<i>Avatar: The way of water</i>: un respiro en el cine industrial

<i>Avatar: The way of water</i>: un respiro en el cine industrial

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AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Trece años después de la original Avatar (2009), ya se puede ver en cines mexicanos la secuela de aquella película, que en esta ocasión enfatiza la relación de sus protagonistas con la naturaleza a partir del océano. Si bien la película repite fórmulas del propio James Cameron y de los blockbusters de siempre, el director logra crear secuencias donde no se enfatizan la trama o la acción sino cierta paz.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Avatar: The Way of Water (2022), Fox/Disney. Imagen de Cover Media/REUTERS.

James Cameron da la impresión de creer que está haciendo un cine del futuro. Su obsesión con las tecnologías de efectos especiales le da un poco la razón porque, guste o no, el cine no es solo un lenguaje o una forma independiente de los fierros —Jacques Rancière insiste en que el cine ya existía en la prosa tan cargada de imágenes de Madame Bovary; Serguéi Eisenstein encontró ejemplos de montaje en la poesía de Pushkin— sino un mecanismo de celuloide, metal y cables que permitió hacer de las imágenes mentales una materia, un objeto tangible, que pudiera compartirse con otros. El cine no pertenece fundamentalmente a los poetas y a los magos sino a los inventores, como los Lumière y los Skladanowski, que además abarcaron todos estos roles con sus imágenes de bailarines agitando el cuerpo o de un tren que llega a la estación.

Sin embargo, en una época como la nuestra, cuando más gente que nunca considera al cine solo un espectáculo, vale la pena cuestionar la narrativa que empuja a la poesía hasta los márgenes. Como ya lo he escrito con una necedad fastidiosa, el cine del futuro no es hoy el que piensa en cómo revolucionar y sobreexplotar las herramientas tecnológicas —en ese caso Disney sería nuestro equivalente a los grandes pioneros del cine mudo— sino el que nos sorprende con emboscadas y sabotajes verdaderamente guerrilleros en el estilo de filmar y montar. Los barbudos de nuestra Sierra Maestra cinematográfica son quienes exploran las posibilidades de lo mínimo porque con ello enfrentan la saturación de las imágenes producidas por la industria y buscan liberarnos de todo sentimentalismo, de toda manipulación. Como pasa en todas las revoluciones, a lo mejor un día este será el pasado al que nos aferremos los futuros conservadores de la imagen, pero hoy el pasado, sin importar lo que piense James Cameron, es el exceso espectacular del que él mismo participa.

Lo interesante de su nuevo estreno, Avatar: The way of water (2022), es que aunque no sea una película del porvenir nos hace una pregunta importante: “¿Y qué?”. El espectáculo tiene derecho a existir y puede contener, si no una forma original o subversiva, una retórica en contra de las mismas fuerzas que lo financian. De hecho, en la película hay un aspecto que probablemente no signifique mucho pero que puede usarse como alegoría: los extraterrestres protagónicos, bajo la influencia del salvador blanco que se ha convertido en su líder, Jake Sully (Sam Worthington), se comunican durante las batallas con aparatos hechos por humanos y hasta emplean su mismo lenguaje bélico. A veces suenan como marines dándose instrucciones en Afganistán e incluso se mueven igual que ellos.

Del otro lado de la pantalla está James Cameron, que hizo un blockbuster como otros que él mismo ha dirigido antes: la música es triste cuando un protagonista muere, o alegre cuando vence a los malos; la moralidad es binaria, simple, y hasta aparecen niños para aumentar la tensión cuando algo les pasa. Ya citando su propio trabajo, James Cameron incluye el agua, su fascinación más grande, como lo mostraron The Abyss (1989) o Titanic (1997), y un barco hundiéndose, que no es necesario aclarar dónde se vio antes. Pero a pesar de todo, la trama, como los extraterrestres con entrenamiento y armas estadounidenses, se permite usar los inmensos recursos económicos que conlleva una superproducción para condenar, al igual que la original Avatar (2009), el colonialismo, la industrialización, el fin de los recursos naturales y la expansión militar de Estados Unidos. De hecho ambas películas son, esencialmente, la misma, que es otro aspecto típico de la producción de éxitos taquilleros: la repetición; sin embargo la secuela alcanza a distinguirse a partir de algunos momentos que parecieran acercarse a la contemplación del cine revolucionario y así produce algo que no se puede agrupar tan fácil con el panorama de la industria contemporánea.

Más de una década tras los eventos de Avatar, donde la misión colonial de la humanidad en otro planeta fue vencida por los Na’vi, que parecen emular tanto al Ejército de Liberación Nacional vietnamita como a los pueblos nilotas de África Oriental, The way of water muestra cómo Jake Sully y Neytiri (Zoe Saldaña) han formado una familia en paz, aunque también viven a la espera de que los humanos un día regresen. El temor se cumple cuando aparecen en el cielo nuevas estrellas, es decir, una flota invasora, y los protagonistas entienden que se acerca el momento para el que Jake ha estado entrenando a su pueblo por adopción. Sin embargo, tras el desgaste de la última guerra, él prefiere huir con su familia para evitar una masacre y busca resguardo con los Metkayina, el pueblo de los mares.

Avatar: The Way of Water (2022), Fox/Disney.

Si bien James Cameron recurre otra vez a símbolos tan extraños como el de un enchufe oculto en el cabello de los Na’vi para conectarse con la naturaleza, y vuelven también sus combinaciones extraterrestres de nuestra fauna —su mayor adición son los tulkun, una mezcla indescriptible de ballena y tortuga, poseedora de una inteligencia superior a la nuestra—, hay formas particulares de expresar sus ideas que demuestran mayor autonomía que en la primera película y un aprendizaje adquirido en sus documentales sobre el océano.

The way of water tiene un ritmo que solo puedo describir como una sucesión de preludios: primero descubrimos lo que han hecho Jake y su familia durante estos años, luego la invasión que se avecina, más tarde el aprendizaje de las tradiciones y habilidades del pueblo Metkayina y, para terminar, su relación con los tulkun. Ya atravesado este umbral empiezan los verdaderos balazos, aunque no por eso escasean antes; es solo que James Cameron suspende a menudo la trama en largas escenas que enfatizan ciertos procesos. Sería exagerado, claro, equipararlas con el Robert Bresson de A man escaped (1956), pero también sería injusto negar que tienen en común un deseo por contemplar la forma en que se hacen las cosas, que una película más convencional ignoraría por completo.

En The way of water las imágenes emulan el estereotipo de Discovery Channel: son bellas como una postal y trascendentes como una clase de yoga, pero no hay prisa alguna para observar cómo respiran y nadan los Metkayina o cómo conviven con los tulkun. En estas escenas se aprecia ya no una narración sino un espacio táctil —y más todavía en 3D— que se palpa en los tatuajes natos de los protagonistas, las grietas en las pieles de los animales más grandes y los relieves de los arrecifes tan distintos y a la vez similares a los de nuestro planeta. James Cameron muestra por este mundo artificial, animado, el mismo asombro que le produce el nuestro.

