Tecnoestéticas: arte y tecnología para otros mundos posibles
¿Qué formas han encontrado los artistas de América Latina para apropiarse de las tecnologías y explorar nuestro pasado y los problemas sociales que cunden en el presente? Estos son los cruces que realizan diversos proyectos en la región cuya consigna es cuestionar.
Si suele decirse que la cabeza piensa donde los pies pisan, podríamos enunciar que las tecnoestéticas¹ latinoamericanas producidas en el cruce entre arte y tecnología responden a las condiciones y los intereses de los sitios donde se gestan. América Latina, como territorio, pero también como ficción política y espacio plural anclado a una historia compartida —desde la diferencia, en cuanto a procesos de colonización e imposición progresista—, ha sabido encontrar formas de apropiarse y reescribir las tecnologías. En ese proceso, los espacios de producción artística han sido clave. Nos interesan en este ensayo aquellos vínculos entre el arte y la tecnología que producen nuevas posibilidades para pensar nuestros mundos en crisis, hipertecnificados, colonizados, pospandémicos y que no dejan fuera la geolocalización ni los procesos político-históricos del suelo donde se generan.
VISIBILIZAR PARA AFECTARSE
Desde hace unos años han sido importantes los esfuerzos artísticos que conversan con la tecnología para mostrar los paisajes distintos que componen nuestros territorios. Por una parte, existen aquellas obras que se valen de los dispositivos, interfaces o artefactos para producir experiencias estéticas que muestran las complejidades sociopolíticas de nuestras localidades, y que manifiestan los hilos que componen la maquinaria necropolítica en la cual nos encontramos insertos: ahí vivimos, sobrevivimos, sentimos, nos hacemos indóciles, pero también escribimos y creamos.
Como diría Cristina Rivera Garza, ¿qué implica escribir en un país de muertos, como México? ¿Qué poéticas y estéticas son posibles en el mundo desapropiado al que nos sujetan las diferentes tecnologías y las lógicas del capitalismo salvaje? ¿De qué manera obviamos estos contextos al hacer arte? Como diría Sayak Valencia, ¿de qué formas nos apropiamos de estas tecnologías que nos conectan a otros tiempos, como los de la obsolescencia programada, el régimen live, o a otros espacios, como lo global-local, que producen una realidad hipermediada?
Entre las piezas que nombran la violencia y la desigualdad utilizando la tecnología como medio para amplificar lo que quiere ser nombrado y producir una afectación desde la experiencia, condolernos, como diría Rivera Garza, quisiera destacar el trabajo en torno a los procesos de desaparición forzada —o violencia del Estado— de algunes artistes latinoamericanes. ¿La has visto…?, de Dora Bartilotti, es una pieza de arte participativo, aún en construcción, que busca generar un gesto de visibilización y demanda colectiva por encontrar con vida a las víctimas mexicanas de desaparición forzada. Bartilotti propone una escultura sonora en aros de bordado que van tejiendo una polifonía de voces en torno a la pregunta que da título a la obra. Al mismo tiempo, estas grabaciones se pueden activar en las calles mediante un textil interactivo conformado por tiras de tela que nombran a cada una de estas mujeres ausentes.
Nivel de confianza (2015), de Rafael Lozano-Hemmer, ha sido una pieza controversial e importante para pensar en la memoria colectiva y en cómo nos hacemos cargo de los procesos coyunturales en la historia de la violencia en México, como en el caso de Ayotzinapa y los normalistas desaparecidos en Iguala. El trabajo de Lozano-Hemmer obliga a la pausa frente a una noticia que invadió el imaginario colectivo de la nación y el mundo con una rapidez que no daba tiempo de procesar la magnitud de la tragedia. La pieza consta de una cámara de reconocimiento facial entrenada con los rostros de los 43 estudiantes. Al colocarnos frente a esta, el sistema utiliza algoritmos para analizar nuestros rasgos faciales y decirnos a quién de ellos nos parecemos más, una coincidencia expresada como porcentaje. Como se menciona en la descripción de la obra, nunca se encontrará una coincidencia exacta porque, ocho años después, aún no se sabe dónde están o qué pasó con ellos. Por una parte, con esta experiencia interactiva se busca mantener viva la búsqueda de los normalistas, pero al mismo tiempo, la pieza —quizá sin quererlo— permite reflexionar sobre la forma en que la violencia está atravesada por estructuras de clase, raza y etnia.
