Juan Villoro: El escritor que no se volvió cobarde ni caníbal
Un perfil del escritor Juan Villoro. Este texto ganó el Premio Nacional de Periodismo en 2014.
¿Pero puede haber mayor tedio que una crónica mesurada? La sensatez, tan útil para decidir que el mejor colegio para los niños es el que está más cerca de la casa, es un narcótico literario.
Palmeras de la brisa rápida (Alianza, 1989)
EL ANIMAL DEL REPORTAJE
Juan Villoro Ruiz pasó la primavera de 2012 en Barcelona. Viajé para seguirlo la última semana de su estancia en aquella ciudad en la que impartió un curso del máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra. Me intrigaba conocer, entre otras cosas, por qué un controvertido genio, poco elogioso, de nombre Roberto Bolaño, lo definió como un escritor que con el paso de los años no se había convertido en cobarde ni caníbal.
El último día de la persecución lo acompañé al aeropuerto El Prat para que se subiera a su avión de regreso a la ciudad de México. Antes de que entrara a la sala de abordar, nos sentamos en una cafetería de paninos con pequeñas sillas plateadas, en las que la altura y corpulencia de Villoro resaltaban aún más. Puse la grabadora sobre la mesa y la encendí para registrar el relieve acústico de su voz calculada y estereofónica. «Qué bueno. Ya era hora de que grabaras algo», me dijo con una sonrisa irónica, al inicio de aquella conversación, la única que guardé en mi vieja Olympus tras varios días a su lado en Barcelona. Esa entrevista en forma, con una duración de apenas cincuenta y cuatro minutos y treinta y siete segundos, debí comenzarla improvisando la pregunta de si él grababa siempre a sus entrevistados. «Casi nunca oigo lo que grabo, porque lo que recuerdo es lo importante. Pero grabo por una cuestión casi jurídica», respondió.
Villoro suele hablar con un amable tono pedagógico sobre todas las cosas. Sabes que te está dando una cátedra de algo pero no te apabulla con su conocimiento. El escritor Javier Marías ha resaltado los tremendos poderes de persuasión —seducción incluso— de Villoro, así como su mordiente ironía. Es claro que encarna un caso inusual: «El de poseer una inteligencia sin vanidad», de acuerdo con Julio Villanueva Chang, editor de la revista Etiqueta Negra. Villanueva Chang también dice que Villoro ha hecho suyo el credo de Gay Talese: «Decir la verdad sin ofender». Otro atributo de la conversación casual de Villoro es que puede producir frases sumamente poderosas: aforismos que siguen la tradición de Georg Christoph Lichtenberg, escritor del siglo XVIII al que Villoro ha traducido del alemán al español. Lichtenberg es una de varias influencias de la cultura alemana que le fue inculcada desde niño por su papá.
Luis Villoro Toranzo, nació en Barcelona en 1922, y en su juventud viajó a París para estudiar primero en La Sorbona y luego en Múnich, donde se matriculó en la Ludwig-Maximilians-Universität, de la desaparecida República Federal de Alemania. A sus noventa años, Villoro Toranzo es uno de los filósofos mexicanos más respetados. Aunque lleva meses en convalecencia, todavía cuenta con energía para sostener correspondencia pública con el subcomandante Marcos, líder del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), la organización política-militar que considera al papá de Juan Villoro como uno de sus principales referentes. Villoro Toranzo también cuenta aún con un estómago adecuado para comer un tamal mientras mira por la televisión la entrega de los premios Oscar en compañía de su hijo. En ocasiones pregunta acerca de los conceptos que él mismo desarrolló en sus libros, algunos de los cuales olvida a ratos a causa de su padecimiento. Ambos comentan, sobre todo, temas recurrentes del pensamiento de Villoro Toranzo, como su análisis crítico de la ideología.
Si la prosa del Villoro escritor va de forma vertiginosa directo al descubrimiento (y el trayecto al descubrimiento suele ser aún más revelador), la del Villoro filósofo hace el rodeo revelador: «Quien está preso en un estilo de pensar ideológico no tiene por qué aceptar que su creencia se deba a intereses particulares, porque él sólo ve razones. En realidad, si aceptara que su creencia es injustificada y que sólo se sustenta en intereses, no podría menos que ponerla en duda. Por eso la crítica a la ideología no consiste en refutar las razones del ideólogo, sino en mostrar los intereses concretos que encubren».
En la entrevista del aeropuerto El Prat pedí a Villoro hablar de otras diferencias entre la escritura de él y de su padre. «Como no soy filósofo, sino escritor, soy fácilmente chismoso, porque es obvio que a un escritor lo que le interesa es la vida privada de las personas. Contar historias singulares, meterte donde no debes. Y también como periodista, pues muchas veces conoces a las personas no sólo por sus ideas o sus posturas, sino por sus tentaciones más bajas, y es más difícil respetarlas».
CONTINUAR LEYENDOAntes de que acabara la conversación en el aeropuerto —durante la cual, sin que lo supiéramos, Josep Guardiola provocaba un cisma en Cataluña al anunciar su renuncia como entrenador del Futbol Club Barcelona—, comenté a Villoro que en México buscaría a su mamá, Estela Ruiz Milán, para entrevistarla.
«¿Seguro? Si lo haces, ella va a querer escribir esta crónica».
La primera crónica en forma que publicó Villoro apareció a finales de los años setenta en la revista semanal del Palacio de Bellas Artes. El personaje central de su historia fue el autor de «El dinosaurio» («Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí»), el célebre cuento breve, tan relacionado con el México actual y sus inesperados vaivenes y la reaparición de la nomenclatura y burocracia del PRI que inspiraba en aquellos años más microrrelatos, como el del interminable título «Tú dile a Sarabia que digo yo que la nombre y que la comisione aquí o en donde quiera, que después le explico», el cual inicia así: «Era un poco tarde ya cuando el funcionario decidió seguir de nuevo el vuelo de la mosca». Augusto Monterroso había sido maestro de Villoro en un taller literario de la UNAM, en el que también participaban el poeta infrarrealista Mario Santiago Papasquiaro y el periodista independiente Jaime Avilés, entre otros. A petición de Sergio Pitol, quien trabajaba en la revista de Bellas Artes, Villoro hizo su primer texto de no ficción. El entonces joven escritor no tenía duda alguna de su vocación como narrador de ficción, pero la experiencia periodística le gustó. Visualizó la oportunidad de no restringir sus curiosidades, la posibilidad de viajar más y la de contar con un pretexto legítimo para entrevistar a personas. También descubrió que del periodismo emergían experiencias secundarias que luego podían ser usadas en los cuentos que escribía en esos años.
Aquello sucedió hace más de tres décadas. Hoy no es raro que Villoro sea definido como uno de los principales periodistas mexicanos. Sus crónicas y conceptos al respecto son populares y respetados. Una de sus crónicas de largo aliento más recientes es 8.8: El miedo en el espejo (Almadía, 2010), en la que narra el terremoto que sacudió a Chile durante febrero de 2010, mes en el que Villoro participaba en un Congreso Iberoamericano de Lengua y Literatura Infantil y Juvenil celebrado en Santiago. El texto inicia así: «Mi padre siempre ha dormido en piyama. Lo recuerdo en las noches de mi infancia con una prenda azul clara, de ribetes azul oscuro, y así lo veo cuando lo visito en sus ochenta y siete años en sus ocasionales cuartos de enfermo».
Y uno de sus conceptos periodísticos más populares gira sobre el ornitorrinco, ese raro animal mamífero, reptil y ave con el que Villoro equipara a la crónica, por el amplio catálogo de influencias que pueden nutrirla. El ornitorrinco que ha inventado Villoro para explicar un género de moda en el mundo literario es capaz de provocar discusiones públicas entre académicos y periodistas, lo mismo en Italia que en una provincia lejana de Argentina. O bien, ser retomado durante debates internos en periódicos del Distrito Federal como El Universal, en el que la recién creada revista Domingo estuvo cerca de ser bautizada como Ornitorrinco.
Esta misma crónica está estructurada a partir de los siete «animales» que Villoro propone en el ensayo aparecido en Safari accidental (Joaquín Mortiz, 2005). Por ello es que, a partir de este momento, el lector se encuentra frente a un ornitorrinco —es probable que no bien nacido— de mi experiencia con el escritor mexicano en Barcelona.
—¿Te sientes más afianzado en el periodismo que en la literatura?
—La verdad es que en ningún lado. Eso es lo interesante. Es como cuando te gusta una chava. Si te interesa, te pone muy nervioso, no se te ocurre algo absolutamente genial que decirle. Lo mismo pasa con los géneros literarios: el teatro pone unas tensiones distintas a las que te ponen los cuentos para niños o las crónicas. Además, las crónicas funcionan en el presente, entonces tienen que ser entendidas y leídas hoy, lo mismo la literatura para niños, que también apela a los niños contemporáneos. En ese sentido, me da gusto conectar. Pero en otros géneros sí puedes ser más caprichoso y posponer tus efectos. Decir: «Pues a lo mejor dentro de cuarenta o cincuenta años alguien va a entender esta novela».
—En el mundo periodístico eres visto como un gurú.
—Yo tanto como gurú no me siento. El secreto de la vida es no tomarse muy en serio y jamás pensar que tú tienes una responsabilidad exagerada en tus espaldas.
—¿Es equivalente el compromiso ético de un periodista y el de un escritor?
—El compromiso ético del periodista es mayor que el del escritor. El escritor puede ser un hijo de puta y ser un genio, no tiene que rendirle cuentas a nadie y puede ser tan caprichoso como quiera, someter a sus personajes a todo tipo de torturas y deslealtades, lo importante es que el efecto sea bueno. Y puede tener una vida privada siniestra. No es que el periodista tenga que ser un ángel, pero lo que sí necesita de manera imprescindible es establecer un pacto de confianza con la gente: si a ti te van a decir cosas, deben poder confiar en ti, y tú necesitas tener una empatía con los entrevistados para entenderlos. Es decir, en el periodismo, las razones de lo que tú vas a escribir están en los otros, y eso es una muy saludable lección ética, porque te saca de ti mismo, te quita tus certezas y te demuestra que los demás tienen razón. Eso es central para mí.
