El tiempo perdido en avenida Tláhuac

El tiempo perdido en avenida Tláhuac

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
01
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06
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21
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

El cierre de la Línea 12 del Metro ha traído cientos de camiones, trolebuses, peseros y, ahora, se suma el Metrobús. La avenida Tláhuac no es sólo una vialidad congestionada, también es la zona cero, un sitio para recordar a los muertos y un foro de denuncias.

Por fin es viernes, el último del mes de mayo y, por lo tanto, quincena. Ya urge llegar a casa. Después de una semana pesada, tan larga, uno quiere descansar o recuperarse un poco, porque las mujeres, encima, atienden al marido y a los niños, y hay quienes trabajan sábados y domingos en los locales de esta calle o en los mercados de la zona; la inmensa mayoría de quienes viven aquí son empleados y no patrones. Urge llegar, sí, pero en avenida Tláhuac, a las 8:27 de la noche, ningún vehículo avanza. Tampoco es una sorpresa. Esta vía del suroriente de la capital se extiende por 18 kilómetros entre Tláhuac y su vecina, Iztapalapa, y cruza con la calzada de Taxqueña, Anillo Periférico y la carretera a Chalco, entre otras. El tráfico fatiga a la gente casi tanto como las nueve, diez, doce horas de la jornada.

Es el tipo de tráfico que desquicia. El semáforo puede cambiar de rojo a verde y a rojo otra vez, mientras uno permanece, con exactitud milimétrica, en el mismo punto. Un hombre desgasta el acelerador, lo pisa continuamente para que el motor ruja pero el automóvil, con el freno de mano puesto, se mantiene quieto. La desesperación se expresa en pitidos. Empieza alguno, quien sea, al que le tocó ser el primero en perder la paciencia. Larga un claxonazo continuo y solitario que los demás toleran en silencio. Luego hay una extraña pausa. Quizá esperamos que mágicamente surta efecto y despeje la avenida como le sucedió a Moisés cuando, de un solo bastonazo, abrió las aguas del Mar Rojo. Para infortunio de Tláhuac, no acontece el milagro. Sobreviene, entonces, un nutrido coro de pitidos que se prolonga hasta que un sedán interpreta la esperada melodía del “Chinga tu madre”, versión claxon. Este es el tipo de tráfico que parece un juego de Tetris justo antes de que uno pierda y la pantalla le avise que ya estuvo, game over.

Más de setenta calles perpendiculares dan a esta avenida entre Periférico Oriente y la estación Zapotitlán. Algunas tienen doble sentido. Vienen vehículos desde la izquierda, salen además de la derecha, continúan las filas hacia el oriente, otras hacia el poniente y nos enredamos todos. Un conductor echa lámina, arriesgándose al choque; otro lo ve e iguala la apuesta; la conducta es contagiosa y, de pronto, ya no hay norte ni sur y los cofres apuntan en todas direcciones. Merecemos un aplauso: acabamos de crear un bonito nudo gordiano y no hay policía de tránsito a la vista.

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Al caos se acerca un hombre. Hace unos minutos trabajaba limpiando parabrisas y ahora desempeña de imprevisto la tarea de desatorarnos: con la mano que sostiene su botella de plástico, llena de agua jabonosa, nos marca el alto; con la otra aletea una franela sucia, indicando que avancemos. No estoy segura de que funcione. Hay quienes no reconocen su autoridad espontánea y se avientan a volantazos; otro se envalentona: quiere averiguar si cabrá, con calzador, en el único hueco disponible; y un motociclista decide usar la banqueta como carril adicional. Somos tantos que ya nadie obedece las reglas. ¡Ni dios, ni patria, ni rey!, sería nuestro grito de guerra si pudiéramos ponernos de acuerdo en algo. Combis, peseros, trolebuses, camiones RTP, taxis, motos, automóviles particulares, ninguno respeta el carril supuestamente exclusivo del Metrobús.

—¿Quién lo va a respetar? —me contesta el chofer de un pesero al tiempo que levanta un brazo para que el carril confinado vaya y chingue a su madre. —Está de locos. De por sí la carretera quedó reducida con lo del Metro y, ahora, un carril menos para el Metrobús. Vea cómo está ahorita —termina de explicar José Salinas, quien se ha encargado de esta ruta “como por 25 años”.

—Hay más tráfico. Estaba bien sin el Metrobús —dice Luis, quien conduce el camión que está justo adelante; él trabaja para una empresa privada. Considera, a la altura de la calle Juan Patricio Morlete, que el trayecto entero por la avenida le tomará dos horas.

Los vehículos pasan frente a los daños causados por el colapso del metro. Henry Romero / Reuters.

Éste es un servicio exprés, se lee en los autobuses rojos del Metrobús. Las rondas, entre las estaciones de Atlalilco y Tláhuac, empiezan a las cinco de la madrugada y terminan a la medianoche; únicamente se detienen ahí y en las estaciones Tezonco y la Nopalera porque en estos sitios detectaron a “la gran mayoría” de los usuarios. El secretario de Movilidad (Semovi), Andrés Lajous, añade que empezaron con 20 unidades el 26 de mayo, hubo 27 el día siguiente y, ajustando la demanda, según “tiempos, horarios y afluencia”, habrá un “incremento paulatino” hasta que sumen sesenta en total. Por ahora, están en “pruebas operativas” y, por eso, tres policías están parados en una esquina sin multar a nadie; dan gusto: son pura charla y sonrisas.

—La situación del tráfico es porque estaban levantando, en la parte de ahí adelante, la ballena, que se había caído —dice uno de los policías sobre una trabe de concreto del tramo que se desplomó el lunes 3 de mayo, pero que aún se sostenía del resto de la estructura elevada hasta que, colmo de colmos, el 28 de mayo volvió a ocurrir un accidente, provocando que tres trabajadores que intentaban desmantelar esa pieza tuvieran “lesiones menores y reciben atención médica”. —Entonces, ahorita, al parecer ya liberaron y está fluyendo otra vez. El remanente nos llega aquí a la entrada del Metro Tezonco. Pero ya se descongestionó.
—¿Por qué todos invaden el carril del Metrobús? —pregunto mientras lo veo enfrente de nosotros y saturado.
—Ah, no, esto nada más son pruebas. Todavía no está estipulado como tal el carril confinado.
—Y por eso no están multando —continúo.
—Ajá, exactamente.
—¿Y cuándo empieza?
—Ahora sí que hasta que no dé la orden la jefa de gobierno, si va a ser Metrobús o se va a reparar la parte del Metro.

La calcomanía de un pesero afirma que “se reserva el derecho de admisión”, pero va lleno. Así están los demás, también muchas unidades del Metrobús e incluso los camiones de la Red de Transporte de Pasajeros (RTP) que consigo ver: todos los asientos ocupados. En los microbuses hay personas que viajan de pie sobre el pasillo y niños sentados en las piernas de sus madres. El 25 y el 26 de mayo, la Semovi informó que la ocupación promedio ha bajado a menos del 70% y del 60%, respectivamente, en el horario pico vespertino entre las seis y las ocho de los días anteriores. Es viernes 28 y son las 9:30 de la noche, una hora que está fuera del intervalo de la Semovi –quizá la mide, pero no la reporta en sus conferencias–. Además, el promedio es un valor central de un conjunto de números; eso quiere decir que puede haber observaciones más bajas o altas, incluso extremas, contenidas, sumadas y divididas en la fórmula, que no se verán en el resultado final como las puedo constatar yo, ahora mismo, dentro de una serie interminable de camiones atiborrados. No digo que el promedio sea despreciable, sino que no exhibe los valores más altos.

—No, pues, ¿qué te puedo decir? La mera verdad, no funciona así —dice Eric, chofer de otro pesero, cuando le pregunto por la ruta que incluye las unidades del Metrobús. Sus pasajeros se ríen de la situación; este camión también va lleno.

La avenida Tláhuac no es pareja; a ratos se ensancha a tres carriles y luego se estrecha a uno solo; por eso, el carril confinado jamás podrá ser continuo, tendrá que interrumpirse por donde los vehículos apenas pueden pasar uno por uno –ahí, la doble línea amarilla, que delimita su zona, desaparece–. Conviene hacer bien los planes. El carril de baja sirve de estacionamiento; los automóviles están todavía ahí, a lo largo de la avenida. ¿Tláhuac será como Insurgentes? Aquí hay estaciones que en nada se asemejan, por ejemplo, a la de Ciudad Universitaria; sobre el camellón, se levantó una estructura mínima de metal para que las personas puedan subir al Metrobús. Las negras son mixtas y las rosas, para niñas. Otra vez: ¿avenida Tláhuac puede ser como Insurgentes? Está por verse. A cada tanto hay retornos y calles que cruzan, su uso tendría que sancionarse con multas, y el gobierno tendría que sacar a sus propias unidades y prohibir la circulación de combis y peseros. Por el momento, aquí estamos, exhalando hidrocarburos, juntos como un ganado pesaroso; los motociclistas nos rebasan, raudas avispas; y las patrullas pastan.

Es el tipo de tráfico que finalmente derrota a los pasajeros cuando deciden abandonar los camiones y –mejor, antes de que se haga más de noche– siguen a pie por las banquetas. Entre los que quedan varados, hay algunos que sacan la cabeza completa por la ventana, comparando el tráfico estancado de la avenida y el flujo continuo de los peatones.

“Ceda el paso en vuelta a la izquierda”, instruye una señal de tránsito.
“JUSTICIA”, responde, debajo, un grafiti.

La gente mira el sitio donde ocurrió el colapso del metro. Henry Romero / Reuters.
La gente mira el sitio donde ocurrió el colapso del metro. Henry Romero / Reuters.

“En la periferia salir de tu casa puede costarte la vida”

Un policía metropolitano resguarda, no, eso es decir demasiado poco, por supuesto que vigila una parte del perímetro donde colapsó un tramo de la Línea 12 del Metro, mira su entorno, hacia las banquetas y la calle en ambos sentidos, pero se le ve relajado, hasta aburrido. Me acerco porque no está alerta y le pregunto a bocajarro cómo siente el ánimo de las personas:

—La gente está inconforme, dolida —el lunes 3 de mayo fue una tragedia: 26 muertos y 97 hospitalizados.

Hay algo atípico en el trabajo del reportero que, en estos días, se para en avenida Tláhuac. Ni siquiera tiene que formular las preguntas, ni presionar –sólo cinco minutos, por favorcito– al entrevistado. Uno tampoco siente que le roba tiempo a los demás: La gente quiere hablar de la Línea 12, lo hacen entre sí y el periodista sale sobrando o al fin muta en la proverbial mosca sobre la pared. Yo, por ejemplo, aterricé en la puerta de una camioneta destartalada para escuchar el diálogo dominguero del 16 de mayo entre dos hombres jóvenes:

—Si checas, se ve cómo agarra la curva hacia abajo —dijo uno, apuntando hacia un tramo que dejó de ser recto y está ligeramente ondulado—. El pedo fue ése: dicen que por la soldadura se venció.

El tema apareció antes, en la conversación de dos hombres que viajaban en un camión RTP, la numerosa flotilla que simula reemplazar el servicio de la Línea 12.

—La otra parte, la de Periférico Oriente, está mejor construida —opina uno, se lo dice a otro, más joven y vestido de uniforme, durante el trayecto que hacen juntos el viernes 14 de mayo por la noche.

—Las personas platican de lo mismo, de que se cayó el Metro —me confirma, dos días después, Manuel Pérez Peña, chofer de otro camión RTP.

La información oficial sobre las causas de la tragedia es aún escasa porque las autoridades quieren esperar la conclusión de los peritajes –uno se resolverá en septiembre y el otro, en marzo–, y las personas que caminan por la avenida se rompen la cabeza en un juego de adivinanzas mortal; especulan cuál tramo es más resistente y cuál pensaron, desde siempre, que caería:

—Yo recuerdo que cuando empezaron a hacer esta línea, dijeron que había muchas cosas que estaban mal: los trenes, la ruta, las curvas —me dice una serigrafista de cabello anaranjado antes de tomar el pesero hacia Chalco.

—Hay una curvita más adelante, se llama Zapotitlán, esa curva está muy fea. Yo pensé que ahí iba a haber un accidente, tanto ahí como en la curva que está pasando Periférico. Inclusive cuando va el Metro ahí hasta chilla —cuenta un hombre que vive en La Nopalera mientras hablamos frente al gran pedazo de concreto derrumbado a la mitad de la avenida.

