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Salir con alguien 20 años mayor a mí, suponía solo una casualidad: “La edad no importa si nos llevamos bien”, le repetía a otros para convencerme de lo mismo.
¿Vivir o no vivir de un <i>sugar daddy</i>? Un dilema injustamente estigmatizado por la sociedad, con implicaciones (emocionales) más allá del intercambio físico y monetario.
La primera vez que supe el significado de un sugar daddy —o para el caso, de una cougar; aunque ese no es el tema de este ensayo— estaba en la universidad. Mis amigas se preguntaron, entre ingenuidad y broma, cómo conseguir un sugar que las sacara de una vez por todas de la tortura que significaba, según ellas, estudiar una licenciatura. Más allá de las bondades de las que habían escuchado y las sedujeron a planteárselo entre risas —no solo era el dinero “fácil” sino las promesas que ese mismo dinero podía conseguir—, la figura del sugar daddy quedó plasmada en mi mente apenas como el tarareo de una canción.
Por supuesto, para sorpresa de nadie, ninguna de mis amigas encontró un sugar que la sacara de la carrera. Fue, claro, porque tampoco hicimos un esfuerzo activo por encontrarlo; una de ellas juraba conocer a alguien quien a su vez conocía a otra que logró conseguir una cantidad alucinante de dinero por ser la compañía de un hombre culpable de estar demasiado solo. Cuando nos graduamos todas tomamos caminos distintos, pero mirándolo con la compasión otorgada por cierta distancia, quizá fui yo quien más se acercó a experimentar la implicación de tener un sugar daddy. Pero me estoy adelantando.
La institucionalización del sugar dating
MySugarDaddy, una aplicación para conectar sugar daddies —mayormente, hombres de más de 40 años— con sugar babies —mujeres que tan solo cumplen con la mayoría de edad—, llegó a México en 2022 con la intención de “actualizar el estilo de vida de los usuarios a través de una comunidad extraordinaria y ser realmente feliz”. La descripción es tan vacía como ambigua, pero la realidad es que el único objetivo de MySugarDaddy es ser el punto de encuentro entre hombres y mujeres que buscan algo a cambio de otro algo. Puede ser dinero (en efectivo, inversiones o en viajes, joyería, ropa, autos) a cambio de relaciones sexuales, sí; pero también puede ser compañía, acceso a lugares VIP o de muy alto perfil, entre otras cosas.
Su llegada al país no se produjo de la nada, la app ya había probado su éxito en países como Alemania —de donde surgió originalmente—, Francia, Italia o España. Y no fue en vano: México pronto se convirtió en el país con mayores usuarios en activo con 760 000 personas registradas en la aplicación —en su mayoría, sugar babies—. Otros países como Chile o Perú, según un reporte de la aplicación, también cuentan con una gran cantidad de usuarios —en este caso, sugar daddies—. MySugarDaddy funciona en dos comunidades: clásica y gay. A diferencia de Tinder o Bumble, esta aplicación no es del todo gratuita y, por lo mismo, se debe abonar dinero, el cual se traduce en créditos que sirven ya sea para desbloquear un chat, para mandarle un “beso” a alguien o desbloquear perfiles que te interesan. Los precios oscilan entre los 79 pesos mexicanos (por 10 créditos) y los 1 499 (por 500) en la versión web, mientras que en la versión móvil los precios están entre los 399 pesos mexicanos (por 50 créditos) y los 3 999 (por 1 000). El sistema de créditos no resulta novedoso, sobre todo porque páginas de citas como Ashley Madison —utilizada por un porcentaje alto de infieles a raíz de su slogan: “La vida es corta, ten una aventura”— ya habían iniciado este tipo de transacciones.
Cada acción dentro de la plataforma tiene un costo; por ejemplo, si se trata de desbloquear un chat con algún usuario, debes pagar 20 créditos. Sin embargo, el ingenio de los usuarios es mayor a cualquier costo: observé a personas dejando en su descripción —o, según MySugarDaddy, su “texto de seducción”— su teléfono (en palabras y no en dígitos) para que se les busque de manera personal. Todo sin desembolsar un centavo.
Eso sí, la plataforma es clara en informar que se trata de una transacción llevada a cabo entre dos adultos responsables y conscientes de las implicaciones de ese tipo de intercambio, aunque puede haber o no relaciones sexuales o cualquier tipo de intimidad, en teoría. Las condiciones a las que se someten ambas partes solo las pueden aclarar ellas. No hay, no puede haber, unfair play. Ajá, en teoría. No obstante, basta con echar un vistazo a la app para darse cuenta de que la diferencia entre la edad de hombres y mujeres plantea serios cuestionamientos sobre el tipo de relación que alguien puede construir cuando hay 20 o 30 años entre ambos.
Aunque MySugarDaddy tuvo un gran recibimiento a casi tres años de llegar al país, no es la única aplicación de este tipo; es decir, que conecta hombres con mujeres que buscan una relación transaccional. Tan solo en Apple Store, además de esta plataforma, existen Luxy Dating para conocer personas “de alto valor”, según ponen en su descripción, y que se posiciona fuertemente en contra de la clasificación sugar baby al “no aprobar ningún tipo de relación transaccional”; Secret que propicia encuentros “de élite”, chat anónimo y citas casuales, y AGR usada para citas entre sugar daddies y sugar babies. Pero, vaya, el mundo virtual es casi tan vasto como el físico que hallar un sugar —ahora lo veo— no es tan difícil para quienes se proponen encontrarlo de verdad.
¿Saldrías con alguien mayor?
Nunca me lo pregunté como una cuestión seria; si me lo planteaban de forma hipotética probablemente la respuesta hubiera sido “no, ¿para qué?”. Si era como parte de una broma, me hubiera reído al mismo tiempo que sentía ñáñaras. Pero la realidad tiene sus maneras de enfrentarnos con aquello que solemos creer alejado de nuestra vida. En mi caso, por ejemplo, bastó un tuit para dejarme llevar.
Salir con alguien 20 años mayor a mí, suponía solo una casualidad: “La edad no importa si nos llevamos bien”, le repetía a otros para convencerme de lo mismo. Fue así hasta que dejó de serlo. Nunca me dijo el cliché “eres muy madura para tu edad” ni la tan gastada “para el amor no hay edad”, aunque sí insistía que yo era como Alexandria Ocasio Cortez y que mi motivo en la vida era, o tendría que ser, “cambiar el mundo, hacerlo un mejor lugar” —a su vez, menudo lugar común aunque más rebuscado—. Aunque Ocasio Cortez me pareció admirable durante los primeros años de su carrera política, sopesé algo más profundo en el comentario. Yo sabía que ser pareja de alguien mucho, mucho mayor, a menudo significa aprender más de tus posibilidades de aportar; de manera frecuente hay acceso a cosas (sobre todo, a lugares y personas) a las cuales no hubieras podido llegar en ese momento. Situaciones difíciles de experimentar de otra forma más que a su lado. La gente te empieza a ver como “la novia de…”, y aunque molesto y misógino, el lugar que emprendes por esa diminuta acción es invariablemente seductor, ya sea por la protección ganada, ya por los privilegios colindantes.
Creemos poseer el temple necesario para sobrellevar el poder inherente en una relación desigual y no sea un tema del cual hablar; esa diferencia, pensamos, es de hecho no tan perjudicial; sin embargo, en algunas ocasiones —hay otras en las que una diferencia de más de 10 años funciona de maravilla—, eso propicia que la relación se sienta más parecida a una obligación, a un pendiente por cumplir. Nunca sentí vergüenza o pena por esa relación, pero más veces de las que me hubiera gustado aceptar me encontré mintiendo acerca de la edad de mi pareja. A mi mamá, por ejemplo, nunca le dije que era mayor, sino que simplemente se veía muy cansado para su edad.
Quizá todo empiece de la manera más inocente —“te compré un vestido para que lo uses hoy en la noche”—, quizá después te sientas cómoda con aquellos regalos que también pudo haber hecho una pareja de tu edad —“te quiero comprar lencería pero la quiero elegir yo”—, tal vez después vengan propuestas un tanto más subidas de tono —“¿cuánto me cobrarías por cogerte?”— y termines por aceptar cada una de esas condiciones para ver en dónde está tu ya de por sí difuso límite. Entonces desaparece. Lo sé porque algo así me pasó a mí. Ahora, no quiero dejar este testimonio como si se tratara de una denuncia porque no lo es.
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Pasé felizmente dos de los tres años de aquella relación. Incluso me enamoré y lo cuidé hasta donde me dio el cuerpo. Esas proposiciones venían de un lugar del que, como MySugarDaddy asume son todos sus usuarios, ambos estábamos conscientes. Yo le contestaba el juego y me ganaba unos cuantos miles de pesos en el proceso (casi 100 000 pesos, lo mismo que un sugar daddy digámoslo así, formal). Pero no puedo estar segura de que esas propuestas venían de un lugar amoroso —he estado en relaciones donde el amor se sobrepone, y aunque no es suficiente para que la relación se mantenga, ese tipo de juegos nunca aparecen ni por casualidad—; se originaban gracias a que ese vínculo no era completamente serio (durante gran parte de aquella relación solo nos vimos los fines de semana, por decir algo), casi como la de un sugar daddy y una sugar baby.
He tenido MySugarDaddy descargada en mi celular al menos tres meses, durante los cuales me rehusé a meterle un centavo no solo porque mi desempleo me lo impedía, sino porque ninguno de los perfiles me interesó tanto como para pensarlo como un posible sugar daddy —para fines de este ensayo, por supuesto—. Primero estaba el tema de la edad, hombres de 18 o 21 años, apenas salidos de la adolescencia frente a mis recién cumplidos 30, ¿qué pueden aportar a la causa? Luego, porque las fotos de cada perfil de aquellos que cruzaban la frontera de los 40 solo me hacían dudar si en verdad tenían dinero o si se trataba de una especie de estafa piramidal o de la entrada a una secta. El colmo: nombres de usuario como “mexicosugar”, “HypnoticHealer”, “Velludo76” solo abonaron al desencanto y, es cierto, al repele. No porque eso sea lo único que me interesaba, pero si el tema principal de la interacción era el intercambio, ¿qué me podían ofrecer aquellos perfiles? No me dieron ganas de averiguarlo. Supongo, de fondo, lo que intento decir es lo siguiente: algunas relaciones con alguien mayor, ya sea sugar daddy o no, también vienen de un lugar de interés genuino: ¿qué me puede dar esta persona que no me pueda dar yo?, ¿por qué intentaría algo que está fuera de todo lo que conozco con esta persona? Sincerarnos con nosotras mismas también es importante.
