Una mirada a las acciones, los debates y las iniciativas de colectivos y artistas que denuncian la importancia de la cultura para la igualdad y democracia en América Latina. Sin arte, no hay respuestas a los tiempos de crisis que enfrentamos.
Parece natural pensar que, en medio de una emergencia de salud sin precedentes, todos los recursos económicos tengan que redirigirse para atender la crisis y salvar vidas. El problema es normalizar la idea de que la cultura es un gasto prescindible y que su desaparición es solo un pequeño daño colateral que tenemos que aprender a sobrellevar con resignación. El trasfondo de los recortes es mucho más complejo y está modelado por una limitada visión de la sociedad que, sin duda, va a tener graves consecuencias en las vías de construcción de ciudadanía en el corto y mediano plazo.
El avance acelerado de la Covid-19, entre febrero y marzo de este año, no solo significó la imposición de cuarentenas nacionales, la cancelación de vuelos y un estricto control de fronteras, sino también el cierre indefinido de museos, centros culturales e instituciones artísticas. La consecuencia inmediata fue que muchos trabajadores culturales, artistas y educadores vieron afectada su única fuente de ingreso en un escenario donde el arte era ya una profesión precarizada. En América Latina, muchos trabajadores culturales no cuentan con derechos sociales ni hay una legislación adecuada que los ampare. Y, así como era evidente que la pandemia afectaría gravemente el ámbito cultural, también lo era que los gobiernos no iban a considerar a este sector prioritario en los programas de apoyo que implementaron. Dicho y hecho.
Al cierre intempestivo de museos en marzo le siguió un proceso gradual de reajuste de presupuestos impulsado por alarmas que advertían la llegada de la mayor recesión económica en el último siglo. En mayo, los cálculos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) presagiaban un saldo de 11.5 millones de nuevos desempleados y casi 30 millones más de pobres como resultado del declive abrupto en la actividad económica. En este escenario, surgen varias preguntas sobre las serias dificultades que van a atravesar los trabajadores culturales para sobrevivir: ¿Cuál es el futuro del arte contemporáneo luego de la pandemia? y ¿cómo está siendo transformado en estos pocos meses?
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La cultura es un derecho
Con mascarillas y carteles hechos a mano, miles de personas han manifestado su molestia ante los recortes de presupuestos y la cancelación de programas artísticos y educativos en diversos lugares de América Latina. En Quito, el 15 de septiembre, cientos de estudiantes y docentes se concentraron en las inmediaciones de la Universidad Central del Ecuador para reclamar por un recorte que pone en peligro a más de 300 mil estudiantes en todo el país. En México, miles de personas cercaron el Senado a mitad de octubre para evitar la extinción de 109 fideicomisos asociados a temas vitales como derechos humanos o proyectos científicos y culturales. El 23 de octubre, en Costa Rica, artistas visuales organizaron un elocuente velorio frente al Ministerio de Cultura y Juventud ante una moción legislativa de rebaja presupuestal que obligaría al cierre técnico de museos y centros culturales, así como a la cancelación de programas de becas y capacitaciones.
“La cultura no es un gasto, es una inversión”, se ha escuchado decir con altavoces en distintas plazas del continente. “En tiempos de crisis, la cultura es indispensable” se ha repetido también, replicando lo que la Unesco y otras organizaciones internacionales señalaron en abril frente a la inminencia de los efectos catastróficos que la pandemia iba a tener para el arte y la cultura a nivel mundial. Los argumentos que legisladores y autoridades han repetido para justificar estos recortes revelan una incapacidad de comprender que la cultura y la educación son los principales guardianes de los valores democráticos en una sociedad. No existe democracia ni justicia social sin cultura. Quien piense lo contrario está equivocado. Son las representaciones artísticas y culturales —el cine, el teatro, las artes visuales, la música, las fiestas populares, la poesía, entre otras— las que, con su sola existencia, afirman que todas y todos tenemos derecho a expresarnos y participar en el modelado del tejido común. Es la cultura lo que permite construir identidades empáticas y solidarias.
El filósofo Max Hinderer Cruz, exdirector del Museo Nacional de Arte (MNA) de Bolivia, lo dice con claridad: la cultura “tiene el poder de crear y garantizar la igualdad. Y lo hace de manera complementaria a un Ministerio de Justicia, donde todos somos iguales ante la ley. La cultura es esencialmente diferente, porque tiene la cualidad de crear igualdad a través de la diferencia”. Esto es fácil de entender al ver cómo el arte estimula formas de liberación ética en aquellos privados de libertad. Lo vemos incluso en la manera en que numerosos artistas usan hoy las mascarillas para plasmar memorias colectivas y reclamos sociales, como la consigna “Ni una menos”, que ha circulado en tapabocas de tela ante la imposibilidad inicial de las mujeres de tomar las calles durante la pandemia. Otro ejemplo es el trabajo de Primitivo Evanan y Valeriana Vivanco (de la Asociación de Artistas Populares de Sarhua, en Perú) quienes han hecho retratos que permiten entender el impacto del virus en la vida andina.