La zona cero es un centro de gravedad donde, por fuerza, los peatones interrumpen sus pasos; solos, en pareja, en grupitos se detienen a observar el tramo vencido y aún colgante, las guirnaldas oscuras de los cables eléctricos, la pieza de concreto desplomada y el hueco que dejó en el aire; todavía se puede ver, debajo de los pesados escombros, la carrocería estrujada del automóvil guinda de José Juan Galindo Soto, un albañil de 34 años que el lunes 3 de mayo, alrededor de las 10:30 de la noche, estaba a tiro de piedra de su casa en Los Olivos, pero no llegó porque dos vagones y la estructura del Metro se le vinieron encima. En ese punto los automovilistas conducen muy despacio, giran la cabeza, se arriesgan a desnucarse para ver los restos, hasta que la tarea de manejar los saca del trance y los obliga a apartar la vista.

La verdadera zona cero es más amplia que el perímetro resguardado por la policía; se extiende hasta la entrada de la estación Olivos, donde se improvisó un sitio para recordar a los muertos con decenas de ramos –son claveles y rosas blancas– y coronas fúnebres. Los peatones que llegan ahí se detienen otra vez, una mujer sacude la cabeza con pesar, algunos bajan la mirada, todos se sumen en un silencio respetuoso; sus gestos y su postura misma adquieren una gravedad inusual, similar a la seriedad profunda con la que los devotos se paran frente a la cruz. Pero ésta no es la casa de Dios, es el sitio de una tragedia colectiva. Los nombres de los 26 muertos, impresos en hojas, están pegados sobre los ventanales; algunos, escritos con plumón negro sobre las cruces blancas que descansan, entre coronas fúnebres, en las puertas de la estación. Hay un ataúd en medio de las flores, pintado de blanco y hecho de cartón; es chico y podría caber un niño pequeño. Creyendo que leeré la despedida de la madre y la abuela de Brandon Giovanni, muerto a sus 12 años, me acerco, pero sobre la tapa del ataúd está escrito otro reclamo: “Mi papá viaja en Metro”.

Homenaje a las víctimas del colapso del metro. Henry Romero / Reuters.

Continúan los reproches sobre los muros de la estación –“Estamos de luto por un gobierno bruto”, “si no hay justicia para el pueblo, que no haya paz para el gobierno”–, cruzan a la mitad de la avenida e impregnan las paredes del biciestacionamiento, alcanzan incluso la otra entrada de la estación Olivos, paralela a ésta. No es todo. La memoria social se ensancha más y más, en realidad, se alarga por toda la calle porque, en casi cada columna del ya inútil tramo elevado, hay mensajes pintados con grafiti. Es una ruta del deshonor: “Slim asesino. Ebrard asesino. ¿Valió la pena la mochada, Ebrard?” En una de las columnas: “AMLO, tu indiferencia mata”; justo detrás del mensaje está la entrada del Panteón San Lorenzo Tezonco. Con el logotipo de la letra eme del Metro está escrita una palabra que se repite: Muerte.

Gritos de claxon

—Ya van a poner el Metrobús —me anuncia Gladis el viernes 14 de mayo. Por la ventana del camión RTP, su amiga Judith, ella y yo vemos la nueva línea amarilla que marca el futuro carril exclusivo. Desde que cerró la Línea 12 hace “una hora, una hora y cuarto” desde su trabajo, en una recaudería de Tláhuac, hasta su casa en Culhuacán, en una de las laderas del Cerro de la Estrella; antes, cuando podía usar el Metro, le tomaba media hora. —Y me cuesta el doble, pero tenemos clientes que hacen como tres horas —continúa Gladis y asiente Judith.

Las dos coinciden: lo del Metrobús es buena noticia pero –siempre hay un pero– “tienen que quitar a los taxistas –véalos, estacionados– y a los peseros, que manejan como si estuvieran en una autopista”, arriesgando a los usuarios, a los peatones y a ellos mismos. Enfrente de nosotras, un pesero se le empareja a otro y enseguida lo rebasa para ganar el pasaje; Gladis me mira con cara de “tenga usted su evidencia”. Esa rivalidad es una de las expresiones más feroces de la competencia por la movilidad en la Ciudad de México. Los choferes se insultan a gritos y avientan las moles de sus microbuses, retándose.

Los conductores de los camiones RTP no se ganan la vida así. Omar no está alterado, no echa acelerones ni se les cierra a sus compañeros. Maneja con la parsimonia y los buenos modales de mi madre. Se protege del covid con una cortina de plástico que lo rodea y a su asiento; es una cabina improvisada que he visto en varios RTP, jamás en los peseros y sería imposible colgarlas adentro de las combis. Omar es “empleado del gobierno”, trabaja “desde las dos de la tarde hasta las nueve de la noche” y gana un sueldo fijo. Por su situación laboral, no tiene que abalanzarse en las paradas para cazar cardúmenes de pasajeros y mucho menos se desgasta haciendo las cuentas de la gasolina. Si nadie sube y nadie baja, no importa, él recibirá el mismo salario. De ahí que no le afecte andar por Tláhuac: “Estamos acostumbrados a ir adonde nos manden”. Uno puede caminar al borde de la banqueta y hacerles la parada y no se detendrán; solamente lo hacen frente a las estaciones cerradas para simular sobre el pavimento el recorrido que ya no puede hacerse en el Metro elevado. Pegada en la esquina del parabrisas, lleva la calcomanía de su nueva ruta y el precio: Línea 12, Tláhuac-Mixcoac, cinco pesos.

No a todos les gusta que los RTP cuesten lo mismo que el Metro:
—Debería ser gratuito —opina un hombre que conduce el autobús de una empresa privada; no me dice su nombre.
—Son menos pasajeros, como 20% o 30%, por el RTP, y el presidente dijo que no iba a subir la gasolina —calcula Jorge, quien maneja un autobús de la Ruta 2 desde hace 14 años. Él trabaja todos los días, menos el miércoles, de cuatro de la mañana a siete de la noche.
—Lo que pasa es que en esta ruta toda la gente busca alternativas, le buscan por allá, por Canal de Chalco, por la ruta 50 que va a Taxqueña y algunos se vienen para acá. El pasaje ha bajado como 75%, 80%. Es más gasto de gasolina. Son más vueltas pero no hay gente —dice un hombre que vive en Tezonco; no maneja un autobús ni un trolebús ni un taxi ni un mototaxi (de todo eso hay en esta avenida), sino una combi de la Ruta 35.

La queja por los RTP incluso está escrita a mano en el memorial de la estación Olivos: “El camión cuesta dos pesitos y tú lo estás cobrando de a cinco pesos. Mejor ponlo gratis de Mixquic y Milpa Alta a Taxqueña y Atlalico [...].”

—Es muy pesado, el Metro sí era muy rápido —considera el hombre que vive en La Nopalera—. Y luego van llenos, van colgados como bomberos a la hora del trabajo. No se dan abasto.

Tiene razón, el 14 y el 28 de mayo, entre las siete y las nueve de la noche, todos los peseros estaban atascados de gente. Las ventanas parecen anchas y grandes, pero no se abren por completo, pues así fueron diseñadas; sólo se puede deslizar la parte superior y a la mitad; algunos pasajeros traen cubrebocas, otros no, pero, hacinados, no aplica la sana distancia.

Un Metro que no era de oro sino de oropel

La Línea 12 del Metro era más veloz, segura y eficiente, también era un proyecto más justo que el Segundo Piso de Periférico: 38.9% de los hogares en Tláhuac tienen un automóvil o una camioneta, 10% tienen moto, 36% usan la bicicleta para transportarse; y la población local se duplicó entre 1990 y 2020, según el Inegi. Conectar la ciudad de oriente a poniente era un sueño dorado. En el video de su inauguración, hace menos de diez años, una voz en off –que logra hablar en un tono solemne y a la vez entusiasta–, presume que la capacidad máxima de cada tren es de 1,680 pasajeros; en cambio, a un RTP le pueden caber de cien a 160 personas. Los números son sencillos: por cada tren perdido hay que agregar entre diez y 17 camiones. La Semovi cuenta, hoy, un total de quinientos.

En la práctica, o sobre el camino, eso significa que uno puede pararse en un semáforo y, en un tramo de pocos metros, contar a simple vista siete autobuses distintos.... y oírlos. El estruendo de todos los motores, las detonaciones prolongadas de los escapes, se oye como si estallaran cuetes dentro de esos tubos metálicos, y se suma otra capa de ruidos: el chillido de los frenos, los pitazos desesperados, los chiflidos de los silbatos de cada policía. No tengo una sola grabación en la que no se interrumpan las voces de Tláhuac con semejante escándalo; tenemos que hablar más fuerte o repetir lo que apenas dijimos para entendernos.

Oírlos, sí... y olerlos. Por las noches, en el haz de luz blanca de las farolas, sobrevuela el humo denso y sus volutas tóxicas. En serio, huele a smog. Huele a combustible quemado. El único alivio es el aroma tostado de las gorditas de nata recién salidas del comal o el efluvio carnívoro de los Tacos Primo. Para enmascarar el tufo de los vehículos, le recomiendo: abandonar la calle y caminar por las banquetas: su orilla está flanqueada por una fila ininterrumpida de puestos ambulantes. Funcionan perfectamente como un rompeolas del hedor; incluso aíslan el ruido de los motores y nos rodean de música; bajo su resguardo y felizmente, la avenida Tláhuac desaparece: para volver a verla, hay que asomarse entre las tienditas de lámina o regresar al pavimento.

Pero ¿quiere hacerlo? La avenida Tláhuac es un mundo gris. El negruzco asfalto, el gris intermedio en el hormigón de los ladrillos y el más profundo del yeso en las fachadas sin pintura, el cielo sobrecargado de lluvia también es gris y cuesta encontrar un árbol a la redonda. Las palmeras en los camellones, los árboles frondosos y los arbustos tupidos, la vegetación citadina es un lujo; aquí los jardines, si los hay, están cubiertos de pasto marchito y tierra pisoteada.

Parecen una prótesis metálica. Vistas desde abajo, las pesadas vías del Metro son un enorme estorbo visual que parte al cielo de tajo. Su escala monumental distorsiona la perspectiva, le juega una mala pasada a las construcciones de alrededor: parecen todavía más chicos los edificios chaparros que se elevan apenas tres o cuatro pisos. La intromisión de los materiales colosales del Metro no termina de integrarse, como si los pobres urbanos no tuvieran el derecho estético a la armonía de su entorno.

Cae la noche y las banquetas están completamente iluminadas; no es gracias al alumbrado público, a las lucecitas tenues de sus farolas; se debe, otra vez, a los vendedores ambulantes, sus focos –cientos de ellos– brillan con un fulgor que derrota la oscuridad de boca de lobo de la avenida. Donde no hay puestos, la noche recupera su intransigencia. Fuera de este túnel de luz, allá abajo, en el borde de la banqueta, en plena calle, los peatones acechan: esperan para cruzar. Van midiendo con la mirada el avance y la velocidad de los microbuses, camiones, peseros, autos, motos; inclinan el torso y la cabeza hacia adelante, preparando el cuerpo para aprovechar su turno y atravesar la avenida de un extremo a otro. No se conocen, pero forman grupos espontáneos, quizá intuyen que es más fácil atropellar a un solo valiente que a un puñado de diez o cinco; apuestan por la ventaja de los números, dudosos de que las máquinas tengan la paciencia para frenar y dejarlos seguir su camino.

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El cierre de la Línea 12 del Metro ha traído cientos de camiones, trolebuses, peseros y, ahora, se suma el Metrobús. La avenida Tláhuac no es sólo una vialidad congestionada, también es la zona cero, un sitio para recordar a los muertos y un foro de denuncias.

Por fin es viernes, el último del mes de mayo y, por lo tanto, quincena. Ya urge llegar a casa. Después de una semana pesada, tan larga, uno quiere descansar o recuperarse un poco, porque las mujeres, encima, atienden al marido y a los niños, y hay quienes trabajan sábados y domingos en los locales de esta calle o en los mercados de la zona; la inmensa mayoría de quienes viven aquí son empleados y no patrones. Urge llegar, sí, pero en avenida Tláhuac, a las 8:27 de la noche, ningún vehículo avanza. Tampoco es una sorpresa. Esta vía del suroriente de la capital se extiende por 18 kilómetros entre Tláhuac y su vecina, Iztapalapa, y cruza con la calzada de Taxqueña, Anillo Periférico y la carretera a Chalco, entre otras. El tráfico fatiga a la gente casi tanto como las nueve, diez, doce horas de la jornada.

