Desde hace décadas, Julia Carabias se ha enfrentado a enormes obstáculos para defender el medio ambiente en México. Su lucha es contra su principal depredador: las invasiones humanas. Hoy es una de las investigadoras más reconocidas en el mundo.
El calor en la selva se enquista en la respiración. La humedad del entorno se mimetiza con la piel que transpira. Cuando el sol está alto, una quieta zozobra se cierne sobre el dosel de los árboles: no hay quien resista el pundonor de la canícula. En nuestra visita a la estación Chajul en la Selva Lacandona, el río Lacantún exhibía zonas bajas y estancadas: hacía tiempo que no llovía. Las marcas dejadas por los niveles del río sobre la ladera nos mostraron que estábamos al menos un metro por debajo de su caudal tradicional. Avanzamos por lancha para tratar de encontrar un punto desde el cual, a pesar de las humaredas que producen las quemas en el ejido Marqués de Comillas, el fotógrafo Santiago Arau pudiera levantar su dron y mirar tanto la majestuosidad orográfica de los árboles como la creciente devastación que amenaza la Reserva de la Biosfera Montes Azules.
Cuando por fin encontramos un buen punto para levantar el aparato, la ambientalista Julia Carabias se asomó a la pantalla y nos explicó los límites territoriales de la reserva y la ubicación de los asentamientos ilegales que hoy constituyen una de las amenazas más grandes para la conservación de uno de los sitios de mayor biodiversidad en el mundo.
Después de días de recorridos por río y a pie a través de los senderos de la selva, volvimos a la Ciudad de México. En el aeropuerto recibí fotografías y mensajes de voz de Rosaura Cadena y Alejandra Rabasa, cómplices y colaboradoras de Carabias: lejos de los recorridos de inspección que vivimos nosotros, a ellas les tocó trabajo de campo. Bajo el sol inclemente, las tres dedicaron toda su mañana y buena parte de la tarde a restaurar la laguna de Lacanjá. Tras cinco horas de trabajo arduo, Cadena y Rabasa mostraron acuse de la insolación y el cansancio, y se sentaron bajo unas sillas y una sombra improvisada mientras Carabias seguía. “Es infatigable”, explica Rosaura, “no sólo puede estar midiendo plantitas, el manto freático y recogiendo basura sin parar un segundo durante horas, sino que lo hace sin perder entusiasmo”. Lejos de regresar a resguardarse de las jornadas extenuantes, Carabias suele usar las tardes para apuntalar uno de los proyectos principales de la estación: la instrucción de la población más joven.
Durante nuestra estancia, pasó una noche proyectando una presentación que explicaba el avance de la devastación en la Selva Lacandona, cómo las interacciones que se generan de manera natural pueden tardar cientos de años en restaurarse y el impacto que las políticas de conservación ha tenido en reestablecer poblaciones de fauna amenazada. Otra noche se la dedicó a trabajar con uno de los chicos beneficiarios de los sistemas de becas que tienen en alianza con organizaciones no gubernamentales: el chico quiere ser chef y trabajar en uno de los proyectos de ecoturismo que hay en la región para promover el desarrollo económico sin tener que desmontar selva. Cientos de niños y jóvenes han pasado por la estación Chajul, en procesos de sensibilización e instrucción en temas ambientales de conservación y protección de recursos naturales. Además se han becado a chicos para que estudien temas vinculados con la biología o la gastronomía, con la intención de que regresen a sus comunidades a impulsar proyectos productivos que tengan siempre una óptica de conservación.
CONTINUAR LEYENDOEn la región de la Selva Lacandona se encuentra una de las selvas tropicales húmedas más vastas y biodiversas del mundo. En ella habita fauna amenazada como los jaguares o tapires, viven cerca de la mitad de especies de aves que hay en el país, un poco menos de la mitad de las mariposas diurnas y una cuarta parte de los mamíferos. Se estima que en la actualidad sólo 10% de lo que fue el territorio original de este tipo de vegetación en México permanece en buen estado de conservación y sólo 5% está bajo un régimen de área natural protegida, justamente en la Selva Lacandona. Esta zona ha sido ampliamente disputada por la riqueza de sus recursos naturales. Desde las compañías inglesas y españolas de extracción de caoba a finales del siglo XIX, hasta las invasiones territoriales y el tráfico de especies actual, la Lacandona ha estado en constante asedio. De no ser por el trabajo que realizan organizaciones como Natura y Ecosistemas Mexicanos, creada en 2005 por los biólogos y conservacionistas Julia Carabias y Javier de la Maza, el daño sería mucho mayor.
