Durante los primeros tres meses del año, en Río de Janeiro llovió en promedio uno de cada tres días; en el Complexo do Alemão, una de las mayores agrupaciones de favelas de la ciudad, el promedio de tiroteos fue de uno cada 30 horas. Todas las mañanas, doña Marta, más que mirar al cielo para saber si tiene que agarrar un paraguas, agudiza los oídos para detectar si hay tiros. La puerta de su casa, una modesta construcción de cemento donde viven diez personas entre hijos, sobrinos y nietos, se cierra con una cuerda porque una bala voló la cerradura. El portón de la iglesia vecina está salpicado de impactos de diferente calibre. En los últimos meses, a su afición por las telenovelas doña Marta, una señora de grandes ojos oscuros y pelo limpio de canas a sus 81 años, ha añadido un nuevo pasatiempo: recolectar casquillos de bala en una de esas calabazas con las que los niños piden caramelos en Halloween. Son restos de los enfrentamientos entre policías y traficantes.
Los habitantes de Alemão suelen hacer símiles con las guerras de Irak y Siria para describir su día a día. Pero es más parecido a una guerra urbana de guerrillas con pistolas, fusiles y alguna ametralladora: los policías avanzando desde su base por las laderas y los callejones de la favela y los traficantes respondiendo detrás de muros construidos como trincheras; o los traficantes disparando a la base y los policías respondiendo, a veces desde las casas de los propios habitantes. Casi día a día: 71 de los primeros 90 días del año, según Papo Reto, un colectivo que defiende los derechos humanos de los habitantes del Complexo. Para quien no está acostumbrado a escuchar disparos es difícil distinguir un tiroteo de unos fuegos artificiales, en cambio, los habitantes de Alemão han desarrollado la habilidad de calcular a qué distancia se produce el enfrentamiento. Es la diferencia entre acostarse debajo del colchón o ver la televisión; refugiarse en un cuarto trasero o ir a comprar el pan; hacer una pausa en su vida o continuar con las responsabilidades cotidianas. Su mayor miedo es que una bala perdida los mate. O una bala a secas.
Los disparos son ese sonido continuo que interrumpe la vida de todos. Suelen comenzar después de las seis de la mañana, cuando Rosa se dirige a su trabajo como cajera de banco, y de nuevo cuando regresa a casa, a las cuatro de la tarde. A veces empiezan a la hora de cenar, cuando Daiene Mendes, estudiante de periodismo, va a comprar pizza con una amiga; otras, mientras doña Helena sirve cervezas en el bar y entonces ella y sus clientes se esconden en el cuarto trasero. Hace unas semanas comenzaron y Marcos Valerio Alves, líder de una asociación de vecinos, decía que los habitantes eran “rehenes de una guerra que no era suya” mientras cuatro señores continuaban su partida de dominó sin inmutarse. “En Río de Janeiro no hay un solo día sin tiros, hay días sin víctimas, pocos, pero hay”, dice Cecilia Oliveira, creadora de Fuego Cruzado, una plataforma digital que monitorea los disparos en el estado. El 5 de febrero, la aplicación registró un enfrentamiento en Alemão que se prolongó casi 100 horas.
Una tarde de marzo, el tiroteo empieza cuando doña Marta camina de la mano con uno de sus nietos después de recogerlo en la escuela. Se sienta en una de las mesas de plástico de un pequeño bar a mitad de camino de su casa y la base policial, también marcada por las balas, y se lleva una mano temblorosa a la cara. “Siempre que pasa esto no sé qué hacer, si me muevo estoy nerviosa; si me quedo quieta, es peor”, dice. Los disparos suenan entre ella y sus otros dos nietos, que esperan en el colegio a que su abuela los busque. Los parroquianos del bar en el que se refugia doña Marta se levantan indignados. Raúl Santiago, fundador de Papo Reto, está entre ellos. “¡Los tiros siempre comienzan cuando los niños salen de la escuela!”, exclama. La decena de clientes del bar concuerdan en que este tiroteo, el de las 16:00, es el tercero que normalmente sufren en un día. Su teoría es que se producen en los momentos en los que hay más gente en la calle.
Todos permanecen en el bar, nadie corre a esconderse. Un hombre que recoge la basura muestra un enorme depósito de agua vacío. No recuerda la última vez que lo llenaron. Está agujerado de balas. El enfrentamiento dura unos quince minutos. Cuando el sonido de los disparos se apaga, doña Marta agarra a su nieto de la mano y continúa su camino.