Es el tipo de tráfico que desquicia. El semáforo puede cambiar de rojo a verde y a rojo otra vez, mientras uno permanece, con exactitud milimétrica, en el mismo punto. Un hombre desgasta el acelerador, lo pisa continuamente para que el motor ruja pero el automóvil, con el freno de mano puesto, se mantiene quieto. La desesperación se expresa en pitidos. Empieza alguno, quien sea, al que le tocó ser el primero en perder la paciencia. Larga un claxonazo continuo y solitario que los demás toleran en silencio. Luego hay una extraña pausa. Quizá esperamos que mágicamente surta efecto y despeje la avenida como le sucedió a Moisés cuando, de un solo bastonazo, abrió las aguas del Mar Rojo. Para infortunio de Tláhuac, no acontece el milagro. Sobreviene, entonces, un nutrido coro de pitidos que se prolonga hasta que un sedán interpreta la esperada melodía del “Chinga tu madre”, versión claxon. Este es el tipo de tráfico que parece un juego de Tetris justo antes de que uno pierda y la pantalla le avise que ya estuvo, game over.

Más de setenta calles perpendiculares dan a esta avenida entre Periférico Oriente y la estación Zapotitlán. Algunas tienen doble sentido. Vienen vehículos desde la izquierda, salen además de la derecha, continúan las filas hacia el oriente, otras hacia el poniente y nos enredamos todos. Un conductor echa lámina, arriesgándose al choque; otro lo ve e iguala la apuesta; la conducta es contagiosa y, de pronto, ya no hay norte ni sur y los cofres apuntan en todas direcciones. Merecemos un aplauso: acabamos de crear un bonito nudo gordiano y no hay policía de tránsito a la vista.

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Al caos se acerca un hombre. Hace unos minutos trabajaba limpiando parabrisas y ahora desempeña de imprevisto la tarea de desatorarnos: con la mano que sostiene su botella de plástico, llena de agua jabonosa, nos marca el alto; con la otra aletea una franela sucia, indicando que avancemos. No estoy segura de que funcione. Hay quienes no reconocen su autoridad espontánea y se avientan a volantazos; otro se envalentona: quiere averiguar si cabrá, con calzador, en el único hueco disponible; y un motociclista decide usar la banqueta como carril adicional. Somos tantos que ya nadie obedece las reglas. ¡Ni dios, ni patria, ni rey!, sería nuestro grito de guerra si pudiéramos ponernos de acuerdo en algo. Combis, peseros, trolebuses, camiones RTP, taxis, motos, automóviles particulares, ninguno respeta el carril supuestamente exclusivo del Metrobús.

—¿Quién lo va a respetar? —me contesta el chofer de un pesero al tiempo que levanta un brazo para que el carril confinado vaya y chingue a su madre. —Está de locos. De por sí la carretera quedó reducida con lo del Metro y, ahora, un carril menos para el Metrobús. Vea cómo está ahorita —termina de explicar José Salinas, quien se ha encargado de esta ruta “como por 25 años”.

—Hay más tráfico. Estaba bien sin el Metrobús —dice Luis, quien conduce el camión que está justo adelante; él trabaja para una empresa privada. Considera, a la altura de la calle Juan Patricio Morlete, que el trayecto entero por la avenida le tomará dos horas.

Los vehículos pasan frente a los daños causados por el colapso del metro. Henry Romero / Reuters.

Éste es un servicio exprés, se lee en los autobuses rojos del Metrobús. Las rondas, entre las estaciones de Atlalilco y Tláhuac, empiezan a las cinco de la madrugada y terminan a la medianoche; únicamente se detienen ahí y en las estaciones Tezonco y la Nopalera porque en estos sitios detectaron a “la gran mayoría” de los usuarios. El secretario de Movilidad (Semovi), Andrés Lajous, añade que empezaron con 20 unidades el 26 de mayo, hubo 27 el día siguiente y, ajustando la demanda, según “tiempos, horarios y afluencia”, habrá un “incremento paulatino” hasta que sumen sesenta en total. Por ahora, están en “pruebas operativas” y, por eso, tres policías están parados en una esquina sin multar a nadie; dan gusto: son pura charla y sonrisas.

—La situación del tráfico es porque estaban levantando, en la parte de ahí adelante, la ballena, que se había caído —dice uno de los policías sobre una trabe de concreto del tramo que se desplomó el lunes 3 de mayo, pero que aún se sostenía del resto de la estructura elevada hasta que, colmo de colmos, el 28 de mayo volvió a ocurrir un accidente, provocando que tres trabajadores que intentaban desmantelar esa pieza tuvieran “lesiones menores y reciben atención médica”. —Entonces, ahorita, al parecer ya liberaron y está fluyendo otra vez. El remanente nos llega aquí a la entrada del Metro Tezonco. Pero ya se descongestionó.
—¿Por qué todos invaden el carril del Metrobús? —pregunto mientras lo veo enfrente de nosotros y saturado.
—Ah, no, esto nada más son pruebas. Todavía no está estipulado como tal el carril confinado.
—Y por eso no están multando —continúo.
—Ajá, exactamente.
—¿Y cuándo empieza?
—Ahora sí que hasta que no dé la orden la jefa de gobierno, si va a ser Metrobús o se va a reparar la parte del Metro.

La calcomanía de un pesero afirma que “se reserva el derecho de admisión”, pero va lleno. Así están los demás, también muchas unidades del Metrobús e incluso los camiones de la Red de Transporte de Pasajeros (RTP) que consigo ver: todos los asientos ocupados. En los microbuses hay personas que viajan de pie sobre el pasillo y niños sentados en las piernas de sus madres. El 25 y el 26 de mayo, la Semovi informó que la ocupación promedio ha bajado a menos del 70% y del 60%, respectivamente, en el horario pico vespertino entre las seis y las ocho de los días anteriores. Es viernes 28 y son las 9:30 de la noche, una hora que está fuera del intervalo de la Semovi –quizá la mide, pero no la reporta en sus conferencias–. Además, el promedio es un valor central de un conjunto de números; eso quiere decir que puede haber observaciones más bajas o altas, incluso extremas, contenidas, sumadas y divididas en la fórmula, que no se verán en el resultado final como las puedo constatar yo, ahora mismo, dentro de una serie interminable de camiones atiborrados. No digo que el promedio sea despreciable, sino que no exhibe los valores más altos.

—No, pues, ¿qué te puedo decir? La mera verdad, no funciona así —dice Eric, chofer de otro pesero, cuando le pregunto por la ruta que incluye las unidades del Metrobús. Sus pasajeros se ríen de la situación; este camión también va lleno.

La avenida Tláhuac no es pareja; a ratos se ensancha a tres carriles y luego se estrecha a uno solo; por eso, el carril confinado jamás podrá ser continuo, tendrá que interrumpirse por donde los vehículos apenas pueden pasar uno por uno –ahí, la doble línea amarilla, que delimita su zona, desaparece–. Conviene hacer bien los planes. El carril de baja sirve de estacionamiento; los automóviles están todavía ahí, a lo largo de la avenida. ¿Tláhuac será como Insurgentes? Aquí hay estaciones que en nada se asemejan, por ejemplo, a la de Ciudad Universitaria; sobre el camellón, se levantó una estructura mínima de metal para que las personas puedan subir al Metrobús. Las negras son mixtas y las rosas, para niñas. Otra vez: ¿avenida Tláhuac puede ser como Insurgentes? Está por verse. A cada tanto hay retornos y calles que cruzan, su uso tendría que sancionarse con multas, y el gobierno tendría que sacar a sus propias unidades y prohibir la circulación de combis y peseros. Por el momento, aquí estamos, exhalando hidrocarburos, juntos como un ganado pesaroso; los motociclistas nos rebasan, raudas avispas; y las patrullas pastan.

Es el tipo de tráfico que finalmente derrota a los pasajeros cuando deciden abandonar los camiones y –mejor, antes de que se haga más de noche– siguen a pie por las banquetas. Entre los que quedan varados, hay algunos que sacan la cabeza completa por la ventana, comparando el tráfico estancado de la avenida y el flujo continuo de los peatones.

“Ceda el paso en vuelta a la izquierda”, instruye una señal de tránsito.
“JUSTICIA”, responde, debajo, un grafiti.

La gente mira el sitio donde ocurrió el colapso del metro. Henry Romero / Reuters.
La gente mira el sitio donde ocurrió el colapso del metro. Henry Romero / Reuters.

“En la periferia salir de tu casa puede costarte la vida”

Un policía metropolitano resguarda, no, eso es decir demasiado poco, por supuesto que vigila una parte del perímetro donde colapsó un tramo de la Línea 12 del Metro, mira su entorno, hacia las banquetas y la calle en ambos sentidos, pero se le ve relajado, hasta aburrido. Me acerco porque no está alerta y le pregunto a bocajarro cómo siente el ánimo de las personas:

—La gente está inconforme, dolida —el lunes 3 de mayo fue una tragedia: 26 muertos y 97 hospitalizados.

Hay algo atípico en el trabajo del reportero que, en estos días, se para en avenida Tláhuac. Ni siquiera tiene que formular las preguntas, ni presionar –sólo cinco minutos, por favorcito– al entrevistado. Uno tampoco siente que le roba tiempo a los demás: La gente quiere hablar de la Línea 12, lo hacen entre sí y el periodista sale sobrando o al fin muta en la proverbial mosca sobre la pared. Yo, por ejemplo, aterricé en la puerta de una camioneta destartalada para escuchar el diálogo dominguero del 16 de mayo entre dos hombres jóvenes:

—Si checas, se ve cómo agarra la curva hacia abajo —dijo uno, apuntando hacia un tramo que dejó de ser recto y está ligeramente ondulado—. El pedo fue ése: dicen que por la soldadura se venció.

El tema apareció antes, en la conversación de dos hombres que viajaban en un camión RTP, la numerosa flotilla que simula reemplazar el servicio de la Línea 12.

—La otra parte, la de Periférico Oriente, está mejor construida —opina uno, se lo dice a otro, más joven y vestido de uniforme, durante el trayecto que hacen juntos el viernes 14 de mayo por la noche.

—Las personas platican de lo mismo, de que se cayó el Metro —me confirma, dos días después, Manuel Pérez Peña, chofer de otro camión RTP.

La información oficial sobre las causas de la tragedia es aún escasa porque las autoridades quieren esperar la conclusión de los peritajes –uno se resolverá en septiembre y el otro, en marzo–, y las personas que caminan por la avenida se rompen la cabeza en un juego de adivinanzas mortal; especulan cuál tramo es más resistente y cuál pensaron, desde siempre, que caería:

—Yo recuerdo que cuando empezaron a hacer esta línea, dijeron que había muchas cosas que estaban mal: los trenes, la ruta, las curvas —me dice una serigrafista de cabello anaranjado antes de tomar el pesero hacia Chalco.

—Hay una curvita más adelante, se llama Zapotitlán, esa curva está muy fea. Yo pensé que ahí iba a haber un accidente, tanto ahí como en la curva que está pasando Periférico. Inclusive cuando va el Metro ahí hasta chilla —cuenta un hombre que vive en La Nopalera mientras hablamos frente al gran pedazo de concreto derrumbado a la mitad de la avenida.

La zona cero es un centro de gravedad donde, por fuerza, los peatones interrumpen sus pasos; solos, en pareja, en grupitos se detienen a observar el tramo vencido y aún colgante, las guirnaldas oscuras de los cables eléctricos, la pieza de concreto desplomada y el hueco que dejó en el aire; todavía se puede ver, debajo de los pesados escombros, la carrocería estrujada del automóvil guinda de José Juan Galindo Soto, un albañil de 34 años que el lunes 3 de mayo, alrededor de las 10:30 de la noche, estaba a tiro de piedra de su casa en Los Olivos, pero no llegó porque dos vagones y la estructura del Metro se le vinieron encima. En ese punto los automovilistas conducen muy despacio, giran la cabeza, se arriesgan a desnucarse para ver los restos, hasta que la tarea de manejar los saca del trance y los obliga a apartar la vista.

La verdadera zona cero es más amplia que el perímetro resguardado por la policía; se extiende hasta la entrada de la estación Olivos, donde se improvisó un sitio para recordar a los muertos con decenas de ramos –son claveles y rosas blancas– y coronas fúnebres. Los peatones que llegan ahí se detienen otra vez, una mujer sacude la cabeza con pesar, algunos bajan la mirada, todos se sumen en un silencio respetuoso; sus gestos y su postura misma adquieren una gravedad inusual, similar a la seriedad profunda con la que los devotos se paran frente a la cruz. Pero ésta no es la casa de Dios, es el sitio de una tragedia colectiva. Los nombres de los 26 muertos, impresos en hojas, están pegados sobre los ventanales; algunos, escritos con plumón negro sobre las cruces blancas que descansan, entre coronas fúnebres, en las puertas de la estación. Hay un ataúd en medio de las flores, pintado de blanco y hecho de cartón; es chico y podría caber un niño pequeño. Creyendo que leeré la despedida de la madre y la abuela de Brandon Giovanni, muerto a sus 12 años, me acerco, pero sobre la tapa del ataúd está escrito otro reclamo: “Mi papá viaja en Metro”.

