El cartaginés
En el libro La figura del mundo (2023) el escritor Juan Villoro ofrece un acercamiento personal a su padre, Luis Villoro, un sustrato emocional de algunas de sus convicciones y de la figura intelectual. Reproducimos este fragmento con el apoyo de editorial Penguin Random House.
Cuando yo era niño, mi padre me hablaba de antiguas civilizaciones. Nada estimulaba tanto su conversación como las épocas desaparecidas. Sin ser tímido, solía hablar poco en las reuniones y rehuía los diálogos de circunstancia (prefería perderse en la ciudad que abordar a un desconocido para pedirle una dirección). Pero tenía un hijo que a los cuatro años pedía que le contara un cuento.
Podría haber recurrido al repertorio habitual de las historias infantiles; no era ajeno a esos textos e incluso había traducido uno de los más célebres, según me enteré muchos años después, cuando el erudito Adolfo Castañón me dio una noticia curiosa: en la hemeroteca del periódico El Nacional descubrió la versión de El principito que mi padre tradujo en 1950 para el suplemento México en la Cultura. Yo nací seis años después de esa traducción, pero no se le ocurrió compartir conmigo una historia tan apropiada para vincular sus preocupaciones de filósofo con mi imaginación infantil. Prefería contar cosas que venían de más lejos, de las arenas pisadas por los hititas, los sumerios, los egipcios, hasta llegar a sus favoritos, los griegos (luego vendrían los romanos imperiales que no acababa de aceptar).
El caso es que, cuando le pedía una historia, contaba un episodio de la Odisea o narraba la batalla de las Termópilas. Lo hacía con palabras sencillas, pero sin rebajar el dramatismo o la crueldad de las tramas. Le encantaba el momento en que Odiseo (o Ulises) decía que se llamaba Outis, que en griego significa “nadie”, lo cual llevaba al ciclope a exclamar: “¡Nadie me ha golpeado!”. Como todos los que cuentan un cuento, procuraba que esas tramas también fueran interesantes para él.
En la casa recibíamos el periódico Excelsior y el compartía conmigo la sección de «monitos». También en los cómics mostraba un gusto por historias de otro tiempo. No se perdía un episodio del Príncipe Valiente, cuyo hilo argumental era de extrema gravedad. Esa historia épica, y muchas veces melancólica, me había llevado a tener una pesadilla recurrente en la que en rigor no sucedía nada. El Príncipe estaba solo, junta a una gran roca, bajo una lluvia incontenible; el cielo era de un azul acerado. Esa imagen, donde lo único que se movía era el agua, me producía una angustia insoportable.
También como dibujante mi padre ejercía el modo clásico. Nunca olvidare mi traumático primer día de clases. A los cuatro años, volví a casa con una hoja en la que había hecho un “dibujo” que constaba de líneas sinuosas:
—Serpientes —dije para justificarme.
Mi abuelo, que había sido pastor de ovejas en los Maragatos leoneses, oyó la respuesta y dijo que esos bichos eran horrendos:
—Además, no hay víboras moradas.
Mi madre intervino en mi defensa, diciendo que yo podía pintar lo que me viniera en gana. La discusión sobre los animales que yo debía dibujar subió de tono hasta sacar a mi padre de su estudio. Para acabar con la disputa, dijo:
—Voy a dibujar algo.
Se sentó en la mesa del comedor y se mordió la lengua, gesto de concentración que heredó mi hermana Carmen y que la ayudaría a ser campeona nacional de tenis de mesa.
En un santiamén dibujó un caballo perfecto. Me sorprendió que esa persona que nunca hacía dibujos tuviera ese talento. También podía trazar un rostro de perfil, con sombras y matices. Como las historias que me contaba (Ariadna abandonada por Teseo en la isla de Naxos, Ulises en el Hades), el caballo a lápiz me cautivó como algo perfecto y remoto. Mi padre llevaba en su interior mitologías y caballos que podían ser dibujados.
Décadas después, Alejandro Rossi me contaría que en Barcelona mi padre había tenido un maestro excepcional que en los años veinte daba clases de dibujo a domicilio: Joan Miró. Curiosamente, el genio en ciernes enseñaba a los niños a hacer representaciones de esmerado realismo mientras él se preparaba para dibujar como los niños. “Tenemos de genios lo que conservamos de niños”, escribe Baudelaire.
Cuando supe que Miró había sido su maestro, le pregunté al respecto y dijo que dibujar caballos carecía de importancia, como nadar o andar en bicicleta, habilidades que también dominaba sin ponerlas en práctica.
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Mi padre tenía un estupendo sentido del humor pasivo; no contaba chistes, pero disfrutaba toda clase de bromas. Las historietas de Pancho y Ramona lo hacían reír mucho, pero les dedicaba mucho menos atención que al Príncipe Valiente. El Excélsior de aquel tiempo era inmenso y mi padre lo doblaba cuidadosamente en seis partes para concentrarse en la saga del rey Arturo. En mi afán de imitarlo, empecé a soñar con el Príncipe que se mojaba sin remedio.
Vivíamos en un dúplex en el barrio de Mixcoac, construido por mi abuelo con la solidez de quien concreta ahí algo definitivo. Llego a México desde León, España, huyendo de la gleba que llevaba a los niños pobres al ejército, y prosperó lo suficiente para tener una casa con muros de convento. La planta baja era ocupada por mis abuelos y yo no perdía oportunidad de visitarlos, porque quería oír las desaforadas historias de mi abuela y porque ellos si tenían televisión. En la parte baja del dúplex se podía hablar de Combate, El Superagente 86 o Mi marciano favorito.
Nada de eso formaba parte de las sobremesas en las que mi padre contaba un cuento.
Su trato con los sumerios, los fenicios y los babilonios era tan familiar que a los seis años yo pensaba que él había vivido todas las épocas previas de la humanidad. La edad del mundo era la suya. En una ocasión le pedí que me contara de su vida entre los romanos y él tuvo que aclararme que las personas de las que hablaba ya habían muerto y solo pertenecían al recuerdo.
Yo quería cosas nuevas —pistolas de plástico, discos de 45 revoluciones, una capa de superhéroe, una guitarra eléctrica—; sin embargo, para mi padre, los hititas eran más cercanos que los Beatles. Naturalmente, no le reproché su gusto por los desaparecidos, que él llamaba «civilizaciones»; al contrario, me sentía en falta y suponía que crecer significaba volverse antiguo.