No por esto hay que ignorar la fetichización del equipamiento humano que desde Avatar se ha traducido en el amor de su público por los helicópteros y los androides de los invasores: quizá por eso alguien hizo fichas con el nombre de cada uno en Wikipedia. En esto se asoma el mismo criptofascismo de Tony Scott al contemplar casi con deseo los aviones de combate en Top Gun (1986) y luego se afirma en la manera en que James Cameron lidia con el mal.

La secuencia más cruel de la película describe minuciosamente la cacería de los tulkun, casi igual a la de los balleneros japoneses en la realidad. Un personaje señalado como despreciable por cada una de sus acciones y diálogos va explicando el porqué de cada táctica mientras observamos con horror la muerte de una criatura en todos sentidos fantástica. Esa crueldad con la que James Cameron fabrica un asesinato me preocupa por todo lo que conlleva: las imágenes, insisto, no son naturales sino inventadas para representar un mal que existe en nuestro mundo y que derivan de cierto sadismo, a pesar de que la intención sea concientizarnos. Ojalá al menos se desquite la violencia con un renacer de los espectadores pero ese efecto no pasa de donar, en raros casos, algo de dinero a una organización en favor de las ballenas; las imágenes, en cambio, se normalizan. El remate viene cuando el cazador pasa a ser la presa y termina brutalmente castigado para nuestra satisfacción. La misma maldad de un personaje termina empleada en su contra por el cineasta, que camina por una cuerda floja y no sale tan bien librado.

La experiencia de The way of water es ambivalente, entonces, producto de un manipulador magistral que se ha formado en clásicos hollywoodenses de ciencia ficción y aventura y que, aunque se inscribe en las fórmulas clásicas, desde su forma de narrar hasta su manera de representar una ocupación militar y una cacería, nos ofrece también placeres más inocentes. Otra alegoría: al final la familia protagónica debe concentrarse en su respiración para escapar de una nave hundiéndose; la escena es, como aquellas donde nuestros héroes aprenden a nadar, excepcionalmente pacífica para un blockbuster. No solo se trata sobre la forma correcta de comerse el aire y sostenerlo, sino que es en sí un respiro, al igual que la película completa: sin dejar de ser cine industrial, The way of water es otra cosa.

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Trece años después de la original Avatar (2009), ya se puede ver en cines mexicanos la secuela de aquella película, que en esta ocasión enfatiza la relación de sus protagonistas con la naturaleza a partir del océano. Si bien la película repite fórmulas del propio James Cameron y de los blockbusters de siempre, el director logra crear secuencias donde no se enfatizan la trama o la acción sino cierta paz.

James Cameron da la impresión de creer que está haciendo un cine del futuro. Su obsesión con las tecnologías de efectos especiales le da un poco la razón porque, guste o no, el cine no es solo un lenguaje o una forma independiente de los fierros —Jacques Rancière insiste en que el cine ya existía en la prosa tan cargada de imágenes de Madame Bovary; Serguéi Eisenstein encontró ejemplos de montaje en la poesía de Pushkin— sino un mecanismo de celuloide, metal y cables que permitió hacer de las imágenes mentales una materia, un objeto tangible, que pudiera compartirse con otros. El cine no pertenece fundamentalmente a los poetas y a los magos sino a los inventores, como los Lumière y los Skladanowski, que además abarcaron todos estos roles con sus imágenes de bailarines agitando el cuerpo o de un tren que llega a la estación.

Sin embargo, en una época como la nuestra, cuando más gente que nunca considera al cine solo un espectáculo, vale la pena cuestionar la narrativa que empuja a la poesía hasta los márgenes. Como ya lo he escrito con una necedad fastidiosa, el cine del futuro no es hoy el que piensa en cómo revolucionar y sobreexplotar las herramientas tecnológicas —en ese caso Disney sería nuestro equivalente a los grandes pioneros del cine mudo— sino el que nos sorprende con emboscadas y sabotajes verdaderamente guerrilleros en el estilo de filmar y montar. Los barbudos de nuestra Sierra Maestra cinematográfica son quienes exploran las posibilidades de lo mínimo porque con ello enfrentan la saturación de las imágenes producidas por la industria y buscan liberarnos de todo sentimentalismo, de toda manipulación. Como pasa en todas las revoluciones, a lo mejor un día este será el pasado al que nos aferremos los futuros conservadores de la imagen, pero hoy el pasado, sin importar lo que piense James Cameron, es el exceso espectacular del que él mismo participa.

Lo interesante de su nuevo estreno, Avatar: The way of water (2022), es que aunque no sea una película del porvenir nos hace una pregunta importante: “¿Y qué?”. El espectáculo tiene derecho a existir y puede contener, si no una forma original o subversiva, una retórica en contra de las mismas fuerzas que lo financian. De hecho, en la película hay un aspecto que probablemente no signifique mucho pero que puede usarse como alegoría: los extraterrestres protagónicos, bajo la influencia del salvador blanco que se ha convertido en su líder, Jake Sully (Sam Worthington), se comunican durante las batallas con aparatos hechos por humanos y hasta emplean su mismo lenguaje bélico. A veces suenan como marines dándose instrucciones en Afganistán e incluso se mueven igual que ellos.

Del otro lado de la pantalla está James Cameron, que hizo un blockbuster como otros que él mismo ha dirigido antes: la música es triste cuando un protagonista muere, o alegre cuando vence a los malos; la moralidad es binaria, simple, y hasta aparecen niños para aumentar la tensión cuando algo les pasa. Ya citando su propio trabajo, James Cameron incluye el agua, su fascinación más grande, como lo mostraron The Abyss (1989) o Titanic (1997), y un barco hundiéndose, que no es necesario aclarar dónde se vio antes. Pero a pesar de todo, la trama, como los extraterrestres con entrenamiento y armas estadounidenses, se permite usar los inmensos recursos económicos que conlleva una superproducción para condenar, al igual que la original Avatar (2009), el colonialismo, la industrialización, el fin de los recursos naturales y la expansión militar de Estados Unidos. De hecho ambas películas son, esencialmente, la misma, que es otro aspecto típico de la producción de éxitos taquilleros: la repetición; sin embargo la secuela alcanza a distinguirse a partir de algunos momentos que parecieran acercarse a la contemplación del cine revolucionario y así produce algo que no se puede agrupar tan fácil con el panorama de la industria contemporánea.