Homenaje a las víctimas del colapso del metro. Henry Romero / Reuters.

Continúan los reproches sobre los muros de la estación –“Estamos de luto por un gobierno bruto”, “si no hay justicia para el pueblo, que no haya paz para el gobierno”–, cruzan a la mitad de la avenida e impregnan las paredes del biciestacionamiento, alcanzan incluso la otra entrada de la estación Olivos, paralela a ésta. No es todo. La memoria social se ensancha más y más, en realidad, se alarga por toda la calle porque, en casi cada columna del ya inútil tramo elevado, hay mensajes pintados con grafiti. Es una ruta del deshonor: “Slim asesino. Ebrard asesino. ¿Valió la pena la mochada, Ebrard?” En una de las columnas: “AMLO, tu indiferencia mata”; justo detrás del mensaje está la entrada del Panteón San Lorenzo Tezonco. Con el logotipo de la letra eme del Metro está escrita una palabra que se repite: Muerte.

Gritos de claxon

—Ya van a poner el Metrobús —me anuncia Gladis el viernes 14 de mayo. Por la ventana del camión RTP, su amiga Judith, ella y yo vemos la nueva línea amarilla que marca el futuro carril exclusivo. Desde que cerró la Línea 12 hace “una hora, una hora y cuarto” desde su trabajo, en una recaudería de Tláhuac, hasta su casa en Culhuacán, en una de las laderas del Cerro de la Estrella; antes, cuando podía usar el Metro, le tomaba media hora. —Y me cuesta el doble, pero tenemos clientes que hacen como tres horas —continúa Gladis y asiente Judith.

Las dos coinciden: lo del Metrobús es buena noticia pero –siempre hay un pero– “tienen que quitar a los taxistas –véalos, estacionados– y a los peseros, que manejan como si estuvieran en una autopista”, arriesgando a los usuarios, a los peatones y a ellos mismos. Enfrente de nosotras, un pesero se le empareja a otro y enseguida lo rebasa para ganar el pasaje; Gladis me mira con cara de “tenga usted su evidencia”. Esa rivalidad es una de las expresiones más feroces de la competencia por la movilidad en la Ciudad de México. Los choferes se insultan a gritos y avientan las moles de sus microbuses, retándose.

Los conductores de los camiones RTP no se ganan la vida así. Omar no está alterado, no echa acelerones ni se les cierra a sus compañeros. Maneja con la parsimonia y los buenos modales de mi madre. Se protege del covid con una cortina de plástico que lo rodea y a su asiento; es una cabina improvisada que he visto en varios RTP, jamás en los peseros y sería imposible colgarlas adentro de las combis. Omar es “empleado del gobierno”, trabaja “desde las dos de la tarde hasta las nueve de la noche” y gana un sueldo fijo. Por su situación laboral, no tiene que abalanzarse en las paradas para cazar cardúmenes de pasajeros y mucho menos se desgasta haciendo las cuentas de la gasolina. Si nadie sube y nadie baja, no importa, él recibirá el mismo salario. De ahí que no le afecte andar por Tláhuac: “Estamos acostumbrados a ir adonde nos manden”. Uno puede caminar al borde de la banqueta y hacerles la parada y no se detendrán; solamente lo hacen frente a las estaciones cerradas para simular sobre el pavimento el recorrido que ya no puede hacerse en el Metro elevado. Pegada en la esquina del parabrisas, lleva la calcomanía de su nueva ruta y el precio: Línea 12, Tláhuac-Mixcoac, cinco pesos.

No a todos les gusta que los RTP cuesten lo mismo que el Metro:
—Debería ser gratuito —opina un hombre que conduce el autobús de una empresa privada; no me dice su nombre.
—Son menos pasajeros, como 20% o 30%, por el RTP, y el presidente dijo que no iba a subir la gasolina —calcula Jorge, quien maneja un autobús de la Ruta 2 desde hace 14 años. Él trabaja todos los días, menos el miércoles, de cuatro de la mañana a siete de la noche.
—Lo que pasa es que en esta ruta toda la gente busca alternativas, le buscan por allá, por Canal de Chalco, por la ruta 50 que va a Taxqueña y algunos se vienen para acá. El pasaje ha bajado como 75%, 80%. Es más gasto de gasolina. Son más vueltas pero no hay gente —dice un hombre que vive en Tezonco; no maneja un autobús ni un trolebús ni un taxi ni un mototaxi (de todo eso hay en esta avenida), sino una combi de la Ruta 35.

La queja por los RTP incluso está escrita a mano en el memorial de la estación Olivos: “El camión cuesta dos pesitos y tú lo estás cobrando de a cinco pesos. Mejor ponlo gratis de Mixquic y Milpa Alta a Taxqueña y Atlalico [...].”

—Es muy pesado, el Metro sí era muy rápido —considera el hombre que vive en La Nopalera—. Y luego van llenos, van colgados como bomberos a la hora del trabajo. No se dan abasto.

Tiene razón, el 14 y el 28 de mayo, entre las siete y las nueve de la noche, todos los peseros estaban atascados de gente. Las ventanas parecen anchas y grandes, pero no se abren por completo, pues así fueron diseñadas; sólo se puede deslizar la parte superior y a la mitad; algunos pasajeros traen cubrebocas, otros no, pero, hacinados, no aplica la sana distancia.

Un Metro que no era de oro sino de oropel

La Línea 12 del Metro era más veloz, segura y eficiente, también era un proyecto más justo que el Segundo Piso de Periférico: 38.9% de los hogares en Tláhuac tienen un automóvil o una camioneta, 10% tienen moto, 36% usan la bicicleta para transportarse; y la población local se duplicó entre 1990 y 2020, según el Inegi. Conectar la ciudad de oriente a poniente era un sueño dorado. En el video de su inauguración, hace menos de diez años, una voz en off –que logra hablar en un tono solemne y a la vez entusiasta–, presume que la capacidad máxima de cada tren es de 1,680 pasajeros; en cambio, a un RTP le pueden caber de cien a 160 personas. Los números son sencillos: por cada tren perdido hay que agregar entre diez y 17 camiones. La Semovi cuenta, hoy, un total de quinientos.

En la práctica, o sobre el camino, eso significa que uno puede pararse en un semáforo y, en un tramo de pocos metros, contar a simple vista siete autobuses distintos.... y oírlos. El estruendo de todos los motores, las detonaciones prolongadas de los escapes, se oye como si estallaran cuetes dentro de esos tubos metálicos, y se suma otra capa de ruidos: el chillido de los frenos, los pitazos desesperados, los chiflidos de los silbatos de cada policía. No tengo una sola grabación en la que no se interrumpan las voces de Tláhuac con semejante escándalo; tenemos que hablar más fuerte o repetir lo que apenas dijimos para entendernos.

Oírlos, sí... y olerlos. Por las noches, en el haz de luz blanca de las farolas, sobrevuela el humo denso y sus volutas tóxicas. En serio, huele a smog. Huele a combustible quemado. El único alivio es el aroma tostado de las gorditas de nata recién salidas del comal o el efluvio carnívoro de los Tacos Primo. Para enmascarar el tufo de los vehículos, le recomiendo: abandonar la calle y caminar por las banquetas: su orilla está flanqueada por una fila ininterrumpida de puestos ambulantes. Funcionan perfectamente como un rompeolas del hedor; incluso aíslan el ruido de los motores y nos rodean de música; bajo su resguardo y felizmente, la avenida Tláhuac desaparece: para volver a verla, hay que asomarse entre las tienditas de lámina o regresar al pavimento.

Pero ¿quiere hacerlo? La avenida Tláhuac es un mundo gris. El negruzco asfalto, el gris intermedio en el hormigón de los ladrillos y el más profundo del yeso en las fachadas sin pintura, el cielo sobrecargado de lluvia también es gris y cuesta encontrar un árbol a la redonda. Las palmeras en los camellones, los árboles frondosos y los arbustos tupidos, la vegetación citadina es un lujo; aquí los jardines, si los hay, están cubiertos de pasto marchito y tierra pisoteada.

Parecen una prótesis metálica. Vistas desde abajo, las pesadas vías del Metro son un enorme estorbo visual que parte al cielo de tajo. Su escala monumental distorsiona la perspectiva, le juega una mala pasada a las construcciones de alrededor: parecen todavía más chicos los edificios chaparros que se elevan apenas tres o cuatro pisos. La intromisión de los materiales colosales del Metro no termina de integrarse, como si los pobres urbanos no tuvieran el derecho estético a la armonía de su entorno.

Cae la noche y las banquetas están completamente iluminadas; no es gracias al alumbrado público, a las lucecitas tenues de sus farolas; se debe, otra vez, a los vendedores ambulantes, sus focos –cientos de ellos– brillan con un fulgor que derrota la oscuridad de boca de lobo de la avenida. Donde no hay puestos, la noche recupera su intransigencia. Fuera de este túnel de luz, allá abajo, en el borde de la banqueta, en plena calle, los peatones acechan: esperan para cruzar. Van midiendo con la mirada el avance y la velocidad de los microbuses, camiones, peseros, autos, motos; inclinan el torso y la cabeza hacia adelante, preparando el cuerpo para aprovechar su turno y atravesar la avenida de un extremo a otro. No se conocen, pero forman grupos espontáneos, quizá intuyen que es más fácil atropellar a un solo valiente que a un puñado de diez o cinco; apuestan por la ventaja de los números, dudosos de que las máquinas tengan la paciencia para frenar y dejarlos seguir su camino.

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El tiempo perdido en avenida Tláhuac

El tiempo perdido en avenida Tláhuac

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El cierre de la Línea 12 del Metro ha traído cientos de camiones, trolebuses, peseros y, ahora, se suma el Metrobús. La avenida Tláhuac no es sólo una vialidad congestionada, también es la zona cero, un sitio para recordar a los muertos y un foro de denuncias.

Por fin es viernes, el último del mes de mayo y, por lo tanto, quincena. Ya urge llegar a casa. Después de una semana pesada, tan larga, uno quiere descansar o recuperarse un poco, porque las mujeres, encima, atienden al marido y a los niños, y hay quienes trabajan sábados y domingos en los locales de esta calle o en los mercados de la zona; la inmensa mayoría de quienes viven aquí son empleados y no patrones. Urge llegar, sí, pero en avenida Tláhuac, a las 8:27 de la noche, ningún vehículo avanza. Tampoco es una sorpresa. Esta vía del suroriente de la capital se extiende por 18 kilómetros entre Tláhuac y su vecina, Iztapalapa, y cruza con la calzada de Taxqueña, Anillo Periférico y la carretera a Chalco, entre otras. El tráfico fatiga a la gente casi tanto como las nueve, diez, doce horas de la jornada.

Es el tipo de tráfico que desquicia. El semáforo puede cambiar de rojo a verde y a rojo otra vez, mientras uno permanece, con exactitud milimétrica, en el mismo punto. Un hombre desgasta el acelerador, lo pisa continuamente para que el motor ruja pero el automóvil, con el freno de mano puesto, se mantiene quieto. La desesperación se expresa en pitidos. Empieza alguno, quien sea, al que le tocó ser el primero en perder la paciencia. Larga un claxonazo continuo y solitario que los demás toleran en silencio. Luego hay una extraña pausa. Quizá esperamos que mágicamente surta efecto y despeje la avenida como le sucedió a Moisés cuando, de un solo bastonazo, abrió las aguas del Mar Rojo. Para infortunio de Tláhuac, no acontece el milagro. Sobreviene, entonces, un nutrido coro de pitidos que se prolonga hasta que un sedán interpreta la esperada melodía del “Chinga tu madre”, versión claxon. Este es el tipo de tráfico que parece un juego de Tetris justo antes de que uno pierda y la pantalla le avise que ya estuvo, game over.

Más de setenta calles perpendiculares dan a esta avenida entre Periférico Oriente y la estación Zapotitlán. Algunas tienen doble sentido. Vienen vehículos desde la izquierda, salen además de la derecha, continúan las filas hacia el oriente, otras hacia el poniente y nos enredamos todos. Un conductor echa lámina, arriesgándose al choque; otro lo ve e iguala la apuesta; la conducta es contagiosa y, de pronto, ya no hay norte ni sur y los cofres apuntan en todas direcciones. Merecemos un aplauso: acabamos de crear un bonito nudo gordiano y no hay policía de tránsito a la vista.

