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Catacumberitos: la vida de los gatos del Panteón de San Fernando

Catacumberitos: la vida de los gatos del Panteón de San Fernando

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En 2022 se abrió la cuenta @Catacumberitos en Instagram. Allí comenzó a compartir información con fotos y vídeos de los gatitos que habitan San Fernando. Aunque en un inicio era una cuenta local, poco a poco el número de likes en las publicaciones comenzó a subir, así como el apoyo.
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Los gatos han fascinado a la humanidad durante siglos, pero aún son víctimas de maltrato, abandono y supersticiones. Un grupo de vecinos se ha organizado para protegerlos en la Ciudad de México.

Los gatos,

inmortales de modo tan humilde.

Retan al tiempo, duran

atravesando las vicisitudes,

sin saber de la Historia

que levanta edificios

Gatos de Roma”, Jorge Guillén

 

Un gato barcino camina despacio por el suelo adoquinado de San Fernando, un museo y cementerio en el centro de la Ciudad de México. En este recinto se encuentran las tumbas de algunos de los personajes más importantes de la historia nacional: Vicente Guerrero, Ignacio Comonfort, Martín Carrera, Benito Juárez, Francisco Zarco, Francisco González Bocanegra, entre otros. Ajeno a este desfile de nombres, el pequeño felino se mueve cauteloso.

Es un viernes de febrero de 2025, la neblina de la mañana comienza a disiparse. Hace unos minutos el reloj marcó las ocho en punto. Cargando una mochila con platos y comida, Diana Arredondo recorre el sendero del panteón. Entre los sepulcros de personajes ilustres, comienzan a aparecer más gatos: algunos barcinos; otros carey y calicó; muchos atigrados. Sobre la tumba de Tomás Mejía, un militar de origen indígena, duerme Nieve, una gata blanca de ojos azules.

Diana llega al tercer patio de San Fernando, uno de los 170 museos de la Ciudad de México. A partir de este instante, tiene noventa minutos para realizar su misión. En esta zona no hay tumbas, sino apenas unos cuantos árboles enfermos y un escenario pequeño donde se organizan eventos al aire libre. Aquí es donde se concentra la mayoría de los gatos. “Ven, Tomasito, Tomasito”, le dice Diana a un gato que la observa. “A algunos hay que rogarles para que coman”.

Desde 2022 Diana Arredondo se encarga de alimentar a esta colonia felina que ha bautizado con el nombre Catacumberitos: “Se me ocurrió nombrar así a los gatitos porque viven en el panteón, y yo quería un nombre bonito relacionado con este lugar”, explica. “‘Cat’, ‘catacumbas’, pensé, y dije ‘Catacumberitos’”.

Mientras Diana saca de su mochila recipientes con croquetas y pollo, el platillo especial de los viernes, dos gatos empiezan a maullarse y se acercan el uno al otro, amenazantes. El blanco con manchas grises y café, listo para el combate, alza una de sus patitas mostrando las garras.

—¡Tereso!, ¡Galileo! —los reprende su cuidadora.

—Parece que esos dos no se llevan muy bien.

—Tienen una relación amor-odio.

Diana Arredondo se dedica a la enseñanza del español como lengua extranjera; estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México, y desde hace 10 años se dedica a la docencia. Tiene ocho años viviendo en la colonia Guerrero.

—¿Cuándo conociste a estos pequeños?

—Conocí a los catacumberitos en 2022, durante la pandemia, cuando nos mandaron a todos a encerrar. A veces había que salir a hacer algunas cosas, y yo empecé a salir en bicicleta y me encontré el Panteón de San Fernando —recuerda Diana mientras continúa sacando utensilios de su mochila—. Me di cuenta de que había gatitos, y como yo en mi casa he tenido gatos también, me acerqué.

Su amor por los gatos nació de la convivencia diaria. “Antes no los veía, y cuando yo adopté a mi primer gatito, también de la calle, también en un estado muy vulnerable, me di cuenta de que eran criaturas que están a merced de lo que una buena o una mala persona puede hacer por ellos”, explica. “Me movió mucho a la compasión mi primera gatita. Ella inició todo”.

Diana coloca platitos de metal en el piso; todos a una distancia exacta, la de dos adoquines, para evitar disputas por el alimento. Los gatos comienzan a reunirse a su alrededor. Saben que pronto van a comer. Levantan la cola y maúllan, exigentes. Para alimentarlos, Diana se pone guantes y reparte croquetas en los platos. “Primero es ponerles croquetas para distraerlos, en lo que el pollo queda. Y ahorita les ponemos unos sobrecitos”, dice.

Apenas termina de decir esto, uno de los gatos se acerca al traste donde Diana lleva el pollo.

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“Está caliente. Ya sé que olieron el pollo, pero está caliente. —les explica Diana, pero un gato gris desobedece su advertencia y se acerca más—. ¡Misha, está caliente!”.

Aquella mañana de 2022 que Diana se acercó a San Fernando, vio que había platitos y croquetas alrededor del enrejado que resguarda al museo. Intrigada, empezó a buscar a las personas que los alimentaban para saber un poco más sobre estos gatos, conocer su estado de salud, si estaban esterilizados. Sospechaba que no era así. “A simple vista, y por el olor, me daba cuenta de que no lo estaban. Además, el espacio estaba muy deteriorado”, recuerda.

Luego de descubrir que ahí habitaba una colonia de gatos ferales, Diana comenzó a dejarles alimento. Investigó quiénes eran los otros vecinos que parecían preocuparse por ellos. Preguntó en varios grupos de Facebook: “Gente vecina de los alrededores del Panteón de San Fernando, ¿quién alimenta a los gatos?”. Así se encontró a Laura, una mujer de la tercera edad que ha alimentado a los catacumberitos y a otras colonias de gatos de la zona desde hace varios años. “Yo platiqué con ella, le dije, ‘Oye, qué onda, estos gatitos’. Me dijo: ‘No, pues es que llevan aquí viviendo muchos años y yo la verdad, pues, lo único que puedo hacer es alimentarlos’”.

Laura y Diana decidieron formar un equipo para cuidarlos. La intención era que los michis recibieran atención médica, pero para conseguirlo primero tenían que ganarse su confianza. Algo que no fue tan fácil como pensaban.

Mientras Diana pone croquetas en los platos, Misha, veloz, se acerca al recipiente del pollo y se lleva un trozo. “¡Te valió que estuviera caliente!”, le dice Diana, sonriendo.

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En 2022 Diana abrió la cuenta @Catacumberitos en Instagram. Allí comenzó a compartir información con fotos y vídeos de los gatitos que habitan San Fernando. Aunque en un inicio era una cuenta local, que era seguida solo por vecinos de la zona, poco a poco el número de likes en las publicaciones comenzó a subir, y con ello el apoyo.

—¿Cuál fue la idea de abrir la cuenta?, ¿para viralizar la situación?

—Un poco sí. Una vez que inicié la cuenta de Instagram, la pensé en términos de que podemos hacer algunas cosas para promover que la gente adopte y cuando tengamos casos muy difíciles, subir rifas, pedir donativos, captar un poco de apoyo económico para poder sacar adelante a los casos más difíciles. Para todo lo demás, siempre les digo ‘tiene que ser un donativo en especie, en alimento’, porque eso es lo que más me ayuda.

En febrero de 2025 la cuenta de @Catacumberitos ya tiene más de 36 000 seguidores. Documentar la vida de los gatitos en redes sociales fue la estrategia que permitió a Diana asegurar croquetas para los próximos meses. Y es que si algo ama la gente en internet es a los gatos. De hecho, buena parte de internet son gatos. No es una exageración. Existen pruebas de sobra. No importa qué red social uses (YouTube, TikTok, X, Facebook, Instagram), en poco tiempo encontrarás un video o una imagen de un gato.

En 2012 el departamento de investigación de Google X Lab mostró 10 millones de miniaturas de videos de YouTube seleccionadas al azar a una red neuronal de 16 000 computadoras. La presencia felina era tanta que el primer concepto que esa red neuronal cibernética inventó fue “gato”. Las imágenes de michis eran tantas, tantísimas, que al final ese cerebro electrónico obtuvo mejores resultados identificando gatos que rostros humanos.

En un video publicado en @Catacumberitos, a inicios de 2025, se escucha a Diana, fuera de cuadro, diciéndole a un gato: “¡Grisho!, ¡Grisho!, ven a comer”. El gatito gris, de ojos verdes, la ignora, como suelen hacer los gatos. Luego de unos llamados más, Grisho finalmente accede y se acerca a comer. El video tiene más de 2 000 "me gusta".

“Luego me dicen cosas como ‘¡Ah, grabas los videos bien bonitos!’ y les digo que no, les juro que los videos que salen bonitos porque los gatos son muy hermosos. Yo nomás aprieto la foto y como Dios mande que salga así lo publico; porque si no, no me da tiempo de lavar, de alimentar, de apapacharlos. Porque también hay que darle su amorcito a cada uno”, dice Diana.

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Sin inmutarse por la presencia de hombres y de mujeres que caminan a su lado o que se sientan en las bancas cercanas, un gato barcino de ojos verdes, [MR1] que después me enteraré se llama Grisho, camina a paso lento frente al atrio de la iglesia de San Fernando. Este templo católico fue construido en el siglo XVIII, durante el virreinato, como parte de un Colegio Apostólico de la Orden de los Franciscanos. Su fundador, San Francisco de Asís, tenía entre sus virtudes el voto de pobreza y su devoción a los animales, a quienes llamaba "pequeños hermanos". Grisho deja atrás el portal y sus desgastados ornatos barrocos, y con flexibilidad se introduce por los barrotes verdes que resguardan el panteón.

Pocos minutos después, por la misma ruta por donde llegó el gato, desde la avenida Hidalgo, aparece Fabiola. De inmediato se percibe su amor a los felinos: viste un vestido blanco con estampados de gatos anaranjados y calicós; de sus orejas cuelgan aretes de gatitos negros y grises. Recorre los portales que resguardan el frente del cementerio; luego cuenta que “siempre han vivido michis aquí, desde que yo recuerde”, dice.

Fabiola es criminóloga y filósofa; trabaja como asesora legislativa en materia de prevención del delito. Lleva casi 30 años viviendo en la colonia Guerrero. De hecho, su familia ha habitado ahí desde mediados del siglo pasado, y en alguna ocasión su abuela le contó que desde aquella época ya se veía a varios gatos merodeando por la zona del panteón.

—¿Y desde cuándo comenzaste a cuidarlos?

—No diario, pero desde hace años por lo menos cada dos días mi mamá y yo pasábamos a alimentarlos —cuenta—. Siempre fue un lugar para abandonar gatos y nosotras siempre tratamos de alimentarlos con croquetitas, de vez en cuando sobre [de comida húmeda] y en fechas especiales, como Navidad o Año nuevo, su pollito.

A veces su mamá y ella se turnaban por horarios para ir por la mañana, por la tarde o por la noche. En ocasiones veían restos de croquetas o carne y con el tiempo comenzaron a conocer a otros vecinos que también los alimentaban. Un día de mediados de 2022, Fabiola y su mamá estaban alimentando a los gatos afuera del Museo de San Fernando, cerca de esos portales que recorrió hace unos minutos, y vio a una mujer que estaba dentro del panteón, alimentado a otros. Era Diana Arredondo.

“Le preguntamos si le podíamos traer alimento. Nos dijo que sí. Luego nos empezó a platicar que a ella ya le habían dado permiso para alimentarlos por dentro para que no se hiciera basura en los portales”, recuerda Fabiola.

—¿Cómo comenzaron a colaborar con el cuidado de los gatitos?

—Ella [Diana] me comentó que había creado una página, que era la de @Catacumberitos, que aceptaba donaciones o que si nosotros queríamos pagar la esterilización o vacunación podíamos hacerlo, aunque no fuera en la veterinaria que ella los llevaba y, pues ya, así empezó.

Su mamá donó una esterilización, luego Fabiola otra. Conocieron a Laura y la red de cuidadoras comenzó a crecer. Se creó un grupo de WhatsApp. Actualmente el equipo se integra por ocho vecinas y dos vecinos; se turnan para alimentarlos y se escriben para informar sobre el estado de los gatitos: “Nos avisamos ‘no he visto a tal gatito, ¿tú lo viste?’, nos estamos comunicando constantemente”, dice Fabiola. También hacen colectas y se organizan para llevarlos al veterinario cuando se enferman. Todos los gastos son cuidados por estos vecinos organizados. “Cuando se enferman los gastos son muchos; no son económicos, la verdad: 13 000 pesos, 15 000 pesos en un solo gatito. Una pastillita para despulgarlos y para desparasitarlos, son 250 pesos, ahora multiplícalo por 36 gatos, es mucho el gasto”, explica.

—Me imagino que la calidad de vida de los gatos ha mejorado muchísimo.

—Sí. Y se ha disminuido el número de gatos, por las adopciones —dice Fabiola, pero matiza—. Ha seguido el abandono por parte de la gente. Sobre todo, por la desinformación: se presta para que piensen que es un santuario o un albergue de gatos, cuando no lo es.

Además del gasto monetario, está el esfuerzo físico que implica cuidar de los gatos. Como son ferales[MR2] [JO3] [JO4] , para desparasitarlos deben crear complicadas estrategias con el objetivo de que tomen las pastillas. “Les damos Churu [una golosina de consistencia cremosa para gatos], que les gusta mucho, o un sobrecito y ahí ponemos el medicamento”, explica. Poco a poco este grupo de vecinas aprendió a involucrarse en el cuidado de los gatitos más allá de su alimentación. Pero la situación comenzó a cambiar en agosto de 2024.

—¿Cómo te diste cuenta de que algo estaba mal?

—Empecé a ver a muchos gatos afuera. Y dije: “Está muy raro”, porque se la pasaban adentro, en el patio o en las tumbas para tomar solecito.

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Mientras los catacumberitos comen croquetas, Diana aprovecha para servirles pollo de manera ordenada. Pero inquietos, cuatro gatos se acercan a ella con el objetivo de ser los primeros en recibir la carne. Además de alimentarlos, Diana revisa su estado de salud y se encarga de la limpieza del espacio donde se encuentran.

“Estos son los bebederos —dice sosteniendo uno de los seis recipientes grandes de acero que hay distribuidos en el patio del Museo de San Fernando—. El agua ya está verdecita. Hay que lavarlos y cambiar agua”.

Después de alimentarlos desde afuera del museo durante algunas semanas, en 2022, los gatos del Panteón de San Fernando comenzaron a confiar en ella. Algunos dejaron que se les acercara; aunque uno que otro todavía era receloso y eso le costó varios rasguños.

En ese momento, el grupo de los catacumberitos lo integraban 50 gatos, casi todos tenían su salud deteriorada. Porque era necesario atenderlos, Diana se acercó al líder coordinador de Proyectos del Museo Panteón de San Fernando, José Antonio Cortés Muñoz, quien aceptó que entraran a dar atención médica y cuidados a los gatos que habitaban el recinto: le permitió entrar cuatro veces a la semana, incluidos los fines de semana.

—Porque no solamente es la cuestión de la alimentación, sino de su salud. Alimentar no es cuidar; alimentar es solo calmarles el hambre. Está también el gato herido; hay gatos que se mueren por infecciones en el estómago. Cuando un cuidador rápido lo ve, ve el problema, lo atiende y en cinco días el gato ya está bien. Alimentar es solo el primer paso; lo segundo es esterilizarlos.

—¿Cuál es el estado actual de los catacumberitos?

—Ahorita tenemos 36 gatitos, y a esos 36 gatos hay que estarlos monitoreando. La verdad es que los catacumberitos son gatos muy bien cuidados.

Para lograr que estos gatos tengan una vida digna, comenzó a trampear —TNR (Trap-Neuter-Return)—, un método que consiste en capturar, esterilizar y liberar a los gatos. De esa forma se puede controlar a la población del panteón y es más fácil identificarlos y monitorearlos.

—Un trampeo grande se lleva muchos recursos, aunque la esterilización sea gratuita, el transporte es caro porque no encuentras. Un Uber no te va a transportar a 20 gatos, y si te los transporta, te los va a transportar a un precio carísimo de París porque no están hechos para transportar animales.

—Supone mucho esfuerzo físico también…

—¡Sí! Y luego hay que buscar un resguardo también. Entonces todo eso es mucho trabajo y a veces creo que lo que hace que muchas personas se desanimen y digan, "No, ¿sabes qué? No lo voy a hacer”.

Otro de los objetivos de las cuidadoras es que sean adoptados. “De eso también se trata esta michimisión: sacar a los gatos, que pueden tener un hogar, que dejen de vivir en la calle. Últimamente me he dedicado a sacar a los gatos que recién abandonan porque son gatos que todavía son sociables, es más fácil darlos en adopción”, explica Diana.

Los cuidados de los catacumberitos se obstaculizaron con el cambio de la dirección administrativa del museo. Desde noviembre de 2023, la entonces nueva coordinadora de proyectos del Museo Panteón de San Fernando, Alejandra Correa González, puso trabas, como cortar las visitas de cuidado de los fines de semana, lo que provocaba que los gatitos se quedaran sin comida y agua hasta cuatro días. Ninguna de las cuidadoras supo los motivos de esta restricción.

—Imagino que fue un proceso muy largo y desgastante, ¿cómo lograron que les dejaran cuidar de los gatos otra vez?

—Creo que hay que soportar, de entrada. Siempre somos las locas de los gatos, soportar que digan “la señora loca que está obsesionada con los gatos y ya vino y ya hizo”. Eso. En mi caso, yo siempre busqué la colaboración con [la Secretaría de] Cultura, la colaboración con el gobierno, pero entonces pasas a ser la piedrita en el zapato. Y como piedrita en el zapato, pues es como que “sácate, ya no te quiero aquí porque me estás causando muchos problemas”. Y pues hay que resistir, no hay de otra.

Luego de que este tema se viralizó en redes sociales, en enero de 2025 se firmó un acuerdo entre las cuidadoras de los catacumberitos y las secretarías de Cultura y Medio Ambiente de la Ciudad de México, lo que permite que Diana y Fabiola ingresen a San Fernando para que alimenten y revisen la salud de los michis.

La titular de la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México, Ana Francis López Bayghen Patiño, también anunció que el sábado 22 de febrero se realizará la primera edición de “Gatotitlán”, un festival que contará con actividades culturales, artísticas y comunitarias con el objetivo de fomentar la protección de los gatos.

Las cuidadoras de los catacumberitos no forman parte del evento. Diana considera que “este evento que hace la Secretaría de Cultura, sí un poco para limpiar la imagen. Pero creo que es bueno, es justo, es saludable. Es decir: ‘Miren, al final sí hicimos caso, a lo mejor un poco tarde, pero sí hicimos caso. Ahora queremos que vean que vamos a hacer algunas cosas en pro del bienestar de los gatitos’”.

Si tú ves que un gatito se queda mucho rato en un lugar, te acercas a ver qué onda con él. Ahí lo dejaron morir. ¿Por qué no avisaron?

Durante los meses que no pudieron acceder al museo para alimentar y monitorear la salud de los michis, su calidad de vida se deterioró. Incluso hubo muertes. Hay un caso en especial que Fabiola recuerda. Félix, un gato de pelaje blanquinegro que murió por falta de alimentación:

—Notamos que no había mucho ímpetu por parte de ellos para ayudarlos [a los catacumberitos]. Se habían quedado dentro costales de comida, por lo menos un costal y medio de alimento. Y ahí seguía ahora que le permitieron el ingreso a Diana —dice—. En ese tiempo los gatos salían a buscar el alimento por fuera y eso es más riesgoso.

—¿Hubo accidentes?

—Sí, hubo algunos accidentes. Uno de ellos fue Félix. Él murió por omisión. Si tú ves que un gatito se queda mucho rato en un lugar, te acercas a ver qué onda con él. Ahí lo dejaron morir. ¿Por qué no avisaron? Sí había contacto con Diana, y nadie fue para mandar un mensaje de “oye, el gato está mal, ¿puedes venir por él?”. Se quedó en la tumba de Ignacio Zaragoza. Ellos lo dejaron morir.

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Qué más se puede hacer.

Dormir y esperar.

Ya verá cuando regrese,

ya verá cuando aparezca.

Se va a enterar

de que eso no se le puede hacer a un gato.

“Un gato en un piso vacío”, Wislawa Szymborska.

Hay 80 millones de animales que viven en un hogar mexicano, según la Primera encuesta nacional de bienestar autorreportado realizada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) en 2021. De estos, 43.8 millones son caninos; 16.2 millones, felinos; 20 millones son de otra especie. En la Ciudad de México habita al menos un animal en el 61% de las casas, el porcentaje más bajo de todo el país.

En contraste con estos datos, es imposible saber cuántos gatos viven en la calle. Son demasiados. Basta con salir de nuestras casas para encontrar a un michi sin hogar. En 2022 la organización Mars Petcare realizó el estudio Índice de las mascotas sin hogar, en el que participaron más de 15 000 personas de nueve países, incluyendo a México, y según este índice, 4 de cada 10 entrevistados de nuestro país ve al menos a un gato callejero al día.

Otro resultado de este estudio es que 4 de cada 10 personas han abandonado a su perro o a su gato porque les requería demasiado compromiso o tiempo. La Procuraduría Ambiental y del Ordenamiento Territorial de la Ciudad de México (PAOT) señaló en 2021 que cada año aproximadamente 500 000 perros y gatos son abandonados en la capital del país. Este abandono masivo trae muchas muertes. Los animales domésticos se adentran en espacios urbanos que desconocen, y corren el riesgo de ser atropellados o atacados por animales ferales. También se convierten en depredadores de especies de fauna silvestre.

“Entre los principales efectos ecológicos negativos generados por los gatos y perros domésticos, encontramos la depredación de diversas especies de fauna silvestre nativa, la competencia interespecífica o de interferencia con otras especies de carnívoros y la hibridación con otras especies de felinos y cánidos silvestres”, explican en su artículo “Tus mejores amigos pueden ser tus peores enemigos: impacto de los gatos y perros domésticos en países megadiversos” de los ecólogos mexicanos Mónica Orduña-Villaseñor, David Valenzuela-Galván y Jorge E. Schondube.

En San Fernando cada tanto aparece un gato doméstico. Hace un par de semanas, a inicios de 2025, comenzó a aparecer uno de pelaje blanco y manchas anaranjadas. Todavía conserva un collar, aunque sin placa.

—¿Hay mucho abandono de gatos en la zona?

—Sí. Este pequeño yo pienso que es de los vecinos de por allá —dice Diana, señalando a un edificio que está detrás de panteón—. Sus ventanas dan a la azotea del museo, y si los dejan salir, vale queso. Este pequeño ya se acostumbró a que esta es la hora del desayuno.