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Las casas de la calle 7 de septiembre, en Nova Brasilia, una de las 13 favelas que componen el Complexo do Alemão, se diferencian entre sí por los colores, pero tienen en común los agujeros de bala de sus fachadas. Un hombre fuma un cigarro en la ventana de un edificio blanco adornado con dibujos tricolor del Fluminense, uno de los cuatro grandes equipos de futbol de Río de Janeiro. En la casa de al lado cuelga un cartel que dice “SE VENDE”. Una señora se asoma por la puerta de su hogar, de fachada verde, que parece el blanco de una ametralladora; su casa tiene impactos de hasta cinco centímetros de diámetro. Los niños meten las manos en los hoyos para medir su tamaño. Un grafiti en la acera de enfrente advierte que la policía va a morir.
La calle y sus habitantes están en medio de una de las Unidades Pacificadoras de la Policía Militar (UPP) y la Rúa 2, uno de los bastiones del Comando Vermelho, un grupo que nació durante la dictadura militar en una prisión de Río de Janeiro como una alianza entre líderes de izquierda y delincuentes comunes para defenderse del sistema autocrático; con los años se extendió por las zonas más pobres de Río de Janeiro, se involucró con el narcotráfico y perdió su ideología. Hoy es el grupo criminal más grande de la ciudad y el Complexo do Alemão era considerado por las autoridades su cuartel general.
Hace siete años, 2,300 agentes de la policía, el Ejército y la Marina invadieron las favelas para instalar cinco bases de la Unidad de Policía Pacificadora con la promesa de paz para sus habitantes. La lógica era la siguiente: las favelas viven en un sistema feudal, en el que los traficantes controlan la vida de los habitantes; el estado ocuparía militarmente esas favelas y expulsaría a las facciones (grupos criminales) para traer la democracia y todos sus beneficios. La UPP era una promesa de policía nueva y comunitaria que dialogaría con los habitantes de la favela y no tendría los vicios de la Policía Militar, considerada la más corrupta de Brasil. “Ese proyecto falló. La policía permaneció como una fuerza de ocupación externa, que no dialoga con sus habitantes, no se movilizaron para integrarse a la comunidad”, explica Silvia Ramos, experta en seguridad y ciudadanía de la Universidad Candido Mendes. Siete años después de la invasión, la UPP no ha implantado la paz.
El primer fin de semana de marzo, decenas de vecinos se aglomeran en la 7 de septiembre para protestar porque han pasado de ser víctimas de un sistema feudal a ser víctimas de la guerra. Marcos Valerio Alves, presidente de la asociación de moradores Palmeiras, es uno de los líderes de la marcha. Tiene 49 años y 25 hijos. Lleva gafas de cristal de culo de botella. En el cuello, dos collares gruesos. En los dedos, tres sellos. En la muñeca, una esclava. Todo de plata. Viste bermudas y sandalias. Lleva en Alemão “desde su primer soplo de vida”, que es la mitad de la vida del Complexo, fundado hace casi un siglo por Leonard Kacsmarkiewcz, un polaco que compró un terreno que los agricultores de las haciendas cercanas a la zona norte de Río de Janeiro ocuparon para vivir.
El Complexo es hoy un territorio en el que cabrían más de 400 campos de futbol como Maracaná y donde viven unas 70,000 personas, según el censo de 2010 —las organizaciones locales doblan esa cifra—. Entre las laderas de las colinas hay calles bautizadas en honor a sus fundadores, como Santa Teressinha, hermana del polaco que los cariocas confundieron con un alemán. Otras llevan el nombre de calles de México, como Yucatán, porque fueron construidas durante el Mundial del 86 celebrado en ese país. El dominio y la violencia del Comando Vermelho también contribuyó a la nomenclatura callejera: Inferno Verde, Zona do Medo…
A finales de los ochenta, cuando Bentto Fabio, un fotógrafo del colectivo Papo Reto, tenía tres meses, su hermano fue asesinado junto con otros traficantes en una lucha por el control de la favela. Desde entonces el lugar de la matanza se conoció entre los habitantes como Largo da Morte. “Ahora mi madre tiene otro hijo que también está entre los tiros, pero desde otra trinchera”, dice Bentto, que toma fotos para denunciar lo que viven los habitantes. El Largo da Morte es desde 2011 una de las estaciones del teleférico de Alemão, la inversión más simbólica de la pacificación, que la directora del Fondo Monetario Internacional Christine Largarde calificó durante una visita como una versión urbana de una estación de esquí de los Alpes.