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Al caos se acerca un hombre. Hace unos minutos trabajaba limpiando parabrisas y ahora desempeña de imprevisto la tarea de desatorarnos: con la mano que sostiene su botella de plástico, llena de agua jabonosa, nos marca el alto; con la otra aletea una franela sucia, indicando que avancemos. No estoy segura de que funcione. Hay quienes no reconocen su autoridad espontánea y se avientan a volantazos; otro se envalentona: quiere averiguar si cabrá, con calzador, en el único hueco disponible; y un motociclista decide usar la banqueta como carril adicional. Somos tantos que ya nadie obedece las reglas. ¡Ni dios, ni patria, ni rey!, sería nuestro grito de guerra si pudiéramos ponernos de acuerdo en algo. Combis, peseros, trolebuses, camiones RTP, taxis, motos, automóviles particulares, ninguno respeta el carril supuestamente exclusivo del Metrobús.

—¿Quién lo va a respetar? —me contesta el chofer de un pesero al tiempo que levanta un brazo para que el carril confinado vaya y chingue a su madre. —Está de locos. De por sí la carretera quedó reducida con lo del Metro y, ahora, un carril menos para el Metrobús. Vea cómo está ahorita —termina de explicar José Salinas, quien se ha encargado de esta ruta “como por 25 años”.

—Hay más tráfico. Estaba bien sin el Metrobús —dice Luis, quien conduce el camión que está justo adelante; él trabaja para una empresa privada. Considera, a la altura de la calle Juan Patricio Morlete, que el trayecto entero por la avenida le tomará dos horas.

Los vehículos pasan frente a los daños causados por el colapso del metro. Henry Romero / Reuters.

Éste es un servicio exprés, se lee en los autobuses rojos del Metrobús. Las rondas, entre las estaciones de Atlalilco y Tláhuac, empiezan a las cinco de la madrugada y terminan a la medianoche; únicamente se detienen ahí y en las estaciones Tezonco y la Nopalera porque en estos sitios detectaron a “la gran mayoría” de los usuarios. El secretario de Movilidad (Semovi), Andrés Lajous, añade que empezaron con 20 unidades el 26 de mayo, hubo 27 el día siguiente y, ajustando la demanda, según “tiempos, horarios y afluencia”, habrá un “incremento paulatino” hasta que sumen sesenta en total. Por ahora, están en “pruebas operativas” y, por eso, tres policías están parados en una esquina sin multar a nadie; dan gusto: son pura charla y sonrisas.

—La situación del tráfico es porque estaban levantando, en la parte de ahí adelante, la ballena, que se había caído —dice uno de los policías sobre una trabe de concreto del tramo que se desplomó el lunes 3 de mayo, pero que aún se sostenía del resto de la estructura elevada hasta que, colmo de colmos, el 28 de mayo volvió a ocurrir un accidente, provocando que tres trabajadores que intentaban desmantelar esa pieza tuvieran “lesiones menores y reciben atención médica”. —Entonces, ahorita, al parecer ya liberaron y está fluyendo otra vez. El remanente nos llega aquí a la entrada del Metro Tezonco. Pero ya se descongestionó.
—¿Por qué todos invaden el carril del Metrobús? —pregunto mientras lo veo enfrente de nosotros y saturado.
—Ah, no, esto nada más son pruebas. Todavía no está estipulado como tal el carril confinado.
—Y por eso no están multando —continúo.
—Ajá, exactamente.
—¿Y cuándo empieza?
—Ahora sí que hasta que no dé la orden la jefa de gobierno, si va a ser Metrobús o se va a reparar la parte del Metro.

La calcomanía de un pesero afirma que “se reserva el derecho de admisión”, pero va lleno. Así están los demás, también muchas unidades del Metrobús e incluso los camiones de la Red de Transporte de Pasajeros (RTP) que consigo ver: todos los asientos ocupados. En los microbuses hay personas que viajan de pie sobre el pasillo y niños sentados en las piernas de sus madres. El 25 y el 26 de mayo, la Semovi informó que la ocupación promedio ha bajado a menos del 70% y del 60%, respectivamente, en el horario pico vespertino entre las seis y las ocho de los días anteriores. Es viernes 28 y son las 9:30 de la noche, una hora que está fuera del intervalo de la Semovi –quizá la mide, pero no la reporta en sus conferencias–. Además, el promedio es un valor central de un conjunto de números; eso quiere decir que puede haber observaciones más bajas o altas, incluso extremas, contenidas, sumadas y divididas en la fórmula, que no se verán en el resultado final como las puedo constatar yo, ahora mismo, dentro de una serie interminable de camiones atiborrados. No digo que el promedio sea despreciable, sino que no exhibe los valores más altos.

—No, pues, ¿qué te puedo decir? La mera verdad, no funciona así —dice Eric, chofer de otro pesero, cuando le pregunto por la ruta que incluye las unidades del Metrobús. Sus pasajeros se ríen de la situación; este camión también va lleno.

La avenida Tláhuac no es pareja; a ratos se ensancha a tres carriles y luego se estrecha a uno solo; por eso, el carril confinado jamás podrá ser continuo, tendrá que interrumpirse por donde los vehículos apenas pueden pasar uno por uno –ahí, la doble línea amarilla, que delimita su zona, desaparece–. Conviene hacer bien los planes. El carril de baja sirve de estacionamiento; los automóviles están todavía ahí, a lo largo de la avenida. ¿Tláhuac será como Insurgentes? Aquí hay estaciones que en nada se asemejan, por ejemplo, a la de Ciudad Universitaria; sobre el camellón, se levantó una estructura mínima de metal para que las personas puedan subir al Metrobús. Las negras son mixtas y las rosas, para niñas. Otra vez: ¿avenida Tláhuac puede ser como Insurgentes? Está por verse. A cada tanto hay retornos y calles que cruzan, su uso tendría que sancionarse con multas, y el gobierno tendría que sacar a sus propias unidades y prohibir la circulación de combis y peseros. Por el momento, aquí estamos, exhalando hidrocarburos, juntos como un ganado pesaroso; los motociclistas nos rebasan, raudas avispas; y las patrullas pastan.

Es el tipo de tráfico que finalmente derrota a los pasajeros cuando deciden abandonar los camiones y –mejor, antes de que se haga más de noche– siguen a pie por las banquetas. Entre los que quedan varados, hay algunos que sacan la cabeza completa por la ventana, comparando el tráfico estancado de la avenida y el flujo continuo de los peatones.

“Ceda el paso en vuelta a la izquierda”, instruye una señal de tránsito.
“JUSTICIA”, responde, debajo, un grafiti.

La gente mira el sitio donde ocurrió el colapso del metro. Henry Romero / Reuters.
La gente mira el sitio donde ocurrió el colapso del metro. Henry Romero / Reuters.

“En la periferia salir de tu casa puede costarte la vida”

Un policía metropolitano resguarda, no, eso es decir demasiado poco, por supuesto que vigila una parte del perímetro donde colapsó un tramo de la Línea 12 del Metro, mira su entorno, hacia las banquetas y la calle en ambos sentidos, pero se le ve relajado, hasta aburrido. Me acerco porque no está alerta y le pregunto a bocajarro cómo siente el ánimo de las personas:

—La gente está inconforme, dolida —el lunes 3 de mayo fue una tragedia: 26 muertos y 97 hospitalizados.

Hay algo atípico en el trabajo del reportero que, en estos días, se para en avenida Tláhuac. Ni siquiera tiene que formular las preguntas, ni presionar –sólo cinco minutos, por favorcito– al entrevistado. Uno tampoco siente que le roba tiempo a los demás: La gente quiere hablar de la Línea 12, lo hacen entre sí y el periodista sale sobrando o al fin muta en la proverbial mosca sobre la pared. Yo, por ejemplo, aterricé en la puerta de una camioneta destartalada para escuchar el diálogo dominguero del 16 de mayo entre dos hombres jóvenes:

—Si checas, se ve cómo agarra la curva hacia abajo —dijo uno, apuntando hacia un tramo que dejó de ser recto y está ligeramente ondulado—. El pedo fue ése: dicen que por la soldadura se venció.

El tema apareció antes, en la conversación de dos hombres que viajaban en un camión RTP, la numerosa flotilla que simula reemplazar el servicio de la Línea 12.

—La otra parte, la de Periférico Oriente, está mejor construida —opina uno, se lo dice a otro, más joven y vestido de uniforme, durante el trayecto que hacen juntos el viernes 14 de mayo por la noche.

—Las personas platican de lo mismo, de que se cayó el Metro —me confirma, dos días después, Manuel Pérez Peña, chofer de otro camión RTP.

La información oficial sobre las causas de la tragedia es aún escasa porque las autoridades quieren esperar la conclusión de los peritajes –uno se resolverá en septiembre y el otro, en marzo–, y las personas que caminan por la avenida se rompen la cabeza en un juego de adivinanzas mortal; especulan cuál tramo es más resistente y cuál pensaron, desde siempre, que caería:

—Yo recuerdo que cuando empezaron a hacer esta línea, dijeron que había muchas cosas que estaban mal: los trenes, la ruta, las curvas —me dice una serigrafista de cabello anaranjado antes de tomar el pesero hacia Chalco.

—Hay una curvita más adelante, se llama Zapotitlán, esa curva está muy fea. Yo pensé que ahí iba a haber un accidente, tanto ahí como en la curva que está pasando Periférico. Inclusive cuando va el Metro ahí hasta chilla —cuenta un hombre que vive en La Nopalera mientras hablamos frente al gran pedazo de concreto derrumbado a la mitad de la avenida.

La zona cero es un centro de gravedad donde, por fuerza, los peatones interrumpen sus pasos; solos, en pareja, en grupitos se detienen a observar el tramo vencido y aún colgante, las guirnaldas oscuras de los cables eléctricos, la pieza de concreto desplomada y el hueco que dejó en el aire; todavía se puede ver, debajo de los pesados escombros, la carrocería estrujada del automóvil guinda de José Juan Galindo Soto, un albañil de 34 años que el lunes 3 de mayo, alrededor de las 10:30 de la noche, estaba a tiro de piedra de su casa en Los Olivos, pero no llegó porque dos vagones y la estructura del Metro se le vinieron encima. En ese punto los automovilistas conducen muy despacio, giran la cabeza, se arriesgan a desnucarse para ver los restos, hasta que la tarea de manejar los saca del trance y los obliga a apartar la vista.

La verdadera zona cero es más amplia que el perímetro resguardado por la policía; se extiende hasta la entrada de la estación Olivos, donde se improvisó un sitio para recordar a los muertos con decenas de ramos –son claveles y rosas blancas– y coronas fúnebres. Los peatones que llegan ahí se detienen otra vez, una mujer sacude la cabeza con pesar, algunos bajan la mirada, todos se sumen en un silencio respetuoso; sus gestos y su postura misma adquieren una gravedad inusual, similar a la seriedad profunda con la que los devotos se paran frente a la cruz. Pero ésta no es la casa de Dios, es el sitio de una tragedia colectiva. Los nombres de los 26 muertos, impresos en hojas, están pegados sobre los ventanales; algunos, escritos con plumón negro sobre las cruces blancas que descansan, entre coronas fúnebres, en las puertas de la estación. Hay un ataúd en medio de las flores, pintado de blanco y hecho de cartón; es chico y podría caber un niño pequeño. Creyendo que leeré la despedida de la madre y la abuela de Brandon Giovanni, muerto a sus 12 años, me acerco, pero sobre la tapa del ataúd está escrito otro reclamo: “Mi papá viaja en Metro”.

Homenaje a las víctimas del colapso del metro. Henry Romero / Reuters.

Continúan los reproches sobre los muros de la estación –“Estamos de luto por un gobierno bruto”, “si no hay justicia para el pueblo, que no haya paz para el gobierno”–, cruzan a la mitad de la avenida e impregnan las paredes del biciestacionamiento, alcanzan incluso la otra entrada de la estación Olivos, paralela a ésta. No es todo. La memoria social se ensancha más y más, en realidad, se alarga por toda la calle porque, en casi cada columna del ya inútil tramo elevado, hay mensajes pintados con grafiti. Es una ruta del deshonor: “Slim asesino. Ebrard asesino. ¿Valió la pena la mochada, Ebrard?” En una de las columnas: “AMLO, tu indiferencia mata”; justo detrás del mensaje está la entrada del Panteón San Lorenzo Tezonco. Con el logotipo de la letra eme del Metro está escrita una palabra que se repite: Muerte.

Gritos de claxon

—Ya van a poner el Metrobús —me anuncia Gladis el viernes 14 de mayo. Por la ventana del camión RTP, su amiga Judith, ella y yo vemos la nueva línea amarilla que marca el futuro carril exclusivo. Desde que cerró la Línea 12 hace “una hora, una hora y cuarto” desde su trabajo, en una recaudería de Tláhuac, hasta su casa en Culhuacán, en una de las laderas del Cerro de la Estrella; antes, cuando podía usar el Metro, le tomaba media hora. —Y me cuesta el doble, pero tenemos clientes que hacen como tres horas —continúa Gladis y asiente Judith.

