La letra de la canción se transmitía en las pantallas instaladas en el escenario y el público no dejó de aplaudir las frases más controvertidas. “Cantamos sin miedo, pedimos justicia, / gritamos por cada desaparecida. / Que resuene fuerte: / ‘¡Nos queremos vivas!’”, sonaba en la plaza pública. “¡Que caiga con fuerza el feminicida!”.
La canción se volvió viral en cuestión de horas. El efecto fue imparable. Manzo grabó la presentación con su teléfono y después subió el video a las redes sociales: “Me pareció significativo este grupo que le hablaba directamente al Estado, en un país en el que el presidente no abraza los temas relacionados con las mujeres”.
Al término, Mon Laferte habló:
—Quiero pedir un momento. Siempre se pide un minuto de silencio y yo hoy quiero pedir, no un minuto, el tiempo que queramos para no seguir en silencio: vamos a gritar, porque ya hemos estado así mucho tiempo. Y quiero que gritemos por todas nuestras hermanas.
Las mujeres gritaron al unísono:
—¡Ni una más, ni una más, ni una asesinada más!
La vida de Vivir Quintana cambió esa noche. Habló con decenas de medios y llenó sus redes sociales con momentos en los que sus fans y grupos feministas cantaban su composición. Su historia y la de “Canción sin miedo” llegaron a las agencias internacionales de noticias, como Reuters, así como a otros países, como Chile y otros con una situación de violencia similar a la de México, que la adoptaron sin reservas. “Canción sin miedo” la sacó de la pequeña escena de la música independiente y la puso en el centro de las protestas. Las mujeres comenzaron a cantarla espontáneamente en las subscuentes manifestaciones, como en la del 25 de noviembre de 2020, el Día Internacional contra la Violencia de Género.
—Tal vez los derechos de autor sean míos, pero el derecho de cantarla ya es de la gente y es de las mujeres, de las familias, incluso de las víctimas.
Antes de escribir “Canción sin miedo”, Vivir Quintana siempre aspiró a ser una cantautora cuyas composiciones trascendieran. Esa noche supo que estaba más cerca de ese sueño.
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La guitarra llegó a sus manos en el lugar más improbable para hacer una carrera musical, “un pueblo donde hay dos semáforos y cuatro Oxxos” dice Vivir, en broma. Viviana Montserrat Quintana Rodríguez nació en Torreón, en 1984, pero creció en Francisco I. Madero, una localidad de 58 mil habitantes y de vocación rural. Para distinguirse de las otras cuatro mujeres de su familia que llevaban el mismo nombre, Viviana, como la abuela, a quien también le gustaba cantar, decidió abreviar el suyo y dejarlo sólo en “Vivir”. En el parque más cercano a la casa familiar, don Chuy, el carpintero del pueblo, daba lecciones de música popular mexicana a una veintena de niños, entre los que se contaban dos niñas: una de ellas, la risueña Vivir. En su adolescencia, entraba a las rondallas —ensambles de guitarra y voz— que se organizaban en el pueblo y también al coro de la iglesia. Pero en esta población, dedicada a la industria o al campo, nadie consideraba que la música fuera un camino para el futuro.
—Allí me di cuenta de que quería hacer cosas con la música, pero no había internet y yo no sabía que la música podía ser una carrera —dice.
Tomás y Gloria, maestros de Matemáticas y Geografía, se encargaban en casa de garantizarles a sus hijos —una mujer y dos varones— un futuro fundamentado en la educación, y querían que llegaran a la educación superior. Por eso, cuando Vivir decidió mudarse a la capital del estado, a tres horas del pueblo, para estudiar la carrera en música, la familia no se sorprendió, aunque lo tomaron con reservas. Durante casi cuatro años, estudió la licenciatura en la Escuela Superior de Música de Saltillo, donde aprendió las bases de la música, desde la vertiente clásica. Pero ni Mozart ni Bach calmaron su interés por los corridos norteños y la música popular. Acostumbrada a escuchar a Intocable en la radio y al repertorio de mariachi de Lola Beltrán, sabía que su vocación estaba en estos géneros.
—Quería cantar música ranchera, pero ahí no me dejaban. Lo que más me apasionaba era escribir, subir a un escenario y cantar esas canciones —cuenta.
Compartía con otros estudiantes un departamento y su padre le enviaba 400 pesos a la semana para mantenerse. No era suficiente, así que en su tiempo libre se unía a tocar con un mariachi, donde además disfrutaba lo que había aprendido en las rondallas y escuchando la radio local. Cuando uno de sus profesores supo de su incursión en el género vernáculo, la echó de la clase. Tras este episodio crucial, su renuncia a la Escuela Superior de Música estaba clara y optó mejor por seguir el mismo camino que sus padres: ir a la Escuela Normal Superior de Coahuila, donde se licenció como profesora de español. Quintana dio clases en secundarias y se graduó con una tesis sobre el uso de la música para la enseñanza del español en ese nivel escolar. Pero nunca abandonó el sueño de la música. Por las noches, recorría casi todos los bares de Saltillo con su guitarra — adornada con calcomanías rojas y cuerdas enredadas— bajo el brazo, cantando covers de éxitos.
—Le dije a mi mejor amiga: tengo dos opciones, una es irme y buscar oportunidades en la Ciudad de México para tener una carrera musical. La otra es quedarme y que me conozca todo Saltillo y ya —recuerda.
Así que tomó su guitarra, una cobija y una maleta, y emprendió camino. Cuando llegó a la capital del país, sólo pudo costear la renta de un departamento en la periferia, en Cuautitlán Izcalli, uno de los municipios del Estado de México contiguos a la capital y donde “duerme” buena parte de la población que trabaja en la ciudad.
—Y yo ya me sentía soñada —dice entre risas.
Su primer empleo, como asistente de producción en los Estudios Churubusco, en una empresa de espectáculos, la hacía sentirse cada vez más cerca de su sueño. Pero allí se enfrentó al acoso: uno de sus jefes le sugirió tener relaciones sexuales con la promesa de lanzarla a la fama.
—Me encontré con esa cara de la industria de la música que todo el mundo teme y que está en las historias de terror de que el productor se quiere sobrepasar contigo. Me acuerdo mucho de que me dijo: “Yo te grabo un disco”, pero ni había escuchado mis canciones… pero él, muy puesto: “Voy a producirte, pero ven el domingo a las ocho de la noche a los estudios”.
Su instinto la llevó a renunciar.
Para mantenerse, tomó un trabajo en una empresa de marketing: de jueves a domingo iba a varios cines con la encomienda de contar los anuncios que salían al inicio de las películas y le entregaba sus reportes a una firma de monitoreo de publicidad. Conoció la ciudad de ida y vuelta yendo a casi todos los centros comerciales, pero seguía sin conectar con el mundo de la música. Habían pasado casi dos años y estaba a punto de darse por vencida. Un día se sentó en la parada del metrobús Balderas, ignorando el vaivén de autobuses y gente que pasaba frente a sus ojos. Sólo pensaba en todo este tiempo que llevaba sin una oportunidad, sin recomendaciones, sin siquiera un empleo como cantante de bar.
—Ya no puedo más, ya no sé qué hacer: ¿para dónde puedo darle?, ¿dónde están todos esos cantautores increíbles que llegan aquí? —se preguntó y, derrumbándose, comenzó a llorar.
Una tarde, mientras veía la televisión, vio que el cantante y compositor Juan Solo promocionaba becas de la Sociedad de Autores y Compositores de México (SACM) para estudiar composición de música popular, y vio ahí una oportunidad que terminó por cristalizar. La SACM, ubicada en la alcaldía Benito Juárez, se convirtió en la llave de entrada, un lugar donde sí se interesarían en sus composiciones. Ahí tomó clases con Armando Manzanero y Leonel García, comenzó a rodearse de músicos y grabó su primer álbum: Canciones hechas en casa (2018). La idea de grabarlo surgió tras una presentación en un festival organizado por la SACM, cuando algunos asistentes luego de escucharla se acercaron a preguntarle dónde podían conseguir sus grabaciones. Sin tener contrato con un sello discográfico y animada por una de sus profesoras, lo grabó por su cuenta. Hizo todo ella misma, como lo dice el nombre del disco: la portada del cd era una fotografía de la cocina de su departamento y grabó cada canción en su cuarto con una computadora portátil, un micrófono y su guitarra. Sus amigos le ayudaron a armar las cajas con los discos, de los que vendió tres mil copias.
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Narrar historias de mujeres es una constante en su vena musical. Fue el origen de su trabajo creativo y un camino cuesta arriba. Mientras estudiaba en la SACM, obtuvo la beca para jóvenes creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca) y, durante ese año, se dedicó a darle forma a un cancionero sobre mujeres víctimas de violencia que, por haberse defendido de su agresor —en algunos casos, llegando hasta el asesinato—, habían terminado presas. El proyecto nació cuando vio, en Facebook, una entrevista a una mujer de Nayarit que mató a su marido en defensa propia y que se reía del crimen. Para entender el trasfondo, Quintana se propuso visitar a mujeres que estaban en prisión por situaciones similares y escribió 10 composiciones que cuentan sus historias y revelan los motivos por los que fueron sentenciadas, incluso mujeres inocentes.
—Son corridos con perspectiva de género, estas mujeres tienen carpetas de investigación en las que denunciaron las agresiones pero no les hicieron caso, entonces ellas se defienden y suceden cosas —explica.
Escribir corridos con perspectiva de género no es cualquier cosa, tomando en cuenta que el corrido, que nació a finales del siglo xix en México, se hizo popular durante la Revolución, como un tipo de canción acompañada por una guitarra como instrumento principal que, por su versificación sencilla, permitía extender la letra para narrar con todo detalle historias de bandoleros y líderes de la insurrección, historias de amor y desamor, con una voz potente y todo desde el punto de vista masculino. La versión actual de este género, por supuesto, es el narcocorrido, donde también hay héroes y bandidos, y también se retrata un mundo masculino. Con destreza, Quintana logró darle un nuevo sentido a esta música, tan popular en el norte, que normalmente ostenta letras directamente machistas. “Soy la culpable de esta osadía, / la que a su esposo mató a su ley; / ya nada importa si estoy con vida, / mas por defenderme la pagaré”, escribió en una de las composiciones de su cancionero.
“Que el espacio que se había usado típicamente con letras machistas y violentas, a través de los corridos, se ocupe para este tema de protesta y denuncia le da una fuerza doble a este cancionero y, después, a ‘Canción sin miedo’”, observa la escritora feminista Brenda Lozano.
A la fecha estas letras no las ha grabado con música, pero ya son parte del proyecto que entregó al Fonca a finales de 2020. Este cancionero, titulado “Cosas que sorprenden a la audiencia”, fue el vínculo entre Quintana y Laferte cuando se conocieron.