Contrastes de las sugar babies
Aunque traté de convencer a más de una persona por su ¿uso? de sugar daddies, ninguna aceptó a platicar conmigo; en parte porque se trata de algo íntimo, en parte porque la sociedad suele moralizar el asunto y tratarlo como un sinónimo de prostitución. Pero la realidad es mucho más compleja que eso. En una entrevista con Infobae, Karime Pindter, influencer conocida por sus nada sutiles apariciones en Acapulco Shore y La casa de los famosos, mencionó que la diferencia entre ser sugar baby y una prostituta radica en el enamoramiento de sus parejas, independientemente de los regalos que le ofrecían. Sin embargo, aceptó: “Era la de 40 y 20, yo [tenía] 19. Empecé a ir a la psicóloga y yo desde la primera vez que fui lloraba. Lo stalkeé como una loca y vi a la familia perfecta en Disneyland, y a las 10 sesiones lo dejé”. Pero yo pienso algo distinto: se trata de la postura de una persona frente a una situación de ese estilo, de las decisiones que una toma consciente, idealmente sin coerción.
Cuando vi el dinero reflejado en mi balance bancario, me di cuenta de que podía ahorrar un poco, pagar un préstamo, comprarme lo que yo quisiera (fue, todavía lo recuerdo, la computadora con la que escribí mi tesis de licenciatura). Y si yo, con más de 25 años en su momento, me sentí atraída por aquellas promesas de las que hablaban mis amigas vueltas realidad, solo puedo comprender a las mujeres de apenas 19 o 20 años que ven en ese dinero una posibilidad —de superación, de independencia— que les está vedada no solo por la estructura del sistema económico actual (datos del Inegi, en su ENOE, arrojan que el salario promedio de las mujeres jóvenes económicamente activas es de 34.2 pesos), sino también por su corta experiencia en casi todos los aspectos de la vida adulta.
Algunos sitios en internet reportan testimonios, anónimos la mayoría de ellos, en los que una sugar baby logró emprender algún negocio gracias a la ayuda de su sugar daddy que le proveyó contactos, asesoría y, claro, financiamiento; en otros, se hace hincapié en que la relación entre sugar daddy y sugar baby radica, más bien, en la mentoría que uno puede darle a la otra. O por ejemplo, el caso de alguien que logró tener dos sugar babies mexicanas: “A la primera la apoyé a llevar a cabo un emprendimiento con el cual sé que sigue (dejamos la relación porque ella comenzó una relación estable) y a mi baby actual, la ayudo con el pago de la universidad”. Con todo esto, la crítica no va tanto hacia ser o no una sugar baby sino, más bien, está dirigida a que si una no sabe todas las aristas que vienen de una relación desigual, es probable que se enfrente con cuestiones mucho más graves como la coerción o la manipulación para hacer cosas que de otra manera no haría.
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Sin importar qué tanto éxito puedan tener, aplicaciones como MySugarDaddy también se han enfrentado a la prohibición. En Noruega, por ejemplo, trascendió el caso de un hombre de 56 años que buscaba a menores de edad por medio de aplicaciones de sugar dating para tener relaciones sexuales con ellas. El hombre fue condenado a un año y 10 de meses de cárcel, sin que las aplicaciones de este tipo dejaran de operar. La cosa es, más allá del pago existente, ¿cuál es la relación que pueden tener dos personas de tan distintas edades? Si los regalos desaparecen, ¿el cariño es tan profundo que se sostendría por sí solo? Pero ¿y si nos vamos al extremo? ¿Qué sucede cuando estas relaciones desiguales habilitan, por ejemplo, un vínculo entre, digamos, un narcotraficante y una menor? ¿Y entre un profesor y una alumna, por ejemplo?
Hablando con una persona cuyo nombre guardo, me doy cuenta que en un contexto rural las cosas eran y seguramente siguen siendo distintas. Para empezar, el ideal para las adolescentes era tener novio, sin importar que fueran 10 o 20 años mayores. La búsqueda en esas relaciones es sentirse dotada de estatus, aunque eso significara solamente “andar en una troca o que te llevaran a restaurantes donde te trataban mejor”. No importa mucho la diferencia de edad; es más, ni siquiera se considera como algo a tomar en cuenta. Ahora, en los estados —en una dinámica diferente al de la ciudad— que estaban marcados por la inseguridad y la posterior violencia por narcotráfico, ser una sugar baby significaba mantenerse relevante, confiar en que ese era el camino —el único posible— para obtener lo que nunca hubiera sido posible dada la nula movilidad social a la que estaban condenadas.
Todas las advertencias
Mi nada fugaz incursión en el sugarbabismo terminó, en parte, por razones obvias para todos menos para mí: yo, al final, quería una relación “normal”, un compromiso con alguien con quien pudiera crecer conmigo como lo estaban haciendo mis amigas con sus respectivas parejas —¿cómo crecería con una persona que ya había, según, madurado?—. Para deshacerme de él, y también de la vergüenza que llegué a sentir por haber dicho que sí a todo eso —ni mis amigas ni mi familia me juzgaban, en parte porque no estaban enterados de todo, en parte porque no importaba ya que me veían como una persona adulta, consciente de sus decisiones—, vendí casi todos los regalos que me hizo: vestidos, tacones (la mayoría de ellos tan incómodos como preciosos), bolsas, incluso unos lentes de sol que valían cerca de 8 000 pesos y fue de lo último que me dio. También dejé de frecuentar bares en hoteles como el Four Seasons (el Fifty Mills) y el St. Regis (el King Cole Bar), a los que por supuesto solo iba con él. Esto significó, de cierta forma, un acto simbólico para desvanecer la persona en la que me había convertido. Y empezar de cero, compasivamente, otra vez.
Hace falta hablar de todas las advertencias que vienen con salir con alguien mayor, ojalá sirva este texto como un punto de partida. No pretendo decir que quien desee ser sugar baby no pueda porque lo cierto es que puede ser una herramienta frente a lo jodido del panorama económico. Sin embargo, sí quiero dejar en claro esto: tener una relación con alguien mucho mayor, a veces, puede traer más desventajas que simples regalos. Más inconsistencias que compromisos serios. Más obligaciones y sacrificios que disfrute y gozo realmente sano. Sobre todo si el cariño no está anclado en un mutuo respeto; o si no hay amor sincero y se trata, más bien, de una relación por mera conveniencia, por presumir de un lado o del otro. Las metas a largo plazo se difuminan en pro de vivir un presente que viene, muchas de las veces, por una coerción parecida a la que hay entre un sugar daddy y una sugar baby. En otras ocasiones, cuando ambas personas coinciden en un lugar de crecimiento y madurez compatible, la relación —aunque sea una con una diferencia de edad marcada— funciona precisamente porque dos seres humanos se encuentran en el momento que debían encontrarse.
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¿Vivir o no vivir de un <i>sugar daddy</i>? Un dilema injustamente estigmatizado por la sociedad, con implicaciones (emocionales) más allá del intercambio físico y monetario.
La primera vez que supe el significado de un sugar daddy —o para el caso, de una cougar; aunque ese no es el tema de este ensayo— estaba en la universidad. Mis amigas se preguntaron, entre ingenuidad y broma, cómo conseguir un sugar que las sacara de una vez por todas de la tortura que significaba, según ellas, estudiar una licenciatura. Más allá de las bondades de las que habían escuchado y las sedujeron a planteárselo entre risas —no solo era el dinero “fácil” sino las promesas que ese mismo dinero podía conseguir—, la figura del sugar daddy quedó plasmada en mi mente apenas como el tarareo de una canción.
Por supuesto, para sorpresa de nadie, ninguna de mis amigas encontró un sugar que la sacara de la carrera. Fue, claro, porque tampoco hicimos un esfuerzo activo por encontrarlo; una de ellas juraba conocer a alguien quien a su vez conocía a otra que logró conseguir una cantidad alucinante de dinero por ser la compañía de un hombre culpable de estar demasiado solo. Cuando nos graduamos todas tomamos caminos distintos, pero mirándolo con la compasión otorgada por cierta distancia, quizá fui yo quien más se acercó a experimentar la implicación de tener un sugar daddy. Pero me estoy adelantando.
La institucionalización del sugar dating
MySugarDaddy, una aplicación para conectar sugar daddies —mayormente, hombres de más de 40 años— con sugar babies —mujeres que tan solo cumplen con la mayoría de edad—, llegó a México en 2022 con la intención de “actualizar el estilo de vida de los usuarios a través de una comunidad extraordinaria y ser realmente feliz”. La descripción es tan vacía como ambigua, pero la realidad es que el único objetivo de MySugarDaddy es ser el punto de encuentro entre hombres y mujeres que buscan algo a cambio de otro algo. Puede ser dinero (en efectivo, inversiones o en viajes, joyería, ropa, autos) a cambio de relaciones sexuales, sí; pero también puede ser compañía, acceso a lugares VIP o de muy alto perfil, entre otras cosas.
Su llegada al país no se produjo de la nada, la app ya había probado su éxito en países como Alemania —de donde surgió originalmente—, Francia, Italia o España. Y no fue en vano: México pronto se convirtió en el país con mayores usuarios en activo con 760 000 personas registradas en la aplicación —en su mayoría, sugar babies—. Otros países como Chile o Perú, según un reporte de la aplicación, también cuentan con una gran cantidad de usuarios —en este caso, sugar daddies—. MySugarDaddy funciona en dos comunidades: clásica y gay. A diferencia de Tinder o Bumble, esta aplicación no es del todo gratuita y, por lo mismo, se debe abonar dinero, el cual se traduce en créditos que sirven ya sea para desbloquear un chat, para mandarle un “beso” a alguien o desbloquear perfiles que te interesan. Los precios oscilan entre los 79 pesos mexicanos (por 10 créditos) y los 1 499 (por 500) en la versión web, mientras que en la versión móvil los precios están entre los 399 pesos mexicanos (por 50 créditos) y los 3 999 (por 1 000). El sistema de créditos no resulta novedoso, sobre todo porque páginas de citas como Ashley Madison —utilizada por un porcentaje alto de infieles a raíz de su slogan: “La vida es corta, ten una aventura”— ya habían iniciado este tipo de transacciones.
Cada acción dentro de la plataforma tiene un costo; por ejemplo, si se trata de desbloquear un chat con algún usuario, debes pagar 20 créditos. Sin embargo, el ingenio de los usuarios es mayor a cualquier costo: observé a personas dejando en su descripción —o, según MySugarDaddy, su “texto de seducción”— su teléfono (en palabras y no en dígitos) para que se les busque de manera personal. Todo sin desembolsar un centavo.
Eso sí, la plataforma es clara en informar que se trata de una transacción llevada a cabo entre dos adultos responsables y conscientes de las implicaciones de ese tipo de intercambio, aunque puede haber o no relaciones sexuales o cualquier tipo de intimidad, en teoría. Las condiciones a las que se someten ambas partes solo las pueden aclarar ellas. No hay, no puede haber, unfair play. Ajá, en teoría. No obstante, basta con echar un vistazo a la app para darse cuenta de que la diferencia entre la edad de hombres y mujeres plantea serios cuestionamientos sobre el tipo de relación que alguien puede construir cuando hay 20 o 30 años entre ambos.