Más de una década tras los eventos de Avatar, donde la misión colonial de la humanidad en otro planeta fue vencida por los Na’vi, que parecen emular tanto al Ejército de Liberación Nacional vietnamita como a los pueblos nilotas de África Oriental, The way of water muestra cómo Jake Sully y Neytiri (Zoe Saldaña) han formado una familia en paz, aunque también viven a la espera de que los humanos un día regresen. El temor se cumple cuando aparecen en el cielo nuevas estrellas, es decir, una flota invasora, y los protagonistas entienden que se acerca el momento para el que Jake ha estado entrenando a su pueblo por adopción. Sin embargo, tras el desgaste de la última guerra, él prefiere huir con su familia para evitar una masacre y busca resguardo con los Metkayina, el pueblo de los mares.

Avatar: The Way of Water (2022), Fox/Disney.

Si bien James Cameron recurre otra vez a símbolos tan extraños como el de un enchufe oculto en el cabello de los Na’vi para conectarse con la naturaleza, y vuelven también sus combinaciones extraterrestres de nuestra fauna —su mayor adición son los tulkun, una mezcla indescriptible de ballena y tortuga, poseedora de una inteligencia superior a la nuestra—, hay formas particulares de expresar sus ideas que demuestran mayor autonomía que en la primera película y un aprendizaje adquirido en sus documentales sobre el océano.

The way of water tiene un ritmo que solo puedo describir como una sucesión de preludios: primero descubrimos lo que han hecho Jake y su familia durante estos años, luego la invasión que se avecina, más tarde el aprendizaje de las tradiciones y habilidades del pueblo Metkayina y, para terminar, su relación con los tulkun. Ya atravesado este umbral empiezan los verdaderos balazos, aunque no por eso escasean antes; es solo que James Cameron suspende a menudo la trama en largas escenas que enfatizan ciertos procesos. Sería exagerado, claro, equipararlas con el Robert Bresson de A man escaped (1956), pero también sería injusto negar que tienen en común un deseo por contemplar la forma en que se hacen las cosas, que una película más convencional ignoraría por completo.

En The way of water las imágenes emulan el estereotipo de Discovery Channel: son bellas como una postal y trascendentes como una clase de yoga, pero no hay prisa alguna para observar cómo respiran y nadan los Metkayina o cómo conviven con los tulkun. En estas escenas se aprecia ya no una narración sino un espacio táctil —y más todavía en 3D— que se palpa en los tatuajes natos de los protagonistas, las grietas en las pieles de los animales más grandes y los relieves de los arrecifes tan distintos y a la vez similares a los de nuestro planeta. James Cameron muestra por este mundo artificial, animado, el mismo asombro que le produce el nuestro.

No por esto hay que ignorar la fetichización del equipamiento humano que desde Avatar se ha traducido en el amor de su público por los helicópteros y los androides de los invasores: quizá por eso alguien hizo fichas con el nombre de cada uno en Wikipedia. En esto se asoma el mismo criptofascismo de Tony Scott al contemplar casi con deseo los aviones de combate en Top Gun (1986) y luego se afirma en la manera en que James Cameron lidia con el mal.

La secuencia más cruel de la película describe minuciosamente la cacería de los tulkun, casi igual a la de los balleneros japoneses en la realidad. Un personaje señalado como despreciable por cada una de sus acciones y diálogos va explicando el porqué de cada táctica mientras observamos con horror la muerte de una criatura en todos sentidos fantástica. Esa crueldad con la que James Cameron fabrica un asesinato me preocupa por todo lo que conlleva: las imágenes, insisto, no son naturales sino inventadas para representar un mal que existe en nuestro mundo y que derivan de cierto sadismo, a pesar de que la intención sea concientizarnos. Ojalá al menos se desquite la violencia con un renacer de los espectadores pero ese efecto no pasa de donar, en raros casos, algo de dinero a una organización en favor de las ballenas; las imágenes, en cambio, se normalizan. El remate viene cuando el cazador pasa a ser la presa y termina brutalmente castigado para nuestra satisfacción. La misma maldad de un personaje termina empleada en su contra por el cineasta, que camina por una cuerda floja y no sale tan bien librado.

La experiencia de The way of water es ambivalente, entonces, producto de un manipulador magistral que se ha formado en clásicos hollywoodenses de ciencia ficción y aventura y que, aunque se inscribe en las fórmulas clásicas, desde su forma de narrar hasta su manera de representar una ocupación militar y una cacería, nos ofrece también placeres más inocentes. Otra alegoría: al final la familia protagónica debe concentrarse en su respiración para escapar de una nave hundiéndose; la escena es, como aquellas donde nuestros héroes aprenden a nadar, excepcionalmente pacífica para un blockbuster. No solo se trata sobre la forma correcta de comerse el aire y sostenerlo, sino que es en sí un respiro, al igual que la película completa: sin dejar de ser cine industrial, The way of water es otra cosa.

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Trece años después de la original Avatar (2009), ya se puede ver en cines mexicanos la secuela de aquella película, que en esta ocasión enfatiza la relación de sus protagonistas con la naturaleza a partir del océano. Si bien la película repite fórmulas del propio James Cameron y de los blockbusters de siempre, el director logra crear secuencias donde no se enfatizan la trama o la acción sino cierta paz.

James Cameron da la impresión de creer que está haciendo un cine del futuro. Su obsesión con las tecnologías de efectos especiales le da un poco la razón porque, guste o no, el cine no es solo un lenguaje o una forma independiente de los fierros —Jacques Rancière insiste en que el cine ya existía en la prosa tan cargada de imágenes de Madame Bovary; Serguéi Eisenstein encontró ejemplos de montaje en la poesía de Pushkin— sino un mecanismo de celuloide, metal y cables que permitió hacer de las imágenes mentales una materia, un objeto tangible, que pudiera compartirse con otros. El cine no pertenece fundamentalmente a los poetas y a los magos sino a los inventores, como los Lumière y los Skladanowski, que además abarcaron todos estos roles con sus imágenes de bailarines agitando el cuerpo o de un tren que llega a la estación.

Sin embargo, en una época como la nuestra, cuando más gente que nunca considera al cine solo un espectáculo, vale la pena cuestionar la narrativa que empuja a la poesía hasta los márgenes. Como ya lo he escrito con una necedad fastidiosa, el cine del futuro no es hoy el que piensa en cómo revolucionar y sobreexplotar las herramientas tecnológicas —en ese caso Disney sería nuestro equivalente a los grandes pioneros del cine mudo— sino el que nos sorprende con emboscadas y sabotajes verdaderamente guerrilleros en el estilo de filmar y montar. Los barbudos de nuestra Sierra Maestra cinematográfica son quienes exploran las posibilidades de lo mínimo porque con ello enfrentan la saturación de las imágenes producidas por la industria y buscan liberarnos de todo sentimentalismo, de toda manipulación. Como pasa en todas las revoluciones, a lo mejor un día este será el pasado al que nos aferremos los futuros conservadores de la imagen, pero hoy el pasado, sin importar lo que piense James Cameron, es el exceso espectacular del que él mismo participa.