La autoridad de mi padre era incontestable. No recurría a castigos físicos ni levantaba excesivamente la voz, por la sencilla razón de que bastaba que ordenara alga para que se cumpliera. De un modo seco, jamás rudo, dictaba sentencia.
Cuando me habló de la Ley del Talión, lo malinterpreté y pensé que podía aplicarla en casa. Mi madre me dio un manazo y yo le di otro. Esa tarde, mi padre me arrestó en su cuarto. Después de unos minutos de silenciosa detención, en los que pensó con cuidado lo que debía decir, me aclaró, como si el futuro ya hubiera sucedido, que yo no volvería a agredir a mi madre y que debía pagar por lo que había hecho en el pasado (es decir, unas horas antes). Me puso las manos en la espalda y me propinó unas nalgadas ejemplares.
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Cuando estaba contento, me daba una palmada en la espalda con la misma reciedumbre con que ocasionalmente me castigaba. No era una persona de caricias. Sólo una vez me dio un beso: cuando cumplí los canónicos veintiún años, que en su época habían señalado la mayoría de edad, y me regaló el reloj de cadena de su padre, que yo jamás usaría.
Pasé la primera infancia al lado de una persona de trato cordial, lejana en el afecto e incontrovertible en sus decisiones. Lo admiraba como se admira un peñasco. Quizá la roca que veía en mi sueño del Príncipe Valiente era él. Es posible que también su trabajo contribuyera a que yo lo apreciara así. Me imponía de un modo a la vez contundente y abstracto.
Sabía que la gente hablaba con respeto de él y que se dedicaba con seriedad a algo inescrutable. ¿Qué enseñaba? Quise averiguarlo y la respuesta me inquietó más que la pregunta:
—Estudio el sentido de la vida.
Cuando entré a la escuela descubrí que había tres modos de catalogar a los padres: su equipo de futbol, la marca de su coche y el oficio al que se dedicaban. Mis compañeros de clase tenían padres comprensibles; uno era piloto aviador, otro vendía alfombras en un conocido almacén, otro más trabajaba en una fábrica de pinturas de aceite. Cuando llegaba mi turno de definir la profesión paterna, repetía como quien recita una sura del Corán: “Mi papa estudia el sentido de la vida”. Esta respuesta era recibida con el respetuoso silencio que provoca el sinsentido. Luego suscitaba otras interpretaciones. Mis amigos imaginaban que mi padre buscaba el sentido de la existencia en las cantinas, bebiendo tequila al compás de los mariachis.
Yo trataba de acercarme a su figura como puede hacerlo un niño, preguntándole cosas. Lo veía desayunar cinco panes con mermelada (su favorita era la de naranja, con trocitos de cascara cristalizada) y le pedía que me contara algo, lo que fuera. Él suspendía por un momento su apasionada ingesta dulce y pensaba en algo que fuera de interés, no solo para mí, sino para él. Su mirada se iluminaba de repente, como si dentro de él viviera otra persona. El indiferenciado entorno, en el que jamás se preocupó de colgar un cuadro o poner flores en un jarrón, desaparecía por completo. Entonces se concentraba y movía las manos para impulsar su narración. Sus palabras se cargaban de energía, imitaba acentos y encontraba raros adjetivos (el mar se volvía “proceloso” y el rostro de un villano “plúmbeo”); lo más sorprendente de este entusiasmo es que se dirigía a mí. Para que eso sucediera, los argonautas tenían que volver a navegar. Él se volvía cercano en la Grecia clásica.
Cuando empecé a leer por gusto, hacia los quince años, me regaló un libro previsible: los Diálogos, de Platón.
—Son los pininos de la humanidad —dijo el Sócrates de la familia.
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Nací en el hospital de las Américas de la Ciudad de México, en 1956. A los pocos meses, mi padre fue invitado a fundar la Facultad de Filosofía en Guadalajara y nos mudamos de ciudad. Vivíamos en la esquina de Unión y Vidrio, nombres perfectos para describir el triste matrimonio de mis padres. Ahí aprendí a caminar y ahí escuché las primeras notas de rock and roll en las cafeterías cercanas al Parque Alcalde al que me llevaba mi madre. Tengo fugaces recuerdos de ese tiempo —la Fuente de los Mil Chorros, los coches coloridos de la Carrera Panamericana—, pero el más preciso es el siguiente. Mis padres han ido a una fiesta y yo duermo en casa de unos amigos suyos. Cuando pasan por mí, me envuelven en una cobija y mi padre me carga en su hombro. En ese momento despierto. Veo la casa que se aleja, la sala-comedor con los muebles modernistas de los años cincuenta, idénticos a un set de Mad Men. Viajo suspendido en los hombros de mi padre.
En El rey de los alisos, Michel Tournier se refiere a la foría, que tiene su origen en el verbo griego foreo que significa «llevar». San Cristóbal, patrono de los navegantes, que transporta al pequeño Jesús en su hombro, es un ejemplo de héroe fórico. En la novela de Tournier, el protagonista se detiene en el Museo del Louvre ante las estatuas de los fornidos portadores de niños: Hércules, Hermes, Héctor, y advierte que esos gigantes pueden ser vulnerables. Viven para custodiar, pero a veces fallan. El título de la novela proviene, precisamente, del poema de Goethe en el que un niño cabalga con un padre que trata infructuosamente de protegerlo. En el último verso, el niño muere. En forma admirable, la escena se repite en el cuento «No oyes ladrar los perros», de Juan Rulfo.
La pasión fórica puede ser descrita como el intento de una figura tutelar de llevar a cuestas a quien no puede moverse por su cuenta. El gesto resume el sentido de la paternidad. Curiosamente, el primer recuerdo que tengo de mi padre es de ese tipo: me lleva en hombros hacia un destino incierto, la casa de Unión y Vidrio.
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Mi madre tenía veintiún años cuando se casó con un hombre de treinta y dos. Ella había crecido en Mérida, Yucatán, que entonces no solo era una provincia remota, sino casi otro país. Era una lectora sensible y estudiaba Letras Hispánicas, pero carecía de experiencia mundana. Muchas decisiones se tomaban en su nombre. Una de ellas era que las sirvientas vinieran de Villa de Reyes, en San Luis Potosí, donde la familia de mi padre conservaba los contactos de los tiempos en que habían sido hacendados. Cata y Consuelo, dedicadas a cocinar, lavar la ropa y cuidarnos a Carmen y a mí, eran las únicas personas que, de cuando en cuando, hacían alguna broma. Dudo que, en su condición subordinada, fueran muy dichosas, pero aparte de ellas nadie mostró alegría en esa casa.
