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El fundador del Salón Marrakech convirtió el chisme en una forma de la noche

El fundador del Salón Marrakech convirtió el chisme en una forma de la noche

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Víctor Jaramillo, fundador del Salón Marrakech. Fotografía de Guillermo Osorno.
17
.
05
.
23
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Unas cuantas líneas en honor de Víctor Jaramillo, uno de los fundadores del mítico Salón Marrakech, en el centro histórico de la Ciudad de México.

Poco antes de que muriera, contacté a Víctor para que me contara una historia que me había relatado hace años, sobre la ocasión en que un famoso escritor fue al Salón Marrakech y conoció a R, el chico del que se enamoró. La anécdota era una especie de medalla que Víctor me enseñó, una condecoración al mérito del bar que había fundado junto con Juan y que a mí me serviría para contar otra historia. El cuento iba así: a ese escritor le gustaba frecuentar el Marrakech, y cuando lo hacía, iba a comer quesadillas, que se servían en la primera etapa del bar; se sentaba en una mesa al fondo del establecimiento, debajo de las escaleras que conectaban la planta baja con un entrepiso. R era un chico universitario que había llegado al Marrakech de la mano de un amigo de Juan y Víctor. Un día coincidieron R y el famoso escritor. El bar se agitó un poco cuando se supo que al escritor le gustó R. Víctor y Juan se ocuparon de que se conocieran. El escritor y R iniciaron una relación fulminante. Juan y Víctor se convirtieron en los confidentes de R, y así se llegaron a enterar de algunos pormenores asombrosos de la relación como, por ejemplo, que de un día para otro el joven e inexperto R estaba en las mesas de los más afamados intelectuales, y otros detalles dramáticos, como que R celaba al escritor y lloraba las infidelidades reales o ficticias de su ilustre novio. Cuando el escritor murió, R fue expulsado de la casa por los malvados parientes del autor. Víctor le prestó un departamento a R, donde vivió por varios años, hasta que hubo que pagar la renta y R se fue.

Ahora que estaba viendo la grabación de la videollamada con Víctor, se me ha ocurrido que una de sus grandes contribuciones es haber convertido el chisme en una forma de vida nocturna, un poco como Monsiváis, por cierto, lo hacía con la cultura, o Ulises Carrión con las artes plásticas. Cuando te veía, Víctor siempre decía: “cuéntame un chisme”, y eso te obligaba a pensar qué le había pasado a alguien más que fuera jugoso y divertido. Luego él contaba algo todavía más divertido porque su posición al frente de la barra del Marrakech le daba un acceso privilegiado a las historias de cientos de personas. En su sentido original, el chisme o los chismosos buscamos indisponer a unas personas con otras por medio de comentarios insidiosos. Pero en el universo de Víctor, un tipo con una cultura deslumbrante, el chisme sobre todo tenía que ver con curiosidad por la vida de los demás, y en vez de enemistar, creo que se trataba de unir, y en no pocas ocasiones, de ayudar.

Se me podría argumentar que no, que el verdadero genio de Víctor al frente del Marrakech fue su lectura del centro de la ciudad. Víctor y Juan llevaban muchos años viviendo y trabajando en el centro. Tenían una fonda en la calle de San Ildefonso, llamada El Generalito, al que llegaba todo tipo de gente, pero que se llenaba de banderas de arcoíris y de personas que iban a “la marcha del orgullo homosexual”, como se llamó durante años. Juan, que es escritor, estaba buscando un estudio propio cuando se topó con el local que ahora es el Marrakech en la calle de República de Cuba. Supo casi de inmediato que ese podría ser el lugar donde pondría en pie un soñado bar. Le llamaron el Salón Marrakech en honor de una cantina que prosperaba en los años ochenta, también en el centro, frecuentada por los marginales gay y travestís. Cuba era, además, la calle donde todavía existían dos cantinas de un pasado homosexual y proletario, el Oasis y el Viena, y estaba a un paso del viejo Tahúr. A Víctor y Juan no les gustaban los bares del poniente de la ciudad, a donde acudíamos los posmodernos en busca de una experiencia como la de Nueva York, siempre mediada por la neurótica sensación de que nunca seríamos tan fascinantes. Ellos amaban esos huecos sin prestigio y veían ahí algo que no habíamos percibido. Cuando abrieron el Marrakech, sin embargo, la ciudad estaba lista para la puesta al día de la cantina gay, no como un lugar vergonzante en los límites de la ciudad letrada, sino como un antro con dirección y orientación conocidas. Estaba por aprobarse el matrimonio igualitario en la ciudad de México y las autoridades del centro histórico invertían considerables recursos económicos y políticos en la recuperación de la zona, que había sido abandonada en las últimas décadas. En concreto, abrieron nuevos comercios en las calles aledañas, llegaron nuevos habitantes, y las autoridades encargadas del centro histórico entendieron mejor la contribución de los bares en la cultura local y estaban mejor preparadas para la diversidad. Los dueños de los bares gay, como Víctor y Juan, en vez de sentirse como una mafia arrinconada, fueron incorporados como empresarios con plenos derechos. Unas semanas después de abierto el Salón Marrakech, la gente abarrotaba el sitio y así se mantuvo porque empresarios y autoridades trabajaron juntos para resolver los numerosos problemas que surgieron.