La población que vive en ella pertenece mayoritariamente a tres etnias: los lacandones, los choles y los tzeltales. En los años setenta fue creada la Comunidad Zona Selva Lacandona, lo que implicó una compleja relocalización demográfica de las etnias que habitaban en la región. Los terrenos de la Comunidad fueron inicialmente dotados a los lacandones y pocos años después, antes de terminar la década, se integraron las etnias chol y tzeltal. Algunos ya vivían al interior del polígono, pero la mayoría provenían de los Altos de Chiapas y de Tabasco, lo cual hizo más compleja la tenencia y la potestad sobre la tierra. Fue en 1978 cuando se decretó la primera área natural protegida de la región, la Reserva de la Biosfera Montes Azules. La pugna por el control territorial ha sido tensa y por momentos, violenta. En el último medio siglo, la Selva Lacandona perdió tres cuartas partes de sus ecosistemas naturales, selvas y bosques, a partir de dotaciones, invasiones y regularizaciones ilegales de tierras.
Sólo entre 2002 y 2007 se asentaron más de 30 invasiones dentro de la Reserva de la Biosfera Montes Azules, gran parte de las cuales se reubicaron mediante largos y complejos procesos de negociación, la mayoría dentro de terrenos de la Comunidad Zona Selva Lacandona pero fuera de la Reserva. En aquella ocasión, el gobierno destinó cerca de 1 500 millones de pesos a la compensación de los comuneros tenedores de esas tierras (choles, tzeltales y lacandones), aunque, claro, en el camino “se perdió” una buena parte de ese monto. Entre 2013 y 2014, una nueva oleada de invasiones y regularizaciones comenzó a tramarse. A ella se opusieron una vez más los lacandones y Carabias, una de las más fieras y comprometidas defensoras del medio ambiente en nuestro país, situación que desembocó, por cierto, en el secuestro que sufrió el 27 de abril de 2014.
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Después de un largo tránsito por la administración pública y por organismos internacionales como la ONU —que entre otras cosas le ha merecido la Medalla Belisario Domínguez, máximo reconocimiento otorgado por el Estado mexicano, un Doctorado Honoris Causa por la UNAM y un asiento en el Colegio Nacional—, Carabias fundó en 2005 la organización Natura y Ecosistemas Mexicanos junto con De la Maza.
Natura ha dedicado buena parte de sus esfuerzos a monitorear especies amenazadas en la selva, como la guacamaya roja, el jaguar y el tapir, y también a generar proyectos de desarrollo sustentable para los ejidos fronterizos de Marqués de Comillas colindantes con la Reserva de la Biosfera Montes Azules, como los proyectos ecoturísticos Hotel Canto de la Selva, el Campamento Tamandua o el proyecto de aventura Selvaje, entre otros, que ofrece programas educativos y experiencias que le permiten a turistas convivir de manera íntima con la selva sin dañarla y al mismo tiempo generan ingresos y empleos para los ejidatarios dueños de la selva y de estas empresas. Estos proyectos estimulan actividades económicas que no implican la destrucción de la selva, a diferencia de la agricultura o la ganadería, que ha predominado en toda la región. Natura opera sus proyectos en la zona desde la estación Chajul, un centro de monitoreo de especies, educación ambiental, capacitación y vigilancia, ubicado al pie del río Lacantún, fundado por De la Maza hace 30 años. En conjunto, Natura y la estación Chajul, configuran uno de los más importantes bastiones de defensa de la selva, lo cual en 2013 los enfrentó con personajes que de nueva cuenta operaban en contubernio con el gobierno para invadir y regularizar más territorio al interior de la Reserva. Ya que el negocio de dichas regularizaciones ronda el orden de los 1 600 millones, oponerse a él les ha traído muchas y serias enemistades a Carabias y a Natura.
“Estamos en los últimos días de la semana de Pascua”, me cuenta Carabias en la última de las seis entrevistas realizadas. La sesión está dedicada especialmente a hablar del secuestro que sufrió. Carabias decidió aprovechar unos días libres durante el receso vacacional para llevar a la selva a unos estudiantes del Centro de Cambio Global con los que estaba trabajando en Tabasco. Para entonces, el acoso y las presiones por su oposición a las regularizaciones de las invasiones ya tenían el semáforo de riesgo en un naranja que parecía necesitar un solo soplido para cambiar a rojo. “Si uno entra por tierra desde Tabasco, hay que entrar precisamente por la zona de Nueva Palestina, desde donde se opera todo el asunto de las invasiones y regularizaciones”, explica. “Había que tomar algunas precauciones, ya sabíamos cómo se estaba poniendo el termómetro de la relación con estas gentes”. Cuando por fin llegaron a Chajul, se lanzaron a hacer un trabajo de campo intensivo, como resultado del cual Carabias quedó insolada. Al volver a la estación decidió tomar un Tempra, algo que jamás hace. “Me noqueó”, dice, “lo siguiente que supe fue que por ahí de las 10 de la noche una de las chicas me despertaba a sacudidas para avisarme que uno de sus compañeros se estaba convulsionando”.