EL ANIMAL DE LA NOVELA
Una novela que se limita al proselitismo es tan inútil como una arenga política que se percibe como un caudal de metáforas.
Los once de la tribu (Aguilar, 1995)
A la medianoche, en la calle Roger de Llúria, sobre la que se encuentra el departamento de Juan Villoro en Barcelona, todavía se percibe algo del ambiente del Día de Sant Jordi que se celebró el lunes 23 de abril de 2012. Jóvenes caminan discutiendo en catalán, mientras que en el suelo frente al viejo portón del edificio está tirado un racimo de tallos con las flores decapitadas. En el centro de la fiesta patronal están las rosas y los libros que los catalanes regalan a lo largo del día. La fecha coincide, además, con el aniversario de la muerte de Shakespeare y Cervantes. Villoro acaba de llegar a su departamento tras una larga jornada en el Día del Libro y de la Rosa, la cual terminó en un restaurante diseñado por Jean Nouvel, el mismo arquitecto francés que creó la sofisticada torre Agbar, a la que la arquitectura mental de los catalanes de a pie renombró como «El Supositorio», por su anatomía cónica y redondeada de proporciones monumentales. Ahí cenó tapas con amigos y compañeros de El Periódico, uno de los dos diarios más importantes de esta comunidad autónoma española.
Durante el día, Villoro acudió a diferentes puntos de Barcelona a firmar libros para sus lectores. Entre las resonancias carnavalescas de una de las sesiones se topó al escritor Enrique Vila-Matas, amigo de antaño con quien en esta primavera parece que se dio un distanciamiento. Mientras ambos firmaban sus nuevos libros (Villoro, Arrecife, y Vila-Matas, Aire de Dylan), en algún momento, el autor catalán se acercó y le dijo que lamentaba que estuvieran molestos. Villoro le respondió que no sabía que lo estaban. El escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, que estaba presente, intervino de prisa diciendo que seguro estaban molestos porque el Barcelona había perdido el partido de ida con el Chelsea en la Champions League. Todos rieron. Al final de la sesión de firmas, Vila-Matas se acercó de nuevo a Villoro. Le dijo que no tomara a mal que no hubiera respondido un mensaje suyo para que leyera y le hiciera comentarios a Arrecife antes de imprimirlo. Villoro le contestó que no había ningún problema. Vila-Matas y Villoro, junto con el chileno Roberto Bolaño y el editor de todos ellos, Jorge Herralde, formaron un grupo compacto que se reunía de forma regular en ciertos bares de Barcelona. El grupo menguó porque Bolaño murió y Vila-Matas enfermó, y luego dejó la editorial Anagrama y firmó un contrato con Seix Barral, recién adquirida por Planeta. Villoro y Vila-Matas quedaron como dos personas que fueron amigos íntimos y ahora se llevan cordialmente y se respetan, aunque no se frecuentan.
Mientras Villoro recuerda aquella época que tuvo su auge en los alrededores de 2000, entra Martín Caparrós, quien pasa estos días en el departamento de Villoro. El escritor y cronista argentino viene de una fiesta en el Belvedere, precisamente uno de los bares de escritores en los que antes se reunían Bolaño, Herralde, Vila-Matas y Villoro. Caparrós platica que se encontró ahí al cantante Andrés Calamaro, quien ese día también estuvo dedicando ejemplares de un libro que publicó sobre su vida o algo así. Villoro le comenta que a él le tocó firmar al lado de un hombre llamado —no es broma— Mario Vaquerizo, esposo de la cantante Alaska.
Como los canapés del festejo del Belvedere eran inalcanzables, Caparrós va a la cocina a destapar una cerveza Coronita (el nombre que toma la Corona en España) y a prepararse un sándwich. El cronista argentino recién terminó un libro sobre degustaciones exóticas para la editorial oaxaqueña Almadía, el cual lleva como título Entre dientes, pero su trabajo más ambicioso va en sentido contrario al de la gastronomía extravagante: se trata de un gran reportaje sobre el hambre en el mundo. Es por ello que ahora está en Barcelona, donde planeaba pasar la mayor parte de 2012. Caparrós ha elegido esta ciudad como centro de operaciones para moverse desde aquí hasta la India y a algunos países africanos a hacer su investigación. Aprovecha los días en Barcelona para hacer crónicas de futbol que manda a El Periódico, en que Villoro lo ha recomendado.
Villoro y Caparrós comparten muchas más cosas que las páginas de El Periódico y este departamento de la calle Roger de Llúria en esta primavera: ambos hacen novelas y crónicas, ambos escriben de futbol, ambos han traducido a autores del siglo XVIII y hasta el nombre de sus esposas es el mismo: Margarita. Se han convertido en auténticos amigos.
En algún momento, desde la cocina, Caparrós pregunta sobre Bledos a Villoro. Éste le contesta que es un pueblo remoto que está en la frontera de San Luis Potosí con Zacatecas, México, en el que nacieron algunos de sus ancestros. Caparrós confiesa que durante la mañana espió su biblioteca y lo más raro que halló fue una tesis académica sobre dicho lugar. Cuando Villoro está a punto de explicar sobre Bledos, Caparrós se da cuenta de que se le quemó una de las rebanadas de pan con las que estaba por hacerse su sándwich. Maldice su suerte en argentino.
Una vez que vuelve a la sala, Villoro le cuenta que incorporó Bledos a El testigo, pero que en la novela lo renombró como Cominos. En el pueblito hay una hacienda que producía el mezcal Toranzo hasta que la Revolución mexicana acabó con el latifundio y la hacienda quebró. Hoy vive en ese lugar un primo de Villoro que es arquitecto. Lo cuida con una escopeta y una jauría. Un bull terrier llamado Droopy fue por años el vigilante más férreo que podía haber en la zona, asediada por bandas innombrables como Los Zetas. El día que murió Droopy, el primo de Villoro lo metió a una congeladora mientras iba a buscar a un yesero a la ciudad de Zacatecas para que le hiciera un monumento al guardián caído. El monumento a Droopy actualmente está ahí. Su historia podría parecer un invento literario, sin embargo, no lo es.
La plática con Villoro y Caparrós se dirige después hacia La Portellada, otro pueblo, éste de Teruel, en la franja catalana de Aragón, donde doscientos de los trescientos habitantes se apellidan Villoro. Ahí nació, un siglo atrás, su abuelo, el médico Miguel Villoro Villoro. Algunos de los Villoro de La Portellada se reúnen cada año aquí en Barcelona, en el bar Martín Villoro, al que el escritor va de vez en cuando. Villoro lleva una década interesado por su pasado familiar en esta región. En 2002 visitó La Portellada y publicó un artículo para El País titulado «El pueblo de tu nombre».
Casi a las dos de la mañana, Caparrós se marcha a dormir al cuarto de huéspedes, mientras que Villoro se alista para hacer lo mismo. El escritor no usa pijama, a diferencia de su padre el filósofo. En cambio, se pone un pants gris deportivo de Newport y unas pantuflas blancas. Antes de meterse a su habitación, coge el teléfono de la cocina para llamarle a su esposa a México. Margarita, a quien Villoro llama «mi angelito», le cuenta de su pequeña hija Inés y de otros asuntos del día, hasta que llega el momento en que comentan las noticias en México, que giran alrededor de la forma en que hacen campaña los tres principales candidatos de las elecciones presidenciales en puerta. Según una nota de Reforma que le platica Margarita, Enrique Peña Nieto, del PRI, lo hace con seis aviones a su disposición; Josefina Vázquez Mota, del PAN, con uno, mientras que Andrés Manuel López Obrador (el candidato por el que votarán Villoro y Margarita), del PRD, se traslada en vuelos comerciales.
EL ANIMAL DEL TEATRO GRECOLATINO
Defequé un líquido de una fetidez extrema. En cientos de cantinas he visto las blanduzcas y amarillentas cagadas de la dieta mexicana, como si padeciéramos una monomanía vegetariana. Lo mío era un chorro negro, intoxicado.
El disparo de argón (Alfaguara, 1991)
La mañana del martes 24 de abril, Juan Villoro permanece arrinconado en el comedor, frente a una pequeña mesa con una Mac negra que, a causa de tanto uso, ya tiene borrada la mayor parte de las letras del teclado. La amplia mesa principal del comedor está a su lado, sin que Villoro la use para escribir. Suele ocuparla su esposa Margarita para trabajar, mientras que, cerca de ahí, un cómodo escritorio ubicado frente a la ventana con la mejor vista del departamento, tiene crayones para colorear que delimitan la propiedad: fue asaltado y tomado por su hija Inés. Tres semanas atrás estuvieron aquí Margarita e Inés, durante las vacaciones de Semana Santa y la semana de Pascua. Luego se fueron, pero Villoro respeta sus dominios en el departamento de la calle Roger de Llúria y escribe en un rincón.
El escritor contesta sin parar un mensaje electrónico tras otro. Suele sortear peticiones para que haga prólogos a libros narcos o de literatura clásica, comente exposiciones de pintura o participe en programas de televisión. También para que dé entrevistas sobre teatro grecolatino o el PRI, imparta clases especiales en alguna universidad estadounidense, lea manuscritos de amigos, sea jurado, reciba premios, apoye causas perdidas y se implique en una larga lista de cosas que exigen una exagerada servidumbre. Sin embargo, Villoro es un escritor prolífico. Sólo su fallecido amigo Carlos Monsiváis podría competir con él en cuanto a omnipresencia.