Otros dirán que el duende del Marrakech era su decoración. Juan y Víctor incorporaron elementos de las cantinas y la gráfica popular y los hicieron pasar por el deseo homosexual. Por ejemplo, en la puerta de salida había un letrero de neón donde se leía “gracias por su preferencia… sexual”. Los patrones de los manteles de fonda decoraban las paredes, que también se comenzaron a llenar de piezas de algunos fotógrafos y pintores que acudían como parroquianos. El caótico universo musical del Marra estaba lleno de dardos divertidos que siempre daban en el corazón; y le debía algo a la rocola de las cantinas, donde cada quien escoge la música con la que se quiere divertir. Uno terminaba escuchando a Juan Gabriel y a Madonna sin ninguna transición lógica. Además, Víctor era un genio para provocar ciertos momentos climáticos en la fiesta; inventó el ambiente enloquecido que hizo famoso al Marrakech. Algo se movía en el índice de alegría mundial cuando agitaba el candelabro que estaba encima de la barra y se mecía como una piñata. Víctor ideó también una modalidad de los quince minutos de fama promoviendo la barra del bar como un foro de expresión personal de baile o exhibicionismo sexual. Personas de lo más disímiles se subieron a esa barra, community managers vestidos como diablos, o agentes de relaciones públicas que en el día cuidaban la reputación de grandes trasnacionales, pero de noche se vestían como Raffaella Carrà. Está la historia del viejo que llegó con una bata, se subió a la barra y se descubrió, mientras la gente aplaudía el peso de ochenta años sobre sus carnes, y también están las imágenes de la chica trans coronada de espinas en Semana Santa o la del actor que bailaba como Michael Jackson.

Pero yo digo que lo que más me gusta de Víctor fue la capacidad de hilarnos a través del chisme y cómo se convirtió en el confidente de todos nosotros, el joven poeta, la actriz trans, el vestuarista como hada barbada, el fotógrafo tímido, el pintor sin éxito, el asistente malicioso. Cuando entrabas a su círculo sabías que parte de tu historia iba a ser compartida con los demás y que tal vez terminaras con un apodo como “La manca del espanto”, “La divina con medias” o “Lesbian a Jones”. Luego de que llegaron a casa Ruso y Gringo, mis perros, Víctor nos bautizó como “Ruso, Gringo y la Güera Fría”, pero lejos de sentirte traicionado, Víctor tenía la capacidad más bien de hacerte sentir menos solo, como parte de una comunidad de raros que podían abrazarse y reírse de sí mismos porque nuestras historias siempre fueron en el Marrakech ridículas, y por la intervención mágica de la noche, también sublimes.

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Unas cuantas líneas en honor de Víctor Jaramillo, uno de los fundadores del mítico Salón Marrakech, en el centro histórico de la Ciudad de México.

Poco antes de que muriera, contacté a Víctor para que me contara una historia que me había relatado hace años, sobre la ocasión en que un famoso escritor fue al Salón Marrakech y conoció a R, el chico del que se enamoró. La anécdota era una especie de medalla que Víctor me enseñó, una condecoración al mérito del bar que había fundado junto con Juan y que a mí me serviría para contar otra historia. El cuento iba así: a ese escritor le gustaba frecuentar el Marrakech, y cuando lo hacía, iba a comer quesadillas, que se servían en la primera etapa del bar; se sentaba en una mesa al fondo del establecimiento, debajo de las escaleras que conectaban la planta baja con un entrepiso. R era un chico universitario que había llegado al Marrakech de la mano de un amigo de Juan y Víctor. Un día coincidieron R y el famoso escritor. El bar se agitó un poco cuando se supo que al escritor le gustó R. Víctor y Juan se ocuparon de que se conocieran. El escritor y R iniciaron una relación fulminante. Juan y Víctor se convirtieron en los confidentes de R, y así se llegaron a enterar de algunos pormenores asombrosos de la relación como, por ejemplo, que de un día para otro el joven e inexperto R estaba en las mesas de los más afamados intelectuales, y otros detalles dramáticos, como que R celaba al escritor y lloraba las infidelidades reales o ficticias de su ilustre novio. Cuando el escritor murió, R fue expulsado de la casa por los malvados parientes del autor. Víctor le prestó un departamento a R, donde vivió por varios años, hasta que hubo que pagar la renta y R se fue.