Un poco ausente, mi madre era una mujer hermosa que trataba de adaptarse a una vida ajena que curiosamente era la suya. Mi padre la invitaba a guardar silencio en las escasas reuniones a las que asistían y se dirigía a ella con el respeto que se le confiere a una desconocida. Nunca los vi tomarse de la mano, compartir un guiño cómplice o hacerse una caricia. Por mi madre sé que tenían escaso trato íntimo y que él prefería desahogar sus pasiones con alumnas que integraron un séquito cada vez más amplio.
Mis padres se separaron sin pleitos ni escándalos en una época en que el divorcio era motivo de pleitos y escándalos. De cualquier forma, mi abuela materna, que representaba en la vida los papeles que hubiera querido desempeñar en la ópera, consideró que su hija era una descastada que no sólo se atrevía a fumar y a manejar un cache con intrépida audacia, sino a tener vida propia.
Con la separación, nos mudamos a un departamento en la colonia Del Valle. Mi madre continuó sus estudios, ahora en Psicología, se hizo cargo del Centro de Teatro Infantil y, posteriormente, del Pabellón de Día del Hospital Psiquiátrico Infantil. Con tesón extraordinario, tuvo un destino que nadie parecía atribuirle y pasó por varias relaciones sentimentales sin atarse a nadie. A diferencia de mi padre, compartía sus emociones de un modo volcánico y tenía arrebatos de ira que compensaba con sobredosis de cariño. Disputaba absurdamente con mi hermana Carmen, a la que atribuía intenciones imposibles de justificar, y esperaba de mí una perfección que por supuesto me condenó al fracaso. Quererla era fabuloso, imprescindible y extenuante.
Mi padre pasaba por nosotros al colegio, varias veces a la semana comía en el departamento y dormía ahí la siesta. En rigor, la forma en que mis padres se llevaban después del divorcio era idéntica a la que habían tenido durante el matrimonio. Cuarenta años después de su separación, cuando mi madre ya se había doctorado en Psicología con una tesis sobre la condición mental de August Strindberg y contaba con notable reputación como psicoanalista, mi padre hablaría de ella con admiración filosófica:
—¡Ha tenido una Aufhebung!
En efecto, mi madre se había elevado por encima de sus circunstancias.
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En la autoentrevista que Carlos Monsiváis incluye en la Autobiografía precoz, publicada a los veintiocho años, se refiere a su formación intelectual y habla de sus múltiples lecturas de infancia. Como reportero de sí mismo, hablándose de usted, pregunta: “¿No se está usted adornando?”. La respuesta es contundente: “Si no tuve infancia, por lo menos déjeme tener currículum”. El futuro cronista compensó su falta de aventuras con los libros. También yo tuve una infancia de puertas adentro, sin demasiadas acciones callejeras, pero dominada por la molicie. Me acostaba en la cama a frotar fichas de parcasé que me ayudaban a imaginar cosas. Décadas después leí en un manual de budismo zen que tener ocupadas las manos ayuda a la meditación (los dominicos trajeron el rosario de Medio Oriente con ese propósito). En mi caso, las fichas sólo contribuyeron a que me distrajera. Dediqué horas, meses, tal vez años, a mover los dedos sobre la rugosa superficie de las fichas pensando en un lugar de mi invención, la Ciudad Peligrosa, donde el equipo Central, de uniforme naranja y rojo, ganaba el campeonato. ¿Era una burda imitación de mi padre, cuyo oficio le permitía reflexionar acostado?
Obviamente, hay infancias mucho peores que la mía, marcadas por la pobreza, la enfermedad, la muerte, la guerra o el exilio. Los recuerdos de mis primeros años son tristes sin llegar a ser trágicos.
Lo peor que me pasaba era el dentista. Una tarde, después de tomar una cucharada de miel, sentí el aguijón de una caries. Mi madre me llevó a un doctor de aspecto amenazante. Era un hombre corpulento, ya entrado en años, al que le faltaba una pierna y que se desplazaba por el consultorio en muletas de madera. Me pidió que abriera la boca para introducir el espejito inquisitorial. De inmediato diagnosticó dos problemas. Tenía la dentadura dañada por el uso excesivo de antibióticos (nací en 1956 y la penicilina se había convertido en una panacea que se usaba al primer estornudo) y por apretar demasiado los dientes:
—Tienes el mal de las trincheras —dijo, y explicó que los soldados de la Primera Guerra Mundial habían regresado a casa con las mandíbulas trabadas después de padecer los bombardeos en zanjas cubiertas de lodo.
El dentista no me curó de ese malestar de soldado. Además, me sometió a otra guerra. Su enfermera era una mujer frágil, semihistérica, de la que por alguna razón no podía deshacerse, y que se desmayaba al ver una aguja. Por lo tanto, el doctor atendía sin anestesia.
—Aprieta los puños como boxeador —me dijo, y procedió a barrenarme.
Para compensar la tortura a la que era sometido, mi madre me compraba un cochecito de metal al salir de ahí. El consultorio estaba enfrente de Sears, almacén que me encantaba por razones olfativas: la planta baja olía a cacahuates, palomitas y perfumes, y el sótano despedía un delicioso artificio: la edulcorada fragancia de la root-beer y el olor a plásticos decididamente futuristas de los neumáticos que ahí se ofrecían.
La colección de coches que forme a cambio de que me perforaran los dientes sin anestesia me deparó otro aroma que a veces vuelve a mí. Al respirar el chasis de esos modelos a escala percibía un olor acerado, de metal en estado bruto, aún no cubierto de pintura. La parte más primitiva de mi cerebro era estimulada por ese olor que de manera confusa, pero intensa, me conectaba con el violento pasado de la especie: respiraba una espada, una bayoneta, un puñal, una daga, el filo de un cuchillo. Esa era mi guerra.
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Mi abuela paterna solía escribir un diario y, al cabo de cierto tiempo, tomaba una estrafalaria decisión. Lo mandaba encuadernar y lo rifaba entre sus nietos. Por lo común, los diarios se publican de manera póstuma, lo cual garantiza que hayan sido escritos con total sinceridad. La confesión escrita llega con un cadáver.
