El joven cubano Carlos Manuel Álvarez ya es uno de los cronistas indispensables de su generación. En este texto se adentra en la protesta del Movimiento San Isidro en la Habana: “explora el castrismo no solo como una expresión de poder autoritario, sino también como un hábito y una cultura”, dice sobre este libro la editorial. Este es un fragmento de <i>Los intrusos</i>, ganador del 4º Premio Anagrama/UANL de Crónica Sergio González Rodríguez en 2022.
NUEVA YORK-DAMAS 955
La noche del 20 de noviembre le dije a mi novia que me iba a Cuba a unirme a una protesta política que generaba una atención inusitada. El aeropuerto de La Habana, cerrado durante meses por la pandemia, había reanudado sus vuelos hacía apenas cinco días. Afuera, las últimas señas del otoño en Nueva York. Mi novia me dijo que lo hiciera, su voz cansada, un gesto de preocupación. Yo estaba practicando un exilio que, en sentido estricto, no era tal, asentado en ningún lugar y volviendo a la isla de vez en cuando. Luego de vivir una temporada de tedio y aislamiento que terminó cargándome de rabia a los veinticinco años, empezaron a asomar visos de sedición en el país, gente reconociéndose una a otra y no quería perdérmelo.
Ocho meses antes, en marzo, el artista Luis Manuel Otero, figura principal del Movimiento San Isidro (MSI), había sido encarcelado. Sus performances enfurecían al régimen de La Habana, que después de unos veintisiete encierros relativamente breves, no mayores a setenta y dos horas, lo detuvo en la puerta de su casa bajo las acusaciones de “ultraje a los símbolos patrios” y “daños a la propiedad”. Buscaba sentenciarlo mediante juicio sumario a una condena de entre dos y cincos años de prisión.
Otero pensaba apoyar un evento de la comunidad gay y trans frente al Instituto Cubano de Radio y Televisión, luego de que un funcionario censurara un beso entre dos hombres en la película Love, Simon. Anteriormente, había usado un casco de constructor para protestar por el derrumbe de un balcón que provocó la muerte de tres niñas; integrada la bandera cubana a su rutina diaria, representando a héroes locales del período republicano, se había arrastrado por las calles de la ciudad con una piedra atada al pie, e igualmente encabezó los reclamos de los artistas contra el Decreto 349, que en 2018 intentó actualizar el ejercicio de la censura como eje principal de la política cultural del Estado.
En trece días, gracias a la presión que un grupo de colegas levantamos desde distintos frentes —artículos de prensa en medios internacionales, intervenciones públicas, quejas en ministerios e instituciones del gobierno—, Otero salió de la cárcel. Nadie pensó que sucedería. Protestamos porque no podíamos quedarnos de brazos cruzados. Un resultado de esa naturaleza quería decir que teníamos más fuerza de la que suponíamos.
El MSI, organización tentacular de arte y activismo, quedaba en el barrio que le daba nombre, San Isidro, una zona pobre de La Habana Vieja. La vocación ecuménica y el carácter anfibio del movimiento hacían difícil clasificarlo. Reunía raperos del gueto, profesoras de diseño, poetas disidentes, especialistas de arte, científicos y ciudadanos en general.
Una premisa pretendía hundir al grupo y disfrazar como delito común las razones del arresto de su coordinador. Decían que Otero no era artista, que no tenía permitido hacer lo que hacía. Lo que volvía compleja y contundente la obra del colectivo, que el poder quería presentar como didáctica o gratuitamente escandalosa, era que en última instancia tenía que ver solo con ellos mismos. Se estaban liberando y educando, borrando algunos límites falsos entre arte y política para desplazarse con soltura, o reinventando constantemente los preceptos ideológicos que los habrían convertido en otro grupo escasamente propositivo, apenas comprensible como gente limitada a negar la lógica de acción del gobierno.
En el juicio que no llegó a efectuarse, los testigos de Otero tendrían que demostrarle a la fiscalía por qué lo que él hacía era arte y no profanación o desorden público. Queriendo encontrar en alguna falla estética un delito penal, los censores patentizaban de antemano el valor de la obra del acusado. En última instancia, la pregunta de por qué se trataba de un artista tampoco podía responderse, y esa irreductibilidad lo inscribía ya en una vigorosa tradición interpretativa. Justo porque no se podía responder era arte.
Frustrada en sus propósitos, la policía política necesitaba un cuerpo sacrificial y lo encontró meses después en un miembro del grupo menos conocido: el rapero Denis Solís, negro y pobre al igual que Otero. El 6 de noviembre un policía entró a su casa a acosarlo y él lo llamó “penco envuelto en uniforme”. Filmó el altercado con su celular y colgó el video en sus redes sociales. Tres días después, cuando salía a comprar yogurt, lo golpearon y detuvieron en plena calle. En un juicio sumario, sin abogado defensor, Solís fue condenado por desacato a ocho meses de privación de libertad.
Inmediatamente, el MSI lanzó por su liberación una impactante campaña de solidaridad que en menos de una semana se transformó muchas veces. La energía se articulaba a su alrededor en forma de calor, una mancha al rojo vivo en el mapa anémico de la temperatura insular. Quizá fueran los únicos cubanos de la isla que en ese momento estuvieran viviendo en democracia. Algo así le dije a mi novia, en medio de una perspectiva trágica: “Ellos están vivos, los demás estamos muertos”.
El 16 de noviembre, en el aniversario 501º de La Habana, el grupo organizó un evento llamado Susurro Poético, una suerte de peregrinación pacífica colectiva que se detendría a leer poemas en distintos puntos estratégicos como la casa de Solís en Paula 105, la esquina de Compostela y Conde, lugar donde lo detuvieron, la estación policial de Cuba y Chacón, y sitios patrimoniales como la Alameda de Paula o el Convento de Santa Clara, inmueble que recogía la tradición de la protesta cívica nacional.