Aunque MySugarDaddy tuvo un gran recibimiento a casi tres años de llegar al país, no es la única aplicación de este tipo; es decir, que conecta hombres con mujeres que buscan una relación transaccional. Tan solo en Apple Store, además de esta plataforma, existen Luxy Dating para conocer personas “de alto valor”, según ponen en su descripción, y que se posiciona fuertemente en contra de la clasificación sugar baby al “no aprobar ningún tipo de relación transaccional”; Secret que propicia encuentros “de élite”, chat anónimo y citas casuales, y AGR usada para citas entre sugar daddies y sugar babies. Pero, vaya, el mundo virtual es casi tan vasto como el físico que hallar un sugar —ahora lo veo— no es tan difícil para quienes se proponen encontrarlo de verdad.
¿Saldrías con alguien mayor?
Nunca me lo pregunté como una cuestión seria; si me lo planteaban de forma hipotética probablemente la respuesta hubiera sido “no, ¿para qué?”. Si era como parte de una broma, me hubiera reído al mismo tiempo que sentía ñáñaras. Pero la realidad tiene sus maneras de enfrentarnos con aquello que solemos creer alejado de nuestra vida. En mi caso, por ejemplo, bastó un tuit para dejarme llevar.
Salir con alguien 20 años mayor a mí, suponía solo una casualidad: “La edad no importa si nos llevamos bien”, le repetía a otros para convencerme de lo mismo. Fue así hasta que dejó de serlo. Nunca me dijo el cliché “eres muy madura para tu edad” ni la tan gastada “para el amor no hay edad”, aunque sí insistía que yo era como Alexandria Ocasio Cortez y que mi motivo en la vida era, o tendría que ser, “cambiar el mundo, hacerlo un mejor lugar” —a su vez, menudo lugar común aunque más rebuscado—. Aunque Ocasio Cortez me pareció admirable durante los primeros años de su carrera política, sopesé algo más profundo en el comentario. Yo sabía que ser pareja de alguien mucho, mucho mayor, a menudo significa aprender más de tus posibilidades de aportar; de manera frecuente hay acceso a cosas (sobre todo, a lugares y personas) a las cuales no hubieras podido llegar en ese momento. Situaciones difíciles de experimentar de otra forma más que a su lado. La gente te empieza a ver como “la novia de…”, y aunque molesto y misógino, el lugar que emprendes por esa diminuta acción es invariablemente seductor, ya sea por la protección ganada, ya por los privilegios colindantes.
Creemos poseer el temple necesario para sobrellevar el poder inherente en una relación desigual y no sea un tema del cual hablar; esa diferencia, pensamos, es de hecho no tan perjudicial; sin embargo, en algunas ocasiones —hay otras en las que una diferencia de más de 10 años funciona de maravilla—, eso propicia que la relación se sienta más parecida a una obligación, a un pendiente por cumplir. Nunca sentí vergüenza o pena por esa relación, pero más veces de las que me hubiera gustado aceptar me encontré mintiendo acerca de la edad de mi pareja. A mi mamá, por ejemplo, nunca le dije que era mayor, sino que simplemente se veía muy cansado para su edad.
Quizá todo empiece de la manera más inocente —“te compré un vestido para que lo uses hoy en la noche”—, quizá después te sientas cómoda con aquellos regalos que también pudo haber hecho una pareja de tu edad —“te quiero comprar lencería pero la quiero elegir yo”—, tal vez después vengan propuestas un tanto más subidas de tono —“¿cuánto me cobrarías por cogerte?”— y termines por aceptar cada una de esas condiciones para ver en dónde está tu ya de por sí difuso límite. Entonces desaparece. Lo sé porque algo así me pasó a mí. Ahora, no quiero dejar este testimonio como si se tratara de una denuncia porque no lo es.
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Pasé felizmente dos de los tres años de aquella relación. Incluso me enamoré y lo cuidé hasta donde me dio el cuerpo. Esas proposiciones venían de un lugar del que, como MySugarDaddy asume son todos sus usuarios, ambos estábamos conscientes. Yo le contestaba el juego y me ganaba unos cuantos miles de pesos en el proceso (casi 100 000 pesos, lo mismo que un sugar daddy digámoslo así, formal). Pero no puedo estar segura de que esas propuestas venían de un lugar amoroso —he estado en relaciones donde el amor se sobrepone, y aunque no es suficiente para que la relación se mantenga, ese tipo de juegos nunca aparecen ni por casualidad—; se originaban gracias a que ese vínculo no era completamente serio (durante gran parte de aquella relación solo nos vimos los fines de semana, por decir algo), casi como la de un sugar daddy y una sugar baby.
He tenido MySugarDaddy descargada en mi celular al menos tres meses, durante los cuales me rehusé a meterle un centavo no solo porque mi desempleo me lo impedía, sino porque ninguno de los perfiles me interesó tanto como para pensarlo como un posible sugar daddy —para fines de este ensayo, por supuesto—. Primero estaba el tema de la edad, hombres de 18 o 21 años, apenas salidos de la adolescencia frente a mis recién cumplidos 30, ¿qué pueden aportar a la causa? Luego, porque las fotos de cada perfil de aquellos que cruzaban la frontera de los 40 solo me hacían dudar si en verdad tenían dinero o si se trataba de una especie de estafa piramidal o de la entrada a una secta. El colmo: nombres de usuario como “mexicosugar”, “HypnoticHealer”, “Velludo76” solo abonaron al desencanto y, es cierto, al repele. No porque eso sea lo único que me interesaba, pero si el tema principal de la interacción era el intercambio, ¿qué me podían ofrecer aquellos perfiles? No me dieron ganas de averiguarlo. Supongo, de fondo, lo que intento decir es lo siguiente: algunas relaciones con alguien mayor, ya sea sugar daddy o no, también vienen de un lugar de interés genuino: ¿qué me puede dar esta persona que no me pueda dar yo?, ¿por qué intentaría algo que está fuera de todo lo que conozco con esta persona? Sincerarnos con nosotras mismas también es importante.
Contrastes de las sugar babies
Aunque traté de convencer a más de una persona por su ¿uso? de sugar daddies, ninguna aceptó a platicar conmigo; en parte porque se trata de algo íntimo, en parte porque la sociedad suele moralizar el asunto y tratarlo como un sinónimo de prostitución. Pero la realidad es mucho más compleja que eso. En una entrevista con Infobae, Karime Pindter, influencer conocida por sus nada sutiles apariciones en Acapulco Shore y La casa de los famosos, mencionó que la diferencia entre ser sugar baby y una prostituta radica en el enamoramiento de sus parejas, independientemente de los regalos que le ofrecían. Sin embargo, aceptó: “Era la de 40 y 20, yo [tenía] 19. Empecé a ir a la psicóloga y yo desde la primera vez que fui lloraba. Lo stalkeé como una loca y vi a la familia perfecta en Disneyland, y a las 10 sesiones lo dejé”. Pero yo pienso algo distinto: se trata de la postura de una persona frente a una situación de ese estilo, de las decisiones que una toma consciente, idealmente sin coerción.
Cuando vi el dinero reflejado en mi balance bancario, me di cuenta de que podía ahorrar un poco, pagar un préstamo, comprarme lo que yo quisiera (fue, todavía lo recuerdo, la computadora con la que escribí mi tesis de licenciatura). Y si yo, con más de 25 años en su momento, me sentí atraída por aquellas promesas de las que hablaban mis amigas vueltas realidad, solo puedo comprender a las mujeres de apenas 19 o 20 años que ven en ese dinero una posibilidad —de superación, de independencia— que les está vedada no solo por la estructura del sistema económico actual (datos del Inegi, en su ENOE, arrojan que el salario promedio de las mujeres jóvenes económicamente activas es de 34.2 pesos), sino también por su corta experiencia en casi todos los aspectos de la vida adulta.
Algunos sitios en internet reportan testimonios, anónimos la mayoría de ellos, en los que una sugar baby logró emprender algún negocio gracias a la ayuda de su sugar daddy que le proveyó contactos, asesoría y, claro, financiamiento; en otros, se hace hincapié en que la relación entre sugar daddy y sugar baby radica, más bien, en la mentoría que uno puede darle a la otra. O por ejemplo, el caso de alguien que logró tener dos sugar babies mexicanas: “A la primera la apoyé a llevar a cabo un emprendimiento con el cual sé que sigue (dejamos la relación porque ella comenzó una relación estable) y a mi baby actual, la ayudo con el pago de la universidad”. Con todo esto, la crítica no va tanto hacia ser o no una sugar baby sino, más bien, está dirigida a que si una no sabe todas las aristas que vienen de una relación desigual, es probable que se enfrente con cuestiones mucho más graves como la coerción o la manipulación para hacer cosas que de otra manera no haría.
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Sin importar qué tanto éxito puedan tener, aplicaciones como MySugarDaddy también se han enfrentado a la prohibición. En Noruega, por ejemplo, trascendió el caso de un hombre de 56 años que buscaba a menores de edad por medio de aplicaciones de sugar dating para tener relaciones sexuales con ellas. El hombre fue condenado a un año y 10 de meses de cárcel, sin que las aplicaciones de este tipo dejaran de operar. La cosa es, más allá del pago existente, ¿cuál es la relación que pueden tener dos personas de tan distintas edades? Si los regalos desaparecen, ¿el cariño es tan profundo que se sostendría por sí solo? Pero ¿y si nos vamos al extremo? ¿Qué sucede cuando estas relaciones desiguales habilitan, por ejemplo, un vínculo entre, digamos, un narcotraficante y una menor? ¿Y entre un profesor y una alumna, por ejemplo?
Hablando con una persona cuyo nombre guardo, me doy cuenta que en un contexto rural las cosas eran y seguramente siguen siendo distintas. Para empezar, el ideal para las adolescentes era tener novio, sin importar que fueran 10 o 20 años mayores. La búsqueda en esas relaciones es sentirse dotada de estatus, aunque eso significara solamente “andar en una troca o que te llevaran a restaurantes donde te trataban mejor”. No importa mucho la diferencia de edad; es más, ni siquiera se considera como algo a tomar en cuenta. Ahora, en los estados —en una dinámica diferente al de la ciudad— que estaban marcados por la inseguridad y la posterior violencia por narcotráfico, ser una sugar baby significaba mantenerse relevante, confiar en que ese era el camino —el único posible— para obtener lo que nunca hubiera sido posible dada la nula movilidad social a la que estaban condenadas.