El gato tiene un aspecto saludable y come con el resto de los catacumberitos; pero no está castrado, y es violento con otros gatitos. “A este no lo he nombrado porque todavía tengo la esperanza de que alguien diga ‘ay, antes de que la loca de los gatos lo secuestre y lo deje castradito para siempre, lo voy a reclamar”, explica Diana.

—¿Esos gatos que abandonan tienen problemas de salud?

—Algunas veces llegan gatos en terribles condiciones. No duran mucho tiempo porque al exponer a un gato de casa a una cantidad tan grande de gatos que ya son resistentes a muchas cosas, porque han vivido en ese ambiente durante mucho tiempo, pues los mismos gatitos se van. Es difícil que un gatito de hogar permanezca acá.

—Se deben priorizar, al no estar acostumbrado a vivir en estas condiciones…

—Esta situación me puede mucho. Tengo bien ubicados a mis gatos adultos del panteón que pueden salir, pero por alguna razón siempre llega alguien a abandonar cachorros o a un gato muy vulnerable con un estado de salud terrible, y tengo que priorizar esos gatos y dejar un poco a mis gatos que ya están acostumbrados a esta vida, que ya tienen unos hábitos muy específicos.

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“Cuando estaba más chica, adopté un gato de aquí, que estaban golpeando unos niños. Pero no sobrevivió porque tenía muchas heridas. Era una cachorrita”, dice Fabiola sentada en una de las bancas del Jardín de San Fernando, frente al museo y panteón homónimos.

Recuerda que su amor por los michis nació en la adolescencia. Su bisabuela enfermó y ella la visitaba los fines de semana, y en donde vivía había muchos gatos abandonados. “Una colonia de unos veinte”, recuerda. “Y mi mamá me dijo ‘oye, son muchos gatos, yo creo que hay que ganarnos su confianza y hay que esterilizarlos’”. Con el dinero que le otorgaba la beca Prepa Sí, pagaba esterilizaciones y sobres de comida húmeda. Después, una amiga le pidió a Fabiola que cuidara a su gato unos días. Ella aceptó. La amiga nunca regresó por él. Desde entonces ha vivido con varios gatos en su casa. “Me han llegado porque es muy difícil darlos en adopción. Me tocó un caso que di a una en adopción, y lamentablemente la persona que la tenía no la cuidó y la atacó un perrito. Y dije ‘ya no vuelvo a dar en adopción a ninguno, yo me los voy quedar”, dice.

—¿Y tienes catacumberitos?

—Ahorita tengo cuatro gatas que son del panteón. Una del 2015; otra del 2017; otra del 2018; la última es de la pandemia. Las rescaté como se pudo. Muchos vecinos de aquí nos hemos quedado con ellos. Hay una historia muy bonita, de un señor que tiene una tienda en la calle de acá atrás, la de Héroes, que adoptó dos gatitos. Uno muy flaquito, que ahora lo acompaña en su tienda y ya hasta viaja en camioneta.

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Es una mañana de mediados de febrero. En los barrotes verdes que resguardan el Panteón de San Fernando un grupo de gatos se congrega frente a un hombre de la tercera edad. Se llama Santiago Arrieta; de cariño, algunas vecinas le dicen “don Pollito” porque es el alimento que a diario reparte a los felinos.

—¿Cuándo comenzó a alimentarlos, don Santiago?

—Desde hace como más de cinco años. Lo hago porque me di cuenta de que estos gatitos padecían hambre —dice mientras saca de una bolsa de plástico trozos de pechuga de pollo que intenta repartir equitativamente—. Ya saben a qué hora vengo, y ya están aquí esperándome.

Un atigrado gris de ojos verdes devora rápido la carne que Santiago le da, e intentan quitarle un poco a su compañero, con el que comparte los mismos rasgos. Poco a poco llegan otros gatos; algunos de ellos no comen cuando va Diana Arredondo porque se quedan en el panteón y ahí no está permitido alimentarlos.

Desde hace ocho años Santiago trabaja en una tienda de productos naturistas, a unas cuadras de San Fernando. A partir de 2020 comenzó a alimentar a los gatos de la zona, preocupado por el estado en que se encontraban. Cuando en noviembre de 2023 se cambió la administración del Museo Panteón de San Fernando y se restringió el acceso para que Diana pudiera alimentarlos y curar sus heridas, se preocupó mucho, pensó que podían hacerles daño. “Creo que querían quitarlos, eliminarlos”, comenta.

—¿Fueron complicados esos meses?

—Sí, es que a mí me sensibiliza mucho ver a un perro, a un gato, sufriendo en la calle. No me gusta el sufrimiento. Quisiera alimentarlos a todos y adoptarlos a todos, pero no se tiene el recurso.

—¿Y con los vecinos no han tenido problemas?, que alguien se queje por la presencia de los gatos por la colonia.

—Sí, hay una que otra persona que detesta a los animales, pero la mayoría de la gente no. —dice don Santiago, don Pollito, como le dicen las vecinas—. Hasta te agradecen. Una señora me platicó que antes de que estuviera aquí el enrejado en el panteón, cuando estaba todo agreste, ya había gatos. Entonces, gatos siempre ha habido.

Don Santiago pone un poco de pollo en la palma de su mano y estira el brazo para que un gato coma de ahí. “Desde niño me han gustado los animales. No solo perros y gatos, todo tipo de animales; hasta las hormigas.”, dice. Fue por ese amor a los animales que decidió adoptar a Fígaro, uno de los catacumberitos.

—¿Por qué a ese gatito?

—Es que más bien yo creo que él me adoptó a mí. Es un gatito café —cuenta, orgulloso—. Se la pasaba chille y chille debajo de los carros. Se iba de un lado para otro chillando. Era el puro esqueleto. Era tal el grado de inanición que ya no comía nada. Se le empezó a medicar y a alimentar y ya no se despegó de mí. Tenía miedo hasta de entrar a la tienda; luego fue agarrando confianza.[MR5] [JO6] [JO7] 

Ahora Fígaro es el gerente de la tienda. A veces lo acompaña en las rondas de alimentación y observa a sus excompañeros desde la camioneta de Santiago. “Es muy importante que se esterilicen y no se abandonen. Solo así se acabará con el sufrimiento de tantos gatos y perros de la calle”, dice, mientras guarda la bolsa de plástico, vacía, donde traía el pollo.

Luego de haber comido, una gata blanca de ojos azules se recuesta sobre la tumba de Dolores Escalante y José María Fragua. Los rayos de sol iluminan su pelaje blanco con discretas manchas café. Abre la boca, grande, como un bostezo, y comienza a lamerse el cuerpo.

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“Lamentablemente ha habido desinformación. Muchos creen que aquí es un refugio. Y no, no lo es”, comenta Fabiola luego de explicar que en las últimas semanas han abandonado a un par de gatitos pequeños en San Fernando. Mientras habla, el gato barcino que hace una hora había entrado al panteón introduciéndose por los barrotes, sale ahora con la misma flexibilidad.

—¡Grisho! —lo saluda Fabiola.

—Él estaba aquí hace un rato.

Indiferente al saludo y a mi comentario, Grisho camina rápido en dirección a la plaza.

—Tiene prisa…

— Grisho es el rey de San Fernando. Él nos falta de esterilizar. Es muy difícil. Es uno de los machos más agresivos del panteón y no se ha dejado pescar, pero ya futuramente caerá.

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Oculto del sol, Grisho reposa cerca de unos arbustos en las jardineras de la Plaza de San Fernando, a unos pasos del templo, el museo y el panteón. Le tomo una foto con el celular, pero la imagen no es nítida. Me recuesto en la banqueta para encontrar un mejor ángulo; entonces alguien me jala de la camisa: “¡¿Qué le haces al gato?!”.

Es una de las personas que duerme en las jardineras de la plaza. Después de unos minutos tensos de explicarle que solo quería fotografiarlo, acepta conversar un poco conmigo a cambio de su desayuno. Mientras muerde una torta de milanesa me cuenta que le gusta que estén los gatos en esa zona porque matan a las ratas. También explica que su preocupación se debió a que “luego se llevan a los gatos”. Al día siguiente Diana Arredondo confirma esto.

—Es que en la zona sí hay un problema muy importante de brujería, santería, y todos en la colonia están al pendiente —dice mientras camina cerca de la jardinera donde la tarde anterior descansaba Grisho.

—Sí, lo vi. Estaba muy receloso de que me acercara. Me costó un poco convencerlo de que no quería hacerle daño al gatito.

—Si ven que alguien se acerca a un gato y no me ven a mí, a mi vecina Laura, a don Santi, a Fabiola, de inmediato dicen “no, a ti no te conocemos, no sabemos qué le puedes hacer al gato”. Y sí ha servido porque las personas que vienen para hacer ese tipo de cosas [santería, brujería], se van luego, luego —dice Diana—. Somos una colonia gatera.

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Después de alimentar a los catacumberitos que habitan dentro del Museo de San Fernando, Diana se encuentra con Santiago Arrieta cerca de los barrotes que resguardan el recinto. Hasta ellos llega el estruendo de unas trompetas que resuenen en la plaza, en donde hay una estatua del héroe patrio Vicente Guerrero (1782-1831); en ese momento las autoridades del museo participan en una ceremonia por el aniversario luctuoso del expresidente.

Mientras Diana y Santiago conversan sobre los gatos —quiénes comieron en la ronda de alimentación; quiénes no porque se quedaron descansando en las tumbas; la situación de una gata carey que se sospecha está embarazada—, un hombre que empuja un puesto ambulante de dulces se acerca a ellos.

—¡Ahí viene mi ahijado! —anuncia Diana, feliz.

—¡Hola amiguita! —dice el hombre que, a pesar de su delgadez, empuja y estaciona sin esfuerzo alguno la pesada carretilla llena de dulces.

Junto a unas paletas, galletas y caramelos, hay una mochila transportadora azul marino. El dulcero viste una camisa polo azul cielo, llevaba gorra y sus labios se cubren apenas por un bigote tenue; se llama Adolfo; y, por supuesto, él no es el ahijado.

El ahijado viaja en la mochila transportadora. Por la ventanilla de plástico se asoma su cara: es un gato blanco con pequeñas manchas negras, de ojos azules.

—Se llama Orión, mi ahijado —lo presenta Diana.

—Llegó bien chiquitito, bien flaquito; tenía mes y medio —explica Adolfo.

Diana ayudó con la esterilización y vacunación de Orión cuando Adolfo decidió adoptarlo. Ahora todos los días lo acompaña a vender dulces. “No lo dejo solito porque tengo miedo de que me lo envenenen; le vayan aventar algo”, dice, mientras saca a Orión de su transportadora.

Cuando era niño, a Adolfo no le gustaban los gatos. El motivo se debe a un ladrón gatuno. “En la casa había un gato que se robaba el jamón de mi sándwich. Debajo de mi cama solo encontraba el pan”, recuerda.

Diana sostiene a Orión y Santiago le ofrece un poco de pollo. El gatito come; es juguetón, se repega y ronronea a Diana, que lo acaricia. “Y ahora, cómo adoro a este cabrón”, dice Adolfo, sonriendo, antes de regresar a Orión a su transportadora para continuar con su trayecto, ofreciendo dulces.

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Entre un pequeño grupo de catacumberitos que se acercan para comer churu, se distingue uno de ellos porque es siamés, porque camina raro, porque tiene dos pequeñas heridas: una en la espalda y otra en el rostro. El gato se abre paso entre los demás y reclama más churu para él.

—Diana, este gato está herido.

—¿Quién?, ¿él? —señala al gato siamés—. Sí: herida en la espalda y en la carita. A él cada vez le ponemos pomadita, pero se rasca. Tenemos que sacarlo para que le pongan un collar isabelino o no se va a curar. Se llama Siami.

Siami aparta a sus compañeros felinos e intenta apoderarse del tubito de churu jalándolo con los dientes.

—Consiéntelo con mucho churu, que le toque doble.

—Camina un poco chuequito, ¿verdad?

—Él antes caminaba en círculos. Intentaba caminar derecho, pero no podía y entonces daba círculos y círculos para llegar a donde quería. Cuando lo atrapamos para esterilizarlo, le pedí a los médicos que le hicieran unas radiografías para saber si era un problema de la columna. Y no. Tenía una infección muy fuerte en el oído, y por eso terminó así.

Luego, señalando la cabeza de Siami, Diana agrega:

—Si lo ves bien, no puede mantener su cabecita quieta. Está como chuequito. La infección estaba muy fuerte; se logró curar, pero le quedó la secuela para siempre. Él era de manejo muy difícil, con los años se ha ido haciendo más sociable.

Un gato blanco de ojos azules llamado Galileo se acerca para comer un poco de churu, pero Siami lo aleja dándole un zarpazo. “Bueno, con los humanos, porque con los gatos es violento. Así chuequito como está les mete unas corretizas”, aclara Diana.

Después de lavar todos los platos y bebederos, de recoger las croquetas que han caído al piso, de jugar y darle cariños a los gatitos, Diana se prepara para salir del panteón. Se terminaron los noventa minutos que tiene para alimentarlos. Este viernes de febrero debe abandonar el patio antes de las 10, porque a las 11 se abren las puertas del museo al público. Les ha dejado agua limpia. Y luego de guardar las cosas en su mochila, comienza a despedirse de algunos catacumberitos.

Mientras tanto, Siami lame los últimos residuos de churu. De nuevo intenta jalar el tubito, como para asegurarse de que se lo terminó.

Borges escribió “por obra indescifrable de un decreto divino, te buscamos vanamente” para describir a los gatos. Despacio, prudente, paso mi mano por el costado de Siami, evitando sus heridas.

“Tu lomo condesciende a la morosa caricia de mi mano”, dice también el poema de Borges “A un gato”.

Durante unos segundos Siami restriega su rostro en mi pierna y sus ojos azules se entrecierran un poco. Después se aleja. Con su paso un poco chueco, Siami —rebelde, catacumbero y satisfecho de golosina— se dirige hacia donde están algunos colegas gatunos, que disfrutan del sol echados en el pasto.

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Catacumberitos: la vida de los gatos del Panteón de San Fernando

Catacumberitos: la vida de los gatos del Panteón de San Fernando

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Los gatos han fascinado a la humanidad durante siglos, pero aún son víctimas de maltrato, abandono y supersticiones. Un grupo de vecinos se ha organizado para protegerlos en la Ciudad de México.

Los gatos,

inmortales de modo tan humilde.

Retan al tiempo, duran

atravesando las vicisitudes,

sin saber de la Historia

que levanta edificios

Gatos de Roma”, Jorge Guillén

 

Un gato barcino camina despacio por el suelo adoquinado de San Fernando, un museo y cementerio en el centro de la Ciudad de México. En este recinto se encuentran las tumbas de algunos de los personajes más importantes de la historia nacional: Vicente Guerrero, Ignacio Comonfort, Martín Carrera, Benito Juárez, Francisco Zarco, Francisco González Bocanegra, entre otros. Ajeno a este desfile de nombres, el pequeño felino se mueve cauteloso.

Es un viernes de febrero de 2025, la neblina de la mañana comienza a disiparse. Hace unos minutos el reloj marcó las ocho en punto. Cargando una mochila con platos y comida, Diana Arredondo recorre el sendero del panteón. Entre los sepulcros de personajes ilustres, comienzan a aparecer más gatos: algunos barcinos; otros carey y calicó; muchos atigrados. Sobre la tumba de Tomás Mejía, un militar de origen indígena, duerme Nieve, una gata blanca de ojos azules.

Diana llega al tercer patio de San Fernando, uno de los 170 museos de la Ciudad de México. A partir de este instante, tiene noventa minutos para realizar su misión. En esta zona no hay tumbas, sino apenas unos cuantos árboles enfermos y un escenario pequeño donde se organizan eventos al aire libre. Aquí es donde se concentra la mayoría de los gatos. “Ven, Tomasito, Tomasito”, le dice Diana a un gato que la observa. “A algunos hay que rogarles para que coman”.

Desde 2022 Diana Arredondo se encarga de alimentar a esta colonia felina que ha bautizado con el nombre Catacumberitos: “Se me ocurrió nombrar así a los gatitos porque viven en el panteón, y yo quería un nombre bonito relacionado con este lugar”, explica. “‘Cat’, ‘catacumbas’, pensé, y dije ‘Catacumberitos’”.

Mientras Diana saca de su mochila recipientes con croquetas y pollo, el platillo especial de los viernes, dos gatos empiezan a maullarse y se acercan el uno al otro, amenazantes. El blanco con manchas grises y café, listo para el combate, alza una de sus patitas mostrando las garras.

—¡Tereso!, ¡Galileo! —los reprende su cuidadora.

—Parece que esos dos no se llevan muy bien.

—Tienen una relación amor-odio.

Diana Arredondo se dedica a la enseñanza del español como lengua extranjera; estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México, y desde hace 10 años se dedica a la docencia. Tiene ocho años viviendo en la colonia Guerrero.

—¿Cuándo conociste a estos pequeños?

—Conocí a los catacumberitos en 2022, durante la pandemia, cuando nos mandaron a todos a encerrar. A veces había que salir a hacer algunas cosas, y yo empecé a salir en bicicleta y me encontré el Panteón de San Fernando —recuerda Diana mientras continúa sacando utensilios de su mochila—. Me di cuenta de que había gatitos, y como yo en mi casa he tenido gatos también, me acerqué.

Su amor por los gatos nació de la convivencia diaria. “Antes no los veía, y cuando yo adopté a mi primer gatito, también de la calle, también en un estado muy vulnerable, me di cuenta de que eran criaturas que están a merced de lo que una buena o una mala persona puede hacer por ellos”, explica. “Me movió mucho a la compasión mi primera gatita. Ella inició todo”.

Diana coloca platitos de metal en el piso; todos a una distancia exacta, la de dos adoquines, para evitar disputas por el alimento. Los gatos comienzan a reunirse a su alrededor. Saben que pronto van a comer. Levantan la cola y maúllan, exigentes. Para alimentarlos, Diana se pone guantes y reparte croquetas en los platos. “Primero es ponerles croquetas para distraerlos, en lo que el pollo queda. Y ahorita les ponemos unos sobrecitos”, dice.

Apenas termina de decir esto, uno de los gatos se acerca al traste donde Diana lleva el pollo.

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“Está caliente. Ya sé que olieron el pollo, pero está caliente. —les explica Diana, pero un gato gris desobedece su advertencia y se acerca más—. ¡Misha, está caliente!”.

Aquella mañana de 2022 que Diana se acercó a San Fernando, vio que había platitos y croquetas alrededor del enrejado que resguarda al museo. Intrigada, empezó a buscar a las personas que los alimentaban para saber un poco más sobre estos gatos, conocer su estado de salud, si estaban esterilizados. Sospechaba que no era así. “A simple vista, y por el olor, me daba cuenta de que no lo estaban. Además, el espacio estaba muy deteriorado”, recuerda.

Luego de descubrir que ahí habitaba una colonia de gatos ferales, Diana comenzó a dejarles alimento. Investigó quiénes eran los otros vecinos que parecían preocuparse por ellos. Preguntó en varios grupos de Facebook: “Gente vecina de los alrededores del Panteón de San Fernando, ¿quién alimenta a los gatos?”. Así se encontró a Laura, una mujer de la tercera edad que ha alimentado a los catacumberitos y a otras colonias de gatos de la zona desde hace varios años. “Yo platiqué con ella, le dije, ‘Oye, qué onda, estos gatitos’. Me dijo: ‘No, pues es que llevan aquí viviendo muchos años y yo la verdad, pues, lo único que puedo hacer es alimentarlos’”.

Laura y Diana decidieron formar un equipo para cuidarlos. La intención era que los michis recibieran atención médica, pero para conseguirlo primero tenían que ganarse su confianza. Algo que no fue tan fácil como pensaban.

Mientras Diana pone croquetas en los platos, Misha, veloz, se acerca al recipiente del pollo y se lleva un trozo. “¡Te valió que estuviera caliente!”, le dice Diana, sonriendo.

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En 2022 Diana abrió la cuenta @Catacumberitos en Instagram. Allí comenzó a compartir información con fotos y vídeos de los gatitos que habitan San Fernando. Aunque en un inicio era una cuenta local, que era seguida solo por vecinos de la zona, poco a poco el número de likes en las publicaciones comenzó a subir, y con ello el apoyo.

—¿Cuál fue la idea de abrir la cuenta?, ¿para viralizar la situación?

—Un poco sí. Una vez que inicié la cuenta de Instagram, la pensé en términos de que podemos hacer algunas cosas para promover que la gente adopte y cuando tengamos casos muy difíciles, subir rifas, pedir donativos, captar un poco de apoyo económico para poder sacar adelante a los casos más difíciles. Para todo lo demás, siempre les digo ‘tiene que ser un donativo en especie, en alimento’, porque eso es lo que más me ayuda.

En febrero de 2025 la cuenta de @Catacumberitos ya tiene más de 36 000 seguidores. Documentar la vida de los gatitos en redes sociales fue la estrategia que permitió a Diana asegurar croquetas para los próximos meses. Y es que si algo ama la gente en internet es a los gatos. De hecho, buena parte de internet son gatos. No es una exageración. Existen pruebas de sobra. No importa qué red social uses (YouTube, TikTok, X, Facebook, Instagram), en poco tiempo encontrarás un video o una imagen de un gato.

En 2012 el departamento de investigación de Google X Lab mostró 10 millones de miniaturas de videos de YouTube seleccionadas al azar a una red neuronal de 16 000 computadoras. La presencia felina era tanta que el primer concepto que esa red neuronal cibernética inventó fue “gato”. Las imágenes de michis eran tantas, tantísimas, que al final ese cerebro electrónico obtuvo mejores resultados identificando gatos que rostros humanos.

En un video publicado en @Catacumberitos, a inicios de 2025, se escucha a Diana, fuera de cuadro, diciéndole a un gato: “¡Grisho!, ¡Grisho!, ven a comer”. El gatito gris, de ojos verdes, la ignora, como suelen hacer los gatos. Luego de unos llamados más, Grisho finalmente accede y se acerca a comer. El video tiene más de 2 000 "me gusta".

“Luego me dicen cosas como ‘¡Ah, grabas los videos bien bonitos!’ y les digo que no, les juro que los videos que salen bonitos porque los gatos son muy hermosos. Yo nomás aprieto la foto y como Dios mande que salga así lo publico; porque si no, no me da tiempo de lavar, de alimentar, de apapacharlos. Porque también hay que darle su amorcito a cada uno”, dice Diana.

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Sin inmutarse por la presencia de hombres y de mujeres que caminan a su lado o que se sientan en las bancas cercanas, un gato barcino de ojos verdes, [MR1] que después me enteraré se llama Grisho, camina a paso lento frente al atrio de la iglesia de San Fernando. Este templo católico fue construido en el siglo XVIII, durante el virreinato, como parte de un Colegio Apostólico de la Orden de los Franciscanos. Su fundador, San Francisco de Asís, tenía entre sus virtudes el voto de pobreza y su devoción a los animales, a quienes llamaba "pequeños hermanos". Grisho deja atrás el portal y sus desgastados ornatos barrocos, y con flexibilidad se introduce por los barrotes verdes que resguardan el panteón.

