La primera pregunta que se hacen todos es: “¿Nació así?”. La respuesta es no.
Mamá me lo acaba de contar.
—Eras un bebé que no tenía nada de nada. Naciste por parto normal: mami empujó solo dos veces y saliste. Tenías las pestañas largas, la carita rosa, eras cachetón. Y morrudo. Hasta que… bueno. Igual siempre fuiste hermoso y tranquilito.
Hace un rato, le pedí un baño de inmersión. Me sentó en la reposera y ahora me manguerea como si fuera una planta. Me frota jabón por los nódulos, pero no salen. Nunca salen. Están pegados. No sé bien qué pasa con mi cuerpo. Mi pecho es un paisaje escarpado de montañas rosas. No me puedo mirar el pito. Nunca me toqué los pies, ni la espalda, ni la cadera, ni la cara: nunca me toqué. Hay partes de mi cuerpo que no conozco.
Es marzo de 2018. El 30 de enero cumplí veinte años.
Mi enfermedad se llama fibromatosis hialina juvenil —fhj—, es genética y autosómica recesiva: mis padres, ambos, tienen el gen de la patología. Fabrico más colágeno de lo normal, más piel, más tejido conectivo, y así nacen estos bultos redondos, los nódulos, que son tumores benignos, las pelotas que se ven en las fotos. La enfermedad modifica todo mi cuerpo y no me deja, entre otras cosas, caminar. Invade el cuerpo de piel —por dentro, por fuera— y parezco un hombre derretido.
La cosa —esta cosa— comenzó a manifestarse a los ocho meses de vida.
O a los seis.
O a los cuatro.
Mamá no me da una fecha exacta. Mamá me viste.
Me cuenta que cuando era chico —no sé qué tan chico—, me estiraba la pierna para ponerme un pantaloncito y yo flexionaba las rodillas y me quedaban dobladas. Ella intentaba estirarlas: volvían. No gateaba. Y me había salido una bolita de piel en el pecho que no era una verruga.
Me llevaron al Hospital Garrahan. Hubo varios estudios, vinieron especialistas internacionales, me sacaron fotos del bultito. Los especialistas de acá fueron a congresos en el extranjero, llevaron las imágenes, dijeron miren esta cosa rara, ¿alguno sabe qué mierda es? ¿Un quiste, una bola de grasa, un grano caprichoso? Hasta que me diagnosticaron la enfermedad. Fue la dermatóloga Margarita Larralde de Luna: dijo fibromatosis hialina juvenil, y la diferenció de hialinosis sistémica, que es mortal.
Mamá me dice que, cuando se enteró, lloraba por las rampas coloridas del hospital; papá no hablaba. Mientras tanto, mi cuerpo iba cambiando. Empecé a tener hipertrofia gingival, por ejemplo: la carne crece de más en las encías, el mentón se infla. Aparecieron nódulos subcutáneos.
Ahora, en las rodillas y en las piernas, tengo nódulos internos, que me trituran las articulaciones. Los de afuera no molestan tanto, pero son feos, blandos, esponjosos. Generan pliegues —lugares horrendos, transpirados— en los que, si no se limpian, se hace un pasticcio blanco. Adentro de los nódulos hay venas, arterias, un poco de vida. Aunque me los operaron varias veces, volvieron a salir. Por eso no puedo estirar las piernas ni caminar.
La enfermedad no se mueve por los órganos vitales ni por la sangre, no afecta el sistema nervioso ni el hormonal. El cerebro funciona. Aunque el cuerpo viva para no funcionar. Solo hay sesenta y cinco casos en el mundo, dos en la Argentina: Mayra Ordóñez y yo. Una vez la vi. Mamá me cuenta que se escribía con un chico de Francia y con una mujer de España, que tenían lo mismo. Yo nunca lo supe. ¿Habrán crecido?
Yo tengo veinte años y el cuerpo del tamaño de un nene de seis.
Un cuerpito.
La enfermedad no tiene cura. Ni mejora.
Duermo abrazado a enfermeros y a un respirador, porque tengo apneas del sueño. Una máscara encaja en una manguera larga y fina, que se conecta a un aparato que me manda aire a presión. Durante algunos segundos, mientras duermo, dejo de respirar. Por los nódulos y la movilidad reducida, mi tórax es chico y no se expande. El respirador —bipap es el nombre técnico— me ayuda. Además, por las dudas, tengo un tubo de oxígeno al lado de mi cama. Nunca lo necesité.
Estudio periodismo, pero no me gusta ninguna materia. Y —bonus track— tengo crisis de ansiedad todos los días.
El cielo me da vértigo. Como viajo en la silla, no apoyo los pies en la tierra. No tengo miedo de caerme, pero sí de desmayarme o de morir infartado: si me dejan solo, nadie se daría cuenta. Sufro mareos, puntadas en el pecho, falta de aire, hormigueo y transpiración en todo el cuerpo.
Sin embargo, dicen que soy el prototipo de la ternura, que soy un genio, un guerrero, alguien con un poder de adaptación muy grande, que soy un enviado de Dios, un angelito, que tengo un millón de amigos. Dicen, o creen, que por estar en una silla de ruedas soy una buena persona, que no puedo ser un hijo de puta.