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Mi nada fugaz incursión en el sugarbabismo terminó, en parte, por razones obvias para todos menos para mí: yo, al final, quería una relación “normal”, un compromiso con alguien con quien pudiera crecer conmigo como lo estaban haciendo mis amigas con sus respectivas parejas —¿cómo crecería con una persona que ya había, según, madurado?—. Para deshacerme de él, y también de la vergüenza que llegué a sentir por haber dicho que sí a todo eso —ni mis amigas ni mi familia me juzgaban, en parte porque no estaban enterados de todo, en parte porque no importaba ya que me veían como una persona adulta, consciente de sus decisiones—, vendí casi todos los regalos que me hizo: vestidos, tacones (la mayoría de ellos tan incómodos como preciosos), bolsas, incluso unos lentes de sol que valían cerca de 8 000 pesos y fue de lo último que me dio. También dejé de frecuentar bares en hoteles como el Four Seasons (el Fifty Mills) y el St. Regis (el King Cole Bar), a los que por supuesto solo iba con él. Esto significó, de cierta forma, un acto simbólico para desvanecer la persona en la que me había convertido. Y empezar de cero, compasivamente, otra vez.
Hace falta hablar de todas las advertencias que vienen con salir con alguien mayor, ojalá sirva este texto como un punto de partida. No pretendo decir que quien desee ser sugar baby no pueda porque lo cierto es que puede ser una herramienta frente a lo jodido del panorama económico. Sin embargo, sí quiero dejar en claro esto: tener una relación con alguien mucho mayor, a veces, puede traer más desventajas que simples regalos. Más inconsistencias que compromisos serios. Más obligaciones y sacrificios que disfrute y gozo realmente sano. Sobre todo si el cariño no está anclado en un mutuo respeto; o si no hay amor sincero y se trata, más bien, de una relación por mera conveniencia, por presumir de un lado o del otro. Las metas a largo plazo se difuminan en pro de vivir un presente que viene, muchas de las veces, por una coerción parecida a la que hay entre un sugar daddy y una sugar baby. En otras ocasiones, cuando ambas personas coinciden en un lugar de crecimiento y madurez compatible, la relación —aunque sea una con una diferencia de edad marcada— funciona precisamente porque dos seres humanos se encuentran en el momento que debían encontrarse.
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Salir con alguien 20 años mayor a mí, suponía solo una casualidad: “La edad no importa si nos llevamos bien”, le repetía a otros para convencerme de lo mismo.
¿Vivir o no vivir de un <i>sugar daddy</i>? Un dilema injustamente estigmatizado por la sociedad, con implicaciones (emocionales) más allá del intercambio físico y monetario.
La primera vez que supe el significado de un sugar daddy —o para el caso, de una cougar; aunque ese no es el tema de este ensayo— estaba en la universidad. Mis amigas se preguntaron, entre ingenuidad y broma, cómo conseguir un sugar que las sacara de una vez por todas de la tortura que significaba, según ellas, estudiar una licenciatura. Más allá de las bondades de las que habían escuchado y las sedujeron a planteárselo entre risas —no solo era el dinero “fácil” sino las promesas que ese mismo dinero podía conseguir—, la figura del sugar daddy quedó plasmada en mi mente apenas como el tarareo de una canción.
Por supuesto, para sorpresa de nadie, ninguna de mis amigas encontró un sugar que la sacara de la carrera. Fue, claro, porque tampoco hicimos un esfuerzo activo por encontrarlo; una de ellas juraba conocer a alguien quien a su vez conocía a otra que logró conseguir una cantidad alucinante de dinero por ser la compañía de un hombre culpable de estar demasiado solo. Cuando nos graduamos todas tomamos caminos distintos, pero mirándolo con la compasión otorgada por cierta distancia, quizá fui yo quien más se acercó a experimentar la implicación de tener un sugar daddy. Pero me estoy adelantando.
La institucionalización del sugar dating
MySugarDaddy, una aplicación para conectar sugar daddies —mayormente, hombres de más de 40 años— con sugar babies —mujeres que tan solo cumplen con la mayoría de edad—, llegó a México en 2022 con la intención de “actualizar el estilo de vida de los usuarios a través de una comunidad extraordinaria y ser realmente feliz”. La descripción es tan vacía como ambigua, pero la realidad es que el único objetivo de MySugarDaddy es ser el punto de encuentro entre hombres y mujeres que buscan algo a cambio de otro algo. Puede ser dinero (en efectivo, inversiones o en viajes, joyería, ropa, autos) a cambio de relaciones sexuales, sí; pero también puede ser compañía, acceso a lugares VIP o de muy alto perfil, entre otras cosas.
Su llegada al país no se produjo de la nada, la app ya había probado su éxito en países como Alemania —de donde surgió originalmente—, Francia, Italia o España. Y no fue en vano: México pronto se convirtió en el país con mayores usuarios en activo con 760 000 personas registradas en la aplicación —en su mayoría, sugar babies—. Otros países como Chile o Perú, según un reporte de la aplicación, también cuentan con una gran cantidad de usuarios —en este caso, sugar daddies—. MySugarDaddy funciona en dos comunidades: clásica y gay. A diferencia de Tinder o Bumble, esta aplicación no es del todo gratuita y, por lo mismo, se debe abonar dinero, el cual se traduce en créditos que sirven ya sea para desbloquear un chat, para mandarle un “beso” a alguien o desbloquear perfiles que te interesan. Los precios oscilan entre los 79 pesos mexicanos (por 10 créditos) y los 1 499 (por 500) en la versión web, mientras que en la versión móvil los precios están entre los 399 pesos mexicanos (por 50 créditos) y los 3 999 (por 1 000). El sistema de créditos no resulta novedoso, sobre todo porque páginas de citas como Ashley Madison —utilizada por un porcentaje alto de infieles a raíz de su slogan: “La vida es corta, ten una aventura”— ya habían iniciado este tipo de transacciones.
Cada acción dentro de la plataforma tiene un costo; por ejemplo, si se trata de desbloquear un chat con algún usuario, debes pagar 20 créditos. Sin embargo, el ingenio de los usuarios es mayor a cualquier costo: observé a personas dejando en su descripción —o, según MySugarDaddy, su “texto de seducción”— su teléfono (en palabras y no en dígitos) para que se les busque de manera personal. Todo sin desembolsar un centavo.
Eso sí, la plataforma es clara en informar que se trata de una transacción llevada a cabo entre dos adultos responsables y conscientes de las implicaciones de ese tipo de intercambio, aunque puede haber o no relaciones sexuales o cualquier tipo de intimidad, en teoría. Las condiciones a las que se someten ambas partes solo las pueden aclarar ellas. No hay, no puede haber, unfair play. Ajá, en teoría. No obstante, basta con echar un vistazo a la app para darse cuenta de que la diferencia entre la edad de hombres y mujeres plantea serios cuestionamientos sobre el tipo de relación que alguien puede construir cuando hay 20 o 30 años entre ambos.
Aunque MySugarDaddy tuvo un gran recibimiento a casi tres años de llegar al país, no es la única aplicación de este tipo; es decir, que conecta hombres con mujeres que buscan una relación transaccional. Tan solo en Apple Store, además de esta plataforma, existen Luxy Dating para conocer personas “de alto valor”, según ponen en su descripción, y que se posiciona fuertemente en contra de la clasificación sugar baby al “no aprobar ningún tipo de relación transaccional”; Secret que propicia encuentros “de élite”, chat anónimo y citas casuales, y AGR usada para citas entre sugar daddies y sugar babies. Pero, vaya, el mundo virtual es casi tan vasto como el físico que hallar un sugar —ahora lo veo— no es tan difícil para quienes se proponen encontrarlo de verdad.
¿Saldrías con alguien mayor?
Nunca me lo pregunté como una cuestión seria; si me lo planteaban de forma hipotética probablemente la respuesta hubiera sido “no, ¿para qué?”. Si era como parte de una broma, me hubiera reído al mismo tiempo que sentía ñáñaras. Pero la realidad tiene sus maneras de enfrentarnos con aquello que solemos creer alejado de nuestra vida. En mi caso, por ejemplo, bastó un tuit para dejarme llevar.
Salir con alguien 20 años mayor a mí, suponía solo una casualidad: “La edad no importa si nos llevamos bien”, le repetía a otros para convencerme de lo mismo. Fue así hasta que dejó de serlo. Nunca me dijo el cliché “eres muy madura para tu edad” ni la tan gastada “para el amor no hay edad”, aunque sí insistía que yo era como Alexandria Ocasio Cortez y que mi motivo en la vida era, o tendría que ser, “cambiar el mundo, hacerlo un mejor lugar” —a su vez, menudo lugar común aunque más rebuscado—. Aunque Ocasio Cortez me pareció admirable durante los primeros años de su carrera política, sopesé algo más profundo en el comentario. Yo sabía que ser pareja de alguien mucho, mucho mayor, a menudo significa aprender más de tus posibilidades de aportar; de manera frecuente hay acceso a cosas (sobre todo, a lugares y personas) a las cuales no hubieras podido llegar en ese momento. Situaciones difíciles de experimentar de otra forma más que a su lado. La gente te empieza a ver como “la novia de…”, y aunque molesto y misógino, el lugar que emprendes por esa diminuta acción es invariablemente seductor, ya sea por la protección ganada, ya por los privilegios colindantes.
Creemos poseer el temple necesario para sobrellevar el poder inherente en una relación desigual y no sea un tema del cual hablar; esa diferencia, pensamos, es de hecho no tan perjudicial; sin embargo, en algunas ocasiones —hay otras en las que una diferencia de más de 10 años funciona de maravilla—, eso propicia que la relación se sienta más parecida a una obligación, a un pendiente por cumplir. Nunca sentí vergüenza o pena por esa relación, pero más veces de las que me hubiera gustado aceptar me encontré mintiendo acerca de la edad de mi pareja. A mi mamá, por ejemplo, nunca le dije que era mayor, sino que simplemente se veía muy cansado para su edad.
Quizá todo empiece de la manera más inocente —“te compré un vestido para que lo uses hoy en la noche”—, quizá después te sientas cómoda con aquellos regalos que también pudo haber hecho una pareja de tu edad —“te quiero comprar lencería pero la quiero elegir yo”—, tal vez después vengan propuestas un tanto más subidas de tono —“¿cuánto me cobrarías por cogerte?”— y termines por aceptar cada una de esas condiciones para ver en dónde está tu ya de por sí difuso límite. Entonces desaparece. Lo sé porque algo así me pasó a mí. Ahora, no quiero dejar este testimonio como si se tratara de una denuncia porque no lo es.