Pocos minutos después, por la misma ruta por donde llegó el gato, desde la avenida Hidalgo, aparece Fabiola. De inmediato se percibe su amor a los felinos: viste un vestido blanco con estampados de gatos anaranjados y calicós; de sus orejas cuelgan aretes de gatitos negros y grises. Recorre los portales que resguardan el frente del cementerio; luego cuenta que “siempre han vivido michis aquí, desde que yo recuerde”, dice.

Fabiola es criminóloga y filósofa; trabaja como asesora legislativa en materia de prevención del delito. Lleva casi 30 años viviendo en la colonia Guerrero. De hecho, su familia ha habitado ahí desde mediados del siglo pasado, y en alguna ocasión su abuela le contó que desde aquella época ya se veía a varios gatos merodeando por la zona del panteón.

—¿Y desde cuándo comenzaste a cuidarlos?

—No diario, pero desde hace años por lo menos cada dos días mi mamá y yo pasábamos a alimentarlos —cuenta—. Siempre fue un lugar para abandonar gatos y nosotras siempre tratamos de alimentarlos con croquetitas, de vez en cuando sobre [de comida húmeda] y en fechas especiales, como Navidad o Año nuevo, su pollito.

A veces su mamá y ella se turnaban por horarios para ir por la mañana, por la tarde o por la noche. En ocasiones veían restos de croquetas o carne y con el tiempo comenzaron a conocer a otros vecinos que también los alimentaban. Un día de mediados de 2022, Fabiola y su mamá estaban alimentando a los gatos afuera del Museo de San Fernando, cerca de esos portales que recorrió hace unos minutos, y vio a una mujer que estaba dentro del panteón, alimentado a otros. Era Diana Arredondo.

“Le preguntamos si le podíamos traer alimento. Nos dijo que sí. Luego nos empezó a platicar que a ella ya le habían dado permiso para alimentarlos por dentro para que no se hiciera basura en los portales”, recuerda Fabiola.

—¿Cómo comenzaron a colaborar con el cuidado de los gatitos?

—Ella [Diana] me comentó que había creado una página, que era la de @Catacumberitos, que aceptaba donaciones o que si nosotros queríamos pagar la esterilización o vacunación podíamos hacerlo, aunque no fuera en la veterinaria que ella los llevaba y, pues ya, así empezó.

Su mamá donó una esterilización, luego Fabiola otra. Conocieron a Laura y la red de cuidadoras comenzó a crecer. Se creó un grupo de WhatsApp. Actualmente el equipo se integra por ocho vecinas y dos vecinos; se turnan para alimentarlos y se escriben para informar sobre el estado de los gatitos: “Nos avisamos ‘no he visto a tal gatito, ¿tú lo viste?’, nos estamos comunicando constantemente”, dice Fabiola. También hacen colectas y se organizan para llevarlos al veterinario cuando se enferman. Todos los gastos son cuidados por estos vecinos organizados. “Cuando se enferman los gastos son muchos; no son económicos, la verdad: 13 000 pesos, 15 000 pesos en un solo gatito. Una pastillita para despulgarlos y para desparasitarlos, son 250 pesos, ahora multiplícalo por 36 gatos, es mucho el gasto”, explica.

—Me imagino que la calidad de vida de los gatos ha mejorado muchísimo.

—Sí. Y se ha disminuido el número de gatos, por las adopciones —dice Fabiola, pero matiza—. Ha seguido el abandono por parte de la gente. Sobre todo, por la desinformación: se presta para que piensen que es un santuario o un albergue de gatos, cuando no lo es.

Además del gasto monetario, está el esfuerzo físico que implica cuidar de los gatos. Como son ferales[MR2] [JO3] [JO4] , para desparasitarlos deben crear complicadas estrategias con el objetivo de que tomen las pastillas. “Les damos Churu [una golosina de consistencia cremosa para gatos], que les gusta mucho, o un sobrecito y ahí ponemos el medicamento”, explica. Poco a poco este grupo de vecinas aprendió a involucrarse en el cuidado de los gatitos más allá de su alimentación. Pero la situación comenzó a cambiar en agosto de 2024.

—¿Cómo te diste cuenta de que algo estaba mal?

—Empecé a ver a muchos gatos afuera. Y dije: “Está muy raro”, porque se la pasaban adentro, en el patio o en las tumbas para tomar solecito.

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Mientras los catacumberitos comen croquetas, Diana aprovecha para servirles pollo de manera ordenada. Pero inquietos, cuatro gatos se acercan a ella con el objetivo de ser los primeros en recibir la carne. Además de alimentarlos, Diana revisa su estado de salud y se encarga de la limpieza del espacio donde se encuentran.

“Estos son los bebederos —dice sosteniendo uno de los seis recipientes grandes de acero que hay distribuidos en el patio del Museo de San Fernando—. El agua ya está verdecita. Hay que lavarlos y cambiar agua”.

Después de alimentarlos desde afuera del museo durante algunas semanas, en 2022, los gatos del Panteón de San Fernando comenzaron a confiar en ella. Algunos dejaron que se les acercara; aunque uno que otro todavía era receloso y eso le costó varios rasguños.

En ese momento, el grupo de los catacumberitos lo integraban 50 gatos, casi todos tenían su salud deteriorada. Porque era necesario atenderlos, Diana se acercó al líder coordinador de Proyectos del Museo Panteón de San Fernando, José Antonio Cortés Muñoz, quien aceptó que entraran a dar atención médica y cuidados a los gatos que habitaban el recinto: le permitió entrar cuatro veces a la semana, incluidos los fines de semana.

—Porque no solamente es la cuestión de la alimentación, sino de su salud. Alimentar no es cuidar; alimentar es solo calmarles el hambre. Está también el gato herido; hay gatos que se mueren por infecciones en el estómago. Cuando un cuidador rápido lo ve, ve el problema, lo atiende y en cinco días el gato ya está bien. Alimentar es solo el primer paso; lo segundo es esterilizarlos.

—¿Cuál es el estado actual de los catacumberitos?

—Ahorita tenemos 36 gatitos, y a esos 36 gatos hay que estarlos monitoreando. La verdad es que los catacumberitos son gatos muy bien cuidados.

Para lograr que estos gatos tengan una vida digna, comenzó a trampear —TNR (Trap-Neuter-Return)—, un método que consiste en capturar, esterilizar y liberar a los gatos. De esa forma se puede controlar a la población del panteón y es más fácil identificarlos y monitorearlos.

—Un trampeo grande se lleva muchos recursos, aunque la esterilización sea gratuita, el transporte es caro porque no encuentras. Un Uber no te va a transportar a 20 gatos, y si te los transporta, te los va a transportar a un precio carísimo de París porque no están hechos para transportar animales.

—Supone mucho esfuerzo físico también…

—¡Sí! Y luego hay que buscar un resguardo también. Entonces todo eso es mucho trabajo y a veces creo que lo que hace que muchas personas se desanimen y digan, "No, ¿sabes qué? No lo voy a hacer”.

Otro de los objetivos de las cuidadoras es que sean adoptados. “De eso también se trata esta michimisión: sacar a los gatos, que pueden tener un hogar, que dejen de vivir en la calle. Últimamente me he dedicado a sacar a los gatos que recién abandonan porque son gatos que todavía son sociables, es más fácil darlos en adopción”, explica Diana.

Los cuidados de los catacumberitos se obstaculizaron con el cambio de la dirección administrativa del museo. Desde noviembre de 2023, la entonces nueva coordinadora de proyectos del Museo Panteón de San Fernando, Alejandra Correa González, puso trabas, como cortar las visitas de cuidado de los fines de semana, lo que provocaba que los gatitos se quedaran sin comida y agua hasta cuatro días. Ninguna de las cuidadoras supo los motivos de esta restricción.

—Imagino que fue un proceso muy largo y desgastante, ¿cómo lograron que les dejaran cuidar de los gatos otra vez?

—Creo que hay que soportar, de entrada. Siempre somos las locas de los gatos, soportar que digan “la señora loca que está obsesionada con los gatos y ya vino y ya hizo”. Eso. En mi caso, yo siempre busqué la colaboración con [la Secretaría de] Cultura, la colaboración con el gobierno, pero entonces pasas a ser la piedrita en el zapato. Y como piedrita en el zapato, pues es como que “sácate, ya no te quiero aquí porque me estás causando muchos problemas”. Y pues hay que resistir, no hay de otra.

Luego de que este tema se viralizó en redes sociales, en enero de 2025 se firmó un acuerdo entre las cuidadoras de los catacumberitos y las secretarías de Cultura y Medio Ambiente de la Ciudad de México, lo que permite que Diana y Fabiola ingresen a San Fernando para que alimenten y revisen la salud de los michis.

La titular de la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México, Ana Francis López Bayghen Patiño, también anunció que el sábado 22 de febrero se realizará la primera edición de “Gatotitlán”, un festival que contará con actividades culturales, artísticas y comunitarias con el objetivo de fomentar la protección de los gatos.

Las cuidadoras de los catacumberitos no forman parte del evento. Diana considera que “este evento que hace la Secretaría de Cultura, sí un poco para limpiar la imagen. Pero creo que es bueno, es justo, es saludable. Es decir: ‘Miren, al final sí hicimos caso, a lo mejor un poco tarde, pero sí hicimos caso. Ahora queremos que vean que vamos a hacer algunas cosas en pro del bienestar de los gatitos’”.

Si tú ves que un gatito se queda mucho rato en un lugar, te acercas a ver qué onda con él. Ahí lo dejaron morir. ¿Por qué no avisaron?

Durante los meses que no pudieron acceder al museo para alimentar y monitorear la salud de los michis, su calidad de vida se deterioró. Incluso hubo muertes. Hay un caso en especial que Fabiola recuerda. Félix, un gato de pelaje blanquinegro que murió por falta de alimentación:

—Notamos que no había mucho ímpetu por parte de ellos para ayudarlos [a los catacumberitos]. Se habían quedado dentro costales de comida, por lo menos un costal y medio de alimento. Y ahí seguía ahora que le permitieron el ingreso a Diana —dice—. En ese tiempo los gatos salían a buscar el alimento por fuera y eso es más riesgoso.

—¿Hubo accidentes?

—Sí, hubo algunos accidentes. Uno de ellos fue Félix. Él murió por omisión. Si tú ves que un gatito se queda mucho rato en un lugar, te acercas a ver qué onda con él. Ahí lo dejaron morir. ¿Por qué no avisaron? Sí había contacto con Diana, y nadie fue para mandar un mensaje de “oye, el gato está mal, ¿puedes venir por él?”. Se quedó en la tumba de Ignacio Zaragoza. Ellos lo dejaron morir.

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Qué más se puede hacer.

Dormir y esperar.

Ya verá cuando regrese,

ya verá cuando aparezca.

Se va a enterar

de que eso no se le puede hacer a un gato.

“Un gato en un piso vacío”, Wislawa Szymborska.

Hay 80 millones de animales que viven en un hogar mexicano, según la Primera encuesta nacional de bienestar autorreportado realizada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) en 2021. De estos, 43.8 millones son caninos; 16.2 millones, felinos; 20 millones son de otra especie. En la Ciudad de México habita al menos un animal en el 61% de las casas, el porcentaje más bajo de todo el país.

En contraste con estos datos, es imposible saber cuántos gatos viven en la calle. Son demasiados. Basta con salir de nuestras casas para encontrar a un michi sin hogar. En 2022 la organización Mars Petcare realizó el estudio Índice de las mascotas sin hogar, en el que participaron más de 15 000 personas de nueve países, incluyendo a México, y según este índice, 4 de cada 10 entrevistados de nuestro país ve al menos a un gato callejero al día.

Otro resultado de este estudio es que 4 de cada 10 personas han abandonado a su perro o a su gato porque les requería demasiado compromiso o tiempo. La Procuraduría Ambiental y del Ordenamiento Territorial de la Ciudad de México (PAOT) señaló en 2021 que cada año aproximadamente 500 000 perros y gatos son abandonados en la capital del país. Este abandono masivo trae muchas muertes. Los animales domésticos se adentran en espacios urbanos que desconocen, y corren el riesgo de ser atropellados o atacados por animales ferales. También se convierten en depredadores de especies de fauna silvestre.

“Entre los principales efectos ecológicos negativos generados por los gatos y perros domésticos, encontramos la depredación de diversas especies de fauna silvestre nativa, la competencia interespecífica o de interferencia con otras especies de carnívoros y la hibridación con otras especies de felinos y cánidos silvestres”, explican en su artículo “Tus mejores amigos pueden ser tus peores enemigos: impacto de los gatos y perros domésticos en países megadiversos” de los ecólogos mexicanos Mónica Orduña-Villaseñor, David Valenzuela-Galván y Jorge E. Schondube.

En San Fernando cada tanto aparece un gato doméstico. Hace un par de semanas, a inicios de 2025, comenzó a aparecer uno de pelaje blanco y manchas anaranjadas. Todavía conserva un collar, aunque sin placa.

—¿Hay mucho abandono de gatos en la zona?

—Sí. Este pequeño yo pienso que es de los vecinos de por allá —dice Diana, señalando a un edificio que está detrás de panteón—. Sus ventanas dan a la azotea del museo, y si los dejan salir, vale queso. Este pequeño ya se acostumbró a que esta es la hora del desayuno.

El gato tiene un aspecto saludable y come con el resto de los catacumberitos; pero no está castrado, y es violento con otros gatitos. “A este no lo he nombrado porque todavía tengo la esperanza de que alguien diga ‘ay, antes de que la loca de los gatos lo secuestre y lo deje castradito para siempre, lo voy a reclamar”, explica Diana.

—¿Esos gatos que abandonan tienen problemas de salud?

—Algunas veces llegan gatos en terribles condiciones. No duran mucho tiempo porque al exponer a un gato de casa a una cantidad tan grande de gatos que ya son resistentes a muchas cosas, porque han vivido en ese ambiente durante mucho tiempo, pues los mismos gatitos se van. Es difícil que un gatito de hogar permanezca acá.

—Se deben priorizar, al no estar acostumbrado a vivir en estas condiciones…

—Esta situación me puede mucho. Tengo bien ubicados a mis gatos adultos del panteón que pueden salir, pero por alguna razón siempre llega alguien a abandonar cachorros o a un gato muy vulnerable con un estado de salud terrible, y tengo que priorizar esos gatos y dejar un poco a mis gatos que ya están acostumbrados a esta vida, que ya tienen unos hábitos muy específicos.

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“Cuando estaba más chica, adopté un gato de aquí, que estaban golpeando unos niños. Pero no sobrevivió porque tenía muchas heridas. Era una cachorrita”, dice Fabiola sentada en una de las bancas del Jardín de San Fernando, frente al museo y panteón homónimos.

Recuerda que su amor por los michis nació en la adolescencia. Su bisabuela enfermó y ella la visitaba los fines de semana, y en donde vivía había muchos gatos abandonados. “Una colonia de unos veinte”, recuerda. “Y mi mamá me dijo ‘oye, son muchos gatos, yo creo que hay que ganarnos su confianza y hay que esterilizarlos’”. Con el dinero que le otorgaba la beca Prepa Sí, pagaba esterilizaciones y sobres de comida húmeda. Después, una amiga le pidió a Fabiola que cuidara a su gato unos días. Ella aceptó. La amiga nunca regresó por él. Desde entonces ha vivido con varios gatos en su casa. “Me han llegado porque es muy difícil darlos en adopción. Me tocó un caso que di a una en adopción, y lamentablemente la persona que la tenía no la cuidó y la atacó un perrito. Y dije ‘ya no vuelvo a dar en adopción a ninguno, yo me los voy quedar”, dice.

—¿Y tienes catacumberitos?

—Ahorita tengo cuatro gatas que son del panteón. Una del 2015; otra del 2017; otra del 2018; la última es de la pandemia. Las rescaté como se pudo. Muchos vecinos de aquí nos hemos quedado con ellos. Hay una historia muy bonita, de un señor que tiene una tienda en la calle de acá atrás, la de Héroes, que adoptó dos gatitos. Uno muy flaquito, que ahora lo acompaña en su tienda y ya hasta viaja en camioneta.

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Es una mañana de mediados de febrero. En los barrotes verdes que resguardan el Panteón de San Fernando un grupo de gatos se congrega frente a un hombre de la tercera edad. Se llama Santiago Arrieta; de cariño, algunas vecinas le dicen “don Pollito” porque es el alimento que a diario reparte a los felinos.

—¿Cuándo comenzó a alimentarlos, don Santiago?

—Desde hace como más de cinco años. Lo hago porque me di cuenta de que estos gatitos padecían hambre —dice mientras saca de una bolsa de plástico trozos de pechuga de pollo que intenta repartir equitativamente—. Ya saben a qué hora vengo, y ya están aquí esperándome.

Un atigrado gris de ojos verdes devora rápido la carne que Santiago le da, e intentan quitarle un poco a su compañero, con el que comparte los mismos rasgos. Poco a poco llegan otros gatos; algunos de ellos no comen cuando va Diana Arredondo porque se quedan en el panteón y ahí no está permitido alimentarlos.

Desde hace ocho años Santiago trabaja en una tienda de productos naturistas, a unas cuadras de San Fernando. A partir de 2020 comenzó a alimentar a los gatos de la zona, preocupado por el estado en que se encontraban. Cuando en noviembre de 2023 se cambió la administración del Museo Panteón de San Fernando y se restringió el acceso para que Diana pudiera alimentarlos y curar sus heridas, se preocupó mucho, pensó que podían hacerles daño. “Creo que querían quitarlos, eliminarlos”, comenta.

—¿Fueron complicados esos meses?

—Sí, es que a mí me sensibiliza mucho ver a un perro, a un gato, sufriendo en la calle. No me gusta el sufrimiento. Quisiera alimentarlos a todos y adoptarlos a todos, pero no se tiene el recurso.

—¿Y con los vecinos no han tenido problemas?, que alguien se queje por la presencia de los gatos por la colonia.

—Sí, hay una que otra persona que detesta a los animales, pero la mayoría de la gente no. —dice don Santiago, don Pollito, como le dicen las vecinas—. Hasta te agradecen. Una señora me platicó que antes de que estuviera aquí el enrejado en el panteón, cuando estaba todo agreste, ya había gatos. Entonces, gatos siempre ha habido.

Don Santiago pone un poco de pollo en la palma de su mano y estira el brazo para que un gato coma de ahí. “Desde niño me han gustado los animales. No solo perros y gatos, todo tipo de animales; hasta las hormigas.”, dice. Fue por ese amor a los animales que decidió adoptar a Fígaro, uno de los catacumberitos.

—¿Por qué a ese gatito?

—Es que más bien yo creo que él me adoptó a mí. Es un gatito café —cuenta, orgulloso—. Se la pasaba chille y chille debajo de los carros. Se iba de un lado para otro chillando. Era el puro esqueleto. Era tal el grado de inanición que ya no comía nada. Se le empezó a medicar y a alimentar y ya no se despegó de mí. Tenía miedo hasta de entrar a la tienda; luego fue agarrando confianza.[MR5] [JO6] [JO7] 

Ahora Fígaro es el gerente de la tienda. A veces lo acompaña en las rondas de alimentación y observa a sus excompañeros desde la camioneta de Santiago. “Es muy importante que se esterilicen y no se abandonen. Solo así se acabará con el sufrimiento de tantos gatos y perros de la calle”, dice, mientras guarda la bolsa de plástico, vacía, donde traía el pollo.

Luego de haber comido, una gata blanca de ojos azules se recuesta sobre la tumba de Dolores Escalante y José María Fragua. Los rayos de sol iluminan su pelaje blanco con discretas manchas café. Abre la boca, grande, como un bostezo, y comienza a lamerse el cuerpo.

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“Lamentablemente ha habido desinformación. Muchos creen que aquí es un refugio. Y no, no lo es”, comenta Fabiola luego de explicar que en las últimas semanas han abandonado a un par de gatitos pequeños en San Fernando. Mientras habla, el gato barcino que hace una hora había entrado al panteón introduciéndose por los barrotes, sale ahora con la misma flexibilidad.

—¡Grisho! —lo saluda Fabiola.

—Él estaba aquí hace un rato.

Indiferente al saludo y a mi comentario, Grisho camina rápido en dirección a la plaza.

—Tiene prisa…

— Grisho es el rey de San Fernando. Él nos falta de esterilizar. Es muy difícil. Es uno de los machos más agresivos del panteón y no se ha dejado pescar, pero ya futuramente caerá.

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Oculto del sol, Grisho reposa cerca de unos arbustos en las jardineras de la Plaza de San Fernando, a unos pasos del templo, el museo y el panteón. Le tomo una foto con el celular, pero la imagen no es nítida. Me recuesto en la banqueta para encontrar un mejor ángulo; entonces alguien me jala de la camisa: “¡¿Qué le haces al gato?!”.

Es una de las personas que duerme en las jardineras de la plaza. Después de unos minutos tensos de explicarle que solo quería fotografiarlo, acepta conversar un poco conmigo a cambio de su desayuno. Mientras muerde una torta de milanesa me cuenta que le gusta que estén los gatos en esa zona porque matan a las ratas. También explica que su preocupación se debió a que “luego se llevan a los gatos”. Al día siguiente Diana Arredondo confirma esto.

—Es que en la zona sí hay un problema muy importante de brujería, santería, y todos en la colonia están al pendiente —dice mientras camina cerca de la jardinera donde la tarde anterior descansaba Grisho.

—Sí, lo vi. Estaba muy receloso de que me acercara. Me costó un poco convencerlo de que no quería hacerle daño al gatito.

—Si ven que alguien se acerca a un gato y no me ven a mí, a mi vecina Laura, a don Santi, a Fabiola, de inmediato dicen “no, a ti no te conocemos, no sabemos qué le puedes hacer al gato”. Y sí ha servido porque las personas que vienen para hacer ese tipo de cosas [santería, brujería], se van luego, luego —dice Diana—. Somos una colonia gatera.

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Después de alimentar a los catacumberitos que habitan dentro del Museo de San Fernando, Diana se encuentra con Santiago Arrieta cerca de los barrotes que resguardan el recinto. Hasta ellos llega el estruendo de unas trompetas que resuenen en la plaza, en donde hay una estatua del héroe patrio Vicente Guerrero (1782-1831); en ese momento las autoridades del museo participan en una ceremonia por el aniversario luctuoso del expresidente.

Mientras Diana y Santiago conversan sobre los gatos —quiénes comieron en la ronda de alimentación; quiénes no porque se quedaron descansando en las tumbas; la situación de una gata carey que se sospecha está embarazada—, un hombre que empuja un puesto ambulante de dulces se acerca a ellos.

