A partir de su experiencia personal con la depresión, el autor nos comparte siete libros que le resultaron fundamentales para entender la enfermedad, sus causas y cómo funcionan los antidepresivos y la terapia. A continuación, un ensayo bibliográfico escrito desde la perspectiva de una persona que experimentó la depresión.
Hace cuatro años fui diagnosticado con depresión clínica. Fue un momento de desorientación porque trajo consigo dos emociones un tanto contradictorias. Por un lado, el alivio de poder ponerle un nombre a la sensación de desasosiego constante que no pocos días me había tirado en cama. El diagnóstico, de cierta forma, me hizo sentirme acompañado, me hizo ver que el entumecimiento emocional que sentía era algo por lo que 97 de cada cien mil mexicanos también habían pasado ese año. A la vez, trajo una sensación de vértigo. Yo tenía depresión. Esa enfermedad que en el imaginario está asociada a la debilidad, a la percepción de que la mente no es capaz de resistir los embates de la vida diaria. Iba a tener que tomar medicinas para poder funcionar en sociedad. La visión que tenía entonces de esta enfermedad era la de alguien que descreía de la psicología y que había sido educado en una sociedad no muy proclive a hablar sobre salud mental, salvo como remate de burlas. Yo mismo, en diciembre de 2017, había tenido una conversación con un amigo en la que hice el chiste fácil de que lo único que me faltaba de la experiencia neoyorquina era empezar a tomar antidepresivos.
Esas dos emociones me hicieron evidente algo de lo que no había caído en cuenta: realmente, no sabía nada de la depresión. Tenía preconcepciones y estereotipos, pero no sabía por qué algunas personas caían en depresión y otras no, ni cómo se expresa la enfermedad ni cómo funcionan los antidepresivos. Me atrevo a decir que la mayoría de las personas se encuentra en una situación similar: saben que la depresión es una enfermedad… y hasta ahí. Que así suceda es raro porque no se trata de una enfermedad poco común: se estima que cerca del 4% de la población global fue diagnosticada con depresión en 2019 y existe evidencia de que ese número se incrementó a raíz de la pandemia.
Cuando caí en cuenta de lo poco que sabía del tema, me lancé a buscar respuestas para las preguntas que tenía. En ese proceso me acompañaron mi psiquiatra y mi psicólogo, pues, como economista, soy un completo extranjero en el mundo de sus disciplinas y de las neurociencias. Mi consejo principal, para quienes me leen, es que consulten los libros de los que aquí hablo de la mano de sus terapeutas.
La primera pregunta que quise resolver fue: ¿qué le está pasando a mi cerebro que siente tanto dolor que prefiere morir? La respuesta yace en que un cerebro deprimido es un cerebro cuyas regiones no logran comunicarse entre sí como deberían ni logran responder adecuadamente a los estímulos externos. Esto ocurre por una reducción, más allá de los niveles normales, en la cantidad de neurotransmisores, es decir, de las sustancias químicas que permiten a las neuronas transmitir información entre ellas.
Si bien todo el cerebro se ve afectado por esta reducción, durante la depresión dos regiones son clave: la corteza prefrontal y el sistema límbico. La primera es la parte del cerebro encargada de tomar decisiones y planificar a futuro, mientras que el sistema límbico se encarga de regular las emociones y las respuestas más inmediatas a los estímulos externos. Como señala Alex Korb en su libro Neurociencia para vencer la depresión (Editorial Sirio, 2019), la baja en los niveles de neurotransmisores afecta a la corteza prefrontal de tal forma que se reduce la motivación para hacer cosas y la capacidad de planear a futuro y pensar con claridad. La baja también provoca que el sistema límbico entre en un estado de alerta y estrés permanente: de ahí que a la depresión usualmente la acompañe la ansiedad. Ese estado de ansiedad afecta, a su vez, la capacidad de poner atención, lo que se traduce, con el tiempo, en una mala memoria sobre los episodios depresivos.