Ahora que estaba viendo la grabación de la videollamada con Víctor, se me ha ocurrido que una de sus grandes contribuciones es haber convertido el chisme en una forma de vida nocturna, un poco como Monsiváis, por cierto, lo hacía con la cultura, o Ulises Carrión con las artes plásticas. Cuando te veía, Víctor siempre decía: “cuéntame un chisme”, y eso te obligaba a pensar qué le había pasado a alguien más que fuera jugoso y divertido. Luego él contaba algo todavía más divertido porque su posición al frente de la barra del Marrakech le daba un acceso privilegiado a las historias de cientos de personas. En su sentido original, el chisme o los chismosos buscamos indisponer a unas personas con otras por medio de comentarios insidiosos. Pero en el universo de Víctor, un tipo con una cultura deslumbrante, el chisme sobre todo tenía que ver con curiosidad por la vida de los demás, y en vez de enemistar, creo que se trataba de unir, y en no pocas ocasiones, de ayudar.

Se me podría argumentar que no, que el verdadero genio de Víctor al frente del Marrakech fue su lectura del centro de la ciudad. Víctor y Juan llevaban muchos años viviendo y trabajando en el centro. Tenían una fonda en la calle de San Ildefonso, llamada El Generalito, al que llegaba todo tipo de gente, pero que se llenaba de banderas de arcoíris y de personas que iban a “la marcha del orgullo homosexual”, como se llamó durante años. Juan, que es escritor, estaba buscando un estudio propio cuando se topó con el local que ahora es el Marrakech en la calle de República de Cuba. Supo casi de inmediato que ese podría ser el lugar donde pondría en pie un soñado bar. Le llamaron el Salón Marrakech en honor de una cantina que prosperaba en los años ochenta, también en el centro, frecuentada por los marginales gay y travestís. Cuba era, además, la calle donde todavía existían dos cantinas de un pasado homosexual y proletario, el Oasis y el Viena, y estaba a un paso del viejo Tahúr. A Víctor y Juan no les gustaban los bares del poniente de la ciudad, a donde acudíamos los posmodernos en busca de una experiencia como la de Nueva York, siempre mediada por la neurótica sensación de que nunca seríamos tan fascinantes. Ellos amaban esos huecos sin prestigio y veían ahí algo que no habíamos percibido. Cuando abrieron el Marrakech, sin embargo, la ciudad estaba lista para la puesta al día de la cantina gay, no como un lugar vergonzante en los límites de la ciudad letrada, sino como un antro con dirección y orientación conocidas. Estaba por aprobarse el matrimonio igualitario en la ciudad de México y las autoridades del centro histórico invertían considerables recursos económicos y políticos en la recuperación de la zona, que había sido abandonada en las últimas décadas. En concreto, abrieron nuevos comercios en las calles aledañas, llegaron nuevos habitantes, y las autoridades encargadas del centro histórico entendieron mejor la contribución de los bares en la cultura local y estaban mejor preparadas para la diversidad. Los dueños de los bares gay, como Víctor y Juan, en vez de sentirse como una mafia arrinconada, fueron incorporados como empresarios con plenos derechos. Unas semanas después de abierto el Salón Marrakech, la gente abarrotaba el sitio y así se mantuvo porque empresarios y autoridades trabajaron juntos para resolver los numerosos problemas que surgieron.

Otros dirán que el duende del Marrakech era su decoración. Juan y Víctor incorporaron elementos de las cantinas y la gráfica popular y los hicieron pasar por el deseo homosexual. Por ejemplo, en la puerta de salida había un letrero de neón donde se leía “gracias por su preferencia… sexual”. Los patrones de los manteles de fonda decoraban las paredes, que también se comenzaron a llenar de piezas de algunos fotógrafos y pintores que acudían como parroquianos. El caótico universo musical del Marra estaba lleno de dardos divertidos que siempre daban en el corazón; y le debía algo a la rocola de las cantinas, donde cada quien escoge la música con la que se quiere divertir. Uno terminaba escuchando a Juan Gabriel y a Madonna sin ninguna transición lógica. Además, Víctor era un genio para provocar ciertos momentos climáticos en la fiesta; inventó el ambiente enloquecido que hizo famoso al Marrakech. Algo se movía en el índice de alegría mundial cuando agitaba el candelabro que estaba encima de la barra y se mecía como una piñata. Víctor ideó también una modalidad de los quince minutos de fama promoviendo la barra del bar como un foro de expresión personal de baile o exhibicionismo sexual. Personas de lo más disímiles se subieron a esa barra, community managers vestidos como diablos, o agentes de relaciones públicas que en el día cuidaban la reputación de grandes trasnacionales, pero de noche se vestían como Raffaella Carrà. Está la historia del viejo que llegó con una bata, se subió a la barra y se descubrió, mientras la gente aplaudía el peso de ochenta años sobre sus carnes, y también están las imágenes de la chica trans coronada de espinas en Semana Santa o la del actor que bailaba como Michael Jackson.