Marquinhos da Pepé, como se le conoce a Alves, está muy indignado con el mayor Leonardo Gomes Zuma, el hombre que comanda la UPP de Nova Brasilia. “No sé dónde está el juramento de los policías de servir y proteger, porque hacen todo lo contrario. Las personas tienen miedo de hablar por las represalias. Yo ya superé el miedo: soy negro, pobre y favelado”, dice. La primera vez que nos vimos, recordaba que durante ocho meses después de la ocupación no hubo un solo disparo en Alemão. Hasta 2013, en comparación con la situación anterior, decía que las cosas estaban relativamente bien. En medio de la conversación, empezó un enfrentamiento. Se veía una columna de humo cerca del edificio de la UPP. Estábamos como a 500 metros, una distancia de seguridad suficiente para que en las calles de abajo de la ladera la vida continuara.
“Los primeros comandantes me dijeron: sabemos hacer la guerra muy bien pero estamos aquí para traer la paz. Y cumplieron. Pero luego cambió el comando porque lo que les interesa es la guerra. Hay que preguntarse por qué. ¿Quién gana? Porque el morador no. Teníamos un proyecto social con más de mil jóvenes y niños. Ahora ya no queda nada. De ese proyecto, el 99% de los chicos se dedican al tráfico”, concluye Alves.
El primer sábado de marzo, cuando Alves y decenas de personas más se aglomeran en la calle 7 de septiembre, no hay disparos. Sólo el runrún de las conversaciones. Bajo esta escenografía de guerra, unas mujeres cargan una manta blanca con un mensaje: “Paz en el Complexo”. Al fondo se ve una de las estaciones del teleférico. La gran obra de la pacificación no funciona. El estado de Río de Janeiro, entre escándalos de corrupción y una crisis económica flagrante, debe más de tres millones de dólares al consorcio que gestiona el proyecto. Desde una camioneta equipada con altavoces comienza a sonar un funk:
Yo sólo quiero ser feliz / caminar tranquilamente en la favela en que nací / y
poderme enorgullecer y tener en la conciencia que el pobre tiene su lugar.
Una vecina de la Plaza de la Samba, donde los policías han ocupado varias casas para enfrentar a los traficantes, muestra los casquillos de balas que encuentra a diario.
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Una mañana, Veríssimo Da Lage les explicó Othelo a sus alumnos de Vila Cruzeiro, una favela vecina al Complexo do Alemão, una especie de satélite que sufre los mismos problemas. Para que los adolescentes entendieran mejor la obra de William Shakespeare, intentó hacer un símil futbolístico, en teoría más próximo a ellos que una historia escrita a principios del siglo XVII sobre un general del ejército de Venecia y sus lugartenientes. Veríssimo les dijo que Othelo era el técnico del equipo y que Yago y Cassio luchaban por ser el capitán. En medio de la explicación, una alumna lo interrumpió: “Profesor, la historia de Shakespeare es muy buena, pero su ejemplo es muy malo. ¿Puedo poner yo otro ejemplo?”.
En los paralelismos de la chica, Othelo era el dono do morro (el jefe del tráfico en la favela) y Yago y Cassio se disputaban su lugar como número dos en la estructura del crimen. Othelo formaba una cuadrilla para la guerra en Chipre contra los turcos (una pandilla para luchar contra una facción rival). Los turcos naufragaban (los enemigos de la otra facción morían). Se celebraba una fiesta en Chipre en honor a Othelo (se celebraba un baile funk en la favela).
Veríssimo llama a sus alumnos “Hércules” por las pruebas que tienen que superar para llegar a la escuela. Muchos días el salón está medio vacío porque los chicos se quedan en casa debido a los enfrentamientos. Otros, el coche blindado de la policía, el caveirão, aparca en la puerta del colegio. Veríssimo dice que también ha visto cómo policías armados entraban en la escuela para buscar a un alumno que, según ellos, estaba inmiscuido en el narcotráfico. A veces, los disparos comienzan en medio de la clase y las sesiones se interrumpen porque las madres llegan a la escuela a recoger a sus hijos. El año pasado, según la Secretaría de Educación de Río de Janeiro, sólo 43 días del año ninguna escuela de la ciudad cerró por la violencia.