Se vistió en un segundo y salió corriendo al módulo en el que dormían los estudiantes, donde se encontró a uno de ellos teniendo una especie de ataque epiléptico. Después de un par de horas finalmente lograron calmarlo. De regreso en su estancia, lo primero que Carabias pensó fue: “Ah, cabrón, qué fácil entró esta chamaca hasta mi cama” y, por primera vez en su vida, puso el seguro tanto de su habitación como del módulo en el que están las alcobas donde duermen los investigadores. En esa ocasión estaba sola. “Me metí en este estado de duermevela que es mitad conciencia mitad alucine, todavía con el efecto del Tempra, y de repente vi luces de linterna en el techo”.
“¡Ras! De pronto escucho cómo tiran el mosquitero y llegan hasta mi puerta. Tratan de abrir la chapa y no pueden y golpean y gritos y más gritos. Cuando veo que están a punto de entrar a mi cuarto me entra el instinto de ‘Vámonos con la manada’ y quiero salir, pero ahí ya me topo a dos tipos con cuernos de chivo frente a mí. Veo también a los estudiantes echados al suelo; no alcanzo a ver qué sucedía con la otra chica. Veo también al guardia sometido”.
Cuando finalmente salió, los encapuchados le dijeron que venían de parte del Subcomandante Marcos, lo cual no tenía ningún sentido: ella había buscado al Sub de manera insistente desde hacía meses. Logró ganar un poco de tiempo cuando exigió sus botas y unas medicinas que estaban en su cabaña, aduciendo que no duraría mucho sin ellas. Uno de ellos regresó a la habitación y salió con la caja del Tempra y unas botas de la bodega.
Bajó, con vendas del botiquín de la propia estación, con botas un par de números más grandes que las suyas y sin calcetines, y la metieron en una lancha. Cuando la embarcación se puso en movimiento intentó orientarse tratando de adivinar si iban río arriba o río abajo, pero era imposible. Si algo podía restituirle la visión era el tacto con la vegetación: tan pronto como se bajó de la lancha se agachó para tocar plantas y supo de inmediato que no estaba en la selva sino del lado de los ejidos, pues lo que alcanzó a arrancar de vegetación eran pastos. Avanzaron y siguieron hasta llegar finalmente a un puente al pie de la carretera. Ascendieron. Con sus linternas lanzaron unas señales que no tuvieron respuesta. Un coche pasó a su costado y sus captores la arrojaron al suelo. “Órale, algo les está fallando”, pensó Carabias. Cuando el vehículo se alejó se pusieron de pie y reanudaron la marcha. Llegaron a un punto que Carabias reconoció: había cruzado la mojonera de Guatemala. Se detuvieron tiempo después en un árbol al amanecer, la encadenaron del pie y se alejaron para deliberar.
Lo que siguió fueron horas de espera y negociación. Algo salió mal en el operativo, alguien quedó mal o algún imprevisto cambió los planes de todos. Quizá fue el ataque epiléptico en la estación que hizo que Julia se metiera más tarde a su cuarto, tal vez fue pura falta de sincronía entre personas que lejos estaban de ser expertos. Sea como fuere, lo insólito se fue asomando: Carabias comenzó a entablar una relación con sus secuestradores, mientras que del otro lado Javier de la Maza y Rosaura Cadena, compañeros de batallas ancestrales de Carabias, junto con un equipo antisecuestros, tejían una estrategia de negociación.
En ambos flancos cundía el desconcierto y la angustia. Del lado de la selva, Carabias ganó terreno en la confianza de sus celadores, tanto que la dejaron recargarse en una mochila que unos minutos después uno de los jóvenes volvió a recoger porque en ella había una pistola. En otro momento, dejaron las llaves de la cadena que la amarraba a un árbol tiradas ante sus pies: “¿No olvidan algo?”, les dijo la bióloga sosteniendo las llaves en la mano. Ella sabía que si quería salir bien librada de ahí, esto sucedería a través de la concertación y no del engaño y la huida.