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Pasé felizmente dos de los tres años de aquella relación. Incluso me enamoré y lo cuidé hasta donde me dio el cuerpo. Esas proposiciones venían de un lugar del que, como MySugarDaddy asume son todos sus usuarios, ambos estábamos conscientes. Yo le contestaba el juego y me ganaba unos cuantos miles de pesos en el proceso (casi 100 000 pesos, lo mismo que un sugar daddy digámoslo así, formal). Pero no puedo estar segura de que esas propuestas venían de un lugar amoroso —he estado en relaciones donde el amor se sobrepone, y aunque no es suficiente para que la relación se mantenga, ese tipo de juegos nunca aparecen ni por casualidad—; se originaban gracias a que ese vínculo no era completamente serio (durante gran parte de aquella relación solo nos vimos los fines de semana, por decir algo), casi como la de un sugar daddy y una sugar baby.
He tenido MySugarDaddy descargada en mi celular al menos tres meses, durante los cuales me rehusé a meterle un centavo no solo porque mi desempleo me lo impedía, sino porque ninguno de los perfiles me interesó tanto como para pensarlo como un posible sugar daddy —para fines de este ensayo, por supuesto—. Primero estaba el tema de la edad, hombres de 18 o 21 años, apenas salidos de la adolescencia frente a mis recién cumplidos 30, ¿qué pueden aportar a la causa? Luego, porque las fotos de cada perfil de aquellos que cruzaban la frontera de los 40 solo me hacían dudar si en verdad tenían dinero o si se trataba de una especie de estafa piramidal o de la entrada a una secta. El colmo: nombres de usuario como “mexicosugar”, “HypnoticHealer”, “Velludo76” solo abonaron al desencanto y, es cierto, al repele. No porque eso sea lo único que me interesaba, pero si el tema principal de la interacción era el intercambio, ¿qué me podían ofrecer aquellos perfiles? No me dieron ganas de averiguarlo. Supongo, de fondo, lo que intento decir es lo siguiente: algunas relaciones con alguien mayor, ya sea sugar daddy o no, también vienen de un lugar de interés genuino: ¿qué me puede dar esta persona que no me pueda dar yo?, ¿por qué intentaría algo que está fuera de todo lo que conozco con esta persona? Sincerarnos con nosotras mismas también es importante.
Contrastes de las sugar babies
Aunque traté de convencer a más de una persona por su ¿uso? de sugar daddies, ninguna aceptó a platicar conmigo; en parte porque se trata de algo íntimo, en parte porque la sociedad suele moralizar el asunto y tratarlo como un sinónimo de prostitución. Pero la realidad es mucho más compleja que eso. En una entrevista con Infobae, Karime Pindter, influencer conocida por sus nada sutiles apariciones en Acapulco Shore y La casa de los famosos, mencionó que la diferencia entre ser sugar baby y una prostituta radica en el enamoramiento de sus parejas, independientemente de los regalos que le ofrecían. Sin embargo, aceptó: “Era la de 40 y 20, yo [tenía] 19. Empecé a ir a la psicóloga y yo desde la primera vez que fui lloraba. Lo stalkeé como una loca y vi a la familia perfecta en Disneyland, y a las 10 sesiones lo dejé”. Pero yo pienso algo distinto: se trata de la postura de una persona frente a una situación de ese estilo, de las decisiones que una toma consciente, idealmente sin coerción.
Cuando vi el dinero reflejado en mi balance bancario, me di cuenta de que podía ahorrar un poco, pagar un préstamo, comprarme lo que yo quisiera (fue, todavía lo recuerdo, la computadora con la que escribí mi tesis de licenciatura). Y si yo, con más de 25 años en su momento, me sentí atraída por aquellas promesas de las que hablaban mis amigas vueltas realidad, solo puedo comprender a las mujeres de apenas 19 o 20 años que ven en ese dinero una posibilidad —de superación, de independencia— que les está vedada no solo por la estructura del sistema económico actual (datos del Inegi, en su ENOE, arrojan que el salario promedio de las mujeres jóvenes económicamente activas es de 34.2 pesos), sino también por su corta experiencia en casi todos los aspectos de la vida adulta.
Algunos sitios en internet reportan testimonios, anónimos la mayoría de ellos, en los que una sugar baby logró emprender algún negocio gracias a la ayuda de su sugar daddy que le proveyó contactos, asesoría y, claro, financiamiento; en otros, se hace hincapié en que la relación entre sugar daddy y sugar baby radica, más bien, en la mentoría que uno puede darle a la otra. O por ejemplo, el caso de alguien que logró tener dos sugar babies mexicanas: “A la primera la apoyé a llevar a cabo un emprendimiento con el cual sé que sigue (dejamos la relación porque ella comenzó una relación estable) y a mi baby actual, la ayudo con el pago de la universidad”. Con todo esto, la crítica no va tanto hacia ser o no una sugar baby sino, más bien, está dirigida a que si una no sabe todas las aristas que vienen de una relación desigual, es probable que se enfrente con cuestiones mucho más graves como la coerción o la manipulación para hacer cosas que de otra manera no haría.
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Sin importar qué tanto éxito puedan tener, aplicaciones como MySugarDaddy también se han enfrentado a la prohibición. En Noruega, por ejemplo, trascendió el caso de un hombre de 56 años que buscaba a menores de edad por medio de aplicaciones de sugar dating para tener relaciones sexuales con ellas. El hombre fue condenado a un año y 10 de meses de cárcel, sin que las aplicaciones de este tipo dejaran de operar. La cosa es, más allá del pago existente, ¿cuál es la relación que pueden tener dos personas de tan distintas edades? Si los regalos desaparecen, ¿el cariño es tan profundo que se sostendría por sí solo? Pero ¿y si nos vamos al extremo? ¿Qué sucede cuando estas relaciones desiguales habilitan, por ejemplo, un vínculo entre, digamos, un narcotraficante y una menor? ¿Y entre un profesor y una alumna, por ejemplo?
Hablando con una persona cuyo nombre guardo, me doy cuenta que en un contexto rural las cosas eran y seguramente siguen siendo distintas. Para empezar, el ideal para las adolescentes era tener novio, sin importar que fueran 10 o 20 años mayores. La búsqueda en esas relaciones es sentirse dotada de estatus, aunque eso significara solamente “andar en una troca o que te llevaran a restaurantes donde te trataban mejor”. No importa mucho la diferencia de edad; es más, ni siquiera se considera como algo a tomar en cuenta. Ahora, en los estados —en una dinámica diferente al de la ciudad— que estaban marcados por la inseguridad y la posterior violencia por narcotráfico, ser una sugar baby significaba mantenerse relevante, confiar en que ese era el camino —el único posible— para obtener lo que nunca hubiera sido posible dada la nula movilidad social a la que estaban condenadas.
Todas las advertencias
Mi nada fugaz incursión en el sugarbabismo terminó, en parte, por razones obvias para todos menos para mí: yo, al final, quería una relación “normal”, un compromiso con alguien con quien pudiera crecer conmigo como lo estaban haciendo mis amigas con sus respectivas parejas —¿cómo crecería con una persona que ya había, según, madurado?—. Para deshacerme de él, y también de la vergüenza que llegué a sentir por haber dicho que sí a todo eso —ni mis amigas ni mi familia me juzgaban, en parte porque no estaban enterados de todo, en parte porque no importaba ya que me veían como una persona adulta, consciente de sus decisiones—, vendí casi todos los regalos que me hizo: vestidos, tacones (la mayoría de ellos tan incómodos como preciosos), bolsas, incluso unos lentes de sol que valían cerca de 8 000 pesos y fue de lo último que me dio. También dejé de frecuentar bares en hoteles como el Four Seasons (el Fifty Mills) y el St. Regis (el King Cole Bar), a los que por supuesto solo iba con él. Esto significó, de cierta forma, un acto simbólico para desvanecer la persona en la que me había convertido. Y empezar de cero, compasivamente, otra vez.
Hace falta hablar de todas las advertencias que vienen con salir con alguien mayor, ojalá sirva este texto como un punto de partida. No pretendo decir que quien desee ser sugar baby no pueda porque lo cierto es que puede ser una herramienta frente a lo jodido del panorama económico. Sin embargo, sí quiero dejar en claro esto: tener una relación con alguien mucho mayor, a veces, puede traer más desventajas que simples regalos. Más inconsistencias que compromisos serios. Más obligaciones y sacrificios que disfrute y gozo realmente sano. Sobre todo si el cariño no está anclado en un mutuo respeto; o si no hay amor sincero y se trata, más bien, de una relación por mera conveniencia, por presumir de un lado o del otro. Las metas a largo plazo se difuminan en pro de vivir un presente que viene, muchas de las veces, por una coerción parecida a la que hay entre un sugar daddy y una sugar baby. En otras ocasiones, cuando ambas personas coinciden en un lugar de crecimiento y madurez compatible, la relación —aunque sea una con una diferencia de edad marcada— funciona precisamente porque dos seres humanos se encuentran en el momento que debían encontrarse.
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¿Vivir o no vivir de un <i>sugar daddy</i>? Un dilema injustamente estigmatizado por la sociedad, con implicaciones (emocionales) más allá del intercambio físico y monetario.
La primera vez que supe el significado de un sugar daddy —o para el caso, de una cougar; aunque ese no es el tema de este ensayo— estaba en la universidad. Mis amigas se preguntaron, entre ingenuidad y broma, cómo conseguir un sugar que las sacara de una vez por todas de la tortura que significaba, según ellas, estudiar una licenciatura. Más allá de las bondades de las que habían escuchado y las sedujeron a planteárselo entre risas —no solo era el dinero “fácil” sino las promesas que ese mismo dinero podía conseguir—, la figura del sugar daddy quedó plasmada en mi mente apenas como el tarareo de una canción.
Por supuesto, para sorpresa de nadie, ninguna de mis amigas encontró un sugar que la sacara de la carrera. Fue, claro, porque tampoco hicimos un esfuerzo activo por encontrarlo; una de ellas juraba conocer a alguien quien a su vez conocía a otra que logró conseguir una cantidad alucinante de dinero por ser la compañía de un hombre culpable de estar demasiado solo. Cuando nos graduamos todas tomamos caminos distintos, pero mirándolo con la compasión otorgada por cierta distancia, quizá fui yo quien más se acercó a experimentar la implicación de tener un sugar daddy. Pero me estoy adelantando.
La institucionalización del sugar dating
MySugarDaddy, una aplicación para conectar sugar daddies —mayormente, hombres de más de 40 años— con sugar babies —mujeres que tan solo cumplen con la mayoría de edad—, llegó a México en 2022 con la intención de “actualizar el estilo de vida de los usuarios a través de una comunidad extraordinaria y ser realmente feliz”. La descripción es tan vacía como ambigua, pero la realidad es que el único objetivo de MySugarDaddy es ser el punto de encuentro entre hombres y mujeres que buscan algo a cambio de otro algo. Puede ser dinero (en efectivo, inversiones o en viajes, joyería, ropa, autos) a cambio de relaciones sexuales, sí; pero también puede ser compañía, acceso a lugares VIP o de muy alto perfil, entre otras cosas.
