Licorice Pizza llega a las salas de cine mexicanas. Una cinta en la que el aclamado director Paul Thomas Anderson perfecciona su método para recrear los años setenta en el valle de San Fernando con una entrañable historia de amor.
La sentencia más famosa del gran director ruso Andréi Tarkovski nos dice que el cineasta utiliza el tiempo como el escultor usa la piedra: ambos son la materia de donde emergen las formas. Por eso, los planos de Tarkovski muestran un movimiento sutil a través de escenarios interiores y exteriores que recrean la dimensión espacio-temporal donde existimos. En cambio, otros directores, como el japonés Yasujiro Ozu o el malayo-taiwanés Tsai Ming-liang, han empleado el espacio para destacar la presencia del tiempo en imágenes sedentarias donde el aleteo apenas perceptible de unos párpados, de una hoja, nos recuerda que frente a nosotros no hay una fotografía sino una imagen en movimiento. Estas dos técnicas son las más originales para cincelar el tiempo, sobre todo ante reconstrucción del pasado mediante locaciones y vestuario, tan abundante en el cine industrial; sin embargo, en manos de un gran director este lugar común puede adquirir una complejidad sorprendente.
Paul Thomas Anderson ha ido perfeccionando este método con recreaciones de los años setenta desde sus primeros largometrajes. Boogie Nights (1997), por ejemplo, se sitúa en esa década, en el valle de San Fernando, Los Angeles, donde creció el director. Pero si bien la ropa y la música del periodo alcanzan sus fines, la mayor ambición se manifiesta en la réplica minuciosa de dos estilos de la época: el de Martin Scorsese —aludido en la cinematografía desbocada; en la presencia de su colaborador Michael Ballhaus, y en la escena final, que parodia los últimos minutos de Raging Bull (1980)— y el de Robert Altman —evocado por la excéntrica multitud de personajes a la Nashville (1975) y el montaje, que no escatima con el tiempo a cuadro para cada protagonista—. Estas decisiones podrían entenderse como la admiración de un joven cineasta que quiso convertirse en sus ídolos pero, con cada guiño al Hollywood de su niñez, Anderson ha ido mostrando un deseo más grande: usar la intertextualidad, la cinefilia, para revivir aquel valle de San Fernando, con sus marquesinas de colores, sus edificios enanos, y preservarlo como a un mamut atrapado en el hielo.
Licorice Pizza (2021) parece culminar este proyecto. Otra vez Anderson nos sitúa en San Fernando en 1977, pero son un par de alusiones a una película del llamado Nuevo Hollywood las que realmente evocan el pasado y nos permiten visitarlo: primero unos créditos de un verde intenso, neón, nos dan la bienvenida hasta que entra la imagen de unos estudiantes de secundaria peinándose en el baño de su escuela. De pronto alguien grita: “Cherry bomb!” y explota un inodoro; el agua brota en un chorro espléndido que consuma la travesura. American Graffiti (1973), de George Lucas, abre con unos créditos idénticos y contiene una escena igual; también es una resurrección de un periodo anterior, en su caso los sesenta. La referencia describe la intención.
Saliendo del baño, Gary (Cooper Hoffman) conoce a Alana (Alana Haim), una mujer diez años mayor que trabaja con la empresa encargada de hacer la foto del anuario escolar —símbolo de una época preservada para el futuro— e intenta seducirla con una entereza perseverante y excepcional para un niño de quince años. Basado en el productor Gary Goetzman, el personaje se dedica a la actuación y a los negocios y no solamente carece, por ello, de una adolescencia normal que inicia una trama de amor imposible, sino que al ser producto de unos recuerdos se acomoda al estilo de Anderson, que no suele partir de los temas o del mensaje como dramaturgos más clasicistas, sino de la emoción irracional, de la exploración retrospectiva, de contar anécdotas.
Por supuesto que la producción de Licorice Pizza invierte en la aparición de Blood, Sweat & Tears en la banda sonora; en un Batimóvil clásico que atraviesa la pantalla, y en recrear la crisis petrolera a finales de los setenta con decenas de coches antiguos formados frente a una gasolinera sin combustible. También hay una escena musical de televisión frente a un fondo blanco como en Once Upon a Time in Hollywood (2019), y los protagonistas crean una compañía de camas de agua, tan populares en su tiempo. Estos signos a cuadro nos dicen inconfundiblemente dónde y cuándo nos encontramos; sin embargo, Anderson traza el tiempo y el lugar más claramente con la presencia de personajes como Jon Peters (Bradley Cooper), novio de Barbra Streisand, y un tal Jack Holden (Sean Penn), inspirado en la estrella hollywoodense William Holden. Licorice Pizza colecciona estos encuentros con iconos y otros personajes que orbitan alrededor de los protagonistas para moldear la memoria de su relación. El amor no es cosa de dos solamente sino un intercambio entre una pareja y el universo donde se aman. Algún día Alana y Gary recordarán como parte de su historia la vez que fastidiaron juntos a Peters o la vez que vieron a Holden repetir una hazaña del cine.
Para contar estas anécdotas Anderson crea un ritmo sosegado y se apoya en el carisma del elenco. Todas estas escenas tienen al menos un primerísimo plano enfocado en los rostros de los invitados —ya sean Cooper o Penn; Harriet Sansom Harris o Bennie Safdie— que se extienden por lapsos inusuales para observar los detalles ínfimos de cada gesto y hacer de ellos el objeto de la narración, es decir, todo está construido con el fin primordial de mirar sus personalidades, no tanto de contar una trama o darle significado. Por supuesto, Haim y Hoffman reciben la misma atención y sugieren juntos —pero sobre todo él— un recorrido de Anderson por su propia filmografía.
Gary es interpretado por el hijo de Philip Seymour Hoffman, que colaboró a menudo con el director antes de su muerte, hace ya ocho años, y a momentos muestra algunos gestos de su padre, sobre todo al pasmar su rostro y al recitar sus diálogos con serenidad seductora. Anderson invita también a otro amigo, John C. Reilly, a interpretar a Fred Gwynne disfrazado de Herman Munster, y, además de la locación típica —Magnolia (1999), Punch-Drunk Love (2002) e Inherent Vice (2014) también se sitúan en San Fernando—, en Licorice Pizza hay un juego de dominación entre los protagonistas que se asemeja al de Phantom Thread (2017).
Durante la mayor parte del metraje, la relación de Alana y Gary es una competencia que provoca ella con su renuencia entendible a salir con un niño. Anderson observa a los personajes con humor cuando se encelan y se agreden coqueteando con otras personas porque su interés no es condenar o entenderlos como un fenómeno social, aunque el emprendedor Gary es claramente más adulto que Alana, la soñadora siempre a punto de tropezar con la desilusión. De algún modo ambos son inocentes y se aman de lejos; por eso en una escena Gary hace que su mano flote sobre el pecho de Alana y la retrae sin haberlo tocado. También por eso los dos corren, como niños jugando: corren de la policía y corren para contestar un teléfono; corren la una al otro para chocar frente al Cinerama Dome en Sunset Boulevard, recordándonos que son cine y que por eso los veremos siempre, congelados juntos en su conmovedor movimiento.
Alonso Díaz de la Vega. Crítico cinematográfico. En 2015 fue el primer crítico mexicano convocado por Berlinale Talents, la cumbre de jóvenes talentos del Festival Internacional de Cine de Berlín. Ha escrito sobre cine en La Tempestad, El Universal, Revista Ambulante, Tierra Adentro, Frente, Butaca Ancha y Cuadrivio. En televisión participó en el programa Mi cine, tu cine, de Canal Once.