Neige Sinno se suma a escritoras como Camille Kouchner y Vanessa Springora que, al contarnos sus historias de sobrevivientes de abuso sexual han logrado, como ha exigido Giselle Pelicot en Francia, que la vergüenza cambie de bando.
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Neige Sinno relata en Triste Tigre, un texto entre la autobiografía y el ensayo, los abusos sexuales a los que fue sometida desde los 7 hasta los 14 años por su padrastro, constatando que los monstruos tienen apariencia de hombres normales y hasta honorables, pero lo que los vuelve aún más peligrosos, es que atacan en los lugares en los que las víctimas se sienten más seguras: sus propias casas.
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I. RETRATOS
Retrato de mi violador
Porque a mí también, en el fondo, me parece más interesante lo que sucede en la cabeza del verdugo. Entender a las víctimas es fácil, todos podemos ponernos en su lugar. Incluso alguien que no ha vivido algo así – una amnesia traumática, la parálisis psíquica, el silencio de las víctimas– puede imaginar lo que es, o cree que lo puede imaginar.
Entender al victimario es otra cosa. Estar en un cuarto a solas con un niño, una niña de siete años, tener una erección ante la idea de lo que le vas a hacer. Pronunciar las palabras que hagan que ese niño se te acerque, meter el pene erecto en la boca de ese niño, hacer que abra la boca bien grande. Eso sí que es fascinante. Va más allá de la comprensión. Por no hablar de lo que sigue al terminar: vestirte, regresar con la familia como si no hubiera pasado nada. Y, después de que esa primera vez se haya vuelto irremediable, cuando ya no se puede dar marcha atrás, repetirla, una y otra vez, durante años. No hablar de ello con nadie. Confiar en que no van a denunciarte, a pesar de la progresión en los abusos. Saber que no van a denunciarte. Y cuando un día, finalmente, te denuncian, tener la osadía de mentir, o el valor de decir la verdad, confesarlo todo de plano. Considerarte injustamente castigado cuando te condenan a varios años de cárcel. Proclamar tu derecho al perdón. Decir que eres un hombre, no un monstruo. Y, después de la cárcel, salir libre y rehacer tu vida.
Incluso yo, que he vivido eso muy de cerca, lo más cerca que se puede vivir, y que he pasado años interrogándome sobre ello, sigo sin entenderlo.
El retrato
Si se tuviera que destacar una sola cosa de él sería su energía. Es alguien con mucha vida. Se mueve, está activo. Ya de pequeño era así. Sus hermanos también. Tres niños, de edades muy cercanas, eso generaba mucho desorden en aquel pequeño departamento de la periferia de París. El padre intentaba concentrarse para pintar. Gritaba que no podía trabajar con semejante alboroto. La madre intentaba callar a los pequeños, los llevaba a otro cuarto o los sacaba al parque, lloviera o hiciera sol, para que se desahogaran. El padre no lograba vivir de la pintura, su principal vocación, y, además de las clases particulares de dibujo, había montado una pequeña empresa que vendía chimeneas de diseño. Eran los años setenta y ochenta. Las chimeneas en cuestión hoy nos parecerían completamente ridículas o chistosas, según la perspectiva; en todo caso, a nadie se le ocurriría ya poner en su casa una de esas extrañas cápsulas de formas psicodélicas con caja de vidrio empotrada. En aquel entonces, sin embargo, creo que el negocio iba bastante bien. Sus abuelos por ambos lados eran obreros, gente del norte, de Boulogne-sur-Mer, tierra llana y melancólica, donde la familia tenía un departamento al que iban en vacaciones. La madre creo que hacía de secretaria y asistente para lo de las chimeneas, y era también ama de casa, un poco a la sombra del padre. Nada especial, ni ricos ni pobres, una familia parisina de clase media baja. Ninguno de los hijos estudió más allá del bachillerato. Uno se hizo comerciante, el otro entró en el ejército, y mi padrastro, que era el menor de los tres, se fue de casa para hacer el servicio militar en los Alpes y no volvió más a París. Los padres los criaron a la antigua, con una severidad excesiva, y a veces con golpes de cinturón o de zapato. Él estaba orgulloso de su educación con mano dura y de su paso por los scouts, así como de todo lo que tenía que ver con la formación que le dieron. Aquello había contribuido a consolidar su fuerza y su deseo de vivir, de conocer, de conquistar.
Me cuesta imaginarlo en los suburbios de París. Siempre lo vi en la montaña, con ropa deportiva o de trabajo. No obstante, sí estuvo allí, en un entorno de edificios y cemento, con ropita limpia de niño de ciudad, niño bonito de madre religiosa que va a un colegio católico, la camisa planchada, los zapatos lustrados, bien peinadito. Hasta los dieciocho años. Después se fue a las montañas del sur de Francia, descubrió el alpinismo, el parapente, una vida más libre, más salvaje, sin camisas, sin esperar nunca el metro ni tener que arreglarse el cabello, sin misa los domingos, una vida de aire fresco y luz.