El secuestro se prolongó y Carabias empezó a tener frío, hambre y, sobre todo, sed: “Yo sabía que estábamos en el lado de los ejidos; si no me mataban ahí estos tipos, me mataba una disentería si tomaba del agua de los arroyos de por ahí en donde pasta el ganado”. Las llamadas de rescate iban y venían, los captores pedían 10 millones de pesos. Carabias asentó su postura desde la primera llamada efectuada con un celular de los secuestradores a De la Maza: “Ya les expliqué que ni de chiste podemos juntar ni siquiera una décima parte de lo que piden”.
Al final, tras las amenazas y varios momentos tensos, volvieron los tres captores y dijeron: “¿Y a todo esto quién es usted, doña?”. Fue la primera vez que se referían a ella con respeto. “Pues ustedes debieron de averiguar antes de armar todo este numerito, ¿no? Pero a ver, siéntense y les cuento”, les respondió. “Nos sentamos en círculo y comencé a hablarles de los problemas de la deforestación, de cómo ahora ni el agua ni la fauna podía correr como antes, de la contaminación de los arroyos y el cambio climático, todo eso que además ha incrementado la pobreza. Les conté de lo que hacemos en la estación, de los proyectos de desarrollo que hemos impulsado en la región ‘con personas de su comunidad, por cierto’, que han traído empleo y recursos sin tener que deforestar”.
Ellos fueron encajando de a poco la situación, y cuando se dieron cuenta de que sus jefes los habían abandonado, o engañado, y que las negociaciones millonarias no iban a ningún lado, decidieron dejarla ir. No sin antes pedirle que se sacara una foto con ellos. Sellaron la paz con una foto de la que Carabias sólo tendrá una imagen bizarra y lúgubre en su memoria. Después de andar en la dirección que le dijeron, cayó la noche y sintió más miedo que cuando estaba con sus captores; finalmente, se encontró al amanecer con un campesino que la llevó en motocicleta de regreso. Llegó a la estación deshidratada y con los pies sangrando. Todas y todos la recibieron llorando con rostros desencajados.
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Cuando Carabias tomó asiento en el Colegio Nacional —en su momento fue apenas la quinta mujer en ser ingresada—, expuso una paradoja que se puede extender como síntoma de nuestro tiempo: las generaciones de hoy tienen más información, leyes más amplias y robustas, medios de comunicación más eficientes y poderosos, pero carecen de formación política para ejercer todo ello. Ésta le viene a Carabias en la sangre. Creció en una familia de exiliados republicanos que huyeron de la Guerra Civil española con historias de tíos desaparecidos, familias divididas por las trincheras. “Mi padre estuvo en el frente sin tener ni la más remota idea de cómo se agarraba un arma. Tenía un rozón de bala en la espalda como de cincuenta centímetros. Él iba agazapado para echar una granada y le metieron un balazo, entonces se hizo el muerto y la libró”.
Antes de que se topara en el camino con maestros de filosofía, biólogos que la encaminaron por la senda de su vocación, compañeros en luchas estudiantiles y sindicales, Carabias comprendió que las causas colectivas van primero que el interés individual, que la injusticia y la arbitrariedad nunca pueden ser normalizadas y que la lucha se ejerce a través de la acción y del movimiento permanente. Cuando apenas cursaba la primaria, ella y una amiga suya liberaron un conejo del laboratorio de biología para que éste no sufriera el funesto destino de la rana que fue diseccionada en ese mismo espacio una semana antes. A los 14 años participó a escondidas de sus padres en la Marcha del Silencio que siguió a la masacre estudiantil de 1968. Cuando iba en la secundaria inició una revuelta femenina al ser la primera mujer en usar pantalones en la escuela. En la universidad pronto se vinculó con personajes que formaron algunos de los primeros cuadros políticos de izquierda en México. En 1977 estuvo en el centro de la disidencia que se desató cuando en la Rectoría de la unam rompieron “a palazos” la huelga sindical que pretendía homologar contratos de los dos sindicatos existentes.
Los movimientos sindicales y estudiantiles de los sesenta y setenta tienen como una de sus consecuencias naturales la formación de cuadros políticos de izquierda. La participación de Carabias en organizaciones pioneras como el Movimiento de Acción Popular se conjuga con su involucramiento con el Laboratorio de Ecología de la Facultad de Ciencias de la unam, en donde comenzó a hacer trabajo en el campo de la selva tropical en los Tuxtlas, Veracruz. “Iba a trabajar al campo, hacíamos un trabajo de regeneración de selvas y de todo el entendimiento del ciclo de vida de las plantas. Estudiamos la floración, fructificación, la producción de semillas y qué bichos son los que las dispersan, cómo germinan, etc. Formamos un grupo interdisciplinario dentro de la ecología. Eso me apasionaba, fuimos una vez al mes a la selva durante siete años de manera ininterrumpida”.