Las dos coinciden: lo del Metrobús es buena noticia pero –siempre hay un pero– “tienen que quitar a los taxistas –véalos, estacionados– y a los peseros, que manejan como si estuvieran en una autopista”, arriesgando a los usuarios, a los peatones y a ellos mismos. Enfrente de nosotras, un pesero se le empareja a otro y enseguida lo rebasa para ganar el pasaje; Gladis me mira con cara de “tenga usted su evidencia”. Esa rivalidad es una de las expresiones más feroces de la competencia por la movilidad en la Ciudad de México. Los choferes se insultan a gritos y avientan las moles de sus microbuses, retándose.

Los conductores de los camiones RTP no se ganan la vida así. Omar no está alterado, no echa acelerones ni se les cierra a sus compañeros. Maneja con la parsimonia y los buenos modales de mi madre. Se protege del covid con una cortina de plástico que lo rodea y a su asiento; es una cabina improvisada que he visto en varios RTP, jamás en los peseros y sería imposible colgarlas adentro de las combis. Omar es “empleado del gobierno”, trabaja “desde las dos de la tarde hasta las nueve de la noche” y gana un sueldo fijo. Por su situación laboral, no tiene que abalanzarse en las paradas para cazar cardúmenes de pasajeros y mucho menos se desgasta haciendo las cuentas de la gasolina. Si nadie sube y nadie baja, no importa, él recibirá el mismo salario. De ahí que no le afecte andar por Tláhuac: “Estamos acostumbrados a ir adonde nos manden”. Uno puede caminar al borde de la banqueta y hacerles la parada y no se detendrán; solamente lo hacen frente a las estaciones cerradas para simular sobre el pavimento el recorrido que ya no puede hacerse en el Metro elevado. Pegada en la esquina del parabrisas, lleva la calcomanía de su nueva ruta y el precio: Línea 12, Tláhuac-Mixcoac, cinco pesos.

No a todos les gusta que los RTP cuesten lo mismo que el Metro:
—Debería ser gratuito —opina un hombre que conduce el autobús de una empresa privada; no me dice su nombre.
—Son menos pasajeros, como 20% o 30%, por el RTP, y el presidente dijo que no iba a subir la gasolina —calcula Jorge, quien maneja un autobús de la Ruta 2 desde hace 14 años. Él trabaja todos los días, menos el miércoles, de cuatro de la mañana a siete de la noche.
—Lo que pasa es que en esta ruta toda la gente busca alternativas, le buscan por allá, por Canal de Chalco, por la ruta 50 que va a Taxqueña y algunos se vienen para acá. El pasaje ha bajado como 75%, 80%. Es más gasto de gasolina. Son más vueltas pero no hay gente —dice un hombre que vive en Tezonco; no maneja un autobús ni un trolebús ni un taxi ni un mototaxi (de todo eso hay en esta avenida), sino una combi de la Ruta 35.

La queja por los RTP incluso está escrita a mano en el memorial de la estación Olivos: “El camión cuesta dos pesitos y tú lo estás cobrando de a cinco pesos. Mejor ponlo gratis de Mixquic y Milpa Alta a Taxqueña y Atlalico [...].”

—Es muy pesado, el Metro sí era muy rápido —considera el hombre que vive en La Nopalera—. Y luego van llenos, van colgados como bomberos a la hora del trabajo. No se dan abasto.

Tiene razón, el 14 y el 28 de mayo, entre las siete y las nueve de la noche, todos los peseros estaban atascados de gente. Las ventanas parecen anchas y grandes, pero no se abren por completo, pues así fueron diseñadas; sólo se puede deslizar la parte superior y a la mitad; algunos pasajeros traen cubrebocas, otros no, pero, hacinados, no aplica la sana distancia.

Un Metro que no era de oro sino de oropel

La Línea 12 del Metro era más veloz, segura y eficiente, también era un proyecto más justo que el Segundo Piso de Periférico: 38.9% de los hogares en Tláhuac tienen un automóvil o una camioneta, 10% tienen moto, 36% usan la bicicleta para transportarse; y la población local se duplicó entre 1990 y 2020, según el Inegi. Conectar la ciudad de oriente a poniente era un sueño dorado. En el video de su inauguración, hace menos de diez años, una voz en off –que logra hablar en un tono solemne y a la vez entusiasta–, presume que la capacidad máxima de cada tren es de 1,680 pasajeros; en cambio, a un RTP le pueden caber de cien a 160 personas. Los números son sencillos: por cada tren perdido hay que agregar entre diez y 17 camiones. La Semovi cuenta, hoy, un total de quinientos.

En la práctica, o sobre el camino, eso significa que uno puede pararse en un semáforo y, en un tramo de pocos metros, contar a simple vista siete autobuses distintos.... y oírlos. El estruendo de todos los motores, las detonaciones prolongadas de los escapes, se oye como si estallaran cuetes dentro de esos tubos metálicos, y se suma otra capa de ruidos: el chillido de los frenos, los pitazos desesperados, los chiflidos de los silbatos de cada policía. No tengo una sola grabación en la que no se interrumpan las voces de Tláhuac con semejante escándalo; tenemos que hablar más fuerte o repetir lo que apenas dijimos para entendernos.

Oírlos, sí... y olerlos. Por las noches, en el haz de luz blanca de las farolas, sobrevuela el humo denso y sus volutas tóxicas. En serio, huele a smog. Huele a combustible quemado. El único alivio es el aroma tostado de las gorditas de nata recién salidas del comal o el efluvio carnívoro de los Tacos Primo. Para enmascarar el tufo de los vehículos, le recomiendo: abandonar la calle y caminar por las banquetas: su orilla está flanqueada por una fila ininterrumpida de puestos ambulantes. Funcionan perfectamente como un rompeolas del hedor; incluso aíslan el ruido de los motores y nos rodean de música; bajo su resguardo y felizmente, la avenida Tláhuac desaparece: para volver a verla, hay que asomarse entre las tienditas de lámina o regresar al pavimento.

Pero ¿quiere hacerlo? La avenida Tláhuac es un mundo gris. El negruzco asfalto, el gris intermedio en el hormigón de los ladrillos y el más profundo del yeso en las fachadas sin pintura, el cielo sobrecargado de lluvia también es gris y cuesta encontrar un árbol a la redonda. Las palmeras en los camellones, los árboles frondosos y los arbustos tupidos, la vegetación citadina es un lujo; aquí los jardines, si los hay, están cubiertos de pasto marchito y tierra pisoteada.

Parecen una prótesis metálica. Vistas desde abajo, las pesadas vías del Metro son un enorme estorbo visual que parte al cielo de tajo. Su escala monumental distorsiona la perspectiva, le juega una mala pasada a las construcciones de alrededor: parecen todavía más chicos los edificios chaparros que se elevan apenas tres o cuatro pisos. La intromisión de los materiales colosales del Metro no termina de integrarse, como si los pobres urbanos no tuvieran el derecho estético a la armonía de su entorno.

Cae la noche y las banquetas están completamente iluminadas; no es gracias al alumbrado público, a las lucecitas tenues de sus farolas; se debe, otra vez, a los vendedores ambulantes, sus focos –cientos de ellos– brillan con un fulgor que derrota la oscuridad de boca de lobo de la avenida. Donde no hay puestos, la noche recupera su intransigencia. Fuera de este túnel de luz, allá abajo, en el borde de la banqueta, en plena calle, los peatones acechan: esperan para cruzar. Van midiendo con la mirada el avance y la velocidad de los microbuses, camiones, peseros, autos, motos; inclinan el torso y la cabeza hacia adelante, preparando el cuerpo para aprovechar su turno y atravesar la avenida de un extremo a otro. No se conocen, pero forman grupos espontáneos, quizá intuyen que es más fácil atropellar a un solo valiente que a un puñado de diez o cinco; apuestan por la ventaja de los números, dudosos de que las máquinas tengan la paciencia para frenar y dejarlos seguir su camino.

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El tiempo perdido en avenida Tláhuac

El tiempo perdido en avenida Tláhuac

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El cierre de la Línea 12 del Metro ha traído cientos de camiones, trolebuses, peseros y, ahora, se suma el Metrobús. La avenida Tláhuac no es sólo una vialidad congestionada, también es la zona cero, un sitio para recordar a los muertos y un foro de denuncias.

Por fin es viernes, el último del mes de mayo y, por lo tanto, quincena. Ya urge llegar a casa. Después de una semana pesada, tan larga, uno quiere descansar o recuperarse un poco, porque las mujeres, encima, atienden al marido y a los niños, y hay quienes trabajan sábados y domingos en los locales de esta calle o en los mercados de la zona; la inmensa mayoría de quienes viven aquí son empleados y no patrones. Urge llegar, sí, pero en avenida Tláhuac, a las 8:27 de la noche, ningún vehículo avanza. Tampoco es una sorpresa. Esta vía del suroriente de la capital se extiende por 18 kilómetros entre Tláhuac y su vecina, Iztapalapa, y cruza con la calzada de Taxqueña, Anillo Periférico y la carretera a Chalco, entre otras. El tráfico fatiga a la gente casi tanto como las nueve, diez, doce horas de la jornada.

Es el tipo de tráfico que desquicia. El semáforo puede cambiar de rojo a verde y a rojo otra vez, mientras uno permanece, con exactitud milimétrica, en el mismo punto. Un hombre desgasta el acelerador, lo pisa continuamente para que el motor ruja pero el automóvil, con el freno de mano puesto, se mantiene quieto. La desesperación se expresa en pitidos. Empieza alguno, quien sea, al que le tocó ser el primero en perder la paciencia. Larga un claxonazo continuo y solitario que los demás toleran en silencio. Luego hay una extraña pausa. Quizá esperamos que mágicamente surta efecto y despeje la avenida como le sucedió a Moisés cuando, de un solo bastonazo, abrió las aguas del Mar Rojo. Para infortunio de Tláhuac, no acontece el milagro. Sobreviene, entonces, un nutrido coro de pitidos que se prolonga hasta que un sedán interpreta la esperada melodía del “Chinga tu madre”, versión claxon. Este es el tipo de tráfico que parece un juego de Tetris justo antes de que uno pierda y la pantalla le avise que ya estuvo, game over.

Más de setenta calles perpendiculares dan a esta avenida entre Periférico Oriente y la estación Zapotitlán. Algunas tienen doble sentido. Vienen vehículos desde la izquierda, salen además de la derecha, continúan las filas hacia el oriente, otras hacia el poniente y nos enredamos todos. Un conductor echa lámina, arriesgándose al choque; otro lo ve e iguala la apuesta; la conducta es contagiosa y, de pronto, ya no hay norte ni sur y los cofres apuntan en todas direcciones. Merecemos un aplauso: acabamos de crear un bonito nudo gordiano y no hay policía de tránsito a la vista.

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Al caos se acerca un hombre. Hace unos minutos trabajaba limpiando parabrisas y ahora desempeña de imprevisto la tarea de desatorarnos: con la mano que sostiene su botella de plástico, llena de agua jabonosa, nos marca el alto; con la otra aletea una franela sucia, indicando que avancemos. No estoy segura de que funcione. Hay quienes no reconocen su autoridad espontánea y se avientan a volantazos; otro se envalentona: quiere averiguar si cabrá, con calzador, en el único hueco disponible; y un motociclista decide usar la banqueta como carril adicional. Somos tantos que ya nadie obedece las reglas. ¡Ni dios, ni patria, ni rey!, sería nuestro grito de guerra si pudiéramos ponernos de acuerdo en algo. Combis, peseros, trolebuses, camiones RTP, taxis, motos, automóviles particulares, ninguno respeta el carril supuestamente exclusivo del Metrobús.

—¿Quién lo va a respetar? —me contesta el chofer de un pesero al tiempo que levanta un brazo para que el carril confinado vaya y chingue a su madre. —Está de locos. De por sí la carretera quedó reducida con lo del Metro y, ahora, un carril menos para el Metrobús. Vea cómo está ahorita —termina de explicar José Salinas, quien se ha encargado de esta ruta “como por 25 años”.

—Hay más tráfico. Estaba bien sin el Metrobús —dice Luis, quien conduce el camión que está justo adelante; él trabaja para una empresa privada. Considera, a la altura de la calle Juan Patricio Morlete, que el trayecto entero por la avenida le tomará dos horas.

Los vehículos pasan frente a los daños causados por el colapso del metro. Henry Romero / Reuters.