Lo interesante de su nuevo estreno, Avatar: The way of water (2022), es que aunque no sea una película del porvenir nos hace una pregunta importante: “¿Y qué?”. El espectáculo tiene derecho a existir y puede contener, si no una forma original o subversiva, una retórica en contra de las mismas fuerzas que lo financian. De hecho, en la película hay un aspecto que probablemente no signifique mucho pero que puede usarse como alegoría: los extraterrestres protagónicos, bajo la influencia del salvador blanco que se ha convertido en su líder, Jake Sully (Sam Worthington), se comunican durante las batallas con aparatos hechos por humanos y hasta emplean su mismo lenguaje bélico. A veces suenan como marines dándose instrucciones en Afganistán e incluso se mueven igual que ellos.

Del otro lado de la pantalla está James Cameron, que hizo un blockbuster como otros que él mismo ha dirigido antes: la música es triste cuando un protagonista muere, o alegre cuando vence a los malos; la moralidad es binaria, simple, y hasta aparecen niños para aumentar la tensión cuando algo les pasa. Ya citando su propio trabajo, James Cameron incluye el agua, su fascinación más grande, como lo mostraron The Abyss (1989) o Titanic (1997), y un barco hundiéndose, que no es necesario aclarar dónde se vio antes. Pero a pesar de todo, la trama, como los extraterrestres con entrenamiento y armas estadounidenses, se permite usar los inmensos recursos económicos que conlleva una superproducción para condenar, al igual que la original Avatar (2009), el colonialismo, la industrialización, el fin de los recursos naturales y la expansión militar de Estados Unidos. De hecho ambas películas son, esencialmente, la misma, que es otro aspecto típico de la producción de éxitos taquilleros: la repetición; sin embargo la secuela alcanza a distinguirse a partir de algunos momentos que parecieran acercarse a la contemplación del cine revolucionario y así produce algo que no se puede agrupar tan fácil con el panorama de la industria contemporánea.

Más de una década tras los eventos de Avatar, donde la misión colonial de la humanidad en otro planeta fue vencida por los Na’vi, que parecen emular tanto al Ejército de Liberación Nacional vietnamita como a los pueblos nilotas de África Oriental, The way of water muestra cómo Jake Sully y Neytiri (Zoe Saldaña) han formado una familia en paz, aunque también viven a la espera de que los humanos un día regresen. El temor se cumple cuando aparecen en el cielo nuevas estrellas, es decir, una flota invasora, y los protagonistas entienden que se acerca el momento para el que Jake ha estado entrenando a su pueblo por adopción. Sin embargo, tras el desgaste de la última guerra, él prefiere huir con su familia para evitar una masacre y busca resguardo con los Metkayina, el pueblo de los mares.

Avatar: The Way of Water (2022), Fox/Disney.

Si bien James Cameron recurre otra vez a símbolos tan extraños como el de un enchufe oculto en el cabello de los Na’vi para conectarse con la naturaleza, y vuelven también sus combinaciones extraterrestres de nuestra fauna —su mayor adición son los tulkun, una mezcla indescriptible de ballena y tortuga, poseedora de una inteligencia superior a la nuestra—, hay formas particulares de expresar sus ideas que demuestran mayor autonomía que en la primera película y un aprendizaje adquirido en sus documentales sobre el océano.

The way of water tiene un ritmo que solo puedo describir como una sucesión de preludios: primero descubrimos lo que han hecho Jake y su familia durante estos años, luego la invasión que se avecina, más tarde el aprendizaje de las tradiciones y habilidades del pueblo Metkayina y, para terminar, su relación con los tulkun. Ya atravesado este umbral empiezan los verdaderos balazos, aunque no por eso escasean antes; es solo que James Cameron suspende a menudo la trama en largas escenas que enfatizan ciertos procesos. Sería exagerado, claro, equipararlas con el Robert Bresson de A man escaped (1956), pero también sería injusto negar que tienen en común un deseo por contemplar la forma en que se hacen las cosas, que una película más convencional ignoraría por completo.

En The way of water las imágenes emulan el estereotipo de Discovery Channel: son bellas como una postal y trascendentes como una clase de yoga, pero no hay prisa alguna para observar cómo respiran y nadan los Metkayina o cómo conviven con los tulkun. En estas escenas se aprecia ya no una narración sino un espacio táctil —y más todavía en 3D— que se palpa en los tatuajes natos de los protagonistas, las grietas en las pieles de los animales más grandes y los relieves de los arrecifes tan distintos y a la vez similares a los de nuestro planeta. James Cameron muestra por este mundo artificial, animado, el mismo asombro que le produce el nuestro.

No por esto hay que ignorar la fetichización del equipamiento humano que desde Avatar se ha traducido en el amor de su público por los helicópteros y los androides de los invasores: quizá por eso alguien hizo fichas con el nombre de cada uno en Wikipedia. En esto se asoma el mismo criptofascismo de Tony Scott al contemplar casi con deseo los aviones de combate en Top Gun (1986) y luego se afirma en la manera en que James Cameron lidia con el mal.

La secuencia más cruel de la película describe minuciosamente la cacería de los tulkun, casi igual a la de los balleneros japoneses en la realidad. Un personaje señalado como despreciable por cada una de sus acciones y diálogos va explicando el porqué de cada táctica mientras observamos con horror la muerte de una criatura en todos sentidos fantástica. Esa crueldad con la que James Cameron fabrica un asesinato me preocupa por todo lo que conlleva: las imágenes, insisto, no son naturales sino inventadas para representar un mal que existe en nuestro mundo y que derivan de cierto sadismo, a pesar de que la intención sea concientizarnos. Ojalá al menos se desquite la violencia con un renacer de los espectadores pero ese efecto no pasa de donar, en raros casos, algo de dinero a una organización en favor de las ballenas; las imágenes, en cambio, se normalizan. El remate viene cuando el cazador pasa a ser la presa y termina brutalmente castigado para nuestra satisfacción. La misma maldad de un personaje termina empleada en su contra por el cineasta, que camina por una cuerda floja y no sale tan bien librado.

La experiencia de The way of water es ambivalente, entonces, producto de un manipulador magistral que se ha formado en clásicos hollywoodenses de ciencia ficción y aventura y que, aunque se inscribe en las fórmulas clásicas, desde su forma de narrar hasta su manera de representar una ocupación militar y una cacería, nos ofrece también placeres más inocentes. Otra alegoría: al final la familia protagónica debe concentrarse en su respiración para escapar de una nave hundiéndose; la escena es, como aquellas donde nuestros héroes aprenden a nadar, excepcionalmente pacífica para un blockbuster. No solo se trata sobre la forma correcta de comerse el aire y sostenerlo, sino que es en sí un respiro, al igual que la película completa: sin dejar de ser cine industrial, The way of water es otra cosa.

