Tiempo de lectura: 4 minutosEntre los mineros que extraían carbón, era común hacerse acompañar de canarios para bajar a los túneles. Estas aves son capaces de detectar antes que el ser humano la presencia de gases nocivos en el ambiente; así, cualquier síntoma de intoxicación en el canario anunciaba un riesgo inminente y el minero debía salir a la superficie a toda prisa. En los estudios de ciencia política se ha utilizado esta metáfora para ilustrar que cuando la prensa es vulnerada por los gobernantes, esto anuncia un serio deterioro en otras esferas de derechos humanos y libertades civiles. Tal como los canarios en la mina, los periodistas son generalmente los primeros en padecer las consecuencias de un ambiente de confrontación, que anticipa restricciones más amplias para la vida democrática.
Hay evidencia académica de ello. En un estudio global que toma datos de 2002 a 2013, Anita Gohdes y Sabine Carey demostraron que los asesinatos de periodistas, tanto los cometidos por agentes del gobierno como los que carecen de un perpetrador identificado, son precursores de violaciones a las libertades de otros ciudadanos y actores sociales. En el mismo sentido, Elizabeth Stein comprobó que, a principios de la década de 1980, la reacción del gobierno brasileño hacia la prensa era un barómetro para calibrar sus niveles de intolerancia hacia la oposición política y la protesta social.
Un gobierno ataca a la prensa cuando es poco propenso a la rendición de cuentas y percibe que está perdiendo el control sobre el debate público. La prensa crítica es uno de los blancos de la restricción porque desafía la existencia de una narrativa unilateral de los asuntos sociales. Sin embargo, el intento del gobierno por recuperar el control de la narrativa no se limita a los periodistas –como ya anuncié–, sino que deriva en una intervención más amplia en los mecanismos sociales e institucionales de contrapeso, que se manifiesta en un deterioro de las libertades ciudadanas, por ejemplo, en restricciones a la participación política, al derecho de asociación o a la competencia electoral.
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Lo primero que cimbran las confrontaciones entre la prensa y el poder es la confianza que los ciudadanos depositan en los medios de comunicación. Como señala Sophia Rosenfeld, historiadora de la democracia estadounidense, cada vez más ciudadanos están convencidos de que no existe tal cosa como los datos imparciales y de que no hay fuentes de información confiables ni desinteresadas. En todas latitudes, la verdad se ha reemplazado por versiones propias, múltiples y volátiles, basadas en las preferencias y conveniencias personales.
Cuando la confianza en la prensa se pierde, la erosión en otras instituciones de contrapeso empieza a ser irreversible. La toma de decisiones democrática, que descansa en la libertad de información, se ve debilitada. Los mecanismos de control parlamentario, que generalmente se activan con una denuncia mediática, se vuelen ineficaces. Las decisiones judiciales en materia de libertades, que suelen ser expansivas cuando los temas son cubiertos intensamente por los medios, se desconectan de la opinión pública.
De acuerdo con el Digital News Report 2021, publicado por el Instituto Reuters, el porcentaje de personas que confía en la prensa en México ha disminuido del 50% al 37% en los últimos tres años. Las interpretaciones de esta reducción suelen ser maniqueas: o es un efecto expansivo de los ataques reiterados de la presidencia contra la prensa o es culpa de los propios medios, cuya labor se ha guiado por intereses económicos o por la estridencia informativa. Ni la una ni la otra son visiones completas porque la desconexión de las audiencias con los medios atraviesa canales más complejos, como los niveles de confianza depositados en otras instituciones y los propios hábitos de consumo noticioso, aunque, por supuesto, esto no excluye la autocrítica de los medios y la saludable demanda de un mejor periodismo.
En cualquier caso, para cuestionar el rol de los medios se necesita considerar el método de investigación periodística. La prueba de ácido de cualquier investigación es desarmarla para verificar sus componentes. Así, la objetividad está puesta en el método, no en quién realiza la investigación. La noción clásica de Walter Lippmann de dotar a la prensa de un espíritu más “científico” está cimentada en la posibilidad de que, cuando los datos estén en disputa, el método provea una salida confiable, independientemente de las visiones y preferencias propias.
Esta noción, sin embargo, asume que los lectores son capaces de desmontar el método y discernir la veracidad de las investigaciones independientemente de sus preferencias personales. Cuando “la verdad” periodística se torna un concepto subjetivo, sujeto a interpretaciones personales o institucionales, se anuncia que el método no importa y que cualquier denuncia o exigencia se volverá estéril. Por esta razón, las descalificaciones ad hominem contra el periodismo no deberían tener lugar. El rigor y la posibilidad de verificación son las varas contra las que tendría que medirse su calidad, no la simpatía hacia las plumas o la afinidad hacia los medios que les publican. Éste es un perverso juego en el que no hay forma de ganar: si las descalificaciones se desmienten, se validan las reglas de los ataques y la división entre los contrincantes; si se ignoran, se aceptan tácitamente las acusaciones. Igual que los canarios en la mina, es un preludio de algo que se extenderá a otros grupos sociales.
En la definición de verdad no caben calificativos. La verdad es o no es. Se sostiene por sí misma y no necesita del armazón artificial de ningún adjetivo u opinión. Como señalaba Tom Rosenstiel, coautor del clásico Los elementos del periodismo: “Si confundimos subjetividad con verdad, habremos lastimado una profesión que de suyo está debilitada en un momento crítico. Si perdemos la habilidad de entender otros puntos de vista, habremos dejado que nuestras pasiones superen el propósito que la sociedad democrática requiere de la prensa”.