Justo cuando el Susurro Poético iba a llevarse a cabo, el Tribunal Provincial Popular de La Habana denegó la solicitud de habeas corpus presentada por Otero en favor de Solís y reconoció que el recluso se encontraba en la prisión de Valle Grande. El grupo se encerró entonces en la sede del MSI en Damas 955, también la casa de Otero, hasta que una vecina a la que entregaron dinero para que les comprara comida fue interceptada por la Seguridad del Estado, que rodeó la sede y confiscó los bienes. Ese detalle trajo una escalada de resistencia mayor que, para cuando decidí irme a Cuba, no se sabía dónde podía terminar.
El 19 de noviembre, agentes de la Seguridad del Estado vertieron un líquido oscuro, presuntamente ácido, por debajo de la puerta principal y también desde la azotea, muy cerca de la cisterna donde se almacenaba el agua. Cuatro miembros del grupo se encontraban en huelga de hambre y otros tres en huelga de hambre y sed. Las demandas, además, ya no se reducían solo a la liberación de Solís, sino que iban directamente contra el estado de pobreza generalizado y la falta sostenida de libertades civiles, pues exigían el cierre de las recientemente inauguradas tiendas en dólares, una moneda excluyente y prohibitiva para cualquier trabajador, solo alcanzable a través de la industria del turismo o de las remesas familiares desde el extranjero. Era un espectáculo político en tiempo real.
Antes de decirle a mi novia que me iba para San Isidro, también se lo había comentado a las amigas Katherine Bisquet y Anamely Ramos. Ambas me contestaron, un tanto desesperadas en el encierro, que lo intentara a toda costa. Es probable que haya sido esclavo de mis palabras. Hablé solo con otros dos amigos, quería que lo supiera la menor cantidad de gente. Apenas había vuelos. Uno de ellos me sugirió que llegara a Miami lo antes posible y que esperara allí alguna vacante en algún chárter que él pudiera conseguir.
Recuerdo haber salido de Nueva York en las primeras horas de la mañana del 23 de noviembre. Pocas veces me ha embargado un sentimiento de soledad e incertidumbre tan absoluto. Cierto instinto de conservación me pedía quedarme y decidí no pensar más, hacer como si todas las puertas se cerraran detrás de mí y la única opción fuera continuar adelante. Volé de Newark a Miami y me enclaustré en casa de un amigo. No le dije a nadie que estaba allí. Entre la grandilocuencia y el susto, me sentía protagonista de una acción clandestina. Dormí exaltado y en la noche me avisaron que había un vuelo para la mañana siguiente. A la persona que consiguió el tiquete le dijeron que yo tenía un familiar grave en el hospital.
En La Habana, un taxi me esperaba en el aeropuerto para llevarme directo a la sede de San Isidro. También me entregaron un celular nuevo y línea con internet. Viajé con una mochila. Pasé ligero por la aduana, casi corriendo. ¡Había tanta distancia en ese tramo corto que separaba Miami de La Habana! Anamely tenía instrucciones de abrirme la puerta de Damas 955 cuando yo le dijera que estaba a un par de cuadras del lugar. Policías vestidos de civil, agentes de la Seguridad del Estado en cada esquina.
El taxi me dejó en la Alameda de Paula. Caminaba nervioso, creyendo que me perseguían, suspendido bajo el sol del mediodía. No me detuvieron, había gente trasegando por la calle, pero la puerta tampoco se abrió. Llegué hasta la otra punta de la cuadra. Miré a todos lados, como buscando algo. No veía a nadie ni nada. Regresé sobre mis pasos, los planes siempre fallan en algún punto.
Justo antes de colapsar, porque no podía quedarme dando vueltas de un sitio a otro sin levantar sospechas, se abrió una puerta, una vecina del barrio quiso entrar y yo sospeché que esa era la sede. Me abalancé detrás suyo y le traspasé mi susto. “¡Soy yo!”, grité, “¡abran!” Hubo un revoloteo adentro. Crucé el umbral y toda la energía contenida se descerrajó. El júbilo nos recorrió a todos por un momento. No se sabía bien qué podría hacer yo allí, qué significaba mi llegada, pero enseguida lo íbamos a averiguar. Por lo pronto, ya nos encontrábamos menos solos.
Cargaba unas pocas cosas en mi mochila. Alguna que otra ropa y tres libros: el Quijote, un volumen con sonetos de amor de Quevedo y uno de los diarios de juventud de Lezama Lima. Más que libros, se trataba de amuletos. No me llevaba obras para leer, sino objetos que ya había leído, piezas íntimas a las que les daba una importancia capital, dada la situación. Solo necesitaba conversar con ellas a través del tacto.
Vestía un pantalón negro, un abrigo deportivo blanco y unas zapatillas Lacoste también blancas. Una de las acuarteladas empezó a filmar y transmitió en vivo por las redes sociales. Recordaba un verso de Quevedo: “El mirar zambo y zurdo es delincuente”. Dije cosas ampulosas, mientras abrazaba a cada una de las personas que padecían aquel encierro. Durante las semanas siguientes, por primera vez en muchos años, fui capaz de escribir varios poemas. La transparencia de un capítulo íntimo en el que practicas algo que no sabes hacer.
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Estos eventos ocurrieron entre el 9 de noviembre de 2020 y el 10 de enero de 2021, durante el primer año pandémico.
Este es un fragmento del libro Los intrusos, escrito por Carlos Manuel Álvarez y publicado por Editorial Anagrama en 2023.