Yo lo que tengo es miedo.
Nunca les pregunté nada a los médicos que me vieron. Ellos hablaban con “los papis”.
Tampoco quise hablar con Mayra, la otra, la que es igual a mí.
—Esquivabas, esquivabas, esquivabas —dice mamá, y me corre el pelo con su uña pintada—. No pude hacer nada. Mirá que te insistí: que nadaras en una pileta especial, que fueras a un taller de rap, que vieras fuera del hospital a tu amiguita que estaba internada, que bailaras en la silla de ruedas con otros, que jugaras al fútbol con la motorizada. Veías a un discapacitado y me pedías que cruzara de vereda. Eso te espantaba. Yo quería que bailaras conmigo.
Es 2018 y me doy cuenta de que la enfermedad no existió. Hasta ahora.
***
Nadie se acercó. Ni la profesora. En el primer día de clases, Tomi fue el único: se sentó al lado mío, me tocó el hombro. No le dio miedo mi cuerpo. La mesa era para dos y mi pera —todavía chata— no pesaba. Tenía pocos nódulos, pero la enfermedad se notaba, aunque en esos días todos éramos nenitos de seis años. Hablamos, lo miré, me miró, y en ese instante nos hicimos amigos. Nuestras orejas eran grandes, parecidas. Él me contó que jugaba a la pelota, a las escondidas, que era hincha de River. Se animó a llevar la delantera con la silla de ruedas y cobró velocidad. Trepó como un mono. Me hizo willy. Me hizo pistear y doblar y quedar a dos centímetros del suelo, pero no me dejó caer.
Era mi mejor amigo. O, mejor dicho: mi único amigo. Tomaba mi jugo de cartón. Me vaciaba el paquete de Twistos. Le decía a mi asistente que se fuera, que él me cuidaba. Venía a casa y almorzábamos fideos con crema. Nos íbamos de vacaciones. Nos sentábamos en reposeras a mirar el mar. Hacía castillitos de arena. Caminábamos por la orilla y corríamos a las gaviotas
Cuando crecimos, seguimos enlazados.
Ahora, a veces, incluso me ayuda más que mis hermanos. Vamos a cenar hamburguesas cuatro veces por semana. Comemos asados. Fumamos porro por las tardes cuando mamá da clases. Nos gusta la misma ropa: rosita, apretada. Me acompaña a comprar botines. Todos soñamos con ser futbolistas. Yo también.
Me lleva a bailar y entramos gratis y sin hacer fila. Me deja solo y encara a tres pibas a la vez. En una fiesta de quince, se saca la camisa y todo el salón festeja su torso desnudo. Me lleva a la cancha. Me sube a la terraza para ver las plantas; no le importa el peligro de la escalera.
Sabe sacar un papel blanco por la ventanilla del auto cuando tengo los dedos violetas y me llevan a internarme de urgencia.
Cuando no tengo con quién quedarme, dice que puede pasar la tarde conmigo. Jugamos a la Play y me ayuda a llegar a todos los botones. Me viste, me peina, me pone una gasa. Me corre el calzón y me hace hacer pis. Me lleva a la escuela de periodismo en auto, me espera. Viene a casa todos lo días.
—Qué grande sos —dice Tomi cuando se entera del libro—.
Nos vas a contar, nos vas a mostrar al mundo.
—Vos sos como mi enfermero —le respondo, mientras me saca la botella en la que hago pis.
—Sacudí la pinchila —dice.
La muevo y me la guarda. Ni una gota mancha la sábana de mi cama. Apoya la botella en una baldosa y vuelve a subirme el calzón. Apunta a mi culo con su dedo y lo acerca despacio. Me tiro un pedo. Nos reímos. Se acuesta al lado mío. Me hace cucharita. Dice que algún día me va a hacer una paja con guantes. Ayer me lo chapé, cruzamos las lenguas. Es rubio, lindo, reluciente, las orejas alargadas como el primer día que nos vimos. Prefiero que me ayude él: no quiero que mi vieja me vuelva a tocar la pija.
El jueves pasado, el 29 de abril de 2018, leyeron parte de este texto sobre Tomi en la radio y ahora los amigos dicen que soy famoso. Recibo miles de mensajes de madres que se angustian al escuchar el relato, de desconocidos que quieren ser amigos nuestros. No solo de Tomi: también de Iván, Fabi, Carbia. Nos conocimos en la primaria. Vienen a casa todas las tardes del año y me ayudan.
—Vos no podés estar ni veinte minutos sin los amigos —se ríe Iván, que acaba de entrar—. Algo te pasa: o te desmayás o te morís.
Me toca la espalda y me choca los cinco. Algunos días tiene fiaca y me saluda acariciándome la frente. Me conoce hace trece años, pero me pide permiso hasta para tomar un vaso de agua. Vuelve con una empanada que se afanó de la heladera. Me mira con su sonrisa torcida y el pelo corto tipo militar. En la primaria, había repetido un año y por eso estaba en nuestro grado. Me robaba los alfajores y los jugos de manzana. De treinta galletitas de queso que me llevaba, yo comía dos. Me invitaba a su casa, que no tenía timbre. Mamá le golpeaba la puerta y nos abría en cuero. Ahora le pido que me siente. Se saca el reloj para no cortarme, me alza y me apoya en la silla de ruedas. Pone sus manos en las manijas como diciendo “listo, le mandamos turbo, decime para dónde arrancamos”.