En el caso de mi abuela, la escritura privada terminaba en manos conocidas. Antes de que acabara la década de los sesenta, me hice acreedor de uno de sus diarios, que sigue en mi poder. Mi abuela lo mando encuadernar y le imprimió un lema: «A Juanito, por rifa». Supuestamente el azar lo llevo a mí; sin embargo, creo que ella calculó con esmero lo que hacía. Era una mujer intuitiva; no necesitaba que le contaran chismes porque los adivinaba. Mis padres se llevaban mal y durante mucho tiempo le ocultaron que se habían separado. Ella se enteró por su cuenta del asunto y fingió no saber nada. Su forma de incidir en la vida de los otros sin ser demasiado intrusiva eran los diarios que presuntamente llevaba para sí misma. El libro que me llego por «fortuna» no iba a ser leído por mi sino por mi madre. Ahí, mi abuela lamentaba que mis padres se hubieran separado y atribuía a eso mi excesiva timidez y la tristeza que me dominaba. Una llamada de atención para que alguien me rescatara del pozo en el que había caído.
Hasta los trece años estuve deprimido. Solo cuando descubrí que la vida podía ser representada mi carácter mejoro. El cine, el rock, los comics, el futbol, la literatura y la más intrincada de las tramas —la posibilidad de un romance— me aliviaron. De un modo confuso pero inquebrantable, entendí que nadie está contento por decreto y que hay que esforzarse para ser feliz.
El carácter que me determina desde entonces procura negar la tristeza que no superé de niño. Si la vida adulta es un espejo distorsionado de la infancia, no es difícil suponer que ahora hablo para sobreponerme al silencio que guardé en los años mis importantes de mi vida. Sin embargo, diga lo que diga, nunca compensaré lo que no dije entonces.
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También mi padre pasó por una infancia silenciosa a la que se adaptó mejor que yo. En un cumpleaños, mi abuela le regaló un cenicero con una caricatura que decía: «El Solitario». El aislamiento del que tanto disfrutaba no le impidió tener varios matrimonios (y cuatro hijos de dos de ellos) ni romances pasajeros, así como formar parte de grupos académicos o movimientos políticos de izquierda. Necesitaba compañía ocasional, pero todos sabíamos que se sentía mejor solo.
En su cubículo de la Torre de Humanidades, que dominaba el campus de la Universidad, tenía una reproducción de El filósofo en meditación, de Rembrandt, que, naturalmente, está solo y recibe la luz de una ventana (la de mi padre daba al maravilloso campus de Ciudad Universitaria). Ese espacio, lleno de papeles y libros en desorden, me fascinaba porque tenía un cajón en el que siempre había lunetas de chocolate. Imagino las infinitas horas de dicha que mi padre pasó en ese cuarto elevado, en apartamiento relativo, pues tarde o temprano volvería a la planta baja donde lo esperaban el pequeño jardín de entrada con el busto de Dante Alighieri, las novedades editoriales dispuestas sabre el piso, las consignas políticas en las paredes, motivos de interés que sin duda disfrutaba, aunque no tanto como estar solo allá arriba, viendo los árboles, la silueta del Ajusco a lo lejos, la luz de Rembrandt en la cercanía, con una luneta dulce en la boca.
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Luis Villoro Toranzo nació en Barcelona el 3 de noviembre de 1922, año de la publicación del Ulises de James Joyce, Trilce de César Vallejo y La tierra baldía de T. S. Eliot. La persona que me hablaba de antiguas civilizaciones llegó al mundo cuando la literatura mostraba su cara más moderna.
Su madre era una rica hacendada de San Luis Potosí y su padre un médico barcelonés que provenía de una familia menos acomodada de la Franja aragonesa (mi bisabuelo había sido ferroviario y sabía que, para prosperar, sus hijos debían elegir la estación de Zaragoza o la de Barcelona; mi abuelo se decantó por esta última y estudió Medicina en la Ciudad Condal).
La Portellada, el pueblo del origen, ubicado en las colinas del Matarraña, era un sitio endogámico donde casi todos llevaban el mismo apellido (mi abuelo se llamaba Miguel Villoro Villoro). Cuando fui ahí por primera vez, lo primero que oí al descender del auto fue la voz de una mujer que gritaba:
—¡Juan Villoro eres la hostia!
La señora no se refería a mí, sino a un niño que corría frente a la iglesia de San Cosme y San Damián.
Acostumbrado a que en México solo los parientes se apelliden como yo, me sorprendió que en el registro civil del pueblo doscientos de los trescientos habitantes se llamaran Villoro.
Mi abuela, María Luisa Toranzo, venia de un sitio aún más restringido, la hacienda de Cerro Prieto, en la parte semidesértica de San Luis Potosí, cercana a Zacatecas, donde se producía mezcal. Era hija única, fruto de una relación fuera del matrimonio, y había crecido sin otra compañía que los libros y los instrumentos musicales.
Ningún sitio mejor que Barcelona, ciudad abierta al mar y cercana a Francia, para que mis abuelos se liberaran de la limitada vida de La Portellada y Cerro Prieto. Miguel Villoro llego ahí en busca de un futuro sólido y María Luisa Toranzo huyendo de las turbulencias de la Revolución mexicana. Durante poco más de una década encontraron un buen refugio en la Ciudad Condal. Sus tres hijos crecieron en un apartamento que miraba a la Universidad, mi abuela se aficiono a las óperas del Licea y mi abuelo a las tertulias en los muchos cafés de la ciudad.
Un mal diagnóstico y dos guerras modificaron para siempre a la familia. Miguel Villoro había trabajado como medico en el Hospital Sant Pau y tenía trato con numerosos colegas. Uno de ellos considero que debía operarlo del apéndice; ya abierto el cuerpo, detecto que el problema estaba en la vesícula y siguió operando sin considerar que el desgaste sería excesivo para mi abuelo.
María Luisa Toranzo enviudo en los albores de la Guerra Civil. Había huido de un México convulso y se encontraba en otro país a punto de correr la misma suerte. Decidió volver a su país y les hablo a sus hijos de un sitio fabuloso que pronto conocerían: Chapultepec. Pero tardó en cumplir su promesa. Mi padre y sus hermanos (mi tío Miguel y mi tía María Luisa) fueron enviados a estudiar a Bélgica, en internados de jesuitas. Mi padre y mi tío ingresaron a Saint Paul, enorme bastione educativo en Godinne sur Meuse, cerca de Namur, y mi tía María Luisa a un internado para mujeres.
Luis era el menor de los tres y el que mejor se adaptó al internado, es decir, a la soledad. Extrañaba poco la vida barcelonesa y su nostalgia no dependía de personas, sino de un solo lugar: el parque de la Ciudadela.
Siempre habló con gusto de Saint Paul. Alguna vez le pregunté si había tenido amigos ahí y mencionó uno, Philippe de la Faye (si recuerdo bien el nombre), al que nunca volvió a ver.