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En “Canción sin miedo”, Vivir Quintana señala a dos símbolos patrios: el presidente y el himno nacional, elementos históricamente intocables y protegidos por una cultura política solemne, que se construyó entre los siglos XIX y XX, sustentada en el presidencialismo, la forma de gobierno dominada por quien ocupa la silla presidencial. Quintana interpela a esta figura con su demanda de justicia: “No olvide sus nombres, por favor, señor presidente”. Aunque en un inicio dudó sobre esta parte, lo hizo para romper dicha sacralización y repartir responsabilidades.
—Tuve este problema de dudar. Pero después se la canté a mis papás y mi mamá dijo: “Me gusta mucho, pero ¿no estará muy fuerte? No te vayas a meter en un problema” —recuerda—. No tenía miedo, pero sabía que era una canción profunda.
El recrudecimiento de la violencia es una conversación que ha subido de volumen. En el debate político, la sociedad civil ha cuestionado al Estado, ha señalado su incapacidad para frenar estos asesinatos y la impunidad de los delitos cometidos por razones de género que prevalece en el Poder Judicial. La efervescencia feminista coincidió con la llegada de Andrés Manuel López Obrador a la presidencia, aunque más que coincidencia ha sido un desencuentro. Su actitud ha encendido la mecha de la protesta: evita hablar del tema y, cuando lo hace, reconoce su gravedad, pero minimiza a quienes se movilizan y atribuye las protestas feministas a sus enemigos políticos, a los que llama “adversarios”. “No soy feminista, soy humanista”, ha insistido. Al finalizar 2020, se registraron 969 feminicidios en todo el país, tres más que en el año anterior, según datos de la Secretaría de Seguridad Pública. López Obrador continúa, un año después, subestimando los movimientos de las mujeres y ha descrito al feminismo como “una simulación”. En términos prácticos, su gobierno redujo el presupuesto destinado a programas públicos para la atención a las mujeres —en julio de 2020, recortó en un 75% el presupuesto del Instituto Nacional de las Mujeres (Inmujeres)— y poco ha impactado en el descenso de las cifras. Al cierre de esta edición, se registraron 72 feminicidios en enero de 2021 y 71 en febrero, es decir, 25 crímenes contra las mujeres menos que en el mismo bimestre del año anterior, según datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública.
Laura Manzo, la periodista que vio la primera presentación de “Canción sin miedo”, vuelve a aquella noche del 7 de marzo: “Lo más significativo de ese momento en el que cantaron en el Zócalo fue que le hablaran directamente al presidente”. Esta interpelación y la forma displicente en que el mandatario ha tratado el tema dejaron a la vista una brecha significativa.
Al cierre del corrido, la cantautora cita el himno de México, modificándolo: termina con los conocidos versos de Francisco González Bocanegra “y retiemble en sus centros la tierra / al sonoro rugir del cañón” trastocados en “y retiemble en sus centros la tierra / al sororo rugir del amor”.
Esta reinterpretación se originó en una conversación que Vivir tuvo con su padre:
—Estoy buscando una palabra que sea muy fuerte, no de levantar la voz, quiero decir algo que nos recuerde a cuando ponían el himno nacional en la escuela —le dijo sobre la solemnidad de las ceremonias cívicas.
—¿Por qué no usas una palabra que venga en el himno nacional? —le sugirió él.
Se puso entonces a analizar el himno y vio que era sangriento y de guerra, así que decidió utilizarlo pero dándole otro significado. Frente al origen bélico del himno, de cuando México se enfrentó en una serie de conflictos armados con Estados Unidos y Francia para delimitar su territorio, Quintana optó por plantar un símbolo muy representativo del país, lo que ella considera una de las principales transformaciones sociales en el siglo XXI: la unión de las mujeres. Ése fue su momento solemne.
Feminista declarada, ha pasado los últimos meses sumergida en el movimiento. Las invitaciones a charlas y conciertos no paran de llegar a su correo electrónico y su agenda se llenó. Aun así, sigue escribiendo otras composiciones dedicadas a las mujeres, como “No estás sola” y “Llora, llora”. Recientemente abrió un canal en Spotify que sigue medio millón de escuchas y ya tiene un equipo que le organiza sus presentaciones. Pese al ascenso, aprovecha la fama para promover la agenda feminista; el hartazgo, el empoderamiento y la protesta se fundieron en su sello político.
“Canción sin miedo”, finalmente, trascendió la frontera del medio musical para formar parte de la banda sonora de Las tres muertes de Marisela Escobedo, el documental que se estrenó en Netflix en octubre de 2020. Karla Casillas fue una de las periodistas detrás de la investigación, la historia de una madre que emprende en solitario la búsqueda —también en el norte— del asesino de su hija Rubí; una enfermera que se convirtió en activista y cuyo largo camino comenzó con la búsqueda de su hija, continuó con su demanda de justicia y terminó en su propio feminicidio, a las puertas del Palacio de Gobierno de Chihuahua. Casillas dice que durante un tiempo la producción estudió la posibilidad de usar una canción que identificara al documental. Pero cuando Quintana y Laferte estrenaron el video, éste llegó a manos de la productora del documental, Laura Woldenberg. “Me movió el corazón muchísimo la primera vez que la escuché”, recuerda, y la compartió con el equipo de producción. “Lo tiene todo: tiene indignación, dolor, protesta, con una música preciosa y el sentimiento de estas mujeres al cantarla”, dice.
—Las tres muertes de Marisela Escobedo para mí ha sido un golpe profundo, sobre todo conectándolo con la canción, es doloroso. Que estén juntos en un mismo material me parece muy poderoso. Unimos dos partes que estamos buscando lo mismo, que es la justicia —dice Vivir.
El canto se convirtió en una forma de señalar la impunidad: 97% de los feminicidios en México queda sin resolverse ante el sistema de justicia. Así que Quintana y Laferte grabaron una versión especial para la película con un toque particular: incluyeron los nombres de Rubí y Marisela. Después de que grabaron esta versión, la pieza se escuchó sin parar: se compartió en grupos feministas, estuvo presente en acciones y protestas públicas. La canción llegó hasta rincones inesperados: en YouTube hay versiones de Colombia, España e Italia, entre otras. Quintana subió un video con los acordes del corrido para que cualquiera con una guitarra la pudiese replicar. Su más reciente estreno es una versión en mariachi al lado de la agrupación Mexicana Hermosa, con un video grabado en la icónica Tenampa. Hoy está presente en las movilizaciones, en pancartas en las que se lee en brillantina: “Si tocan a una, respondemos todas”.
—Cuando escucho la canción, que me la mandan cantada por niñas, me rompe muy fuerte. Esas niñas deberían estar cantando otra cosa —dijo poco después del estreno del documental.
El 5 de marzo de 2021, en Ciudad de México, un gran muro de metal se instaló para proteger al Palacio Nacional de las protestas feministas. Las mujeres, a través de diversos grupos, hicieron una gran demostración de fortaleza: pintura en mano, intervinieron el discurso presidencial que las ataca y las revictimiza. La muralla metálica que protegía la sede de la Presidencia se convirtió en el lienzo para escribir consignas y una lista de víctimas de feminicidio cuyos casos siguen impunes; una poderosa imagen que le dio la vuelta al mundo. Con letras rosas y blancas se leía ahí: “Nos sembraron miedo, nos crecieron alas”, verso de Quintana. Meses antes, el 14 de septiembre, el efecto llegó a las protestas que asediaron los edificios públicos, entre ellos, la sede de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), también en la capital del país, a la que invitaron a Quintana a cantar. Las mujeres vestidas de negro rodearon el edificio. “Que tiemble el Estado, los cielos, las calles, / que tiemblen los jueces y los judiciales”, coreaban a las puertas de la institución, con pañuelos verdes y morados. Quintana tocó su guitarra y notó el hartazgo mientras su voz se ahogaba junto con la de las mujeres que repetían de memoria las palabras que escribió aquella tarde en el patio de la casa de sus padres. Comprendió que finalmente había entregado una pieza para compartir.
—Vi el cansancio de muchas compañeras, esto ya no puede estar pasando… No importa lo que pase mañana conmigo, la canción ya es de todas y va a seguir allí.
Una mañana de 2020 una joven compositora recibió una llamada, un encargo, que le cambió la vida: una canción sobre los feminicidios en México. La letra llegó a todas las agencias de noticias y estuvo presente en cada protesta feminista subsecuente del país. Las mujeres la adoptaron sin reservas; sus versos llenaron pancartas, cubrieron muros y hasta aparecieron en una película. El hartazgo ante la impunidad, el empoderamiento y la protesta se fundieron en el sello político de Vivir Quintana.
Vivir Quintana no estaba furiosa la tarde en que escribió la canción. No lo estaba cuando tomó su guitarra y un cuaderno, y volcó en versos la rabia ante la violencia que viven las mujeres en su país. Anotó ideas, borró y reescribió: la desigualdad, el acoso, el miedo a ser la siguiente víctima, lo que las mujeres conocen en carne propia. Dejó las frases más definitivas al inicio de cada página y las fue pegando con cinta adhesiva hasta tener la canción completa. La nación de los 10 feminicidios diarios —según los últimos datos del INEGI— la había preparado para este momento, sentada en el patio de la casa de sus padres, en una pequeña ciudad de Coahuila, al norte de México.
En nueve horas condensó lo que, en años recientes, millones de mujeres han buscado articular como un grito de justicia: palabras para señalar a los responsables, para exigir que se tomen acciones contra estos crímenes, para enunciar la fuerza de la sororidad. Y con ellas su voz resonó en la forma de un corrido en la plaza principal de la Ciudad de México y, después, alcanzó al resto del país hasta convertirse en un símbolo.
—Quería una canción de lucha, de auxilio y justicia, como si estuviera en una marcha —dice la cantautora de 35 años, a través de Zoom, en la víspera de la Navidad de 2020. Está visitando a sus padres, luego de meses de presentaciones, y aceptó dar esta entrevista desde allá, en una habitación de paredes amarillas.
—Tenía la adrenalina y el deadline a tope —recuerda emocionada—, pero estaba buscando las palabras precisas en mi cabeza que quería que se oyeran, y hacerle también honor a estas mujeres que luchan.
Es generosa y abierta cuando habla de su música; ríe al recordar y juega con las mangas de la sudadera negra que viste. Por momentos, hace a un lado el mechón rubio de su cabello negro y rizado o se levanta los lentes y reflexiona sobre el año que casi termina, el torbellino, la canción con la que su vida cambió.
—Todo fue culpa de Mon [Laferte] —dice riendo.
