Dahmer monstruo: una serie más sobre un asesino en Netflix

Dahmer o la inagotable fuente de historias de asesinos 

Netflix insiste en ofrecernos otra serie de varios episodios acerca de un asesino serial, en este caso, Jeffrey Dahmer. Su creador, Ryan Murphy, muestra el contexto de racismo que impidió que la policía prestara atención a las víctimas desaparecidas, pero ¿es suficiente para compensar la desmedida atención a este tipo de asesinos?, ¿su esfuerzo basta para cuestionar el consumo voraz de estas historias?

Tiempo de lectura: 7 minutos

Entre libros, reportajes, programas de televisión, documentales, películas biográficas y hasta un par de obras de teatro, Jeffrey Dahmer, un asesino serial de Milwaukee que fue encarcelado en 1991, ha inspirado decenas de proyectos. Dahmer-Monstruo: La historia de Jeffrey Dahmer (Netflix, 2022), el más reciente de ellos —y, a juzgar por su popularidad, muy probablemente no sea el último—, se posicionó en menos de una semana en la cima de los rankings globales de Netflix. Esta serie de diez capítulos, creada por Ryan Murphy e Ian Brennan y protagonizada por Evan Peters, confirma una tendencia aplastante: los monstruos de la vida real son una fuente de fascinación —y ventas— que no se agotará en un futuro cercano. Tan solo en esta plataforma podemos encontrar un extensísimo catálogo —que varía entre países— de documentales y ficciones basados en casos de criminales reales, los cuales a su vez inspiran la publicación de un sinfín de listas que recomiendan los diez, veinte, treinta o cuarenta y tantos títulos imperdibles para un público que siempre tiene ganas de más.

El arco narrativo de esta serie de Netflix es similar al de muchos otros relatos de asesinos seriales. De acuerdo con esta versión de su biografía, Jeffrey Dahmer, nacido en 1960, fue un hombre inadaptado, solitario, producto de una infancia dolorosa, una familia disfuncional y un entorno poco comprensivo. Desde pequeño presentó comportamientos que, en retrospectiva, podrían haber funcionado como señales de alarma: recogía renacuajos y los guardaba en botes de cristal para después torturarlos, desmembraba animales atropellados y examinaba sus cadáveres con una curiosa devoción, tenía arranques de rabia, le costaba expresar sus sentimientos y se aislaba frecuentemente en su propio mundo. Pero nadie se preocupó demasiado y así creció, sin amigos, con padres ausentes y demasiado entretenidos con sus propios problemas de pareja, condenado a un ostracismo irremediable. Jeffrey Dahmer, uno de los asesinos seriales más mediáticos de las últimas décadas, vivió y murió anhelando algún tipo de conexión humana que permaneciera.

En esta ficcionalización de Netflix se nos presenta la evolución de los anhelos de aquel joven en una desesperación insoportable que desembocó fatalmente en un afán por anular la voluntad de los otros. Si las personas con quienes se relacionaba no eran capaces de tomar decisiones, entonces no había manera de que pudieran abandonarlo, como lo hicieron sus padres —por si no nos hubiera quedado claro, el coro de “Please Don’t Go” (Disco Fever) nos lo señalará una y otra vez—. Fue este impulso el que detonó su famosísima carrera criminal: una tarde se encontró con un joven que pedía aventón para ir a un concierto, lo invitó a su casa a tomar unas cervezas y, cuando se acercó a él con la intención de explorar por primera vez sus deseos homosexuales, se enfrentó con su tajante rechazo. Impulsado por la rabia, lo asesinó. Lo desmembró y esparció sus restos en el jardín de su casa, logrando así mantenerlo cerca, a su alrededor. Como los asesinos seriales no se hacen de un día para otro, intentó rectificar el camino durante varios años. Empezó a estudiar una carrera —pero lo expulsaron—, se enroló en el ejército —también lo echaron— e hizo el esfuerzo de ejercer varios oficios en distintos lados —de donde siempre lo despedían—. Finalmente se rindió y cedió ante sus impulsos. Hasta el momento de su aprehensión, Jeffrey Dahmer había asesinado a un total de diecisiete hombres.