—¡Ahí viene mi ahijado! —anuncia Diana, feliz.

—¡Hola amiguita! —dice el hombre que, a pesar de su delgadez, empuja y estaciona sin esfuerzo alguno la pesada carretilla llena de dulces.

Junto a unas paletas, galletas y caramelos, hay una mochila transportadora azul marino. El dulcero viste una camisa polo azul cielo, llevaba gorra y sus labios se cubren apenas por un bigote tenue; se llama Adolfo; y, por supuesto, él no es el ahijado.

El ahijado viaja en la mochila transportadora. Por la ventanilla de plástico se asoma su cara: es un gato blanco con pequeñas manchas negras, de ojos azules.

—Se llama Orión, mi ahijado —lo presenta Diana.

—Llegó bien chiquitito, bien flaquito; tenía mes y medio —explica Adolfo.

Diana ayudó con la esterilización y vacunación de Orión cuando Adolfo decidió adoptarlo. Ahora todos los días lo acompaña a vender dulces. “No lo dejo solito porque tengo miedo de que me lo envenenen; le vayan aventar algo”, dice, mientras saca a Orión de su transportadora.

Cuando era niño, a Adolfo no le gustaban los gatos. El motivo se debe a un ladrón gatuno. “En la casa había un gato que se robaba el jamón de mi sándwich. Debajo de mi cama solo encontraba el pan”, recuerda.

Diana sostiene a Orión y Santiago le ofrece un poco de pollo. El gatito come; es juguetón, se repega y ronronea a Diana, que lo acaricia. “Y ahora, cómo adoro a este cabrón”, dice Adolfo, sonriendo, antes de regresar a Orión a su transportadora para continuar con su trayecto, ofreciendo dulces.

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Entre un pequeño grupo de catacumberitos que se acercan para comer churu, se distingue uno de ellos porque es siamés, porque camina raro, porque tiene dos pequeñas heridas: una en la espalda y otra en el rostro. El gato se abre paso entre los demás y reclama más churu para él.

—Diana, este gato está herido.

—¿Quién?, ¿él? —señala al gato siamés—. Sí: herida en la espalda y en la carita. A él cada vez le ponemos pomadita, pero se rasca. Tenemos que sacarlo para que le pongan un collar isabelino o no se va a curar. Se llama Siami.

Siami aparta a sus compañeros felinos e intenta apoderarse del tubito de churu jalándolo con los dientes.

—Consiéntelo con mucho churu, que le toque doble.

—Camina un poco chuequito, ¿verdad?

—Él antes caminaba en círculos. Intentaba caminar derecho, pero no podía y entonces daba círculos y círculos para llegar a donde quería. Cuando lo atrapamos para esterilizarlo, le pedí a los médicos que le hicieran unas radiografías para saber si era un problema de la columna. Y no. Tenía una infección muy fuerte en el oído, y por eso terminó así.

Luego, señalando la cabeza de Siami, Diana agrega:

—Si lo ves bien, no puede mantener su cabecita quieta. Está como chuequito. La infección estaba muy fuerte; se logró curar, pero le quedó la secuela para siempre. Él era de manejo muy difícil, con los años se ha ido haciendo más sociable.

Un gato blanco de ojos azules llamado Galileo se acerca para comer un poco de churu, pero Siami lo aleja dándole un zarpazo. “Bueno, con los humanos, porque con los gatos es violento. Así chuequito como está les mete unas corretizas”, aclara Diana.

Después de lavar todos los platos y bebederos, de recoger las croquetas que han caído al piso, de jugar y darle cariños a los gatitos, Diana se prepara para salir del panteón. Se terminaron los noventa minutos que tiene para alimentarlos. Este viernes de febrero debe abandonar el patio antes de las 10, porque a las 11 se abren las puertas del museo al público. Les ha dejado agua limpia. Y luego de guardar las cosas en su mochila, comienza a despedirse de algunos catacumberitos.

Mientras tanto, Siami lame los últimos residuos de churu. De nuevo intenta jalar el tubito, como para asegurarse de que se lo terminó.

Borges escribió “por obra indescifrable de un decreto divino, te buscamos vanamente” para describir a los gatos. Despacio, prudente, paso mi mano por el costado de Siami, evitando sus heridas.

“Tu lomo condesciende a la morosa caricia de mi mano”, dice también el poema de Borges “A un gato”.

Durante unos segundos Siami restriega su rostro en mi pierna y sus ojos azules se entrecierran un poco. Después se aleja. Con su paso un poco chueco, Siami —rebelde, catacumbero y satisfecho de golosina— se dirige hacia donde están algunos colegas gatunos, que disfrutan del sol echados en el pasto.

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Catacumberitos: la vida de los gatos del Panteón de San Fernando

Catacumberitos: la vida de los gatos del Panteón de San Fernando

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En 2022 se abrió la cuenta @Catacumberitos en Instagram. Allí comenzó a compartir información con fotos y vídeos de los gatitos que habitan San Fernando. Aunque en un inicio era una cuenta local, poco a poco el número de likes en las publicaciones comenzó a subir, así como el apoyo.
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Los gatos han fascinado a la humanidad durante siglos, pero aún son víctimas de maltrato, abandono y supersticiones. Un grupo de vecinos se ha organizado para protegerlos en la Ciudad de México.

Los gatos,

inmortales de modo tan humilde.

Retan al tiempo, duran

atravesando las vicisitudes,

sin saber de la Historia

que levanta edificios

Gatos de Roma”, Jorge Guillén

 

Un gato barcino camina despacio por el suelo adoquinado de San Fernando, un museo y cementerio en el centro de la Ciudad de México. En este recinto se encuentran las tumbas de algunos de los personajes más importantes de la historia nacional: Vicente Guerrero, Ignacio Comonfort, Martín Carrera, Benito Juárez, Francisco Zarco, Francisco González Bocanegra, entre otros. Ajeno a este desfile de nombres, el pequeño felino se mueve cauteloso.

Es un viernes de febrero de 2025, la neblina de la mañana comienza a disiparse. Hace unos minutos el reloj marcó las ocho en punto. Cargando una mochila con platos y comida, Diana Arredondo recorre el sendero del panteón. Entre los sepulcros de personajes ilustres, comienzan a aparecer más gatos: algunos barcinos; otros carey y calicó; muchos atigrados. Sobre la tumba de Tomás Mejía, un militar de origen indígena, duerme Nieve, una gata blanca de ojos azules.

Diana llega al tercer patio de San Fernando, uno de los 170 museos de la Ciudad de México. A partir de este instante, tiene noventa minutos para realizar su misión. En esta zona no hay tumbas, sino apenas unos cuantos árboles enfermos y un escenario pequeño donde se organizan eventos al aire libre. Aquí es donde se concentra la mayoría de los gatos. “Ven, Tomasito, Tomasito”, le dice Diana a un gato que la observa. “A algunos hay que rogarles para que coman”.

Desde 2022 Diana Arredondo se encarga de alimentar a esta colonia felina que ha bautizado con el nombre Catacumberitos: “Se me ocurrió nombrar así a los gatitos porque viven en el panteón, y yo quería un nombre bonito relacionado con este lugar”, explica. “‘Cat’, ‘catacumbas’, pensé, y dije ‘Catacumberitos’”.

Mientras Diana saca de su mochila recipientes con croquetas y pollo, el platillo especial de los viernes, dos gatos empiezan a maullarse y se acercan el uno al otro, amenazantes. El blanco con manchas grises y café, listo para el combate, alza una de sus patitas mostrando las garras.

—¡Tereso!, ¡Galileo! —los reprende su cuidadora.

—Parece que esos dos no se llevan muy bien.

—Tienen una relación amor-odio.

Diana Arredondo se dedica a la enseñanza del español como lengua extranjera; estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México, y desde hace 10 años se dedica a la docencia. Tiene ocho años viviendo en la colonia Guerrero.

—¿Cuándo conociste a estos pequeños?

—Conocí a los catacumberitos en 2022, durante la pandemia, cuando nos mandaron a todos a encerrar. A veces había que salir a hacer algunas cosas, y yo empecé a salir en bicicleta y me encontré el Panteón de San Fernando —recuerda Diana mientras continúa sacando utensilios de su mochila—. Me di cuenta de que había gatitos, y como yo en mi casa he tenido gatos también, me acerqué.

Su amor por los gatos nació de la convivencia diaria. “Antes no los veía, y cuando yo adopté a mi primer gatito, también de la calle, también en un estado muy vulnerable, me di cuenta de que eran criaturas que están a merced de lo que una buena o una mala persona puede hacer por ellos”, explica. “Me movió mucho a la compasión mi primera gatita. Ella inició todo”.

Diana coloca platitos de metal en el piso; todos a una distancia exacta, la de dos adoquines, para evitar disputas por el alimento. Los gatos comienzan a reunirse a su alrededor. Saben que pronto van a comer. Levantan la cola y maúllan, exigentes. Para alimentarlos, Diana se pone guantes y reparte croquetas en los platos. “Primero es ponerles croquetas para distraerlos, en lo que el pollo queda. Y ahorita les ponemos unos sobrecitos”, dice.

Apenas termina de decir esto, uno de los gatos se acerca al traste donde Diana lleva el pollo.

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“Está caliente. Ya sé que olieron el pollo, pero está caliente. —les explica Diana, pero un gato gris desobedece su advertencia y se acerca más—. ¡Misha, está caliente!”.

Aquella mañana de 2022 que Diana se acercó a San Fernando, vio que había platitos y croquetas alrededor del enrejado que resguarda al museo. Intrigada, empezó a buscar a las personas que los alimentaban para saber un poco más sobre estos gatos, conocer su estado de salud, si estaban esterilizados. Sospechaba que no era así. “A simple vista, y por el olor, me daba cuenta de que no lo estaban. Además, el espacio estaba muy deteriorado”, recuerda.

Luego de descubrir que ahí habitaba una colonia de gatos ferales, Diana comenzó a dejarles alimento. Investigó quiénes eran los otros vecinos que parecían preocuparse por ellos. Preguntó en varios grupos de Facebook: “Gente vecina de los alrededores del Panteón de San Fernando, ¿quién alimenta a los gatos?”. Así se encontró a Laura, una mujer de la tercera edad que ha alimentado a los catacumberitos y a otras colonias de gatos de la zona desde hace varios años. “Yo platiqué con ella, le dije, ‘Oye, qué onda, estos gatitos’. Me dijo: ‘No, pues es que llevan aquí viviendo muchos años y yo la verdad, pues, lo único que puedo hacer es alimentarlos’”.

Laura y Diana decidieron formar un equipo para cuidarlos. La intención era que los michis recibieran atención médica, pero para conseguirlo primero tenían que ganarse su confianza. Algo que no fue tan fácil como pensaban.

Mientras Diana pone croquetas en los platos, Misha, veloz, se acerca al recipiente del pollo y se lleva un trozo. “¡Te valió que estuviera caliente!”, le dice Diana, sonriendo.

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En 2022 Diana abrió la cuenta @Catacumberitos en Instagram. Allí comenzó a compartir información con fotos y vídeos de los gatitos que habitan San Fernando. Aunque en un inicio era una cuenta local, que era seguida solo por vecinos de la zona, poco a poco el número de likes en las publicaciones comenzó a subir, y con ello el apoyo.

—¿Cuál fue la idea de abrir la cuenta?, ¿para viralizar la situación?

—Un poco sí. Una vez que inicié la cuenta de Instagram, la pensé en términos de que podemos hacer algunas cosas para promover que la gente adopte y cuando tengamos casos muy difíciles, subir rifas, pedir donativos, captar un poco de apoyo económico para poder sacar adelante a los casos más difíciles. Para todo lo demás, siempre les digo ‘tiene que ser un donativo en especie, en alimento’, porque eso es lo que más me ayuda.

En febrero de 2025 la cuenta de @Catacumberitos ya tiene más de 36 000 seguidores. Documentar la vida de los gatitos en redes sociales fue la estrategia que permitió a Diana asegurar croquetas para los próximos meses. Y es que si algo ama la gente en internet es a los gatos. De hecho, buena parte de internet son gatos. No es una exageración. Existen pruebas de sobra. No importa qué red social uses (YouTube, TikTok, X, Facebook, Instagram), en poco tiempo encontrarás un video o una imagen de un gato.

En 2012 el departamento de investigación de Google X Lab mostró 10 millones de miniaturas de videos de YouTube seleccionadas al azar a una red neuronal de 16 000 computadoras. La presencia felina era tanta que el primer concepto que esa red neuronal cibernética inventó fue “gato”. Las imágenes de michis eran tantas, tantísimas, que al final ese cerebro electrónico obtuvo mejores resultados identificando gatos que rostros humanos.

En un video publicado en @Catacumberitos, a inicios de 2025, se escucha a Diana, fuera de cuadro, diciéndole a un gato: “¡Grisho!, ¡Grisho!, ven a comer”. El gatito gris, de ojos verdes, la ignora, como suelen hacer los gatos. Luego de unos llamados más, Grisho finalmente accede y se acerca a comer. El video tiene más de 2 000 "me gusta".

“Luego me dicen cosas como ‘¡Ah, grabas los videos bien bonitos!’ y les digo que no, les juro que los videos que salen bonitos porque los gatos son muy hermosos. Yo nomás aprieto la foto y como Dios mande que salga así lo publico; porque si no, no me da tiempo de lavar, de alimentar, de apapacharlos. Porque también hay que darle su amorcito a cada uno”, dice Diana.

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Sin inmutarse por la presencia de hombres y de mujeres que caminan a su lado o que se sientan en las bancas cercanas, un gato barcino de ojos verdes, [MR1] que después me enteraré se llama Grisho, camina a paso lento frente al atrio de la iglesia de San Fernando. Este templo católico fue construido en el siglo XVIII, durante el virreinato, como parte de un Colegio Apostólico de la Orden de los Franciscanos. Su fundador, San Francisco de Asís, tenía entre sus virtudes el voto de pobreza y su devoción a los animales, a quienes llamaba "pequeños hermanos". Grisho deja atrás el portal y sus desgastados ornatos barrocos, y con flexibilidad se introduce por los barrotes verdes que resguardan el panteón.

Pocos minutos después, por la misma ruta por donde llegó el gato, desde la avenida Hidalgo, aparece Fabiola. De inmediato se percibe su amor a los felinos: viste un vestido blanco con estampados de gatos anaranjados y calicós; de sus orejas cuelgan aretes de gatitos negros y grises. Recorre los portales que resguardan el frente del cementerio; luego cuenta que “siempre han vivido michis aquí, desde que yo recuerde”, dice.

Fabiola es criminóloga y filósofa; trabaja como asesora legislativa en materia de prevención del delito. Lleva casi 30 años viviendo en la colonia Guerrero. De hecho, su familia ha habitado ahí desde mediados del siglo pasado, y en alguna ocasión su abuela le contó que desde aquella época ya se veía a varios gatos merodeando por la zona del panteón.

—¿Y desde cuándo comenzaste a cuidarlos?

—No diario, pero desde hace años por lo menos cada dos días mi mamá y yo pasábamos a alimentarlos —cuenta—. Siempre fue un lugar para abandonar gatos y nosotras siempre tratamos de alimentarlos con croquetitas, de vez en cuando sobre [de comida húmeda] y en fechas especiales, como Navidad o Año nuevo, su pollito.

A veces su mamá y ella se turnaban por horarios para ir por la mañana, por la tarde o por la noche. En ocasiones veían restos de croquetas o carne y con el tiempo comenzaron a conocer a otros vecinos que también los alimentaban. Un día de mediados de 2022, Fabiola y su mamá estaban alimentando a los gatos afuera del Museo de San Fernando, cerca de esos portales que recorrió hace unos minutos, y vio a una mujer que estaba dentro del panteón, alimentado a otros. Era Diana Arredondo.

“Le preguntamos si le podíamos traer alimento. Nos dijo que sí. Luego nos empezó a platicar que a ella ya le habían dado permiso para alimentarlos por dentro para que no se hiciera basura en los portales”, recuerda Fabiola.

—¿Cómo comenzaron a colaborar con el cuidado de los gatitos?

—Ella [Diana] me comentó que había creado una página, que era la de @Catacumberitos, que aceptaba donaciones o que si nosotros queríamos pagar la esterilización o vacunación podíamos hacerlo, aunque no fuera en la veterinaria que ella los llevaba y, pues ya, así empezó.

Su mamá donó una esterilización, luego Fabiola otra. Conocieron a Laura y la red de cuidadoras comenzó a crecer. Se creó un grupo de WhatsApp. Actualmente el equipo se integra por ocho vecinas y dos vecinos; se turnan para alimentarlos y se escriben para informar sobre el estado de los gatitos: “Nos avisamos ‘no he visto a tal gatito, ¿tú lo viste?’, nos estamos comunicando constantemente”, dice Fabiola. También hacen colectas y se organizan para llevarlos al veterinario cuando se enferman. Todos los gastos son cuidados por estos vecinos organizados. “Cuando se enferman los gastos son muchos; no son económicos, la verdad: 13 000 pesos, 15 000 pesos en un solo gatito. Una pastillita para despulgarlos y para desparasitarlos, son 250 pesos, ahora multiplícalo por 36 gatos, es mucho el gasto”, explica.

—Me imagino que la calidad de vida de los gatos ha mejorado muchísimo.

—Sí. Y se ha disminuido el número de gatos, por las adopciones —dice Fabiola, pero matiza—. Ha seguido el abandono por parte de la gente. Sobre todo, por la desinformación: se presta para que piensen que es un santuario o un albergue de gatos, cuando no lo es.

Además del gasto monetario, está el esfuerzo físico que implica cuidar de los gatos. Como son ferales[MR2] [JO3] [JO4] , para desparasitarlos deben crear complicadas estrategias con el objetivo de que tomen las pastillas. “Les damos Churu [una golosina de consistencia cremosa para gatos], que les gusta mucho, o un sobrecito y ahí ponemos el medicamento”, explica. Poco a poco este grupo de vecinas aprendió a involucrarse en el cuidado de los gatitos más allá de su alimentación. Pero la situación comenzó a cambiar en agosto de 2024.

—¿Cómo te diste cuenta de que algo estaba mal?

—Empecé a ver a muchos gatos afuera. Y dije: “Está muy raro”, porque se la pasaban adentro, en el patio o en las tumbas para tomar solecito.

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Mientras los catacumberitos comen croquetas, Diana aprovecha para servirles pollo de manera ordenada. Pero inquietos, cuatro gatos se acercan a ella con el objetivo de ser los primeros en recibir la carne. Además de alimentarlos, Diana revisa su estado de salud y se encarga de la limpieza del espacio donde se encuentran.

“Estos son los bebederos —dice sosteniendo uno de los seis recipientes grandes de acero que hay distribuidos en el patio del Museo de San Fernando—. El agua ya está verdecita. Hay que lavarlos y cambiar agua”.

Después de alimentarlos desde afuera del museo durante algunas semanas, en 2022, los gatos del Panteón de San Fernando comenzaron a confiar en ella. Algunos dejaron que se les acercara; aunque uno que otro todavía era receloso y eso le costó varios rasguños.

En ese momento, el grupo de los catacumberitos lo integraban 50 gatos, casi todos tenían su salud deteriorada. Porque era necesario atenderlos, Diana se acercó al líder coordinador de Proyectos del Museo Panteón de San Fernando, José Antonio Cortés Muñoz, quien aceptó que entraran a dar atención médica y cuidados a los gatos que habitaban el recinto: le permitió entrar cuatro veces a la semana, incluidos los fines de semana.

—Porque no solamente es la cuestión de la alimentación, sino de su salud. Alimentar no es cuidar; alimentar es solo calmarles el hambre. Está también el gato herido; hay gatos que se mueren por infecciones en el estómago. Cuando un cuidador rápido lo ve, ve el problema, lo atiende y en cinco días el gato ya está bien. Alimentar es solo el primer paso; lo segundo es esterilizarlos.

—¿Cuál es el estado actual de los catacumberitos?

—Ahorita tenemos 36 gatitos, y a esos 36 gatos hay que estarlos monitoreando. La verdad es que los catacumberitos son gatos muy bien cuidados.

Para lograr que estos gatos tengan una vida digna, comenzó a trampear —TNR (Trap-Neuter-Return)—, un método que consiste en capturar, esterilizar y liberar a los gatos. De esa forma se puede controlar a la población del panteón y es más fácil identificarlos y monitorearlos.

—Un trampeo grande se lleva muchos recursos, aunque la esterilización sea gratuita, el transporte es caro porque no encuentras. Un Uber no te va a transportar a 20 gatos, y si te los transporta, te los va a transportar a un precio carísimo de París porque no están hechos para transportar animales.

—Supone mucho esfuerzo físico también…

—¡Sí! Y luego hay que buscar un resguardo también. Entonces todo eso es mucho trabajo y a veces creo que lo que hace que muchas personas se desanimen y digan, "No, ¿sabes qué? No lo voy a hacer”.

Otro de los objetivos de las cuidadoras es que sean adoptados. “De eso también se trata esta michimisión: sacar a los gatos, que pueden tener un hogar, que dejen de vivir en la calle. Últimamente me he dedicado a sacar a los gatos que recién abandonan porque son gatos que todavía son sociables, es más fácil darlos en adopción”, explica Diana.

Los cuidados de los catacumberitos se obstaculizaron con el cambio de la dirección administrativa del museo. Desde noviembre de 2023, la entonces nueva coordinadora de proyectos del Museo Panteón de San Fernando, Alejandra Correa González, puso trabas, como cortar las visitas de cuidado de los fines de semana, lo que provocaba que los gatitos se quedaran sin comida y agua hasta cuatro días. Ninguna de las cuidadoras supo los motivos de esta restricción.

—Imagino que fue un proceso muy largo y desgastante, ¿cómo lograron que les dejaran cuidar de los gatos otra vez?

—Creo que hay que soportar, de entrada. Siempre somos las locas de los gatos, soportar que digan “la señora loca que está obsesionada con los gatos y ya vino y ya hizo”. Eso. En mi caso, yo siempre busqué la colaboración con [la Secretaría de] Cultura, la colaboración con el gobierno, pero entonces pasas a ser la piedrita en el zapato. Y como piedrita en el zapato, pues es como que “sácate, ya no te quiero aquí porque me estás causando muchos problemas”. Y pues hay que resistir, no hay de otra.

Luego de que este tema se viralizó en redes sociales, en enero de 2025 se firmó un acuerdo entre las cuidadoras de los catacumberitos y las secretarías de Cultura y Medio Ambiente de la Ciudad de México, lo que permite que Diana y Fabiola ingresen a San Fernando para que alimenten y revisen la salud de los michis.

La titular de la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México, Ana Francis López Bayghen Patiño, también anunció que el sábado 22 de febrero se realizará la primera edición de “Gatotitlán”, un festival que contará con actividades culturales, artísticas y comunitarias con el objetivo de fomentar la protección de los gatos.