Para entonces, los principales partidos de izquierda se habían congregado alrededor del Partido Socialista Unificado de México y poco tiempo después vino el primer triunfo electoral de la izquierda en el país: el normalista Othón Salazar, que cursó parte de sus estudios en la Normal de Ayotzinapa y fue un rebelde sempiterno dentro del magisterio, llevó al triunfo a su camarada Abel Salazar en el municipio de Alcozauca, Guerrero. Othón llamó a Julia para pedirle que le ayudara a desarrollar un programa de producción alimenticia que pudiera echar mano de los recursos y los conocimientos tradicionales de la región: “Fue brutal el asunto, una maravilla. De repente teníamos a los pueblos organizados, dispuestos a chambear con nosotros que no sabíamos nada y fuimos aprendiendo rápidamente con ellos”.
La Montaña de Guerrero ha sido históricamente una de las regiones de mayor abandono y por ende de mayor resistencia, recelo y rebeldía ante la autoridad. Una de las tareas más complejas que le encargaron a Carabias y sus colaboradores (Enrique Provencio y Carlos Toledo) en la región fue que acudieran a una comunidad muy aislada de la Montaña de Guerrero, en donde se había quebrantado el estado de derecho, para hablar de los proyectos de desarrollo que estaban en marcha en el municipio de Salazar y tratar de recomponer la paz. Al llegar, se toparon con un pueblo en conmoción: había una fiesta de celebración en torno al linchamiento de unos ladrones y violadores que habían sido aprehendidos in fraganti. “Llegamos un día a una de las asambleas, estaban ahí todavía los tipos colgados”. Carabias se llenó de serenidad ante el horror y la náusea. Intentó conciliar poniendo como ejemplo los notables logros que habían alcanzado con Othón, mientras un intérprete traducía al tlapaneca para los líderes. De pronto unas patrullas se acercaron al lugar, “y ahí sí pensamos, ya valió madre, nos van a linchar a todos”. Resulta que no iban por nadie más que por ella. ¿Cómo sabían que estaba ahí?, quién sabe, pero cuando el presidente de la República pide la presencia de alguien, la manera se encuentra.
Fue llevada por tierra al Palacio de Gobierno en Chilpancingo y el secretario de Sedesol le explicó que el presidente Salinas de Gortari le pedía que se encargara del Instituto Nacional de Ecología, pero ella se resistió (no contribuyó la forma en que fue sacada de la Montaña contra su voluntad, de manera muy inadecuada y riesgosa para la llamada). A los pocos días cayó con una peritonitis aguda que a punto estuvo de truncar su vida. Durante la convalecencia fueron desfilando uno a uno sus eternos cómplices y entre todos poco a poco la convencieron de tomar la encomienda que le lanzaba el Gobierno Federal: asumir, en enero de 1994, desde el lado plenamente institucional, la directriz de cambio en materia medioambiental en el país.
El mundo se encontraba en una encrucijada: por un lado, la dinámica del dúo Thatcher-Reagan le sumía el modelo neoliberal por la garganta a las economías del mundo; por el otro, la conciencia por parte de la comunidad científica y ambientalista sobre el efecto nocivo de la industrialización y la sobreexplotación de recursos naturales en el medio ambiente era cada vez más incontestable. La Cumbre de la Tierra de 1992, organizada por la onu en Río de Janeiro, congregó 178 países y más de 400 ong de todo el mundo. Se discutieron principios sobre los territorios indígenas y el derecho al agua, la gestión de la agricultura o los manejos de los residuos, así como la pérdida de la biodiversidad y el cambio climático. Carabias se adelantó al informe “Nuestro futuro común” que redactó la onu en 1987, en donde se acuñó por primera vez el término de “desarrollo sustentable”: eso era exactamente de lo que se trataba el proyecto de desarrollo que había instrumentado en Alcozauca, y Salinas de Gortari vio en estos programas, que para entonces se habían replicado en Oaxaca, Michoacán y Durango, una oportunidad para la vanagloria internacional.