Las andanzas criminales del protagonista y sus orígenes se alternan de manera errática a lo largo de la primera mitad de esta serie de Netflix, en un intento bastante torpe y trillado por encontrar alguna explicación a sus actos. Durante cinco capítulos se nos muestran diversos momentos de su infancia y adolescencia que pretenden ahondar en su psique y en las motivaciones detrás de su comportamiento. Conocemos así a una serie de posibles responsables: la maestra que, en un acto de descuido, descartó sus extrañas muestras de afecto; los compañeros de escuela que, en lugar de incluirlo, lo trataban con repulsión y rechazo; la madre que tomaba medicamentos psiquiátricos, que tuvo una crisis de salud mental desde el embarazo y durante toda su infancia, y que finalmente lo abandonó; el padre que decide irse con la amante para terminar de desintegrar a su familia sin importarle dejar solo en casa a su hijo adolescente; y varios intereses románticos que le eran cruelmente indiferentes… Se construye así una base a partir de la cual será leído el resto del relato: sí, Dahmer es un monstruo, pero es un monstruo engendrado y alimentado por sus circunstancias.

El sello autoral de Ryan Murphy, uno de los creadores más exitosos de televisión de las últimas décadas, es inconfundible. El director, guionista y productor selecciona sus personajes e historias —completamente o parcialmente ficticios— con una precisión milimétrica. Adolescentes incómodos que cantan y bailan, cirujanos plásticos megalómanos que lucran con una cultura obsesionada con la belleza, las brujas de Salem, Monica Lewinsky y O. J. Simpson son algunos de los sujetos centrales de los proyectos que Murphy ha llevado, con mucho éxito, a las pantallas de públicos diversos en edad e intereses. Ha sabido provocar y cautivar echando mano de recursos narrativos y formales tomados de diversos géneros del cine, la televisión, la música y la cultura pop estadounidense. No da paso en falso: conoce bien las fórmulas y entiende su evolución en función de las inquietudes sociales de nuestros tiempos.

Elegir una historia como la de Jeffrey Dahmer fue, entonces, una apuesta inequívoca: no solo explota la fascinación por los relatos criminales que se ha intensificado en las plataformas de streaming como Netflix, sino que también ostenta una profundidad y un sentido más allá de la lógica capitalista al, aparentemente, visibilizar las injusticias y dar voz a los sin voz. En tiempos donde las exigencias por productos mediáticos más justos e incluyentes se replican por doquier sin que esto implique realmente una problematización y reflexión generalizadas ni un cambio en nuestros hábitos de consumo, cualquier asomo de formas distintas de narrar puede tomarse por satisfactorio. En el caso de Dahmer, no importa que hayamos pasado casi diez horas acompañando de cerca al asesino si al final veremos, por un par de minutos, un monólogo explicativo de una mujer negra que promete exigir justicia, seguido por un fugaz homenaje a las víctimas —en una sola pantalla, con fotos minúsculas y letreros que son incluso más pequeños que los de los puestos menos glamorosos de los créditos finales.

Los destellos sórdidos presentes en toda la serie de Netflix enmarcan con severidad la construcción del personaje. El departamento donde sucede la mayoría de los asesinatos es una extensión de su podredumbre interna: hay un colchón con manchas enormes de sangre oxidada, flotan cadáveres de peces carnívoros en una pecera con agua verde y sucia, se escuchan gritos ahogados que apenas atraviesan las paredes, se acumulan latas y latas vacías de cerveza barata, hay órganos humanos guardados en un refrigerador viejo, se desprende un olor fétido que se cuela por las rendijas hasta los departamentos vecinos. Y, entre toda esta sordidez, aderezada por canciones pop ochenteras, las historias de varios personajes —hombres homosexuales pertenecientes a minorías étnicas, casi todos sin nombre— son interrumpidas abruptamente por golpes secos.