Era febrero de 2020 y Quintana estaba precisamente ahí, en Francisco I. Madero, el pueblo donde creció, su hogar y refugio; una localidad pequeña, a 35 kilómetros de Torreón, que nació tras la Revolución a principios del siglo xx. Su padre había pasado por ella a la estación de autobuses y acomodaba las maletas en el coche cuando Vivir Quintana —una compositora independiente— recibió una llamada de la cantante chilena ganadora de dos Grammys Latinos, a quien había contratado el gobierno de la Ciudad de México para presentarse el 7 de marzo con motivo del Día Internacional de la Mujer. Laferte era la estrella en el cartel del festival Tiempo de Mujeres, donde también participarían la rapera chilena-francesa Ana Tijoux y la cantante guatemalteca Sara Curruchich. Laferte sabía de su trabajo en la composición de canciones sobre mujeres y quería saber si tenía alguna pieza sobre los feminicidios en México para presentarla con ella en el Zócalo.
—No tengo una canción que hable sobre el feminicidio, pero la puedo hacer —le contestó y Mon Laferte le pidió que entregara la letra y la música esa misma noche.
Eran las 11 de la mañana cuando colgó el teléfono.
Sus planes estaban cancelados.
Quintana y Laferte se habían conocido unas semanas antes, gracias a una llamada de Mauricio Díaz “el Hueso”, compositor y colega de Vivir, quien supo que la chilena estaba buscando cantantes jóvenes para un tema para su concierto en el Palacio de los Deportes, el 18 de enero. La convocatoria era misteriosa: Mon Laferte iba a celebrar el cierre de su gira y quería estar con un grupo de mujeres en el escenario. Díaz le dijo a Quintana y ella, entusiasta, se apuntó sin dudarlo, como solía hacer con todas las invitaciones que le hacían sus compañeros. Unas 200 músicas atendieron al llamado, pero sólo 70 se presentaron en el concierto. El deseo de la chilena, supo poco después, era interpretar “Cucurrucucú paloma” con un coro de mujeres. Quintana destacó en los ensayos por saber tocar con su guitarra la canción que Lola Beltrán hizo popular con su voz. Había aprendido a cantarla a los 12 años. A raíz de esto, la convivencia entre ambas cantantes se dio naturalmente e intercambiaron números telefónicos.
Aquella tarde de febrero en que estaba inmersa en la misión que le había encomendado Mon Laferte fue también la primera vez que sus padres la vieron en su proceso creativo, analizando guitarra en mano cada una de las frases de la canción. Dice que lo que más le cuesta es sentarse a escribir y arrancar con la melodía, pero que una vez que libra ese obstáculo, le cuesta todavía más levantarse y dejar una obra incompleta, porque entra en una especie de trance y se obsesiona. Eso veían Tomás Quintana y Gloria Rodríguez, quienes cada cierto tiempo se paseaban por el patio o acercaban el oído mientras su hija encontraba la fórmula para condensar en una melodía uno de los mayores problemas sociales de México.
—Cuando termine la canción, se las enseño y la canto —les dijo.
A las siete de la noche ya tenía una primera versión, pero sentía que necesitaba más tiempo para afinar detalles. Le llamó a Mon Laferte y le pidió un par de horas más. Estaba nerviosa. Una vez que tuvo la composición, le pidió a su hermano mayor que le sostuviera el celular para grabarla. También le envió un mensaje de audio a su amiga, Carmen Ruiz, pianista y compositora, con dicha versión. “Se me puso la piel chinita —recuerda Ruiz— y le dije ‘que las musas te visiten’”. A las nueve de la noche, Quintana envió la versión final por WhatsApp. Era un canto tan potente que la chilena no dudó un segundo en poner en marcha la producción. No le cambió ni una sola coma y la tituló: “Canción sin miedo”.
Los que siguieron fueron días frenéticos. Laferte envió el audio a Paz Court, cantante de jazz y pop, para que se encargara de los arreglos vocales. Court, también chilena, había estado trabajando con el coro de mujeres que surgió a partir del concierto del Palacio de los Deportes. Se organizaron y crearon un chat de WhatsApp al que llamaron “Energía nuclear”. Luego de haber interpretado “Cucurrucucú paloma”, el nombre El Palomar les pareció natural para formar una agrupación que “nació de las ganas de reunirnos, unir nuestras voces y participar en la música de las otras”, dice Ruiz sobre este grupo que ha servido como nódulo de creación, sororidad y apoyo. Court estaba convencida de que la participación del coro era vital para el arreglo y así reunió a 40 de ellas para lograr un efecto más contundente: “Sentí que era una canción muy potente e hice los arreglos también de una sola vez. Fue espontáneo y visceral”.
El grupo se reunió tres veces para ensayar días antes de la presentación, en un estudio en la colonia Roma. Court las organizó en segmentos según su tipo de voz. Durante los ensayos, “Canción sin miedo" fue tan fuerte que algunas de las chicas no lograban llegar al final porque se ponían a llorar”, recuerda. En una de estas ocasiones se grabó un video, en blanco y negro, donde Quintana canta el tema acompañándose con la guitarra, mientras el grupo la acompaña detrás con la voz. El Palomar no sólo le dio fuerza vocal, sino que los rostros de las cantantes unidas al grito de “¡justicia!” le dieron un mayor impacto al video. La grabación se viralizó de inmediato y, a un año de distancia, ha acumulado casi 10 millones de visitas en YouTube.
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Febrero de 2020 fue un mes sangriento. Diferentes medios de comunicación cubrían las noticias de casos violentos que conmocionaban al país, como el de Ingrid Escamilla, una joven de 25 años a la que asesinó su pareja en la alcaldía Gustavo A. Madero de la capital mexicana —y cuyo cuerpo mutilado se expuso sin escrúpulos en los diarios de nota roja—; o el de Fátima Aldriguetti, una niña de siete años que desapareció, después de que una persona desconocida la recogiera en el colegio, en Xochimilco, y a quien hallaron seis días después muerta —en una bolsa— con el cuerpo marcado por el abuso y la tortura.
Aquel mes las calles se encendieron. Impulsadas por la indiferencia del gobierno frente a la ola de feminicidios, las mujeres y los colectivos se movilizaron. El hartazgo iba en ascenso. Tan solo en los primeros dos meses de 2020 ocurrieron 166 feminicidios (un promedio de tres al día), 14% más que en el mismo periodo del año anterior. Para entonces, el colectivo Las Tesis, de Valparaíso, Chile, ya había creado una letra como parte del performance que denunciaba públicamente los crímenes contra las mujeres. Esta canción, con el montaje que la acompañaba —todas llevaban los ojos vendados—, se llamó “Un violador en tu camino” y se popularizó rápidamente en América Latina por la elocuencia con que describía la violencia de género.
Mientras sucedía esto, Vivir escribía “Canción sin miedo”. Para ella era importante nombrar a algunas de estas mujeres que habían muerto a manos de sus agresores. Estaba cansada de que en los relatos mediáticos de sus feminicidios se diluyera su identidad hasta el olvido, así que decidió añadirlos a su letra abordando la protesta: Claudia, Esther, Teresa. Nombró a Ingrid Escamilla y también hizo alusión al caso de Valeria Gutiérrez, una niña de 11 años a la que raptó, violó y asesinó un conductor de transporte público en Ciudad Nezahualcóyotl, Estado de México. Quería nombrarlas para señalar la pesadilla de estos miles de asesinatos que desde 2012 se tipificaron como delito en el país: el de feminicidio.
—Antes de Ciudad Juárez no hablábamos de feminicidios —dice y repite.
Para escribir la letra, buscó en internet información sobre quiénes habían sido las víctimas, sus historias y los nombres que las identificaban.
—Me sorprendí mucho: busqué mi nombre, el de mi mamá, el de mi sobrina, los de mis mejores amigas, y todos aparecen como víctimas de feminicidio. Eso me dolió mucho y me enfureció.
Pero hubo un nombre que decidió no incluir en la letra. Sandra, de 23 años, había sido su compañera en la Escuela Normal de Saltillo. En 2010 la asesinó un hombre que estaba obsesionado con ella. Su desaparición causó revuelo entre los estudiantes normalistas del estado de Coahuila, que se organizaron para buscarla, hasta que apareció su cuerpo con rastros de violencia en su propio automóvil en una carretera de Saltillo. Entonces Vivir tenía 25 años y no sabía ponerle palabras a esa tragedia.
—[A Sandra] le fallamos todos. Le falló el sistema, le falló la prensa, le falló su familia, le fallamos sus amigos —dice.
“Mueren estudiantes por un pacto de amor”, el diario Zócalo tituló el caso. Algunos periódicos mostraron el cuerpo maltratado de Sandra, mientras que la identidad del agresor quedó protegida durante un tiempo. La versión que las autoridades dieron a la prensa fue la de una pareja de enamorados que, en una versión norteña de Romeo y Julieta, habían acordado suicidarse al ver la imposibilidad de su amor. La escena final de la tragedia: un automóvil abandonado en el desierto, con el cuerpo de la joven y, a unos metros, un Romeo, también muerto, con una carta que lo explicaba todo. Con el tiempo, sin embargo, el peritaje del caso demostró que Sandra no tenía una relación sentimental ni de ningún tipo con el asesino: era un conocido que la había estado acosando desde antes, que la secuestró, obligándola a que se subiera a su propio coche y manejara hasta la periferia, donde la mató. Se supo también que se defendió y luchó por su vida, y que ya había hablado con personas de su entorno sobre un hombre que la acosaba. Nada más lejano a la historia que fabricaron los medios. El caso de Sandra trastocó para siempre a Vivir Quintana. Años después, cuando se sentó a escribir la canción que le habían pedido, pensó en ella. El verso “soy la niña que subiste por la fuerza” lo escribió pensando en su compañera, aunque describa otros miles de casos similares.
—Me di cuenta de que era una herida que tenía, pero que no había sanado… dejas pasar y la vida sigue. Entonces cuando escribí “Canción sin miedo” fue horrible acordarme de todo eso que pasó. Si fue difícil para nosotros, sus compañeros, no me quiero imaginar cómo fue para su familia.
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Laura Manzo, periodista, fue al Zócalo porque tenía ganas de ver un concierto de Mon Laferte. La presentación, parte del festival Tiempo de Mujeres, era gratuita. La plaza estaba llena y entre los asistentes se habían repartido pañuelos verdes, el símbolo de la lucha por la despenalización del aborto en América Latina. La gente gritaba el nombre de la chilena y pedían que cantara más éxitos. Manzo y las otras miles de mujeres reunidas ahí no imaginaban que esa noche, además de la música pop de Laferte, escucharían un mensaje tan directo para quienes gobiernan. La efervescencia llegaba a su punto más alto. Un día después se celebraría el 8M. A esa misma plancha llegarían unas cien mil asistentes, según cálculos oficiales, inundando las calles del Centro Histórico. Para el 9 de marzo, los colectivos feministas ya habían convocado a un paro nacional, al que llamaron “Un día sin mujeres”, para visibilizar su importancia en la vida económica del país. Estas dos movilizaciones que estaban por ocurrir eran resultado de una marea que venía fortaleciéndose desde meses atrás.