En algún momento, Villoro detiene la marcha y se acerca a la cocina para prepararse el desayuno. No le molesta, pero tampoco parece que le entusiasme mucho la idea de que lo consideren sucesor de Monsiváis. Durante varios años, Villoro viajó con él a eventos de diversa índole, en los que Monsiváis era «el cronista» y Villoro «el joven cronista». Lo mismo acudían a Londres para un encuentro de escritores que a una convención revolucionaria en el sureste de México. En agosto de 1994 fueron a la selva tojolabal para participar en el primer gran encuentro que organizó el EZLN con representantes de la sociedad civil. Monsiváis y Villoro fueron dos de los seiscientos invitados seleccionados por el subcomandante Marcos. Ese año de la insurrección chiapaneca, Villoro había sido invitado a participar como profesor en la Universidad de Yale, donde además de enseñar literatura latinoamericana, tomó un seminario con Harold Bloom y se lesionó el tobillo practicando esquí. En 1994 acudió a Chiapas con la intención de escribir una crónica que luego publicó con el título de Los convidados de agosto (un guiño a Rosario Castellanos). Villoro llegó a la selva con una férula, pero como Monsiváis sufriría la misma lesión el primer día del viaje al territorio zapatista, Villoro le prestó su férula, además de que le compartió las recomendaciones médicas puntuales que él mismo había recibido. La primera noche, cuando Monsiváis logró al fin meterse al sleeping bag, se sintió un genio y juró no volver a apoyar ninguna causa que no fuera urbana.
Una diferencia importante entre Monsiváis y Villoro estriba en que Monsiváis no escribió nunca cuentos ni novela. Aunque de esto último, al parecer, sí tuvo la intención. De acuerdo con Villoro, el escritor japonés Kenzaburo Oe, con quien coincidió en un evento celebrado aquí en Barcelona, le dijo que había conocido tiempo atrás a un escritor mexicano de nombre Carlos Monsiváis, quien le había platicado que estaba haciendo una ambiciosa novela sobre la fiebre del oro en Tijuana. Villoro le preguntó después a Monsiváis si lo que le había dicho el premio Nobel japonés era cierto o se trataba de uno de sus comunes divertimentos. Monsiváis reconoció que sí había intentado hacer esa novela en los setenta, pero no lo había conseguido.
La conversación sobre férulas lleva a que Villoro recuerde que debe conseguir zapatos nuevos antes de regresar a México. Sale a la calle a cumplir ése y otros pendientes. Tras unos cuantos pasos entra a una tienda de discos, donde suena un saxofón a todo volumen. Es la música de un cubano exiliado en Barcelona que se oye mientras Villoro busca la Sinfonía fantástica, de Berlioz, para llevársela a su hija Inés. «Es una buena forma de acercar a los niños a la música clásica».
Después va a una tabaquería en la que compra un sello postal por cincuenta y un centavos de euro. El despachador refunfuña porque no encuentra en la caja todo el cambio compuesto por monedas diminutas que parecen de mentira.
—Ya casi no hay centavos —le comenta Villoro.
—No había, pero ahora con la crisis que tenemos, van a tener que salir como sea.
Villoro pega el sello en un sobre. Lleva adentro una factura con la que cobrará el prólogo que hizo a la nueva edición de un libro de Juan Carlos Onetti. Deposita el documento en el buzón de la esquina de la tabaquería y continúa su marcha hacia la zapatería Camper. Villoro y el despachador, que le da un par de zapatos número 11 americano, ríen mientras comentan que hay gente que llega y quiere darle cierto caché a su compra y pronuncia «Campér», con acento en la «e», como si fuera francés. En realidad, explica el empleado, el nombre de la marca Camper es un homenaje a los «campe-sinos» de Mallorca, la isla oriental de España donde se fabrican.
Tras renovar calzado, Villoro debe ir al barrio de las e-companies, en el que están las nuevas cabinas de la Radio Nacional Española, donde lo entrevistarán sobre Arrecife. El productor, un hombre tan expresivo como una piedra, lo espera en la cabina cuarenta y cuatro del piso cuatro del edificio, para enlazarlo a Madrid con el entrevistador. Villoro se ha puesto ya sus zapatos Camper nuevos y responde preguntas a lo largo de una hora: «Esta novela tiene que ver con la memoria y con la forma en la que nos relacionamos con el pasado», «Me interesaba una novela en la que el narrador tuviera una memoria imprecisa», «El miedo es en México nuestro mejor recurso natural», «Los mayas mataban, no porque les pareciera gratuita la vida y fueran sanguinarios, sino, al contrario, porque tenían miedo de que todo el cosmos desapareciera, de que todo se muriera si ellos no ofrendaban lo más preciado, que era la sangre». Villoro está sentado de espaldas a los operadores, con aparatosos audífonos bien puestos para escuchar a su entrevistador. Habla de forma animada. Va de un tema rebuscado a otro más simple con naturalidad. En algún momento menciona El Lado Oscuro de la Luna, no en alusión al disco de Pink Floyd, sino al programa radiofónico de rock que condujo en los setenta en México, una década en la que Villoro era estudiante de Sociología en la Universidad Autónoma Metropolitana, cuentista en ciernes y letrista del grupo Los Renol. Al fondo, por la ventana de la cabina ubicada en el moderno edificio, todo el tiempo suben y bajan elevadores cargados de personas elegantes. Villoro sigue hablando: «El 10% del lavado de dinero del mundo acaba en Londres, algo que casi no se sabe», «Estos hoteles son como sedes interespaciales. Los habita gente que no quiere tener pertenencia alguna», «Los arrecifes son tentaciones peligrosas. Aguas de peces hermosos, pero también de tiburones». En comparación con El testigo, Arrecife es la apuesta de Villoro por la claridad: una claridad rodeada de cientos de desafíos morales que giran en torno a un asesinato cometido en un Caribe mexicano transformado en «Disneylandia con herpes o un Vietnam con room service«.
Luego de la entrevista, Villoro regresa a su departamento. En la entrada se topa con su amigo, el dueño de una tienda de comestibles junto al edificio de la calle Roger de Llúria. Sale al tema la bolsa de basura que al parecer ha dejado en la calle un periodista americano que vive en el mismo edificio. «Un periodista americano, pero no es Hemingway», aclara Villoro. El periodista americano que no es Hemingway representa una pesadilla de veinticuatro horas para la mayoría de los inquilinos del viejo edificio. Se trata de un hombre que se pone violento con el ruido del aire acondicionado de los departamentos vecinos. Por ello, Villoro ha tenido que pagar tres revisiones, de cuarenta euros cada una, para disminuir más y más el ruido del suyo. Sin embargo, el periodista americano que no es Hemingway aún está insatisfecho. Una auténtica lata para todos.
Por la tarde, luego de la comida, la nueva parada quedará muy cerca de la Praça de Sant Jaume, donde están el Ayuntamiento y el Palau de la Generalitat de Cataluña. Villoro irá al Colegio de Arquitectos de Cataluña, en el que un pequeño comando conspira la creación de un círculo de lectores arquitectos catalanes. Uno de los miembros es su primo Joan Villoro, quien le ha pedido que participe en una mesa de discusión que servirá para ir calentando el asunto entre la comunidad local de arquitectos. Durante el trayecto, por la ventana del taxi se ve un grupo de fanáticos del Chelsea recién llegados a la ciudad. Como su equipo juega hoy en la noche contra el Barcelona, los hooligans están haciendo desmadre en las calles del Barrio Gótico. Villoro parece no darles importancia.
A la sesión inaugural del club de arquitectos lectores ha acudido poca gente. De hecho, casi hay el mismo número de exponentes que de público. «Es una sesión que empieza en familia», justifica con buen ánimo Joan Villoro, cuando arranca el evento. El moderador es Gerardo García-Ventosa, director de la Caja de Arquitectos, quien presenta de forma campechana al Villoro escritor: «Aquí lo conocemos por sus escritos en El Periódico y sobre todo por el Premio Herralde. Yo, en lo personal, no lo conocí por su novela El testigo, sino por sus cuentos de Los culpables«. Comparten la sesión con Villoro el arquitecto y escritor Josep Maria Montaner, la historiadora de arte Raquel Lacuesta y el editor de una revista arquitectónica, Moisés Puentes.
Villoro habla de la importancia del espacio arquitectónico en el mundo de un escritor. Cuenta que viene del Distrito Federal, una ciudad en la que ni siquiera se sabe cuántos habitantes hay. «Preguntas y te dicen que entre dieciséis y veinte millones, un margen de error de cuatro millones, el número de habitantes que tiene una ciudad europea». Después explica que Vladimir Nabokov ponía a sus alumnos a leer La metamorfosis, de Kafka, y les pedía que hicieran un plano de la casa de Gregorio Samsa. «No puede haber literatura sin espacio». Más adelante habla de las bibliotecas de arquitectos que ha visitado. Por ejemplo, la de Luis Barragán, donde encontró invaluables libros de jardinería y de fortificaciones militares. Por ello, aboga para que los familiares de los arquitectos muertos de Barcelona donen sus bibliotecas y sus valiosos libros no queden desbalagados.
Finalmente emplaza a los asistentes a defender la vigencia del libro como objeto y refiere un artículo que publicó al respecto en la revista colombiana El Malpensante. Recuerda la tradición catalana con los libros: «Cuando El Quijote llega a Barcelona dice: ‘Aquí sí hacen libros’. Además, creo que de aquí son los mejores editores». Parece que va a terminar su intervención, pero insiste de nuevo en que se luche por la vigencia del libro como objeto. Hasta parece que se exalta: «La fiesta de Sant Jordi es un buen momento para defender el libro: no me imagino un Sant Jordi en el que se estén regalando descargas electrónicas de libro. ‘Hola. Feliz día. Te regalo una descarga electrónica de libro'». Aunque hay poco público, Villoro se lleva una estruendosa ovación cuando termina de hablar.