Su llegada al país no se produjo de la nada, la app ya había probado su éxito en países como Alemania —de donde surgió originalmente—, Francia, Italia o España. Y no fue en vano: México pronto se convirtió en el país con mayores usuarios en activo con 760 000 personas registradas en la aplicación —en su mayoría, sugar babies—. Otros países como Chile o Perú, según un reporte de la aplicación, también cuentan con una gran cantidad de usuarios —en este caso, sugar daddies—. MySugarDaddy funciona en dos comunidades: clásica y gay. A diferencia de Tinder o Bumble, esta aplicación no es del todo gratuita y, por lo mismo, se debe abonar dinero, el cual se traduce en créditos que sirven ya sea para desbloquear un chat, para mandarle un “beso” a alguien o desbloquear perfiles que te interesan. Los precios oscilan entre los 79 pesos mexicanos (por 10 créditos) y los 1 499 (por 500) en la versión web, mientras que en la versión móvil los precios están entre los 399 pesos mexicanos (por 50 créditos) y los 3 999 (por 1 000). El sistema de créditos no resulta novedoso, sobre todo porque páginas de citas como Ashley Madison —utilizada por un porcentaje alto de infieles a raíz de su slogan: “La vida es corta, ten una aventura”— ya habían iniciado este tipo de transacciones.
Cada acción dentro de la plataforma tiene un costo; por ejemplo, si se trata de desbloquear un chat con algún usuario, debes pagar 20 créditos. Sin embargo, el ingenio de los usuarios es mayor a cualquier costo: observé a personas dejando en su descripción —o, según MySugarDaddy, su “texto de seducción”— su teléfono (en palabras y no en dígitos) para que se les busque de manera personal. Todo sin desembolsar un centavo.
Eso sí, la plataforma es clara en informar que se trata de una transacción llevada a cabo entre dos adultos responsables y conscientes de las implicaciones de ese tipo de intercambio, aunque puede haber o no relaciones sexuales o cualquier tipo de intimidad, en teoría. Las condiciones a las que se someten ambas partes solo las pueden aclarar ellas. No hay, no puede haber, unfair play. Ajá, en teoría. No obstante, basta con echar un vistazo a la app para darse cuenta de que la diferencia entre la edad de hombres y mujeres plantea serios cuestionamientos sobre el tipo de relación que alguien puede construir cuando hay 20 o 30 años entre ambos.
Aunque MySugarDaddy tuvo un gran recibimiento a casi tres años de llegar al país, no es la única aplicación de este tipo; es decir, que conecta hombres con mujeres que buscan una relación transaccional. Tan solo en Apple Store, además de esta plataforma, existen Luxy Dating para conocer personas “de alto valor”, según ponen en su descripción, y que se posiciona fuertemente en contra de la clasificación sugar baby al “no aprobar ningún tipo de relación transaccional”; Secret que propicia encuentros “de élite”, chat anónimo y citas casuales, y AGR usada para citas entre sugar daddies y sugar babies. Pero, vaya, el mundo virtual es casi tan vasto como el físico que hallar un sugar —ahora lo veo— no es tan difícil para quienes se proponen encontrarlo de verdad.
¿Saldrías con alguien mayor?
Nunca me lo pregunté como una cuestión seria; si me lo planteaban de forma hipotética probablemente la respuesta hubiera sido “no, ¿para qué?”. Si era como parte de una broma, me hubiera reído al mismo tiempo que sentía ñáñaras. Pero la realidad tiene sus maneras de enfrentarnos con aquello que solemos creer alejado de nuestra vida. En mi caso, por ejemplo, bastó un tuit para dejarme llevar.
Salir con alguien 20 años mayor a mí, suponía solo una casualidad: “La edad no importa si nos llevamos bien”, le repetía a otros para convencerme de lo mismo. Fue así hasta que dejó de serlo. Nunca me dijo el cliché “eres muy madura para tu edad” ni la tan gastada “para el amor no hay edad”, aunque sí insistía que yo era como Alexandria Ocasio Cortez y que mi motivo en la vida era, o tendría que ser, “cambiar el mundo, hacerlo un mejor lugar” —a su vez, menudo lugar común aunque más rebuscado—. Aunque Ocasio Cortez me pareció admirable durante los primeros años de su carrera política, sopesé algo más profundo en el comentario. Yo sabía que ser pareja de alguien mucho, mucho mayor, a menudo significa aprender más de tus posibilidades de aportar; de manera frecuente hay acceso a cosas (sobre todo, a lugares y personas) a las cuales no hubieras podido llegar en ese momento. Situaciones difíciles de experimentar de otra forma más que a su lado. La gente te empieza a ver como “la novia de…”, y aunque molesto y misógino, el lugar que emprendes por esa diminuta acción es invariablemente seductor, ya sea por la protección ganada, ya por los privilegios colindantes.
Creemos poseer el temple necesario para sobrellevar el poder inherente en una relación desigual y no sea un tema del cual hablar; esa diferencia, pensamos, es de hecho no tan perjudicial; sin embargo, en algunas ocasiones —hay otras en las que una diferencia de más de 10 años funciona de maravilla—, eso propicia que la relación se sienta más parecida a una obligación, a un pendiente por cumplir. Nunca sentí vergüenza o pena por esa relación, pero más veces de las que me hubiera gustado aceptar me encontré mintiendo acerca de la edad de mi pareja. A mi mamá, por ejemplo, nunca le dije que era mayor, sino que simplemente se veía muy cansado para su edad.
Quizá todo empiece de la manera más inocente —“te compré un vestido para que lo uses hoy en la noche”—, quizá después te sientas cómoda con aquellos regalos que también pudo haber hecho una pareja de tu edad —“te quiero comprar lencería pero la quiero elegir yo”—, tal vez después vengan propuestas un tanto más subidas de tono —“¿cuánto me cobrarías por cogerte?”— y termines por aceptar cada una de esas condiciones para ver en dónde está tu ya de por sí difuso límite. Entonces desaparece. Lo sé porque algo así me pasó a mí. Ahora, no quiero dejar este testimonio como si se tratara de una denuncia porque no lo es.
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Pasé felizmente dos de los tres años de aquella relación. Incluso me enamoré y lo cuidé hasta donde me dio el cuerpo. Esas proposiciones venían de un lugar del que, como MySugarDaddy asume son todos sus usuarios, ambos estábamos conscientes. Yo le contestaba el juego y me ganaba unos cuantos miles de pesos en el proceso (casi 100 000 pesos, lo mismo que un sugar daddy digámoslo así, formal). Pero no puedo estar segura de que esas propuestas venían de un lugar amoroso —he estado en relaciones donde el amor se sobrepone, y aunque no es suficiente para que la relación se mantenga, ese tipo de juegos nunca aparecen ni por casualidad—; se originaban gracias a que ese vínculo no era completamente serio (durante gran parte de aquella relación solo nos vimos los fines de semana, por decir algo), casi como la de un sugar daddy y una sugar baby.
He tenido MySugarDaddy descargada en mi celular al menos tres meses, durante los cuales me rehusé a meterle un centavo no solo porque mi desempleo me lo impedía, sino porque ninguno de los perfiles me interesó tanto como para pensarlo como un posible sugar daddy —para fines de este ensayo, por supuesto—. Primero estaba el tema de la edad, hombres de 18 o 21 años, apenas salidos de la adolescencia frente a mis recién cumplidos 30, ¿qué pueden aportar a la causa? Luego, porque las fotos de cada perfil de aquellos que cruzaban la frontera de los 40 solo me hacían dudar si en verdad tenían dinero o si se trataba de una especie de estafa piramidal o de la entrada a una secta. El colmo: nombres de usuario como “mexicosugar”, “HypnoticHealer”, “Velludo76” solo abonaron al desencanto y, es cierto, al repele. No porque eso sea lo único que me interesaba, pero si el tema principal de la interacción era el intercambio, ¿qué me podían ofrecer aquellos perfiles? No me dieron ganas de averiguarlo. Supongo, de fondo, lo que intento decir es lo siguiente: algunas relaciones con alguien mayor, ya sea sugar daddy o no, también vienen de un lugar de interés genuino: ¿qué me puede dar esta persona que no me pueda dar yo?, ¿por qué intentaría algo que está fuera de todo lo que conozco con esta persona? Sincerarnos con nosotras mismas también es importante.
Contrastes de las sugar babies
Aunque traté de convencer a más de una persona por su ¿uso? de sugar daddies, ninguna aceptó a platicar conmigo; en parte porque se trata de algo íntimo, en parte porque la sociedad suele moralizar el asunto y tratarlo como un sinónimo de prostitución. Pero la realidad es mucho más compleja que eso. En una entrevista con Infobae, Karime Pindter, influencer conocida por sus nada sutiles apariciones en Acapulco Shore y La casa de los famosos, mencionó que la diferencia entre ser sugar baby y una prostituta radica en el enamoramiento de sus parejas, independientemente de los regalos que le ofrecían. Sin embargo, aceptó: “Era la de 40 y 20, yo [tenía] 19. Empecé a ir a la psicóloga y yo desde la primera vez que fui lloraba. Lo stalkeé como una loca y vi a la familia perfecta en Disneyland, y a las 10 sesiones lo dejé”. Pero yo pienso algo distinto: se trata de la postura de una persona frente a una situación de ese estilo, de las decisiones que una toma consciente, idealmente sin coerción.
Cuando vi el dinero reflejado en mi balance bancario, me di cuenta de que podía ahorrar un poco, pagar un préstamo, comprarme lo que yo quisiera (fue, todavía lo recuerdo, la computadora con la que escribí mi tesis de licenciatura). Y si yo, con más de 25 años en su momento, me sentí atraída por aquellas promesas de las que hablaban mis amigas vueltas realidad, solo puedo comprender a las mujeres de apenas 19 o 20 años que ven en ese dinero una posibilidad —de superación, de independencia— que les está vedada no solo por la estructura del sistema económico actual (datos del Inegi, en su ENOE, arrojan que el salario promedio de las mujeres jóvenes económicamente activas es de 34.2 pesos), sino también por su corta experiencia en casi todos los aspectos de la vida adulta.
Algunos sitios en internet reportan testimonios, anónimos la mayoría de ellos, en los que una sugar baby logró emprender algún negocio gracias a la ayuda de su sugar daddy que le proveyó contactos, asesoría y, claro, financiamiento; en otros, se hace hincapié en que la relación entre sugar daddy y sugar baby radica, más bien, en la mentoría que uno puede darle a la otra. O por ejemplo, el caso de alguien que logró tener dos sugar babies mexicanas: “A la primera la apoyé a llevar a cabo un emprendimiento con el cual sé que sigue (dejamos la relación porque ella comenzó una relación estable) y a mi baby actual, la ayudo con el pago de la universidad”. Con todo esto, la crítica no va tanto hacia ser o no una sugar baby sino, más bien, está dirigida a que si una no sabe todas las aristas que vienen de una relación desigual, es probable que se enfrente con cuestiones mucho más graves como la coerción o la manipulación para hacer cosas que de otra manera no haría.