En 1983, cuando conoce a mi madre, tiene veinticuatro años. Se encuentran en un curso para ser guía de senderismo. Él es alto, deportista, simpático. En el grupo le gusta tomar el control de la situación, dirigir las operaciones cuando se presenta alguna urgencia, cuando se afronta un momento difícil, un acantilado peligroso, si se produce algún accidente. Es carismático, tiene muchos amigos. Tiene éxito con las chicas.
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A mi madre le gusta. Le recuerda al novio que perdió hace unos meses. Murió en una avalancha. Esa muerte repentina la había dejado destrozada. Pensaba que nunca se iba a reponer. Pero tal vez lo haya hecho, al fin. Pasa mucho tiempo con su nuevo amigo. Le gusta su carácter dispuesto, decidido, optimista. Es un descanso, en comparación con Sammy, el padre de sus hijas, que es más bien raro, retraído, soñador. Él encuentra pronto la manera de seducirla. La lleva por senderos empinados hasta las cimas de las montañas, donde se sienten transportados por la belleza. Caminan en silencio, el uno delante y el otro detrás, bajo los cielos cambiantes de los veranos en los Alpes, cielos con nubes que se mueven como decorados
de teatro, que parecen deslizarse mágicamentehacia el oeste para dejar lugar a otros cielos ocultos bajo los primeros. Al descender se dan la mano. Él ya está saliendo con alguien; ella es cuatro años mayor que él y tiene dos hijas. Niñas que llevan nombres de cuentos de los Grimm, Neige y Rose, Nieve y Rosa, una de seis y otra de cuatro años. En ese momento están con su padre, con el que no puede dejarlas demasiado tiempo, pues la necesitan y ella las extraña.
A mi madre le sorprende que él vaya más allá de la seducción, de esos primeros días de enamoramiento apasionado, que le proponga seguir adelante, traerse a sus hijas, intentar algo juntos. Está sorprendida pero feliz, cree que tiene suerte.
Le gusta su cuerpo atlético, la energía que desprende. Sí: la energía, la fuerza, ya hablé de eso. Es buen esquiador, escala paredes rocosas, le gusta el trabajo duro, ir hasta el límite de sus fuerzas, superarse. Antes de apuntarse al curso para ser guía, formó parte del batallón de Cazadores Alpinos, el grupo militar de élite que rescata a los que se pierden a grandes alturas. Lo hicieron correr por la carretera de Traverses bajo la nieve al anochecer, subir a los refugios de alta montaña con ochenta kilos de piedras en la mochila, cavar zanjas en el paso de Échelle con una palita de aluminio hasta que le salieron ampollas en las manos congeladas, cosas así. Le encantó. Mi madre es pacifista, le cuesta entender que a él le guste ese mundo de disciplina y demostraciones de virilidad. Sobre todo después de Sammy, que se hizo pasar por enfermo mental para que lo inhabilitaran porque aborrecía las armas, el uniforme, la crueldad. Pero él le habla de las excursiones con sus amigos, de la camaradería en los momentos difíciles, de las lecciones aprendidas al desafiar los elementos. Antes se sentía atrapado en un suburbio gris, pero el amor al deporte lo llevó a descubrir algo más. Ahora sabe que nunca volverá a la ciudad; ha encontrado su camino en la naturaleza, y en el amor. Con ella.
La montaña, el servicio militar, los suburbios, de eso también he hablado ya.
A ella le gustan el perfil anguloso de su rostro, su mirada negra, sus ojos almendrados que recuerdan a un antepasado asiático lejano, un antepasado un poco perdido en ese semblante más bien nórdico, de francés del norte, del Pas-de-Calais, de donde son oriundos sus padres, piel blanca, nariz recta, barbilla tímida.
Él sueña con una familia numerosa. Con mi madre pronto tiene dos hijos más, un niño y una niña. Cuando se lo preguntan, responde que le gustaría tener ocho. La gente no dice nada, pero se siente incómoda, porque piensa que cuatro son ya demasiados para ellos.
Conserva de su infancia el gusto por la mantequilla, los productos lácteos. Su madre cocinaba un pastel con crema de natillas y café que intentamos reproducir en vano Navidad tras Navidad: nunca salía igual de rico. A veces incluso salía asqueroso, con pequeñas bolitas de grasa que no querían derretirse y flotaban en la crema, centenares de granos grasosos e insípidos mezclados con partículas de azúcar que crujían bajo los dientes. Algunas veces, el sabor y la textura se aproximaban mucho al original y, entonces, nuestras miradas, fijas en su rostro para descifrar el veredicto, nos transmitían una alegría contagiosa que es más o menos la máxima felicidad familiar que pudimos alcanzar.