El último destino del día son las oficinas de El Periódico, donde verá el partido de vuelta de la semifinal de la Champions League, entre el Chelsea y el Barcelona. En la redacción del diario se siente la misma atmósfera de expectativa de un pequeño estadio de futbol. Villoro es detenido a cada rato para saludar y recibir abrazos mientras camina entre los escritorios de reporteros y editores, rumbo a la sala de juntas del periódico, como si fuera el alto y barbudo defensa central del equipo que va entrando a la cancha del Camp Nou. Al sentarse en el lugar donde verá el partido con un grupo de editores del diario, coloca sobre la mesa un pequeño elefante que ha comprado por cinco euros a un vendedor africano, durante una cita con un amable periodista boliviano en un bar. «Es el elefante de Botswana que nos dará la suerte», dice. Tras la divulgación de unas fotos de cacería del rey Juan Carlos I en Botswana, al lado de un paquidermo muerto, los elefantes africanos se han puesto malamente de moda.
Pese al elefante de la suerte, el primero de muchos alaridos de la sala de juntas ocurre al minuto dos con cuarenta y siete segundos, cuando el Chelsea se acerca con peligro a la portería del Barcelona. Unos minutos después, la puerta de la sala de juntas se abre de forma violenta. Aparece un editor desorbitado gritando en contra del propietario ruso del Chelsea: «¡Cómo puedes tener un yate, una casa así y tener un equipo así! ¡Cómo puede pasar eso con Abramóvich!».
En la pantalla, un imponente negro llamado Didier Drogba tumba al auténtico defensa central del Barcelona, Gerard Piqué, novio de la cantante colombiana Shakira, y Villoro comenta: «Pensamos que lo iba a lesionar la cadera de Shakira, pero fue un caderazo de Drogba el que lo tumbó». Al minuto treinta y cinco, Barcelona anota uno de los goles que necesita para remontar la situación con el Chelsea, quien le ganó en el partido de ida, como bien lo recordó Juan Gabriel Vásquez a Villoro y Vila-Matas, durante Sant Jordi. Ocho minutos después, el Barcelona anota otro gol y se alcanza a oír que el narrador del partido dice una y otra vez «groovie» o una palabra en catalán que suena muy parecida. Los editores y Villoro se relajan, pero no del todo. Lo impide un brasileño del Chelsea que mete un gol magistral en los minutos extra del primer tiempo. Villoro pone cara de fastidio y se quita el suéter después del tanto.
En el medio tiempo, los espectadores de la sala de juntas comentan sobre Josep Guardiola, el joven entrenador del Barcelona que se ha convertido en el gurú de la ciudad tras conseguir más campeonatos que nadie en la historia del club. También hablan sobre lo catastrófico que sería que Barcelona quedara eliminado de este torneo, aun más en medio de la depresión económica que viven Cataluña y el resto del Estado español. El tema de la crisis se extiende hasta que comentan el rumor de que se avecina un recorte de personal en el diario El País.
El segundo tiempo se convierte en un calvario para los de la sala de juntas a partir de que Lionel Messi falla un penal. Silencio sepulcral. Un par de minutos después, un editor lo rompe diciendo: «Es el octavo que falla». Otro se para y grita: «¡Mierda! Hay que vender a Messi ya, no sé qué hace en el Barcelona». Después el silencio regresa a la sala de juntas, pero nunca más la cordura. Ahora sí se oye clarito que el locutor de la televisión asegura: «Esto parece una película de Hitchcock».
Villoro adopta una nueva postura, de mayor concentración. Incluso se pone los anteojos con los que escribe, y saca y acaricia un misterioso llavero de la suerte, el que sí es, en serio, su amuleto para la buena fortuna. El elefante de Botswana sigue sobre la mesa, pero ya no es gracioso. La sala de juntas parece una capilla velatoria hasta el minuto ochenta, cuando el Barcelona anota un gol, y Villoro se levanta y salta como niño mientras abraza al subdirector de El Periódico y ambos gritan «gol» una y otra vez.
Sin embargo, el árbitro anula el tanto porque el jugador que lo hizo estaba en fuera de lugar. Todo es tan rápido en este momento que no hay tiempo de lamentar demasiado el engaño de la fortuna. En la pantalla, el Barcelona sigue atacando. Sus jugadores disparan contra la portería una y otra vez. En cierto momento, el balón golpea el travesaño de la portería rival… La agonía termina cuando un jugador español del Chelsea, Fernando Torres, anota el gol que manda todo al carajo. El Barcelona quedó eliminado.
Los editores gritan y patean. Las sillas de la sala de juntas salen volando y los descansabrazos golpean el piso, mientras que las patas quedan de lado. «Vamos a cambiar páginas», dice uno de ellos, con el rostro rojo y enfurecido. Villoro se queda en la revoloteada sala de juntas. Solo. Sumido en un silencio reflexivo.
Cinco minutos después sale de ahí y va a la isla de edición en la que el subdirector y otros periodistas trabajan con la portada del día siguiente. No hay nada más importante en el mundo que la derrota del Barcelona en una semifinal, y por eso toman con tanta seriedad las palabras que deben elegir para el titular de mañana. Hace unos días, su equipo perdió contra el Real Madrid y la cabeza fue: «La noche más amarga». El subdirector plantea que el editorial del día siguiente sea una crítica a Lionel Messi. Otro editor le pide que tenga calma con el argentino, pero sugiere que se escriba con dureza contra el entrenador Guardiola. Otro editor más aparece y los tranquiliza a los dos. Les dice que esperen un día para reflexionar con frialdad sobre el partido antes de emitir juicios contundentes. El titular sigue sin definirse y se acerca peligrosamente la hora de cierre de la edición.
Mientras tanto, algunos reporteros de otras secciones llegan con Villoro para que les firme ejemplares de Arrecife. Villoro les hace largas y afanosas dedicatorias. Se acerca la medianoche y acaba de perder el Barcelona. Aún tiene energía para concentrarse y poner una palabra tras otra con un ritmo frenético, como si acabara de despertarse y estuviera en la misma mesa de trabajo en la que se arrincona a trabajar por las mañanas cuando está en su departamento de la calle Roger de Llúria.
EL ANIMAL DE LA ENTREVISTA
Me gustan tus historias, las alucinaciones con lagartijas de colores, los delirios de otra época. Mis amigos tuvieron que ir a la guerra para pasar por eso. Tú te jodiste en paz. Este país no deja de maravillarme. Los mexicanos necesitan chingarse para estar bien, por eso son tan buenos en las Olimpiadas de paralíticos.
Arrecife (Anagrama, 2012)
Esa noche triste de Barcelona, Juan Villoro llegó a su departamento de la calle Roger de Llúria preocupado porque la chapa de la puerta principal estaba movida, como si alguien la hubiera forzado. ¿El periodista americano que no es Hemigway? Villoro siguió avanzando por el pasillo y en la barra del comedor encontró un platón con fresas frescas y una botella vacía de cerveza Coronita. También una imponente rosa roja sumergida en un vaso grande de vidrio con agua. «¿Quién habrá dejado esto?», se preguntó Villoro. Luego dijo: «¿Caparrós?». Era parte del ritual de despedida de su huésped, quien al día siguiente debía volar hacia Argentina para participar en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, en la que tenía que presentar Ida y vuelta, un libro con la correspondencia sobre futbol que mantuvieron Villoro y Caparrós durante el Mundial de Sudáfrica 2010.
En el comedor, Villoro se lamentó de que la derrota del Barcelona implicara otorgarle más aliento a personajes como el entrenador del Real Madrid, José Mourinho, un tipo conocido por el sistema represivo y dictatorial que emplea para dirigir a sus jugadores, a quienes ordena cometer faltas al equipo rival para sacarlo de quicio. Y si el árbitro expulsa a uno de los suyos, el tramposo entrenador dirá después que se favoreció al Barcelona: que uno de los suyos fue expulsado solamente porque el Barcelona tiene comprados a todos. Képler Laveran Lima Ferreira, mejor conocido como Pepe, es un defensa del Real Madrid que ha llevado al extremo el «estilo Mourinho». Más que por su nivel de juego, el futbolista portugués es famoso porque le pisó la mano a Messi cuando éste ya estaba tirado en el piso; además, ha dado patadas célebres a otros rivales mientras se encuentran indefensos. Villoro lo define como un sociópata.
Mourinho es tan maquiavélico —dice el escritor— que llegó a generar un nivel de tensión entre los jugadores del Barcelona y el Real Madrid, el cual puso en riesgo la estabilidad de la selección de futbol campeona del mundo, en la que los integrantes de ambos equipos debían convivir. Para tratar de remediar esto, el capitán del Real Madrid, el portero Iker Casillas, le habló por teléfono al capitán del Barcelona, el mediocampista Xavi Hernández, a fin de proponerle una especie de tregua. Mourinho se enteró y estalló en furia. En represalia, dejó en la banca a Casillas durante varios partidos. Otro que padeció el «estilo Mourinho» fue el antiguo director general del Real Madrid, el argentino Jorge Valdano. A su llegada a Madrid, cuando el entrenador portugués era cuestionado por los periodistas acerca de temas polémicos, respondía: «Si quieren la versión amable, busquen al argentino». Ni siquiera llamaba a Valdano por su nombre. Una vez dijo: «Ese argentino se va cuando yo consiga mi primer título». Y así fue. Valdano salió del Real Madrid cuando Mourinho ganó el primer campeonato. «Mourinho es como Hitler pero sin genocidio. Tiene el mismo aparato de propaganda y control», lamenta Villoro.
No resulta extraño que Villoro sea tan apasionado del Barcelona, debido a su pasado familiar y a otras cosas como el heroico actuar del equipo catalán durante los años de la dictadura de Francisco Franco. Lo que sorprende es que su equipo favorito en México sea el Necaxa, un conjunto tan inocuo que Don Ramón, el personaje de El Chavo del Ocho, cuando se veía en apuros, para expresar su neutralidad ante ciertas disputas, decía: «Yo le voy al Necaxa».
—En cuestión de los equipos y grupos literarios que existen, ¿también le vas al Necaxa?, ¿te consideras alguien neutral?