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Sin importar qué tanto éxito puedan tener, aplicaciones como MySugarDaddy también se han enfrentado a la prohibición. En Noruega, por ejemplo, trascendió el caso de un hombre de 56 años que buscaba a menores de edad por medio de aplicaciones de sugar dating para tener relaciones sexuales con ellas. El hombre fue condenado a un año y 10 de meses de cárcel, sin que las aplicaciones de este tipo dejaran de operar. La cosa es, más allá del pago existente, ¿cuál es la relación que pueden tener dos personas de tan distintas edades? Si los regalos desaparecen, ¿el cariño es tan profundo que se sostendría por sí solo? Pero ¿y si nos vamos al extremo? ¿Qué sucede cuando estas relaciones desiguales habilitan, por ejemplo, un vínculo entre, digamos, un narcotraficante y una menor? ¿Y entre un profesor y una alumna, por ejemplo?
Hablando con una persona cuyo nombre guardo, me doy cuenta que en un contexto rural las cosas eran y seguramente siguen siendo distintas. Para empezar, el ideal para las adolescentes era tener novio, sin importar que fueran 10 o 20 años mayores. La búsqueda en esas relaciones es sentirse dotada de estatus, aunque eso significara solamente “andar en una troca o que te llevaran a restaurantes donde te trataban mejor”. No importa mucho la diferencia de edad; es más, ni siquiera se considera como algo a tomar en cuenta. Ahora, en los estados —en una dinámica diferente al de la ciudad— que estaban marcados por la inseguridad y la posterior violencia por narcotráfico, ser una sugar baby significaba mantenerse relevante, confiar en que ese era el camino —el único posible— para obtener lo que nunca hubiera sido posible dada la nula movilidad social a la que estaban condenadas.
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Mi nada fugaz incursión en el sugarbabismo terminó, en parte, por razones obvias para todos menos para mí: yo, al final, quería una relación “normal”, un compromiso con alguien con quien pudiera crecer conmigo como lo estaban haciendo mis amigas con sus respectivas parejas —¿cómo crecería con una persona que ya había, según, madurado?—. Para deshacerme de él, y también de la vergüenza que llegué a sentir por haber dicho que sí a todo eso —ni mis amigas ni mi familia me juzgaban, en parte porque no estaban enterados de todo, en parte porque no importaba ya que me veían como una persona adulta, consciente de sus decisiones—, vendí casi todos los regalos que me hizo: vestidos, tacones (la mayoría de ellos tan incómodos como preciosos), bolsas, incluso unos lentes de sol que valían cerca de 8 000 pesos y fue de lo último que me dio. También dejé de frecuentar bares en hoteles como el Four Seasons (el Fifty Mills) y el St. Regis (el King Cole Bar), a los que por supuesto solo iba con él. Esto significó, de cierta forma, un acto simbólico para desvanecer la persona en la que me había convertido. Y empezar de cero, compasivamente, otra vez.
Hace falta hablar de todas las advertencias que vienen con salir con alguien mayor, ojalá sirva este texto como un punto de partida. No pretendo decir que quien desee ser sugar baby no pueda porque lo cierto es que puede ser una herramienta frente a lo jodido del panorama económico. Sin embargo, sí quiero dejar en claro esto: tener una relación con alguien mucho mayor, a veces, puede traer más desventajas que simples regalos. Más inconsistencias que compromisos serios. Más obligaciones y sacrificios que disfrute y gozo realmente sano. Sobre todo si el cariño no está anclado en un mutuo respeto; o si no hay amor sincero y se trata, más bien, de una relación por mera conveniencia, por presumir de un lado o del otro. Las metas a largo plazo se difuminan en pro de vivir un presente que viene, muchas de las veces, por una coerción parecida a la que hay entre un sugar daddy y una sugar baby. En otras ocasiones, cuando ambas personas coinciden en un lugar de crecimiento y madurez compatible, la relación —aunque sea una con una diferencia de edad marcada— funciona precisamente porque dos seres humanos se encuentran en el momento que debían encontrarse.
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Salir con alguien 20 años mayor a mí, suponía solo una casualidad: “La edad no importa si nos llevamos bien”, le repetía a otros para convencerme de lo mismo.
La primera vez que supe el significado de un sugar daddy —o para el caso, de una cougar; aunque ese no es el tema de este ensayo— estaba en la universidad. Mis amigas se preguntaron, entre ingenuidad y broma, cómo conseguir un sugar que las sacara de una vez por todas de la tortura que significaba, según ellas, estudiar una licenciatura. Más allá de las bondades de las que habían escuchado y las sedujeron a planteárselo entre risas —no solo era el dinero “fácil” sino las promesas que ese mismo dinero podía conseguir—, la figura del sugar daddy quedó plasmada en mi mente apenas como el tarareo de una canción.
Por supuesto, para sorpresa de nadie, ninguna de mis amigas encontró un sugar que la sacara de la carrera. Fue, claro, porque tampoco hicimos un esfuerzo activo por encontrarlo; una de ellas juraba conocer a alguien quien a su vez conocía a otra que logró conseguir una cantidad alucinante de dinero por ser la compañía de un hombre culpable de estar demasiado solo. Cuando nos graduamos todas tomamos caminos distintos, pero mirándolo con la compasión otorgada por cierta distancia, quizá fui yo quien más se acercó a experimentar la implicación de tener un sugar daddy. Pero me estoy adelantando.
La institucionalización del sugar dating
MySugarDaddy, una aplicación para conectar sugar daddies —mayormente, hombres de más de 40 años— con sugar babies —mujeres que tan solo cumplen con la mayoría de edad—, llegó a México en 2022 con la intención de “actualizar el estilo de vida de los usuarios a través de una comunidad extraordinaria y ser realmente feliz”. La descripción es tan vacía como ambigua, pero la realidad es que el único objetivo de MySugarDaddy es ser el punto de encuentro entre hombres y mujeres que buscan algo a cambio de otro algo. Puede ser dinero (en efectivo, inversiones o en viajes, joyería, ropa, autos) a cambio de relaciones sexuales, sí; pero también puede ser compañía, acceso a lugares VIP o de muy alto perfil, entre otras cosas.
Su llegada al país no se produjo de la nada, la app ya había probado su éxito en países como Alemania —de donde surgió originalmente—, Francia, Italia o España. Y no fue en vano: México pronto se convirtió en el país con mayores usuarios en activo con 760 000 personas registradas en la aplicación —en su mayoría, sugar babies—. Otros países como Chile o Perú, según un reporte de la aplicación, también cuentan con una gran cantidad de usuarios —en este caso, sugar daddies—. MySugarDaddy funciona en dos comunidades: clásica y gay. A diferencia de Tinder o Bumble, esta aplicación no es del todo gratuita y, por lo mismo, se debe abonar dinero, el cual se traduce en créditos que sirven ya sea para desbloquear un chat, para mandarle un “beso” a alguien o desbloquear perfiles que te interesan. Los precios oscilan entre los 79 pesos mexicanos (por 10 créditos) y los 1 499 (por 500) en la versión web, mientras que en la versión móvil los precios están entre los 399 pesos mexicanos (por 50 créditos) y los 3 999 (por 1 000). El sistema de créditos no resulta novedoso, sobre todo porque páginas de citas como Ashley Madison —utilizada por un porcentaje alto de infieles a raíz de su slogan: “La vida es corta, ten una aventura”— ya habían iniciado este tipo de transacciones.
Cada acción dentro de la plataforma tiene un costo; por ejemplo, si se trata de desbloquear un chat con algún usuario, debes pagar 20 créditos. Sin embargo, el ingenio de los usuarios es mayor a cualquier costo: observé a personas dejando en su descripción —o, según MySugarDaddy, su “texto de seducción”— su teléfono (en palabras y no en dígitos) para que se les busque de manera personal. Todo sin desembolsar un centavo.
Eso sí, la plataforma es clara en informar que se trata de una transacción llevada a cabo entre dos adultos responsables y conscientes de las implicaciones de ese tipo de intercambio, aunque puede haber o no relaciones sexuales o cualquier tipo de intimidad, en teoría. Las condiciones a las que se someten ambas partes solo las pueden aclarar ellas. No hay, no puede haber, unfair play. Ajá, en teoría. No obstante, basta con echar un vistazo a la app para darse cuenta de que la diferencia entre la edad de hombres y mujeres plantea serios cuestionamientos sobre el tipo de relación que alguien puede construir cuando hay 20 o 30 años entre ambos.
Aunque MySugarDaddy tuvo un gran recibimiento a casi tres años de llegar al país, no es la única aplicación de este tipo; es decir, que conecta hombres con mujeres que buscan una relación transaccional. Tan solo en Apple Store, además de esta plataforma, existen Luxy Dating para conocer personas “de alto valor”, según ponen en su descripción, y que se posiciona fuertemente en contra de la clasificación sugar baby al “no aprobar ningún tipo de relación transaccional”; Secret que propicia encuentros “de élite”, chat anónimo y citas casuales, y AGR usada para citas entre sugar daddies y sugar babies. Pero, vaya, el mundo virtual es casi tan vasto como el físico que hallar un sugar —ahora lo veo— no es tan difícil para quienes se proponen encontrarlo de verdad.
¿Saldrías con alguien mayor?
Nunca me lo pregunté como una cuestión seria; si me lo planteaban de forma hipotética probablemente la respuesta hubiera sido “no, ¿para qué?”. Si era como parte de una broma, me hubiera reído al mismo tiempo que sentía ñáñaras. Pero la realidad tiene sus maneras de enfrentarnos con aquello que solemos creer alejado de nuestra vida. En mi caso, por ejemplo, bastó un tuit para dejarme llevar.
Salir con alguien 20 años mayor a mí, suponía solo una casualidad: “La edad no importa si nos llevamos bien”, le repetía a otros para convencerme de lo mismo. Fue así hasta que dejó de serlo. Nunca me dijo el cliché “eres muy madura para tu edad” ni la tan gastada “para el amor no hay edad”, aunque sí insistía que yo era como Alexandria Ocasio Cortez y que mi motivo en la vida era, o tendría que ser, “cambiar el mundo, hacerlo un mejor lugar” —a su vez, menudo lugar común aunque más rebuscado—. Aunque Ocasio Cortez me pareció admirable durante los primeros años de su carrera política, sopesé algo más profundo en el comentario. Yo sabía que ser pareja de alguien mucho, mucho mayor, a menudo significa aprender más de tus posibilidades de aportar; de manera frecuente hay acceso a cosas (sobre todo, a lugares y personas) a las cuales no hubieras podido llegar en ese momento. Situaciones difíciles de experimentar de otra forma más que a su lado. La gente te empieza a ver como “la novia de…”, y aunque molesto y misógino, el lugar que emprendes por esa diminuta acción es invariablemente seductor, ya sea por la protección ganada, ya por los privilegios colindantes.