Las cuidadoras de los catacumberitos no forman parte del evento. Diana considera que “este evento que hace la Secretaría de Cultura, sí un poco para limpiar la imagen. Pero creo que es bueno, es justo, es saludable. Es decir: ‘Miren, al final sí hicimos caso, a lo mejor un poco tarde, pero sí hicimos caso. Ahora queremos que vean que vamos a hacer algunas cosas en pro del bienestar de los gatitos’”.

Si tú ves que un gatito se queda mucho rato en un lugar, te acercas a ver qué onda con él. Ahí lo dejaron morir. ¿Por qué no avisaron?

Durante los meses que no pudieron acceder al museo para alimentar y monitorear la salud de los michis, su calidad de vida se deterioró. Incluso hubo muertes. Hay un caso en especial que Fabiola recuerda. Félix, un gato de pelaje blanquinegro que murió por falta de alimentación:

—Notamos que no había mucho ímpetu por parte de ellos para ayudarlos [a los catacumberitos]. Se habían quedado dentro costales de comida, por lo menos un costal y medio de alimento. Y ahí seguía ahora que le permitieron el ingreso a Diana —dice—. En ese tiempo los gatos salían a buscar el alimento por fuera y eso es más riesgoso.

—¿Hubo accidentes?

—Sí, hubo algunos accidentes. Uno de ellos fue Félix. Él murió por omisión. Si tú ves que un gatito se queda mucho rato en un lugar, te acercas a ver qué onda con él. Ahí lo dejaron morir. ¿Por qué no avisaron? Sí había contacto con Diana, y nadie fue para mandar un mensaje de “oye, el gato está mal, ¿puedes venir por él?”. Se quedó en la tumba de Ignacio Zaragoza. Ellos lo dejaron morir.

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Qué más se puede hacer.

Dormir y esperar.

Ya verá cuando regrese,

ya verá cuando aparezca.

Se va a enterar

de que eso no se le puede hacer a un gato.

“Un gato en un piso vacío”, Wislawa Szymborska.

Hay 80 millones de animales que viven en un hogar mexicano, según la Primera encuesta nacional de bienestar autorreportado realizada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) en 2021. De estos, 43.8 millones son caninos; 16.2 millones, felinos; 20 millones son de otra especie. En la Ciudad de México habita al menos un animal en el 61% de las casas, el porcentaje más bajo de todo el país.

En contraste con estos datos, es imposible saber cuántos gatos viven en la calle. Son demasiados. Basta con salir de nuestras casas para encontrar a un michi sin hogar. En 2022 la organización Mars Petcare realizó el estudio Índice de las mascotas sin hogar, en el que participaron más de 15 000 personas de nueve países, incluyendo a México, y según este índice, 4 de cada 10 entrevistados de nuestro país ve al menos a un gato callejero al día.

Otro resultado de este estudio es que 4 de cada 10 personas han abandonado a su perro o a su gato porque les requería demasiado compromiso o tiempo. La Procuraduría Ambiental y del Ordenamiento Territorial de la Ciudad de México (PAOT) señaló en 2021 que cada año aproximadamente 500 000 perros y gatos son abandonados en la capital del país. Este abandono masivo trae muchas muertes. Los animales domésticos se adentran en espacios urbanos que desconocen, y corren el riesgo de ser atropellados o atacados por animales ferales. También se convierten en depredadores de especies de fauna silvestre.

“Entre los principales efectos ecológicos negativos generados por los gatos y perros domésticos, encontramos la depredación de diversas especies de fauna silvestre nativa, la competencia interespecífica o de interferencia con otras especies de carnívoros y la hibridación con otras especies de felinos y cánidos silvestres”, explican en su artículo “Tus mejores amigos pueden ser tus peores enemigos: impacto de los gatos y perros domésticos en países megadiversos” de los ecólogos mexicanos Mónica Orduña-Villaseñor, David Valenzuela-Galván y Jorge E. Schondube.

En San Fernando cada tanto aparece un gato doméstico. Hace un par de semanas, a inicios de 2025, comenzó a aparecer uno de pelaje blanco y manchas anaranjadas. Todavía conserva un collar, aunque sin placa.

—¿Hay mucho abandono de gatos en la zona?

—Sí. Este pequeño yo pienso que es de los vecinos de por allá —dice Diana, señalando a un edificio que está detrás de panteón—. Sus ventanas dan a la azotea del museo, y si los dejan salir, vale queso. Este pequeño ya se acostumbró a que esta es la hora del desayuno.

El gato tiene un aspecto saludable y come con el resto de los catacumberitos; pero no está castrado, y es violento con otros gatitos. “A este no lo he nombrado porque todavía tengo la esperanza de que alguien diga ‘ay, antes de que la loca de los gatos lo secuestre y lo deje castradito para siempre, lo voy a reclamar”, explica Diana.

—¿Esos gatos que abandonan tienen problemas de salud?

—Algunas veces llegan gatos en terribles condiciones. No duran mucho tiempo porque al exponer a un gato de casa a una cantidad tan grande de gatos que ya son resistentes a muchas cosas, porque han vivido en ese ambiente durante mucho tiempo, pues los mismos gatitos se van. Es difícil que un gatito de hogar permanezca acá.

—Se deben priorizar, al no estar acostumbrado a vivir en estas condiciones…

—Esta situación me puede mucho. Tengo bien ubicados a mis gatos adultos del panteón que pueden salir, pero por alguna razón siempre llega alguien a abandonar cachorros o a un gato muy vulnerable con un estado de salud terrible, y tengo que priorizar esos gatos y dejar un poco a mis gatos que ya están acostumbrados a esta vida, que ya tienen unos hábitos muy específicos.

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“Cuando estaba más chica, adopté un gato de aquí, que estaban golpeando unos niños. Pero no sobrevivió porque tenía muchas heridas. Era una cachorrita”, dice Fabiola sentada en una de las bancas del Jardín de San Fernando, frente al museo y panteón homónimos.

Recuerda que su amor por los michis nació en la adolescencia. Su bisabuela enfermó y ella la visitaba los fines de semana, y en donde vivía había muchos gatos abandonados. “Una colonia de unos veinte”, recuerda. “Y mi mamá me dijo ‘oye, son muchos gatos, yo creo que hay que ganarnos su confianza y hay que esterilizarlos’”. Con el dinero que le otorgaba la beca Prepa Sí, pagaba esterilizaciones y sobres de comida húmeda. Después, una amiga le pidió a Fabiola que cuidara a su gato unos días. Ella aceptó. La amiga nunca regresó por él. Desde entonces ha vivido con varios gatos en su casa. “Me han llegado porque es muy difícil darlos en adopción. Me tocó un caso que di a una en adopción, y lamentablemente la persona que la tenía no la cuidó y la atacó un perrito. Y dije ‘ya no vuelvo a dar en adopción a ninguno, yo me los voy quedar”, dice.

—¿Y tienes catacumberitos?

—Ahorita tengo cuatro gatas que son del panteón. Una del 2015; otra del 2017; otra del 2018; la última es de la pandemia. Las rescaté como se pudo. Muchos vecinos de aquí nos hemos quedado con ellos. Hay una historia muy bonita, de un señor que tiene una tienda en la calle de acá atrás, la de Héroes, que adoptó dos gatitos. Uno muy flaquito, que ahora lo acompaña en su tienda y ya hasta viaja en camioneta.

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Es una mañana de mediados de febrero. En los barrotes verdes que resguardan el Panteón de San Fernando un grupo de gatos se congrega frente a un hombre de la tercera edad. Se llama Santiago Arrieta; de cariño, algunas vecinas le dicen “don Pollito” porque es el alimento que a diario reparte a los felinos.

—¿Cuándo comenzó a alimentarlos, don Santiago?

—Desde hace como más de cinco años. Lo hago porque me di cuenta de que estos gatitos padecían hambre —dice mientras saca de una bolsa de plástico trozos de pechuga de pollo que intenta repartir equitativamente—. Ya saben a qué hora vengo, y ya están aquí esperándome.

Un atigrado gris de ojos verdes devora rápido la carne que Santiago le da, e intentan quitarle un poco a su compañero, con el que comparte los mismos rasgos. Poco a poco llegan otros gatos; algunos de ellos no comen cuando va Diana Arredondo porque se quedan en el panteón y ahí no está permitido alimentarlos.

Desde hace ocho años Santiago trabaja en una tienda de productos naturistas, a unas cuadras de San Fernando. A partir de 2020 comenzó a alimentar a los gatos de la zona, preocupado por el estado en que se encontraban. Cuando en noviembre de 2023 se cambió la administración del Museo Panteón de San Fernando y se restringió el acceso para que Diana pudiera alimentarlos y curar sus heridas, se preocupó mucho, pensó que podían hacerles daño. “Creo que querían quitarlos, eliminarlos”, comenta.

—¿Fueron complicados esos meses?

—Sí, es que a mí me sensibiliza mucho ver a un perro, a un gato, sufriendo en la calle. No me gusta el sufrimiento. Quisiera alimentarlos a todos y adoptarlos a todos, pero no se tiene el recurso.

—¿Y con los vecinos no han tenido problemas?, que alguien se queje por la presencia de los gatos por la colonia.

—Sí, hay una que otra persona que detesta a los animales, pero la mayoría de la gente no. —dice don Santiago, don Pollito, como le dicen las vecinas—. Hasta te agradecen. Una señora me platicó que antes de que estuviera aquí el enrejado en el panteón, cuando estaba todo agreste, ya había gatos. Entonces, gatos siempre ha habido.

Don Santiago pone un poco de pollo en la palma de su mano y estira el brazo para que un gato coma de ahí. “Desde niño me han gustado los animales. No solo perros y gatos, todo tipo de animales; hasta las hormigas.”, dice. Fue por ese amor a los animales que decidió adoptar a Fígaro, uno de los catacumberitos.

—¿Por qué a ese gatito?

—Es que más bien yo creo que él me adoptó a mí. Es un gatito café —cuenta, orgulloso—. Se la pasaba chille y chille debajo de los carros. Se iba de un lado para otro chillando. Era el puro esqueleto. Era tal el grado de inanición que ya no comía nada. Se le empezó a medicar y a alimentar y ya no se despegó de mí. Tenía miedo hasta de entrar a la tienda; luego fue agarrando confianza.[MR5] [JO6] [JO7] 

Ahora Fígaro es el gerente de la tienda. A veces lo acompaña en las rondas de alimentación y observa a sus excompañeros desde la camioneta de Santiago. “Es muy importante que se esterilicen y no se abandonen. Solo así se acabará con el sufrimiento de tantos gatos y perros de la calle”, dice, mientras guarda la bolsa de plástico, vacía, donde traía el pollo.

Luego de haber comido, una gata blanca de ojos azules se recuesta sobre la tumba de Dolores Escalante y José María Fragua. Los rayos de sol iluminan su pelaje blanco con discretas manchas café. Abre la boca, grande, como un bostezo, y comienza a lamerse el cuerpo.

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“Lamentablemente ha habido desinformación. Muchos creen que aquí es un refugio. Y no, no lo es”, comenta Fabiola luego de explicar que en las últimas semanas han abandonado a un par de gatitos pequeños en San Fernando. Mientras habla, el gato barcino que hace una hora había entrado al panteón introduciéndose por los barrotes, sale ahora con la misma flexibilidad.

—¡Grisho! —lo saluda Fabiola.

—Él estaba aquí hace un rato.

Indiferente al saludo y a mi comentario, Grisho camina rápido en dirección a la plaza.

—Tiene prisa…

— Grisho es el rey de San Fernando. Él nos falta de esterilizar. Es muy difícil. Es uno de los machos más agresivos del panteón y no se ha dejado pescar, pero ya futuramente caerá.

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Oculto del sol, Grisho reposa cerca de unos arbustos en las jardineras de la Plaza de San Fernando, a unos pasos del templo, el museo y el panteón. Le tomo una foto con el celular, pero la imagen no es nítida. Me recuesto en la banqueta para encontrar un mejor ángulo; entonces alguien me jala de la camisa: “¡¿Qué le haces al gato?!”.

Es una de las personas que duerme en las jardineras de la plaza. Después de unos minutos tensos de explicarle que solo quería fotografiarlo, acepta conversar un poco conmigo a cambio de su desayuno. Mientras muerde una torta de milanesa me cuenta que le gusta que estén los gatos en esa zona porque matan a las ratas. También explica que su preocupación se debió a que “luego se llevan a los gatos”. Al día siguiente Diana Arredondo confirma esto.

—Es que en la zona sí hay un problema muy importante de brujería, santería, y todos en la colonia están al pendiente —dice mientras camina cerca de la jardinera donde la tarde anterior descansaba Grisho.

—Sí, lo vi. Estaba muy receloso de que me acercara. Me costó un poco convencerlo de que no quería hacerle daño al gatito.

—Si ven que alguien se acerca a un gato y no me ven a mí, a mi vecina Laura, a don Santi, a Fabiola, de inmediato dicen “no, a ti no te conocemos, no sabemos qué le puedes hacer al gato”. Y sí ha servido porque las personas que vienen para hacer ese tipo de cosas [santería, brujería], se van luego, luego —dice Diana—. Somos una colonia gatera.

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Después de alimentar a los catacumberitos que habitan dentro del Museo de San Fernando, Diana se encuentra con Santiago Arrieta cerca de los barrotes que resguardan el recinto. Hasta ellos llega el estruendo de unas trompetas que resuenen en la plaza, en donde hay una estatua del héroe patrio Vicente Guerrero (1782-1831); en ese momento las autoridades del museo participan en una ceremonia por el aniversario luctuoso del expresidente.

Mientras Diana y Santiago conversan sobre los gatos —quiénes comieron en la ronda de alimentación; quiénes no porque se quedaron descansando en las tumbas; la situación de una gata carey que se sospecha está embarazada—, un hombre que empuja un puesto ambulante de dulces se acerca a ellos.

—¡Ahí viene mi ahijado! —anuncia Diana, feliz.

—¡Hola amiguita! —dice el hombre que, a pesar de su delgadez, empuja y estaciona sin esfuerzo alguno la pesada carretilla llena de dulces.

Junto a unas paletas, galletas y caramelos, hay una mochila transportadora azul marino. El dulcero viste una camisa polo azul cielo, llevaba gorra y sus labios se cubren apenas por un bigote tenue; se llama Adolfo; y, por supuesto, él no es el ahijado.

El ahijado viaja en la mochila transportadora. Por la ventanilla de plástico se asoma su cara: es un gato blanco con pequeñas manchas negras, de ojos azules.

—Se llama Orión, mi ahijado —lo presenta Diana.

—Llegó bien chiquitito, bien flaquito; tenía mes y medio —explica Adolfo.

Diana ayudó con la esterilización y vacunación de Orión cuando Adolfo decidió adoptarlo. Ahora todos los días lo acompaña a vender dulces. “No lo dejo solito porque tengo miedo de que me lo envenenen; le vayan aventar algo”, dice, mientras saca a Orión de su transportadora.

Cuando era niño, a Adolfo no le gustaban los gatos. El motivo se debe a un ladrón gatuno. “En la casa había un gato que se robaba el jamón de mi sándwich. Debajo de mi cama solo encontraba el pan”, recuerda.

Diana sostiene a Orión y Santiago le ofrece un poco de pollo. El gatito come; es juguetón, se repega y ronronea a Diana, que lo acaricia. “Y ahora, cómo adoro a este cabrón”, dice Adolfo, sonriendo, antes de regresar a Orión a su transportadora para continuar con su trayecto, ofreciendo dulces.

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Entre un pequeño grupo de catacumberitos que se acercan para comer churu, se distingue uno de ellos porque es siamés, porque camina raro, porque tiene dos pequeñas heridas: una en la espalda y otra en el rostro. El gato se abre paso entre los demás y reclama más churu para él.

—Diana, este gato está herido.

—¿Quién?, ¿él? —señala al gato siamés—. Sí: herida en la espalda y en la carita. A él cada vez le ponemos pomadita, pero se rasca. Tenemos que sacarlo para que le pongan un collar isabelino o no se va a curar. Se llama Siami.

Siami aparta a sus compañeros felinos e intenta apoderarse del tubito de churu jalándolo con los dientes.

—Consiéntelo con mucho churu, que le toque doble.

—Camina un poco chuequito, ¿verdad?

—Él antes caminaba en círculos. Intentaba caminar derecho, pero no podía y entonces daba círculos y círculos para llegar a donde quería. Cuando lo atrapamos para esterilizarlo, le pedí a los médicos que le hicieran unas radiografías para saber si era un problema de la columna. Y no. Tenía una infección muy fuerte en el oído, y por eso terminó así.

Luego, señalando la cabeza de Siami, Diana agrega:

—Si lo ves bien, no puede mantener su cabecita quieta. Está como chuequito. La infección estaba muy fuerte; se logró curar, pero le quedó la secuela para siempre. Él era de manejo muy difícil, con los años se ha ido haciendo más sociable.

Un gato blanco de ojos azules llamado Galileo se acerca para comer un poco de churu, pero Siami lo aleja dándole un zarpazo. “Bueno, con los humanos, porque con los gatos es violento. Así chuequito como está les mete unas corretizas”, aclara Diana.

Después de lavar todos los platos y bebederos, de recoger las croquetas que han caído al piso, de jugar y darle cariños a los gatitos, Diana se prepara para salir del panteón. Se terminaron los noventa minutos que tiene para alimentarlos. Este viernes de febrero debe abandonar el patio antes de las 10, porque a las 11 se abren las puertas del museo al público. Les ha dejado agua limpia. Y luego de guardar las cosas en su mochila, comienza a despedirse de algunos catacumberitos.

Mientras tanto, Siami lame los últimos residuos de churu. De nuevo intenta jalar el tubito, como para asegurarse de que se lo terminó.

Borges escribió “por obra indescifrable de un decreto divino, te buscamos vanamente” para describir a los gatos. Despacio, prudente, paso mi mano por el costado de Siami, evitando sus heridas.

“Tu lomo condesciende a la morosa caricia de mi mano”, dice también el poema de Borges “A un gato”.

Durante unos segundos Siami restriega su rostro en mi pierna y sus ojos azules se entrecierran un poco. Después se aleja. Con su paso un poco chueco, Siami —rebelde, catacumbero y satisfecho de golosina— se dirige hacia donde están algunos colegas gatunos, que disfrutan del sol echados en el pasto.

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Catacumberitos: la vida de los gatos del Panteón de San Fernando

Catacumberitos: la vida de los gatos del Panteón de San Fernando

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25
2025
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Los gatos han fascinado a la humanidad durante siglos, pero aún son víctimas de maltrato, abandono y supersticiones. Un grupo de vecinos se ha organizado para protegerlos en la Ciudad de México.

Los gatos,

inmortales de modo tan humilde.

Retan al tiempo, duran

atravesando las vicisitudes,

sin saber de la Historia

que levanta edificios

Gatos de Roma”, Jorge Guillén

 

Un gato barcino camina despacio por el suelo adoquinado de San Fernando, un museo y cementerio en el centro de la Ciudad de México. En este recinto se encuentran las tumbas de algunos de los personajes más importantes de la historia nacional: Vicente Guerrero, Ignacio Comonfort, Martín Carrera, Benito Juárez, Francisco Zarco, Francisco González Bocanegra, entre otros. Ajeno a este desfile de nombres, el pequeño felino se mueve cauteloso.

Es un viernes de febrero de 2025, la neblina de la mañana comienza a disiparse. Hace unos minutos el reloj marcó las ocho en punto. Cargando una mochila con platos y comida, Diana Arredondo recorre el sendero del panteón. Entre los sepulcros de personajes ilustres, comienzan a aparecer más gatos: algunos barcinos; otros carey y calicó; muchos atigrados. Sobre la tumba de Tomás Mejía, un militar de origen indígena, duerme Nieve, una gata blanca de ojos azules.

Diana llega al tercer patio de San Fernando, uno de los 170 museos de la Ciudad de México. A partir de este instante, tiene noventa minutos para realizar su misión. En esta zona no hay tumbas, sino apenas unos cuantos árboles enfermos y un escenario pequeño donde se organizan eventos al aire libre. Aquí es donde se concentra la mayoría de los gatos. “Ven, Tomasito, Tomasito”, le dice Diana a un gato que la observa. “A algunos hay que rogarles para que coman”.

Desde 2022 Diana Arredondo se encarga de alimentar a esta colonia felina que ha bautizado con el nombre Catacumberitos: “Se me ocurrió nombrar así a los gatitos porque viven en el panteón, y yo quería un nombre bonito relacionado con este lugar”, explica. “‘Cat’, ‘catacumbas’, pensé, y dije ‘Catacumberitos’”.

Mientras Diana saca de su mochila recipientes con croquetas y pollo, el platillo especial de los viernes, dos gatos empiezan a maullarse y se acercan el uno al otro, amenazantes. El blanco con manchas grises y café, listo para el combate, alza una de sus patitas mostrando las garras.

—¡Tereso!, ¡Galileo! —los reprende su cuidadora.

—Parece que esos dos no se llevan muy bien.

—Tienen una relación amor-odio.

Diana Arredondo se dedica a la enseñanza del español como lengua extranjera; estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México, y desde hace 10 años se dedica a la docencia. Tiene ocho años viviendo en la colonia Guerrero.

—¿Cuándo conociste a estos pequeños?

—Conocí a los catacumberitos en 2022, durante la pandemia, cuando nos mandaron a todos a encerrar. A veces había que salir a hacer algunas cosas, y yo empecé a salir en bicicleta y me encontré el Panteón de San Fernando —recuerda Diana mientras continúa sacando utensilios de su mochila—. Me di cuenta de que había gatitos, y como yo en mi casa he tenido gatos también, me acerqué.

Su amor por los gatos nació de la convivencia diaria. “Antes no los veía, y cuando yo adopté a mi primer gatito, también de la calle, también en un estado muy vulnerable, me di cuenta de que eran criaturas que están a merced de lo que una buena o una mala persona puede hacer por ellos”, explica. “Me movió mucho a la compasión mi primera gatita. Ella inició todo”.

Diana coloca platitos de metal en el piso; todos a una distancia exacta, la de dos adoquines, para evitar disputas por el alimento. Los gatos comienzan a reunirse a su alrededor. Saben que pronto van a comer. Levantan la cola y maúllan, exigentes. Para alimentarlos, Diana se pone guantes y reparte croquetas en los platos. “Primero es ponerles croquetas para distraerlos, en lo que el pollo queda. Y ahorita les ponemos unos sobrecitos”, dice.

Apenas termina de decir esto, uno de los gatos se acerca al traste donde Diana lleva el pollo.

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“Está caliente. Ya sé que olieron el pollo, pero está caliente. —les explica Diana, pero un gato gris desobedece su advertencia y se acerca más—. ¡Misha, está caliente!”.