—Yo creo que los grupos literarios son necesarios, son útiles, porque sin grupos de pronto no hay revistas, no hay espacios de acción cultural, entonces, me parece muy respetable que alguien pertenezca a un grupo. Yo nunca he querido hacerlo, porque también me parece que un grupo tiene el handicap de que estás trabajando para una comunidad demasiado restringida de intereses, y que los críticos de esa comunidad te van a favorecer siempre, y los que no pertenecen a esa comunidad, o son incluso enemigos, van a tener un prejuicio. Yo prefiero que la gente me juzgue, hasta donde eso es posible, a partir de lo que yo hago y nada más. Algo que, claro, tampoco es fácil, porque todos tenemos prejuicios: si un autor es chilango o es de Tijuana, es católico, o es de izquierda o es de derecha, ya tienes un prejuicio respecto a él. Así es en cualquier cosa.
—Eres libra, el signo más diplomático del zodiaco…
—Sí, rehúye el enfrentamiento directo, pero eso no quiere decir que Libra sea un signo blando. Lo que pasa es que busca, digamos, la fuerza tranquila o la fuerza amable: convencer a los demás y tratar de que ellos crean que tus ideas son de ellos. La mayoría de la gente que yo he conocido de ese signo es más suave para el enfrentamiento, pero no menos resistente.
—Claramente eres de izquierda, pero a veces desde ahí te acusan de ser de derecha.
—Sí. Uno de los grandes problemas de la izquierda es que si no asumes la postura mayoritaria, parecería que eres un traidor al interior del grupo. La frase de Siqueiros de «No hay más rutas que la nuestra» muchas veces es lo que impera en cualquier discusión de izquierda.
—¿Qué haces con esas críticas y discusiones?
—Yo considero que la tolerancia es un atrevimiento. Muchas veces pensamos que la tolerancia es algo blando, que significa ser débil y consecuente con ideas en las que no crees, pero yo estimo que es al revés. La tolerancia es un atrevimiento, porque significa escuchar al otro pensando que puede tener razón y respetar una idea discrepante, aunque eso no es fácil. Ahora, el atrevimiento es también decir lo que tú piensas en ese contexto, sin pretender destruir al otro, aniquilar o criticar. Es un movimiento complicado, pero yo creo que hay que hacerlo. Yo he tratado siempre, si estoy en un grupo, de decir: ‘Bueno, estamos juntos en esto y mi compromiso es decir lo que pienso’. Casi siempre lo he hecho.
—¿Así fue tu periodo de militancia en el Partido Mexicano de los Trabajadores?
—En aquel tiempo, los sábados en la mañana teníamos larguísimas asambleas y al final votábamos. Una vez que la asamblea aprobaba algo, tenías que apoyarlo aunque estuvieras en contra. Digamos, hay una razón de partido que siempre es compleja: ya que perdiste la discusión, tienes que apoyar la resolución. Esos momentos no son tan fáciles, pero bueno, tampoco es dramático. Es como si un amigo muy cercano te invita a presentar un libro. Tú anhelas que sea una obra maestra, pero te das cuenta de que es muy inferior a lo que tú esperabas, y en ese caso la generosidad se tiene que imponer un poco a la justicia y, claro, hacer comentarios que no necesariamente sean de un rigor calvinista. Eso también sucede.
—¿Lo de irle al Necaxa no se trata de una decisión táctica que tiene que ver con tu afán de neutralidad?
—No. Yo vivía en una calle donde todos le iban al Necaxa y me quería identificar con esa calle. Mis papás se habían divorciado y yo estaba en el Colegio Alemán, con el que no me identificaba para nada. Estaba como perdido, sin brújula, y como que quería pertenecer a algo. Quería pertenecer a esa calle, y ahí le iban al Necaxa…
—Pero pudiste cambiar de equipo después…
—¡No! Porque eso es como cambiar de infancia, es como decir: «Yo ya no soy ese niño, soy otro, tengo otra infancia».
—Necaxa ya ni siquiera juega en Primera División…
—No, bueno, pero de todas maneras tú le sigues yendo ciegamente al equipo. Es el último rango de la intransigencia emocional. Puedes cambiar de todo en la vida, hasta de sexo con una operación, con una terapia psicológica para ajustarte, pero de equipo de futbol no, porque es como traicionar tu infancia. Yo sigo fiel al Necaxa. Por otra parte, era un equipo muy simpático, porque era un equipo muy gitano, que le ganó al Santos con todo y Pelé, y luego perdía con el colero de la liga. Le llamaban «el equipo de los últimos diez minutos», porque daba volteretas insospechadas. Hubo un jugador que se llamaba Fumanchú Reynoso, que desapareció un balón en plena cancha. Por eso le pusieron Fumanchú, como el gran mago. El Necaxa tenía muchos récords inútiles y era muy pintoresco. Fue el último equipo que defendió el amateurismo, porque era del Sindicato [Mexicano] de Electricistas, y consideraban que cobrar era una vulgaridad. Ellos crearon muchos años después el primer sindicato de futbolistas, e incluso interpusieron el primer caso ante el sindicato. El Necaxa siempre ha sido un equipo con un aura muy especial.
—Creo que mi generación creció relacionándolo con Televisa. Como el equipo comparsa del América…
—Exactamente, ya cuando resurge en las últimas épocas, es propiedad de Televisa, y eso es un desastre. Son de las cosas con las que tenemos que vivir. Porque si algo en tu vida no es propiedad de Televisa es porque es propiedad de Carlos Slim.
EL ANIMAL DE LA AUTOBIOGRAFÍA
¿Es usted mexicano? Sí, pero no lo vuelvo a ser.
Los culpables (Anagrama, 2008)
La mañana siguiente de la noche triste, El Periódico llega al departamento de la calle Roger de Llúria con una noticia que toda Barcelona ya sabe. Finalmente, el titular elegido por los crispados editores fue: «Fundidos». Junto a él aparece, muy pequeña, una nota sobre otra de las tristezas diarias que produce la crisis: «Los pacientes pagarán parte de las muletas». Villoro comenta que esto es lamentable, aunque anota que en la abundancia de la seguridad social española de antes existían abusos. Menciona a un escritor que se practicaba dos colonoplastias al año, lo que significa que le metieran una vaina por el ano cada seis meses, lo cual era una exageración. «Hasta parece que le gustaba».
Villoro lee diarios todas las mañanas. Cuando se topa con notas o entrevistas acerca de él, pasa de largo. Tampoco es uno de esos escritores con una alerta de Google sobre sí mismo ni sobre sus contemporáneos, aunque es un escritor mediático sobre quien la prensa suele estar atenta. Abundan los elogios hacia su trabajo, y de vez en cuando tiene que enfrentar críticas exigentes, como las que ha hecho Christopher Domínguez a su novela Materia dispuesta, a la que calificó como «deplorable», u otra que hizo Heriberto Yépez a una crónica de Tijuana aparecida en Safari accidental. «La autocrítica es necesaria… Es como cuando te vas a cortar un pellejito: si te lo corta la enfermera, te duele más que si te lo cortas tú».
Entre las novedades de las librerías de Barcelona de esta primavera, hay un voluminoso libro con la foto de Villoro de perfil en la portada. Se trata de Materias dispuestas, una antología de críticas sobre su obra, con decenas de comentarios y ensayos hechos por escritores, académicos y periodistas. El volumen, recopilado por Catalina Arango, José Ramón Ruisánchez y Oswaldo Zavala, abarca reseñas desde La noche navegable, el primer libro de Villoro, aparecido en 1980. De la treintena que ha publicado desde entonces, el más vendido es El libro salvaje: un relato para adolescentes cuyas ventas superan las acumuladas por todos sus demás libros juntos. El segundo más vendido es también una historia para adolescentes: El profesor Zíper y la fabulosa guitarra eléctrica. A sus demás libros no les va mal: hace un momento le llegó un mensaje electrónico del Fondo de Cultura Económica en el que le avisaban que saldrá la décima edición de su traducción de los aforismos de Lichtenberg. El correo lo lee en su mesita del rincón, en la que se ha puesto a contener el nuevo caudal de mensajes que han llegado en las últimas horas. Antes de hacer la inmersión total de la mañana, dice: «Se puede escribir muy bien sin hacer best sellers y sin tener premios, pero necesitas un diálogo con un pequeño grupo de lectores».
Al niño Juan Villoro le gustaba oír las historias que le contaba su abuela yucateca, la primera fabuladora que lo sedujo. Su gran crónica Palmeras de la brisa rápida es un homenaje a ella y al mundo de Yucatán que le compartía. El cronista futbolero más famoso de la radio, Ángel Fernández, es otra de las primeras influencias literarias de Villoro, así como las radionovelas de Kalimán y las historietas de La familia Burrón, de Gabriel Vargas, que abordaban la vida íntima de una familia disfuncional y eran al mismo tiempo la crónica informal del idioma y la vida en la ciudad de México.
Pero el descubrimiento esencial fue De perfil, de José Agustín. La novela trata sobre un muchacho de la capitalina colonia Narvarte que está en las vacaciones intermedias entre la secundaria y la preparatoria, durante las cuales sus padres se están divorciando y él se liga a una cantante de rock. Ésa era exactamente la misma situación en la que se hallaba Villoro cuando leyó la novela, salvo la de haber tenido la fortuna de enamorar a una cantante de rock. Leer De perfil fue un acto de identificación con la literatura que vivieron Villoro y cientos de adolescentes mexicanos de aquella época. Hasta ese momento, Villoro no pensaba que un libro pudiera tener algo que ver con él de una manera tan íntima. Descubrió que la vida cotidiana, que le parecía rutinaria, parda y monótona, podía incluir secretos reveladores. Comenzó a ver su vida con una mirada literaria.