Aquella noche del 7 de marzo, en el Zócalo, Vivir Quintana y Laferte estaban por agitar aún más las aguas. Carmen Ruiz aguardaba su turno tras bambalinas para subir al escenario junto con las chicas de El Palomar; recuerda que jamás había sentido esa energía “intensa, tan fuerte que el escenario vibraba”. Después de que Laferte cantara algunas de sus canciones más populares, se detuvo inesperadamente a medio concierto.
—No vengo sola, vengo acompañada de un montón de mujeres, músicas, compañeras, que admiro y respeto —dijo entre los gritos de sus fans.
Vivir y El Palomar salieron a escena, vestidas casi todas de blanco. La guitarra de Quintana les dio la señal para entonar. El Zócalo se estremeció con esa voz potente y aguerrida que desvela a una cantante consciente del momento. La letra de la canción se transmitía en las pantallas instaladas en el escenario y el público no dejó de aplaudir las frases más controvertidas. “Cantamos sin miedo, pedimos justicia, / gritamos por cada desaparecida. / Que resuene fuerte: / ‘¡Nos queremos vivas!’”, sonaba en la plaza pública. “¡Que caiga con fuerza el feminicida!”.
La canción se volvió viral en cuestión de horas. El efecto fue imparable. Manzo grabó la presentación con su teléfono y después subió el video a las redes sociales: “Me pareció significativo este grupo que le hablaba directamente al Estado, en un país en el que el presidente no abraza los temas relacionados con las mujeres”.
Al término, Mon Laferte habló:
—Quiero pedir un momento. Siempre se pide un minuto de silencio y yo hoy quiero pedir, no un minuto, el tiempo que queramos para no seguir en silencio: vamos a gritar, porque ya hemos estado así mucho tiempo. Y quiero que gritemos por todas nuestras hermanas.
Las mujeres gritaron al unísono:
—¡Ni una más, ni una más, ni una asesinada más!
La vida de Vivir Quintana cambió esa noche. Habló con decenas de medios y llenó sus redes sociales con momentos en los que sus fans y grupos feministas cantaban su composición. Su historia y la de “Canción sin miedo” llegaron a las agencias internacionales de noticias, como Reuters, así como a otros países, como Chile y otros con una situación de violencia similar a la de México, que la adoptaron sin reservas. “Canción sin miedo” la sacó de la pequeña escena de la música independiente y la puso en el centro de las protestas. Las mujeres comenzaron a cantarla espontáneamente en las subscuentes manifestaciones, como en la del 25 de noviembre de 2020, el Día Internacional contra la Violencia de Género.
—Tal vez los derechos de autor sean míos, pero el derecho de cantarla ya es de la gente y es de las mujeres, de las familias, incluso de las víctimas.
Antes de escribir “Canción sin miedo”, Vivir Quintana siempre aspiró a ser una cantautora cuyas composiciones trascendieran. Esa noche supo que estaba más cerca de ese sueño.
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La guitarra llegó a sus manos en el lugar más improbable para hacer una carrera musical, “un pueblo donde hay dos semáforos y cuatro Oxxos” dice Vivir, en broma. Viviana Montserrat Quintana Rodríguez nació en Torreón, en 1984, pero creció en Francisco I. Madero, una localidad de 58 mil habitantes y de vocación rural. Para distinguirse de las otras cuatro mujeres de su familia que llevaban el mismo nombre, Viviana, como la abuela, a quien también le gustaba cantar, decidió abreviar el suyo y dejarlo sólo en “Vivir”. En el parque más cercano a la casa familiar, don Chuy, el carpintero del pueblo, daba lecciones de música popular mexicana a una veintena de niños, entre los que se contaban dos niñas: una de ellas, la risueña Vivir. En su adolescencia, entraba a las rondallas —ensambles de guitarra y voz— que se organizaban en el pueblo y también al coro de la iglesia. Pero en esta población, dedicada a la industria o al campo, nadie consideraba que la música fuera un camino para el futuro.
—Allí me di cuenta de que quería hacer cosas con la música, pero no había internet y yo no sabía que la música podía ser una carrera —dice.
Tomás y Gloria, maestros de Matemáticas y Geografía, se encargaban en casa de garantizarles a sus hijos —una mujer y dos varones— un futuro fundamentado en la educación, y querían que llegaran a la educación superior. Por eso, cuando Vivir decidió mudarse a la capital del estado, a tres horas del pueblo, para estudiar la carrera en música, la familia no se sorprendió, aunque lo tomaron con reservas. Durante casi cuatro años, estudió la licenciatura en la Escuela Superior de Música de Saltillo, donde aprendió las bases de la música, desde la vertiente clásica. Pero ni Mozart ni Bach calmaron su interés por los corridos norteños y la música popular. Acostumbrada a escuchar a Intocable en la radio y al repertorio de mariachi de Lola Beltrán, sabía que su vocación estaba en estos géneros.
—Quería cantar música ranchera, pero ahí no me dejaban. Lo que más me apasionaba era escribir, subir a un escenario y cantar esas canciones —cuenta.
Compartía con otros estudiantes un departamento y su padre le enviaba 400 pesos a la semana para mantenerse. No era suficiente, así que en su tiempo libre se unía a tocar con un mariachi, donde además disfrutaba lo que había aprendido en las rondallas y escuchando la radio local. Cuando uno de sus profesores supo de su incursión en el género vernáculo, la echó de la clase. Tras este episodio crucial, su renuncia a la Escuela Superior de Música estaba clara y optó mejor por seguir el mismo camino que sus padres: ir a la Escuela Normal Superior de Coahuila, donde se licenció como profesora de español. Quintana dio clases en secundarias y se graduó con una tesis sobre el uso de la música para la enseñanza del español en ese nivel escolar. Pero nunca abandonó el sueño de la música. Por las noches, recorría casi todos los bares de Saltillo con su guitarra — adornada con calcomanías rojas y cuerdas enredadas— bajo el brazo, cantando covers de éxitos.
—Le dije a mi mejor amiga: tengo dos opciones, una es irme y buscar oportunidades en la Ciudad de México para tener una carrera musical. La otra es quedarme y que me conozca todo Saltillo y ya —recuerda.
Así que tomó su guitarra, una cobija y una maleta, y emprendió camino. Cuando llegó a la capital del país, sólo pudo costear la renta de un departamento en la periferia, en Cuautitlán Izcalli, uno de los municipios del Estado de México contiguos a la capital y donde “duerme” buena parte de la población que trabaja en la ciudad.
—Y yo ya me sentía soñada —dice entre risas.
Su primer empleo, como asistente de producción en los Estudios Churubusco, en una empresa de espectáculos, la hacía sentirse cada vez más cerca de su sueño. Pero allí se enfrentó al acoso: uno de sus jefes le sugirió tener relaciones sexuales con la promesa de lanzarla a la fama.
—Me encontré con esa cara de la industria de la música que todo el mundo teme y que está en las historias de terror de que el productor se quiere sobrepasar contigo. Me acuerdo mucho de que me dijo: “Yo te grabo un disco”, pero ni había escuchado mis canciones… pero él, muy puesto: “Voy a producirte, pero ven el domingo a las ocho de la noche a los estudios”.
Su instinto la llevó a renunciar.
Para mantenerse, tomó un trabajo en una empresa de marketing: de jueves a domingo iba a varios cines con la encomienda de contar los anuncios que salían al inicio de las películas y le entregaba sus reportes a una firma de monitoreo de publicidad. Conoció la ciudad de ida y vuelta yendo a casi todos los centros comerciales, pero seguía sin conectar con el mundo de la música. Habían pasado casi dos años y estaba a punto de darse por vencida. Un día se sentó en la parada del metrobús Balderas, ignorando el vaivén de autobuses y gente que pasaba frente a sus ojos. Sólo pensaba en todo este tiempo que llevaba sin una oportunidad, sin recomendaciones, sin siquiera un empleo como cantante de bar.
—Ya no puedo más, ya no sé qué hacer: ¿para dónde puedo darle?, ¿dónde están todos esos cantautores increíbles que llegan aquí? —se preguntó y, derrumbándose, comenzó a llorar.
Una tarde, mientras veía la televisión, vio que el cantante y compositor Juan Solo promocionaba becas de la Sociedad de Autores y Compositores de México (SACM) para estudiar composición de música popular, y vio ahí una oportunidad que terminó por cristalizar. La SACM, ubicada en la alcaldía Benito Juárez, se convirtió en la llave de entrada, un lugar donde sí se interesarían en sus composiciones. Ahí tomó clases con Armando Manzanero y Leonel García, comenzó a rodearse de músicos y grabó su primer álbum: Canciones hechas en casa (2018). La idea de grabarlo surgió tras una presentación en un festival organizado por la SACM, cuando algunos asistentes luego de escucharla se acercaron a preguntarle dónde podían conseguir sus grabaciones. Sin tener contrato con un sello discográfico y animada por una de sus profesoras, lo grabó por su cuenta. Hizo todo ella misma, como lo dice el nombre del disco: la portada del cd era una fotografía de la cocina de su departamento y grabó cada canción en su cuarto con una computadora portátil, un micrófono y su guitarra. Sus amigos le ayudaron a armar las cajas con los discos, de los que vendió tres mil copias.
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Narrar historias de mujeres es una constante en su vena musical. Fue el origen de su trabajo creativo y un camino cuesta arriba. Mientras estudiaba en la SACM, obtuvo la beca para jóvenes creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca) y, durante ese año, se dedicó a darle forma a un cancionero sobre mujeres víctimas de violencia que, por haberse defendido de su agresor —en algunos casos, llegando hasta el asesinato—, habían terminado presas. El proyecto nació cuando vio, en Facebook, una entrevista a una mujer de Nayarit que mató a su marido en defensa propia y que se reía del crimen. Para entender el trasfondo, Quintana se propuso visitar a mujeres que estaban en prisión por situaciones similares y escribió 10 composiciones que cuentan sus historias y revelan los motivos por los que fueron sentenciadas, incluso mujeres inocentes.
—Son corridos con perspectiva de género, estas mujeres tienen carpetas de investigación en las que denunciaron las agresiones pero no les hicieron caso, entonces ellas se defienden y suceden cosas —explica.
