Metaverso: ¿qué haremos con tanta realidad?
Hace tiempo que estamos a la expectativa de cómo se concretará el metaverso al que están apostando las empresas tecnológicas. Mientras muchas firmas buscan involucrarse en el negocio, surgen interrogantes sobre cómo modificará nuestra realidad, la física. ¿Qué pasaría si nuestra exposición fuera totalmente ininterrumpida?
Esta es una colaboración del VIF.
Un experimento se montó en 2019: un mercado sin los letreros fosforescentes que suelen anunciar los mejores precios en los mercados tradicionales, ni los puestos de frutas y verduras donde todo se acomoda con tal cuidado que genera placer al trastorno obsesivo que llevamos dentro. Lo que sí había eran puestos de memes. Memes a la venta: un Pikachu sorprendido y enmarcado en un sagrado corazón de latón; pequeños bastidores con captchas pintados; estampas de santitos, pero con Beyoncé bajo el manto de una virgen; hasta memegrafías al puro estilo de las monografías de las papelerías.
En ese mercado no había rastro de especias, flores ni fritangas, sino el bullicio de un catálogo de tribus urbanas, dominado por el rapeo de un vendedor que ofrecía cantarte tu feed de Instagram por tan solo veinte pesos. Este paseo delirante era el Yami-Ichi, o Tianguis del Internet, bajo el monumento al Bicentenario de la Independencia, en la Ciudad de México. Esto sucedió antes de la pandemia, de que “lo vi en TikTok” se convirtiera en un comentario recurrente de sobremesa y de que el concepto de “trabajo remoto” revolucionara el mundo laboral a través de las salas de Zoom o Google Meet. A la distancia revivo ese encuentro, esa confusión de ver la realidad “de a deveras” invadida por otra, la del internet. Ese mundo, detrás de las pantallas, que se nos insiste que no es real.
Pero hay quien dice que actualmente existimos divididos entre un plano digital y un plano físico, y de llegar a ser una realidad el metaverso, todo cambiará para siempre. Una red escalable de mundos digitales interconectados, en tercera dimensión, interoperable con un mismo avatar, que se podrá experimentar de forma sincronizada para un número ilimitado de usuarios gracias al uso de un visor, y que ofrecerá continuidad de datos, entendidos como identidad, logros, comunicaciones, objetos, pagos y más. Esto borrará ese límite que separa la pantalla de la realidad. Pero como sucede con toda innovación tecnológica, por su naturaleza incierta, este suceso viene acompañado de miedo y emoción. ¿Cuál será la pertinencia de hacerlo realidad?, ¿quién concentra el poder en esta expansión? Más aún: si tenemos la posibilidad de diseñar un mundo nuevo, como dioses antiguos, ¿estamos realmente seguros de que haríamos uno mejor?
Fue el 28 de octubre de 2021 cuando Mark Zuckerberg hizo la presentación de la nueva visión para Facebook, que implicaba un cambio de nombre institucional: Meta. La razón se justificaba más allá de la mercadotecnia. Rodeado por un espacio virtual, explicó los beneficios que traería consigo la implementación de su metaverso y enlistó las posibilidades: diseñar mundos propios, con la apariencia que uno decida, por medio de avatares personalizados; revolucionar el trabajo con espacios que integren la presencialidad y sean capaces de interconectar diferentes aplicaciones del mundo laboral; transformar la manera en que nos ejercitamos, y mucho más. A pesar del anuncio consignado por los medios, hay especialistas y artistas que, desde su experiencia, pero también simple y llanamente como usuarios del internet, dudan que todo sea color de rosa con esta nueva manera de vivir la tecnología.
“Yo creo que está hecho con un enfoque comercial. Facebook, además de que quiere gente en la plataforma, supongo que empezará a hacer funcionar su Marketplace ahí. Seguramente no hay nada que le gustaría más a Amazon que tener un lugar donde la gente esté comprando y haciendo cosas, o a Google Maps, que al volverse tridimensional aumentaría sus posibilidades de branding”, dice Canek Zapata, artista digital y uno de los promotores del Yami-Ichi, sobre sus preocupaciones de origen con el metaverso de Zuckerberg. Bromea incluso con que quizá en los sueños nos aparezcan anuncios, pero ¿qué tan descabellada es la idea, cuando sigue pendiente una solución sobre la manera en que estas aplicaciones hacen uso de nuestros datos?