Aquella mañana de 2022 que Diana se acercó a San Fernando, vio que había platitos y croquetas alrededor del enrejado que resguarda al museo. Intrigada, empezó a buscar a las personas que los alimentaban para saber un poco más sobre estos gatos, conocer su estado de salud, si estaban esterilizados. Sospechaba que no era así. “A simple vista, y por el olor, me daba cuenta de que no lo estaban. Además, el espacio estaba muy deteriorado”, recuerda.

Luego de descubrir que ahí habitaba una colonia de gatos ferales, Diana comenzó a dejarles alimento. Investigó quiénes eran los otros vecinos que parecían preocuparse por ellos. Preguntó en varios grupos de Facebook: “Gente vecina de los alrededores del Panteón de San Fernando, ¿quién alimenta a los gatos?”. Así se encontró a Laura, una mujer de la tercera edad que ha alimentado a los catacumberitos y a otras colonias de gatos de la zona desde hace varios años. “Yo platiqué con ella, le dije, ‘Oye, qué onda, estos gatitos’. Me dijo: ‘No, pues es que llevan aquí viviendo muchos años y yo la verdad, pues, lo único que puedo hacer es alimentarlos’”.

Laura y Diana decidieron formar un equipo para cuidarlos. La intención era que los michis recibieran atención médica, pero para conseguirlo primero tenían que ganarse su confianza. Algo que no fue tan fácil como pensaban.

Mientras Diana pone croquetas en los platos, Misha, veloz, se acerca al recipiente del pollo y se lleva un trozo. “¡Te valió que estuviera caliente!”, le dice Diana, sonriendo.

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En 2022 Diana abrió la cuenta @Catacumberitos en Instagram. Allí comenzó a compartir información con fotos y vídeos de los gatitos que habitan San Fernando. Aunque en un inicio era una cuenta local, que era seguida solo por vecinos de la zona, poco a poco el número de likes en las publicaciones comenzó a subir, y con ello el apoyo.

—¿Cuál fue la idea de abrir la cuenta?, ¿para viralizar la situación?

—Un poco sí. Una vez que inicié la cuenta de Instagram, la pensé en términos de que podemos hacer algunas cosas para promover que la gente adopte y cuando tengamos casos muy difíciles, subir rifas, pedir donativos, captar un poco de apoyo económico para poder sacar adelante a los casos más difíciles. Para todo lo demás, siempre les digo ‘tiene que ser un donativo en especie, en alimento’, porque eso es lo que más me ayuda.

En febrero de 2025 la cuenta de @Catacumberitos ya tiene más de 36 000 seguidores. Documentar la vida de los gatitos en redes sociales fue la estrategia que permitió a Diana asegurar croquetas para los próximos meses. Y es que si algo ama la gente en internet es a los gatos. De hecho, buena parte de internet son gatos. No es una exageración. Existen pruebas de sobra. No importa qué red social uses (YouTube, TikTok, X, Facebook, Instagram), en poco tiempo encontrarás un video o una imagen de un gato.

En 2012 el departamento de investigación de Google X Lab mostró 10 millones de miniaturas de videos de YouTube seleccionadas al azar a una red neuronal de 16 000 computadoras. La presencia felina era tanta que el primer concepto que esa red neuronal cibernética inventó fue “gato”. Las imágenes de michis eran tantas, tantísimas, que al final ese cerebro electrónico obtuvo mejores resultados identificando gatos que rostros humanos.

En un video publicado en @Catacumberitos, a inicios de 2025, se escucha a Diana, fuera de cuadro, diciéndole a un gato: “¡Grisho!, ¡Grisho!, ven a comer”. El gatito gris, de ojos verdes, la ignora, como suelen hacer los gatos. Luego de unos llamados más, Grisho finalmente accede y se acerca a comer. El video tiene más de 2 000 "me gusta".

“Luego me dicen cosas como ‘¡Ah, grabas los videos bien bonitos!’ y les digo que no, les juro que los videos que salen bonitos porque los gatos son muy hermosos. Yo nomás aprieto la foto y como Dios mande que salga así lo publico; porque si no, no me da tiempo de lavar, de alimentar, de apapacharlos. Porque también hay que darle su amorcito a cada uno”, dice Diana.

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Sin inmutarse por la presencia de hombres y de mujeres que caminan a su lado o que se sientan en las bancas cercanas, un gato barcino de ojos verdes, [MR1] que después me enteraré se llama Grisho, camina a paso lento frente al atrio de la iglesia de San Fernando. Este templo católico fue construido en el siglo XVIII, durante el virreinato, como parte de un Colegio Apostólico de la Orden de los Franciscanos. Su fundador, San Francisco de Asís, tenía entre sus virtudes el voto de pobreza y su devoción a los animales, a quienes llamaba "pequeños hermanos". Grisho deja atrás el portal y sus desgastados ornatos barrocos, y con flexibilidad se introduce por los barrotes verdes que resguardan el panteón.

Pocos minutos después, por la misma ruta por donde llegó el gato, desde la avenida Hidalgo, aparece Fabiola. De inmediato se percibe su amor a los felinos: viste un vestido blanco con estampados de gatos anaranjados y calicós; de sus orejas cuelgan aretes de gatitos negros y grises. Recorre los portales que resguardan el frente del cementerio; luego cuenta que “siempre han vivido michis aquí, desde que yo recuerde”, dice.

Fabiola es criminóloga y filósofa; trabaja como asesora legislativa en materia de prevención del delito. Lleva casi 30 años viviendo en la colonia Guerrero. De hecho, su familia ha habitado ahí desde mediados del siglo pasado, y en alguna ocasión su abuela le contó que desde aquella época ya se veía a varios gatos merodeando por la zona del panteón.

—¿Y desde cuándo comenzaste a cuidarlos?

—No diario, pero desde hace años por lo menos cada dos días mi mamá y yo pasábamos a alimentarlos —cuenta—. Siempre fue un lugar para abandonar gatos y nosotras siempre tratamos de alimentarlos con croquetitas, de vez en cuando sobre [de comida húmeda] y en fechas especiales, como Navidad o Año nuevo, su pollito.

A veces su mamá y ella se turnaban por horarios para ir por la mañana, por la tarde o por la noche. En ocasiones veían restos de croquetas o carne y con el tiempo comenzaron a conocer a otros vecinos que también los alimentaban. Un día de mediados de 2022, Fabiola y su mamá estaban alimentando a los gatos afuera del Museo de San Fernando, cerca de esos portales que recorrió hace unos minutos, y vio a una mujer que estaba dentro del panteón, alimentado a otros. Era Diana Arredondo.

“Le preguntamos si le podíamos traer alimento. Nos dijo que sí. Luego nos empezó a platicar que a ella ya le habían dado permiso para alimentarlos por dentro para que no se hiciera basura en los portales”, recuerda Fabiola.

—¿Cómo comenzaron a colaborar con el cuidado de los gatitos?

—Ella [Diana] me comentó que había creado una página, que era la de @Catacumberitos, que aceptaba donaciones o que si nosotros queríamos pagar la esterilización o vacunación podíamos hacerlo, aunque no fuera en la veterinaria que ella los llevaba y, pues ya, así empezó.

Su mamá donó una esterilización, luego Fabiola otra. Conocieron a Laura y la red de cuidadoras comenzó a crecer. Se creó un grupo de WhatsApp. Actualmente el equipo se integra por ocho vecinas y dos vecinos; se turnan para alimentarlos y se escriben para informar sobre el estado de los gatitos: “Nos avisamos ‘no he visto a tal gatito, ¿tú lo viste?’, nos estamos comunicando constantemente”, dice Fabiola. También hacen colectas y se organizan para llevarlos al veterinario cuando se enferman. Todos los gastos son cuidados por estos vecinos organizados. “Cuando se enferman los gastos son muchos; no son económicos, la verdad: 13 000 pesos, 15 000 pesos en un solo gatito. Una pastillita para despulgarlos y para desparasitarlos, son 250 pesos, ahora multiplícalo por 36 gatos, es mucho el gasto”, explica.

—Me imagino que la calidad de vida de los gatos ha mejorado muchísimo.

—Sí. Y se ha disminuido el número de gatos, por las adopciones —dice Fabiola, pero matiza—. Ha seguido el abandono por parte de la gente. Sobre todo, por la desinformación: se presta para que piensen que es un santuario o un albergue de gatos, cuando no lo es.

Además del gasto monetario, está el esfuerzo físico que implica cuidar de los gatos. Como son ferales[MR2] [JO3] [JO4] , para desparasitarlos deben crear complicadas estrategias con el objetivo de que tomen las pastillas. “Les damos Churu [una golosina de consistencia cremosa para gatos], que les gusta mucho, o un sobrecito y ahí ponemos el medicamento”, explica. Poco a poco este grupo de vecinas aprendió a involucrarse en el cuidado de los gatitos más allá de su alimentación. Pero la situación comenzó a cambiar en agosto de 2024.

—¿Cómo te diste cuenta de que algo estaba mal?

—Empecé a ver a muchos gatos afuera. Y dije: “Está muy raro”, porque se la pasaban adentro, en el patio o en las tumbas para tomar solecito.

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Mientras los catacumberitos comen croquetas, Diana aprovecha para servirles pollo de manera ordenada. Pero inquietos, cuatro gatos se acercan a ella con el objetivo de ser los primeros en recibir la carne. Además de alimentarlos, Diana revisa su estado de salud y se encarga de la limpieza del espacio donde se encuentran.

“Estos son los bebederos —dice sosteniendo uno de los seis recipientes grandes de acero que hay distribuidos en el patio del Museo de San Fernando—. El agua ya está verdecita. Hay que lavarlos y cambiar agua”.

Después de alimentarlos desde afuera del museo durante algunas semanas, en 2022, los gatos del Panteón de San Fernando comenzaron a confiar en ella. Algunos dejaron que se les acercara; aunque uno que otro todavía era receloso y eso le costó varios rasguños.

En ese momento, el grupo de los catacumberitos lo integraban 50 gatos, casi todos tenían su salud deteriorada. Porque era necesario atenderlos, Diana se acercó al líder coordinador de Proyectos del Museo Panteón de San Fernando, José Antonio Cortés Muñoz, quien aceptó que entraran a dar atención médica y cuidados a los gatos que habitaban el recinto: le permitió entrar cuatro veces a la semana, incluidos los fines de semana.

—Porque no solamente es la cuestión de la alimentación, sino de su salud. Alimentar no es cuidar; alimentar es solo calmarles el hambre. Está también el gato herido; hay gatos que se mueren por infecciones en el estómago. Cuando un cuidador rápido lo ve, ve el problema, lo atiende y en cinco días el gato ya está bien. Alimentar es solo el primer paso; lo segundo es esterilizarlos.

—¿Cuál es el estado actual de los catacumberitos?

—Ahorita tenemos 36 gatitos, y a esos 36 gatos hay que estarlos monitoreando. La verdad es que los catacumberitos son gatos muy bien cuidados.

Para lograr que estos gatos tengan una vida digna, comenzó a trampear —TNR (Trap-Neuter-Return)—, un método que consiste en capturar, esterilizar y liberar a los gatos. De esa forma se puede controlar a la población del panteón y es más fácil identificarlos y monitorearlos.

—Un trampeo grande se lleva muchos recursos, aunque la esterilización sea gratuita, el transporte es caro porque no encuentras. Un Uber no te va a transportar a 20 gatos, y si te los transporta, te los va a transportar a un precio carísimo de París porque no están hechos para transportar animales.

—Supone mucho esfuerzo físico también…

—¡Sí! Y luego hay que buscar un resguardo también. Entonces todo eso es mucho trabajo y a veces creo que lo que hace que muchas personas se desanimen y digan, "No, ¿sabes qué? No lo voy a hacer”.

Otro de los objetivos de las cuidadoras es que sean adoptados. “De eso también se trata esta michimisión: sacar a los gatos, que pueden tener un hogar, que dejen de vivir en la calle. Últimamente me he dedicado a sacar a los gatos que recién abandonan porque son gatos que todavía son sociables, es más fácil darlos en adopción”, explica Diana.

Los cuidados de los catacumberitos se obstaculizaron con el cambio de la dirección administrativa del museo. Desde noviembre de 2023, la entonces nueva coordinadora de proyectos del Museo Panteón de San Fernando, Alejandra Correa González, puso trabas, como cortar las visitas de cuidado de los fines de semana, lo que provocaba que los gatitos se quedaran sin comida y agua hasta cuatro días. Ninguna de las cuidadoras supo los motivos de esta restricción.

—Imagino que fue un proceso muy largo y desgastante, ¿cómo lograron que les dejaran cuidar de los gatos otra vez?

—Creo que hay que soportar, de entrada. Siempre somos las locas de los gatos, soportar que digan “la señora loca que está obsesionada con los gatos y ya vino y ya hizo”. Eso. En mi caso, yo siempre busqué la colaboración con [la Secretaría de] Cultura, la colaboración con el gobierno, pero entonces pasas a ser la piedrita en el zapato. Y como piedrita en el zapato, pues es como que “sácate, ya no te quiero aquí porque me estás causando muchos problemas”. Y pues hay que resistir, no hay de otra.

Luego de que este tema se viralizó en redes sociales, en enero de 2025 se firmó un acuerdo entre las cuidadoras de los catacumberitos y las secretarías de Cultura y Medio Ambiente de la Ciudad de México, lo que permite que Diana y Fabiola ingresen a San Fernando para que alimenten y revisen la salud de los michis.

La titular de la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México, Ana Francis López Bayghen Patiño, también anunció que el sábado 22 de febrero se realizará la primera edición de “Gatotitlán”, un festival que contará con actividades culturales, artísticas y comunitarias con el objetivo de fomentar la protección de los gatos.

Las cuidadoras de los catacumberitos no forman parte del evento. Diana considera que “este evento que hace la Secretaría de Cultura, sí un poco para limpiar la imagen. Pero creo que es bueno, es justo, es saludable. Es decir: ‘Miren, al final sí hicimos caso, a lo mejor un poco tarde, pero sí hicimos caso. Ahora queremos que vean que vamos a hacer algunas cosas en pro del bienestar de los gatitos’”.

Si tú ves que un gatito se queda mucho rato en un lugar, te acercas a ver qué onda con él. Ahí lo dejaron morir. ¿Por qué no avisaron?

Durante los meses que no pudieron acceder al museo para alimentar y monitorear la salud de los michis, su calidad de vida se deterioró. Incluso hubo muertes. Hay un caso en especial que Fabiola recuerda. Félix, un gato de pelaje blanquinegro que murió por falta de alimentación:

—Notamos que no había mucho ímpetu por parte de ellos para ayudarlos [a los catacumberitos]. Se habían quedado dentro costales de comida, por lo menos un costal y medio de alimento. Y ahí seguía ahora que le permitieron el ingreso a Diana —dice—. En ese tiempo los gatos salían a buscar el alimento por fuera y eso es más riesgoso.

—¿Hubo accidentes?

—Sí, hubo algunos accidentes. Uno de ellos fue Félix. Él murió por omisión. Si tú ves que un gatito se queda mucho rato en un lugar, te acercas a ver qué onda con él. Ahí lo dejaron morir. ¿Por qué no avisaron? Sí había contacto con Diana, y nadie fue para mandar un mensaje de “oye, el gato está mal, ¿puedes venir por él?”. Se quedó en la tumba de Ignacio Zaragoza. Ellos lo dejaron morir.

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Qué más se puede hacer.

Dormir y esperar.

Ya verá cuando regrese,

ya verá cuando aparezca.

Se va a enterar

de que eso no se le puede hacer a un gato.

“Un gato en un piso vacío”, Wislawa Szymborska.

Hay 80 millones de animales que viven en un hogar mexicano, según la Primera encuesta nacional de bienestar autorreportado realizada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) en 2021. De estos, 43.8 millones son caninos; 16.2 millones, felinos; 20 millones son de otra especie. En la Ciudad de México habita al menos un animal en el 61% de las casas, el porcentaje más bajo de todo el país.

En contraste con estos datos, es imposible saber cuántos gatos viven en la calle. Son demasiados. Basta con salir de nuestras casas para encontrar a un michi sin hogar. En 2022 la organización Mars Petcare realizó el estudio Índice de las mascotas sin hogar, en el que participaron más de 15 000 personas de nueve países, incluyendo a México, y según este índice, 4 de cada 10 entrevistados de nuestro país ve al menos a un gato callejero al día.

Otro resultado de este estudio es que 4 de cada 10 personas han abandonado a su perro o a su gato porque les requería demasiado compromiso o tiempo. La Procuraduría Ambiental y del Ordenamiento Territorial de la Ciudad de México (PAOT) señaló en 2021 que cada año aproximadamente 500 000 perros y gatos son abandonados en la capital del país. Este abandono masivo trae muchas muertes. Los animales domésticos se adentran en espacios urbanos que desconocen, y corren el riesgo de ser atropellados o atacados por animales ferales. También se convierten en depredadores de especies de fauna silvestre.

“Entre los principales efectos ecológicos negativos generados por los gatos y perros domésticos, encontramos la depredación de diversas especies de fauna silvestre nativa, la competencia interespecífica o de interferencia con otras especies de carnívoros y la hibridación con otras especies de felinos y cánidos silvestres”, explican en su artículo “Tus mejores amigos pueden ser tus peores enemigos: impacto de los gatos y perros domésticos en países megadiversos” de los ecólogos mexicanos Mónica Orduña-Villaseñor, David Valenzuela-Galván y Jorge E. Schondube.

En San Fernando cada tanto aparece un gato doméstico. Hace un par de semanas, a inicios de 2025, comenzó a aparecer uno de pelaje blanco y manchas anaranjadas. Todavía conserva un collar, aunque sin placa.

—¿Hay mucho abandono de gatos en la zona?

—Sí. Este pequeño yo pienso que es de los vecinos de por allá —dice Diana, señalando a un edificio que está detrás de panteón—. Sus ventanas dan a la azotea del museo, y si los dejan salir, vale queso. Este pequeño ya se acostumbró a que esta es la hora del desayuno.

El gato tiene un aspecto saludable y come con el resto de los catacumberitos; pero no está castrado, y es violento con otros gatitos. “A este no lo he nombrado porque todavía tengo la esperanza de que alguien diga ‘ay, antes de que la loca de los gatos lo secuestre y lo deje castradito para siempre, lo voy a reclamar”, explica Diana.

—¿Esos gatos que abandonan tienen problemas de salud?

—Algunas veces llegan gatos en terribles condiciones. No duran mucho tiempo porque al exponer a un gato de casa a una cantidad tan grande de gatos que ya son resistentes a muchas cosas, porque han vivido en ese ambiente durante mucho tiempo, pues los mismos gatitos se van. Es difícil que un gatito de hogar permanezca acá.

—Se deben priorizar, al no estar acostumbrado a vivir en estas condiciones…

—Esta situación me puede mucho. Tengo bien ubicados a mis gatos adultos del panteón que pueden salir, pero por alguna razón siempre llega alguien a abandonar cachorros o a un gato muy vulnerable con un estado de salud terrible, y tengo que priorizar esos gatos y dejar un poco a mis gatos que ya están acostumbrados a esta vida, que ya tienen unos hábitos muy específicos.

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“Cuando estaba más chica, adopté un gato de aquí, que estaban golpeando unos niños. Pero no sobrevivió porque tenía muchas heridas. Era una cachorrita”, dice Fabiola sentada en una de las bancas del Jardín de San Fernando, frente al museo y panteón homónimos.

Recuerda que su amor por los michis nació en la adolescencia. Su bisabuela enfermó y ella la visitaba los fines de semana, y en donde vivía había muchos gatos abandonados. “Una colonia de unos veinte”, recuerda. “Y mi mamá me dijo ‘oye, son muchos gatos, yo creo que hay que ganarnos su confianza y hay que esterilizarlos’”. Con el dinero que le otorgaba la beca Prepa Sí, pagaba esterilizaciones y sobres de comida húmeda. Después, una amiga le pidió a Fabiola que cuidara a su gato unos días. Ella aceptó. La amiga nunca regresó por él. Desde entonces ha vivido con varios gatos en su casa. “Me han llegado porque es muy difícil darlos en adopción. Me tocó un caso que di a una en adopción, y lamentablemente la persona que la tenía no la cuidó y la atacó un perrito. Y dije ‘ya no vuelvo a dar en adopción a ninguno, yo me los voy quedar”, dice.

—¿Y tienes catacumberitos?

—Ahorita tengo cuatro gatas que son del panteón. Una del 2015; otra del 2017; otra del 2018; la última es de la pandemia. Las rescaté como se pudo. Muchos vecinos de aquí nos hemos quedado con ellos. Hay una historia muy bonita, de un señor que tiene una tienda en la calle de acá atrás, la de Héroes, que adoptó dos gatitos. Uno muy flaquito, que ahora lo acompaña en su tienda y ya hasta viaja en camioneta.

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Es una mañana de mediados de febrero. En los barrotes verdes que resguardan el Panteón de San Fernando un grupo de gatos se congrega frente a un hombre de la tercera edad. Se llama Santiago Arrieta; de cariño, algunas vecinas le dicen “don Pollito” porque es el alimento que a diario reparte a los felinos.

—¿Cuándo comenzó a alimentarlos, don Santiago?

—Desde hace como más de cinco años. Lo hago porque me di cuenta de que estos gatitos padecían hambre —dice mientras saca de una bolsa de plástico trozos de pechuga de pollo que intenta repartir equitativamente—. Ya saben a qué hora vengo, y ya están aquí esperándome.

Un atigrado gris de ojos verdes devora rápido la carne que Santiago le da, e intentan quitarle un poco a su compañero, con el que comparte los mismos rasgos. Poco a poco llegan otros gatos; algunos de ellos no comen cuando va Diana Arredondo porque se quedan en el panteón y ahí no está permitido alimentarlos.

Desde hace ocho años Santiago trabaja en una tienda de productos naturistas, a unas cuadras de San Fernando. A partir de 2020 comenzó a alimentar a los gatos de la zona, preocupado por el estado en que se encontraban. Cuando en noviembre de 2023 se cambió la administración del Museo Panteón de San Fernando y se restringió el acceso para que Diana pudiera alimentarlos y curar sus heridas, se preocupó mucho, pensó que podían hacerles daño. “Creo que querían quitarlos, eliminarlos”, comenta.

—¿Fueron complicados esos meses?

—Sí, es que a mí me sensibiliza mucho ver a un perro, a un gato, sufriendo en la calle. No me gusta el sufrimiento. Quisiera alimentarlos a todos y adoptarlos a todos, pero no se tiene el recurso.

—¿Y con los vecinos no han tenido problemas?, que alguien se queje por la presencia de los gatos por la colonia.

—Sí, hay una que otra persona que detesta a los animales, pero la mayoría de la gente no. —dice don Santiago, don Pollito, como le dicen las vecinas—. Hasta te agradecen. Una señora me platicó que antes de que estuviera aquí el enrejado en el panteón, cuando estaba todo agreste, ya había gatos. Entonces, gatos siempre ha habido.