Precisamente porque toda persona tiene derecho a participar en la vida cultural de una comunidad es que la cultura es esencial para un mundo plural. La desaparición de instancias que promuevan ese derecho a la diferencia —el derecho a representar desde distintas lenguas, experiencias, cuerpos, deseos y geografías— reduce las posibilidades de una vida plena, capaz de comprender la complejidad de las realidades que componen el mundo en que vivimos. Si la labor de la cultura es construir una esfera pública democrática, su empobrecimiento significa inevitablemente más individualismo y menor capacidad de valorar y respetar otras formas de sentir y vivir.
Nuestro negocio es la cooperación
Ante la parálisis forzada del circuito artístico, muchas organizaciones pequeñas, colectivos de artistas y trabajadores culturales han puesto en marcha algunas de las respuestas más creativas e importantes frente a la crisis. Numerosas campañas de apoyo y venta solidaria han permitido generar recursos económicos para instituciones de salud y comunidades gravemente afectadas por la pandemia. La iniciativa “Fotos por México” puso en venta imágenes de más de 180 fotógrafos para recaudar fondos destinados al Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán. Durante más de dos semanas de campaña lograron reunir cerca de 300 mil dólares. De forma similar, los proyectos “300 Desenhos”, en Brasil, y “Dibujos por la Amazonía”, en Perú, lograron recaudar más de 60 mil dólares cada uno, que se destinaron a organizaciones indígenas, así como a grupos de lucha por el acceso a vivienda, salud y alimentación en sectores sociales empobrecidos. Éstas y otras campañas han mostrado lo que las comunidades artísticas, como parte de la sociedad civil organizada, pueden lograr, con diálogo, rapidez y creatividad, para generar recursos y herramientas que tienen efectos sociales significativos.
Estas dinámicas colectivas ofrecen caminos alternos ante una escena del arte contemporáneo que en las últimas décadas parece organizarse en torno a lógicas de exclusividad, exclusión y búsqueda de éxito mercantil a través de la competencia individual y la (auto)explotación. Es precisamente ese modelo neoliberal, cimentado en la precarización y en la desarticulación de sus agentes, lo que ha normalizado además las relaciones laborales abusivas.
Otra iniciativa económica basada en la ayuda mutua es “Atendido por sus propietarios” (APP), una bolsa solidaria y rotativa para artistas independientes en Colombia. Su declaración de intención es contundente: “Las ayudas estatales no son suficientes para cubrir las necesidades de los agentes que hacen posible una vibrante escena de arte contemporáneo en el país. Frente a este panorama decidimos crear app como una manera de ayudarnos entre artistas en medio de la crisis a través de la venta de nuestras obras”. La dinámica es sencilla: mensualmente ofrecen un portafolio de obras de 10 artistas colombianos (sin representación de galería) y el dinero recaudado es dividido en partes iguales para todos los artistas. No importa la autoría de las obras vendidas, todos los participantes reciben ingresos. Estas iniciativas han permitido refrescar el mercado. Y más aun, estimulan maneras de pensar el coleccionismo como un espacio no reservado para las élites o los grandes capitales, sino como una práctica accesible a otros sectores de la población y como una forma de valoración y cuidado colectivo.
En un espíritu similar y también en respuesta directa a los efectos de la pandemia, el recién formado Artistas Visuales Autoconvocades Argentina (AVAA) colocó sobre la mesa la urgencia de revisar las situaciones contractuales y los derechos laborales de los artistas. “Les artistas producimos capital cultural, contenidos con sensibilidad, afecto e intelecto. Les artistas somos trabajadores de la cultura”, comienza su declaración. En este documento, titulado “Tarifario Artes Visuales 2020 (T.A.V.)”, el grupo exige que las instituciones y espacios culturales contemplen pagos de honorarios a los artistas por participar en exposiciones, así como en charlas y talleres, o por la utilización de sus materiales en eventos. Este llamado de atención pone el dedo en la llaga: muchas formas de inequidad y explotación en el mundo del arte están enmascaradas tras un paradigma “heroico” de independencia y autonomía.
