Violencia en las favelas de Río de Janeiro, Brasil - Gatopardo

Guerra en la puerta de casa

La violencia no se detiene en las favelas de Río de Janeiro. Hace siete años la policía prometió paz, pero no ha cumplido.

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Durante los primeros tres meses del año, en Río de Janeiro llovió en promedio uno de cada tres días; en el Complexo do Alemão, una de las mayores agrupaciones de favelas de la ciudad, el promedio de tiroteos fue de uno cada 30 horas. Todas las mañanas, doña Marta, más que mirar al cielo para saber si tiene que agarrar un paraguas, agudiza los oídos para detectar si hay tiros. La puerta de su casa, una modesta construcción de cemento donde viven diez personas entre hijos, sobrinos y nietos, se cierra con una cuerda porque una bala voló la cerradura. El portón de la iglesia vecina está salpicado de impactos de diferente calibre. En los últimos meses, a su afición por las telenovelas doña Marta, una señora de grandes ojos oscuros y pelo limpio de canas a sus 81 años, ha añadido un nuevo pasatiempo: recolectar casquillos de bala en una de esas calabazas con las que los niños piden caramelos en Halloween. Son restos de los enfrentamientos entre policías y traficantes.

Los habitantes de Alemão suelen hacer símiles con las guerras de Irak y Siria para describir su día a día. Pero es más parecido a una guerra urbana de guerrillas con pistolas, fusiles y alguna ametralladora: los policías avanzando desde su base por las laderas y los callejones de la favela y los traficantes respondiendo detrás de muros construidos como trincheras; o los traficantes disparando a la base y los policías respondiendo, a veces desde las casas de los propios habitantes. Casi día a día: 71 de los primeros 90 días del año, según Papo Reto, un colectivo que defiende los derechos humanos de los habitantes del Complexo. Para quien no está acostumbrado a escuchar disparos es difícil distinguir un tiroteo de unos fuegos artificiales, en cambio, los habitantes de Alemão han desarrollado la habilidad de calcular a qué distancia se produce el enfrentamiento. Es la diferencia entre acostarse debajo del colchón o ver la televisión; refugiarse en un cuarto trasero o ir a comprar el pan; hacer una pausa en su vida o continuar con las responsabilidades cotidianas. Su mayor miedo es que una bala perdida los mate. O una bala a secas.

Los disparos son ese sonido continuo que interrumpe la vida de todos. Suelen comenzar después de las seis de la mañana, cuando Rosa se dirige a su trabajo como cajera de banco, y de nuevo cuando regresa a casa, a las cuatro de la tarde. A veces empiezan a la hora de cenar, cuando Daiene Mendes, estudiante de periodismo, va a comprar pizza con una amiga; otras, mientras doña Helena sirve cervezas en el bar y entonces ella y sus clientes se esconden en el cuarto trasero. Hace unas semanas comenzaron y Marcos Valerio Alves, líder de una asociación de vecinos, decía que los habitantes eran “rehenes de una guerra que no era suya” mientras cuatro señores continuaban su partida de dominó sin inmutarse. “En Río de Janeiro no hay un solo día sin tiros, hay días sin víctimas, pocos, pero hay”, dice Cecilia Oliveira, creadora de Fuego Cruzado, una plataforma digital que monitorea los disparos en el estado. El 5 de febrero, la aplicación registró un enfrentamiento en Alemão que se prolongó casi 100 horas.

Una tarde de marzo, el tiroteo empieza cuando doña Marta camina de la mano con uno de sus nietos después de recogerlo en la escuela. Se sienta en una de las mesas de plástico de un pequeño bar a mitad de camino de su casa y la base policial, también marcada por las balas, y se lleva una mano temblorosa a la cara. “Siempre que pasa esto no sé qué hacer, si me muevo estoy nerviosa; si me quedo quieta, es peor”, dice. Los disparos suenan entre ella y sus otros dos nietos, que esperan en el colegio a que su abuela los busque. Los parroquianos del bar en el que se refugia doña Marta se levantan indignados. Raúl Santiago, fundador de Papo Reto, está entre ellos. “¡Los tiros siempre comienzan cuando los niños salen de la escuela!”, exclama. La decena de clientes del bar concuerdan en que este tiroteo, el de las 16:00, es el tercero que normalmente sufren en un día. Su teoría es que se producen en los momentos en los que hay más gente en la calle.

Todos permanecen en el bar, nadie corre a esconderse. Un hombre que recoge la basura muestra un enorme depósito de agua vacío. No recuerda la última vez que lo llenaron. Está agujerado de balas. El enfrentamiento dura unos quince minutos. Cuando el sonido de los disparos se apaga, doña Marta agarra a su nieto de la mano y continúa su camino.

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Un hombre se apoya en un muro de la calle 7 de septiembre, una de las más afectadas por los enfrentamientos entre policías y traficantes. Todas sus fachadas están agujeradas por las balas.

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