El hecho de que haya sido Carlos Salinas de Gortari, promotor principal del neoliberalismo rapaz en México, el que lanzara estos proyectos a la tribuna internacional, da muestra de los siglos de política de engaño que el PRI hizo su modus operandi a lo largo de todo el siglo XX (y a través de un nefasto sexenio más en el XXI con Enrique Peña Nieto). Carabias sabía que podía fiarse del honorable Partido Revolucionario Institucional, tanto como un carnicero podría hacerlo de una jauría de perros hambrientos. Al incorporarse al Gobierno Federal, su contacto más cercano fue con el hombre más próximo al presidente Salinas: Luis Donaldo Colosio. El entonces encargado de la Secretaría de Desarrollo Social conocía (y respetaba) el trabajo que Carabias había hecho en la Montaña de Guerrero. Como abanderado de un proyecto emblema del sexenio de Salinas, el programa Solidaridad, quiso llevar ese modelo de desarrollo a otros rincones de México. Pero cuando Colosio entró en campaña, verlo se volvió cada vez más complicado. Dos días antes del asesinato del ya candidato presidencial, Carabias se reunió con él: “Lo vi como de once a una, de hecho, se quedó dormido y me retiré. Estaba muy preocupado”.
Carabias se enteró del atentado contra Colosio durante una conferencia de prensa en la Comisión de Cooperación Ambiental en Canadá. Estaba el secretario Carlos Rojas frente al micrófono cuando un periodista les preguntó algo al respecto. Al enterarse del deceso del candidato, Carabias pensó que allí terminaba todo. Pero no fue así, y tampoco cuando Zedillo —con quien antes había tenido sólo un encuentro, que no había sido del todo agradable— ganó la elección, quien le pidió hacerse cargo de la entonces Secretaría de Pesca para transformarla en una institución que integrara la política ambiental con el manejo de los recursos naturales, tal y como ella y un grupo de colaboradores se lo habían sugerido a Colosio. Así empezó un nuevo proceso en el Gobierno Federal. Todo sucedió con inusitada velocidad. Para finales de diciembre se había modificado la Ley Orgánica de la Administración Pública, y la Secretaría de Medio Ambiente, Recursos Naturales y Pesca (Semarnap) había reemplazado a la vetusta Secretaría anterior.
Lo primero que hizo el equipo de Carabias fue cambiar estructuralmente la relación con los recursos naturales: el agua ya no era un instrumento que se usaba sólo para regar, la madera es más que un simple insumo para fabricar y la fauna marina algo más complejo que un vehículo para alimentar. Los recursos se agotan, se contaminan, se depredan, si no se comprenden bajo la óptica ecosistémica; sin regulación y sin calibrar la importancia de las interacciones, la valoración de la vida misma se evapora. La Secretaría comenzó a armarse con talento que venía de las ONG o de la Academia, los mayores y mejores cerebros en términos de conocimiento y compromiso con el medio ambiente se sumaron al proyecto. Javier de la Maza llegó como encargado de las Áreas Naturales Protegidas, como un ejemplo entre muchos otros, algo que no vino sin un costo asociado: cuando llegó “la debacle ambiental” con Vicente Fox, las organizaciones ambientales estaban un poco descobijadas y retomar el trabajo tomó un cierto tiempo.
El paradigma neoliberal sugiere que primero van los seres humanos que el medio ambiente. La lógica de conservación no coincide del todo: en efecto, los seres humanos primero, pero no sólo los de ahora sino los de las generaciones futuras también, y de igual modo todos los seres vivos. El trabajo intersectorial y de capacitación realizado por el equipo de Carabias durante su gestión al frente de la Semarnap fue pionero en ese sentido y habría de ser avalado por algunas directrices asumidas por la ONU años más tarde. Básicamente, la idea es que “combatir el hambre no se logra produciendo más alimento, sino cambiando los hábitos de consumo y el acceso a los alimentos, alimentos sanos creados en entornos próximos con producción sustentable: toda una cultura distinta”.
La intimidación no le fue ajena a Carabias. En una ocasión, al rechazar la “sugerencia” de un diputado del PRI para colocar a un delegado en Veracruz (que años después fue gobernador), se publicó un pasquín que detallaba a qué hora entraba y salía su hija de la escuela, y cómo identificar los vehículos en los que viajaba. “Una niña encantadora, felicidades, secretaria Carabias”, remataba la nota.