La cancelación de eventos de gran escala —bienales y ferias, entre otros—, por otra parte, implicó un viraje acelerado hacia las plataformas digitales, lo que provocó que las galerías comerciales hicieran algo que, en condiciones normales, hubiera sido impensable: transparentar los valores de venta de la obra de sus artistas. En un mercado que se sostiene bajo principios de exclusividad y secreto —lo que habilita inevitablemente formas de explotación o especulación—, la pandemia demandó revelar los precios para llegar a nuevos compradores. Esta apertura inesperada podría estimular una conversación sobre los sistemas que organizan el mercado y los distintos circuitos económicos, así como incentivar la revisión de los precios, algo que varias galerías han hecho a fin de ampliar la oferta en un contexto de recesión económica.
Estas iniciativas y debates suscitan preguntas importantes sobre cómo se define el valor del arte y la cultura. Y hacen evidente que la cultura es un generador de trabajo y contribuye en los procesos de activación económica. De un modo u otro, la pandemia ofrece una oportunidad para repensar la economía del arte más allá de sus estructuras normalizadas, crear nuevos modelos y plataformas, y reflexionar sobre qué otras formas de valor —más allá del capital económico— producen los trabajadores culturales.
¿Por qué son relevantes los artistas?; ¿qué representa para la sociedad que su existencia y prácticas estén en riesgo?
Los museos no son neutrales
Otra consecuencia importante de la pandemia son las nuevas formas de escrutinio de las instituciones artísticas. En las últimas décadas, diversos colectivos de artistas y activistas han impugnado los imaginarios coloniales y el paradigma eurocéntrico y patriarcal que instala jerarquías violentas entre cuerpos, saberes y formas de vida. Las interrogantes sobre cuán plurales y democráticas son las narrativas y formas de operar de los museos han incentivado una serie de comunicados, denuncias y protestas, y ponen en evidencia que, en nombre de la cultura, se han perpetuado también formas de desigualdad, misoginia, racismo y exclusión.
En América Latina, el feminismo ha sido uno de los frentes más activos de crítica. Una acción emblemática fue el “apagón feminista” que impulsó la colectiva “Nosotras proponemos” el 8 de marzo (el Día Internacional de la Mujer) de 2018. Se invitó a diversos museos de Argentina a apagar las luces y sólo iluminar las obras de mujeres. Así, de 270 piezas de su colección, el Museo de Bellas Artes de Argentina dejó iluminadas solo 20, lo que exhibió de manera brutal la desigualdad de género en el mundo
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En los últimos meses, numerosas movilizaciones antirracistas han puesto aun más énfasis en revisar los cimientos del mundo del arte. El impulso de Black Lives Matter y las protestas masivas contra el abuso policial y la violencia contra cuerpos racializados han demandado a las instituciones culturales que participen y asuman su responsabilidad en el mantenimiento de las lógicas racistas en la sociedad. ¿Cuántos directores, curadores o trabajadores en posiciones de liderazgo en los museos de América Latina son personas afrodescendientes o indígenas?; ¿quién narra en los museos? y ¿para quién?; ¿qué historias deciden contar? y ¿por qué?
Los encendidos debates en el marco del 12 de octubre (fecha que conmemora la llegada de Cristóbal Colón a América), así como las varias acciones dirigidas a retirar monumentos coloniales en todo el mundo, señalan también una demanda concreta: que las instituciones busquen otras formas de dialogar con el trauma y la violencia histórica y que acompañen formas colectivas de reparación. Múltiples voces llaman a fortalecer ese proceso de descolonización en marcha.
Urgen reflexiones complejas que vayan más allá del mero consejo empresarial de “abrazar la diversidad” o de buscar una adaptación rápida frente a la crisis. Se trata, en cambio, de construir articulaciones nuevas que permitan otros modelos de gestión y formas de producción de conocimiento que inviertan las jerarquías y voces de los narradores. Así, antes de insistir en que los museos e instituciones son necesarios, hay que entender primero qué tipo de mundo están imaginando las actuales demandas sociales, para preguntarnos luego cuán pertinentes son aún las instituciones culturales y museos de la forma en que existen actualmente.
Nuestro oxígeno
Una situación reveladora de esta desigualdad son las consecuencias dramáticas de la Covid-19 en las comunidades indígenas. Como es habitual, los gobiernos han sido incapaces de integrar enfoques interculturales en salud (que combinen saberes ancestrales y occidentales) y no han sabido responder con la velocidad necesaria para proteger a comunidades altamente vulnerables. Si en muchos casos había ya carencias en los servicios de salud, la negligencia y las malas decisiones de las autoridades han acelerado el movimiento del virus al no respetar los cordones sanitarios que implementaron los pobladores indígenas y reactivar rápidamente las actividades extractivas. Esta situación ha colocado a muchas comunidades al borde de un etnocidio, tal como lo señala con claridad la confederación internacional Oxfam en un informe reciente, donde exige que los gobiernos latinoamericanos garanticen los derechos de 45 millones de personas que pertenecen a los más de 800 pueblos indígenas en peligro en el continente.
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