“Yo creo que estos chicos no merecen nuestra caridad, sí nuestra solidaridad y sobre todo nuestra admiración. En el contexto de urgencia que viven desarrollan un pensamiento muy complejo del que deberíamos aprender. Los que están en el frente de guerra tienen derecho a improvisar”, dice el profesor de teatro en su casa, sentado sobre un cojín en el suelo y rodeado de una decena de figuras de orishas.
“Creo que los jóvenes entran en el comercio del microtráfico de drogas porque sólo encuentran visibilidad allí. Permanecen invisibles de cualquier otra forma. Pero lo que yo percibo cada vez más en la favela es que la gente no tiene que elegir entre el cáncer y el sida. ¿Ésas son las opciones? Si yo critico el trabajo de la policía no quiere decir que defienda a los traficantes”, dice Veríssimo.
Daniela Azini llegó hace cinco años a otra escuela pública de Vila Cruzeiro sin conocer el morro: todas sus informaciones venían por la prensa y la televisión; la mayoría sobre la ocupación militar de la favela. Sus familiares y amigos en Botafogo, en la zona sur de la ciudad, la parte noble y turística de Río, temían por su seguridad. Pero durante los dos primeros años y medio, Daniela no escuchó ni un solo disparo. Los alumnos le advirtieron que cuando llegara la Copa del Mundo, que se celebró en Brasil en 2014, el panorama iba a cambiar. Ella no les creía. Había ido cada mañana a la escuela sin preocupaciones, veía a los agentes de la UPP caminar tranquilamente por la calle. Hasta que un día cercano al inicio del Mundial uno de los chicos le mostró un casquillo de bala. La noche anterior se había producido un tiroteo. “Ahora cuando hablo de pacificación lo hago entre comillas, porque mi opinión ha cambiado mucho”, dice.
Poco después del Mundial, el dono do morro cerró la escuela un día en señal de luto por un traficante de la favela que había muerto. Ese mismo año, Daniela se unió a la página de Facebook que una habitante de Vila Cruzeiro creó para que los vecinos supieran dónde y cuándo había disparos. También se unió a grupos de WhatsApp en los que los habitantes intercambian informaciones, se organizan para garantizar su seguridad. En 2015, volvía con sus alumnos de una visita a un museo entre un intenso tiroteo. El año pasado, regresó un día a casa llorando en el bus, con un ataque de nervios, porque los disparos habían sonado demasiado cerca.
“Me siento muy unida a la comunidad. El único momento en que tengo miedo de dar clase en una favela es cuando empiezan los tiros”, dice.
Cuando comienzan los disparos, Daniela baja del tercer piso, donde imparte la clase, hasta una habitación en el primero. La escuela no tiene protocolo ante los disparos, pero los profesores creen que es el mejor lugar para protegerse por el espesor de la pared. Ella intenta tranquilizar a sus alumnos; pero si los tiros se aproximan, son los alumnos los que la tranquilizan a ella.
Desde niños, los estudiantes lidian con las balas, con hombres armados en las calles, operativos policiales, personas heridas por los tiroteos. Hay pocos lugares para escapar de esa tensión. La estudiante de periodismo Daiane Mendes, se lamentaba en su blog el pasado enero de que el centro cultural, social y deportivo de la favela La Grota, construido previo a los juegos olímpicos, está cerrado por falta de dinero para su manutención; que la biblioteca Parque, que funcionaba en una de las estaciones del teleférico, está también suspendida y ocupada por la policía; que una clínica de familia, que operaba en una de las partes más altas del Complexo, cerró por motivos de seguridad. “Es el legado de abandono”, escribió. En todo el Complexo no existe un centro de atención psicológica para los habitantes.