Sus notables calificaciones hicieron que los maestros lo apreciaran y su cordialidad, rara vez comprometida con motivos personales, le permitió circular entre sus compañeros con un talante imparcial, como si no fuera un cómplice sino un árbitro de las relaciones.
Años después, quienes trataron de acercarse más a él toparon con pared. Alejandro Rossi dejó un testimonio de las discusiones filosóficas que sostuvo con mi padre. Salían de la facultad y caminaban durante horas, hablando de algún tema. Costaba trabajo que mi padre cambiara de opinión, pero Alejandro se empeñaba en que eso sucediera. Ponía toda su energía y su notable capacidad suasoria para convencerlo de algo. Antes del crepúsculo, cuando ya estaban a punto de despedirse, su amigo decía: «Es posible, tal vez». Alejandro quedaba con la sensación -la metáfora es suya- de haber demolido un muro. Sin embargo, al día siguiente, cuando retomaba la conversación, se daba cuenta de que, durante la noche, el muro había vuelto a levantarse.
Mi tía María Luisa escribió un poema autobiográfico en el que habla de sus hermanos y se refiere al voluntario aislamiento de mi padre. El título es, precisamente, «El muro»:
Eran tres hermanos
Tres almas pequeñas.
Una tuvo hogar
Y vida serena.
Al otro tocó
La mejor parcela:
Vivir con Jesús
Dentro de su hacienda.
Pero el más pequeño
Tenía una reserva;
Se construyó un muro
De cal y de piedra.
Con cuatro paredes,
Y una sola puerta.
Los dos varias veces
Quisimos que se abriera.
La dejó cerrada
Por nuestra torpeza.
Cuando nos herían
(Un niño es de cera,
De plumas de alondra
Y nubes ligeras)
Yo gritaba fuerte
Mi dolor y afrenta
Quedando después
Vacía y contenta.
Mi hermano callaba
Lleno de prudencia;
Pero el pequeñito
Se escondía afuera
Mojando su llanto
El muro de piedra.
Los años pasaron
Y el gozo y la pena
Me enseñaron cosas
Muy sabias y ciertas.
Un hombre sensible
De alma de poeta
No quiere herir nunca,
Ni que a él lo hieran.
No volví a tratar
De tocar la puerta.
Pero con los años
Se ha abierto una grieta
Muy chiquititita
Como una lenteja.
Yo me asome un día
Llena de impaciencia,
Pensando ver sólo
Lo gris de la piedra.
Por el agujero
Vi una bella huerta.
Hay arboles grandes
Que dan sombra fresca
Una bugambilia
Da flores bermejas
Y en la fuente clara
El agua gorjea.
Pero lo más bello
Es ver que la piedra
Triste y gris del muro
Una huerta encierra
Con flores y frutos
Con agua y con siembra.
En este texto, mi tía se reconcilia con el hermano solitario que nunca le abrió la puerta, pero que no desperdició el tiempo y construyó un jardín interior, a escondidas de los otros. También habla de las paredes mojadas por su llanto. Su hermano menor era capaz de sentir, detrás del muro, en el lugar al que nadie tenía acceso.
Me pregunto si la figura paterna me interesaría tanto en caso de haber tenido un padre más abierto y sociable, alguien que no tuviera que ser indagado. El interés -el anhelo de proximidad- proviene de la distancia.
Mi padre olía a Aqua Velva, ya veces a sudor, combinación que me encantaba. Cuando yo era niño, imponía sus hábitos de manera irrestricta y uno de ellos era el muy europeo de bañarse poco. Mi abuela materna, que había nacido en Progreso, Yucatán, padecía la obsesión contraria y contaba los días que mi padre llevaba con la misma camisa. La sudoración masculina -respirada en los equipos de futbol en los que milité, en los dos barcos cargueros en los que trabajé en el servicio militar, en los colectivos que frecuenté en el Partido Mexicano de los Trabajadores- siempre me remitió, de un modo preciso y agradable, a mi padre. Más que un olor a suciedad era un olor a esfuerzo. Sé que a él le gustaría esta descripción.
Podía olerlo, pero no tocarlo. Estaba ahí, de un modo intangible. Ajeno a los besos y las caricias, y se acercaba a mí con rigidez. Cuando me acostaba en la cama, pedía que me colocara boca arriba y alzara las manos; el doblaba las sábanas y las cobijas de un modo estricto y me ordenaba que bajara los brazos para presionarlas. Era como estar acostado en posición de firmes, menos listo para el descanso que para planchar las sábanas.
En mi percepción infantil, las pisadas de mi padre hacían que la casa retumbara. El primer temblor del que tuve noticia ocurrió de noche. Yo estaba en la cama y no me asusté al sentir que la casa se movía. Pensé que era mi padre que caminaba por el pasillo.
Crecí con esa imagen fuerte, telúrica, en compañía de mi madre, que era lo contrario. Cuando yo nací ella tenía veintidós años. Estaba siempre dispuesta a conmoverse o a irritarse, pero se contenía por la estricta educación que recibió de su madre. Era demasiado inexperta para vencer las resistencias de un filósofo descrito por su hermana y su mejor amigo como un muro. Se había casado con alguien conveniente, un buen partido, al que deseaba querer como una loca. No sabía cómo hacerlo y lloraba a escondidas. Nadie tenía la clave de esa caja fuerte. Con generosidad, mi tía María Luisa escribió que el blindaje permitió a mi padre cultivar su jardín. También mi madre y yo intuimos que ese jardín existía y quisimos atisbarlo. Ella se dio por vencida al cabo de diez años. Entrenado a suponer lo que mi padre sentía en secreto, yo me dediqué a la literatura.
Con la llegada de la buena vejez, mi padre mostró fisuras en el muro que lo había protegido, con menos necesidad de la que él le confería. Entonces comprobamos que, en efecto, el jardín estaba ahí.
***
El pasado tiene muchas formas de volver. Giordano Bruno aconsejaba organizar la memoria como un escenario. Si a cada recuerdo se le asigna una recámara, pensar en ese «lugar» significa ir a ese pasado.
Pero el teatro de la memoria también admite efectos de distanciamiento. El proceso es opuesto al Déjà vu, que implica un retorno integral y permite vivir algo por segunda vez. En Pirámides de tiempo, Remo Bodei comenta que el Déjà vu es un sueño al revés: «Mientras que al soñar se confunde una alucinación con la realidad, en este último caso [el del Déjà vu] se confunde la realidad con una alucinación». En rigor, este tipo de recuerdo no está en el pasado porque no reitera algo lejano, sino que vuelve a suceder y trae su propio presente.