Don Santiago pone un poco de pollo en la palma de su mano y estira el brazo para que un gato coma de ahí. “Desde niño me han gustado los animales. No solo perros y gatos, todo tipo de animales; hasta las hormigas.”, dice. Fue por ese amor a los animales que decidió adoptar a Fígaro, uno de los catacumberitos.

—¿Por qué a ese gatito?

—Es que más bien yo creo que él me adoptó a mí. Es un gatito café —cuenta, orgulloso—. Se la pasaba chille y chille debajo de los carros. Se iba de un lado para otro chillando. Era el puro esqueleto. Era tal el grado de inanición que ya no comía nada. Se le empezó a medicar y a alimentar y ya no se despegó de mí. Tenía miedo hasta de entrar a la tienda; luego fue agarrando confianza.[MR5] [JO6] [JO7] 

Ahora Fígaro es el gerente de la tienda. A veces lo acompaña en las rondas de alimentación y observa a sus excompañeros desde la camioneta de Santiago. “Es muy importante que se esterilicen y no se abandonen. Solo así se acabará con el sufrimiento de tantos gatos y perros de la calle”, dice, mientras guarda la bolsa de plástico, vacía, donde traía el pollo.

Luego de haber comido, una gata blanca de ojos azules se recuesta sobre la tumba de Dolores Escalante y José María Fragua. Los rayos de sol iluminan su pelaje blanco con discretas manchas café. Abre la boca, grande, como un bostezo, y comienza a lamerse el cuerpo.

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“Lamentablemente ha habido desinformación. Muchos creen que aquí es un refugio. Y no, no lo es”, comenta Fabiola luego de explicar que en las últimas semanas han abandonado a un par de gatitos pequeños en San Fernando. Mientras habla, el gato barcino que hace una hora había entrado al panteón introduciéndose por los barrotes, sale ahora con la misma flexibilidad.

—¡Grisho! —lo saluda Fabiola.

—Él estaba aquí hace un rato.

Indiferente al saludo y a mi comentario, Grisho camina rápido en dirección a la plaza.

—Tiene prisa…

— Grisho es el rey de San Fernando. Él nos falta de esterilizar. Es muy difícil. Es uno de los machos más agresivos del panteón y no se ha dejado pescar, pero ya futuramente caerá.

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Oculto del sol, Grisho reposa cerca de unos arbustos en las jardineras de la Plaza de San Fernando, a unos pasos del templo, el museo y el panteón. Le tomo una foto con el celular, pero la imagen no es nítida. Me recuesto en la banqueta para encontrar un mejor ángulo; entonces alguien me jala de la camisa: “¡¿Qué le haces al gato?!”.

Es una de las personas que duerme en las jardineras de la plaza. Después de unos minutos tensos de explicarle que solo quería fotografiarlo, acepta conversar un poco conmigo a cambio de su desayuno. Mientras muerde una torta de milanesa me cuenta que le gusta que estén los gatos en esa zona porque matan a las ratas. También explica que su preocupación se debió a que “luego se llevan a los gatos”. Al día siguiente Diana Arredondo confirma esto.

—Es que en la zona sí hay un problema muy importante de brujería, santería, y todos en la colonia están al pendiente —dice mientras camina cerca de la jardinera donde la tarde anterior descansaba Grisho.

—Sí, lo vi. Estaba muy receloso de que me acercara. Me costó un poco convencerlo de que no quería hacerle daño al gatito.

—Si ven que alguien se acerca a un gato y no me ven a mí, a mi vecina Laura, a don Santi, a Fabiola, de inmediato dicen “no, a ti no te conocemos, no sabemos qué le puedes hacer al gato”. Y sí ha servido porque las personas que vienen para hacer ese tipo de cosas [santería, brujería], se van luego, luego —dice Diana—. Somos una colonia gatera.

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Después de alimentar a los catacumberitos que habitan dentro del Museo de San Fernando, Diana se encuentra con Santiago Arrieta cerca de los barrotes que resguardan el recinto. Hasta ellos llega el estruendo de unas trompetas que resuenen en la plaza, en donde hay una estatua del héroe patrio Vicente Guerrero (1782-1831); en ese momento las autoridades del museo participan en una ceremonia por el aniversario luctuoso del expresidente.

Mientras Diana y Santiago conversan sobre los gatos —quiénes comieron en la ronda de alimentación; quiénes no porque se quedaron descansando en las tumbas; la situación de una gata carey que se sospecha está embarazada—, un hombre que empuja un puesto ambulante de dulces se acerca a ellos.

—¡Ahí viene mi ahijado! —anuncia Diana, feliz.

—¡Hola amiguita! —dice el hombre que, a pesar de su delgadez, empuja y estaciona sin esfuerzo alguno la pesada carretilla llena de dulces.

Junto a unas paletas, galletas y caramelos, hay una mochila transportadora azul marino. El dulcero viste una camisa polo azul cielo, llevaba gorra y sus labios se cubren apenas por un bigote tenue; se llama Adolfo; y, por supuesto, él no es el ahijado.

El ahijado viaja en la mochila transportadora. Por la ventanilla de plástico se asoma su cara: es un gato blanco con pequeñas manchas negras, de ojos azules.

—Se llama Orión, mi ahijado —lo presenta Diana.

—Llegó bien chiquitito, bien flaquito; tenía mes y medio —explica Adolfo.

Diana ayudó con la esterilización y vacunación de Orión cuando Adolfo decidió adoptarlo. Ahora todos los días lo acompaña a vender dulces. “No lo dejo solito porque tengo miedo de que me lo envenenen; le vayan aventar algo”, dice, mientras saca a Orión de su transportadora.

Cuando era niño, a Adolfo no le gustaban los gatos. El motivo se debe a un ladrón gatuno. “En la casa había un gato que se robaba el jamón de mi sándwich. Debajo de mi cama solo encontraba el pan”, recuerda.

Diana sostiene a Orión y Santiago le ofrece un poco de pollo. El gatito come; es juguetón, se repega y ronronea a Diana, que lo acaricia. “Y ahora, cómo adoro a este cabrón”, dice Adolfo, sonriendo, antes de regresar a Orión a su transportadora para continuar con su trayecto, ofreciendo dulces.

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Entre un pequeño grupo de catacumberitos que se acercan para comer churu, se distingue uno de ellos porque es siamés, porque camina raro, porque tiene dos pequeñas heridas: una en la espalda y otra en el rostro. El gato se abre paso entre los demás y reclama más churu para él.

—Diana, este gato está herido.

—¿Quién?, ¿él? —señala al gato siamés—. Sí: herida en la espalda y en la carita. A él cada vez le ponemos pomadita, pero se rasca. Tenemos que sacarlo para que le pongan un collar isabelino o no se va a curar. Se llama Siami.

Siami aparta a sus compañeros felinos e intenta apoderarse del tubito de churu jalándolo con los dientes.

—Consiéntelo con mucho churu, que le toque doble.

—Camina un poco chuequito, ¿verdad?

—Él antes caminaba en círculos. Intentaba caminar derecho, pero no podía y entonces daba círculos y círculos para llegar a donde quería. Cuando lo atrapamos para esterilizarlo, le pedí a los médicos que le hicieran unas radiografías para saber si era un problema de la columna. Y no. Tenía una infección muy fuerte en el oído, y por eso terminó así.

Luego, señalando la cabeza de Siami, Diana agrega:

—Si lo ves bien, no puede mantener su cabecita quieta. Está como chuequito. La infección estaba muy fuerte; se logró curar, pero le quedó la secuela para siempre. Él era de manejo muy difícil, con los años se ha ido haciendo más sociable.

Un gato blanco de ojos azules llamado Galileo se acerca para comer un poco de churu, pero Siami lo aleja dándole un zarpazo. “Bueno, con los humanos, porque con los gatos es violento. Así chuequito como está les mete unas corretizas”, aclara Diana.

Después de lavar todos los platos y bebederos, de recoger las croquetas que han caído al piso, de jugar y darle cariños a los gatitos, Diana se prepara para salir del panteón. Se terminaron los noventa minutos que tiene para alimentarlos. Este viernes de febrero debe abandonar el patio antes de las 10, porque a las 11 se abren las puertas del museo al público. Les ha dejado agua limpia. Y luego de guardar las cosas en su mochila, comienza a despedirse de algunos catacumberitos.

Mientras tanto, Siami lame los últimos residuos de churu. De nuevo intenta jalar el tubito, como para asegurarse de que se lo terminó.

Borges escribió “por obra indescifrable de un decreto divino, te buscamos vanamente” para describir a los gatos. Despacio, prudente, paso mi mano por el costado de Siami, evitando sus heridas.

“Tu lomo condesciende a la morosa caricia de mi mano”, dice también el poema de Borges “A un gato”.

Durante unos segundos Siami restriega su rostro en mi pierna y sus ojos azules se entrecierran un poco. Después se aleja. Con su paso un poco chueco, Siami —rebelde, catacumbero y satisfecho de golosina— se dirige hacia donde están algunos colegas gatunos, que disfrutan del sol echados en el pasto.

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En 2022 se abrió la cuenta @Catacumberitos en Instagram. Allí comenzó a compartir información con fotos y vídeos de los gatitos que habitan San Fernando. Aunque en un inicio era una cuenta local, poco a poco el número de likes en las publicaciones comenzó a subir, así como el apoyo.

Catacumberitos: la vida de los gatos del Panteón de San Fernando

Catacumberitos: la vida de los gatos del Panteón de San Fernando

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Los gatos han fascinado a la humanidad durante siglos, pero aún son víctimas de maltrato, abandono y supersticiones. Un grupo de vecinos se ha organizado para protegerlos en la Ciudad de México.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Los gatos,

inmortales de modo tan humilde.

Retan al tiempo, duran

atravesando las vicisitudes,

sin saber de la Historia

que levanta edificios

Gatos de Roma”, Jorge Guillén

 

Un gato barcino camina despacio por el suelo adoquinado de San Fernando, un museo y cementerio en el centro de la Ciudad de México. En este recinto se encuentran las tumbas de algunos de los personajes más importantes de la historia nacional: Vicente Guerrero, Ignacio Comonfort, Martín Carrera, Benito Juárez, Francisco Zarco, Francisco González Bocanegra, entre otros. Ajeno a este desfile de nombres, el pequeño felino se mueve cauteloso.

Es un viernes de febrero de 2025, la neblina de la mañana comienza a disiparse. Hace unos minutos el reloj marcó las ocho en punto. Cargando una mochila con platos y comida, Diana Arredondo recorre el sendero del panteón. Entre los sepulcros de personajes ilustres, comienzan a aparecer más gatos: algunos barcinos; otros carey y calicó; muchos atigrados. Sobre la tumba de Tomás Mejía, un militar de origen indígena, duerme Nieve, una gata blanca de ojos azules.

Diana llega al tercer patio de San Fernando, uno de los 170 museos de la Ciudad de México. A partir de este instante, tiene noventa minutos para realizar su misión. En esta zona no hay tumbas, sino apenas unos cuantos árboles enfermos y un escenario pequeño donde se organizan eventos al aire libre. Aquí es donde se concentra la mayoría de los gatos. “Ven, Tomasito, Tomasito”, le dice Diana a un gato que la observa. “A algunos hay que rogarles para que coman”.

Desde 2022 Diana Arredondo se encarga de alimentar a esta colonia felina que ha bautizado con el nombre Catacumberitos: “Se me ocurrió nombrar así a los gatitos porque viven en el panteón, y yo quería un nombre bonito relacionado con este lugar”, explica. “‘Cat’, ‘catacumbas’, pensé, y dije ‘Catacumberitos’”.

Mientras Diana saca de su mochila recipientes con croquetas y pollo, el platillo especial de los viernes, dos gatos empiezan a maullarse y se acercan el uno al otro, amenazantes. El blanco con manchas grises y café, listo para el combate, alza una de sus patitas mostrando las garras.

—¡Tereso!, ¡Galileo! —los reprende su cuidadora.

—Parece que esos dos no se llevan muy bien.

—Tienen una relación amor-odio.

Diana Arredondo se dedica a la enseñanza del español como lengua extranjera; estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México, y desde hace 10 años se dedica a la docencia. Tiene ocho años viviendo en la colonia Guerrero.

—¿Cuándo conociste a estos pequeños?

—Conocí a los catacumberitos en 2022, durante la pandemia, cuando nos mandaron a todos a encerrar. A veces había que salir a hacer algunas cosas, y yo empecé a salir en bicicleta y me encontré el Panteón de San Fernando —recuerda Diana mientras continúa sacando utensilios de su mochila—. Me di cuenta de que había gatitos, y como yo en mi casa he tenido gatos también, me acerqué.

Su amor por los gatos nació de la convivencia diaria. “Antes no los veía, y cuando yo adopté a mi primer gatito, también de la calle, también en un estado muy vulnerable, me di cuenta de que eran criaturas que están a merced de lo que una buena o una mala persona puede hacer por ellos”, explica. “Me movió mucho a la compasión mi primera gatita. Ella inició todo”.

Diana coloca platitos de metal en el piso; todos a una distancia exacta, la de dos adoquines, para evitar disputas por el alimento. Los gatos comienzan a reunirse a su alrededor. Saben que pronto van a comer. Levantan la cola y maúllan, exigentes. Para alimentarlos, Diana se pone guantes y reparte croquetas en los platos. “Primero es ponerles croquetas para distraerlos, en lo que el pollo queda. Y ahorita les ponemos unos sobrecitos”, dice.

Apenas termina de decir esto, uno de los gatos se acerca al traste donde Diana lleva el pollo.

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“Está caliente. Ya sé que olieron el pollo, pero está caliente. —les explica Diana, pero un gato gris desobedece su advertencia y se acerca más—. ¡Misha, está caliente!”.

Aquella mañana de 2022 que Diana se acercó a San Fernando, vio que había platitos y croquetas alrededor del enrejado que resguarda al museo. Intrigada, empezó a buscar a las personas que los alimentaban para saber un poco más sobre estos gatos, conocer su estado de salud, si estaban esterilizados. Sospechaba que no era así. “A simple vista, y por el olor, me daba cuenta de que no lo estaban. Además, el espacio estaba muy deteriorado”, recuerda.

Luego de descubrir que ahí habitaba una colonia de gatos ferales, Diana comenzó a dejarles alimento. Investigó quiénes eran los otros vecinos que parecían preocuparse por ellos. Preguntó en varios grupos de Facebook: “Gente vecina de los alrededores del Panteón de San Fernando, ¿quién alimenta a los gatos?”. Así se encontró a Laura, una mujer de la tercera edad que ha alimentado a los catacumberitos y a otras colonias de gatos de la zona desde hace varios años. “Yo platiqué con ella, le dije, ‘Oye, qué onda, estos gatitos’. Me dijo: ‘No, pues es que llevan aquí viviendo muchos años y yo la verdad, pues, lo único que puedo hacer es alimentarlos’”.

Laura y Diana decidieron formar un equipo para cuidarlos. La intención era que los michis recibieran atención médica, pero para conseguirlo primero tenían que ganarse su confianza. Algo que no fue tan fácil como pensaban.

Mientras Diana pone croquetas en los platos, Misha, veloz, se acerca al recipiente del pollo y se lleva un trozo. “¡Te valió que estuviera caliente!”, le dice Diana, sonriendo.

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En 2022 Diana abrió la cuenta @Catacumberitos en Instagram. Allí comenzó a compartir información con fotos y vídeos de los gatitos que habitan San Fernando. Aunque en un inicio era una cuenta local, que era seguida solo por vecinos de la zona, poco a poco el número de likes en las publicaciones comenzó a subir, y con ello el apoyo.

—¿Cuál fue la idea de abrir la cuenta?, ¿para viralizar la situación?

—Un poco sí. Una vez que inicié la cuenta de Instagram, la pensé en términos de que podemos hacer algunas cosas para promover que la gente adopte y cuando tengamos casos muy difíciles, subir rifas, pedir donativos, captar un poco de apoyo económico para poder sacar adelante a los casos más difíciles. Para todo lo demás, siempre les digo ‘tiene que ser un donativo en especie, en alimento’, porque eso es lo que más me ayuda.

En febrero de 2025 la cuenta de @Catacumberitos ya tiene más de 36 000 seguidores. Documentar la vida de los gatitos en redes sociales fue la estrategia que permitió a Diana asegurar croquetas para los próximos meses. Y es que si algo ama la gente en internet es a los gatos. De hecho, buena parte de internet son gatos. No es una exageración. Existen pruebas de sobra. No importa qué red social uses (YouTube, TikTok, X, Facebook, Instagram), en poco tiempo encontrarás un video o una imagen de un gato.

En 2012 el departamento de investigación de Google X Lab mostró 10 millones de miniaturas de videos de YouTube seleccionadas al azar a una red neuronal de 16 000 computadoras. La presencia felina era tanta que el primer concepto que esa red neuronal cibernética inventó fue “gato”. Las imágenes de michis eran tantas, tantísimas, que al final ese cerebro electrónico obtuvo mejores resultados identificando gatos que rostros humanos.

En un video publicado en @Catacumberitos, a inicios de 2025, se escucha a Diana, fuera de cuadro, diciéndole a un gato: “¡Grisho!, ¡Grisho!, ven a comer”. El gatito gris, de ojos verdes, la ignora, como suelen hacer los gatos. Luego de unos llamados más, Grisho finalmente accede y se acerca a comer. El video tiene más de 2 000 "me gusta".

“Luego me dicen cosas como ‘¡Ah, grabas los videos bien bonitos!’ y les digo que no, les juro que los videos que salen bonitos porque los gatos son muy hermosos. Yo nomás aprieto la foto y como Dios mande que salga así lo publico; porque si no, no me da tiempo de lavar, de alimentar, de apapacharlos. Porque también hay que darle su amorcito a cada uno”, dice Diana.

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Sin inmutarse por la presencia de hombres y de mujeres que caminan a su lado o que se sientan en las bancas cercanas, un gato barcino de ojos verdes, [MR1] que después me enteraré se llama Grisho, camina a paso lento frente al atrio de la iglesia de San Fernando. Este templo católico fue construido en el siglo XVIII, durante el virreinato, como parte de un Colegio Apostólico de la Orden de los Franciscanos. Su fundador, San Francisco de Asís, tenía entre sus virtudes el voto de pobreza y su devoción a los animales, a quienes llamaba "pequeños hermanos". Grisho deja atrás el portal y sus desgastados ornatos barrocos, y con flexibilidad se introduce por los barrotes verdes que resguardan el panteón.

Pocos minutos después, por la misma ruta por donde llegó el gato, desde la avenida Hidalgo, aparece Fabiola. De inmediato se percibe su amor a los felinos: viste un vestido blanco con estampados de gatos anaranjados y calicós; de sus orejas cuelgan aretes de gatitos negros y grises. Recorre los portales que resguardan el frente del cementerio; luego cuenta que “siempre han vivido michis aquí, desde que yo recuerde”, dice.

Fabiola es criminóloga y filósofa; trabaja como asesora legislativa en materia de prevención del delito. Lleva casi 30 años viviendo en la colonia Guerrero. De hecho, su familia ha habitado ahí desde mediados del siglo pasado, y en alguna ocasión su abuela le contó que desde aquella época ya se veía a varios gatos merodeando por la zona del panteón.

—¿Y desde cuándo comenzaste a cuidarlos?

—No diario, pero desde hace años por lo menos cada dos días mi mamá y yo pasábamos a alimentarlos —cuenta—. Siempre fue un lugar para abandonar gatos y nosotras siempre tratamos de alimentarlos con croquetitas, de vez en cuando sobre [de comida húmeda] y en fechas especiales, como Navidad o Año nuevo, su pollito.

A veces su mamá y ella se turnaban por horarios para ir por la mañana, por la tarde o por la noche. En ocasiones veían restos de croquetas o carne y con el tiempo comenzaron a conocer a otros vecinos que también los alimentaban. Un día de mediados de 2022, Fabiola y su mamá estaban alimentando a los gatos afuera del Museo de San Fernando, cerca de esos portales que recorrió hace unos minutos, y vio a una mujer que estaba dentro del panteón, alimentado a otros. Era Diana Arredondo.

“Le preguntamos si le podíamos traer alimento. Nos dijo que sí. Luego nos empezó a platicar que a ella ya le habían dado permiso para alimentarlos por dentro para que no se hiciera basura en los portales”, recuerda Fabiola.

—¿Cómo comenzaron a colaborar con el cuidado de los gatitos?

—Ella [Diana] me comentó que había creado una página, que era la de @Catacumberitos, que aceptaba donaciones o que si nosotros queríamos pagar la esterilización o vacunación podíamos hacerlo, aunque no fuera en la veterinaria que ella los llevaba y, pues ya, así empezó.

Su mamá donó una esterilización, luego Fabiola otra. Conocieron a Laura y la red de cuidadoras comenzó a crecer. Se creó un grupo de WhatsApp. Actualmente el equipo se integra por ocho vecinas y dos vecinos; se turnan para alimentarlos y se escriben para informar sobre el estado de los gatitos: “Nos avisamos ‘no he visto a tal gatito, ¿tú lo viste?’, nos estamos comunicando constantemente”, dice Fabiola. También hacen colectas y se organizan para llevarlos al veterinario cuando se enferman. Todos los gastos son cuidados por estos vecinos organizados. “Cuando se enferman los gastos son muchos; no son económicos, la verdad: 13 000 pesos, 15 000 pesos en un solo gatito. Una pastillita para despulgarlos y para desparasitarlos, son 250 pesos, ahora multiplícalo por 36 gatos, es mucho el gasto”, explica.

—Me imagino que la calidad de vida de los gatos ha mejorado muchísimo.

—Sí. Y se ha disminuido el número de gatos, por las adopciones —dice Fabiola, pero matiza—. Ha seguido el abandono por parte de la gente. Sobre todo, por la desinformación: se presta para que piensen que es un santuario o un albergue de gatos, cuando no lo es.

Además del gasto monetario, está el esfuerzo físico que implica cuidar de los gatos. Como son ferales[MR2] [JO3] [JO4] , para desparasitarlos deben crear complicadas estrategias con el objetivo de que tomen las pastillas. “Les damos Churu [una golosina de consistencia cremosa para gatos], que les gusta mucho, o un sobrecito y ahí ponemos el medicamento”, explica. Poco a poco este grupo de vecinas aprendió a involucrarse en el cuidado de los gatitos más allá de su alimentación. Pero la situación comenzó a cambiar en agosto de 2024.

—¿Cómo te diste cuenta de que algo estaba mal?

—Empecé a ver a muchos gatos afuera. Y dije: “Está muy raro”, porque se la pasaban adentro, en el patio o en las tumbas para tomar solecito.