Hoy sabemos que los algoritmos nos escuchan, que registran lo que vemos en pantalla y cuánto tiempo lo vemos, y con base en eso nos bombardean con la publicidad que pueda tentarnos más a hacer una compra. ¿Qué pasaría si esa experiencia afectara todos los sentidos y nuestra exposición fuera totalmente ininterrumpida? Seguramente aumentarían las ganancias, y es debido a esto que el metaverso suena a un campo de batalla comercial.
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Meta no es la única empresa interesada. En mayo de 2021, Microsoft anunció que empezaría a trabajar en su propio proyecto de realidad virtual y Tencent, la empresa tecnológica más grande de China, hizo pública también su visión del metaverso. Unos días después, el Gobierno de Corea del Sur creó “la alianza surcoreana del metaverso”, que agrupa a 450 empresas para el desarrollo de tecnología y ecosistemas de este tipo. El interés económico que coexiste es inédito. De ahí que Jensen Huang, director ejecutivo y presidente de Nvidia, empresa líder en el sector de videojuegos, haya declarado a la prensa que espera que la economía en el metaverso llegue a ser más grande que la economía fuera de él.
Matthew Ball es el autor más popular cuando se habla de esto. En su libro más reciente, El metaverso. Y cómo lo revolucionará todo (Deusto, 2022), describe los cambios económicos que traerá consigo. Según sus pronósticos, para 2032 generará un valor anual de 3 650 millones de dólares, 1.8 veces más dinero que el PIB de México en 2021. La idea no es descabellada si pensamos que en 2002 había dos empresas ligadas al mundo del internet entre las diez más poderosas del mundo, Microsoft e Intel; casi veinte años después, al 1 de enero de 2022, sumaron nueve (ver Tabla 1, empresas en sombreado), según The FT Global 500, del Financial Times. Por todo ese dinero en juego es que Alex Argüelles, tecnólogue mexicane, se siente preocupade por los intereses de las empresas que están impulsando el desarrollo del metaverso.
“Para empezar, la manera en la que vorazmente se le ha permitido a Facebook utilizar la palabra ‘metaverso’ como parte de su estrategia de branding es terrible. Es como si yo de repente quisiera poner una marca que se llame ‘Parque Tezozómoc’. Esa palabra y ese significado y esta relación de significado/significante ya están asociados en la mente de muchas personas con un espacio específico. En el momento en que yo hago captura de ese imaginario, también estoy capturando sus posibilidades”, dice Argüelles, fundadore de Comunal, un laboratorio de resiliencia digital que busca promover el uso del internet desde plataformas que no sean parte de los oligopolios de la industria.
Esa captura de posibilidades tiene que ver con limitar el metaverso a solo un espacio de consumo, lo que resuena con Zuckerberg y su énfasis en garantizar que las cosas que poseas en esta realidad sean propiedad de cada persona y no de ninguna empresa. Pero, apunta Argüelles, se está invisibilizando que es una idea que no viene de Meta, sino de mucho tiempo atrás. Snow crash, novela escrita por Neal Stephenson en 1992, es uno de los antecedentes más claros, pero se pueden encontrar ideas similares en otros autores de mediados del siglo XX, como Philip K. Dick o el mismo Ray Bradbury. También hay obras más contemporáneas, como Ready player one, escrita por Ernest Cline en 2011 y llevada al cine por Steven Spielberg, que comienzan a hacer un acercamiento mucho más vívido.
“Los guiños al metaverso nacen a propósito de la cultura ciberpunk, y en el fondo lo que plantean es esta posibilidad de tener una continuidad entre este universo físico palpable y este otro universo digital, donde tú podías incluso jugar con posibilidades que en el mundo físico no tendrías”, dice, aunque esto no alcanza a responder, más allá del potencial de negocio, para qué queremos hacer esto real. “A veces es complicado verlo tan a bote pronto en lo digital, pero a mí me gusta mucho pensar el metaverso como si fuera un parque. No es lo mismo ir a un parque que está lleno de stands de diferentes empresas y donde todo el tiempo hay alguien vendiéndote algo que ir a un parque que está pensado como un espacio para encontrarte con otras personas, para subirte a juegos y que lo disfrutes. Esa posibilidad de tener un espacio para crear, para desarrollarnos, para estar, encontrarnos, es algo que se va agotando cada vez más”.