Escribir corridos con perspectiva de género no es cualquier cosa, tomando en cuenta que el corrido, que nació a finales del siglo xix en México, se hizo popular durante la Revolución, como un tipo de canción acompañada por una guitarra como instrumento principal que, por su versificación sencilla, permitía extender la letra para narrar con todo detalle historias de bandoleros y líderes de la insurrección, historias de amor y desamor, con una voz potente y todo desde el punto de vista masculino. La versión actual de este género, por supuesto, es el narcocorrido, donde también hay héroes y bandidos, y también se retrata un mundo masculino. Con destreza, Quintana logró darle un nuevo sentido a esta música, tan popular en el norte, que normalmente ostenta letras directamente machistas. “Soy la culpable de esta osadía, / la que a su esposo mató a su ley; / ya nada importa si estoy con vida, / mas por defenderme la pagaré”, escribió en una de las composiciones de su cancionero.
“Que el espacio que se había usado típicamente con letras machistas y violentas, a través de los corridos, se ocupe para este tema de protesta y denuncia le da una fuerza doble a este cancionero y, después, a ‘Canción sin miedo’”, observa la escritora feminista Brenda Lozano.
A la fecha estas letras no las ha grabado con música, pero ya son parte del proyecto que entregó al Fonca a finales de 2020. Este cancionero, titulado “Cosas que sorprenden a la audiencia”, fue el vínculo entre Quintana y Laferte cuando se conocieron.
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En “Canción sin miedo”, Vivir Quintana señala a dos símbolos patrios: el presidente y el himno nacional, elementos históricamente intocables y protegidos por una cultura política solemne, que se construyó entre los siglos XIX y XX, sustentada en el presidencialismo, la forma de gobierno dominada por quien ocupa la silla presidencial. Quintana interpela a esta figura con su demanda de justicia: “No olvide sus nombres, por favor, señor presidente”. Aunque en un inicio dudó sobre esta parte, lo hizo para romper dicha sacralización y repartir responsabilidades.
—Tuve este problema de dudar. Pero después se la canté a mis papás y mi mamá dijo: “Me gusta mucho, pero ¿no estará muy fuerte? No te vayas a meter en un problema” —recuerda—. No tenía miedo, pero sabía que era una canción profunda.
El recrudecimiento de la violencia es una conversación que ha subido de volumen. En el debate político, la sociedad civil ha cuestionado al Estado, ha señalado su incapacidad para frenar estos asesinatos y la impunidad de los delitos cometidos por razones de género que prevalece en el Poder Judicial. La efervescencia feminista coincidió con la llegada de Andrés Manuel López Obrador a la presidencia, aunque más que coincidencia ha sido un desencuentro. Su actitud ha encendido la mecha de la protesta: evita hablar del tema y, cuando lo hace, reconoce su gravedad, pero minimiza a quienes se movilizan y atribuye las protestas feministas a sus enemigos políticos, a los que llama “adversarios”. “No soy feminista, soy humanista”, ha insistido. Al finalizar 2020, se registraron 969 feminicidios en todo el país, tres más que en el año anterior, según datos de la Secretaría de Seguridad Pública. López Obrador continúa, un año después, subestimando los movimientos de las mujeres y ha descrito al feminismo como “una simulación”. En términos prácticos, su gobierno redujo el presupuesto destinado a programas públicos para la atención a las mujeres —en julio de 2020, recortó en un 75% el presupuesto del Instituto Nacional de las Mujeres (Inmujeres)— y poco ha impactado en el descenso de las cifras. Al cierre de esta edición, se registraron 72 feminicidios en enero de 2021 y 71 en febrero, es decir, 25 crímenes contra las mujeres menos que en el mismo bimestre del año anterior, según datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública.
Laura Manzo, la periodista que vio la primera presentación de “Canción sin miedo”, vuelve a aquella noche del 7 de marzo: “Lo más significativo de ese momento en el que cantaron en el Zócalo fue que le hablaran directamente al presidente”. Esta interpelación y la forma displicente en que el mandatario ha tratado el tema dejaron a la vista una brecha significativa.
Al cierre del corrido, la cantautora cita el himno de México, modificándolo: termina con los conocidos versos de Francisco González Bocanegra “y retiemble en sus centros la tierra / al sonoro rugir del cañón” trastocados en “y retiemble en sus centros la tierra / al sororo rugir del amor”.
Esta reinterpretación se originó en una conversación que Vivir tuvo con su padre:
—Estoy buscando una palabra que sea muy fuerte, no de levantar la voz, quiero decir algo que nos recuerde a cuando ponían el himno nacional en la escuela —le dijo sobre la solemnidad de las ceremonias cívicas.
—¿Por qué no usas una palabra que venga en el himno nacional? —le sugirió él.
Se puso entonces a analizar el himno y vio que era sangriento y de guerra, así que decidió utilizarlo pero dándole otro significado. Frente al origen bélico del himno, de cuando México se enfrentó en una serie de conflictos armados con Estados Unidos y Francia para delimitar su territorio, Quintana optó por plantar un símbolo muy representativo del país, lo que ella considera una de las principales transformaciones sociales en el siglo XXI: la unión de las mujeres. Ése fue su momento solemne.
Feminista declarada, ha pasado los últimos meses sumergida en el movimiento. Las invitaciones a charlas y conciertos no paran de llegar a su correo electrónico y su agenda se llenó. Aun así, sigue escribiendo otras composiciones dedicadas a las mujeres, como “No estás sola” y “Llora, llora”. Recientemente abrió un canal en Spotify que sigue medio millón de escuchas y ya tiene un equipo que le organiza sus presentaciones. Pese al ascenso, aprovecha la fama para promover la agenda feminista; el hartazgo, el empoderamiento y la protesta se fundieron en su sello político.
“Canción sin miedo”, finalmente, trascendió la frontera del medio musical para formar parte de la banda sonora de Las tres muertes de Marisela Escobedo, el documental que se estrenó en Netflix en octubre de 2020. Karla Casillas fue una de las periodistas detrás de la investigación, la historia de una madre que emprende en solitario la búsqueda —también en el norte— del asesino de su hija Rubí; una enfermera que se convirtió en activista y cuyo largo camino comenzó con la búsqueda de su hija, continuó con su demanda de justicia y terminó en su propio feminicidio, a las puertas del Palacio de Gobierno de Chihuahua. Casillas dice que durante un tiempo la producción estudió la posibilidad de usar una canción que identificara al documental. Pero cuando Quintana y Laferte estrenaron el video, éste llegó a manos de la productora del documental, Laura Woldenberg. “Me movió el corazón muchísimo la primera vez que la escuché”, recuerda, y la compartió con el equipo de producción. “Lo tiene todo: tiene indignación, dolor, protesta, con una música preciosa y el sentimiento de estas mujeres al cantarla”, dice.
—Las tres muertes de Marisela Escobedo para mí ha sido un golpe profundo, sobre todo conectándolo con la canción, es doloroso. Que estén juntos en un mismo material me parece muy poderoso. Unimos dos partes que estamos buscando lo mismo, que es la justicia —dice Vivir.
El canto se convirtió en una forma de señalar la impunidad: 97% de los feminicidios en México queda sin resolverse ante el sistema de justicia. Así que Quintana y Laferte grabaron una versión especial para la película con un toque particular: incluyeron los nombres de Rubí y Marisela. Después de que grabaron esta versión, la pieza se escuchó sin parar: se compartió en grupos feministas, estuvo presente en acciones y protestas públicas. La canción llegó hasta rincones inesperados: en YouTube hay versiones de Colombia, España e Italia, entre otras. Quintana subió un video con los acordes del corrido para que cualquiera con una guitarra la pudiese replicar. Su más reciente estreno es una versión en mariachi al lado de la agrupación Mexicana Hermosa, con un video grabado en la icónica Tenampa. Hoy está presente en las movilizaciones, en pancartas en las que se lee en brillantina: “Si tocan a una, respondemos todas”.
—Cuando escucho la canción, que me la mandan cantada por niñas, me rompe muy fuerte. Esas niñas deberían estar cantando otra cosa —dijo poco después del estreno del documental.
El 5 de marzo de 2021, en Ciudad de México, un gran muro de metal se instaló para proteger al Palacio Nacional de las protestas feministas. Las mujeres, a través de diversos grupos, hicieron una gran demostración de fortaleza: pintura en mano, intervinieron el discurso presidencial que las ataca y las revictimiza. La muralla metálica que protegía la sede de la Presidencia se convirtió en el lienzo para escribir consignas y una lista de víctimas de feminicidio cuyos casos siguen impunes; una poderosa imagen que le dio la vuelta al mundo. Con letras rosas y blancas se leía ahí: “Nos sembraron miedo, nos crecieron alas”, verso de Quintana. Meses antes, el 14 de septiembre, el efecto llegó a las protestas que asediaron los edificios públicos, entre ellos, la sede de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), también en la capital del país, a la que invitaron a Quintana a cantar. Las mujeres vestidas de negro rodearon el edificio. “Que tiemble el Estado, los cielos, las calles, / que tiemblen los jueces y los judiciales”, coreaban a las puertas de la institución, con pañuelos verdes y morados. Quintana tocó su guitarra y notó el hartazgo mientras su voz se ahogaba junto con la de las mujeres que repetían de memoria las palabras que escribió aquella tarde en el patio de la casa de sus padres. Comprendió que finalmente había entregado una pieza para compartir.
—Vi el cansancio de muchas compañeras, esto ya no puede estar pasando… No importa lo que pase mañana conmigo, la canción ya es de todas y va a seguir allí.
Una mañana de 2020 una joven compositora recibió una llamada, un encargo, que le cambió la vida: una canción sobre los feminicidios en México. La letra llegó a todas las agencias de noticias y estuvo presente en cada protesta feminista subsecuente del país. Las mujeres la adoptaron sin reservas; sus versos llenaron pancartas, cubrieron muros y hasta aparecieron en una película. El hartazgo ante la impunidad, el empoderamiento y la protesta se fundieron en el sello político de Vivir Quintana.
Vivir Quintana no estaba furiosa la tarde en que escribió la canción. No lo estaba cuando tomó su guitarra y un cuaderno, y volcó en versos la rabia ante la violencia que viven las mujeres en su país. Anotó ideas, borró y reescribió: la desigualdad, el acoso, el miedo a ser la siguiente víctima, lo que las mujeres conocen en carne propia. Dejó las frases más definitivas al inicio de cada página y las fue pegando con cinta adhesiva hasta tener la canción completa. La nación de los 10 feminicidios diarios —según los últimos datos del INEGI— la había preparado para este momento, sentada en el patio de la casa de sus padres, en una pequeña ciudad de Coahuila, al norte de México.