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Mientras los catacumberitos comen croquetas, Diana aprovecha para servirles pollo de manera ordenada. Pero inquietos, cuatro gatos se acercan a ella con el objetivo de ser los primeros en recibir la carne. Además de alimentarlos, Diana revisa su estado de salud y se encarga de la limpieza del espacio donde se encuentran.

“Estos son los bebederos —dice sosteniendo uno de los seis recipientes grandes de acero que hay distribuidos en el patio del Museo de San Fernando—. El agua ya está verdecita. Hay que lavarlos y cambiar agua”.

Después de alimentarlos desde afuera del museo durante algunas semanas, en 2022, los gatos del Panteón de San Fernando comenzaron a confiar en ella. Algunos dejaron que se les acercara; aunque uno que otro todavía era receloso y eso le costó varios rasguños.

En ese momento, el grupo de los catacumberitos lo integraban 50 gatos, casi todos tenían su salud deteriorada. Porque era necesario atenderlos, Diana se acercó al líder coordinador de Proyectos del Museo Panteón de San Fernando, José Antonio Cortés Muñoz, quien aceptó que entraran a dar atención médica y cuidados a los gatos que habitaban el recinto: le permitió entrar cuatro veces a la semana, incluidos los fines de semana.

—Porque no solamente es la cuestión de la alimentación, sino de su salud. Alimentar no es cuidar; alimentar es solo calmarles el hambre. Está también el gato herido; hay gatos que se mueren por infecciones en el estómago. Cuando un cuidador rápido lo ve, ve el problema, lo atiende y en cinco días el gato ya está bien. Alimentar es solo el primer paso; lo segundo es esterilizarlos.

—¿Cuál es el estado actual de los catacumberitos?

—Ahorita tenemos 36 gatitos, y a esos 36 gatos hay que estarlos monitoreando. La verdad es que los catacumberitos son gatos muy bien cuidados.

Para lograr que estos gatos tengan una vida digna, comenzó a trampear —TNR (Trap-Neuter-Return)—, un método que consiste en capturar, esterilizar y liberar a los gatos. De esa forma se puede controlar a la población del panteón y es más fácil identificarlos y monitorearlos.

—Un trampeo grande se lleva muchos recursos, aunque la esterilización sea gratuita, el transporte es caro porque no encuentras. Un Uber no te va a transportar a 20 gatos, y si te los transporta, te los va a transportar a un precio carísimo de París porque no están hechos para transportar animales.

—Supone mucho esfuerzo físico también…

—¡Sí! Y luego hay que buscar un resguardo también. Entonces todo eso es mucho trabajo y a veces creo que lo que hace que muchas personas se desanimen y digan, "No, ¿sabes qué? No lo voy a hacer”.

Otro de los objetivos de las cuidadoras es que sean adoptados. “De eso también se trata esta michimisión: sacar a los gatos, que pueden tener un hogar, que dejen de vivir en la calle. Últimamente me he dedicado a sacar a los gatos que recién abandonan porque son gatos que todavía son sociables, es más fácil darlos en adopción”, explica Diana.

Los cuidados de los catacumberitos se obstaculizaron con el cambio de la dirección administrativa del museo. Desde noviembre de 2023, la entonces nueva coordinadora de proyectos del Museo Panteón de San Fernando, Alejandra Correa González, puso trabas, como cortar las visitas de cuidado de los fines de semana, lo que provocaba que los gatitos se quedaran sin comida y agua hasta cuatro días. Ninguna de las cuidadoras supo los motivos de esta restricción.

—Imagino que fue un proceso muy largo y desgastante, ¿cómo lograron que les dejaran cuidar de los gatos otra vez?

—Creo que hay que soportar, de entrada. Siempre somos las locas de los gatos, soportar que digan “la señora loca que está obsesionada con los gatos y ya vino y ya hizo”. Eso. En mi caso, yo siempre busqué la colaboración con [la Secretaría de] Cultura, la colaboración con el gobierno, pero entonces pasas a ser la piedrita en el zapato. Y como piedrita en el zapato, pues es como que “sácate, ya no te quiero aquí porque me estás causando muchos problemas”. Y pues hay que resistir, no hay de otra.

Luego de que este tema se viralizó en redes sociales, en enero de 2025 se firmó un acuerdo entre las cuidadoras de los catacumberitos y las secretarías de Cultura y Medio Ambiente de la Ciudad de México, lo que permite que Diana y Fabiola ingresen a San Fernando para que alimenten y revisen la salud de los michis.

La titular de la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México, Ana Francis López Bayghen Patiño, también anunció que el sábado 22 de febrero se realizará la primera edición de “Gatotitlán”, un festival que contará con actividades culturales, artísticas y comunitarias con el objetivo de fomentar la protección de los gatos.

Las cuidadoras de los catacumberitos no forman parte del evento. Diana considera que “este evento que hace la Secretaría de Cultura, sí un poco para limpiar la imagen. Pero creo que es bueno, es justo, es saludable. Es decir: ‘Miren, al final sí hicimos caso, a lo mejor un poco tarde, pero sí hicimos caso. Ahora queremos que vean que vamos a hacer algunas cosas en pro del bienestar de los gatitos’”.

Si tú ves que un gatito se queda mucho rato en un lugar, te acercas a ver qué onda con él. Ahí lo dejaron morir. ¿Por qué no avisaron?

Durante los meses que no pudieron acceder al museo para alimentar y monitorear la salud de los michis, su calidad de vida se deterioró. Incluso hubo muertes. Hay un caso en especial que Fabiola recuerda. Félix, un gato de pelaje blanquinegro que murió por falta de alimentación:

—Notamos que no había mucho ímpetu por parte de ellos para ayudarlos [a los catacumberitos]. Se habían quedado dentro costales de comida, por lo menos un costal y medio de alimento. Y ahí seguía ahora que le permitieron el ingreso a Diana —dice—. En ese tiempo los gatos salían a buscar el alimento por fuera y eso es más riesgoso.

—¿Hubo accidentes?

—Sí, hubo algunos accidentes. Uno de ellos fue Félix. Él murió por omisión. Si tú ves que un gatito se queda mucho rato en un lugar, te acercas a ver qué onda con él. Ahí lo dejaron morir. ¿Por qué no avisaron? Sí había contacto con Diana, y nadie fue para mandar un mensaje de “oye, el gato está mal, ¿puedes venir por él?”. Se quedó en la tumba de Ignacio Zaragoza. Ellos lo dejaron morir.

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Qué más se puede hacer.

Dormir y esperar.

Ya verá cuando regrese,

ya verá cuando aparezca.

Se va a enterar

de que eso no se le puede hacer a un gato.

“Un gato en un piso vacío”, Wislawa Szymborska.

Hay 80 millones de animales que viven en un hogar mexicano, según la Primera encuesta nacional de bienestar autorreportado realizada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) en 2021. De estos, 43.8 millones son caninos; 16.2 millones, felinos; 20 millones son de otra especie. En la Ciudad de México habita al menos un animal en el 61% de las casas, el porcentaje más bajo de todo el país.

En contraste con estos datos, es imposible saber cuántos gatos viven en la calle. Son demasiados. Basta con salir de nuestras casas para encontrar a un michi sin hogar. En 2022 la organización Mars Petcare realizó el estudio Índice de las mascotas sin hogar, en el que participaron más de 15 000 personas de nueve países, incluyendo a México, y según este índice, 4 de cada 10 entrevistados de nuestro país ve al menos a un gato callejero al día.

Otro resultado de este estudio es que 4 de cada 10 personas han abandonado a su perro o a su gato porque les requería demasiado compromiso o tiempo. La Procuraduría Ambiental y del Ordenamiento Territorial de la Ciudad de México (PAOT) señaló en 2021 que cada año aproximadamente 500 000 perros y gatos son abandonados en la capital del país. Este abandono masivo trae muchas muertes. Los animales domésticos se adentran en espacios urbanos que desconocen, y corren el riesgo de ser atropellados o atacados por animales ferales. También se convierten en depredadores de especies de fauna silvestre.

“Entre los principales efectos ecológicos negativos generados por los gatos y perros domésticos, encontramos la depredación de diversas especies de fauna silvestre nativa, la competencia interespecífica o de interferencia con otras especies de carnívoros y la hibridación con otras especies de felinos y cánidos silvestres”, explican en su artículo “Tus mejores amigos pueden ser tus peores enemigos: impacto de los gatos y perros domésticos en países megadiversos” de los ecólogos mexicanos Mónica Orduña-Villaseñor, David Valenzuela-Galván y Jorge E. Schondube.

En San Fernando cada tanto aparece un gato doméstico. Hace un par de semanas, a inicios de 2025, comenzó a aparecer uno de pelaje blanco y manchas anaranjadas. Todavía conserva un collar, aunque sin placa.

—¿Hay mucho abandono de gatos en la zona?

—Sí. Este pequeño yo pienso que es de los vecinos de por allá —dice Diana, señalando a un edificio que está detrás de panteón—. Sus ventanas dan a la azotea del museo, y si los dejan salir, vale queso. Este pequeño ya se acostumbró a que esta es la hora del desayuno.

El gato tiene un aspecto saludable y come con el resto de los catacumberitos; pero no está castrado, y es violento con otros gatitos. “A este no lo he nombrado porque todavía tengo la esperanza de que alguien diga ‘ay, antes de que la loca de los gatos lo secuestre y lo deje castradito para siempre, lo voy a reclamar”, explica Diana.

—¿Esos gatos que abandonan tienen problemas de salud?

—Algunas veces llegan gatos en terribles condiciones. No duran mucho tiempo porque al exponer a un gato de casa a una cantidad tan grande de gatos que ya son resistentes a muchas cosas, porque han vivido en ese ambiente durante mucho tiempo, pues los mismos gatitos se van. Es difícil que un gatito de hogar permanezca acá.

—Se deben priorizar, al no estar acostumbrado a vivir en estas condiciones…

—Esta situación me puede mucho. Tengo bien ubicados a mis gatos adultos del panteón que pueden salir, pero por alguna razón siempre llega alguien a abandonar cachorros o a un gato muy vulnerable con un estado de salud terrible, y tengo que priorizar esos gatos y dejar un poco a mis gatos que ya están acostumbrados a esta vida, que ya tienen unos hábitos muy específicos.

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“Cuando estaba más chica, adopté un gato de aquí, que estaban golpeando unos niños. Pero no sobrevivió porque tenía muchas heridas. Era una cachorrita”, dice Fabiola sentada en una de las bancas del Jardín de San Fernando, frente al museo y panteón homónimos.

Recuerda que su amor por los michis nació en la adolescencia. Su bisabuela enfermó y ella la visitaba los fines de semana, y en donde vivía había muchos gatos abandonados. “Una colonia de unos veinte”, recuerda. “Y mi mamá me dijo ‘oye, son muchos gatos, yo creo que hay que ganarnos su confianza y hay que esterilizarlos’”. Con el dinero que le otorgaba la beca Prepa Sí, pagaba esterilizaciones y sobres de comida húmeda. Después, una amiga le pidió a Fabiola que cuidara a su gato unos días. Ella aceptó. La amiga nunca regresó por él. Desde entonces ha vivido con varios gatos en su casa. “Me han llegado porque es muy difícil darlos en adopción. Me tocó un caso que di a una en adopción, y lamentablemente la persona que la tenía no la cuidó y la atacó un perrito. Y dije ‘ya no vuelvo a dar en adopción a ninguno, yo me los voy quedar”, dice.

—¿Y tienes catacumberitos?

—Ahorita tengo cuatro gatas que son del panteón. Una del 2015; otra del 2017; otra del 2018; la última es de la pandemia. Las rescaté como se pudo. Muchos vecinos de aquí nos hemos quedado con ellos. Hay una historia muy bonita, de un señor que tiene una tienda en la calle de acá atrás, la de Héroes, que adoptó dos gatitos. Uno muy flaquito, que ahora lo acompaña en su tienda y ya hasta viaja en camioneta.

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Es una mañana de mediados de febrero. En los barrotes verdes que resguardan el Panteón de San Fernando un grupo de gatos se congrega frente a un hombre de la tercera edad. Se llama Santiago Arrieta; de cariño, algunas vecinas le dicen “don Pollito” porque es el alimento que a diario reparte a los felinos.

—¿Cuándo comenzó a alimentarlos, don Santiago?

—Desde hace como más de cinco años. Lo hago porque me di cuenta de que estos gatitos padecían hambre —dice mientras saca de una bolsa de plástico trozos de pechuga de pollo que intenta repartir equitativamente—. Ya saben a qué hora vengo, y ya están aquí esperándome.

Un atigrado gris de ojos verdes devora rápido la carne que Santiago le da, e intentan quitarle un poco a su compañero, con el que comparte los mismos rasgos. Poco a poco llegan otros gatos; algunos de ellos no comen cuando va Diana Arredondo porque se quedan en el panteón y ahí no está permitido alimentarlos.

Desde hace ocho años Santiago trabaja en una tienda de productos naturistas, a unas cuadras de San Fernando. A partir de 2020 comenzó a alimentar a los gatos de la zona, preocupado por el estado en que se encontraban. Cuando en noviembre de 2023 se cambió la administración del Museo Panteón de San Fernando y se restringió el acceso para que Diana pudiera alimentarlos y curar sus heridas, se preocupó mucho, pensó que podían hacerles daño. “Creo que querían quitarlos, eliminarlos”, comenta.

—¿Fueron complicados esos meses?

—Sí, es que a mí me sensibiliza mucho ver a un perro, a un gato, sufriendo en la calle. No me gusta el sufrimiento. Quisiera alimentarlos a todos y adoptarlos a todos, pero no se tiene el recurso.

—¿Y con los vecinos no han tenido problemas?, que alguien se queje por la presencia de los gatos por la colonia.

—Sí, hay una que otra persona que detesta a los animales, pero la mayoría de la gente no. —dice don Santiago, don Pollito, como le dicen las vecinas—. Hasta te agradecen. Una señora me platicó que antes de que estuviera aquí el enrejado en el panteón, cuando estaba todo agreste, ya había gatos. Entonces, gatos siempre ha habido.

Don Santiago pone un poco de pollo en la palma de su mano y estira el brazo para que un gato coma de ahí. “Desde niño me han gustado los animales. No solo perros y gatos, todo tipo de animales; hasta las hormigas.”, dice. Fue por ese amor a los animales que decidió adoptar a Fígaro, uno de los catacumberitos.

—¿Por qué a ese gatito?

—Es que más bien yo creo que él me adoptó a mí. Es un gatito café —cuenta, orgulloso—. Se la pasaba chille y chille debajo de los carros. Se iba de un lado para otro chillando. Era el puro esqueleto. Era tal el grado de inanición que ya no comía nada. Se le empezó a medicar y a alimentar y ya no se despegó de mí. Tenía miedo hasta de entrar a la tienda; luego fue agarrando confianza.[MR5] [JO6] [JO7] 

Ahora Fígaro es el gerente de la tienda. A veces lo acompaña en las rondas de alimentación y observa a sus excompañeros desde la camioneta de Santiago. “Es muy importante que se esterilicen y no se abandonen. Solo así se acabará con el sufrimiento de tantos gatos y perros de la calle”, dice, mientras guarda la bolsa de plástico, vacía, donde traía el pollo.

Luego de haber comido, una gata blanca de ojos azules se recuesta sobre la tumba de Dolores Escalante y José María Fragua. Los rayos de sol iluminan su pelaje blanco con discretas manchas café. Abre la boca, grande, como un bostezo, y comienza a lamerse el cuerpo.

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“Lamentablemente ha habido desinformación. Muchos creen que aquí es un refugio. Y no, no lo es”, comenta Fabiola luego de explicar que en las últimas semanas han abandonado a un par de gatitos pequeños en San Fernando. Mientras habla, el gato barcino que hace una hora había entrado al panteón introduciéndose por los barrotes, sale ahora con la misma flexibilidad.

—¡Grisho! —lo saluda Fabiola.

—Él estaba aquí hace un rato.

Indiferente al saludo y a mi comentario, Grisho camina rápido en dirección a la plaza.

—Tiene prisa…

— Grisho es el rey de San Fernando. Él nos falta de esterilizar. Es muy difícil. Es uno de los machos más agresivos del panteón y no se ha dejado pescar, pero ya futuramente caerá.

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Oculto del sol, Grisho reposa cerca de unos arbustos en las jardineras de la Plaza de San Fernando, a unos pasos del templo, el museo y el panteón. Le tomo una foto con el celular, pero la imagen no es nítida. Me recuesto en la banqueta para encontrar un mejor ángulo; entonces alguien me jala de la camisa: “¡¿Qué le haces al gato?!”.

Es una de las personas que duerme en las jardineras de la plaza. Después de unos minutos tensos de explicarle que solo quería fotografiarlo, acepta conversar un poco conmigo a cambio de su desayuno. Mientras muerde una torta de milanesa me cuenta que le gusta que estén los gatos en esa zona porque matan a las ratas. También explica que su preocupación se debió a que “luego se llevan a los gatos”. Al día siguiente Diana Arredondo confirma esto.

—Es que en la zona sí hay un problema muy importante de brujería, santería, y todos en la colonia están al pendiente —dice mientras camina cerca de la jardinera donde la tarde anterior descansaba Grisho.

—Sí, lo vi. Estaba muy receloso de que me acercara. Me costó un poco convencerlo de que no quería hacerle daño al gatito.

—Si ven que alguien se acerca a un gato y no me ven a mí, a mi vecina Laura, a don Santi, a Fabiola, de inmediato dicen “no, a ti no te conocemos, no sabemos qué le puedes hacer al gato”. Y sí ha servido porque las personas que vienen para hacer ese tipo de cosas [santería, brujería], se van luego, luego —dice Diana—. Somos una colonia gatera.

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Después de alimentar a los catacumberitos que habitan dentro del Museo de San Fernando, Diana se encuentra con Santiago Arrieta cerca de los barrotes que resguardan el recinto. Hasta ellos llega el estruendo de unas trompetas que resuenen en la plaza, en donde hay una estatua del héroe patrio Vicente Guerrero (1782-1831); en ese momento las autoridades del museo participan en una ceremonia por el aniversario luctuoso del expresidente.

Mientras Diana y Santiago conversan sobre los gatos —quiénes comieron en la ronda de alimentación; quiénes no porque se quedaron descansando en las tumbas; la situación de una gata carey que se sospecha está embarazada—, un hombre que empuja un puesto ambulante de dulces se acerca a ellos.

—¡Ahí viene mi ahijado! —anuncia Diana, feliz.

—¡Hola amiguita! —dice el hombre que, a pesar de su delgadez, empuja y estaciona sin esfuerzo alguno la pesada carretilla llena de dulces.

Junto a unas paletas, galletas y caramelos, hay una mochila transportadora azul marino. El dulcero viste una camisa polo azul cielo, llevaba gorra y sus labios se cubren apenas por un bigote tenue; se llama Adolfo; y, por supuesto, él no es el ahijado.

El ahijado viaja en la mochila transportadora. Por la ventanilla de plástico se asoma su cara: es un gato blanco con pequeñas manchas negras, de ojos azules.

—Se llama Orión, mi ahijado —lo presenta Diana.

—Llegó bien chiquitito, bien flaquito; tenía mes y medio —explica Adolfo.

Diana ayudó con la esterilización y vacunación de Orión cuando Adolfo decidió adoptarlo. Ahora todos los días lo acompaña a vender dulces. “No lo dejo solito porque tengo miedo de que me lo envenenen; le vayan aventar algo”, dice, mientras saca a Orión de su transportadora.

Cuando era niño, a Adolfo no le gustaban los gatos. El motivo se debe a un ladrón gatuno. “En la casa había un gato que se robaba el jamón de mi sándwich. Debajo de mi cama solo encontraba el pan”, recuerda.

Diana sostiene a Orión y Santiago le ofrece un poco de pollo. El gatito come; es juguetón, se repega y ronronea a Diana, que lo acaricia. “Y ahora, cómo adoro a este cabrón”, dice Adolfo, sonriendo, antes de regresar a Orión a su transportadora para continuar con su trayecto, ofreciendo dulces.

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Entre un pequeño grupo de catacumberitos que se acercan para comer churu, se distingue uno de ellos porque es siamés, porque camina raro, porque tiene dos pequeñas heridas: una en la espalda y otra en el rostro. El gato se abre paso entre los demás y reclama más churu para él.

—Diana, este gato está herido.

—¿Quién?, ¿él? —señala al gato siamés—. Sí: herida en la espalda y en la carita. A él cada vez le ponemos pomadita, pero se rasca. Tenemos que sacarlo para que le pongan un collar isabelino o no se va a curar. Se llama Siami.

Siami aparta a sus compañeros felinos e intenta apoderarse del tubito de churu jalándolo con los dientes.

—Consiéntelo con mucho churu, que le toque doble.

—Camina un poco chuequito, ¿verdad?

—Él antes caminaba en círculos. Intentaba caminar derecho, pero no podía y entonces daba círculos y círculos para llegar a donde quería. Cuando lo atrapamos para esterilizarlo, le pedí a los médicos que le hicieran unas radiografías para saber si era un problema de la columna. Y no. Tenía una infección muy fuerte en el oído, y por eso terminó así.

Luego, señalando la cabeza de Siami, Diana agrega:

—Si lo ves bien, no puede mantener su cabecita quieta. Está como chuequito. La infección estaba muy fuerte; se logró curar, pero le quedó la secuela para siempre. Él era de manejo muy difícil, con los años se ha ido haciendo más sociable.

Un gato blanco de ojos azules llamado Galileo se acerca para comer un poco de churu, pero Siami lo aleja dándole un zarpazo. “Bueno, con los humanos, porque con los gatos es violento. Así chuequito como está les mete unas corretizas”, aclara Diana.

Después de lavar todos los platos y bebederos, de recoger las croquetas que han caído al piso, de jugar y darle cariños a los gatitos, Diana se prepara para salir del panteón. Se terminaron los noventa minutos que tiene para alimentarlos. Este viernes de febrero debe abandonar el patio antes de las 10, porque a las 11 se abren las puertas del museo al público. Les ha dejado agua limpia. Y luego de guardar las cosas en su mochila, comienza a despedirse de algunos catacumberitos.

Mientras tanto, Siami lame los últimos residuos de churu. De nuevo intenta jalar el tubito, como para asegurarse de que se lo terminó.

Borges escribió “por obra indescifrable de un decreto divino, te buscamos vanamente” para describir a los gatos. Despacio, prudente, paso mi mano por el costado de Siami, evitando sus heridas.

“Tu lomo condesciende a la morosa caricia de mi mano”, dice también el poema de Borges “A un gato”.

Durante unos segundos Siami restriega su rostro en mi pierna y sus ojos azules se entrecierran un poco. Después se aleja. Con su paso un poco chueco, Siami —rebelde, catacumbero y satisfecho de golosina— se dirige hacia donde están algunos colegas gatunos, que disfrutan del sol echados en el pasto.

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