El periodo con Zedillo resultó clave para la conservación en México. No sólo se ampliaron drásticamente las Áreas Naturales Protegidas y se le dio peso y seriedad a los delitos ambientales. También se creó la Ley General de Vida Silvestre, y México se ubicó en el mapa internacional como uno de los líderes globales en las discusiones sobre cambio climático y conservación. Carabias no sólo fue la persona clave en crear dependencias y dotarlas de facultades al interior del Estado. José Sarukhán, uno de los máximos exponentes en materia ambiental en el mundo, aseguró durante el ingreso de Carabias al Colegio Nacional que hay “un antes y un después de Julia Carabias” en nuestro país en materia ambiental. En entrevista con el doctor Sarukhán, el exrector de la UNAM enfatizó aún con más contundencia la aseveración y vinculó la praxis de Carabias también al desarrollo económico comunitario: “Ha marcado una diferencia fundamental entre poblaciones que tienen como patrimonio los ecosistemas”. Un ejemplo muy claro son los derechos de cacería cuyos permisos se daban “desde oficinas forestales y el dinero terminaba en Hacienda o quién sabe dónde. La gente que vivía ahí veía entrar y salir a los cazadores, quienes, en el mejor de los casos, les compraban un refresco y una torta. Julia logró que los beneficiarios fueran los habitantes y dueños de esas comunidades. Son ellos quienes ahora reciben el pago por estas licencias”. Además de esto, hay otros programas como el pago por servicios ambientales y muchos proyectos de desarrollo comunitario que muestran cómo no existe una visión infranqueable entre sustentabilidad y desarrollo económico, siempre que no se haga bajo el amparo rapaz de las lógicas neoliberales de extracción y explotación. “Si hoy tenemos reconocimiento internacional asociado a este tipo de programas es en gran medida gracias al trabajo de Julia Carabias”, dijo Sarukhán para terminar la conversación.
Cuando Fox tomó posesión, el secretario del medio ambiente fue Víctor Lichtinger. Éste rompió la continuidad de los proyectos y asumió una postura antagónica con sus antecesores. El acoso llegó a tal grado que la Secretaría de Hacienda intentó realizar un embargo personal a Carabias por una supuesta mala comprobación de los viáticos que usó para asistir a la Conferencia de las Partes de Cambio Climático en La Haya. Ante el posible escándalo que desprestigiaría a la política ambiental, Carabias prefirió cerrar el expediente pagando de su bolsa ese viaje oficial en el que México jugó un papel de liderazgo, como estaba documentado en la prensa nacional e internacional. La Semarnap sacó la P de pesca de la secretaría y ésta se fue de regreso a la Secretaría de Agricultura, donde volvió la lógica de máxima extracción (provocando la actual y dramática crisis de escasez en los mares mexicanos).
Después vinieron años difíciles, de regresar a la Academia y sobre todo de intentar regresar al campo. Para entonces, el trabajo de Carabias ya era reconocido a nivel mundial. Presidió un panel de expertos durante cuatro años en Naciones Unidas, pero su vida y su verdadera vocación siempre ha estado en el campo. Así, en 2005 conformó junto con Javier de la Maza —que llevaba más de 20 años trabajando en la estación Chajul—, Rosaura Cadena y Ricardo Frías, entre otros, Natura y Ecosistemas Mexicanos.
Desde su fundación, Natura dedica sus esfuerzos a proteger, conservar y, en la medida de lo posible, restaurar la Selva Lacandona, uno de los sitios de mayor biodiversidad en el mundo y una de las razones centrales por las cuales México es considerado uno de los 12 países megadiversos en el planeta, entre los cuales se reparte aproximadamente 70% de la diversidad. Ahí, no sólo se han dedicado a proteger la selva de su principal depredador (las invasiones humanas), también han logrado establecer proyectos comunitarios de desarrollo que conviven con la conservación, pero hoy todo eso vuelve a estar amenazado.
En un país que tiene casi la mitad de su población viviendo entre pobreza y pobreza extrema, el tema del desarrollo sustentable encuentra una seria encrucijada: “No puedes limitar el crecimiento económico, porque todavía tenemos 50 millones de personas en pobreza, más treinta que vienen, como 80 millones de personas a las que hay que dar servicios y alimentos”. Este tipo de retos generan la necesidad de promover tipos de crecimientos distintos, idealmente con energías limpias que no generen gases de efecto invernadero, con una forma de uso de los recursos naturales renovables que no se agoten, e invertir mucho en programas de educación y concientización que promuevan formas distintas de entender el consumo. Asimismo, bajar el consumo en minerales (por ejemplo, el que promueven los teléfonos celulares), regular el uso de recursos forestales y pesqueros para que sea sustentable, pero todo eso pareciera ser ajeno a los paradigmas y propósitos de la actual administración.
Uno de los proyectos turísticos insignia de la administración de López Obrador está vinculado con la región del trópico húmedo: el polémico Tren Maya que pretende llevar “cientos de miles de empleos a la región” plantea tanto construir como aprovechar vías ferroviarias existentes para conectar toda la península de Yucatán y el estado de Chiapas.