Mamá se va a dar una clase de danza y tengo toda la tarde para los amigos. Antes daba muchas en un estudio cerca de casa, y cuando ya era la hora de que volviera, le decía a Iván: “llamá a mamá para que venga rápido”. La llamaba, pero no atendía. Yo miraba los portarretratos y sentía angustia. Pensaba qué iba a pasar si mamá no venía, quién me iba a cuidar. Iván me tranquilizaba y la volvía a llamar.
—Ya me lo sé de memoria, chabón —dice ahora, acordándose de eso.
Me da de comer con la mano. Tomamos Coca helada del mismo vaso. Me revolea almohadones y pelotas de papel por la cabeza. Hacemos las partidas más largas de la historia del fifa; jugamos hasta las seis de la mañana. Su jugador se parece a él; el mío no. Iván no tiene padre.
Suena el timbre de nuevo y es el gordo Genta. Se llama Lucas Gentile. Entra con su tez morena, la barba, el bigote que le tapa la cara. Me saluda con un golpe en el brazo y se tira en el sillón. Lo conocimos en tercer grado. La mamá se iba a bailar y lo dejaba en la puerta de casa paradito como un regalo. Íbamos los miércoles al cine y cruzábamos la barrera del tren aunque estuviera baja. Mamá nos retaba, pero lo volvíamos a hacer. Vamos a las sierras y me lleva por las piedras como si la silla fuera una cuatro por cuatro. Cruza conmigo puentes temblorosos en un pueblo de la costa. Es el único que dice que sí todos los veranos cuando lo invito a las vacaciones. Si tuviera que elegir a un guardaespaldas, sería él. En los boliches se viste de negro y empuja a todos y me deja tranquilo en un rincón. Una vez le cagué un polvo. Habíamos pasado la tarde en casa, lo llamaron para que fuera a comer a la suya y se fue. Quedamos en volver a hablar para ver si salíamos más tarde; él quizás iba a la casa de una chica. Pasaron dos horas; falló otro amigo que tenía que venir y mamá se tenía que ir a una obra de teatro, entonces lo llamó al gordo Genta. Atendió la madre y hablaron un rato. Después le pasó el teléfono a Genta y mamá le preguntó si podía quedarse en casa conmigo porque yo estaba llorando. Genta dudó. A los cinco minutos, ya estaba acá, cambiado, perfumado. Y recontra caliente.
—Pelotudo —puteó—, le tuve que cancelar por tu culpa y no la puse. Los dos seguimos siendo vírgenes, no da.
—Perdón —le digo cuando me mira mal y se acuerda; yo pen- saba que se había olvidado—. Este año la ponemos.
Suena el timbre de nuevo. Son Fabi —Fabi mi amigo, no mi acompañante— y Carbia, que llegan juntos porque vienen de jugar al ping pong.
Iván dice que no les va a abrir.
—¡Yo no voy! —grito y se me cae la baba de la risa.
Les abre Tomi. Fabi viste un conjunto deportivo y me saluda rebotándome la pera como un punching ball. Carbia levanta el brazo delante de mi cara y me refriega su remera transpirada. Amago escu- pirlo.
—¿Qué hacés, putito? Seguro te estuviste pajeando, debés tener pis blanco.
Me agarra en brazos y me mueve lento como si fuera una mancuerna. No hace deporte, pero está recontra trabado, no sé cómo hace. Me sacude para arriba y para abajo hasta que me mareo y frena. Le pido que pruebe dejarme parado un segundo y doy un paso. Después me caigo.
Es el que más veces me tiró de la silla. Tres veces.
Tomi quiere subir a la terraza a jugar con agua. Iván dice que aprovecha para tirarles paltas y piedras a las personas que pasan por la calle. Yo quiero comer las calabazas asadas que quedaron sobre la mesa, así que vamos hasta la cocina. Ahí hundimos las cucharas y los quesos de adentro burbujean. Probá esto, dice Tomi, y me mete la cuchara en la boca con la raspada de cebollas quemadas y pasta de ajo. Delicioso. Con las bocas sucias, vamos al patio a fumar un faso.
—Tu silla es nuestra nave —dice Tomi, y suelta el humo al cielo. Matamos una tuca y volvemos al cuarto. Al rato, el portazo me hace temblar. Mamá entra con los pelos revueltos y una bolsa que usa de cartera. Estamos todos re locos. Me da un beso en la frente y le mancho las mejillas con lágrimas que no me limpié. Sigue hasta la cocina, pone la pava para el mate y vuelve. Me tirarían la basura, por favor, les dice mamá a los amigos, que ya se van. Y antes de cerrar la puerta de calle, oigo que les dice:
—Gracias, chicos. Ustedes lo sostienen.