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Trece años después de la original Avatar (2009), ya se puede ver en cines mexicanos la secuela de aquella película, que en esta ocasión enfatiza la relación de sus protagonistas con la naturaleza a partir del océano. Si bien la película repite fórmulas del propio James Cameron y de los blockbusters de siempre, el director logra crear secuencias donde no se enfatizan la trama o la acción sino cierta paz.

James Cameron da la impresión de creer que está haciendo un cine del futuro. Su obsesión con las tecnologías de efectos especiales le da un poco la razón porque, guste o no, el cine no es solo un lenguaje o una forma independiente de los fierros —Jacques Rancière insiste en que el cine ya existía en la prosa tan cargada de imágenes de Madame Bovary; Serguéi Eisenstein encontró ejemplos de montaje en la poesía de Pushkin— sino un mecanismo de celuloide, metal y cables que permitió hacer de las imágenes mentales una materia, un objeto tangible, que pudiera compartirse con otros. El cine no pertenece fundamentalmente a los poetas y a los magos sino a los inventores, como los Lumière y los Skladanowski, que además abarcaron todos estos roles con sus imágenes de bailarines agitando el cuerpo o de un tren que llega a la estación.

Sin embargo, en una época como la nuestra, cuando más gente que nunca considera al cine solo un espectáculo, vale la pena cuestionar la narrativa que empuja a la poesía hasta los márgenes. Como ya lo he escrito con una necedad fastidiosa, el cine del futuro no es hoy el que piensa en cómo revolucionar y sobreexplotar las herramientas tecnológicas —en ese caso Disney sería nuestro equivalente a los grandes pioneros del cine mudo— sino el que nos sorprende con emboscadas y sabotajes verdaderamente guerrilleros en el estilo de filmar y montar. Los barbudos de nuestra Sierra Maestra cinematográfica son quienes exploran las posibilidades de lo mínimo porque con ello enfrentan la saturación de las imágenes producidas por la industria y buscan liberarnos de todo sentimentalismo, de toda manipulación. Como pasa en todas las revoluciones, a lo mejor un día este será el pasado al que nos aferremos los futuros conservadores de la imagen, pero hoy el pasado, sin importar lo que piense James Cameron, es el exceso espectacular del que él mismo participa.

Lo interesante de su nuevo estreno, Avatar: The way of water (2022), es que aunque no sea una película del porvenir nos hace una pregunta importante: “¿Y qué?”. El espectáculo tiene derecho a existir y puede contener, si no una forma original o subversiva, una retórica en contra de las mismas fuerzas que lo financian. De hecho, en la película hay un aspecto que probablemente no signifique mucho pero que puede usarse como alegoría: los extraterrestres protagónicos, bajo la influencia del salvador blanco que se ha convertido en su líder, Jake Sully (Sam Worthington), se comunican durante las batallas con aparatos hechos por humanos y hasta emplean su mismo lenguaje bélico. A veces suenan como marines dándose instrucciones en Afganistán e incluso se mueven igual que ellos.

Del otro lado de la pantalla está James Cameron, que hizo un blockbuster como otros que él mismo ha dirigido antes: la música es triste cuando un protagonista muere, o alegre cuando vence a los malos; la moralidad es binaria, simple, y hasta aparecen niños para aumentar la tensión cuando algo les pasa. Ya citando su propio trabajo, James Cameron incluye el agua, su fascinación más grande, como lo mostraron The Abyss (1989) o Titanic (1997), y un barco hundiéndose, que no es necesario aclarar dónde se vio antes. Pero a pesar de todo, la trama, como los extraterrestres con entrenamiento y armas estadounidenses, se permite usar los inmensos recursos económicos que conlleva una superproducción para condenar, al igual que la original Avatar (2009), el colonialismo, la industrialización, el fin de los recursos naturales y la expansión militar de Estados Unidos. De hecho ambas películas son, esencialmente, la misma, que es otro aspecto típico de la producción de éxitos taquilleros: la repetición; sin embargo la secuela alcanza a distinguirse a partir de algunos momentos que parecieran acercarse a la contemplación del cine revolucionario y así produce algo que no se puede agrupar tan fácil con el panorama de la industria contemporánea.

Más de una década tras los eventos de Avatar, donde la misión colonial de la humanidad en otro planeta fue vencida por los Na’vi, que parecen emular tanto al Ejército de Liberación Nacional vietnamita como a los pueblos nilotas de África Oriental, The way of water muestra cómo Jake Sully y Neytiri (Zoe Saldaña) han formado una familia en paz, aunque también viven a la espera de que los humanos un día regresen. El temor se cumple cuando aparecen en el cielo nuevas estrellas, es decir, una flota invasora, y los protagonistas entienden que se acerca el momento para el que Jake ha estado entrenando a su pueblo por adopción. Sin embargo, tras el desgaste de la última guerra, él prefiere huir con su familia para evitar una masacre y busca resguardo con los Metkayina, el pueblo de los mares.

Avatar: The Way of Water (2022), Fox/Disney.

Si bien James Cameron recurre otra vez a símbolos tan extraños como el de un enchufe oculto en el cabello de los Na’vi para conectarse con la naturaleza, y vuelven también sus combinaciones extraterrestres de nuestra fauna —su mayor adición son los tulkun, una mezcla indescriptible de ballena y tortuga, poseedora de una inteligencia superior a la nuestra—, hay formas particulares de expresar sus ideas que demuestran mayor autonomía que en la primera película y un aprendizaje adquirido en sus documentales sobre el océano.

The way of water tiene un ritmo que solo puedo describir como una sucesión de preludios: primero descubrimos lo que han hecho Jake y su familia durante estos años, luego la invasión que se avecina, más tarde el aprendizaje de las tradiciones y habilidades del pueblo Metkayina y, para terminar, su relación con los tulkun. Ya atravesado este umbral empiezan los verdaderos balazos, aunque no por eso escasean antes; es solo que James Cameron suspende a menudo la trama en largas escenas que enfatizan ciertos procesos. Sería exagerado, claro, equipararlas con el Robert Bresson de A man escaped (1956), pero también sería injusto negar que tienen en común un deseo por contemplar la forma en que se hacen las cosas, que una película más convencional ignoraría por completo.

En The way of water las imágenes emulan el estereotipo de Discovery Channel: son bellas como una postal y trascendentes como una clase de yoga, pero no hay prisa alguna para observar cómo respiran y nadan los Metkayina o cómo conviven con los tulkun. En estas escenas se aprecia ya no una narración sino un espacio táctil —y más todavía en 3D— que se palpa en los tatuajes natos de los protagonistas, las grietas en las pieles de los animales más grandes y los relieves de los arrecifes tan distintos y a la vez similares a los de nuestro planeta. James Cameron muestra por este mundo artificial, animado, el mismo asombro que le produce el nuestro.