Uno de los puntos fundamentales es que las regiones del cerebro no están haciendo otra cosa que responder a las señales que reciben. El problema, como menciona Korb, radica en que la reducción en los niveles de neurotransmisores deforma la percepción, acentuando las partes negativas. De ahí que reaccionemos entrando en un estado de ansiedad y repasando una y otra vez nuestros errores. A nivel neuronal, nuestro cerebro se percibe amenazado y trata de motivar un cambio en nuestras acciones, ya sea recordando lo que hicimos mal para no volver a hacerlo o poniéndonos en estado de alerta ante lo que percibe como amenaza. Sin embargo, la baja en los neurotransmisores trae consigo una menor volición y, por lo tanto, esos llamados de una región de nuestro cerebro no son atendidos por el resto y esto explica una aparente contradicción: desde el exterior puede parecer que a la persona deprimida le falta energía y está apática, y así es, lo que no se ve es el frenesí y la desesperación que tienen lugar en su cerebro.
Ésa es la respuesta a qué es la depresión; lo que sigue es preguntarse por qué hay cerebros que se deprimen y otros que no, o bien, cuáles son las causas de la depresión. La respuesta más común es que tiene que ver con “la fragilidad mental de las personas”, pero de esta manera se vuelve a representar la depresión como una falla moral de quien la sufre y no como un elemento ligado a la biología y al contexto. Esta percepción de la depresión como falla moral es, en parte, responsable de que la búsqueda de tratamiento psicológico y psiquiátrico se interprete como un signo de debilidad y de que hasta hace relativamente poco no se hayan comenzado a estudiar a fondo las causas de la depresión, que podemos clasificar en dos grandes grupos: biológicas y contextuales.
Una primera manera de hablar sobre los factores biológicos es responder por qué existen emociones como la tristeza, la angustia o el pánico. Según Randolph M. Nesse en su libro Good Reasons for Bad Feelings: Insights from the Frontier of Evolutionary Psychiatry (Dutton, 2019), las emociones, aunque nos hagan sentir mal, nos permiten sobrevivir, es decir, se trata de respuestas ante factores externos, encaminadas a que sobrevivamos. En ese marco Nesse plantea que la tristeza es un mecanismo con el que el cuerpo busca protegerse del peligro, aislándose y reduciendo su consumo de energía ante lo que percibe como un ambiente que lo puede herir o que ya lo hirió. Pero ésa es la tristeza, ¿qué tiene que ver con la depresión? Nesse dice que la depresión ocurre cuando el cerebro no puede salir, por sus propios medios, de ese estado “triste”. Es, continúa Nesse, como si el termostato emocional se quedara atascado en una región específica, detonando las respuestas fisiológicas de las que hablé anteriormente. Eso aclara la diferencia entre depresión y tristeza, pero no explica por qué ocurre la primera. Nesse afirma que si bien no existe un “gen de la depresión”, sí se ha identificado que la presencia simultánea de múltiples marcadores genéticos está asociada a una mayor probabilidad de recibir este diagnóstico. La implicación es que no podemos asociar directamente tener un gen específico con tener depresión. Parece, más bien, que se trata de combinaciones de genes, aún no del todo identificadas, que incrementan la vulnerabilidad de una persona a la depresión.
El enfoque analítico propuesto por Nesse deja ver que hay otro factor que puede “trabar” al termostato emocional y detonar un episodio depresivo: el contexto en el que se desenvuelve una persona y su relación con él. Si uno vive en condiciones de aislamiento, alerta constante, con escasas horas de sueño y poco alimento, pone al cuerpo en un contexto amenazante, que lo alienta a reaccionar, cayendo en un estado de ánimo bajo. ¿Ese contexto suena familiar? Para Johann Hari sí lo es. En su libro Conexiones perdidas. Causas reales y soluciones inesperadas para la depresión (Capitán Swing, 2021), Hari afirma que el mundo moderno es un contexto con todas esas características y, por lo tanto, es más que natural que exista una epidemia de depresión, que no se va a resolver hasta que cambien esos factores sociales, en particular, aquellos ligados con el estrés permanente y el aislamiento, detonados, en buena medida, por la expansión del trabajo fuera de un lugar físico. Según Hari, mientras más conectados estamos al trabajo y al mundo digital, menos lo estamos al mundo social, que es el que ayuda a regular nuestros estados de ánimo y mientras más inmersos estamos en un ambiente competitivo, mayor es el sacrificio en términos de salud mental. De ahí el título de su libro: conexiones perdidas.
