La búsqueda de la geometría
Alejandro García Abreu
Fotografía de Diego Berruecos
Vicente Rojo, uno de los grandes artistas del país, recibió a Gatopardo en su estudio en Coyoacán para conversar sobre su trabajo. Se ha dicho que Rojo “pinta la escritura” y “escribe la pintura”. A la vez defiende el espacio de la plástica como un refugio: lo considera el último reducto de la libertad individual. Su trabajo abarca distintos medios como pintura, libros de artista, ilustración, grabado y escultura, una multitud de series pictóricas y escultóricas desarrolladas durante décadas.
Llego al estudio de Vicente Rojo en Coyoacán una tarde de otoño. El artista plástico me recibe afablemente. El recinto, iluminado en su totalidad, revela pistas de las piezas que componen la muestra “Abecedario”, trasladadas a la Galería López Quiroga. Hay rastros de purpurina sobre su mesa, algunas esculturas de letras en madera colocadas en estantes, diversos objetos pertenecientes a su quehacer esparcidos por todo el lugar.
Nacido el 15 de marzo de 1932 en Barcelona, Rojo viste una camisa vino, un suéter azul, pantalones de pana gris, zapatos negros y un gorro de lana: su vestimenta le da un aire de Hemingway.
Charlamos sobre las series que ha realizado desde 1952. “Aproximaciones”, “Señales”, “Negaciones”, “Recuerdos”, “México bajo la lluvia”, “Escenarios”, “Escrituras”. Ha pasado su vida tratando de imaginar que siempre está comenzando. Tiene un sueño recurrente que sucede en un extraordinario y remoto escenario cercano al mar.
—En el sueño me convierto en un niño. Es de gran intensidad visual. Constituye una parte de los escenarios que, como un murmullo constante, atesoro en mi memoria —dice Rojo.
—¿Cómo percibes el vínculo entre artes plásticas y literatura?
—Las formas inaugurales de mis cuadros se van transfigurando, de manera que, frecuentemente, los puntos de partida, al igual que los personajes de una ficción, se modifican.
Su vocación se reveló de manera precoz.
—Se manifestó, lo he dicho en diversas ocasiones, por una obsesiva necesidad de tener en las manos todo tipo de materiales: lápices de colores, papeles, tijeras, pegamento (premura que persiste hasta hoy; a veces creo no haber superado la infancia). Así intenté imaginar una obra como pintor, como escultor —continúa Rojo—. He aseverado que mis manos me representan desde la infancia: ellas simbolizan toda mi relación con el mundo.
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Nos dirigimos al jardín del estudio —que alberga esculturas de gran formato del artista—, al que casi nunca sale y que observa a través de gigantescos ventanales, y lo cito: “Sólo perdura lo esencial”. Es una de las frases de Diario abierto. Interrogado acerca de la abundancia de frases aforísticas, el pintor me respondió:
—Otros destacados son: “Estoy lejos de conseguir la imagen que persigo” y “crear zonas de sombra y duda es lo que da sentido al arte”. Los destacados funcionan también en Puntos suspensivos. Escenas de un autorretrato, la automonografía de cuatrocientos treinta y dos páginas en las que se despliegan múltiples imágenes de mi trabajo en pintura y escultura. No se acaba nunca de aprender, de descubrir, de inventar, de reinventar —dice Rojo.
En Diario abierto el artista revela sus “vías de escape”: La diligencia de John Ford, Enamorada de Emilio Fernández y Gabriel Figueroa, Corazón. Diario de un niño de Edmundo de Amicis, Cumbres borrascosas de Emily Brontë, los hermanos Marx, Alfred Hitchcock, Pérez Galdós, Somerset Maugham e Ingrid Bergman.
—Quería vivir sin salir de la isla que era mi casa, realizar una especie de viaje alrededor de mi cuarto, a través de dos libros que fueron mi refugio: La isla misteriosa de Jules Verne y Robinson Crusoe de Daniel Defoe, relato del náufrago enfrentado a la adversidad con gran imaginación y eficacia.
—En el libro expresas que el origen de todo tu trabajo está en tus dos infancias.
—Claro. Mi primera infancia, en mi Barcelona natal, está construida en el recuerdo como un cúmulo de experiencias que fueron muy difíciles para mí. La segunda parte de mi juventud data de 1949, cuando llegué a México y la vida cambió: se me iluminó. Gradualmente comencé mi desarrollo cultural como un mexicano ansioso de formarse.