Durante ese mismo periodo vacacional, Villoro le dijo a Pablo, su mejor amigo de aquellos años, que quería ser escritor. A Pablo le pareció rarísimo porque nunca lo había visto leer, y eso que lo conocía de toda la vida. De perfil había llegado a manos de Villoro porque otro amigo del barrio, llamado Jorge, lo había leído y se lo había dado, diciéndole que eran las confesiones del chavo que aparecía en la foto de la solapa, en la que podía verse a un rocambolesco joven llamado José Agustín. Villoro quería comenzar a escribir de inmediato. Ahora suele decir que en ese momento se convirtió en uno de los escritores más incultos de la tradición, porque había leído un primer libro por gusto y ya quería escribir otro.
Cuando se sentó a trabajar frente a la hoja en blanco, Villoro descubrió que tenía cierta facilidad para el lenguaje, tal vez heredada de la cultura oral de su familia. Su padre, Luis Villoro Toranzo, hablaba de manera muy profesoral, organizando mucho sus ideas, pero su abuela yucateca era sumamente chismosa y fantasiosa. El primer cuento que escribió Villoro se llamaba «Los hijos de Aída», y era la historia de un grupo de amigos que se reúnen en el billar Los Hijos de Aída, llamado así porque el dueño es un aficionado a la ópera Aída. En realidad, los asiduos del billar lo visitan porque están formando un grupo revolucionario clandestino. El cuento ganó el concurso literario organizado por la revista Punto de Partida de la UNAM. En ese entonces, Villoro tenía quince años y era «un altísimo adolescente hiperkinético», según lo recuerda Sergio Pitol.
Después entró a un taller de cuento impartido por Miguel Donoso Pareja, escritor con fama de consentidor con sus alumnos y que había sido guerrillero maoísta, reo, marino mercante y al que además le gustaba el futbol. Donoso se convirtió en un ídolo para Villoro, a quien tomó bajo su tutela. Donoso lo llevaba con él a otros talleres que daba en ciudades como León, Aguascalientes y San Luis Potosí. El «adolescente hiperkinético» se implicó así en una red de escritores de provincia que vivía una bohemia muy interesante y diferente a la de la capital del país. A Villoro le parecía que en el Distrito Federal se llegaba a un evento literario, se leía un cuento y luego cada quien se iba a su casa, pero en provincia, al acabar los actos literarios, surgía una vida mucho más animada. De aquella parvada de escritores, algunos acabaron en la burocracia y otros en el PRI.
Por entonces, el joven Villoro leía a los autores del boom latinoamericano: Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Juan Carlos Onetti, Mario Vargas Llosa, y a los estadounidenses Ernest Hemingway y William Faulkner. Tenía muy claro que lo único que quería hacer el resto de su vida era escribir, aunque un amigo de la preparatoria, Javier Cara, que también iba con Villoro al taller de Donoso, lo tentó a que estudiaran Medicina, una carrera que a Villoro también le atraía. Tras pensarlo varias semanas, se acobardó porque la carrera médica le parecía muy pesada. Además, a los dieciocho años, ya se sentía escritor, puesto que había publicado en Punto de Partida y en una antología que hizo Donoso llamada Zepelin compartido. Cara, quien sí estudió Medicina, murió mientras hacía guardia en el Hospital General, durante el terremoto de 1985. Villoro le dedicó su novela Materia dispuesta.
Uno de los libros que Villoro ha leído más veces en su vida y que cada vez le dice cosas distintas es Don Quijote de la Mancha; otro era Rayuela, de Cortázar, una obra que durante su juventud le fascinó, pero a la que hoy en día ve con menos pasión, ya que le parece un tanto esnob. Donoso le dijo que tenía que leer Desnudo en el tejado, del chileno Antonio Skármeta, porque ahí se manejaba muy bien un cruce de caminos entre lo fantástico y la cultura pop. El primer cuento del libro era «El ciclista del San Cristóbal», que iniciaba con un epígrafe de San Juan de la Cruz y trataba sobre lo que pasaba por la mente de un chavo durante una competencia de ciclismo. La rara mezcla atrajo a Villoro, y los primeros libros de cuentos de Skármeta le fascinaron. Cuando conoció a Roberto Bolaño, en los setenta, el escritor chileno también había sido seducido por su compatriota. El cuento «A las arenas», de Skármeta, dice Villoro, es el germen de Los detectives salvajes. «En el cuento, un chileno y un mexicano viajan on the road a Nueva York. Son pobrísimos y tienen que vender su sangre para poder pagar las entradas a un concierto de jazz. ¡La vida a cambio del arte! Cuando conocí a Roberto, en 1976, me dijo que esa trama le recordaba a los grandes novelistas rusos, y que algún día haría circular a otro mexicano y otro chileno para repetir la transubstanciación: sangre que sería literatura». Luego Skármeta se fue por otro camino. A partir de El cartero de Neruda, que primero se llamó Ardiente paciencia, empezó a buscar otro registro en su escritura que no necesariamente fascinó a Bolaño.
Pero Lichtenberg fue el descubrimiento fundamental de Villoro. No solamente como escritor, casi también como modelo de vida: el escritor alemán era un hombre muy disperso, muy irónico, muy chismoso, y que en su escritura podía pasar de la filosofía a la moda femenina. Villoro lo encontró gracias al escritor Alejandro Rossi, a quien vio hasta su muerte como una especie de padre sustituto. En una ocasión en que se quedó sin tema, Rossi decidió traducir unos aforismos de Lichtenberg y publicarlos en su columna de la revista Vuelta. Villoro los leyó maravillado y descubrió después que no había ningún libro de Lichtenberg en español. En ese momento se planteó que alguna vez él mismo lo traduciría.
Rossi había sido el mejor amigo de su padre durante muchos años, pero luego se separaron por razones políticas, ya que Rossi era bastante conservador. Lo hicieron sin pleito de por medio, y mantuvieron el afecto. Y tiempo después Villoro descubrió en Rossi el valor de las emociones, las cuales resaltaban en un mundo en el que todos los amigos de su padre eran filósofos que rara vez mostraban rasgos afectivos. Rossi no ocultaba en lo absoluto su capacidad de ternura. El joven Villoro lo visitaba en su casa con regularidad para que le diera consejos. Conversaban a veces hasta por cinco horas sobre la literatura y la vida.
Cuando Villoro le dijo a su madre que sería escritor, ésta se emocionó mucho. Estela Ruiz Milán había estudiado Letras y era buena lectora de escritores españoles, sobre todo de Azorín, aunque luego se dedicó a la psicología. En el trance publicó el libro Strindberg. Una mirada psicoanalítica. Una vez que supo que su hijo quería ser escritor, nunca pensó pragmáticamente de qué iba a vivir, sino en el aspecto romántico de lo que significaba tener un hijo escritor. En la actualidad, suele ser lectora de los manuscritos de la obra de su hijo.
Aunque su padre tenía confianza en que conseguiría ser un buen escritor, él sí se preocupó por las cuestiones prácticas. Villoro dejó el hogar familiar a los veintidós años, para irse a vivir con su gran amigo, el escritor Francisco Hinojosa, a una casa de Avenida del Convento 136 bis, en Coyoacán. Al filósofo Villoro Toranzo le parecía arriesgado que su hijo no tuviera una carrera universitaria sólida, ya que no estaba pensando en hacer un doctorado. Le preguntaba con regularidad sobre sus empleos, más aún cuando se casó. En la época de su primer matrimonio, Villoro vivía de hacer los guiones del programa El Lado Oscuro de la Luna, que se transmitía por Radio Educación. Fue cuando se dio cuenta de que podía hacer distintos trabajos para mantenerse, lo que hasta la fecha no ha dejado de suceder: Villoro es un escritor que trabaja. Es profesor de Literatura de la UNAM e invitado de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, de la Universidad de Princeton y de la Pompeu Fabra; graba programas de televisión con regularidad y escribe una columna semanal en el diario Reforma y otra quincenal en El Periódico. No pertenece al Sistema Nacional de Creadores de Arte del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes ni ha pedido becas especiales, porque considera que éstas deben darse a escritores que no pueden vivir de su trabajo. «Yo, por ejemplo, si juego al póquer con amigos me siento pésimo si gano. Es una cosa personal. Del mismo modo me siento mal si, pudiendo trabajar por mi cuenta, solicito una beca que le haría más bien a un escritor joven, a un escritor de provincia, o alguien que tiene menos salida comercial». También ha dicho no en varias ocasiones a ofertas de cargos públicos. Dice que la independencia de un escritor se funda en decir «no»: no a vidas fantasmas, trabajos burocráticos, cargas ideológicas que acaban con tu obra. «Creo que es más fácil decirle ‘no’ al presidente que tener una idea creativa».
No le preocupa el asunto de la posteridad, aunque hay algunas cosas al respecto con las que se divierte. Hace no mucho, las viudas de Salvador Elizondo y de Alejandro Rossi, durante una comida en Coyoacán, le recomendaron a su esposa Margarita que fuera dura con el manejo póstumo de la obra de Villoro. Villoro protestó, les dijo que todavía estaba vivo y delante de ellas. Todos rieron. Además, Villoro le recomendó a su esposa que fuera como la viuda de Onetti, que es una maravilla. Sobre todo en comparación con otras que parecen vengarse de sus maridos escritores con la administración póstuma de su obra.