Pero yo digo que lo que más me gusta de Víctor fue la capacidad de hilarnos a través del chisme y cómo se convirtió en el confidente de todos nosotros, el joven poeta, la actriz trans, el vestuarista como hada barbada, el fotógrafo tímido, el pintor sin éxito, el asistente malicioso. Cuando entrabas a su círculo sabías que parte de tu historia iba a ser compartida con los demás y que tal vez terminaras con un apodo como “La manca del espanto”, “La divina con medias” o “Lesbian a Jones”. Luego de que llegaron a casa Ruso y Gringo, mis perros, Víctor nos bautizó como “Ruso, Gringo y la Güera Fría”, pero lejos de sentirte traicionado, Víctor tenía la capacidad más bien de hacerte sentir menos solo, como parte de una comunidad de raros que podían abrazarse y reírse de sí mismos porque nuestras historias siempre fueron en el Marrakech ridículas, y por la intervención mágica de la noche, también sublimes.

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Unas cuantas líneas en honor de Víctor Jaramillo, uno de los fundadores del mítico Salón Marrakech, en el centro histórico de la Ciudad de México.

Poco antes de que muriera, contacté a Víctor para que me contara una historia que me había relatado hace años, sobre la ocasión en que un famoso escritor fue al Salón Marrakech y conoció a R, el chico del que se enamoró. La anécdota era una especie de medalla que Víctor me enseñó, una condecoración al mérito del bar que había fundado junto con Juan y que a mí me serviría para contar otra historia. El cuento iba así: a ese escritor le gustaba frecuentar el Marrakech, y cuando lo hacía, iba a comer quesadillas, que se servían en la primera etapa del bar; se sentaba en una mesa al fondo del establecimiento, debajo de las escaleras que conectaban la planta baja con un entrepiso. R era un chico universitario que había llegado al Marrakech de la mano de un amigo de Juan y Víctor. Un día coincidieron R y el famoso escritor. El bar se agitó un poco cuando se supo que al escritor le gustó R. Víctor y Juan se ocuparon de que se conocieran. El escritor y R iniciaron una relación fulminante. Juan y Víctor se convirtieron en los confidentes de R, y así se llegaron a enterar de algunos pormenores asombrosos de la relación como, por ejemplo, que de un día para otro el joven e inexperto R estaba en las mesas de los más afamados intelectuales, y otros detalles dramáticos, como que R celaba al escritor y lloraba las infidelidades reales o ficticias de su ilustre novio. Cuando el escritor murió, R fue expulsado de la casa por los malvados parientes del autor. Víctor le prestó un departamento a R, donde vivió por varios años, hasta que hubo que pagar la renta y R se fue.

Ahora que estaba viendo la grabación de la videollamada con Víctor, se me ha ocurrido que una de sus grandes contribuciones es haber convertido el chisme en una forma de vida nocturna, un poco como Monsiváis, por cierto, lo hacía con la cultura, o Ulises Carrión con las artes plásticas. Cuando te veía, Víctor siempre decía: “cuéntame un chisme”, y eso te obligaba a pensar qué le había pasado a alguien más que fuera jugoso y divertido. Luego él contaba algo todavía más divertido porque su posición al frente de la barra del Marrakech le daba un acceso privilegiado a las historias de cientos de personas. En su sentido original, el chisme o los chismosos buscamos indisponer a unas personas con otras por medio de comentarios insidiosos. Pero en el universo de Víctor, un tipo con una cultura deslumbrante, el chisme sobre todo tenía que ver con curiosidad por la vida de los demás, y en vez de enemistar, creo que se trataba de unir, y en no pocas ocasiones, de ayudar.