El sexto episodio de Dahmer nos permite vislumbrar un camino posible que hubiera sido más digno para la presentación de las víctimas de este asesino serial. En él se narra la breve relación entre el protagonista y Tony, un joven sordo y aspirante a modelo, a quien Dahmer conoce en un bar gay. La serie nos concede una única tregua permitiéndonos adoptar el punto de vista de Tony brevemente, en un montaje en total silencio, a través del cual acompañamos a este otro joven solitario e incomprendido que, en la búsqueda de conexión, decide confiar, acercarse, conocerlo. Jeffrey y Tony bailan, conversan por medio de notas en un cuaderno, pasean y ríen a carcajadas. El silencio crea la ilusión de que no existe nada ni nadie más, no hay amenazas, dolores ni prejuicios. Por un instante se asoma, aunque sea de manera ingenua, un destello de redención. Dahmer alcanza a saborear, finalmente, la intimidad que buscó durante toda su vida. Pero este momento de vulnerabilidad solo le hace verse invadido más que nunca por el violento terror de la pérdida. Aunque, como el mismo protagonista, podemos acercarnos un poco más a esta víctima en particular, en un instante es reducida a uno más de los diecisiete cadáveres. La tregua concluye y se demuestra que no hay redención posible.

Durante el resto de la serie de Netflix aparecen algunos otros esfuerzos por señalar el gran problema estructural detrás del caso de Jeffrey Dahmer. Se denuncia principalmente el racismo que merma el acceso a la justicia en voz de los familiares de las víctimas y de la comunidad negra del barrio, los únicos que alcanzan a entender la dimensión de la violencia. Queda claro que el asesino seleccionaba a quienes, por su tono de piel y condición socioeconómica, estaban en desventaja frente a él: víctimas a quienes las autoridades no se iban a esforzar en buscar. A pesar de siempre haber sido un outsider, Jeffrey Dahmer entendía y aprovechaba la lógica del sistema.

Pero la denuncia se vuelve solo parte del contexto: en Dahmer las víctimas no son más que un remate en la historia del personaje principal —lo que no resulta sorpresivo si tomamos en cuenta que en el propio título de la serie su nombre aparece dos veces—. En un momento, el reverendo Jackson, uno de los principales defensores de las víctimas, señala que este caso “es una metáfora de todo lo que está mal”. A la luz de este relato —y de tantos más del género— habría que considerar si lo realmente problemático no es, más bien, la facilidad con la que se siguen instrumentalizando la violencia y las opresiones estructurales, así como las incontables vidas truncadas por ellas, como base para la construcción de metáforas o personajes no destinados a la denuncia ni a la reflexión, sino al consumo voraz.

Durante su interrogatorio, hay una escena en la que el protagonista admite tener una fascinación con la textura y el brillo de las vísceras que raya en lo sexual, las mismas vísceras que a lo largo de la serie son acariciadas con detenimiento una y otra vez, no solo por el homicida, sino por las luces y la cámara. En otro momento, vemos cómo un comensal de un restaurante aparta su platillo asqueado por la imagen del asesino en un noticiario, pero sigue atento a lo que se muestra en la pantalla. También acompañamos brevemente al padre de Dahmer mientras decide diseccionar las banderas rojas que surgieron a lo largo de la vida de su hijo en un libro que espera que se vuelva bestseller. Hacia los últimos capítulos, varios personajes exclaman su indignación por el hecho de que haya cómics y disfraces de Halloween inspirados en Dahmer, así como fans que le mandan cartas y le piden autógrafos. Mientras tanto, de este lado de la historia, hay tendencias en Twitter, memes y un sinnúmero pantallas alrededor del mundo donde se continúa maratoneando y comentando, en una mezcla absurda de indignación y voracidad, la serie de Netflix del momento.

COMPARTE
Lo más leído en Gatopardo
  • Recomendaciones Gatopardo

    Más historias que podrían interesarte.