“Se dice que toda la obra de un creador, sea escritor o artista, es en realidad una forma de autobiografía”, escribió Rojo en Diario abierto y en Puntos suspensivos. Escenas de un autorretrato.
—Puntos suspensivos, antología de mi trabajo como pintor y escultor, se titula así porque siempre quiero creer que mi obra sigue en proceso. Percibo, sin duda, a los dos volúmenes como una forma de constancia de vida.
Vicente Rojo concibe a la geometría como un lenguaje. Intuyo que piensa en el hombre occidental y la geometría “cuyo rigor, figuras y lenguaje están presentes desde hace casi tres milenios en nuestros pensamientos, el espacio del mundo y la naturaleza de las cosas”. Comprende así el movimiento del universo, de las estrellas. En cada aspecto hay un principio geométrico, todo posee una geometría intrínseca. Rojo y yo nos levantamos de nuestros asientos y me muestra una serie de lienzos perfectamente cuadrados, que reposan en un área del estudio de techos altísimos.
—Uso la geometría como un lenguaje: el que está en los orígenes. He tratado de hacer una suerte de geometría, respetada por un lado y enriquecida por otro, sometida a nuevas pruebas visuales.
Otro lenguaje es el de la memoria. El pintor construye el pasado. El primer recuerdo de Rojo se remonta al 19 de julio de 1936. Empieza a ver el mundo a partir de esa doble imagen que tiene, según la mira en aquel momento, “unidos en una sola visión el sentido de la fiesta y la tragedia”.
—La primera visión que guardo, como he dicho varias veces, es de mis cuatro años. Recuerdo la reacción que hubo en Barcelona frente al alzamiento militar de Franco. Yo lo veía todo a través de la ventana de mi casa. Sobre el Paseo de San Juan se abre paso una imagen fuerte, nítida en términos plásticos: los camiones que pasaban con gente gritando o cantando mientras levantaba armas y banderas. Comienzo a ver el mundo a partir de esa doble imagen que tiene —tal como evoco en el Diario abierto—, unidos en una sola visión el sentido de la celebración y la tragedia. No olvido los brillantes colores, la euforia popular y, al mismo tiempo, está la presencia de las armas. Desde niño —continúa Rojo—, la conciencia del alborozo inseparable del dolor ha normado mi vida y mi trabajo.
El denominador común de la obra de Rojo es la idea de que la imaginación —o asimilación inmediata de las posibilidades de las cosas— es infinita.
***
Mientras disfrutan de una botella de vino tinto en el bar del Hotel NH del Centro Histórico de la Ciudad de México, Juan Antonio Masoliver Ródenas y Sònia Hernández —autora de El hombre que se creía Vicente Rojo—hablan del sueño y la memoria. En La negación de la luz, Masoliver Ródenas reúne dos poemarios, La negación de la luz y El cementerio de los dioses. Pienso en Vicente Rojo, intento vislumbrar su infancia —evocada en la conversación sostenida en su estudio—, al escuchar los versos del autor de El ciego en la ventana. Masoliver Ródenas se dirige a otra mesa del bar para entablar una conversación con una amiga. Sònia Hernández charla sobre El hombre que se creía Vicente Rojo, publicado por Acantilado:
—Tuve el privilegio de conocer a Vicente Rojo durante una de sus visitas a Barcelona. Lamentablemente no recuerdo la fecha, pero imagino que fue a mediados de la primera década del 2000. En ese encuentro también conocí a Bárbara Jacobs, gran amiga de mi esposo, Juan Antonio Masoliver Ródenas. Los dos me fascinaron y tuve el inmenso privilegio de seguir de cerca el trabajo de ambos. Cuando cayó en mis manos el Diario abierto de Vicente Rojo, publicado por Ediciones Era, fue un verdadero deslumbramiento. Ya sabía que era un gran artista, y quizá por ese acuerdo unánime sobre el inmenso valor de su obra, yo no lo había mirado con suficiente detalle. Pero al leer sus textos, tuve otra mirada. Me enseñó a ver y entonces pude conocer el valor del equilibrio, la conexión con una esencia muy antigua, el poder de la imaginación… Primero escribí una reseña para una revista de estudios literarios, pero el libro no me abandonó y se coló en la novela que por entonces yo empezaba a escribir. Lo hizo hasta el punto de que impuso a uno de los protagonistas y, por supuesto, al referente que la iba a conducir e iluminar y que le iba a enseñar a mirar y ver. Había iniciado un texto sobre una persona que buscaba una voz nueva para explicar su historia y la de su hija, alguien que necesitaba referentes, y Vicente Rojo y su obra se erigieron como faros o guías.