No por esto hay que ignorar la fetichización del equipamiento humano que desde Avatar se ha traducido en el amor de su público por los helicópteros y los androides de los invasores: quizá por eso alguien hizo fichas con el nombre de cada uno en Wikipedia. En esto se asoma el mismo criptofascismo de Tony Scott al contemplar casi con deseo los aviones de combate en Top Gun (1986) y luego se afirma en la manera en que James Cameron lidia con el mal.

La secuencia más cruel de la película describe minuciosamente la cacería de los tulkun, casi igual a la de los balleneros japoneses en la realidad. Un personaje señalado como despreciable por cada una de sus acciones y diálogos va explicando el porqué de cada táctica mientras observamos con horror la muerte de una criatura en todos sentidos fantástica. Esa crueldad con la que James Cameron fabrica un asesinato me preocupa por todo lo que conlleva: las imágenes, insisto, no son naturales sino inventadas para representar un mal que existe en nuestro mundo y que derivan de cierto sadismo, a pesar de que la intención sea concientizarnos. Ojalá al menos se desquite la violencia con un renacer de los espectadores pero ese efecto no pasa de donar, en raros casos, algo de dinero a una organización en favor de las ballenas; las imágenes, en cambio, se normalizan. El remate viene cuando el cazador pasa a ser la presa y termina brutalmente castigado para nuestra satisfacción. La misma maldad de un personaje termina empleada en su contra por el cineasta, que camina por una cuerda floja y no sale tan bien librado.

La experiencia de The way of water es ambivalente, entonces, producto de un manipulador magistral que se ha formado en clásicos hollywoodenses de ciencia ficción y aventura y que, aunque se inscribe en las fórmulas clásicas, desde su forma de narrar hasta su manera de representar una ocupación militar y una cacería, nos ofrece también placeres más inocentes. Otra alegoría: al final la familia protagónica debe concentrarse en su respiración para escapar de una nave hundiéndose; la escena es, como aquellas donde nuestros héroes aprenden a nadar, excepcionalmente pacífica para un blockbuster. No solo se trata sobre la forma correcta de comerse el aire y sostenerlo, sino que es en sí un respiro, al igual que la película completa: sin dejar de ser cine industrial, The way of water es otra cosa.

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<i>Avatar: The way of water</i>: un respiro en el cine industrial

<i>Avatar: The way of water</i>: un respiro en el cine industrial

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2022
Texto de
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Realización de
Ilustración de
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Trece años después de la original Avatar (2009), ya se puede ver en cines mexicanos la secuela de aquella película, que en esta ocasión enfatiza la relación de sus protagonistas con la naturaleza a partir del océano. Si bien la película repite fórmulas del propio James Cameron y de los blockbusters de siempre, el director logra crear secuencias donde no se enfatizan la trama o la acción sino cierta paz.

James Cameron da la impresión de creer que está haciendo un cine del futuro. Su obsesión con las tecnologías de efectos especiales le da un poco la razón porque, guste o no, el cine no es solo un lenguaje o una forma independiente de los fierros —Jacques Rancière insiste en que el cine ya existía en la prosa tan cargada de imágenes de Madame Bovary; Serguéi Eisenstein encontró ejemplos de montaje en la poesía de Pushkin— sino un mecanismo de celuloide, metal y cables que permitió hacer de las imágenes mentales una materia, un objeto tangible, que pudiera compartirse con otros. El cine no pertenece fundamentalmente a los poetas y a los magos sino a los inventores, como los Lumière y los Skladanowski, que además abarcaron todos estos roles con sus imágenes de bailarines agitando el cuerpo o de un tren que llega a la estación.

Sin embargo, en una época como la nuestra, cuando más gente que nunca considera al cine solo un espectáculo, vale la pena cuestionar la narrativa que empuja a la poesía hasta los márgenes. Como ya lo he escrito con una necedad fastidiosa, el cine del futuro no es hoy el que piensa en cómo revolucionar y sobreexplotar las herramientas tecnológicas —en ese caso Disney sería nuestro equivalente a los grandes pioneros del cine mudo— sino el que nos sorprende con emboscadas y sabotajes verdaderamente guerrilleros en el estilo de filmar y montar. Los barbudos de nuestra Sierra Maestra cinematográfica son quienes exploran las posibilidades de lo mínimo porque con ello enfrentan la saturación de las imágenes producidas por la industria y buscan liberarnos de todo sentimentalismo, de toda manipulación. Como pasa en todas las revoluciones, a lo mejor un día este será el pasado al que nos aferremos los futuros conservadores de la imagen, pero hoy el pasado, sin importar lo que piense James Cameron, es el exceso espectacular del que él mismo participa.

Lo interesante de su nuevo estreno, Avatar: The way of water (2022), es que aunque no sea una película del porvenir nos hace una pregunta importante: “¿Y qué?”. El espectáculo tiene derecho a existir y puede contener, si no una forma original o subversiva, una retórica en contra de las mismas fuerzas que lo financian. De hecho, en la película hay un aspecto que probablemente no signifique mucho pero que puede usarse como alegoría: los extraterrestres protagónicos, bajo la influencia del salvador blanco que se ha convertido en su líder, Jake Sully (Sam Worthington), se comunican durante las batallas con aparatos hechos por humanos y hasta emplean su mismo lenguaje bélico. A veces suenan como marines dándose instrucciones en Afganistán e incluso se mueven igual que ellos.

Del otro lado de la pantalla está James Cameron, que hizo un blockbuster como otros que él mismo ha dirigido antes: la música es triste cuando un protagonista muere, o alegre cuando vence a los malos; la moralidad es binaria, simple, y hasta aparecen niños para aumentar la tensión cuando algo les pasa. Ya citando su propio trabajo, James Cameron incluye el agua, su fascinación más grande, como lo mostraron The Abyss (1989) o Titanic (1997), y un barco hundiéndose, que no es necesario aclarar dónde se vio antes. Pero a pesar de todo, la trama, como los extraterrestres con entrenamiento y armas estadounidenses, se permite usar los inmensos recursos económicos que conlleva una superproducción para condenar, al igual que la original Avatar (2009), el colonialismo, la industrialización, el fin de los recursos naturales y la expansión militar de Estados Unidos. De hecho ambas películas son, esencialmente, la misma, que es otro aspecto típico de la producción de éxitos taquilleros: la repetición; sin embargo la secuela alcanza a distinguirse a partir de algunos momentos que parecieran acercarse a la contemplación del cine revolucionario y así produce algo que no se puede agrupar tan fácil con el panorama de la industria contemporánea.

Más de una década tras los eventos de Avatar, donde la misión colonial de la humanidad en otro planeta fue vencida por los Na’vi, que parecen emular tanto al Ejército de Liberación Nacional vietnamita como a los pueblos nilotas de África Oriental, The way of water muestra cómo Jake Sully y Neytiri (Zoe Saldaña) han formado una familia en paz, aunque también viven a la espera de que los humanos un día regresen. El temor se cumple cuando aparecen en el cielo nuevas estrellas, es decir, una flota invasora, y los protagonistas entienden que se acerca el momento para el que Jake ha estado entrenando a su pueblo por adopción. Sin embargo, tras el desgaste de la última guerra, él prefiere huir con su familia para evitar una masacre y busca resguardo con los Metkayina, el pueblo de los mares.