Éste es un servicio exprés, se lee en los autobuses rojos del Metrobús. Las rondas, entre las estaciones de Atlalilco y Tláhuac, empiezan a las cinco de la madrugada y terminan a la medianoche; únicamente se detienen ahí y en las estaciones Tezonco y la Nopalera porque en estos sitios detectaron a “la gran mayoría” de los usuarios. El secretario de Movilidad (Semovi), Andrés Lajous, añade que empezaron con 20 unidades el 26 de mayo, hubo 27 el día siguiente y, ajustando la demanda, según “tiempos, horarios y afluencia”, habrá un “incremento paulatino” hasta que sumen sesenta en total. Por ahora, están en “pruebas operativas” y, por eso, tres policías están parados en una esquina sin multar a nadie; dan gusto: son pura charla y sonrisas.

—La situación del tráfico es porque estaban levantando, en la parte de ahí adelante, la ballena, que se había caído —dice uno de los policías sobre una trabe de concreto del tramo que se desplomó el lunes 3 de mayo, pero que aún se sostenía del resto de la estructura elevada hasta que, colmo de colmos, el 28 de mayo volvió a ocurrir un accidente, provocando que tres trabajadores que intentaban desmantelar esa pieza tuvieran “lesiones menores y reciben atención médica”. —Entonces, ahorita, al parecer ya liberaron y está fluyendo otra vez. El remanente nos llega aquí a la entrada del Metro Tezonco. Pero ya se descongestionó.
—¿Por qué todos invaden el carril del Metrobús? —pregunto mientras lo veo enfrente de nosotros y saturado.
—Ah, no, esto nada más son pruebas. Todavía no está estipulado como tal el carril confinado.
—Y por eso no están multando —continúo.
—Ajá, exactamente.
—¿Y cuándo empieza?
—Ahora sí que hasta que no dé la orden la jefa de gobierno, si va a ser Metrobús o se va a reparar la parte del Metro.

La calcomanía de un pesero afirma que “se reserva el derecho de admisión”, pero va lleno. Así están los demás, también muchas unidades del Metrobús e incluso los camiones de la Red de Transporte de Pasajeros (RTP) que consigo ver: todos los asientos ocupados. En los microbuses hay personas que viajan de pie sobre el pasillo y niños sentados en las piernas de sus madres. El 25 y el 26 de mayo, la Semovi informó que la ocupación promedio ha bajado a menos del 70% y del 60%, respectivamente, en el horario pico vespertino entre las seis y las ocho de los días anteriores. Es viernes 28 y son las 9:30 de la noche, una hora que está fuera del intervalo de la Semovi –quizá la mide, pero no la reporta en sus conferencias–. Además, el promedio es un valor central de un conjunto de números; eso quiere decir que puede haber observaciones más bajas o altas, incluso extremas, contenidas, sumadas y divididas en la fórmula, que no se verán en el resultado final como las puedo constatar yo, ahora mismo, dentro de una serie interminable de camiones atiborrados. No digo que el promedio sea despreciable, sino que no exhibe los valores más altos.

—No, pues, ¿qué te puedo decir? La mera verdad, no funciona así —dice Eric, chofer de otro pesero, cuando le pregunto por la ruta que incluye las unidades del Metrobús. Sus pasajeros se ríen de la situación; este camión también va lleno.

La avenida Tláhuac no es pareja; a ratos se ensancha a tres carriles y luego se estrecha a uno solo; por eso, el carril confinado jamás podrá ser continuo, tendrá que interrumpirse por donde los vehículos apenas pueden pasar uno por uno –ahí, la doble línea amarilla, que delimita su zona, desaparece–. Conviene hacer bien los planes. El carril de baja sirve de estacionamiento; los automóviles están todavía ahí, a lo largo de la avenida. ¿Tláhuac será como Insurgentes? Aquí hay estaciones que en nada se asemejan, por ejemplo, a la de Ciudad Universitaria; sobre el camellón, se levantó una estructura mínima de metal para que las personas puedan subir al Metrobús. Las negras son mixtas y las rosas, para niñas. Otra vez: ¿avenida Tláhuac puede ser como Insurgentes? Está por verse. A cada tanto hay retornos y calles que cruzan, su uso tendría que sancionarse con multas, y el gobierno tendría que sacar a sus propias unidades y prohibir la circulación de combis y peseros. Por el momento, aquí estamos, exhalando hidrocarburos, juntos como un ganado pesaroso; los motociclistas nos rebasan, raudas avispas; y las patrullas pastan.

Es el tipo de tráfico que finalmente derrota a los pasajeros cuando deciden abandonar los camiones y –mejor, antes de que se haga más de noche– siguen a pie por las banquetas. Entre los que quedan varados, hay algunos que sacan la cabeza completa por la ventana, comparando el tráfico estancado de la avenida y el flujo continuo de los peatones.

“Ceda el paso en vuelta a la izquierda”, instruye una señal de tránsito.
“JUSTICIA”, responde, debajo, un grafiti.

La gente mira el sitio donde ocurrió el colapso del metro. Henry Romero / Reuters.
La gente mira el sitio donde ocurrió el colapso del metro. Henry Romero / Reuters.

“En la periferia salir de tu casa puede costarte la vida”

Un policía metropolitano resguarda, no, eso es decir demasiado poco, por supuesto que vigila una parte del perímetro donde colapsó un tramo de la Línea 12 del Metro, mira su entorno, hacia las banquetas y la calle en ambos sentidos, pero se le ve relajado, hasta aburrido. Me acerco porque no está alerta y le pregunto a bocajarro cómo siente el ánimo de las personas:

—La gente está inconforme, dolida —el lunes 3 de mayo fue una tragedia: 26 muertos y 97 hospitalizados.

Hay algo atípico en el trabajo del reportero que, en estos días, se para en avenida Tláhuac. Ni siquiera tiene que formular las preguntas, ni presionar –sólo cinco minutos, por favorcito– al entrevistado. Uno tampoco siente que le roba tiempo a los demás: La gente quiere hablar de la Línea 12, lo hacen entre sí y el periodista sale sobrando o al fin muta en la proverbial mosca sobre la pared. Yo, por ejemplo, aterricé en la puerta de una camioneta destartalada para escuchar el diálogo dominguero del 16 de mayo entre dos hombres jóvenes:

—Si checas, se ve cómo agarra la curva hacia abajo —dijo uno, apuntando hacia un tramo que dejó de ser recto y está ligeramente ondulado—. El pedo fue ése: dicen que por la soldadura se venció.

El tema apareció antes, en la conversación de dos hombres que viajaban en un camión RTP, la numerosa flotilla que simula reemplazar el servicio de la Línea 12.

—La otra parte, la de Periférico Oriente, está mejor construida —opina uno, se lo dice a otro, más joven y vestido de uniforme, durante el trayecto que hacen juntos el viernes 14 de mayo por la noche.

—Las personas platican de lo mismo, de que se cayó el Metro —me confirma, dos días después, Manuel Pérez Peña, chofer de otro camión RTP.

La información oficial sobre las causas de la tragedia es aún escasa porque las autoridades quieren esperar la conclusión de los peritajes –uno se resolverá en septiembre y el otro, en marzo–, y las personas que caminan por la avenida se rompen la cabeza en un juego de adivinanzas mortal; especulan cuál tramo es más resistente y cuál pensaron, desde siempre, que caería:

—Yo recuerdo que cuando empezaron a hacer esta línea, dijeron que había muchas cosas que estaban mal: los trenes, la ruta, las curvas —me dice una serigrafista de cabello anaranjado antes de tomar el pesero hacia Chalco.

—Hay una curvita más adelante, se llama Zapotitlán, esa curva está muy fea. Yo pensé que ahí iba a haber un accidente, tanto ahí como en la curva que está pasando Periférico. Inclusive cuando va el Metro ahí hasta chilla —cuenta un hombre que vive en La Nopalera mientras hablamos frente al gran pedazo de concreto derrumbado a la mitad de la avenida.

La zona cero es un centro de gravedad donde, por fuerza, los peatones interrumpen sus pasos; solos, en pareja, en grupitos se detienen a observar el tramo vencido y aún colgante, las guirnaldas oscuras de los cables eléctricos, la pieza de concreto desplomada y el hueco que dejó en el aire; todavía se puede ver, debajo de los pesados escombros, la carrocería estrujada del automóvil guinda de José Juan Galindo Soto, un albañil de 34 años que el lunes 3 de mayo, alrededor de las 10:30 de la noche, estaba a tiro de piedra de su casa en Los Olivos, pero no llegó porque dos vagones y la estructura del Metro se le vinieron encima. En ese punto los automovilistas conducen muy despacio, giran la cabeza, se arriesgan a desnucarse para ver los restos, hasta que la tarea de manejar los saca del trance y los obliga a apartar la vista.

La verdadera zona cero es más amplia que el perímetro resguardado por la policía; se extiende hasta la entrada de la estación Olivos, donde se improvisó un sitio para recordar a los muertos con decenas de ramos –son claveles y rosas blancas– y coronas fúnebres. Los peatones que llegan ahí se detienen otra vez, una mujer sacude la cabeza con pesar, algunos bajan la mirada, todos se sumen en un silencio respetuoso; sus gestos y su postura misma adquieren una gravedad inusual, similar a la seriedad profunda con la que los devotos se paran frente a la cruz. Pero ésta no es la casa de Dios, es el sitio de una tragedia colectiva. Los nombres de los 26 muertos, impresos en hojas, están pegados sobre los ventanales; algunos, escritos con plumón negro sobre las cruces blancas que descansan, entre coronas fúnebres, en las puertas de la estación. Hay un ataúd en medio de las flores, pintado de blanco y hecho de cartón; es chico y podría caber un niño pequeño. Creyendo que leeré la despedida de la madre y la abuela de Brandon Giovanni, muerto a sus 12 años, me acerco, pero sobre la tapa del ataúd está escrito otro reclamo: “Mi papá viaja en Metro”.

Homenaje a las víctimas del colapso del metro. Henry Romero / Reuters.

Continúan los reproches sobre los muros de la estación –“Estamos de luto por un gobierno bruto”, “si no hay justicia para el pueblo, que no haya paz para el gobierno”–, cruzan a la mitad de la avenida e impregnan las paredes del biciestacionamiento, alcanzan incluso la otra entrada de la estación Olivos, paralela a ésta. No es todo. La memoria social se ensancha más y más, en realidad, se alarga por toda la calle porque, en casi cada columna del ya inútil tramo elevado, hay mensajes pintados con grafiti. Es una ruta del deshonor: “Slim asesino. Ebrard asesino. ¿Valió la pena la mochada, Ebrard?” En una de las columnas: “AMLO, tu indiferencia mata”; justo detrás del mensaje está la entrada del Panteón San Lorenzo Tezonco. Con el logotipo de la letra eme del Metro está escrita una palabra que se repite: Muerte.

Gritos de claxon

—Ya van a poner el Metrobús —me anuncia Gladis el viernes 14 de mayo. Por la ventana del camión RTP, su amiga Judith, ella y yo vemos la nueva línea amarilla que marca el futuro carril exclusivo. Desde que cerró la Línea 12 hace “una hora, una hora y cuarto” desde su trabajo, en una recaudería de Tláhuac, hasta su casa en Culhuacán, en una de las laderas del Cerro de la Estrella; antes, cuando podía usar el Metro, le tomaba media hora. —Y me cuesta el doble, pero tenemos clientes que hacen como tres horas —continúa Gladis y asiente Judith.

Las dos coinciden: lo del Metrobús es buena noticia pero –siempre hay un pero– “tienen que quitar a los taxistas –véalos, estacionados– y a los peseros, que manejan como si estuvieran en una autopista”, arriesgando a los usuarios, a los peatones y a ellos mismos. Enfrente de nosotras, un pesero se le empareja a otro y enseguida lo rebasa para ganar el pasaje; Gladis me mira con cara de “tenga usted su evidencia”. Esa rivalidad es una de las expresiones más feroces de la competencia por la movilidad en la Ciudad de México. Los choferes se insultan a gritos y avientan las moles de sus microbuses, retándose.

Los conductores de los camiones RTP no se ganan la vida así. Omar no está alterado, no echa acelerones ni se les cierra a sus compañeros. Maneja con la parsimonia y los buenos modales de mi madre. Se protege del covid con una cortina de plástico que lo rodea y a su asiento; es una cabina improvisada que he visto en varios RTP, jamás en los peseros y sería imposible colgarlas adentro de las combis. Omar es “empleado del gobierno”, trabaja “desde las dos de la tarde hasta las nueve de la noche” y gana un sueldo fijo. Por su situación laboral, no tiene que abalanzarse en las paradas para cazar cardúmenes de pasajeros y mucho menos se desgasta haciendo las cuentas de la gasolina. Si nadie sube y nadie baja, no importa, él recibirá el mismo salario. De ahí que no le afecte andar por Tláhuac: “Estamos acostumbrados a ir adonde nos manden”. Uno puede caminar al borde de la banqueta y hacerles la parada y no se detendrán; solamente lo hacen frente a las estaciones cerradas para simular sobre el pavimento el recorrido que ya no puede hacerse en el Metro elevado. Pegada en la esquina del parabrisas, lleva la calcomanía de su nueva ruta y el precio: Línea 12, Tláhuac-Mixcoac, cinco pesos.