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En 2020, en plena pandemia, el gobierno del municipio de Escobedo, en Nuevo León, anunció que haría el festejo de la Independencia de forma virtual en el videojuego de construcción Minecraft. Para ello, la administración creó una réplica del palacio municipal y de la plaza central. Sin embargo, olvidó restringir los permisos de edición y, la madrugada antes de los festejos, un grupo de usuarios empezó a generar caos en aquel Escobedo virtual. Dinamitaron edificios y vertieron baldes de lava digital en todo el escenario, lo que fue descrito en algunos medios como “vandalización”, pero que en sentido práctico se trataba de una broma. Al final, el gobierno logró reparar los daños y la alcaldesa, Clara Luz Flores, pudo dar el Grito luciendo su avatar personalizado frente a un controlado grupo de pequeños seres construidos con bloques. ¿Quién gobernará el metaverso y marcará los límites entre lo permitido y lo prohibido? La anécdota sirve para alimentar esta duda, que es muy complicada de despejar.
“En la literatura que habla del metaverso, los personajes que son los buenos, los que seguimos [como protagonistas], son la gente que está fuera de la ley, que utiliza estos lugares para estar más allá de las restricciones, la gente que los puede modificar a su antojo o que aprende a utilizarlos”, explica la escritora de ciencia ficción Andrea Chapela, y en ello nos recuerda, tal y como adelantaba Alex Argüelles, que en el ciberpunk que da origen al metaverso está precisamente entremezclado lo punk y, por tanto, lo político.
Por ejemplo, China prohibió la venta del videojuego Animal Crossing en 2020 porque jugadores de Hong Kong comenzaron a hacer protestas digitales en defensa de la democracia en su país y en contra de la intervención de su Gobierno. Esta idea fue retomada por el Laboratorio Arte AC, del Tecnológico de Monterrey, bajo una iniciativa dirigida por el artista Ernesto Walker, quien hace residencias que busquen generar proyectos a partir de la colaboración con estudiantes y académicos. “Debido a la pandemia empezamos a pensar cómo podía suceder el programa sin estar todos en el mismo lugar, bueno, al menos no físicamente. En aquel momento empezaban las conferencias en streaming, lo mismo los conciertos, las obras de teatro. Todo era captado por una cámara y transmitido sin plantearse si estaba encontrando un subproducto de internet”, cuenta Walker. “Creíamos que estábamos sustituyendo exitosamente la realidad, pero estábamos generando versiones alteradas [de la vida cotidiana], porque estábamos cambiando el medio, y queríamos abordar eso desde un punto crítico”, dice. De ese modo, las artistas Tania Candiani y Ale de la Puente, desde la residencia del laboratorio, pudieron generar obras montadas en videojuegos sandbox, que ofrecen al jugador la posibilidad de moverse libremente por un mundo virtual y alterar cualquier elemento a su voluntad, construir, hablar, conectar, etcétera.
Precisamente, El tiempo es otro río, proyecto de investigación de Candiani, se conforma por un catálogo de protestas que tuvieron lugar en el mundo físico y que fueron llevadas a las dimensiones de Minecraft, The Sims, Animal Crossing y Second Life, y solo puede experimentarse si se acude a los escenarios en línea. En la pieza construida pueden visitarse manifestaciones contra la violencia machista, con las consignas pintadas en las calles de la Ciudad de México, mientras que en la réplica de una avenida de una gran metrópoli podía apreciarse una serie de avatares cargando pancartas, como las de la People’s Climate March de 2014 que encabezaron cientos de niños y jóvenes en el mundo. “El arte siempre va a encontrar el modo de incomodar, de enfrentarnos con contenidos atípicos, formatos atípicos o experiencias retadoras que van a contrapuntear los pensamientos populares porque, claro, siempre va a ser más cómodo ir con lo que ya está que romperse la cabeza”, reflexiona Walker.
Y ese siempre hallar la manera ocurre ya en las comunidades del internet. Por ejemplo, Canek Zapata recuerda que, en China, precisamente para sortear la censura, activistas crearon un lenguaje llamado martian, que era un uso codificado del chino, para poder conversar con libertad de los temas que incomodaban al Gobierno. “Quienes hagan el verdadero metaverso van a ser las comunidades, no realmente las empresas. Pasa un poco con las páginas de memes. Las comunidades hacen los memes, los popularizan y luego llegan las empresas a tratar de capitalizar eso”, dice Zapata.
Cómo no recordar todos esos ejemplos de marcas que quieren actuar como personas en sus redes sociales y subirse al meme del momento, pero sin lograr que sea del todo gracioso, ya sea porque llegan tarde al chiste o porque sencillamente no termina de sentirse como una actividad genuina, sino como un acto de publicidad. Paradójicamente, esa innovación a la que tanto apela el mundo empresarial para generar riqueza requiere que la gente sea auténtica en estos espacios. Que exista libertad para encontrarse y perder el tiempo. Si el internet se sigue sintiendo novedoso es porque las comunidades de las que habla Zapata siguen entregándose al caos.