Avatar: The Way of Water (2022), Fox/Disney.

Si bien James Cameron recurre otra vez a símbolos tan extraños como el de un enchufe oculto en el cabello de los Na’vi para conectarse con la naturaleza, y vuelven también sus combinaciones extraterrestres de nuestra fauna —su mayor adición son los tulkun, una mezcla indescriptible de ballena y tortuga, poseedora de una inteligencia superior a la nuestra—, hay formas particulares de expresar sus ideas que demuestran mayor autonomía que en la primera película y un aprendizaje adquirido en sus documentales sobre el océano.

The way of water tiene un ritmo que solo puedo describir como una sucesión de preludios: primero descubrimos lo que han hecho Jake y su familia durante estos años, luego la invasión que se avecina, más tarde el aprendizaje de las tradiciones y habilidades del pueblo Metkayina y, para terminar, su relación con los tulkun. Ya atravesado este umbral empiezan los verdaderos balazos, aunque no por eso escasean antes; es solo que James Cameron suspende a menudo la trama en largas escenas que enfatizan ciertos procesos. Sería exagerado, claro, equipararlas con el Robert Bresson de A man escaped (1956), pero también sería injusto negar que tienen en común un deseo por contemplar la forma en que se hacen las cosas, que una película más convencional ignoraría por completo.

En The way of water las imágenes emulan el estereotipo de Discovery Channel: son bellas como una postal y trascendentes como una clase de yoga, pero no hay prisa alguna para observar cómo respiran y nadan los Metkayina o cómo conviven con los tulkun. En estas escenas se aprecia ya no una narración sino un espacio táctil —y más todavía en 3D— que se palpa en los tatuajes natos de los protagonistas, las grietas en las pieles de los animales más grandes y los relieves de los arrecifes tan distintos y a la vez similares a los de nuestro planeta. James Cameron muestra por este mundo artificial, animado, el mismo asombro que le produce el nuestro.

No por esto hay que ignorar la fetichización del equipamiento humano que desde Avatar se ha traducido en el amor de su público por los helicópteros y los androides de los invasores: quizá por eso alguien hizo fichas con el nombre de cada uno en Wikipedia. En esto se asoma el mismo criptofascismo de Tony Scott al contemplar casi con deseo los aviones de combate en Top Gun (1986) y luego se afirma en la manera en que James Cameron lidia con el mal.

La secuencia más cruel de la película describe minuciosamente la cacería de los tulkun, casi igual a la de los balleneros japoneses en la realidad. Un personaje señalado como despreciable por cada una de sus acciones y diálogos va explicando el porqué de cada táctica mientras observamos con horror la muerte de una criatura en todos sentidos fantástica. Esa crueldad con la que James Cameron fabrica un asesinato me preocupa por todo lo que conlleva: las imágenes, insisto, no son naturales sino inventadas para representar un mal que existe en nuestro mundo y que derivan de cierto sadismo, a pesar de que la intención sea concientizarnos. Ojalá al menos se desquite la violencia con un renacer de los espectadores pero ese efecto no pasa de donar, en raros casos, algo de dinero a una organización en favor de las ballenas; las imágenes, en cambio, se normalizan. El remate viene cuando el cazador pasa a ser la presa y termina brutalmente castigado para nuestra satisfacción. La misma maldad de un personaje termina empleada en su contra por el cineasta, que camina por una cuerda floja y no sale tan bien librado.

La experiencia de The way of water es ambivalente, entonces, producto de un manipulador magistral que se ha formado en clásicos hollywoodenses de ciencia ficción y aventura y que, aunque se inscribe en las fórmulas clásicas, desde su forma de narrar hasta su manera de representar una ocupación militar y una cacería, nos ofrece también placeres más inocentes. Otra alegoría: al final la familia protagónica debe concentrarse en su respiración para escapar de una nave hundiéndose; la escena es, como aquellas donde nuestros héroes aprenden a nadar, excepcionalmente pacífica para un blockbuster. No solo se trata sobre la forma correcta de comerse el aire y sostenerlo, sino que es en sí un respiro, al igual que la película completa: sin dejar de ser cine industrial, The way of water es otra cosa.

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Avatar: The Way of Water (2022), Fox/Disney. Imagen de Cover Media/REUTERS.

<i>Avatar: The way of water</i>: un respiro en el cine industrial

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Trece años después de la original Avatar (2009), ya se puede ver en cines mexicanos la secuela de aquella película, que en esta ocasión enfatiza la relación de sus protagonistas con la naturaleza a partir del océano. Si bien la película repite fórmulas del propio James Cameron y de los blockbusters de siempre, el director logra crear secuencias donde no se enfatizan la trama o la acción sino cierta paz.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

James Cameron da la impresión de creer que está haciendo un cine del futuro. Su obsesión con las tecnologías de efectos especiales le da un poco la razón porque, guste o no, el cine no es solo un lenguaje o una forma independiente de los fierros —Jacques Rancière insiste en que el cine ya existía en la prosa tan cargada de imágenes de Madame Bovary; Serguéi Eisenstein encontró ejemplos de montaje en la poesía de Pushkin— sino un mecanismo de celuloide, metal y cables que permitió hacer de las imágenes mentales una materia, un objeto tangible, que pudiera compartirse con otros. El cine no pertenece fundamentalmente a los poetas y a los magos sino a los inventores, como los Lumière y los Skladanowski, que además abarcaron todos estos roles con sus imágenes de bailarines agitando el cuerpo o de un tren que llega a la estación.

Sin embargo, en una época como la nuestra, cuando más gente que nunca considera al cine solo un espectáculo, vale la pena cuestionar la narrativa que empuja a la poesía hasta los márgenes. Como ya lo he escrito con una necedad fastidiosa, el cine del futuro no es hoy el que piensa en cómo revolucionar y sobreexplotar las herramientas tecnológicas —en ese caso Disney sería nuestro equivalente a los grandes pioneros del cine mudo— sino el que nos sorprende con emboscadas y sabotajes verdaderamente guerrilleros en el estilo de filmar y montar. Los barbudos de nuestra Sierra Maestra cinematográfica son quienes exploran las posibilidades de lo mínimo porque con ello enfrentan la saturación de las imágenes producidas por la industria y buscan liberarnos de todo sentimentalismo, de toda manipulación. Como pasa en todas las revoluciones, a lo mejor un día este será el pasado al que nos aferremos los futuros conservadores de la imagen, pero hoy el pasado, sin importar lo que piense James Cameron, es el exceso espectacular del que él mismo participa.