Algunas otras prácticas artísticas han buscado visibilizar las formas en las que las tecnologías condicionan el rumbo de nuestros cuerpos, relaciones y emociones. Es el caso de obras como Pontos cegos (2016–2020), de la artista brasileña Sara Lana, que evidencia el alto grado de supervisión y control con el que vivimos. Su trabajo tiene como objetivo crear herramientas de contravigilancia y tácticas de (in)visibildad. Para ello, Lana creó un casco que detecta automáticamente cámaras de seguridad y avisa al usuario cuando está siendo filmado. La pieza, al contar con un GPS, mapea las ciudades, muestra estos focos de vigilancia y, en un segundo momento, diseña rutas que aprovechen los puntos ciegos de las cámaras. De igual manera, la artista da talleres para generar tácticas de invisibilidad en estas áreas.
El trabajo del artista chileno y activista de la disidencia sexual Felipe Rivas San Martin toma la tecnología como tema y en varias de sus obras lleva la estética digital al soporte material de la pintura al óleo. El gesto de San Martin no es meramente un cambio de soporte, sino el pretexto para invitarnos a reflexionar sobre esas interfaces cotidianas con las que convivimos y que contienen una serie de ideologías y formas de comprender el mundo. Su trabajo con códigos de barras y QR sigue precisamente esa estrategia. Así, el artista reflexiona en torno a cómo dichos códigos, basados en el lenguaje binario de ceros y unos, sirven para estandarizar los cuerpos, cosificarlos y hacerlos manejables por el capital; pone como ejemplo a la banda rumana que tatuaba a mujeres con códigos de barras para la prostitución y tenerlas controladas. El colectivo mexicano TRES, conformado por Ilana Boltvinik y Rodrigo Viñas, ha trabajado desde el cruce entre arte, ciencia y tecnología para visibilizar uno de los temas más incómodos para les humanes urbanizades: la basura. Desde sus inicios, la obsesión por los desechos y sus circulaciones ha sido uno de sus puntos clave. Su último trabajo, en colaboración con Medialabmx y el artista electrónico Leonardo Aranda, No quiero oro ni quiero plata (2022), es un proyecto participativo que reflexiona sobre los retos del reciclaje tecnológico y las dimensiones históricas, políticas y económicas de la materia. Se trata de una escultura formada por desechos electrónicos, materiales utilizados en su reciclaje, documentación audiovisual del proceso y una moneda conmemorativa, hecha con la plata recuperada de 288 teclados en desuso.
OTRAS TECNOLOGÍAS POSIBLES DESDE EL ARTE
Otro de los caminos importantes de estos cruces han sido las prácticas de desmontaje y desprogramación de las tecnologías. El trabajo colectivo de artistas mujeres y disidentes, como la chilena Constanza Piña, quien ha generado espacios como Cyborgrrrls: Encuentro Tecnofeminista en México, que lleva ya un par de ediciones, o los talleres, prácticas y proyectos de Gynepunk, tramados por otra artista chilena, Klau Chinche, dan cuenta de la importancia que han tenido los espacios artísticos para acercar los saberes tecnológicos a comunidades y personas a las que históricamente se les han negado.
Si la brecha tecnológica en la región y el acceso a la tecnología están marcados por una desigualdad histórica, el conocimiento y sus herramientas han estado también generizadas, y su acceso ha sido privilegiado para cuerpos hegemónicos masculinos. La práctica artística de Constanza Piña ha estado articulada desde lo común, desde sus inicios con Chimbalab hasta los espacios colectivos que ha cogenerado en México. De igual forma, una de sus últimas piezas, Khipu: computador prehispánico electrotextil (2019), que recibió una mención honorífica del Prix Ars Electronica, puede leerse como una estrategia de reescritura tecnológica que narra historias no contadas de las tecnologías y que reconocen la sabiduría de nuestros antepasados. Los khipus incas son instrumentos prehispánicos textiles para registrar información, hechos de hilos de algodón o fibra de camélido, que almacenan datos codificados como nudos. La obra es una computadora textil de código abierto basada en la fabricación de un khipu astronómico, es decir, un instrumento técnico que plasma, con cuerdas y nudos, las configuraciones del cosmos, para simbolizar números mágicos, representar días, meses y años estelares, a modo de libros de profecía y adivinanza. Este proyecto fue realizado por un grupo de cinco mujeres en un laboratorio de creación experimental, Computación Textil y Sonificación de Espectros, donde estudiaban los signos del tradicional khipu y las analogías entre este sistema de nudos y el actual sistema de codificación binaria.