Se me podría argumentar que no, que el verdadero genio de Víctor al frente del Marrakech fue su lectura del centro de la ciudad. Víctor y Juan llevaban muchos años viviendo y trabajando en el centro. Tenían una fonda en la calle de San Ildefonso, llamada El Generalito, al que llegaba todo tipo de gente, pero que se llenaba de banderas de arcoíris y de personas que iban a “la marcha del orgullo homosexual”, como se llamó durante años. Juan, que es escritor, estaba buscando un estudio propio cuando se topó con el local que ahora es el Marrakech en la calle de República de Cuba. Supo casi de inmediato que ese podría ser el lugar donde pondría en pie un soñado bar. Le llamaron el Salón Marrakech en honor de una cantina que prosperaba en los años ochenta, también en el centro, frecuentada por los marginales gay y travestís. Cuba era, además, la calle donde todavía existían dos cantinas de un pasado homosexual y proletario, el Oasis y el Viena, y estaba a un paso del viejo Tahúr. A Víctor y Juan no les gustaban los bares del poniente de la ciudad, a donde acudíamos los posmodernos en busca de una experiencia como la de Nueva York, siempre mediada por la neurótica sensación de que nunca seríamos tan fascinantes. Ellos amaban esos huecos sin prestigio y veían ahí algo que no habíamos percibido. Cuando abrieron el Marrakech, sin embargo, la ciudad estaba lista para la puesta al día de la cantina gay, no como un lugar vergonzante en los límites de la ciudad letrada, sino como un antro con dirección y orientación conocidas. Estaba por aprobarse el matrimonio igualitario en la ciudad de México y las autoridades del centro histórico invertían considerables recursos económicos y políticos en la recuperación de la zona, que había sido abandonada en las últimas décadas. En concreto, abrieron nuevos comercios en las calles aledañas, llegaron nuevos habitantes, y las autoridades encargadas del centro histórico entendieron mejor la contribución de los bares en la cultura local y estaban mejor preparadas para la diversidad. Los dueños de los bares gay, como Víctor y Juan, en vez de sentirse como una mafia arrinconada, fueron incorporados como empresarios con plenos derechos. Unas semanas después de abierto el Salón Marrakech, la gente abarrotaba el sitio y así se mantuvo porque empresarios y autoridades trabajaron juntos para resolver los numerosos problemas que surgieron.

Otros dirán que el duende del Marrakech era su decoración. Juan y Víctor incorporaron elementos de las cantinas y la gráfica popular y los hicieron pasar por el deseo homosexual. Por ejemplo, en la puerta de salida había un letrero de neón donde se leía “gracias por su preferencia… sexual”. Los patrones de los manteles de fonda decoraban las paredes, que también se comenzaron a llenar de piezas de algunos fotógrafos y pintores que acudían como parroquianos. El caótico universo musical del Marra estaba lleno de dardos divertidos que siempre daban en el corazón; y le debía algo a la rocola de las cantinas, donde cada quien escoge la música con la que se quiere divertir. Uno terminaba escuchando a Juan Gabriel y a Madonna sin ninguna transición lógica. Además, Víctor era un genio para provocar ciertos momentos climáticos en la fiesta; inventó el ambiente enloquecido que hizo famoso al Marrakech. Algo se movía en el índice de alegría mundial cuando agitaba el candelabro que estaba encima de la barra y se mecía como una piñata. Víctor ideó también una modalidad de los quince minutos de fama promoviendo la barra del bar como un foro de expresión personal de baile o exhibicionismo sexual. Personas de lo más disímiles se subieron a esa barra, community managers vestidos como diablos, o agentes de relaciones públicas que en el día cuidaban la reputación de grandes trasnacionales, pero de noche se vestían como Raffaella Carrà. Está la historia del viejo que llegó con una bata, se subió a la barra y se descubrió, mientras la gente aplaudía el peso de ochenta años sobre sus carnes, y también están las imágenes de la chica trans coronada de espinas en Semana Santa o la del actor que bailaba como Michael Jackson.

Pero yo digo que lo que más me gusta de Víctor fue la capacidad de hilarnos a través del chisme y cómo se convirtió en el confidente de todos nosotros, el joven poeta, la actriz trans, el vestuarista como hada barbada, el fotógrafo tímido, el pintor sin éxito, el asistente malicioso. Cuando entrabas a su círculo sabías que parte de tu historia iba a ser compartida con los demás y que tal vez terminaras con un apodo como “La manca del espanto”, “La divina con medias” o “Lesbian a Jones”. Luego de que llegaron a casa Ruso y Gringo, mis perros, Víctor nos bautizó como “Ruso, Gringo y la Güera Fría”, pero lejos de sentirte traicionado, Víctor tenía la capacidad más bien de hacerte sentir menos solo, como parte de una comunidad de raros que podían abrazarse y reírse de sí mismos porque nuestras historias siempre fueron en el Marrakech ridículas, y por la intervención mágica de la noche, también sublimes.