Al fin Villoro deja de contestar mensajes y se alista para ir a un estudio que tiene junto a su recámara y que casi no usa. Sin embargo, hoy escribirá en él su columna de mañana para Reforma. Sobre la mesa principal del comedor queda un ejemplar de Materias dispuestas, el libro que compila la crítica sobre su obra, en el que hay un breve y críptico texto titulado «Recuerdos de Juan Villoro», que dice:
«La primera vez que vi a Juan Villoro fue en la Universidad Autónoma de México, en la entrega de unos premios. Él había obtenido el segundo premio de cuento y yo el tercero de poesía. Villoro tenía diecinueve o dieciocho años y yo tres más. Mis recuerdos de aquel día son más bien brumosos. Recuerdo a un adolescente muy alto y entusiasta. No sé si ya entonces llevaba barba, puede que no, aunque en mi memoria lo veo con barba, conversando conmigo durante unos minutos, sin estudiarnos, sin pensar en nuestro futuro, un futuro que comenzaba a abrirse para ambos pero no como telón ni como visión instantánea sino como puerta metálica de garaje que se abre con estrépito, sin limpieza ni armonía. Eso era lo que había. Eso era lo que nos había tocado. Pero no lo sabíamos y hablamos de lo que hablaban los escritores menores de veintiún años. Después pasaron más de veinte y no hace mucho lo volví a ver. Creo que está un poco más alto que entonces y tal vez un poco más flaco. Sus cuentos son mucho mejores que los de entonces, de hecho sus cuentos están entre los mejores que se escriben hoy en la lengua española, sólo comparables a los del guatemalteco Rodrigo Rey Rosa.
«Pero eso que sé, mientras observo a Villoro que mira el Mediterráneo, no es lo importante. ¿Lo importante es que seguimos vivos? Tampoco, aunque no es poco. Lo importante es que tenemos memoria. Lo importante es que aún podemos reírnos y no manchar a nadie con nuestra sangre. Lo importante es que seguimos en pie y no nos hemos vuelto ni cobardes ni caníbales».
Roberto Bolaño, Barcelona, 2004.
EL ANIMAL DEL ENSAYO
Nabokov sabía que no hay juicio estético más preciso que sentir un escalofrío en el espinazo. El ensayo asume en forma intrépida el reto de razonar escalofríos.
De eso se trata (Anagrama, 2008)
En la biblioteca catalana de Juan Villoro hay unos mil libros. No se trata de su selección principal —que permanece en el estudio de su casa de Coyoacán, Distrito Federal—, sino de libros que lo han acompañando durante ciertos viajes europeos o que ha conseguido aquí y que aquí se han quedado.
Si se escogen al azar cinco pequeños estantes de su biblioteca catalana, se asoman estos títulos:
Estante 1: Trayecto, Ignacio Echevarría; El País de la canela, William Ospina; Cartas de Nueva York, Elliot Hesh; Observaciones a la mina de plomo, Carlos Barral; Monstruos cardinales, Rafael Gumucio; La reina del sur, Arturo Pérez-Reverte…
Estante 2: Partes de guerra, Ignacio Martínez de Pisón; Escribir con el cuerpo, Beatriz Ferreyra; Literatura joven 2003; Nuevas voces en la narrativa mexicana; Cumbres borrascosas, Emily Brontë; La novela de mi vida, Leonardo Padura…
Estante 3: Mamá, Jorge Fernández Díaz; Algunas tardes con Alejandro Rossi, Adolfo Castañón; Escolta, Volòdia!, Ramon Erra; Novelas de Santa María, Juan Carlos Onetti; Visión desde el fondo del mar, Rafael Argullol; Naufragios del mar del sur, Fernando Aínsa; revista Granta: La última frontera…
Estante 4: Vena cava, Jorge Esquinca; Alguien de lava, Fabio Morábito; Los cinco sentidos del periodista, Ryszard Kapuściński; ¿Quién mató a Daniel Pearl?, Bernard-Henri Lévy; Pedro Páramo y El llano en llamas, Juan Rulfo; La vida desaforada de Salvador Dalí, Ian Gibson…
Estante 5: Cuentos completos, José Agustín; El cielo de Sotero, Alejandro Rossi; Un día en la vida de Dios, Martín Caparrós; Pixie en los suburbios, Ruy Xoconostle; El cementerio de sillas, Álvaro Enrigue; Poesía, Juan Manuel Roca…
A simple vista no hay ninguno de los escritores Fabrizio Mejía, Ricardo Cayuela, Héctor Abad, Alberto Barrera Tyszka o de Mihály Dés, los mejores amigos de Villoro.
Sobre la mesa del estudio permanece un par de botellas de tequila vacías, una de Cuerno de Chivo reposado, cuya etiqueta presume que es 100% agave y no tiene nada de alcohol, y otra de El Caballito Cerrero.
Éste es el último día de trabajo de Villoro en la primavera de Barcelona de 2012. Mañana temprano volará de regreso a la ciudad de México. En el artículo para Reforma titulado «El gol que cruzó el mar», conectará el tsunami de Japón con Borges y un balón de futbol. Después irá a la Universidad Pompeu Fabra a tramitar el pago por sus clases en el máster de Creación Literaria. Comerá con el catalán Miguel Aguilar, editor del sello Debate, de Random House Mondadori, y con el promotor cultural mexicano Diego Celorio, en un restaurante a la vuelta de su departamento de la calle Roger de Llúria. Saliendo de ahí, caminará a la peluquería a cortarse el cabello y luego regresará a su departamento para darle el pato y la merluza que tiene en su refrigerador a una mujer que lo ayuda con la limpieza de su hogar. También se pondrá un saco y una corbata y se irá al Ayuntamiento de Barcelona, donde será el orador principal del acto por el 101 aniversario de la Casa Amèrica Catalunya. La ceremonia será en un viejo salón que fue sede de uno de los primeros parlamentos democráticos del mundo. Uno de los objetivos de su discurso será conseguir que, en medio de la crisis actual, las autoridades locales den un edificio que sea la sede adecuada del organismo encargado de promover las relaciones culturales de Cataluña con América Latina, el cual se encuentra operando, irónicamente, en un departamento y no en una casa. El evento es a las siete de la noche, pero Villoro llega a las 6:20 de la tarde a la Praça de Sant Jaume, donde ha quedado de verse con el director de la Casa Amèrica Catalunya. A esa misma hora esperan a Villoro su primo el arquitecto Joan Villoro y el hijo de éste, así como Antonio López, experto en el árbol genealógico de los Villoro del pueblo de La Portellada.
Se trata de un evento al que acuden las máximas autoridades de Cataluña. Villoro comienza su discurso en catalán. Luego repasa en español las conexiones entre México y Barcelona. El escritor ha preparado un discurso titulado «Una casa para todos», que lee, algo inusual en sus intervenciones públicas. La soprano Vanesa Regalado canta al final de la ceremonia, acompañada por una pianista de apellido Pujol. Su hermoso canto se confunde con el grito «No más multas, queremos trabajar», que se cuela hasta el elegante salón. Afuera hay una manifestación de prostitutas contra los nuevos impuestos que el Ayuntamiento ha decidido cobrarles a ellas en especial para sortear la crisis. Debido a esto, los invitados a la sesión especial deben abandonar el viejo salón por una puerta lateral, ya que las prostitutas de Cataluña bloquean el acceso principal. Villoro camina entre callejuelas del Barrio Gótico, y del Ensanche rumbo al bar Belvedere, donde ha quedado de verse con Paula Canal, brazo derecho del editor de Anagrama, Jorge Herralde, para comentar la acogida del Arrecife. Canal está satisfecha por la forma en que la prensa ha recibido la novela. Resalta que Babelia, el suplemento cultural de El País, le dedicó una portada a Villoro, en el marco del lanzamiento. Le comenta también que acaban de recibir una oferta para traducirla al francés. Ríen los dos porque un catálogo literario reseña la novela diciendo que, debido a la trama de Arrecife, Villoro podría ser «el nuevo Stieg Larsson», el autor sueco de la saga best seller llamada Millenium.
Tras beberse un coctel, Villoro anuncia que va a cenar «con el jefe». Villoro conoció a Jorge Herralde en los ochenta, cuando lo visitó en su oficina con una carta de recomendación escrita por Sergio Pitol. El primer trabajo que Herralde le encomendó fue la traducción de Memorias de un antisemita, de Gregor von Rezzori, publicado por Anagrama en 1988. En eventos literarios, Herralde ha relatado que cuando conoció a Villoro le intrigaba que un joven mexicano fuera tan estudioso y conocedor del idioma alemán, por lo que se lo preguntó. «Me comentó que su padre, Luis Villoro, gran pensador y una de las figuras imprescindibles en el ámbito de la ciencia política, había decidido que Juan estudiara alemán, opción algo exótica». Villoro lo explica así: «Lo extravagante de la decisión fue que en un entorno donde nadie tenía relaciones con el alemán (y en una época en que ese idioma sólo nos llegaba por los nazis de las películas), mi padre pensó que yo podría abrirme camino en la selva lingüística que fue el hábitat de Heidegger».
Herralde también ha contado la forma en que reclutó a Villoro para las filas de Anagrama en los alrededores de 2002. «Durante su estancia en Barcelona nos veíamos con frecuencia, aunque sólo en muy contadas ocasiones yo aludía a su work in progress (El testigo): lo bastante para que supiera de mi interés, pero sin querer presionarlo. Sabía que era un autor muy codiciado por otras editoriales y quizá con algunos compromisos. Un día me contó que había firmado con la agente literaria Mercedes Casanovas, una profesional eficaz, transparente, nada pushing y buena amiga. Me pareció una decisión muy acertada. Cuando la novela estuvo terminada, empezamos a negociar y llegamos a un acuerdo no demasiado insensato, creo, para ninguna de las dos partes».
EL ANIMAL DEL TEATRO MODERNO
He visto ciegos, cojos, jorobados que venden lotería, como si se hubieran jodido para que tú ganaras. Ninguno de ellos compra billetes.
Los culpables (Anagrama, 2008)
La última noche en Barcelona, Juan Villoro habla en su departamento de la calle Roger de Llúria sobre la nueva etapa de su vida. «Estoy entrando al tercer acto de la obra. La edad que tengo es un umbral en el que las personas ven cómo van a concluir la historia y, desde un punto de vista ufano y vanidoso, piensan en cómo serás recordado». Explica que está consciente de que la reputación siempre es una simplificación y un malentendido. «La gente interpreta de forma distinta a los escritores. No hay nada más ocioso que buscar moldear esa percepción». Insiste en que no le distrae el hecho de que algunos lo vean como «el nuevo señor de las letras mexicanas», sucesor de Carlos Monsiváis y Carlos Fuentes. «La presión de ser un supuesto representante nacional se ve amenazada por cosas más cabronas como el agotamiento de la fuente. A partir de este momento, uno tiene el riesgo de que se puede retirar. También hay autores de primer nivel que en este lapso se convirtieron en sus peores discípulos, incluso en su parodia. A mí me preocupa eso: es la razón por la que cambio tanto de género».