Por media del Verfremdungseffekt (efecto de distanciamiento) Bertolt Brecht propone una crítica de la ilusión teatral: ver una obra sin perder conciencia de que se trata de una representación. Para evitar que el espectador caiga en una ilusoria ensoñación, la obra debe recordar que la realidad existe y el actor debe mostrar que está mostrando. De manera equivalente, en el teatro de la memoria es posible recordar que se recuerda.
Elijo un efecto de distanciamiento para la historia familiar; no recupero de manera integral ese momento, como quien se somete a un Déjà vu, sino una escena interpretada desde el presente en el que escribo, una foto de grupo presidida, nada más y nada menos, que por el propio Bertolt Brecht. El poeta y dramaturgo está al centro de varios parientes que posan con apropiada rigidez (hubo épocas en que fue elegante estar tieso).
En la foto en cuestión, mi padre aparece, como siempre, al margen del grupo. Mira hacia fuera de la cámara, quiere irse. Luce demasiado flaco, nervioso; lleva en el rostro anteojos pesados, de economista soviético. Es un asocial en traje de etiqueta. Al centro, Brecht preside el grupo. Su cara redonda, sus ojos negros, perspicaces, su nariz levemente femenina, sus mofletes redondeados sin llegar a la gordura, su palidez insana, sus manos entrelazadas con rigor, expresan, como todo en él, un temperamento superior. El semblante transmite la seguridad de quien sabe que los demás son sus personajes (modificable dramaturgia). La ropa remata esta actitud. Brecht es el único que no está de etiqueta. Lleva un batón gastado, los hombros protegidos por una manta raída, unas babuchas toscas, proletarias. Pero no hay duda de que está al mando. Su vestimenta confirma que no tiene que vestirse para la ocasión. Los disfraces son para los otros. ¿Qué hace Bertolt Brecht en mi familia? Sobre sus labios finos se alza el leve bigote del descuido; la boca se tuerce apenas en una sonrisa. Ese Bertolt Brecht es mi abuela. María Luisa Toranzo viuda de Villoro se le parecía mucho.
No era atractiva, pero lo fue para dos hombres armados. Hija natural, creció en un entorno enrarecido: estudiaba idiomas y tocaba el arpa en un desierto donde los demás se divertían matando coyotes. Sabía de la existencia de su madre y la vio en algunas ocasiones. No convivió con ella porque se trataba de una descastada, alguien pobre, soslayable. Mi bisabuelo ha perdurado en la memoria familiar como un solterón más o menos chiflado. Afecto a la pintura, combinaba el dispendio del coleccionista con la austeridad monacal en los muebles y las ropas.
En la adolescencia, María Luisa se mudó con él a la Ciudad de México. Se instalaron en una casa frente a la Alameda. Dos hechos criminales marcaron esa estancia en la capital. A principios del siglo XX, el ochenta por ciento de los mexicanos vivían en el campo. La delincuencia carecía de signos específicamente urbanos. Todo cambó en 1915, con la llegada de la Banda del Automóvil Gris. Aquellos asaltantes que parecían venir de Chicago encandilaron la imaginación de la ciudad. Fueron detenidos y fusilados. Su caída se volvió leyenda: México ya estaba listo para gangsters. No es casual que el gran éxito cinematográfico en tiempos de la Revolución fuera, precisamente, La Banda del Automóvil Gris (filmado por Enrique Rosas en 1919). La cinta reproduce las escenas en el sitio donde ocurrieron e incluye una filmación del fusilamiento real de los asaltantes. En una escena aparece la Casa Toranzo. Mi abuela es representada como una chica coqueta, nada indiferente a los avances de un apuesto ladrón.
El asalto fue una desgracia que aportó el placer compensatorio del miedo que se supera al volverse anécdota. El segundo episodio fue más grave.
Durante diez años, la Revolución mexicana transformó el país en territorio de emboscadas. Como otras familias, la de mi abuela se refugió en la capital, esperando que la desgracia fuera contenida en la sede del poder. Cien años después, los capitalinos tenemos la misma percepción ante la amenaza del narcotráfico. La metrópoli que en tiempos normales es un sitio inseguro, se convierte en el último refugio en la tragedia.
La Revolución llegó a la casa de la Alameda en la figura de un general que planteó, sin muchos rodeos, su deseo de quedarse con mi abuela.
La salvación dependió de una persona con nombre de fábula: Celestino Bustindui, vasco de legendaria corpulencia y amigo de la familia. Enrique Pérez, administrador que fungía como tutor de María Luisa a la muerte de su padre, contactó con él y le pidió que arreglara una huida a San Sebastián. Sin embargo, según me contó Margarita Valdés Villarreal, segunda esposa de mi padre, se trató de una salida en falso.
Nada más atractivo para una hija natural que tener una familia de adopción, pero los Bustindui la trataron como a una entenada que por un exceso de generosidad había sido salvada.
María Luisa recordó entonces que en la Beneficencia Española de México había conocido a un joven médico, muy apuesto, que favorecía los trajes de tres piezas y usaba bigotes de manubrio: Miguel Villoro Villoro, que acababa de volver a Barcelona.
El romance entre ellos se inició en plan grande, como un rescate, y pasó por una etapa muy apropiada para la época. Miguel no podía llevar a la chica mexicana a su casa sin poner en duda la reputación de ambos, de modo que la dejó en un convento.
La joven que había estado a punto de ser raptada en la Revolución mexicana fue cortejada en Barcelona como una novicia. Hizo tan buenas migas en el convento que cuando salió de ahí para casarse con mi futuro abuelo conservó sólidas amistades, entre ellas las de unas monjas mexicanas que le mandaron guisos durante años (fue el primer contacto de mi padre con nuestra gastronomía).
Miguel apareció en escena como salvador de una chica a la deriva y, con los años, se hizo cargo de más asuntos de los que podía resolver. No tenía mayor talento como administrador, pero fue él quien se encargó de vender la casa frente a la Alameda. Cuando encontró un cliente difícil de hallar en tiempos de turbulencias, el dueño de los Chocolates Larín, fijó un precio por la casa y la vendió con todo lo que había adentro, sin reparar que entre las pertenencias había cuadros de Murillo y dos cómodas pintadas por Watteau. Acaso por el miedo que le daba gestionar cosas en su país, mi abuela no participó en esa transacción, que bautizó como «la gran vendimia».