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Poco antes de que muriera, contacté a Víctor para que me contara una historia que me había relatado hace años, sobre la ocasión en que un famoso escritor fue al Salón Marrakech y conoció a R, el chico del que se enamoró. La anécdota era una especie de medalla que Víctor me enseñó, una condecoración al mérito del bar que había fundado junto con Juan y que a mí me serviría para contar otra historia. El cuento iba así: a ese escritor le gustaba frecuentar el Marrakech, y cuando lo hacía, iba a comer quesadillas, que se servían en la primera etapa del bar; se sentaba en una mesa al fondo del establecimiento, debajo de las escaleras que conectaban la planta baja con un entrepiso. R era un chico universitario que había llegado al Marrakech de la mano de un amigo de Juan y Víctor. Un día coincidieron R y el famoso escritor. El bar se agitó un poco cuando se supo que al escritor le gustó R. Víctor y Juan se ocuparon de que se conocieran. El escritor y R iniciaron una relación fulminante. Juan y Víctor se convirtieron en los confidentes de R, y así se llegaron a enterar de algunos pormenores asombrosos de la relación como, por ejemplo, que de un día para otro el joven e inexperto R estaba en las mesas de los más afamados intelectuales, y otros detalles dramáticos, como que R celaba al escritor y lloraba las infidelidades reales o ficticias de su ilustre novio. Cuando el escritor murió, R fue expulsado de la casa por los malvados parientes del autor. Víctor le prestó un departamento a R, donde vivió por varios años, hasta que hubo que pagar la renta y R se fue.

Ahora que estaba viendo la grabación de la videollamada con Víctor, se me ha ocurrido que una de sus grandes contribuciones es haber convertido el chisme en una forma de vida nocturna, un poco como Monsiváis, por cierto, lo hacía con la cultura, o Ulises Carrión con las artes plásticas. Cuando te veía, Víctor siempre decía: “cuéntame un chisme”, y eso te obligaba a pensar qué le había pasado a alguien más que fuera jugoso y divertido. Luego él contaba algo todavía más divertido porque su posición al frente de la barra del Marrakech le daba un acceso privilegiado a las historias de cientos de personas. En su sentido original, el chisme o los chismosos buscamos indisponer a unas personas con otras por medio de comentarios insidiosos. Pero en el universo de Víctor, un tipo con una cultura deslumbrante, el chisme sobre todo tenía que ver con curiosidad por la vida de los demás, y en vez de enemistar, creo que se trataba de unir, y en no pocas ocasiones, de ayudar.

Se me podría argumentar que no, que el verdadero genio de Víctor al frente del Marrakech fue su lectura del centro de la ciudad. Víctor y Juan llevaban muchos años viviendo y trabajando en el centro. Tenían una fonda en la calle de San Ildefonso, llamada El Generalito, al que llegaba todo tipo de gente, pero que se llenaba de banderas de arcoíris y de personas que iban a “la marcha del orgullo homosexual”, como se llamó durante años. Juan, que es escritor, estaba buscando un estudio propio cuando se topó con el local que ahora es el Marrakech en la calle de República de Cuba. Supo casi de inmediato que ese podría ser el lugar donde pondría en pie un soñado bar. Le llamaron el Salón Marrakech en honor de una cantina que prosperaba en los años ochenta, también en el centro, frecuentada por los marginales gay y travestís. Cuba era, además, la calle donde todavía existían dos cantinas de un pasado homosexual y proletario, el Oasis y el Viena, y estaba a un paso del viejo Tahúr. A Víctor y Juan no les gustaban los bares del poniente de la ciudad, a donde acudíamos los posmodernos en busca de una experiencia como la de Nueva York, siempre mediada por la neurótica sensación de que nunca seríamos tan fascinantes. Ellos amaban esos huecos sin prestigio y veían ahí algo que no habíamos percibido. Cuando abrieron el Marrakech, sin embargo, la ciudad estaba lista para la puesta al día de la cantina gay, no como un lugar vergonzante en los límites de la ciudad letrada, sino como un antro con dirección y orientación conocidas. Estaba por aprobarse el matrimonio igualitario en la ciudad de México y las autoridades del centro histórico invertían considerables recursos económicos y políticos en la recuperación de la zona, que había sido abandonada en las últimas décadas. En concreto, abrieron nuevos comercios en las calles aledañas, llegaron nuevos habitantes, y las autoridades encargadas del centro histórico entendieron mejor la contribución de los bares en la cultura local y estaban mejor preparadas para la diversidad. Los dueños de los bares gay, como Víctor y Juan, en vez de sentirse como una mafia arrinconada, fueron incorporados como empresarios con plenos derechos. Unas semanas después de abierto el Salón Marrakech, la gente abarrotaba el sitio y así se mantuvo porque empresarios y autoridades trabajaron juntos para resolver los numerosos problemas que surgieron.