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“A veces me pregunto: ¿por qué si la cercanía física funciona tan bien, por qué si no está rota, la vamos a arreglar?”, dice Andrea Chapela. Tiene un punto: aun con sus interesantes posibilidades, no es del todo claro qué ganamos como sociedad si nos sumamos a la emoción empresarial de esta aventura.
Pero aun suponiendo que el universo de posibilidades que ofrece sea tan atractivo como para admitir que vale la pena hacerlo, es chistoso que el metaverso de Zuckerberg y los de las otras grandes compañías de tecnología busquen crear réplicas fieles de la realidad. ¿Por qué si se nos ofrece la posibilidad de ir al trabajo como nuestro personaje de caricaturas favorito y responder mails desde la playa, elegimos reproducir las oficinas que ya conocemos hasta el cansancio? “Yo creo que [es] porque hay gente que tiene muy poca imaginación”, dice Chapela entre risas, y añade que sigue sin ver el valor de ingresar a este mundo. “¿A qué voy a meterme al metaverso si ya de por sí me parece terrible la manera en la que me utilizan? Creo que prefiero estar en la realidad, que es gratis, sin que nadie me vea como un número más que hace dinero”.
Pero aun con ese riesgo de origen, hay conversaciones muy activas en este momento y que se resuelven con el metaverso. Vivimos en un mundo donde la identidad, en términos de cómo nos percibimos y somos percibidos, es una discusión cultural constante. ¿Qué pasará cuando tengamos la certeza de que podemos ser vistos exactamente como queremos, con la seguridad de que los demás verán el mismo avatar que nosotros vemos? ¿Y qué pensaríamos de que esa experiencia estuviera reservada solo para quien pudiera pagarla?
Otra discusión que se aborda es la fragmentación. Si somos capaces de limitar nuestro mundo a placer, ¿qué efectos tendrá en nuestra capacidad de hablar con quien piensa distinto?, ¿qué incentivos tendremos para exponernos a esas experiencias incómodas e inesperadas que ofrece el arte?
Y en tercera instancia, y quizás sea esa la razón del metaverso, buscar la ampliación del mundo puede que tenga un nexo con el miedo a que este plano físico vuelva a colapsar. Si la pandemia mostró su fragilidad, ¿qué depara el cambio climático?, ¿no será el metaverso un vistazo a la realidad posible en un planeta que se deteriora sin que ni el capital ni la política hagan cambios con la urgencia necesaria?
“Si es verdad que ya no podemos salir porque no se puede respirar y tenemos que vivir en sótanos el resto de nuestras vidas porque el mundo ya no está acondicionado, pues ni hablar, pero hay una parte de mí reticente a pensar que la solución es darle la espalda al mundo”, agrega Chapela sobre esta duda sobre si el metaverso es un plan de escape al apocalipsis. “Creo que hay ciertas cosas que son difíciles de comparar, como la sensación de ir caminando y sentir el sol detrás o sentir que sopla el viento, y que es bonito porque algo sucede alrededor tuyo que te recuerda que estar vivo tiene sentido. Son pequeños momentos mundanos de conciencia de uno y su vida interior que no sé hasta qué punto se podrían replicar”, reflexiona, y hace una pausa como repasando esta contradicción entre temor y emoción que abraza toda idea del futuro.
“Me entusiasma ver el metaverso de lejitos, pero no me gustaría tener que existir en él. Lo cual a lo mejor está bien, porque para cuando exista seré yo como los boomers de ahora. Entonces no se esperará que lo vea bien ni que me haga gracia en mi cabeza. Voy a poder envejecer y quejarme y decir que en nuestros tiempos se salía a tomar agua y a mojarse los pies y que la lluvia no era un filtro que se pudiera quitar con un botón”.
Esta historia se publicó en la edición dedicada a «La revolución tecnológica«.
LUIS MENDOZA OVANDO. Guadalajara, 1994. Suele mentir y afirmar que es de Monterrey. En esa ciudad del noreste mexicano estudió Ingeniería Química en el ITESM porque, aún hoy, tiene un amor por los números que no puede ocultar, aunque su verdadera vocación sea escribir. Corrigió su rumbo en la Ciudad de México, donde entró a la maestría en Periodismo sobre Políticas Públicas en el CIDE. Actualmente es columnista en El Norte, dirige el pódcast de la revista Contextual y escribe en Gatopardo.
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