***
Vicente Rojo y Arnoldo Kraus culminaron un formidable proyecto, celebrado en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2017: “Apologías” (Conaculta/Sexto Piso/Secretaría de Cultura, 2011-2017). Una tetralogía literaria-visual compuesta por Apología del lápiz, Apología del libro, Apología de las cosas y Apología del polvo. El artista plástico y el médico escritor trabajaron bajo una premisa: las cosas, como las ideas y las palabras, tienen bagaje y memoria, acumulan historias. Ambos conciben la nostalgia como necesidad.
—El vínculo con Vicente siempre ha sido magnífico desde todos los puntos de vista —dice Kraus mientras toma una taza de café en la terraza del Hotel Hilton Guadalajara—. Lo primero que habría que subrayar, por supuesto, es la inmensa personalidad de Vicente, inmensa en el sentido de su gran balance en cuanto a ser el mejor diseñador de México, uno de los más grandes artistas, con esa increíble humildad que enmarca toda su vida. Ser amigo de Vicente es ser amigo de un gran hombre, por lo humilde que es. Desde ese punto de vista, para mí es un privilegio, un regalo de vida, colaborar con él.
“Los autorretratos sin cara tienen otras caras”, afirma Kraus en Apología de las cosas, libro que contiene la reproducción de la pieza de Rojo titulada Autorretrato —técnica mixta sobre madera, 140 x 140 cm, 2016—. Concluye: “Así Autorretrato: toda una vida llena de cosas”.
—El Autorretrato es el culmen y la apoteosis del libro. El volumen nació de un texto mío que leyó Vicente. Le gustó el texto y el libro continuó haciéndose conforme Vicente realizó su Autorretrato. La modificación del texto original se fue dando a la par que Vicente fue terminando su obra y hubo que agregar algunas partes. Para mí es algo maravilloso que Vicente haya llamado Autorretrato a esa pieza que contiene sus cosas e ilustra el libro. Vicente, cuando leyó mi texto, dijo que él también tenía muchas cosas a las cuales les quería dar vida y no sabía cómo. Esas cosas están en la pieza. Hay pinceles, plumas, plumones, tubos de pintura usados, soldaditos de Barcelona, compases, reglas. Todo eso conforma el Autorretrato de Vicente. No se pintó con ojos, con nariz, con boca, con barba, con pelo; él hizo un autorretrato con sus cosas para darle presencia a su cara, a guiños, a su figura. Es algo que quizá va en el sentido de cierta humildad —dice Kraus.
El artista plástico y el médico y escritor forjaron una estrecha amistad que derivó en la celebración de entidades cotidianas: el lápiz, el libro, las cosas, el polvo.
—Los dos primeros libros trataron temas más fáciles, obvios. Los dos siguientes se complicaron más para ambos, en cuanto a la escritura y a la plástica. Son temas menos claros. Llamaré a los cuatro volúmenes incluidos en la bella caja “libros-objetos”. La combinación de letras con el trabajo de Vicente es inmejorable. Cambiamos la palabra diálogo por la palabra danza. Una danza entre palabras e imágenes —comenta el médico escritor.
El cuarto volumen es una suerte de ponderación del polvo propagado, concurrente. Ambos lo perciben como algo que sigue y conforma al ser humano. Para Arnoldo Kraus el polvo y las huellas humanas coexisten en las hendiduras de la existencia y de las cosas. Esa es la premisa del volumen que concluye la tetralogía. Kraus dice que los médicos hablan de neumoconiosis para referirse a las enfermedades pulmonares causadas por la inhalación de polvo, y el polvo cósmico está compuesto de partículas menores de 100 micras. Estas acepciones extienden el universo del polvo. “Verdaderamente estamos hechos de polvo de estrellas.” En ese punto Rojo y Kraus coinciden a la perfección.
Los coautores de esta “Apología” saben que el polvo tiene presencia. La purpurina de Rojo mutó en estrellas, en polvo interestelar. Kraus, con intención literaria, afirma que escribe polvo, borra polvo. Escribe y corrige. Mientras lo hace, Rojo crea cuerpos estelares. “Polvo eres y en polvo te convertirás.”