La diversidad de disciplinas y formatos que ha practicado Villoro abarca la televisión, el cine y de forma especial el teatro. En 2001 hizo una serie de veinte programas televisivos llamada ¡Silencio! Maestros leyendo, dirigida a profesores de secundaria y preparatoria. Fue producida por la Televisión del Estado de México y consistía en la reseña de libros emblemáticos desde locaciones estrambóticas: para hablar de Los albañiles, de Vicente Leñero, usó un edificio abandonado. Al terminar de grabar, Villoro y su equipo vieron enfrente un restaurante chino, que les pareció perfecto para grabar el programa de El complot mongol, de Rafael Bernal. También realizó Café con Shandy, una entrevista con Enrique Vila Matas, para TVunam. Su faceta televisiva más conocida es su participación en el Mundial de Futbol de Alemania 2006. Para Sudáfrica 2010 volvió a tener la invitación de Televisa, pero optó por hacer comentarios en Canal 22. «La tele hay que saber controlarla», dice. Para el mismo canal de televisión pública, ahora que regrese a México, conducirá Piedras que hablan, una serie de trece programas que implicará que visite casi sin descansar, veinticuatro sitios prehispánicos a lo largo del verano.
En el mundo del cine, su incursión más importante fue como guionista de Vivir mata, una película que dirigió el gran documentalista mexicano Nicolás Echevarría y que fue filmada en medio del llamado renacimiento del cine nacional, a finales de los noventa. Sin embargo, Villoro no disfrutó demasiado el proceso. El guión original que escribió fue cambiado veintiocho veces, lo que lo llevó a concluir que «un guionista de cine es como el cocinero de un antropófago».
Su primera obra de teatro fue Muerte parcial, cuya dramaturgia fue publicada en un libro de Ediciones El Milagro, para la que Vicente Leñero escribe una introducción en la que advierte a Villoro sobre tener cuidado porque el teatro es un mundo muy hostil: «Con un dejo de pudor personal, termino este prólogo endosando una frase que escribió Rodolfo Usigli luego de presenciar mi primera obra dramática: Bienvenido al maravilloso infierno del teatro, Juan Villoro». Sin embargo, Villoro ha vivido más el cielo que el infierno de ese mundo. El fallecido escritor chihuahuense Víctor Hugo Rascón Banda era tan partidario de Villoro que incluso fue al estreno de Muerte parcial en una ambulancia y acompañado por un médico en todo momento. Rascón Banda le dijo que quería defenderlo de algunas críticas nacidas de la envidia, por el atrevimiento de Villoro de escribir teatro.
—¿Qué va a cambiar en este tercer acto?
—A mí me gustaría pensar en algo más esencializado. Después del terremoto en Chile, que fue una sacudida monumental, te das cuenta de que hay cosas muy significativas, que son las únicas que importan: tu núcleo básico de amigos, tu familia, los afectos más cercanos y tu trabajo más verdadero. Porque todos nosotros hacemos un trabajo que de pronto es como boxeo de sombra. De que dices: ‘Bueno, a ver si me sale esto’.
«A mí me gustaría ahora aprovechar el tiempo mejor. Eso sería un cambio pequeño. Y luego está también el acentuar una vocación que sí me parece que es clara, pues es lo que me gusta hacer, no ha dejado de gustarme en todos estos años, pero, digamos, quisiera aceptarla ahora más caprichosamente. Decir: ‘Bueno, ya no voy a escribir tres textos para tres catálogos de exposiciones. Ahora me voy a concentrar en escribir un cuento que muy posiblemente no me va a salir’. Eso es parte del capricho. El capricho muchas veces te lleva a la esterilidad. Una de las grandes sorpresas al escribir es que de pronto tú estás trabajando con enorme felicidad en un texto y a fin de cuentas queda muy mal. Uno de los misterios de la creación literaria es cuando el grado de felicidad con el que escribes algo no se corresponde con el resultado. Hay veces que te cuesta mucho trabajo un texto y luego queda mejor.
«Para mí la única prueba de calidad, si se le puede calificar así a lo que yo escribo, es cuando casualmente lo releo bastante tiempo después y me parece escrito por otro. O sea, cuando veo que eso tiene una autonomía. Por eso me interesa tanto el tema del autor ausente en Borges. El original siempre es el otro, dice Borges. Y eso también te despoja de vanidad respecto a lo que tú creaste, porque lo que te gusta te parece ajeno y te parece que vive por su cuenta, como si tú fueras un curioso, y ese trabajo que finalmente pasa por el capricho, por el tiempo que le puedes dedicar a un texto, las cancelaciones de las otras variantes de ese texto, todo eso es lo que me gustaría aprovechar más en estos últimos tiempos en que está empezando el tercer acto de la obra y que no sé cuánto va a durar. Eso sí, espero que sea un acto largo, no tan aburrido.
—¿Te enfocarás en el teatro?
—Eso lo voy a tener que ir decidiendo. Yo he estado picoteando géneros, también como un aprendizaje, como una manera de probarme a mí mismo. Afortunadamente ha habido posibilidad de ejercerlos, de publicarlos todos, pero ahora tengo que decidir con más cuidado. Ya sé que puedo ejércelos, sé que puedo publicarlos, ¿pero qué es lo que verdaderamente me interesa? En los últimos años, el teatro me está jalando mucho, y creo que mi tercera edad será dramática o no será.
«Y creo que tampoco podría dejar de escribir literatura infantil. Para mí es el teatro, la literatura infantil y en medio estará algo más que no sé qué es… Tengo planes de varias novelas. El problema que yo tengo con la novela es que siempre me juro a mí mismo que cuando publico una, no van a pasar dos años sin que publique otra, y hasta ahora, entre novela y novela ha habido seis, siete, ocho años. Ahora acabo de publicar una y, claro, empiezas a hacer cálculos en la vida: si quiero escribir cinco novelas más… pues tendría que vivir como Matusalén.
EL ANIMAL DEL CUENTO
Hablé con mi hija y le dije que todo estaba bien. Me preguntó por Pancho Hinojosa, a quien admira mucho. «¿Están escribiendo cuentos?», quiso saber. A sus diez años la normalidad significa eso: escribir cuentos.
8.8: El miedo en el espejo (Almadía, 2010)
Hace horas Juan Villoro se subió al avión que lo llevaría de regreso a México. Ha quedado atrás su primavera catalana.
En Passeig de Joan de Borbó, conde de Barcelona, en el barrio de La Barceloneta, está el restaurante Martín Villoro, atendido hoy por Enrique Villoro, quien habla con cariño sobre las visitas frecuentes de su primo el escritor mexicano. La Barceloneta es una antigua zona de pescadores intervenida por la especulación inmobiliaria. Los cuartos pequeños en los que vivían los trabajadores del mar se volvieron hipsters. Sin embargo, el restaurante Martín Villoro mantiene su agradable toque antiguo, aunque cercado por ese aire esnob. Una espantosa torre moderna ubicada a medio kilómetro representa el mayor desatino arquitectónico del barrio en plena metamorfosis: el llamado «Hotel Vela». Debajo de él está un hombre armado con una metralleta. Subir y comer en el restaurante del último piso cuesta, mínimo, doscientos cincuenta euros.
Esta tarde del 28 de abril de 2012 en la que Roberto Bolaño, si aún viviera, cumpliría cincuenta y nueve años, en el Martín Villoro hay una mesa de la terraza en la que, entre un agradable olor a tabaco, un grupo de catalanes relatan sus experiencias recientes en México. Un par de ellas se turna para contar que las pararon en una carretera de Campeche por exceso de velocidad. Los policías les perdonaron la multa después de que ellas se los rogaron. Luego les informaron que el cruce que estaban buscando lo habían pasado hace mucho. Ríen mientras platican su experiencia y les dicen «mayitas» a los policías que les perdonaron la vida. «Policías mayitas mexicanos».
Uno de los catalanes acota con voz de loro:
—A veces sirve eso de hacerse la rubia tonta.
Todos ríen más.
Una de las dos catalanas con pelo color Fanta continúa:
—Y más si los policías son así [pone su mano a la altura de una silla del restaurante Martín Villoro].
Muchas carcajadas más.
Otro de los catalanes de la mesa, de ojos color verde estiércol, cuenta su aventura con indígenas de Ecuador. Otro más, de voz gargajosa, su viaje a Paraguay. Durante una hora se turnan para narrar historias de sus encuentros con el animalejo latinoamericano, e imitan acentos mexicanos, peruanos, venezolanos, ecuatorianos, colombianos, guaraníes… Simplemente pasan una buena tarde con sus recuerdos en el Martín Villoro.
Cuando comienza a caer la noche, uno de los comensales mira su BlackBerry y les dice a sus amigas que esa noche habrá una fiesta en un «pisazo» de unos ingenieros químicos ingleses. «Me ha enviado un e-mail uno de ellos para pedirme que llevara a dos hot girls españolas». Ellas se emocionan con la idea y discuten quiénes irán, porque son cuatro, y los ingleses sólo necesitan dos hot girls. Comienza otra conversación en la mesa de la terraza del Martín Villoro. Ahora no hay carcajadas. Hay que resolver un asunto serio.
Mientras tanto, tras su regreso a México, en las redes sociales en las que lo siguen más de cien mil personas, el escritor que con el paso del tiempo no se convirtió en cobarde ni caníbal publica un enigmático tuit sobre la derrota de su equipo de futbol preferido.
Y eso marca el momento de que concluya el ornitorrinco sobre Juan Villoro en Barcelona.
El ornitorrinco acaba aquí. \\
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