Eso no le impidió instalarse con holgura en Barcelona. Proselitista de las costumbres que debían cumplir las chicas decentes, escribió libros de autoayuda que fueron auténticos bestsellers en escuelas católicas: Azahares, espinas y … rosas, Charlas con mi hija, Átomos tontos y una crónica sobre Chopin donde describe a George Sand como un marimacho repugnante. Esos textos de militancia conservadora son un dato significativo para entender la rebeldía de su hijo Luis.
Gracias a mi primo Ernesto, esmerado archivista de la familia, pude revisar cientos de documentos en los que María Luisa Toranzo se ocupaba de sus cuentas, los regalos que debía hacer a los empleados el día de su cumpleaños, los banquetes que preparaba con extrema cuidado. Era una Gran Dama que detestaba el ocio y se dedicaba a administrar las rentas y los pagos sin perder detalle. Muchos de esos documentos están escritos en la papelería de distintos hoteles españoles a los que no iba de vacaciones, sino donde se instalaba a trabajar.
No parecía tener mucha pasión por los niños y, según confesión propia, fue egoísta. Asistía al Festival de Bayreuth, era patrona del Liceo en Barcelona, escribía libros, tocaba el arpa y la mandolina, disponía de un coche Hispano Suiza y ropas de Balenciaga. Sus hijos repudiaron ese lujoso alejamiento de los afectos familiares y luego ella misma lo repudió. Ya anciana, para pagar sus culpas, compró un ruinoso departamento en Bucareli, en el edificio del Buen Tono, que hoy tiene encanto hípster, pero entonces era una vecindad de rentas congeladas. Dejó de salir a la calle y se vistió con dos batas harapientas, a las que bautizó con nombres de comediantes: Cantinflas y Tin-Tan. Tenía una alergia en las piernas y la combatía con violeta de genciana; grandes manchas moradas cubrían su piel. A sus nietos les permitía todo lo que les negó a sus hijos. A cada uno le reservó una pared para que pintara lo que se le ocurriera. Mi primo Ernesto, estudiante de arquitectura, trazó un diablo impecable y lo tituló: «Yo». Los grafitis dieron a las paredes, de por sí desastradas, un logrado aire de manicomio.
La madre ausente se transformó en una abuela benévola, interesada en las tribulaciones del romántico vaquero que protagonizaba la radionovela Alma Grande. De un modo sigiloso seguía siendo la regenta que reunía a la familia en las comidas de los sábados, daba complejas recomendaciones en los diarios que «rifaba», hacia regalos a todas las gentes que conocía y rezaba por numerosas causas. Para sentirse cercana a los ciegos, recorría el departamento con los ojos cerrados y el rosario en la mano. Pidió por ellos hasta que rodó por las escaleras.
Una tarde recibió una visita inesperada. Un sacerdote había llegado a despedirse. Tenía buen trato con la abuela y no quería emprender un largo viaje sin ponerla sabre aviso. Al día siguiente, ella supo que el cura había muerto en España. De manera progresiva, mi abuela se relacionó con el mundo en forma sobrenatural. Encerrada en su departamento, ignoró las transformaciones de la Ciudad de México, tan difíciles de entender como las causas que apoyaba con novenarios y su trato con los difuntos.
***
Mi padre repudió el mundo conservador, de valores huecos y trato gélido en el que pasó su infancia, y en buena medida le dedicó a su madre la misma frialdad que el recibió de niño. Cuando ella murió, mostró poco dolor. El filósofo español Juan Nuño, que vivía en Venezuela, visitó México dos meses después del sepelio y al encontrarse con mi padre le dio el pésame. Mi padre se mostró muy sorprendido:
—¡Eso fue hace mucho! —dijo en relación a lo que había pasado.
De su padre casi no tenia recuerdos. Era el gran ausente.
Le había hecho falta, pero no lo decía.
Solo una vez lo vi llorar. En 1969 me llevó a España. Vimos al gorila albino Capito de Nieve, al Barça disputar un épico 3-3 con el Real Madrid, al payaso de la guitarra, Charlie Rivel, pero lo más importante ocurrió en el cementerio de Montjuïc, donde visitamos la tumba de mi abuelo.
Terminaba el verano y la brisa agitaba los cipreses. Las criptas estaban dispuestas de manera vertical, como los cajones de una estantería, de cara al mar. El sitio era hermoso, hasta donde puede serlo un cementerio. ]unto a la tumba de mi abuelo estaba la de mi tía abuela Isabel, que murió de niña. Según rumores, padecía una especie de demencia, aunque quizá solo haya sido una solitaria ejemplar.
Mi padre no era gente de ritos ni supersticiones, pero un día llevó a su hijo a la tumba de su padre y lloró, en forma rara, con una torpeza esencial, pues no estaba acostumbrado a hacerlo. Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano, como si el llanto lo obligara a actuar al revés. Yo no sabía que los papás lloraban.
Supe que nunca hablaríamos de eso. Diríamos: “Montjuïc”, diríamos: “El abuelo”. No hablaríamos del llanto.
En la novela de caballerías Tirant lo Blanc, un hijo es abofeteado repentinamente por su padre. No hay causa aparente para ello. El hijo pregunta por qué ha sido golpeado. “Para que no olvides este momento”, responde, pedagógico, el agresor. Las heridas fijan la memoria. Mi padre no recurrió a un método violento. No tuvo que hacerlo. Sus reacciones emocionales eran tan escasas que no puedo olvidar su único llanto.
En 1997 volvimos a encontrarnos en Barcelona. Por casualidad, también mi primo Ernesto Cabrera, custodio de las noticias familiares, estaba en la ciudad. Fuimos a comer al Agut d’Avignon, uno de los muchos restaurantes de gran tradición desaparecidos en la Ciudad Condal. En la sobremesa, recordé la visita de 1969 al cementerio de Montjuïc y propuse que fuéramos de nuevo. Mi padre se entusiasmó con la idea, pero mi primo le explicó que eso ya no era posible. Durante años dejamos de pagar por nuestros muertos. Miguel Villoro Villoro y su hermana Isabel habían sido enviados a la fosa común. Algún aviso se había publicado en el Avui y La Vanguardia, pero en México leíamos La Jornada.
—¡Mejor así! —exclamó mi padre—: ¡La fosa común es la democracia de los muertos, el comunismo primitivo! ¡Es más divertido estar con los demás!
Después de esta expansión eufórica guardó silencio, vio las migajas y las manchas de vino en el mantel, y sin solución de continuidad dijo:
—Quisiera volver a vivir en Barcelona.