En nueve horas condensó lo que, en años recientes, millones de mujeres han buscado articular como un grito de justicia: palabras para señalar a los responsables, para exigir que se tomen acciones contra estos crímenes, para enunciar la fuerza de la sororidad. Y con ellas su voz resonó en la forma de un corrido en la plaza principal de la Ciudad de México y, después, alcanzó al resto del país hasta convertirse en un símbolo.
—Quería una canción de lucha, de auxilio y justicia, como si estuviera en una marcha —dice la cantautora de 35 años, a través de Zoom, en la víspera de la Navidad de 2020. Está visitando a sus padres, luego de meses de presentaciones, y aceptó dar esta entrevista desde allá, en una habitación de paredes amarillas.
—Tenía la adrenalina y el deadline a tope —recuerda emocionada—, pero estaba buscando las palabras precisas en mi cabeza que quería que se oyeran, y hacerle también honor a estas mujeres que luchan.
Es generosa y abierta cuando habla de su música; ríe al recordar y juega con las mangas de la sudadera negra que viste. Por momentos, hace a un lado el mechón rubio de su cabello negro y rizado o se levanta los lentes y reflexiona sobre el año que casi termina, el torbellino, la canción con la que su vida cambió.
—Todo fue culpa de Mon [Laferte] —dice riendo.
Era febrero de 2020 y Quintana estaba precisamente ahí, en Francisco I. Madero, el pueblo donde creció, su hogar y refugio; una localidad pequeña, a 35 kilómetros de Torreón, que nació tras la Revolución a principios del siglo xx. Su padre había pasado por ella a la estación de autobuses y acomodaba las maletas en el coche cuando Vivir Quintana —una compositora independiente— recibió una llamada de la cantante chilena ganadora de dos Grammys Latinos, a quien había contratado el gobierno de la Ciudad de México para presentarse el 7 de marzo con motivo del Día Internacional de la Mujer. Laferte era la estrella en el cartel del festival Tiempo de Mujeres, donde también participarían la rapera chilena-francesa Ana Tijoux y la cantante guatemalteca Sara Curruchich. Laferte sabía de su trabajo en la composición de canciones sobre mujeres y quería saber si tenía alguna pieza sobre los feminicidios en México para presentarla con ella en el Zócalo.
—No tengo una canción que hable sobre el feminicidio, pero la puedo hacer —le contestó y Mon Laferte le pidió que entregara la letra y la música esa misma noche.
Eran las 11 de la mañana cuando colgó el teléfono.
Sus planes estaban cancelados.
Quintana y Laferte se habían conocido unas semanas antes, gracias a una llamada de Mauricio Díaz “el Hueso”, compositor y colega de Vivir, quien supo que la chilena estaba buscando cantantes jóvenes para un tema para su concierto en el Palacio de los Deportes, el 18 de enero. La convocatoria era misteriosa: Mon Laferte iba a celebrar el cierre de su gira y quería estar con un grupo de mujeres en el escenario. Díaz le dijo a Quintana y ella, entusiasta, se apuntó sin dudarlo, como solía hacer con todas las invitaciones que le hacían sus compañeros. Unas 200 músicas atendieron al llamado, pero sólo 70 se presentaron en el concierto. El deseo de la chilena, supo poco después, era interpretar “Cucurrucucú paloma” con un coro de mujeres. Quintana destacó en los ensayos por saber tocar con su guitarra la canción que Lola Beltrán hizo popular con su voz. Había aprendido a cantarla a los 12 años. A raíz de esto, la convivencia entre ambas cantantes se dio naturalmente e intercambiaron números telefónicos.
Aquella tarde de febrero en que estaba inmersa en la misión que le había encomendado Mon Laferte fue también la primera vez que sus padres la vieron en su proceso creativo, analizando guitarra en mano cada una de las frases de la canción. Dice que lo que más le cuesta es sentarse a escribir y arrancar con la melodía, pero que una vez que libra ese obstáculo, le cuesta todavía más levantarse y dejar una obra incompleta, porque entra en una especie de trance y se obsesiona. Eso veían Tomás Quintana y Gloria Rodríguez, quienes cada cierto tiempo se paseaban por el patio o acercaban el oído mientras su hija encontraba la fórmula para condensar en una melodía uno de los mayores problemas sociales de México.
—Cuando termine la canción, se las enseño y la canto —les dijo.
A las siete de la noche ya tenía una primera versión, pero sentía que necesitaba más tiempo para afinar detalles. Le llamó a Mon Laferte y le pidió un par de horas más. Estaba nerviosa. Una vez que tuvo la composición, le pidió a su hermano mayor que le sostuviera el celular para grabarla. También le envió un mensaje de audio a su amiga, Carmen Ruiz, pianista y compositora, con dicha versión. “Se me puso la piel chinita —recuerda Ruiz— y le dije ‘que las musas te visiten’”. A las nueve de la noche, Quintana envió la versión final por WhatsApp. Era un canto tan potente que la chilena no dudó un segundo en poner en marcha la producción. No le cambió ni una sola coma y la tituló: “Canción sin miedo”.
Los que siguieron fueron días frenéticos. Laferte envió el audio a Paz Court, cantante de jazz y pop, para que se encargara de los arreglos vocales. Court, también chilena, había estado trabajando con el coro de mujeres que surgió a partir del concierto del Palacio de los Deportes. Se organizaron y crearon un chat de WhatsApp al que llamaron “Energía nuclear”. Luego de haber interpretado “Cucurrucucú paloma”, el nombre El Palomar les pareció natural para formar una agrupación que “nació de las ganas de reunirnos, unir nuestras voces y participar en la música de las otras”, dice Ruiz sobre este grupo que ha servido como nódulo de creación, sororidad y apoyo. Court estaba convencida de que la participación del coro era vital para el arreglo y así reunió a 40 de ellas para lograr un efecto más contundente: “Sentí que era una canción muy potente e hice los arreglos también de una sola vez. Fue espontáneo y visceral”.
El grupo se reunió tres veces para ensayar días antes de la presentación, en un estudio en la colonia Roma. Court las organizó en segmentos según su tipo de voz. Durante los ensayos, “Canción sin miedo" fue tan fuerte que algunas de las chicas no lograban llegar al final porque se ponían a llorar”, recuerda. En una de estas ocasiones se grabó un video, en blanco y negro, donde Quintana canta el tema acompañándose con la guitarra, mientras el grupo la acompaña detrás con la voz. El Palomar no sólo le dio fuerza vocal, sino que los rostros de las cantantes unidas al grito de “¡justicia!” le dieron un mayor impacto al video. La grabación se viralizó de inmediato y, a un año de distancia, ha acumulado casi 10 millones de visitas en YouTube.
***
Febrero de 2020 fue un mes sangriento. Diferentes medios de comunicación cubrían las noticias de casos violentos que conmocionaban al país, como el de Ingrid Escamilla, una joven de 25 años a la que asesinó su pareja en la alcaldía Gustavo A. Madero de la capital mexicana —y cuyo cuerpo mutilado se expuso sin escrúpulos en los diarios de nota roja—; o el de Fátima Aldriguetti, una niña de siete años que desapareció, después de que una persona desconocida la recogiera en el colegio, en Xochimilco, y a quien hallaron seis días después muerta —en una bolsa— con el cuerpo marcado por el abuso y la tortura.
Aquel mes las calles se encendieron. Impulsadas por la indiferencia del gobierno frente a la ola de feminicidios, las mujeres y los colectivos se movilizaron. El hartazgo iba en ascenso. Tan solo en los primeros dos meses de 2020 ocurrieron 166 feminicidios (un promedio de tres al día), 14% más que en el mismo periodo del año anterior. Para entonces, el colectivo Las Tesis, de Valparaíso, Chile, ya había creado una letra como parte del performance que denunciaba públicamente los crímenes contra las mujeres. Esta canción, con el montaje que la acompañaba —todas llevaban los ojos vendados—, se llamó “Un violador en tu camino” y se popularizó rápidamente en América Latina por la elocuencia con que describía la violencia de género.
Mientras sucedía esto, Vivir escribía “Canción sin miedo”. Para ella era importante nombrar a algunas de estas mujeres que habían muerto a manos de sus agresores. Estaba cansada de que en los relatos mediáticos de sus feminicidios se diluyera su identidad hasta el olvido, así que decidió añadirlos a su letra abordando la protesta: Claudia, Esther, Teresa. Nombró a Ingrid Escamilla y también hizo alusión al caso de Valeria Gutiérrez, una niña de 11 años a la que raptó, violó y asesinó un conductor de transporte público en Ciudad Nezahualcóyotl, Estado de México. Quería nombrarlas para señalar la pesadilla de estos miles de asesinatos que desde 2012 se tipificaron como delito en el país: el de feminicidio.
—Antes de Ciudad Juárez no hablábamos de feminicidios —dice y repite.
Para escribir la letra, buscó en internet información sobre quiénes habían sido las víctimas, sus historias y los nombres que las identificaban.
—Me sorprendí mucho: busqué mi nombre, el de mi mamá, el de mi sobrina, los de mis mejores amigas, y todos aparecen como víctimas de feminicidio. Eso me dolió mucho y me enfureció.
Pero hubo un nombre que decidió no incluir en la letra. Sandra, de 23 años, había sido su compañera en la Escuela Normal de Saltillo. En 2010 la asesinó un hombre que estaba obsesionado con ella. Su desaparición causó revuelo entre los estudiantes normalistas del estado de Coahuila, que se organizaron para buscarla, hasta que apareció su cuerpo con rastros de violencia en su propio automóvil en una carretera de Saltillo. Entonces Vivir tenía 25 años y no sabía ponerle palabras a esa tragedia.
—[A Sandra] le fallamos todos. Le falló el sistema, le falló la prensa, le falló su familia, le fallamos sus amigos —dice.
“Mueren estudiantes por un pacto de amor”, el diario Zócalo tituló el caso. Algunos periódicos mostraron el cuerpo maltratado de Sandra, mientras que la identidad del agresor quedó protegida durante un tiempo. La versión que las autoridades dieron a la prensa fue la de una pareja de enamorados que, en una versión norteña de Romeo y Julieta, habían acordado suicidarse al ver la imposibilidad de su amor. La escena final de la tragedia: un automóvil abandonado en el desierto, con el cuerpo de la joven y, a unos metros, un Romeo, también muerto, con una carta que lo explicaba todo. Con el tiempo, sin embargo, el peritaje del caso demostró que Sandra no tenía una relación sentimental ni de ningún tipo con el asesino: era un conocido que la había estado acosando desde antes, que la secuestró, obligándola a que se subiera a su propio coche y manejara hasta la periferia, donde la mató. Se supo también que se defendió y luchó por su vida, y que ya había hablado con personas de su entorno sobre un hombre que la acosaba. Nada más lejano a la historia que fabricaron los medios. El caso de Sandra trastocó para siempre a Vivir Quintana. Años después, cuando se sentó a escribir la canción que le habían pedido, pensó en ella. El verso “soy la niña que subiste por la fuerza” lo escribió pensando en su compañera, aunque describa otros miles de casos similares.