Se quema fácilmente con el sol, y el polen de la primavera le produce una alergia violenta. Estornuda como un condenado.
Le gustan los juegos de mesa, pero es demasiado irascible. Las partidas de Monopoly en familia o los juegos de estrategia más sofisticados con sus amigos a veces terminan bruscamente con un ataque de ira. Abandona en pleno juego, dando un puñetazo en la mesa que hace bailar todas las piezas, los hotelitos de plástico rojo, las casitas verdes, los fajos de billetes falsos, y se va, indignado, dando portazos.
También jugando al tenis lo vi tirar la raqueta al suelo varias veces. Las raquetas son caras, y realmente no tenemos dinero para gastar en algo así. Pero no puede controlarse. Lanza a gritos todo tipo de insultos, a su oponente, a sí mismo, a la pelota culpable del error. Rojo y sudoroso, con los ojos brillantes de rabia, patalea y tira la raqueta, que sale volando y se estrella contra la alambrada que bordea el terreno.
Bueno, ya, voy a parar. Lo intenté. Quería hacer el retrato desde mi perspectiva actual, de mujer que ahora es madre, tratando de ver lo que mi madre percibió en la época en que lo conoció, lo que los demás adultos percibían, lo que se aprecia en general cuando vemos un cuerpo, un rostro, cuando leemos un perfil con ojos adultos, acostumbrados a la lectura, a las descripciones de personajes en las novelas, los reportajes, ojos acostumbrados a mirar e interpretar imágenes. No puedo. He escrito numerosos cuentos, varias novelas, debería ser capaz de hacer un retrato sencillo. Pero esto no es lo mismo. Lo que pasa es que intento apegarme a cierta verdad objetiva que se me escapa a pesar de las fotos, a pesar de los recuerdos. Y luego, obviamente, es imposible porque se trata de él.
El retrato, pues
Es alto y fuerte. Brutal incluso. Su voz pasa fácilmente de la suavidad a la violencia. Cuando algo empieza a enfadarlo, grita. Grita fuerte. Da órdenes. Le parece del todo aberrante la forma en que nos criaron a mi hermana y a mí, con una permisividad excesiva. Un caos. Nos convirtieron en dos pequeñas salvajes. Un verdadero desastre.
Sus manos son grandes, de un color que pasa rápidamente al rosa-rojo, como su cara en cuanto se expone al sol o a la ira. Sus manos son fuertes. Agarran, acarician, pero con cierta rudeza, una caricia que se apropia, que se abre camino. Como su voz, que intenta ser dulce, pero esforzándose demasiado, y que se vuelve aguda al final de las frases, como para preguntar si tiene la aprobación del interlocutor, como para confirmar que el interlocutor está de acuerdo, que lo escucha, que consiente. Salvo que el tono no cambia si esa confirmación no se da. Si uno se queda en silencio o si dice que no, la voz sigue igual. En realidad, esa pequeña nota de interrogación es parte del monólogo, que parece haber ensayado muchas veces.
Su cuerpo es grande. Sus pies, feos, como todos los pies, pero los suyos son todavía más feos porque son peludos y rosas, y están magullados. Resulta extraño que tenga pelos en los pies porque es casi lampiño en el resto del cuerpo, en el torso, en los brazos. Su piel es más que nada fea, de diferentes tonos de crema, blanco, rojo y café. La piel de su sexo, siempre tensa por el efecto de la erección, es de un rosa violáceo que toma un tono durazno cuando te alejas del glande, y se vuelve beige y arrugada en los testículos como si fuera piel muerta, un pedazo de cadáver que cuelga debajo del enorme pene erecto y duro como un hueso.
Nunca lo vi con un libro en las manos, pero le gustaban los cómics, en especial los que contaban historias del lejano Oeste. Tenía una colección casi completa de una serie cuyo protagonista se llamaba Blueberry. A menudo se quedaba en el baño leyéndolos. Iba a escribir que se encerraba en el baño a leer, pero no sería cierto. Cuando por fin tuvimos baño, nunca hubo pestillo. En los dormitorios tampoco. Él no quería que nadie tuviera intimidad. Ahora me parece un poco extraño, pues le habría venido bien poder cerrar cuando estaba a solas conmigo en una habitación.