Como dice la artista brasileña Giselle Beiguelman: “Yo no programo, desprogramo”, muchas de las tendencias del cruce entre arte y tecnología en Latinoamérica están permeadas por esa consigna: cuestionar lo dado y lo que pretende ser instalado para que nos adaptemos a los nuevos statu quo que imponen las tecnologías hegemónicas. En esta misma línea mencionaba el trabajo de Gynepunk, coordinado por Klau Chinche, el cual podría describirse como un proyecto de desprogramación corpovisceral y descolonización corporal que cuestiona la producción del conocimiento médico científico y las tecnologías corporales. Su obra reescribe parte de esa historia tecnocientífica, esta vez nombrando a las invisibilizadas protagonistas de esa fase de la ginecología occidental: Anarcha, Lucy y Betsey, esclavas de los campos algodoneros de Alabama, Estados Unidos, en 1840, con quienes el médico James Marion Sims experimentó sin su consentimiento y de formas sumamente violentas.
En estos procesos de reescritura de la historia de la tecnología, el último trabajo de Beiguelman también es referente. Botannica Tirannica (2022) investiga el imaginario colonialista presente en el proceso de nombrar especies naturales, en el que las denominadas “malezas” reciben nombres científicos o populares peyorativos y prejuiciosos utilizados para referirse a mujeres, negros, judíos, indígenas, gitanos y muchos otros grupos que son descalificados y subyugados de manera continua. Por ejemplo, la Thunbergia alata, comúnmente conocida en portugués como bunda de mulata (“nalgas de mulata”). La artista brasileña, mediante imágenes y videos producidos con inteligencia artificial, propone un ensayo audiovisual que busca resignificar las “malas hierbas” mediante la creación de un jardín posnatural de plantas representadas como formas de vida resistentes y resilientes.
Por su parte, la colombiana Bárbara Santos ha hecho un trabajo fascinante al adentrarse en los saberes de la selva amazónica y pensar otras maneras de asumir la tecnología fuera de los paradigmas occidentales. Así, su libro Curación como tecnología aparece como un proyecto de investigación artística que reconoce los conocimientos milenarios, ancestrales e indígenas que abren la puerta a la creación de tecnologías.
En estos procesos de reescritura, el cruce entre arte y tecnología también ha buscado imaginar otros caminos y lenguajes para responder a las crisis ambientales y sostener el Antropoceno. Recordando las enseñanzas de Donna Haraway, artistas como el Colectivo Electrobiota, conformado por Gabriela Munguía y Guadalupe Chávez, o Interspecifics, de la mano de Leslie García, han abonado en la exploración para generar procesos de comunicación inter y multiespecie que nos permitan crear relaciones insospechadas con seres no humanos y sobrevivir en nuestros mundos heridos.
Las tecnoestéticas latinomericanas invitan a ver lo que duele, a detenernos para desprogramar lo dado, a inventar y reescribir historias que recuperen los saberes no coloniales, pero sobre todo nos invitan a asumir la creación artística como una estrategia para hacernos cargo de nuestros mundos tecnificados y reconocer que tenemos autoridad en la forma en que las tecnologías crean nuestros entornos.
Esta historia se publicó en la edición dedicada a “La revolución tecnológica“.
NADIA CORTÉS. Es doctora y maestra en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid, donde ha investigado la exclusión de la escritura de las mujeres en la filosofía, el cuerpo y la técnica. Fue coordinadora del Laboratorio de Investigación en Arte y Tecnología del Centro Multimedia del Centro Nacional de las Artes, y posteriormente trabajó en el área de gestión e investigación de la Fábrica Digital El Rule, con proyectos sobre epistemologías feministas y el hackfeminismo. En 2018 desarrolló, en colectivo, el Proyecto Haraway, una serie de actividades en torno al pensamiento de Donna Haraway. Ha impartido seminarios y talleres para formadores y niñes, en los cuales explora las relaciones entre arte contemporáneo, tecnología, filosofía, feminismo y estudios de género. Actualmente realiza acompañamiento terapéutico narrativo individual y colectivo con el Colectivo de Prácticas Narrativas.
Recomendaciones Gatopardo
Más historias que podrían interesarte.