Otros dirán que el duende del Marrakech era su decoración. Juan y Víctor incorporaron elementos de las cantinas y la gráfica popular y los hicieron pasar por el deseo homosexual. Por ejemplo, en la puerta de salida había un letrero de neón donde se leía “gracias por su preferencia… sexual”. Los patrones de los manteles de fonda decoraban las paredes, que también se comenzaron a llenar de piezas de algunos fotógrafos y pintores que acudían como parroquianos. El caótico universo musical del Marra estaba lleno de dardos divertidos que siempre daban en el corazón; y le debía algo a la rocola de las cantinas, donde cada quien escoge la música con la que se quiere divertir. Uno terminaba escuchando a Juan Gabriel y a Madonna sin ninguna transición lógica. Además, Víctor era un genio para provocar ciertos momentos climáticos en la fiesta; inventó el ambiente enloquecido que hizo famoso al Marrakech. Algo se movía en el índice de alegría mundial cuando agitaba el candelabro que estaba encima de la barra y se mecía como una piñata. Víctor ideó también una modalidad de los quince minutos de fama promoviendo la barra del bar como un foro de expresión personal de baile o exhibicionismo sexual. Personas de lo más disímiles se subieron a esa barra, community managers vestidos como diablos, o agentes de relaciones públicas que en el día cuidaban la reputación de grandes trasnacionales, pero de noche se vestían como Raffaella Carrà. Está la historia del viejo que llegó con una bata, se subió a la barra y se descubrió, mientras la gente aplaudía el peso de ochenta años sobre sus carnes, y también están las imágenes de la chica trans coronada de espinas en Semana Santa o la del actor que bailaba como Michael Jackson.

Pero yo digo que lo que más me gusta de Víctor fue la capacidad de hilarnos a través del chisme y cómo se convirtió en el confidente de todos nosotros, el joven poeta, la actriz trans, el vestuarista como hada barbada, el fotógrafo tímido, el pintor sin éxito, el asistente malicioso. Cuando entrabas a su círculo sabías que parte de tu historia iba a ser compartida con los demás y que tal vez terminaras con un apodo como “La manca del espanto”, “La divina con medias” o “Lesbian a Jones”. Luego de que llegaron a casa Ruso y Gringo, mis perros, Víctor nos bautizó como “Ruso, Gringo y la Güera Fría”, pero lejos de sentirte traicionado, Víctor tenía la capacidad más bien de hacerte sentir menos solo, como parte de una comunidad de raros que podían abrazarse y reírse de sí mismos porque nuestras historias siempre fueron en el Marrakech ridículas, y por la intervención mágica de la noche, también sublimes.

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Poco antes de que muriera, contacté a Víctor para que me contara una historia que me había relatado hace años, sobre la ocasión en que un famoso escritor fue al Salón Marrakech y conoció a R, el chico del que se enamoró. La anécdota era una especie de medalla que Víctor me enseñó, una condecoración al mérito del bar que había fundado junto con Juan y que a mí me serviría para contar otra historia. El cuento iba así: a ese escritor le gustaba frecuentar el Marrakech, y cuando lo hacía, iba a comer quesadillas, que se servían en la primera etapa del bar; se sentaba en una mesa al fondo del establecimiento, debajo de las escaleras que conectaban la planta baja con un entrepiso. R era un chico universitario que había llegado al Marrakech de la mano de un amigo de Juan y Víctor. Un día coincidieron R y el famoso escritor. El bar se agitó un poco cuando se supo que al escritor le gustó R. Víctor y Juan se ocuparon de que se conocieran. El escritor y R iniciaron una relación fulminante. Juan y Víctor se convirtieron en los confidentes de R, y así se llegaron a enterar de algunos pormenores asombrosos de la relación como, por ejemplo, que de un día para otro el joven e inexperto R estaba en las mesas de los más afamados intelectuales, y otros detalles dramáticos, como que R celaba al escritor y lloraba las infidelidades reales o ficticias de su ilustre novio. Cuando el escritor murió, R fue expulsado de la casa por los malvados parientes del autor. Víctor le prestó un departamento a R, donde vivió por varios años, hasta que hubo que pagar la renta y R se fue.

Ahora que estaba viendo la grabación de la videollamada con Víctor, se me ha ocurrido que una de sus grandes contribuciones es haber convertido el chisme en una forma de vida nocturna, un poco como Monsiváis, por cierto, lo hacía con la cultura, o Ulises Carrión con las artes plásticas. Cuando te veía, Víctor siempre decía: “cuéntame un chisme”, y eso te obligaba a pensar qué le había pasado a alguien más que fuera jugoso y divertido. Luego él contaba algo todavía más divertido porque su posición al frente de la barra del Marrakech le daba un acceso privilegiado a las historias de cientos de personas. En su sentido original, el chisme o los chismosos buscamos indisponer a unas personas con otras por medio de comentarios insidiosos. Pero en el universo de Víctor, un tipo con una cultura deslumbrante, el chisme sobre todo tenía que ver con curiosidad por la vida de los demás, y en vez de enemistar, creo que se trataba de unir, y en no pocas ocasiones, de ayudar.