A unas cuadras a las afueras del Complexo, Mónica Cirne todavía saca aparatos de las cajas, acomoda juguetes en los cuartos del Instituto Movimiento y Vida, una clínica de fisioterapia para ayudar a los habitantes de Alemão. “A mí me llegan las consecuencias de los acontecimientos”, dice en referencia a los pacientes de la violencia que le toca atender: chicos con parálisis facial, jóvenes de 14 años con diagnósticos de ABC, hipertensos, diabéticos, infartados, entre otros… “Yo tengo una pirámide de los casos que trato y en la parte más ancha están enfermedades neurológicas motivadas por el estrés”, dice esta mujer de metro y medio, pelo con corte cuadrado y ojos agrandados por el aumento de sus gafas. También le toca auxiliar a personas fracturadas o con secuelas de tiros. Es la única persona que atiende gratis, desde hace 10 años, a los habitantes del Complexo. Mónica tiene fila de espera y atiende a unas 18 personas al día dos veces por semana. “Todo el mundo que tiene cualquier problema y necesita de la rehabilitación física me busca, ya sea porque recibió un tiro o se cayó de una azotea. Todos vienen con Mónica, pero Mónica está vieja y cansada”, dice la mujer que durante años atendió en un cuartucho de la iglesia y ahora ha abierto su propio instituto gracias a la ayuda de la comunidad. Si alguien tiene una enfermedad, ella lidia con las secuelas. Entre sus pacientes hay personas con cáncer, niños con hidrocefalia, hijos de adictos al crack. Cuando está en casa y escucha un tiroteo, sabe que al día siguiente tendrá mucho más trabajo.
La situación de órden público en Alemão es comparable a la de algunas ciudades en Irak o Siria. El 5 de febrero pasado, Fuego Cruzado, una plataforma que supervisa los tiroteos, registró un enfrentamiento que se prolongó casi 100 horas.
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Rosa no puede llegar a su casa.
Está sentada en una banca de piedra pegada a una mesa con un tablero de ajedrez. Mira su teléfono y lee los mensajes de su hija: “Están dando tiros desde temprano”.
“Es mejor esperar a que pase”, dice resignada en la plaza Inhaumá, un lugar a las faldas del Complexo do Alemão que usa de refugio cuando los disparos le impiden llegar a casa. Trabaja como cajera de un banco, a una hora de camino. Rosa —espalda ancha, nariz alargada y ojos grandes y caídos— vive en una zona ocupada por la policía. Su casa en la Plaza de la Samba, favela Nova Brasilia, está en medio del fuego. Los miembros de la UPP han ocupado las azoteas de algunas casas, entre ellas la suya, y desde ahí enfrentan a los traficantes. Todos los días, Rosa, como doña Marta, recoge casquillos de fusil que encuentra en su techo.
“Después de que la UPP entró, acabó el sosiego. Somos los más perjudicados de esta guerra. Antes [la Plaza de la Samba] era el mejor lugar para vivir, no había tiros, era tranquilo. Ahora es el peor. Hace dos o tres meses que no vivimos. En cualquier momento puede haber un tiroteo y alguien puede resultar baleado.”
Desde principios de año, la UPP comenzó a construir una base a sólo unos metros de la casa de Rosa. Algunos oficiales suelen trabajar como albañiles mientras otros vigilan con sus fusiles. Es común que suban a las casas de los vecinos, desde donde actúan como francotiradores. Cuando visitamos la zona, el cañón de un fusil se asomaba por un agujero en un ladrillo. “Un día llamó mi madre y me dijo que la policía estaba arriba y que no se quería ir. Sólo nos dijeron que se quedarían ahí porque es muy peligroso para ellos estar en la calle.” El techo de Rosa ha estado invadido por dos meses.
Guilherme Pimentel, creador de Defezap, una plataforma que ayuda a los ciudadanos a denunciar la violencia del Estado, asegura que al menos otras 10 casas están ocupadas en la Plaza de la Samba, bautizada así porque solía ser un lugar de fiestas y reuniones vecinales. Pimentel ayudó a Rosa a presentar una denuncia basada en videos de las ocupaciones y títulos de propiedad. La policía salió de casa de Rosa…, pero entró a otras. “Los habitantes del Complexo utilizan la aplicación para denunciar represiones en las manifestaciones, golpes de los agentes a moradores y ejecuciones. Han denunciado que han visto a policías cargando cuerpos”, apunta Pimentel.
El 23 de abril se celebró una Audiencia Pública en la Asamblea Legislativa del Estado de Río de Janeiro sobre las invasiones. Dos días antes el Batallón de Operaciones Especiales de la Policía Militar (BOPE) subió hasta la Plaza de la Samba con una cabina blindada para instalar la base policial. Murieron tres personas. Días antes, en otra operación, murieron otras tres. La UPP se comprometió a salir del lugar.