—Antes de ser nada, los huesos de los muertos se convierten en polvo, en polvo humano, hermano de otras sustancias semejantes; cenizas volcánicas, cisco, aserrín y huesos animales comparten historias, tiempos y destino: nada, ser nada, desaparecer. En la Tierra, polvo y destino se funden. Con el tiempo desaparecen. Historias similares viven las estrellas de Rojo, antes de dialogar con las palabras, las escuadras y el cúter del artista dotaron de vida a algunos de sus inmemoriales cómplices: purpurina, pegamento, papel y cartón se transformaron en estrellas. Surcar cielos, aterrizar en las páginas del libro y avivar la textura de las palabras es legado de la fuerza de Vicente —dice Kraus.
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“Abecedario”, la más reciente exposición de Vicente Rojo, está expuesta en la Galería López Quiroga, en Polanco. La muestra incluye objetos usados, cosas que igualmente pueden interpretarse en clave simbólica. Lápices de colores, soldaditos de juguete, aviones en miniatura, tubos de pintura vacíos, diversos instrumentos de medición y trazo, reglas, transportadores y compases. La nostalgia envuelve también a José Emilio Pacheco y a Carlos Fuentes, evocados con botones promocionales. Están los lentes de Rojo, instrumento primordial de su quehacer; el espacio alberga postales, fotografías, recortes, brochas, tijeras, naipes, letras, un flexómetro. Una mezcla de texturas y colores. Plumas, canicas, crayones y piezas de rompecabezas dentro de un rompecabezas; pinceles de distintos grosores, un sello, clips, pinzas de madera, números y letras impresos en diversos materiales. Objetos que pertenecen a diversas épocas de su vida. Su firma está deletreada con cubos de madera. Todos esos fragmentos poseen algo en común: la guerra contra el olvido, la relación con el pasado.
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Bárbara Jacobs da sutiles sorbos a su taza de americano en el café El Olvidado, en Coyoacán. La compañera de Vicente Rojo charla sobre literatura y artes plásticas, sobre la risa —es autora de Nin reír. La risa a lo largo de la historia, la ciencia, el arte, mi vida y la literatura—, los viajes y la reinvención. Tras abordar las diversas voces narrativas de La dueña del hotel Poe, Jacobs afirma:
—Aquí estoy otra vez, deseosa de aprender, adivinar, intuir cómo logra Vicente Rojo ser una persona invariablemente de buen corazón, incapaz de herir voluntariamente a nadie, por ninguna razón, bajo ninguna circunstancia, aun cuando lo que fuera que en este sentido pidiera una respuesta suya se tratara de un ataque frontal. ¿Cómo logra Vicente responder con serenidad? Inclusive con una sonrisa. A todo. Siempre. No digo que ponga la otra mejilla, porque en esas situaciones lo que hace es, más bien, repito, sonreír. Tampoco digo que no sea ingenioso y que, por lo tanto, no sea capaz de responder a la altura y hasta con creces a algo que lo pudiera molestar, incluso sublevar, o aun entristecer, porque sensible es y porque ingenioso es. Vicente es sumamente sensible; basta conocer su trato, o basta conocer su trabajo para confirmarlo, además confirmarlo con énfasis. Y Vicente es altamente ingenioso, desplegadamente ingenioso, muy desarrolladamente ingenioso, intuitivamente, instintivamente. Pero estas respuestas cargadas de ingenio que da (es decir, cargadas de malicia en su significado de picardía, de travesura; es decir, cargadas de una magistral combinación de humor con inteligencia) no las practica sino con quienes él sabe que son capaces de reconocerlas como lo que son, juegos, juegos del intelecto, divertidos, alegres, hasta hilarantes.
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Enrique Vila-Matas admira con fascinación la obra de Vicente Rojo. El escritor no sabía que podía verse el mar desde lo alto del territorio de su infancia: el paseo de Sant Joan. Descubrió que Rojo había compuesto una serie de lienzos que homenajeaban a Sant Joan de Barcelona. Rojo le dijo a Vila-Matas que un día, al regresar a la ciudad, volvió al passatge d’Alió y vio una perspectiva extraordinaria: “En primer plano, el Cuervo, alias de Mossèn Jacint Verdaguer, elevándose por encima del Arco del Triunfo y, por encima del arco, el sereno mar azul”. Y le dijo Rojo que “en ese preciso instante, mientras contemplaba la fascinante perspectiva, vio pasar un buque blanco, que a la larga iba a inspirarle los lienzos dedicados al paseo”. Escribe Vila-Matas: “Pude saber que Rojo nació en Barcelona, en el passatge d’Alió, junto al paseo de Sant Joan, a cien metros de donde transcurrió toda mi infancia. Es sobrino del mítico general Rojo, el último jefe del Estado Mayor del Ejército de la República. A los diecisiete años huyó de la atmósfera franquista de Cataluña y viajó a México, donde, tras diez años sin verle, se reunió con su padre, exiliado, y allí parece ser que Vicente Rojo volvió a nacer, se hizo mexicano y revolucionó tanto la pintura de ese país como el diseño gráfico de los suplementos culturales y de los libros. Suyas son todas las portadas de la editorial Era, y suya es, por ejemplo, la famosa portada de Cien años de soledad, blanca con rectángulos azules ochavados y la E invertida en la palabra soledad”.