Se me podría argumentar que no, que el verdadero genio de Víctor al frente del Marrakech fue su lectura del centro de la ciudad. Víctor y Juan llevaban muchos años viviendo y trabajando en el centro. Tenían una fonda en la calle de San Ildefonso, llamada El Generalito, al que llegaba todo tipo de gente, pero que se llenaba de banderas de arcoíris y de personas que iban a “la marcha del orgullo homosexual”, como se llamó durante años. Juan, que es escritor, estaba buscando un estudio propio cuando se topó con el local que ahora es el Marrakech en la calle de República de Cuba. Supo casi de inmediato que ese podría ser el lugar donde pondría en pie un soñado bar. Le llamaron el Salón Marrakech en honor de una cantina que prosperaba en los años ochenta, también en el centro, frecuentada por los marginales gay y travestís. Cuba era, además, la calle donde todavía existían dos cantinas de un pasado homosexual y proletario, el Oasis y el Viena, y estaba a un paso del viejo Tahúr. A Víctor y Juan no les gustaban los bares del poniente de la ciudad, a donde acudíamos los posmodernos en busca de una experiencia como la de Nueva York, siempre mediada por la neurótica sensación de que nunca seríamos tan fascinantes. Ellos amaban esos huecos sin prestigio y veían ahí algo que no habíamos percibido. Cuando abrieron el Marrakech, sin embargo, la ciudad estaba lista para la puesta al día de la cantina gay, no como un lugar vergonzante en los límites de la ciudad letrada, sino como un antro con dirección y orientación conocidas. Estaba por aprobarse el matrimonio igualitario en la ciudad de México y las autoridades del centro histórico invertían considerables recursos económicos y políticos en la recuperación de la zona, que había sido abandonada en las últimas décadas. En concreto, abrieron nuevos comercios en las calles aledañas, llegaron nuevos habitantes, y las autoridades encargadas del centro histórico entendieron mejor la contribución de los bares en la cultura local y estaban mejor preparadas para la diversidad. Los dueños de los bares gay, como Víctor y Juan, en vez de sentirse como una mafia arrinconada, fueron incorporados como empresarios con plenos derechos. Unas semanas después de abierto el Salón Marrakech, la gente abarrotaba el sitio y así se mantuvo porque empresarios y autoridades trabajaron juntos para resolver los numerosos problemas que surgieron.

Otros dirán que el duende del Marrakech era su decoración. Juan y Víctor incorporaron elementos de las cantinas y la gráfica popular y los hicieron pasar por el deseo homosexual. Por ejemplo, en la puerta de salida había un letrero de neón donde se leía “gracias por su preferencia… sexual”. Los patrones de los manteles de fonda decoraban las paredes, que también se comenzaron a llenar de piezas de algunos fotógrafos y pintores que acudían como parroquianos. El caótico universo musical del Marra estaba lleno de dardos divertidos que siempre daban en el corazón; y le debía algo a la rocola de las cantinas, donde cada quien escoge la música con la que se quiere divertir. Uno terminaba escuchando a Juan Gabriel y a Madonna sin ninguna transición lógica. Además, Víctor era un genio para provocar ciertos momentos climáticos en la fiesta; inventó el ambiente enloquecido que hizo famoso al Marrakech. Algo se movía en el índice de alegría mundial cuando agitaba el candelabro que estaba encima de la barra y se mecía como una piñata. Víctor ideó también una modalidad de los quince minutos de fama promoviendo la barra del bar como un foro de expresión personal de baile o exhibicionismo sexual. Personas de lo más disímiles se subieron a esa barra, community managers vestidos como diablos, o agentes de relaciones públicas que en el día cuidaban la reputación de grandes trasnacionales, pero de noche se vestían como Raffaella Carrà. Está la historia del viejo que llegó con una bata, se subió a la barra y se descubrió, mientras la gente aplaudía el peso de ochenta años sobre sus carnes, y también están las imágenes de la chica trans coronada de espinas en Semana Santa o la del actor que bailaba como Michael Jackson.

Pero yo digo que lo que más me gusta de Víctor fue la capacidad de hilarnos a través del chisme y cómo se convirtió en el confidente de todos nosotros, el joven poeta, la actriz trans, el vestuarista como hada barbada, el fotógrafo tímido, el pintor sin éxito, el asistente malicioso. Cuando entrabas a su círculo sabías que parte de tu historia iba a ser compartida con los demás y que tal vez terminaras con un apodo como “La manca del espanto”, “La divina con medias” o “Lesbian a Jones”. Luego de que llegaron a casa Ruso y Gringo, mis perros, Víctor nos bautizó como “Ruso, Gringo y la Güera Fría”, pero lejos de sentirte traicionado, Víctor tenía la capacidad más bien de hacerte sentir menos solo, como parte de una comunidad de raros que podían abrazarse y reírse de sí mismos porque nuestras historias siempre fueron en el Marrakech ridículas, y por la intervención mágica de la noche, también sublimes.

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