—Me di cuenta de que era una herida que tenía, pero que no había sanado… dejas pasar y la vida sigue. Entonces cuando escribí “Canción sin miedo” fue horrible acordarme de todo eso que pasó. Si fue difícil para nosotros, sus compañeros, no me quiero imaginar cómo fue para su familia.
***
Laura Manzo, periodista, fue al Zócalo porque tenía ganas de ver un concierto de Mon Laferte. La presentación, parte del festival Tiempo de Mujeres, era gratuita. La plaza estaba llena y entre los asistentes se habían repartido pañuelos verdes, el símbolo de la lucha por la despenalización del aborto en América Latina. La gente gritaba el nombre de la chilena y pedían que cantara más éxitos. Manzo y las otras miles de mujeres reunidas ahí no imaginaban que esa noche, además de la música pop de Laferte, escucharían un mensaje tan directo para quienes gobiernan. La efervescencia llegaba a su punto más alto. Un día después se celebraría el 8M. A esa misma plancha llegarían unas cien mil asistentes, según cálculos oficiales, inundando las calles del Centro Histórico. Para el 9 de marzo, los colectivos feministas ya habían convocado a un paro nacional, al que llamaron “Un día sin mujeres”, para visibilizar su importancia en la vida económica del país. Estas dos movilizaciones que estaban por ocurrir eran resultado de una marea que venía fortaleciéndose desde meses atrás.
Aquella noche del 7 de marzo, en el Zócalo, Vivir Quintana y Laferte estaban por agitar aún más las aguas. Carmen Ruiz aguardaba su turno tras bambalinas para subir al escenario junto con las chicas de El Palomar; recuerda que jamás había sentido esa energía “intensa, tan fuerte que el escenario vibraba”. Después de que Laferte cantara algunas de sus canciones más populares, se detuvo inesperadamente a medio concierto.
—No vengo sola, vengo acompañada de un montón de mujeres, músicas, compañeras, que admiro y respeto —dijo entre los gritos de sus fans.
Vivir y El Palomar salieron a escena, vestidas casi todas de blanco. La guitarra de Quintana les dio la señal para entonar. El Zócalo se estremeció con esa voz potente y aguerrida que desvela a una cantante consciente del momento. La letra de la canción se transmitía en las pantallas instaladas en el escenario y el público no dejó de aplaudir las frases más controvertidas. “Cantamos sin miedo, pedimos justicia, / gritamos por cada desaparecida. / Que resuene fuerte: / ‘¡Nos queremos vivas!’”, sonaba en la plaza pública. “¡Que caiga con fuerza el feminicida!”.
La canción se volvió viral en cuestión de horas. El efecto fue imparable. Manzo grabó la presentación con su teléfono y después subió el video a las redes sociales: “Me pareció significativo este grupo que le hablaba directamente al Estado, en un país en el que el presidente no abraza los temas relacionados con las mujeres”.
Al término, Mon Laferte habló:
—Quiero pedir un momento. Siempre se pide un minuto de silencio y yo hoy quiero pedir, no un minuto, el tiempo que queramos para no seguir en silencio: vamos a gritar, porque ya hemos estado así mucho tiempo. Y quiero que gritemos por todas nuestras hermanas.
Las mujeres gritaron al unísono:
—¡Ni una más, ni una más, ni una asesinada más!
La vida de Vivir Quintana cambió esa noche. Habló con decenas de medios y llenó sus redes sociales con momentos en los que sus fans y grupos feministas cantaban su composición. Su historia y la de “Canción sin miedo” llegaron a las agencias internacionales de noticias, como Reuters, así como a otros países, como Chile y otros con una situación de violencia similar a la de México, que la adoptaron sin reservas. “Canción sin miedo” la sacó de la pequeña escena de la música independiente y la puso en el centro de las protestas. Las mujeres comenzaron a cantarla espontáneamente en las subscuentes manifestaciones, como en la del 25 de noviembre de 2020, el Día Internacional contra la Violencia de Género.
—Tal vez los derechos de autor sean míos, pero el derecho de cantarla ya es de la gente y es de las mujeres, de las familias, incluso de las víctimas.
Antes de escribir “Canción sin miedo”, Vivir Quintana siempre aspiró a ser una cantautora cuyas composiciones trascendieran. Esa noche supo que estaba más cerca de ese sueño.
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La guitarra llegó a sus manos en el lugar más improbable para hacer una carrera musical, “un pueblo donde hay dos semáforos y cuatro Oxxos” dice Vivir, en broma. Viviana Montserrat Quintana Rodríguez nació en Torreón, en 1984, pero creció en Francisco I. Madero, una localidad de 58 mil habitantes y de vocación rural. Para distinguirse de las otras cuatro mujeres de su familia que llevaban el mismo nombre, Viviana, como la abuela, a quien también le gustaba cantar, decidió abreviar el suyo y dejarlo sólo en “Vivir”. En el parque más cercano a la casa familiar, don Chuy, el carpintero del pueblo, daba lecciones de música popular mexicana a una veintena de niños, entre los que se contaban dos niñas: una de ellas, la risueña Vivir. En su adolescencia, entraba a las rondallas —ensambles de guitarra y voz— que se organizaban en el pueblo y también al coro de la iglesia. Pero en esta población, dedicada a la industria o al campo, nadie consideraba que la música fuera un camino para el futuro.
—Allí me di cuenta de que quería hacer cosas con la música, pero no había internet y yo no sabía que la música podía ser una carrera —dice.
Tomás y Gloria, maestros de Matemáticas y Geografía, se encargaban en casa de garantizarles a sus hijos —una mujer y dos varones— un futuro fundamentado en la educación, y querían que llegaran a la educación superior. Por eso, cuando Vivir decidió mudarse a la capital del estado, a tres horas del pueblo, para estudiar la carrera en música, la familia no se sorprendió, aunque lo tomaron con reservas. Durante casi cuatro años, estudió la licenciatura en la Escuela Superior de Música de Saltillo, donde aprendió las bases de la música, desde la vertiente clásica. Pero ni Mozart ni Bach calmaron su interés por los corridos norteños y la música popular. Acostumbrada a escuchar a Intocable en la radio y al repertorio de mariachi de Lola Beltrán, sabía que su vocación estaba en estos géneros.
—Quería cantar música ranchera, pero ahí no me dejaban. Lo que más me apasionaba era escribir, subir a un escenario y cantar esas canciones —cuenta.
Compartía con otros estudiantes un departamento y su padre le enviaba 400 pesos a la semana para mantenerse. No era suficiente, así que en su tiempo libre se unía a tocar con un mariachi, donde además disfrutaba lo que había aprendido en las rondallas y escuchando la radio local. Cuando uno de sus profesores supo de su incursión en el género vernáculo, la echó de la clase. Tras este episodio crucial, su renuncia a la Escuela Superior de Música estaba clara y optó mejor por seguir el mismo camino que sus padres: ir a la Escuela Normal Superior de Coahuila, donde se licenció como profesora de español. Quintana dio clases en secundarias y se graduó con una tesis sobre el uso de la música para la enseñanza del español en ese nivel escolar. Pero nunca abandonó el sueño de la música. Por las noches, recorría casi todos los bares de Saltillo con su guitarra — adornada con calcomanías rojas y cuerdas enredadas— bajo el brazo, cantando covers de éxitos.
—Le dije a mi mejor amiga: tengo dos opciones, una es irme y buscar oportunidades en la Ciudad de México para tener una carrera musical. La otra es quedarme y que me conozca todo Saltillo y ya —recuerda.
Así que tomó su guitarra, una cobija y una maleta, y emprendió camino. Cuando llegó a la capital del país, sólo pudo costear la renta de un departamento en la periferia, en Cuautitlán Izcalli, uno de los municipios del Estado de México contiguos a la capital y donde “duerme” buena parte de la población que trabaja en la ciudad.
—Y yo ya me sentía soñada —dice entre risas.
Su primer empleo, como asistente de producción en los Estudios Churubusco, en una empresa de espectáculos, la hacía sentirse cada vez más cerca de su sueño. Pero allí se enfrentó al acoso: uno de sus jefes le sugirió tener relaciones sexuales con la promesa de lanzarla a la fama.
—Me encontré con esa cara de la industria de la música que todo el mundo teme y que está en las historias de terror de que el productor se quiere sobrepasar contigo. Me acuerdo mucho de que me dijo: “Yo te grabo un disco”, pero ni había escuchado mis canciones… pero él, muy puesto: “Voy a producirte, pero ven el domingo a las ocho de la noche a los estudios”.
Su instinto la llevó a renunciar.
Para mantenerse, tomó un trabajo en una empresa de marketing: de jueves a domingo iba a varios cines con la encomienda de contar los anuncios que salían al inicio de las películas y le entregaba sus reportes a una firma de monitoreo de publicidad. Conoció la ciudad de ida y vuelta yendo a casi todos los centros comerciales, pero seguía sin conectar con el mundo de la música. Habían pasado casi dos años y estaba a punto de darse por vencida. Un día se sentó en la parada del metrobús Balderas, ignorando el vaivén de autobuses y gente que pasaba frente a sus ojos. Sólo pensaba en todo este tiempo que llevaba sin una oportunidad, sin recomendaciones, sin siquiera un empleo como cantante de bar.
—Ya no puedo más, ya no sé qué hacer: ¿para dónde puedo darle?, ¿dónde están todos esos cantautores increíbles que llegan aquí? —se preguntó y, derrumbándose, comenzó a llorar.
Una tarde, mientras veía la televisión, vio que el cantante y compositor Juan Solo promocionaba becas de la Sociedad de Autores y Compositores de México (SACM) para estudiar composición de música popular, y vio ahí una oportunidad que terminó por cristalizar. La SACM, ubicada en la alcaldía Benito Juárez, se convirtió en la llave de entrada, un lugar donde sí se interesarían en sus composiciones. Ahí tomó clases con Armando Manzanero y Leonel García, comenzó a rodearse de músicos y grabó su primer álbum: Canciones hechas en casa (2018). La idea de grabarlo surgió tras una presentación en un festival organizado por la SACM, cuando algunos asistentes luego de escucharla se acercaron a preguntarle dónde podían conseguir sus grabaciones. Sin tener contrato con un sello discográfico y animada por una de sus profesoras, lo grabó por su cuenta. Hizo todo ella misma, como lo dice el nombre del disco: la portada del cd era una fotografía de la cocina de su departamento y grabó cada canción en su cuarto con una computadora portátil, un micrófono y su guitarra. Sus amigos le ayudaron a armar las cajas con los discos, de los que vendió tres mil copias.