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Le gustaba el cantante Johnny Hallyday, así que nosotras también nos vimos obligadas a escucharlo en todo momento. Su voz acompañaba las largas jornadas en las que trabajábamos reformando la casa, las horas de viaje familiar en coche, las veladas con amigos. Cuanto más escuchábamos las mismas canciones, más hipócritas me parecían las letras. Todo ese teatro del valiente con corazón, del duro que en el fondo es tierno, del macho que sufre, esa sinfonía de autocompasión me repugnaba.
Mi padrastro seguramente se percibía a sí mismo como un cowboy solitario. Decía que tenía un agudo sentido de la injusticia. Solía contar dos o tres anécdotas sobre malos tratos de los que había sido testigo en la escuela y que lo habían indignado. Cuando nos sorprendía a mi hermana y a mí haciendo alguna travesura, nos castigaba con severidad, insistiendo en el hecho de que el castigo era justo, proporcionado y merecido. Nos obligaba a llevar carretillas de piedras de un extremo a otro del jardín, cavar hoyos, recoger leña.
Tenía una alta exigencia ética con la que no podíamos transigir. En varias ocasiones, durante mi infancia, lo vi reaccionar heroicamente para ayudar a los demás. En las montañas, en accidentes, en algún incendio. Condujo una ambulancia durante varios años. Estuvo a cargo de un equipo de albañiles en obras de construcción peligrosas y se responsabilizaba de la seguridad de sus compañeros. En esos momentos se transformaba, todo en él estaba al servicio de su objetivo. Sus músculos y su mente se tensaban, parecía brillar desde dentro y querías seguir sus instrucciones, confiabas en su criterio, en su instinto. Era el guía que nos pondría a resguardo, el que estaba dispuesto a sacrificarse por el bien común, el que no dudaba ni un segundo, el que desafiaba los peligros, el fuego, la nieve. La valentía misma.
Durante mucho tiempo lo percibí como un demiurgo, un ser más grande que la vida. Una criatura mitológica, un Sísifo, un Prometeo torturado por sus demonios. Más tarde, echando la vista atrás, pensé que tal vez solo era un pobre tipo que tenía el don de manipular a los demás y que se aprovechó de la vulnerabilidad de alguien aún más débil que él. En el mundo cerrado de la familia, era todopoderoso. Lo más probable es que fuera ambas cosas, un titán y un desgraciado. ¿Acaso no es mejor ser víctima del primero que del segundo?
Trabajábamos mucho juntos. Sobre todo en la renovación de la casa, que desde el inicio emprendimos en familia: él, mi madre, mi hermana y yo. Éramos pequeñas, nos daban tareas a nuestra medida: transportar piedras en carretillas, llevar herramientas a los adultos, lijar paredes, limpiar, barrer. Igual que ellos, nos pasábamos todos los fines de semana en
la obra, con ropa de trabajo salpicada de cemento. Compartíamos la carga pesada y la satisfacción del trabajo físico, el hambre deliciosamente saciada a la hora del sándwich bien ganado, la meditación silenciosa en el momento de concentrarse en un gesto preciso. Todo ello mientras escuchábamos la radio y los casetes de Johnny. Todavía hoy, cuando oigo alguna de sus canciones (que en Francia siguen teniendo mucho éxito), me resulta difícil no sentir la herida que se abre bajo el filo de esos cuchillos, como si la letra tuviera un doble sentido, un sentido oculto, siempre el mismo, que solo yo puedo percibir.
Canciones sobre tipos que son violentos porque sufren, que no disponen de las palabras para decir lo que quisieran decir. Canciones de amor pasional, canciones para convencer a las mujeres de que se dejen, de que se atrevan a dejar de ser gatas y se vuelvan perras, de que olviden su falso pudor y escuchen la llamada del lobo, canciones que prometen «la miel en la mano que te toca, la sal en el beso de mi boca», canciones que repiten «cuánto te quiero, cuánto te quiero, cuánto te quiero».
Decía que me quería. Decía que me hacía aquello para expresar su amor. Decía que su mayor deseo era que yo lo quisiera también. Decía que, si se había acercado a mí de esa manera, tocándome, acariciándome, era porque necesitaba una relación más estrecha conmigo, porque yo me negaba a mostrarme cariñosa, porque no le decía nunca «Te quiero». Después me castigaba por mi rechazo imponiéndome actos sexuales. Me prometía que, mientras yo me callara lo nuestro, él no tocaría a los otros niños. Más tarde dijo también que, si yo aceptaba decirle que lo quería, actuar como si lo quisiera, cambiaría su comportamiento. No pude. Era demasiado tarde, ya era imposible. Habría preferido morir que pronunciar esas palabras. Puso como condición para que aquello terminara que yo fuera amable con él o, por lo menos, que lo fuera delante de la gente. Dije que sí. Así fue como terminó.
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