Lo interesante de su nuevo estreno, Avatar: The way of water (2022), es que aunque no sea una película del porvenir nos hace una pregunta importante: “¿Y qué?”. El espectáculo tiene derecho a existir y puede contener, si no una forma original o subversiva, una retórica en contra de las mismas fuerzas que lo financian. De hecho, en la película hay un aspecto que probablemente no signifique mucho pero que puede usarse como alegoría: los extraterrestres protagónicos, bajo la influencia del salvador blanco que se ha convertido en su líder, Jake Sully (Sam Worthington), se comunican durante las batallas con aparatos hechos por humanos y hasta emplean su mismo lenguaje bélico. A veces suenan como marines dándose instrucciones en Afganistán e incluso se mueven igual que ellos.

Del otro lado de la pantalla está James Cameron, que hizo un blockbuster como otros que él mismo ha dirigido antes: la música es triste cuando un protagonista muere, o alegre cuando vence a los malos; la moralidad es binaria, simple, y hasta aparecen niños para aumentar la tensión cuando algo les pasa. Ya citando su propio trabajo, James Cameron incluye el agua, su fascinación más grande, como lo mostraron The Abyss (1989) o Titanic (1997), y un barco hundiéndose, que no es necesario aclarar dónde se vio antes. Pero a pesar de todo, la trama, como los extraterrestres con entrenamiento y armas estadounidenses, se permite usar los inmensos recursos económicos que conlleva una superproducción para condenar, al igual que la original Avatar (2009), el colonialismo, la industrialización, el fin de los recursos naturales y la expansión militar de Estados Unidos. De hecho ambas películas son, esencialmente, la misma, que es otro aspecto típico de la producción de éxitos taquilleros: la repetición; sin embargo la secuela alcanza a distinguirse a partir de algunos momentos que parecieran acercarse a la contemplación del cine revolucionario y así produce algo que no se puede agrupar tan fácil con el panorama de la industria contemporánea.

Más de una década tras los eventos de Avatar, donde la misión colonial de la humanidad en otro planeta fue vencida por los Na’vi, que parecen emular tanto al Ejército de Liberación Nacional vietnamita como a los pueblos nilotas de África Oriental, The way of water muestra cómo Jake Sully y Neytiri (Zoe Saldaña) han formado una familia en paz, aunque también viven a la espera de que los humanos un día regresen. El temor se cumple cuando aparecen en el cielo nuevas estrellas, es decir, una flota invasora, y los protagonistas entienden que se acerca el momento para el que Jake ha estado entrenando a su pueblo por adopción. Sin embargo, tras el desgaste de la última guerra, él prefiere huir con su familia para evitar una masacre y busca resguardo con los Metkayina, el pueblo de los mares.

Avatar: The Way of Water (2022), Fox/Disney.

Si bien James Cameron recurre otra vez a símbolos tan extraños como el de un enchufe oculto en el cabello de los Na’vi para conectarse con la naturaleza, y vuelven también sus combinaciones extraterrestres de nuestra fauna —su mayor adición son los tulkun, una mezcla indescriptible de ballena y tortuga, poseedora de una inteligencia superior a la nuestra—, hay formas particulares de expresar sus ideas que demuestran mayor autonomía que en la primera película y un aprendizaje adquirido en sus documentales sobre el océano.

The way of water tiene un ritmo que solo puedo describir como una sucesión de preludios: primero descubrimos lo que han hecho Jake y su familia durante estos años, luego la invasión que se avecina, más tarde el aprendizaje de las tradiciones y habilidades del pueblo Metkayina y, para terminar, su relación con los tulkun. Ya atravesado este umbral empiezan los verdaderos balazos, aunque no por eso escasean antes; es solo que James Cameron suspende a menudo la trama en largas escenas que enfatizan ciertos procesos. Sería exagerado, claro, equipararlas con el Robert Bresson de A man escaped (1956), pero también sería injusto negar que tienen en común un deseo por contemplar la forma en que se hacen las cosas, que una película más convencional ignoraría por completo.

En The way of water las imágenes emulan el estereotipo de Discovery Channel: son bellas como una postal y trascendentes como una clase de yoga, pero no hay prisa alguna para observar cómo respiran y nadan los Metkayina o cómo conviven con los tulkun. En estas escenas se aprecia ya no una narración sino un espacio táctil —y más todavía en 3D— que se palpa en los tatuajes natos de los protagonistas, las grietas en las pieles de los animales más grandes y los relieves de los arrecifes tan distintos y a la vez similares a los de nuestro planeta. James Cameron muestra por este mundo artificial, animado, el mismo asombro que le produce el nuestro.

No por esto hay que ignorar la fetichización del equipamiento humano que desde Avatar se ha traducido en el amor de su público por los helicópteros y los androides de los invasores: quizá por eso alguien hizo fichas con el nombre de cada uno en Wikipedia. En esto se asoma el mismo criptofascismo de Tony Scott al contemplar casi con deseo los aviones de combate en Top Gun (1986) y luego se afirma en la manera en que James Cameron lidia con el mal.

La secuencia más cruel de la película describe minuciosamente la cacería de los tulkun, casi igual a la de los balleneros japoneses en la realidad. Un personaje señalado como despreciable por cada una de sus acciones y diálogos va explicando el porqué de cada táctica mientras observamos con horror la muerte de una criatura en todos sentidos fantástica. Esa crueldad con la que James Cameron fabrica un asesinato me preocupa por todo lo que conlleva: las imágenes, insisto, no son naturales sino inventadas para representar un mal que existe en nuestro mundo y que derivan de cierto sadismo, a pesar de que la intención sea concientizarnos. Ojalá al menos se desquite la violencia con un renacer de los espectadores pero ese efecto no pasa de donar, en raros casos, algo de dinero a una organización en favor de las ballenas; las imágenes, en cambio, se normalizan. El remate viene cuando el cazador pasa a ser la presa y termina brutalmente castigado para nuestra satisfacción. La misma maldad de un personaje termina empleada en su contra por el cineasta, que camina por una cuerda floja y no sale tan bien librado.

La experiencia de The way of water es ambivalente, entonces, producto de un manipulador magistral que se ha formado en clásicos hollywoodenses de ciencia ficción y aventura y que, aunque se inscribe en las fórmulas clásicas, desde su forma de narrar hasta su manera de representar una ocupación militar y una cacería, nos ofrece también placeres más inocentes. Otra alegoría: al final la familia protagónica debe concentrarse en su respiración para escapar de una nave hundiéndose; la escena es, como aquellas donde nuestros héroes aprenden a nadar, excepcionalmente pacífica para un blockbuster. No solo se trata sobre la forma correcta de comerse el aire y sostenerlo, sino que es en sí un respiro, al igual que la película completa: sin dejar de ser cine industrial, The way of water es otra cosa.

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