Creemos poseer el temple necesario para sobrellevar el poder inherente en una relación desigual y no sea un tema del cual hablar; esa diferencia, pensamos, es de hecho no tan perjudicial; sin embargo, en algunas ocasiones —hay otras en las que una diferencia de más de 10 años funciona de maravilla—, eso propicia que la relación se sienta más parecida a una obligación, a un pendiente por cumplir. Nunca sentí vergüenza o pena por esa relación, pero más veces de las que me hubiera gustado aceptar me encontré mintiendo acerca de la edad de mi pareja. A mi mamá, por ejemplo, nunca le dije que era mayor, sino que simplemente se veía muy cansado para su edad.
Quizá todo empiece de la manera más inocente —“te compré un vestido para que lo uses hoy en la noche”—, quizá después te sientas cómoda con aquellos regalos que también pudo haber hecho una pareja de tu edad —“te quiero comprar lencería pero la quiero elegir yo”—, tal vez después vengan propuestas un tanto más subidas de tono —“¿cuánto me cobrarías por cogerte?”— y termines por aceptar cada una de esas condiciones para ver en dónde está tu ya de por sí difuso límite. Entonces desaparece. Lo sé porque algo así me pasó a mí. Ahora, no quiero dejar este testimonio como si se tratara de una denuncia porque no lo es.
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Pasé felizmente dos de los tres años de aquella relación. Incluso me enamoré y lo cuidé hasta donde me dio el cuerpo. Esas proposiciones venían de un lugar del que, como MySugarDaddy asume son todos sus usuarios, ambos estábamos conscientes. Yo le contestaba el juego y me ganaba unos cuantos miles de pesos en el proceso (casi 100 000 pesos, lo mismo que un sugar daddy digámoslo así, formal). Pero no puedo estar segura de que esas propuestas venían de un lugar amoroso —he estado en relaciones donde el amor se sobrepone, y aunque no es suficiente para que la relación se mantenga, ese tipo de juegos nunca aparecen ni por casualidad—; se originaban gracias a que ese vínculo no era completamente serio (durante gran parte de aquella relación solo nos vimos los fines de semana, por decir algo), casi como la de un sugar daddy y una sugar baby.
He tenido MySugarDaddy descargada en mi celular al menos tres meses, durante los cuales me rehusé a meterle un centavo no solo porque mi desempleo me lo impedía, sino porque ninguno de los perfiles me interesó tanto como para pensarlo como un posible sugar daddy —para fines de este ensayo, por supuesto—. Primero estaba el tema de la edad, hombres de 18 o 21 años, apenas salidos de la adolescencia frente a mis recién cumplidos 30, ¿qué pueden aportar a la causa? Luego, porque las fotos de cada perfil de aquellos que cruzaban la frontera de los 40 solo me hacían dudar si en verdad tenían dinero o si se trataba de una especie de estafa piramidal o de la entrada a una secta. El colmo: nombres de usuario como “mexicosugar”, “HypnoticHealer”, “Velludo76” solo abonaron al desencanto y, es cierto, al repele. No porque eso sea lo único que me interesaba, pero si el tema principal de la interacción era el intercambio, ¿qué me podían ofrecer aquellos perfiles? No me dieron ganas de averiguarlo. Supongo, de fondo, lo que intento decir es lo siguiente: algunas relaciones con alguien mayor, ya sea sugar daddy o no, también vienen de un lugar de interés genuino: ¿qué me puede dar esta persona que no me pueda dar yo?, ¿por qué intentaría algo que está fuera de todo lo que conozco con esta persona? Sincerarnos con nosotras mismas también es importante.
Contrastes de las sugar babies
Aunque traté de convencer a más de una persona por su ¿uso? de sugar daddies, ninguna aceptó a platicar conmigo; en parte porque se trata de algo íntimo, en parte porque la sociedad suele moralizar el asunto y tratarlo como un sinónimo de prostitución. Pero la realidad es mucho más compleja que eso. En una entrevista con Infobae, Karime Pindter, influencer conocida por sus nada sutiles apariciones en Acapulco Shore y La casa de los famosos, mencionó que la diferencia entre ser sugar baby y una prostituta radica en el enamoramiento de sus parejas, independientemente de los regalos que le ofrecían. Sin embargo, aceptó: “Era la de 40 y 20, yo [tenía] 19. Empecé a ir a la psicóloga y yo desde la primera vez que fui lloraba. Lo stalkeé como una loca y vi a la familia perfecta en Disneyland, y a las 10 sesiones lo dejé”. Pero yo pienso algo distinto: se trata de la postura de una persona frente a una situación de ese estilo, de las decisiones que una toma consciente, idealmente sin coerción.
Cuando vi el dinero reflejado en mi balance bancario, me di cuenta de que podía ahorrar un poco, pagar un préstamo, comprarme lo que yo quisiera (fue, todavía lo recuerdo, la computadora con la que escribí mi tesis de licenciatura). Y si yo, con más de 25 años en su momento, me sentí atraída por aquellas promesas de las que hablaban mis amigas vueltas realidad, solo puedo comprender a las mujeres de apenas 19 o 20 años que ven en ese dinero una posibilidad —de superación, de independencia— que les está vedada no solo por la estructura del sistema económico actual (datos del Inegi, en su ENOE, arrojan que el salario promedio de las mujeres jóvenes económicamente activas es de 34.2 pesos), sino también por su corta experiencia en casi todos los aspectos de la vida adulta.
Algunos sitios en internet reportan testimonios, anónimos la mayoría de ellos, en los que una sugar baby logró emprender algún negocio gracias a la ayuda de su sugar daddy que le proveyó contactos, asesoría y, claro, financiamiento; en otros, se hace hincapié en que la relación entre sugar daddy y sugar baby radica, más bien, en la mentoría que uno puede darle a la otra. O por ejemplo, el caso de alguien que logró tener dos sugar babies mexicanas: “A la primera la apoyé a llevar a cabo un emprendimiento con el cual sé que sigue (dejamos la relación porque ella comenzó una relación estable) y a mi baby actual, la ayudo con el pago de la universidad”. Con todo esto, la crítica no va tanto hacia ser o no una sugar baby sino, más bien, está dirigida a que si una no sabe todas las aristas que vienen de una relación desigual, es probable que se enfrente con cuestiones mucho más graves como la coerción o la manipulación para hacer cosas que de otra manera no haría.
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Sin importar qué tanto éxito puedan tener, aplicaciones como MySugarDaddy también se han enfrentado a la prohibición. En Noruega, por ejemplo, trascendió el caso de un hombre de 56 años que buscaba a menores de edad por medio de aplicaciones de sugar dating para tener relaciones sexuales con ellas. El hombre fue condenado a un año y 10 de meses de cárcel, sin que las aplicaciones de este tipo dejaran de operar. La cosa es, más allá del pago existente, ¿cuál es la relación que pueden tener dos personas de tan distintas edades? Si los regalos desaparecen, ¿el cariño es tan profundo que se sostendría por sí solo? Pero ¿y si nos vamos al extremo? ¿Qué sucede cuando estas relaciones desiguales habilitan, por ejemplo, un vínculo entre, digamos, un narcotraficante y una menor? ¿Y entre un profesor y una alumna, por ejemplo?
Hablando con una persona cuyo nombre guardo, me doy cuenta que en un contexto rural las cosas eran y seguramente siguen siendo distintas. Para empezar, el ideal para las adolescentes era tener novio, sin importar que fueran 10 o 20 años mayores. La búsqueda en esas relaciones es sentirse dotada de estatus, aunque eso significara solamente “andar en una troca o que te llevaran a restaurantes donde te trataban mejor”. No importa mucho la diferencia de edad; es más, ni siquiera se considera como algo a tomar en cuenta. Ahora, en los estados —en una dinámica diferente al de la ciudad— que estaban marcados por la inseguridad y la posterior violencia por narcotráfico, ser una sugar baby significaba mantenerse relevante, confiar en que ese era el camino —el único posible— para obtener lo que nunca hubiera sido posible dada la nula movilidad social a la que estaban condenadas.
Todas las advertencias
Mi nada fugaz incursión en el sugarbabismo terminó, en parte, por razones obvias para todos menos para mí: yo, al final, quería una relación “normal”, un compromiso con alguien con quien pudiera crecer conmigo como lo estaban haciendo mis amigas con sus respectivas parejas —¿cómo crecería con una persona que ya había, según, madurado?—. Para deshacerme de él, y también de la vergüenza que llegué a sentir por haber dicho que sí a todo eso —ni mis amigas ni mi familia me juzgaban, en parte porque no estaban enterados de todo, en parte porque no importaba ya que me veían como una persona adulta, consciente de sus decisiones—, vendí casi todos los regalos que me hizo: vestidos, tacones (la mayoría de ellos tan incómodos como preciosos), bolsas, incluso unos lentes de sol que valían cerca de 8 000 pesos y fue de lo último que me dio. También dejé de frecuentar bares en hoteles como el Four Seasons (el Fifty Mills) y el St. Regis (el King Cole Bar), a los que por supuesto solo iba con él. Esto significó, de cierta forma, un acto simbólico para desvanecer la persona en la que me había convertido. Y empezar de cero, compasivamente, otra vez.
Hace falta hablar de todas las advertencias que vienen con salir con alguien mayor, ojalá sirva este texto como un punto de partida. No pretendo decir que quien desee ser sugar baby no pueda porque lo cierto es que puede ser una herramienta frente a lo jodido del panorama económico. Sin embargo, sí quiero dejar en claro esto: tener una relación con alguien mucho mayor, a veces, puede traer más desventajas que simples regalos. Más inconsistencias que compromisos serios. Más obligaciones y sacrificios que disfrute y gozo realmente sano. Sobre todo si el cariño no está anclado en un mutuo respeto; o si no hay amor sincero y se trata, más bien, de una relación por mera conveniencia, por presumir de un lado o del otro. Las metas a largo plazo se difuminan en pro de vivir un presente que viene, muchas de las veces, por una coerción parecida a la que hay entre un sugar daddy y una sugar baby. En otras ocasiones, cuando ambas personas coinciden en un lugar de crecimiento y madurez compatible, la relación —aunque sea una con una diferencia de edad marcada— funciona precisamente porque dos seres humanos se encuentran en el momento que debían encontrarse.
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