En la audiencia, el Mayor Leonardo Gómes Zuma dijo que sólo una casa estaba ocupada y defendió que las invasiones eran parte de una “estrategia para ocupar territorio” y para proteger a los policías, víctimas de tiros y granadas. Pedimos una entrevista con Zuma, que fue denegada por la Policía Militar de Río de Janeiro. “Él no es mucho de hablar”, respondió el portavoz Ivan Blaz. Preguntamos sobre las acusaciones de violaciones de los derechos humanos por parte de la UPP, la Policía Militar tampoco respondió. “La escala de lo absurdo ha ido aumentando. Comenzó con la presencia permanente de la policía en 2010 y hoy, en 2017, se ve esa misma política invadiendo casas, expulsando a los habitantes”, denuncia Raúl Santiago, representante de Juntos por el Complexo.
Rosa tiene pavor a las balas perdidas. Hace varios años, su hermano recibió un tiro en un baile funk durante un fuego cruzado. Dice que él era trabajador, que no tenía que ver con el crimen. Quedó paralítico durante diez años y falleció hace poco. Teme que la historia se pueda repetir con alguien más de su familia. Como ocurrió durante la última operación del BOPE con Gustavo da Silva, que salió a comprar el pan, o el soldado Bruno Souza, que estaba en su casa. En la calle de Rosa, como en la 7 de septiembre, todos los edificios tienen alguna señal del conflicto. El pastor Ananis de Oliveira muestra su iglesia destrozada por las balas. Un portón azul está completamente agujerado y por los huecos resplandecen destellos de luz. Oliveira explica cómo pide a sus fieles que se escondan en un cuarto de atrás cada vez que hay tiroteo y él está leyendo la Biblia. “Cuando llegué a esta iglesia hace dos años, venían más de 150 personas al culto, ahora no pasan de 30”, dice exaltado. “No es forma de vivir. Tenemos que salir de aquí. No veo otra opción.”
Rosa jugaba en la calle cuando era niña. Su hija, de 15 años, también. Sus sobrinos, que llegan a su casa después de la escuela, lo tienen prohibido. Hay días en que Rosa compra comida de más para no tener que salir. Pone la telenovela e intenta seguir su rutina porque a su casa no llegan los tiros que escucha, pero su hija y su madre se esconden en el cuarto de atrás. Una noche llegó tarde a casa. No había luz. La policía disparaba y lo único que se le ocurrió hacer fue gritar desesperada que era habitante y quería llegar a su casa para que no la confundieran con un criminal. Después de la última invasión del BOPE, Rosa decidió dejar la casa en la que ha vivido 40 de sus 44 años. “Nos vamos de aquí. Esta guerra no es nuestra”, nos escribió días después por WhatsApp.
En 2010 se instalaron cinco bases de la Unidad de Policía Pacificadora en el Complexo do Alemão. Siete años después, los habitantes se quejan de que son rehenes de una guerra que no es suya.
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En una pequeña oficina de préstamos, que parece más un salón de belleza porque siempre hay mujeres arreglándose, hay dos madres. La primera es conocida en el Complexo do Alemão porque su hijo era un mototaxista muy popular al que mató un policía. La otra es madre de un traficante y por eso rara vez habla del asesinato de su hijo.
En la calle Guadalajara, favela de Nova Brasilia, la parte baja del Complexo, el silencio es una anomalía. Denize Moraes, orgullosamente “nacida y criada” en Alemão hace 51 años, lo rompe con una carcajada.
—Hoy no he escuchado tiros, es raro.
Denize Moraes se arregla las uñas mientras atiende a un par de clientes. Su oficina está tapizada con 33 fotos en las que aparece su hijo Caio. Ella posa con un look diferente en cada una de ellas. En las conversaciones se habla de los tiros como de la lluvia. “Todavía recuerdo el primer tiroteo. Creo que fue por ahí de 1990, aún no había nacido mi hijo. Fue un día macabro. Parecía Irak. La mañana siguiente, cuando fui a la panadería, estaba lleno de casquillos de balas y cuando regresé, empezaron los tiros otra vez”, cuenta. Desde aquel día las balas se volvieron parte de su cotidianidad, hasta que le quitaron a su hijo Caio, de 20 años.