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Narrar historias de mujeres es una constante en su vena musical. Fue el origen de su trabajo creativo y un camino cuesta arriba. Mientras estudiaba en la SACM, obtuvo la beca para jóvenes creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca) y, durante ese año, se dedicó a darle forma a un cancionero sobre mujeres víctimas de violencia que, por haberse defendido de su agresor —en algunos casos, llegando hasta el asesinato—, habían terminado presas. El proyecto nació cuando vio, en Facebook, una entrevista a una mujer de Nayarit que mató a su marido en defensa propia y que se reía del crimen. Para entender el trasfondo, Quintana se propuso visitar a mujeres que estaban en prisión por situaciones similares y escribió 10 composiciones que cuentan sus historias y revelan los motivos por los que fueron sentenciadas, incluso mujeres inocentes.
—Son corridos con perspectiva de género, estas mujeres tienen carpetas de investigación en las que denunciaron las agresiones pero no les hicieron caso, entonces ellas se defienden y suceden cosas —explica.
Escribir corridos con perspectiva de género no es cualquier cosa, tomando en cuenta que el corrido, que nació a finales del siglo xix en México, se hizo popular durante la Revolución, como un tipo de canción acompañada por una guitarra como instrumento principal que, por su versificación sencilla, permitía extender la letra para narrar con todo detalle historias de bandoleros y líderes de la insurrección, historias de amor y desamor, con una voz potente y todo desde el punto de vista masculino. La versión actual de este género, por supuesto, es el narcocorrido, donde también hay héroes y bandidos, y también se retrata un mundo masculino. Con destreza, Quintana logró darle un nuevo sentido a esta música, tan popular en el norte, que normalmente ostenta letras directamente machistas. “Soy la culpable de esta osadía, / la que a su esposo mató a su ley; / ya nada importa si estoy con vida, / mas por defenderme la pagaré”, escribió en una de las composiciones de su cancionero.
“Que el espacio que se había usado típicamente con letras machistas y violentas, a través de los corridos, se ocupe para este tema de protesta y denuncia le da una fuerza doble a este cancionero y, después, a ‘Canción sin miedo’”, observa la escritora feminista Brenda Lozano.
A la fecha estas letras no las ha grabado con música, pero ya son parte del proyecto que entregó al Fonca a finales de 2020. Este cancionero, titulado “Cosas que sorprenden a la audiencia”, fue el vínculo entre Quintana y Laferte cuando se conocieron.
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En “Canción sin miedo”, Vivir Quintana señala a dos símbolos patrios: el presidente y el himno nacional, elementos históricamente intocables y protegidos por una cultura política solemne, que se construyó entre los siglos XIX y XX, sustentada en el presidencialismo, la forma de gobierno dominada por quien ocupa la silla presidencial. Quintana interpela a esta figura con su demanda de justicia: “No olvide sus nombres, por favor, señor presidente”. Aunque en un inicio dudó sobre esta parte, lo hizo para romper dicha sacralización y repartir responsabilidades.
—Tuve este problema de dudar. Pero después se la canté a mis papás y mi mamá dijo: “Me gusta mucho, pero ¿no estará muy fuerte? No te vayas a meter en un problema” —recuerda—. No tenía miedo, pero sabía que era una canción profunda.
El recrudecimiento de la violencia es una conversación que ha subido de volumen. En el debate político, la sociedad civil ha cuestionado al Estado, ha señalado su incapacidad para frenar estos asesinatos y la impunidad de los delitos cometidos por razones de género que prevalece en el Poder Judicial. La efervescencia feminista coincidió con la llegada de Andrés Manuel López Obrador a la presidencia, aunque más que coincidencia ha sido un desencuentro. Su actitud ha encendido la mecha de la protesta: evita hablar del tema y, cuando lo hace, reconoce su gravedad, pero minimiza a quienes se movilizan y atribuye las protestas feministas a sus enemigos políticos, a los que llama “adversarios”. “No soy feminista, soy humanista”, ha insistido. Al finalizar 2020, se registraron 969 feminicidios en todo el país, tres más que en el año anterior, según datos de la Secretaría de Seguridad Pública. López Obrador continúa, un año después, subestimando los movimientos de las mujeres y ha descrito al feminismo como “una simulación”. En términos prácticos, su gobierno redujo el presupuesto destinado a programas públicos para la atención a las mujeres —en julio de 2020, recortó en un 75% el presupuesto del Instituto Nacional de las Mujeres (Inmujeres)— y poco ha impactado en el descenso de las cifras. Al cierre de esta edición, se registraron 72 feminicidios en enero de 2021 y 71 en febrero, es decir, 25 crímenes contra las mujeres menos que en el mismo bimestre del año anterior, según datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública.
Laura Manzo, la periodista que vio la primera presentación de “Canción sin miedo”, vuelve a aquella noche del 7 de marzo: “Lo más significativo de ese momento en el que cantaron en el Zócalo fue que le hablaran directamente al presidente”. Esta interpelación y la forma displicente en que el mandatario ha tratado el tema dejaron a la vista una brecha significativa.
Al cierre del corrido, la cantautora cita el himno de México, modificándolo: termina con los conocidos versos de Francisco González Bocanegra “y retiemble en sus centros la tierra / al sonoro rugir del cañón” trastocados en “y retiemble en sus centros la tierra / al sororo rugir del amor”.
Esta reinterpretación se originó en una conversación que Vivir tuvo con su padre:
—Estoy buscando una palabra que sea muy fuerte, no de levantar la voz, quiero decir algo que nos recuerde a cuando ponían el himno nacional en la escuela —le dijo sobre la solemnidad de las ceremonias cívicas.
—¿Por qué no usas una palabra que venga en el himno nacional? —le sugirió él.
Se puso entonces a analizar el himno y vio que era sangriento y de guerra, así que decidió utilizarlo pero dándole otro significado. Frente al origen bélico del himno, de cuando México se enfrentó en una serie de conflictos armados con Estados Unidos y Francia para delimitar su territorio, Quintana optó por plantar un símbolo muy representativo del país, lo que ella considera una de las principales transformaciones sociales en el siglo XXI: la unión de las mujeres. Ése fue su momento solemne.
Feminista declarada, ha pasado los últimos meses sumergida en el movimiento. Las invitaciones a charlas y conciertos no paran de llegar a su correo electrónico y su agenda se llenó. Aun así, sigue escribiendo otras composiciones dedicadas a las mujeres, como “No estás sola” y “Llora, llora”. Recientemente abrió un canal en Spotify que sigue medio millón de escuchas y ya tiene un equipo que le organiza sus presentaciones. Pese al ascenso, aprovecha la fama para promover la agenda feminista; el hartazgo, el empoderamiento y la protesta se fundieron en su sello político.
“Canción sin miedo”, finalmente, trascendió la frontera del medio musical para formar parte de la banda sonora de Las tres muertes de Marisela Escobedo, el documental que se estrenó en Netflix en octubre de 2020. Karla Casillas fue una de las periodistas detrás de la investigación, la historia de una madre que emprende en solitario la búsqueda —también en el norte— del asesino de su hija Rubí; una enfermera que se convirtió en activista y cuyo largo camino comenzó con la búsqueda de su hija, continuó con su demanda de justicia y terminó en su propio feminicidio, a las puertas del Palacio de Gobierno de Chihuahua. Casillas dice que durante un tiempo la producción estudió la posibilidad de usar una canción que identificara al documental. Pero cuando Quintana y Laferte estrenaron el video, éste llegó a manos de la productora del documental, Laura Woldenberg. “Me movió el corazón muchísimo la primera vez que la escuché”, recuerda, y la compartió con el equipo de producción. “Lo tiene todo: tiene indignación, dolor, protesta, con una música preciosa y el sentimiento de estas mujeres al cantarla”, dice.
—Las tres muertes de Marisela Escobedo para mí ha sido un golpe profundo, sobre todo conectándolo con la canción, es doloroso. Que estén juntos en un mismo material me parece muy poderoso. Unimos dos partes que estamos buscando lo mismo, que es la justicia —dice Vivir.
El canto se convirtió en una forma de señalar la impunidad: 97% de los feminicidios en México queda sin resolverse ante el sistema de justicia. Así que Quintana y Laferte grabaron una versión especial para la película con un toque particular: incluyeron los nombres de Rubí y Marisela. Después de que grabaron esta versión, la pieza se escuchó sin parar: se compartió en grupos feministas, estuvo presente en acciones y protestas públicas. La canción llegó hasta rincones inesperados: en YouTube hay versiones de Colombia, España e Italia, entre otras. Quintana subió un video con los acordes del corrido para que cualquiera con una guitarra la pudiese replicar. Su más reciente estreno es una versión en mariachi al lado de la agrupación Mexicana Hermosa, con un video grabado en la icónica Tenampa. Hoy está presente en las movilizaciones, en pancartas en las que se lee en brillantina: “Si tocan a una, respondemos todas”.
—Cuando escucho la canción, que me la mandan cantada por niñas, me rompe muy fuerte. Esas niñas deberían estar cantando otra cosa —dijo poco después del estreno del documental.
El 5 de marzo de 2021, en Ciudad de México, un gran muro de metal se instaló para proteger al Palacio Nacional de las protestas feministas. Las mujeres, a través de diversos grupos, hicieron una gran demostración de fortaleza: pintura en mano, intervinieron el discurso presidencial que las ataca y las revictimiza. La muralla metálica que protegía la sede de la Presidencia se convirtió en el lienzo para escribir consignas y una lista de víctimas de feminicidio cuyos casos siguen impunes; una poderosa imagen que le dio la vuelta al mundo. Con letras rosas y blancas se leía ahí: “Nos sembraron miedo, nos crecieron alas”, verso de Quintana. Meses antes, el 14 de septiembre, el efecto llegó a las protestas que asediaron los edificios públicos, entre ellos, la sede de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), también en la capital del país, a la que invitaron a Quintana a cantar. Las mujeres vestidas de negro rodearon el edificio. “Que tiemble el Estado, los cielos, las calles, / que tiemblen los jueces y los judiciales”, coreaban a las puertas de la institución, con pañuelos verdes y morados. Quintana tocó su guitarra y notó el hartazgo mientras su voz se ahogaba junto con la de las mujeres que repetían de memoria las palabras que escribió aquella tarde en el patio de la casa de sus padres. Comprendió que finalmente había entregado una pieza para compartir.
—Vi el cansancio de muchas compañeras, esto ya no puede estar pasando… No importa lo que pase mañana conmigo, la canción ya es de todas y va a seguir allí.
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