La fantasía del regreso que había suprimido celosamente se expresó de golpe. ¿A que deseaba regresar? No a lo que había perdido, sino a lo que nunca tuvo.
Su iniciativa nos pareció estupenda, pero entonces el argumentó que estaba demasiado viejo. Se dio así un curioso desplazamiento: yo me iría a Barcelona para que el regresara de visita. Kierkegaard habla de la reanudación como de un “recuerdo hacia delante”. Lo mismo puede decirse de la filiación. Lo que ahí se transmite es un pasado que perdura hasta ser futuro: un recuerdo que recuerda.
Escribir significa desorganizar sistemáticamente una serie, el alfabeto. Del mismo modo, evocar significa desorganizar sistemáticamente el tiempo. ¿Hasta dónde debemos hacerlo? Vivir en estado de retentiva absoluta, como el Funes de Borges, es un idiotismo de la conciencia. El olvido sana y reconforta. Sobrellevamos el peso de lo real porque podemos borrar las moscas, los escupitajos, las vergüenzas. La amnesia selectiva alivia la mente. Pero algunas cosas desaparecen al margen de la voluntad.
En el epilogo a Kriegsfibel, libro de Bertolt Brecht sobre la guerra, la actriz Ruth Berlau, que estuvo muy cerca del dramaturgo, comenta: «No escapa al pasado quien lo olvida». La frase tiene una carga poderosa: el pasado existe por sí mismo. Tarde o temprano tendrá su hora.
La sentencia de Berlau no apela a un rigor neurológico sino moral: hay pasados que no deben olvidarse.
¿Hasta dónde podemos recuperar una memoria ajena? ¿Es posible entender lo que un padre ha sido sin nosotros? Ser hijo significa descender, alterar el tiempo, crear un desarreglo, un desajuste que se subsana con pedagogía, a veces con afecto o transmisión de conocimientos.
En los últimos encuentros con mi padre, llegaba un momento en que la conversación se inclinaba a un tema inevitable. “Chiapas”, decía él, y comenzaba a hablar de lo que en verdad le interesaba. El resto, el territorio de lo anecdótico, se derrumbaba en escombros. Si busco la vida personal detrás de sus ideas, es precisamente porque él se negaba a hacerlo; no le interesaba que la mente tuviera vida privada, un padre perdido y enviado a una fosa común, la soledad en un internado de jesuitas, la mudanza a otro país, una patria conquistada con esfuerzo, un pasado que pudo ser, un presente que actualiza ese pasado.
Para el hijo de un profesor, entender es una forma de amar. Cuando mi padre decía “Chiapas”, a sus ochenta y ocho años, y se despedía para ir a la selva a asesorar al movimiento indígena rebelde, había que entender otras cosas, los misterios de los que trata este libro.
¿Es posible recuperar a alguien que dijo tan poco de sí mismo?
“Nadie les enseñó a querer”, me dijo un día mi primo Ernesto para explicar el carácter huraño de su madre y de mi padre. El más próximo a los afectos era Miguel, nuestro tío sacerdote; por eso mismo, era quien más se quejaba de haber sido enviado a Saint Paul.
Ciertos rigores del colegio marcaron para siempre las costumbres de mi padre. Detestaba lavarse la cara y el torso con agua helada y descubrió que es posible evitar la tortura de bañarse. Aprendió a dormir una siesta de quince minutos que podía practicar en cualquier sitio, boca arriba, con los zapatos puestos, las manos entrelazadas como un cadáver ejemplar. Pero, sabre todo, adquirió una pasión general por el conocimiento que nunca lo abandonó. Su mente era lo contrario a la de un especialista. Cualquier desafío intelectual lo apasionaba, aunque estuviera muy lejos de sus propias preocupaciones. Leía libros sobre los hoyos negros, las leyendas artúricas, la vida de un compositor o la tecnología de los egipcios, sin el menor sentido utilitario, por el gusto de seguir aprendiendo. Desde luego, tenía limitaciones. No le interesaba la cultura popular, que para él se reducía a las noticias.
Su familia era monárquica, católica y culturalmente provinciana (a pesar de los años en Barcelona). En México, los enemigos habían estado en el bando revolucionario y en España estuvieron en el republicano.
Desde el internado de Saint Paul, mi padre le escribía cartas a su madre para mantenerla al tanto de su educación con el esmero de quien cumple una tarea más del colegio. Al despedirse, se encomendaba a Dios y le deseaba lo mejor al rey.
Estaba solo, pero había descubierto la magia de aprender cosas, entre ellas, la más inesperada: el orgullo de pensar por cuenta propia. Para los padres de familia, Saint Paul era un baluarte de la convención, el sitio ideal para formar a los descendientes de las élites. Ignoraban que las escuelas de los jesuitas también han sido fábricas de radicales, según demuestran, entre muchos otros casos, Simón Bolívar, James Joyce, Fidel Castro, Julio Scherer García y el subcomandante Marcos.
Con el director de teatro Luis de Tavira, que estuvo a punto de ordenarse como sacerdote jesuita, he hablado del carácter indeleble que imprime esa educación. El poeta Álvaro Mutis, también egresado de un internado jesuita en Bélgica, donde se divertía escuchando a un padre que hablaba por larga distancia en latín, me comento que la oratoria de mi padre y su estilo expositivo tenían el inconfundible sello de la Compañía de Jesús.
Regreso, pues, a esa etapa de formación definitiva. Es posible que la mayor disyuntiva intelectual de mi padre haya ocurrido en esas aulas. Para fomentar una pedagogía competitiva, los salones se dividían en dos bandos: romanos y cartagineses. Las guerras púnicas tenían ahí una nueva oportunidad.
Pertenecer a romanos o cartagineses significaba asumir un destino. De un lado estaba el imperio que domino el Mediterráneo; del otro, los derrotados de África que desafiaron el poder y la lógica, y remontaron los montes de Europa a bordo de inverosímiles elefantes.
Es posible que los propios profesores dividieran a los alumnos en bandos. Sin embargo, mi padre siempre habló de su grupo con el orgullo de quien lo ha elegido. Se trataba de una valoración retrospectiva, marcada por lo que pensaba como adulto, pero la asumía como si desde su infancia se hubiera situado voluntariamente en la causa que le correspondía.
Desaparecidos de la historia, los derrotados podían volver. Estudiar implicaba ganar otra batalla, lograr con los conocimientos las victorias que no se consiguieron con las armas. La legión de Aníbal y de Asdrúbal aún podía desafiar al imperio.
Mi padre fue cartaginés.
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