“Sí, va a traer empleos a la región, pero no puede ser a costa de lo que nos queda de los ecosistemas naturales de la península de Yucatán”, explica Carabias. “Está bien el Tren Maya en las zonas en las que ya están construidas las vías, siempre y cuando se haga con estricto apego a la normativa de impacto ambiental y de ordenamiento territorial. Pero es inaceptable el tramo que no tiene vías y que se pretende abrir por el sur de los estados de Campeche y Quinta Roo. Se pretende crear dos ciudades (en Calakmul y Bacalar) de 50 mil personas cada una, en donde hoy no hay gente. Es decir, reacomodar gente de otros sitios… ¿Cuál es la finalidad? Esto para atender a los millones de personas que se esperaría en Calakmul y Bacalar; van a reventar estos últimos espacios naturales de la Selva Maya porque los consideran tierras ociosas. ¿Van a repetir la colonización como en los setenta que sólo dejó destrucción del trópico, pobreza y hoy crimen organizado? En fin. Una cosa completamente fuera de proporción a lo que se requiere hoy y no hay en ese proceso una planeación económica que incorpore cómo debe ser el crecimiento sin la destrucción de los recursos naturales”.
Parte central de la visión sobre la política ambiental de Carabias está fincada precisamente en no contraponer la conservación con el crecimiento económico: “El crecimiento debe estar desacoplado del uso de los recursos; más crecimiento, menos uso de recursos naturales”. ¿Cómo se logra? “Entre muchas medidas, con otro tipo de energías, no con las gasolinas”, idea que en países desarrollados no se discute más, mientras que aquí se desmonta manglar y se allana el terreno para la construcción de una gran refinería.
La lucha de Carabias es transgeneracional y conecta —como lo hace la vida a través de esa maravillosa serie de interacciones llamada biodiversidad— distintos ámbitos de políticas públicas y planeación económica, social y cultural. Desgraciadamente, para la lucha que Carabias y su equipo llevan fraguando por décadas por todas las especies vivas de este país, la idea del largo plazo, el privilegio de la vida y el sostén de convicciones es antagónico a la obtusa “lógica” politiquera de corto plazo.
Carabias permaneció secuestrada 48 horas y mantuvo una conducta estoica que privilegió el proyecto de conservación que han desarrollado por décadas por encima de su propia vida. En Morelos fue asesinado Samir Flores por oponerse a la construcción de una planta termoeléctrica. Podríamos dedicar un texto, amplio y lúgubre, a los cientos de activistas y ambientalistas que han sido asesinados defendiendo su territorio. Como bien señaló en septiembre la representante zapatista María de Jesús Patricio Martínez en una entrevista concedida a El País, el gobierno mexicano sigue obstinado en usar a las comunidades indígenas sólo para obtener de ellas una supuesta legitimidad ancestral y mecanismos de folclore que no son otra cosa que utensilios de propaganda. Si de verdad existe una voluntad por atender los siglos de abandono y rapacidad en territorios como la Selva Lacandona, planteó Marichuy, hay que empezar por defender el territorio y promover formas de desarrollo que sean compatibles con su conservación y sustentabilidad a largo plazo. Aunque los peligros se acendran y los recursos se agotan, y pese a que pasan los años y el cansancio no mengua: “Sigo y seguiré trabajando 18 horas diarias porque ésta es mi vida y ésta es mi pasión”, dice Carabias. Se cuentan por cientos las personas que han tenido que pagar con su vida la defensa del territorio, otros como Carabias han decidido dedicar la suya para conservar uno de los recintos de biodiversidad más importantes que hay en el mundo. De continuar el saqueo y las políticas revanchistas y de reparto agrario, este patrimonio universal sucumbirá ante la lógica de roza, tumba y quema que históricamente ha imperado como estrategia de desarrollo y de gobierno en un país que tiene ya buena parte de su territorio y población sepultados en cenizas.
Diego Rabasa nació en la Ciudad de México en 1980. Es miembro del consejo editorial de Sexto Piso, una de las editoriales independientes más reconocidas de Iberoamérica, y de la publicación mensual Reporte SP. Sus textos han aparecido en diarios como The Guardian, El País y Clarín, en el extranjero; y Milenio, Reforma, La Jornada y Más por Más, en México. Ha publicado ensayos, relatos, crónicas y reportajes en revistas como Letras Libres, Nexos, La Gaceta, del Fondo de Cultura Económica, y Chilango, entre otras.
Santiago Arau nació en la Ciudad de México en 1980 y es egresado de la Escuela Activa de Fotografía. Su trabajo ha sido expuesto en espacios como el Museo de la Ciudad de México, el Museo de Arte Moderno en Filipinas, y las Rejas del Bosque de Chapultepec sobre Paseo de la Reforma. Su campaña como director y fotógrafo para los Juegos Olímpicos de Invierno de Sochi en 2014 obtuvo el premio Golden Rings Award, otorgado por el Comité Olímpico Internacional.
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