Ahora bien, si hay dos tipos de causas de la depresión –biológicas y contextuales–, es posible decir que un tipo es más importante que el otro? La visión de consenso dice que no, que ambos juegan un papel clave tanto para entender qué lleva a una persona a la depresión como para diseñar tratamientos que le permitan salir de ella. Como señala Jesús Ramírez-Bermúdez en Depresión. La noche más oscura (Debate, 2020), los factores biológicos generan una vulnerabilidad ante los factores sociales y es el efecto de ambos lo que hace que una persona pueda deprimirse, y digo “pueda deprimirse” porque ninguno de estos factores es determinante, en cambio, en conjunto, afectan la probabilidad de que una persona se deprima o no.
Si las causas son duales, los tratamientos también deberían serlo, ¿cierto? Ramírez-Bermúdez respondería enfáticamente que sí, mientras que Hari probablemente diría que no. La razón del desencuentro tiene un nombre: los antidepresivos. Para quienes proponen el enfoque terapéutico integrado, como Ramírez-Bermúdez, las intervenciones deben atender, simultáneamente, tanto los desbalances químicos como las respuestas que da la persona a su entorno. De ahí el nombre de “integrado”: se trata de modelos terapéuticos en los que la psicología y la psiquiatría se acompañan para atender las causas contextuales y la respuesta biológica. Por su parte, Hari y otros autores, como Robert Whitaker, quien publicó Anatomía de una epidemia (Capitán Swing, 2022), se muestran incrédulos ante la efectividad de los antidepresivos como tratamiento para la depresión. La razón por la que estos medicamentos se prescriben, según este grupo de autores, tiene más que ver con las ganancias que les dejan a las farmacéuticas que con razones médicas.
A todo esto, ¿cómo funcionan los antidepresivos? Si bien hay diferentes tipos, el principio básico es que incrementan, a través de distintos mecanismos, la cantidad de neurotransmisores en el cerebro para reducir el desbalance que describí antes y que desencadena todos los síntomas asociados a la depresión. La evidencia más fuerte apunta a que estos medicamentos son más efectivos que un placebo como tratamiento contra la depresión. La desconfianza de autores como Hari y Whitaker está, en buena medida, motivada por la historia de la psiquiatría en Estados Unidos. En específico, como narra Anne Harrington en Mind Fixers: Psychiatry’s Troubled Search for the Biology of Mental Illness (2019), tiene que ver con el esfuerzo de la psiquiatría estadounidense por identificar la causa biológica única de la depresión. Dicho esfuerzo alcanzó su cénit en los años ochenta y noventa y poco tiene que ver con el enfoque integrado que prevalece en la actualidad, como menciona Ramírez-Bermúdez.
Además de los antidepresivos, la otra pata del enfoque integrado es la terapia psicológica. Debo confesar que hasta que tuve depresión fui poco creyente de la efectividad de la terapia. La pregunta que no había logrado responder era: ¿cómo es que hablar de mis problemas va a modificar la manera en que está funcionando mi cerebro? La respuesta yace en dos factores, como expone Louis Cozolino en Por qué funciona la terapia (Paidós, 2021). El primer factor es la neuroplasticidad del cerebro humano, es decir, la capacidad que tienen las neuronas de establecer nuevas conexiones entre sí a partir de las distintas experiencias de vida. El segundo factor tiene que ver con los espacios de terapia: para ser efectivos, deben ser espacios seguros en donde prevalece la confianza, pues eso nos vuelve más susceptibles a repensar nuestras acciones y encontrar alternativas o conexiones que no habíamos logrado ver. En el proceso de repensar experimentamos cómo se establecen las nuevas conexiones neuronales. Entonces, él o la terapeuta actúa como un guía que nos va poniendo el foco sobre las nuevas perspectivas o conexiones que hasta el momento no habíamos hecho.
Yo tuve que responder todas estas preguntas cuando fui diagnosticado con depresión clínica. Lo hice para poder lidiar con mis propios miedos y para poder explicarles a mis amigos, amigas y a mi familia qué me había ocurrido. La depresión nos hace sentir solos porque no sabemos qué es lo que nos está pasando y estamos conscientes de que nuestros seres queridos tampoco lo saben. Esto levanta un muro que nos aísla y puede provocar que alguien no busque ayuda antes de que sea demasiado tarde. Hablar más sobre la depresión, contestar nuestras dudas sobre esta enfermedad y hacer frente a los tabús son los mazos con los que podemos derribar ese muro.