Fue el 27 de mayo de 2014. Caio llamó a Denize a las 18:52. Le dijo que había dejado de trabajar porque los vecinos protestaban por el arresto de Romarinho, un vecino acusado de tráfico de drogas. “Por un momento tuve un dolor en la espalda. Pero nunca imaginé que fuera porque mi hijo había recibido un tiro en la espalda.” En la manifestación, la policía tiró gas pimienta. Todos corrieron. Un policía disparó a su hijo desde una panadería. Ella estaba en casa cuando unos chicos llegaron para darle la noticia. Denize no conseguía encontrar sus zapatos, ni su bolsa ni los documentos. Cuando llegó a la calle donde estaba Caio, ya había muerto. La justificación del policía fue que había fallado el tiro, que estaba apuntando a un delincuente. “Eso es mentira. Era muy cerca. La bala dio en la vena del corazón. Entró por detrás y se quedó en la clavícula. Así pudimos saber quién le había disparado”, recuerda.
La comunidad se solidarizó con el caso de Denize Moraes porque Caio había trabajado casi desde niño. Tenía dos hijos y había construido su propia casa. Con él, dice Denize, se fue el 70 % de su felicidad. “Siempre dijo que no trabajaría en nada malo porque nunca aguantaría un tiro. Y no lo hizo.” En Brasil existe el dicho “Bandido bueno es bandido muerto”, con el que concuerda más de la mitad de la población, según el Anuario de la Violencia 2016, un estudio del Fórum Brasileño de Seguridad Pública. “El miedo legitima la barbarie. El miedo legitima que el Estado entre a la favela y mate a 30 personas. Como fue en la favela, el lugar del que tengo miedo, con una población que no es como yo, entonces no me molesta”, dice Marcelo Freixo, presidente de la Comisión de Derechos Humanos de la Asamblea Legislativa. En Alemão existen decenas de madres de traficantes que no cuentan su historia. Nadie empatiza con ellas. Son una parte marginada de la sociedad. “Yo pienso que es muy feo cómo se les trata, una madre es una madre”, dice Denize.
A su oficina llega doña Paula, una mujer de pelo crespo recogido en una coleta. Su imagen es la opuesta a la de Denize, quien después de años de repetir su historia, ha aprendido a no llorar cuando habla de Caio. Doña Paula tiene la cara limpia de maquillaje, la voz apagada, quebrada. Tiene miedo. Es desconfiada. No tarda ni dos minutos en llorar cuando recuerda ese día. “Mi hijo ahí solo…”. Interrumpe el relato. Denize le ofrece un vaso de agua. Le cuesta explicarse. Su hijo murió hace seis meses.
Hacía poco más de un año que era traficante. Ella nunca lo vio armado. Se había ido de casa. Doña Paula no sabía dónde vivía. Se había enterado por otras personas que estaba en el crimen. “No sé qué le pasaba por la cabeza”, explica. Su hijo, de 24 años, murió de un tiro en la cabeza en uno de los tiroteos cotidianos entre policías y traficantes.
“Cuando llegué no me dejaron acercarme. El policía me tiró una bala de goma y me dijo que me fuera de ahí. Yo le dije que no, que él acababa de matar a mi hijo. Le dije que si quería, me podía disparar.” Doña Paula lloraba y los policías la insultaban. Su nuera tenía un mes de embarazo cuando murió su marido. Una vez tranquila nos enseña en su celular la foto de su nieto. “Cuando nació mi nieto, me sentí feliz porque tiene la cara de mi hijo.”
Aquella tarde, Denize nos lleva a una pared donde hay un puesto de churrasco. Ahí está escrito: Caio eterno. Las paredes de Alemão recuerdan a sus muertos. Las amenazas a la policía. Las hazañas de los traficantes. Cuentan una historia de violencia y de una paz prometida que se ha convertido en un enfrentamiento diario. Mientras tanto, los vecinos denuncian y resisten en el
fuego cruzado. Doña Paula sube al morro antes de que anochezca. Vuelve a su casa. En una de las calles de al lado, cerca del asfalto, hay otra pintada en la pared con una flecha que indica el camino de salida del Complexo do Alemão: “Paz a 500 metros”.
En el Complexo do Alemão cabrían 400 campos de futbol como Maracaná. Durante años las autoridades lo han considerado el cuartel general del Comando Vermelho, el grupo criminal más grande de Río de Janeiro.
Esta crónica es parte de En Malos Pasos, un proyecto que explora el fenómeno de la violencia en América Latina.