Pensar en arquitecturas latinoamericanas

Pensar en arquitecturas latinoamericanas

El rescate editorial de este número dedicado a las ciudades busca rastrear qué rumbo ha tomado la arquitectura latinoamericana en las primeras dos décadas del siglo. Miquel Adrià, editor y arquitecto catalán radicado en México, hizo un recorrido por los mejores cincuenta proyectos construidos en la región, a cargo de arquitectos menores de cincuenta años, para dar forma a su antología Radical. 50 arquitecturas latinoamericanas (Arquine, 2016). Este es un fragmento que permite dibujar el panorama latinoamericano con el fin de entender sus diferencias y similitudes.

Tiempo de lectura: 16 minutos

Latinoamérica es cuna de esperanzas. Reiteradamente, a lo largo del siglo pasado, se trataron de identificar nuevas vetas creativas que entrelazan culturas, hilvanan rasgos panamericanos o signos de identidad entre países disconexos, aunque hermanados por lenguas comunes. Desde lo lejos, el vínculo aparece cuando las señales de progreso global se eclipsan y la confianza en las nuevas tecnologías se desvanece. Entonces, como ahora, se abre otra posibilidad, pausada, donde la arquitectura no solo sobrevive, sino que se explaya con lo más básico. Arquitecturas de urgencia, que atienden a comunidades ignoradas por sus gobiernos, con un fuerte compromiso social y que recurren a la inmediatez de los materiales y las técnicas locales son cada vez más visibles en el contexto latinoamericano contemporáneo. Alejandro Aravena cuenta cuánto valora haberse educado en un entorno de escasez, ya que es un filtro muy eficaz contra lo que no es estrictamente necesario.[1] Eliminado lo prescindible, los recursos básicos se conforman con la mano de obra poco especializada del lugar y materiales como la madera, el bambú, el tabique de arcilla, el adobe o el block de concreto y, excepcionalmente, sencillas estructuras de acero o buenos muros de concreto aparente. Ahí, el arquitecto despojado de sofisticados recursos tecnológicos, de equipos globalizados de especialistas y de nuevos materiales, con los que se llevaron a cabo las obras más icónicas de la primera década del siglo, se enfrenta solo a una realidad urgida de soluciones y respuestas inmediatas. Ahí, el arquitecto cuenta únicamente con su ingenio. A veces haciendo de la síntesis virtud y en algunos casos, al límite de pasar desapercibida la acción del autor, convertido en un mero activista social que gestiona procesos y facilita información constructiva a la comunidad.

Aravena proponía en la XV Bienal de Arquitectura de Venecia —que dirigió– la convergencia de dos caminos excluyentes: el que aborda la forma desde ejercicios endógenos sobre el espacio y el que proviene de temas transversales que afectan a la humanidad: la pobreza, el tráfico, el agua, etc. Si el primer camino cayó en desprestigio tras la crisis económica de 2008, el segundo nos inundó de datos estadísticos, hasta bloquear cualquier iniciativa.[2] El título Reportando desde el frente, que propuso el premio Pritzker chileno, buscaba identificar los desafíos que sí importan, que están conectados con la realidad y que libran la batalla desde la propia disciplina arquitectónica. Su bienal procuró mostrar buenos ejemplos donde la arquitectura fuera capaz de responder a las grandes preguntas con arquitectura, para atisbar qué sigue tras la denuncia y el análisis y para entender cómo la creación formal sigue siendo determinante.[3]

Como alternativa al arquitecto diseñador aparece el arquitecto activista. Si para uno el objetivo es la estética, para el otro lo que importa es el efecto. Como apunta Justin McGuirk, uno crea formas y el otro provoca acciones, optimizando recursos.[4] Formas activas y pragmatismo se convierten en las claves de una nueva arquitectura que recupera cierta función ideológica sin perder la vocación formal originaria. Desde esta perspectiva, en estas páginas se destacan aquellas arquitecturas radicales que, con pocos recursos económicos y materiales, privilegian el ingenio del autor y los proyectos de carácter público y comunitario, por encima de las obras privadas y eventualmente más sofisticadas. Esta búsqueda nos lleva a excluir algunos proyectos excesivamente protagónicos e icónicos, que se alinean con tendencias y formalismos globales, para privilegiar las obras que se insertan en su contexto, se ciñen a los recursos del lugar y atienden a las necesidades de la comunidad. A su vez, las cincuenta arquitecturas que componen esta selección latinoamericana han sido construidas por una nueva generación de jóvenes [5] arquitectos menores de cincuenta años, y buena parte de las obras son resultado de trabajo en equipo, no solo con las comunidades con las que trabajan, sino también entre distintos arquitectos que puntualmente abordaron proyectos juntos. En realidad se pueden identificar al menos dos generaciones: la de los hijos del 68, cuyos padres, tal vez, protestaron y creyeron en que “la imaginación podría llegar al poder”, tenían veinticinco años a principios de los noventa, el neoliberalismo rampante parecía ofrecer un futuro de libre comercio, libre tránsito y supertecnología, y crecieron sin internet. Y la segunda generación es la que empieza a ejercer ya en la crisis —algunos estaban en la escuela aún en 2008— y que creció con videojuegos. El carácter antológico de esta selección, que incluye ambas generaciones, es una apuesta por ciertos signos de identidad de la reciente arquitectura latinoamericana que bien puede considerarse radical.

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