Recibo un sobre que Enrique Vila-Matas me envió desde Barcelona. Inevitablemente regreso a “El paseo de Sant Joan en Rojo”. El sobre enviado desde la capital de Cataluña contiene Doctor Pasavento + Bastian Schneider —libro editado por Seix Barral— y una carta en la que el escritor discurre, entre otros temas, sobre la obra de Vicente Rojo, de quien hemos conversado previamente. El apartado —inédito— de la misiva trasatlántica sobre el artista que reproduzco a continuación lleva la firma de Vila-Matas y se titula “Estar conociéndole”: “Leí en el imprescindible texto que ha escrito Sònia Hernández —publicado en Cuadernos Hispanoamericanos— que la actividad de Vicente Rojo, según dijera Federico Álvarez, podía definirse como ‘pintar la escritura’. Y entiendo que ésta no puede ser una descripción más afortunada de un mundo tan denso y complejo, tan difícil de sintetizar, como el trabajo de este gran autor. Tal vez fue una definición tan asombrosamente acertada porque Álvarez, yerno de Max Aub y al igual que Rojo un exiliado español de segunda generación, procede de un tiempo en el que las palabras parecían tener un color y un peso distintos a los de ahora. Porque quizás me engañe mi imaginación, pero siempre tuve la impresión de que en algunos artistas que conocieron el clima moral de la Segunda República española anidó siempre la idea de que en una descripción bien hecha, por muy osada que fuera, o precisamente porque era osada, había algo fundamental: la voluntad de decir la verdad. Desde el primer minuto en que vi a Rojo, antes incluso de que admirara con fascinación su obra, tuve esa sensación de estar ante el eslabón que me conectaba con un mundo perdido en el que siempre se había buscado abrir nuevos caminos y tratar de decir lo que aún no había (aún no ha) sido dicho. Conocer a Rojo fue comenzar a participar en esa antigua búsqueda ética de la lucha por crear nuevas formas. Y sigo ahí. Conociéndole.”
***
Contemplo otra vez las reproducciones de las piezas incluidas en Apología del polvo. Estoy de vuelta en el estudio de Rojo en Coyoacán, para conversar sobre las estrellas y el polvo interestelar.
—¿Cómo fue tu selección cromática?
—Pensé, al tratar el tema del polvo, que debía manejar tonos grises, usar el negro, dar una perspectiva lúgubre. Pero el texto de Kraus es luminoso. Por lo tanto, esa luz me permitió pensar en lo colorido, en el polvo de estrellas. Los astros siempre tienen colores, las estrellas son luminosas. Eso plasmé. Muchos pensadores dicen que somos polvo de estrellas —explica.
—¿De qué manera percibes la poética inherente a las estrellas?
—Mi padre llegó a México años antes de que yo lo lograra. En Barcelona yo veía las estrellas pensando en que mi padre veía en México las mismas estrellas que yo percibía. También hay una canción titulada “Polvo de estrellas” que yo escuchaba en mi juventud.
En el jardín del estudio lo espera el fotógrafo para retratarlo. Durante la sesión fotográfica continúa nuestra conversación sobre los cuerpos celestes. Está de acuerdo cuando afirmo que su obra arroja estrellas de matices inadvertidos. Nos despedimos afectuosamente.
Rojo cuenta que debe a la generosidad de Fernando Benítez la presentación de su primera exposición de pintura en 1958, hace seis décadas, en la que lo definió como un joven “tierno y lírico, a veces desgarrado y violento”, y le atribuyó “la aurora, la inconformidad, la esperanza”. Yo le atribuyo la libertad y las estrellas que iluminan la densidad sombría del bosque que intentamos atravesar todos los días.
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