No a todos les gusta que los RTP cuesten lo mismo que el Metro:
—Debería ser gratuito —opina un hombre que conduce el autobús de una empresa privada; no me dice su nombre.
—Son menos pasajeros, como 20% o 30%, por el RTP, y el presidente dijo que no iba a subir la gasolina —calcula Jorge, quien maneja un autobús de la Ruta 2 desde hace 14 años. Él trabaja todos los días, menos el miércoles, de cuatro de la mañana a siete de la noche.
—Lo que pasa es que en esta ruta toda la gente busca alternativas, le buscan por allá, por Canal de Chalco, por la ruta 50 que va a Taxqueña y algunos se vienen para acá. El pasaje ha bajado como 75%, 80%. Es más gasto de gasolina. Son más vueltas pero no hay gente —dice un hombre que vive en Tezonco; no maneja un autobús ni un trolebús ni un taxi ni un mototaxi (de todo eso hay en esta avenida), sino una combi de la Ruta 35.

La queja por los RTP incluso está escrita a mano en el memorial de la estación Olivos: “El camión cuesta dos pesitos y tú lo estás cobrando de a cinco pesos. Mejor ponlo gratis de Mixquic y Milpa Alta a Taxqueña y Atlalico [...].”

—Es muy pesado, el Metro sí era muy rápido —considera el hombre que vive en La Nopalera—. Y luego van llenos, van colgados como bomberos a la hora del trabajo. No se dan abasto.

Tiene razón, el 14 y el 28 de mayo, entre las siete y las nueve de la noche, todos los peseros estaban atascados de gente. Las ventanas parecen anchas y grandes, pero no se abren por completo, pues así fueron diseñadas; sólo se puede deslizar la parte superior y a la mitad; algunos pasajeros traen cubrebocas, otros no, pero, hacinados, no aplica la sana distancia.

Un Metro que no era de oro sino de oropel

La Línea 12 del Metro era más veloz, segura y eficiente, también era un proyecto más justo que el Segundo Piso de Periférico: 38.9% de los hogares en Tláhuac tienen un automóvil o una camioneta, 10% tienen moto, 36% usan la bicicleta para transportarse; y la población local se duplicó entre 1990 y 2020, según el Inegi. Conectar la ciudad de oriente a poniente era un sueño dorado. En el video de su inauguración, hace menos de diez años, una voz en off –que logra hablar en un tono solemne y a la vez entusiasta–, presume que la capacidad máxima de cada tren es de 1,680 pasajeros; en cambio, a un RTP le pueden caber de cien a 160 personas. Los números son sencillos: por cada tren perdido hay que agregar entre diez y 17 camiones. La Semovi cuenta, hoy, un total de quinientos.

En la práctica, o sobre el camino, eso significa que uno puede pararse en un semáforo y, en un tramo de pocos metros, contar a simple vista siete autobuses distintos.... y oírlos. El estruendo de todos los motores, las detonaciones prolongadas de los escapes, se oye como si estallaran cuetes dentro de esos tubos metálicos, y se suma otra capa de ruidos: el chillido de los frenos, los pitazos desesperados, los chiflidos de los silbatos de cada policía. No tengo una sola grabación en la que no se interrumpan las voces de Tláhuac con semejante escándalo; tenemos que hablar más fuerte o repetir lo que apenas dijimos para entendernos.

Oírlos, sí... y olerlos. Por las noches, en el haz de luz blanca de las farolas, sobrevuela el humo denso y sus volutas tóxicas. En serio, huele a smog. Huele a combustible quemado. El único alivio es el aroma tostado de las gorditas de nata recién salidas del comal o el efluvio carnívoro de los Tacos Primo. Para enmascarar el tufo de los vehículos, le recomiendo: abandonar la calle y caminar por las banquetas: su orilla está flanqueada por una fila ininterrumpida de puestos ambulantes. Funcionan perfectamente como un rompeolas del hedor; incluso aíslan el ruido de los motores y nos rodean de música; bajo su resguardo y felizmente, la avenida Tláhuac desaparece: para volver a verla, hay que asomarse entre las tienditas de lámina o regresar al pavimento.

Pero ¿quiere hacerlo? La avenida Tláhuac es un mundo gris. El negruzco asfalto, el gris intermedio en el hormigón de los ladrillos y el más profundo del yeso en las fachadas sin pintura, el cielo sobrecargado de lluvia también es gris y cuesta encontrar un árbol a la redonda. Las palmeras en los camellones, los árboles frondosos y los arbustos tupidos, la vegetación citadina es un lujo; aquí los jardines, si los hay, están cubiertos de pasto marchito y tierra pisoteada.

Parecen una prótesis metálica. Vistas desde abajo, las pesadas vías del Metro son un enorme estorbo visual que parte al cielo de tajo. Su escala monumental distorsiona la perspectiva, le juega una mala pasada a las construcciones de alrededor: parecen todavía más chicos los edificios chaparros que se elevan apenas tres o cuatro pisos. La intromisión de los materiales colosales del Metro no termina de integrarse, como si los pobres urbanos no tuvieran el derecho estético a la armonía de su entorno.

Cae la noche y las banquetas están completamente iluminadas; no es gracias al alumbrado público, a las lucecitas tenues de sus farolas; se debe, otra vez, a los vendedores ambulantes, sus focos –cientos de ellos– brillan con un fulgor que derrota la oscuridad de boca de lobo de la avenida. Donde no hay puestos, la noche recupera su intransigencia. Fuera de este túnel de luz, allá abajo, en el borde de la banqueta, en plena calle, los peatones acechan: esperan para cruzar. Van midiendo con la mirada el avance y la velocidad de los microbuses, camiones, peseros, autos, motos; inclinan el torso y la cabeza hacia adelante, preparando el cuerpo para aprovechar su turno y atravesar la avenida de un extremo a otro. No se conocen, pero forman grupos espontáneos, quizá intuyen que es más fácil atropellar a un solo valiente que a un puñado de diez o cinco; apuestan por la ventaja de los números, dudosos de que las máquinas tengan la paciencia para frenar y dejarlos seguir su camino.

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El cierre de la Línea 12 del Metro ha traído cientos de camiones, trolebuses, peseros y, ahora, se suma el Metrobús. La avenida Tláhuac no es sólo una vialidad congestionada, también es la zona cero, un sitio para recordar a los muertos y un foro de denuncias.

Por fin es viernes, el último del mes de mayo y, por lo tanto, quincena. Ya urge llegar a casa. Después de una semana pesada, tan larga, uno quiere descansar o recuperarse un poco, porque las mujeres, encima, atienden al marido y a los niños, y hay quienes trabajan sábados y domingos en los locales de esta calle o en los mercados de la zona; la inmensa mayoría de quienes viven aquí son empleados y no patrones. Urge llegar, sí, pero en avenida Tláhuac, a las 8:27 de la noche, ningún vehículo avanza. Tampoco es una sorpresa. Esta vía del suroriente de la capital se extiende por 18 kilómetros entre Tláhuac y su vecina, Iztapalapa, y cruza con la calzada de Taxqueña, Anillo Periférico y la carretera a Chalco, entre otras. El tráfico fatiga a la gente casi tanto como las nueve, diez, doce horas de la jornada.

Es el tipo de tráfico que desquicia. El semáforo puede cambiar de rojo a verde y a rojo otra vez, mientras uno permanece, con exactitud milimétrica, en el mismo punto. Un hombre desgasta el acelerador, lo pisa continuamente para que el motor ruja pero el automóvil, con el freno de mano puesto, se mantiene quieto. La desesperación se expresa en pitidos. Empieza alguno, quien sea, al que le tocó ser el primero en perder la paciencia. Larga un claxonazo continuo y solitario que los demás toleran en silencio. Luego hay una extraña pausa. Quizá esperamos que mágicamente surta efecto y despeje la avenida como le sucedió a Moisés cuando, de un solo bastonazo, abrió las aguas del Mar Rojo. Para infortunio de Tláhuac, no acontece el milagro. Sobreviene, entonces, un nutrido coro de pitidos que se prolonga hasta que un sedán interpreta la esperada melodía del “Chinga tu madre”, versión claxon. Este es el tipo de tráfico que parece un juego de Tetris justo antes de que uno pierda y la pantalla le avise que ya estuvo, game over.

Más de setenta calles perpendiculares dan a esta avenida entre Periférico Oriente y la estación Zapotitlán. Algunas tienen doble sentido. Vienen vehículos desde la izquierda, salen además de la derecha, continúan las filas hacia el oriente, otras hacia el poniente y nos enredamos todos. Un conductor echa lámina, arriesgándose al choque; otro lo ve e iguala la apuesta; la conducta es contagiosa y, de pronto, ya no hay norte ni sur y los cofres apuntan en todas direcciones. Merecemos un aplauso: acabamos de crear un bonito nudo gordiano y no hay policía de tránsito a la vista.

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Al caos se acerca un hombre. Hace unos minutos trabajaba limpiando parabrisas y ahora desempeña de imprevisto la tarea de desatorarnos: con la mano que sostiene su botella de plástico, llena de agua jabonosa, nos marca el alto; con la otra aletea una franela sucia, indicando que avancemos. No estoy segura de que funcione. Hay quienes no reconocen su autoridad espontánea y se avientan a volantazos; otro se envalentona: quiere averiguar si cabrá, con calzador, en el único hueco disponible; y un motociclista decide usar la banqueta como carril adicional. Somos tantos que ya nadie obedece las reglas. ¡Ni dios, ni patria, ni rey!, sería nuestro grito de guerra si pudiéramos ponernos de acuerdo en algo. Combis, peseros, trolebuses, camiones RTP, taxis, motos, automóviles particulares, ninguno respeta el carril supuestamente exclusivo del Metrobús.

—¿Quién lo va a respetar? —me contesta el chofer de un pesero al tiempo que levanta un brazo para que el carril confinado vaya y chingue a su madre. —Está de locos. De por sí la carretera quedó reducida con lo del Metro y, ahora, un carril menos para el Metrobús. Vea cómo está ahorita —termina de explicar José Salinas, quien se ha encargado de esta ruta “como por 25 años”.

—Hay más tráfico. Estaba bien sin el Metrobús —dice Luis, quien conduce el camión que está justo adelante; él trabaja para una empresa privada. Considera, a la altura de la calle Juan Patricio Morlete, que el trayecto entero por la avenida le tomará dos horas.

Los vehículos pasan frente a los daños causados por el colapso del metro. Henry Romero / Reuters.

Éste es un servicio exprés, se lee en los autobuses rojos del Metrobús. Las rondas, entre las estaciones de Atlalilco y Tláhuac, empiezan a las cinco de la madrugada y terminan a la medianoche; únicamente se detienen ahí y en las estaciones Tezonco y la Nopalera porque en estos sitios detectaron a “la gran mayoría” de los usuarios. El secretario de Movilidad (Semovi), Andrés Lajous, añade que empezaron con 20 unidades el 26 de mayo, hubo 27 el día siguiente y, ajustando la demanda, según “tiempos, horarios y afluencia”, habrá un “incremento paulatino” hasta que sumen sesenta en total. Por ahora, están en “pruebas operativas” y, por eso, tres policías están parados en una esquina sin multar a nadie; dan gusto: son pura charla y sonrisas.

—La situación del tráfico es porque estaban levantando, en la parte de ahí adelante, la ballena, que se había caído —dice uno de los policías sobre una trabe de concreto del tramo que se desplomó el lunes 3 de mayo, pero que aún se sostenía del resto de la estructura elevada hasta que, colmo de colmos, el 28 de mayo volvió a ocurrir un accidente, provocando que tres trabajadores que intentaban desmantelar esa pieza tuvieran “lesiones menores y reciben atención médica”. —Entonces, ahorita, al parecer ya liberaron y está fluyendo otra vez. El remanente nos llega aquí a la entrada del Metro Tezonco. Pero ya se descongestionó.
—¿Por qué todos invaden el carril del Metrobús? —pregunto mientras lo veo enfrente de nosotros y saturado.
—Ah, no, esto nada más son pruebas. Todavía no está estipulado como tal el carril confinado.
—Y por eso no están multando —continúo.
—Ajá, exactamente.
—¿Y cuándo empieza?
—Ahora sí que hasta que no dé la orden la jefa de gobierno, si va a ser Metrobús o se va a reparar la parte del Metro.

La calcomanía de un pesero afirma que “se reserva el derecho de admisión”, pero va lleno. Así están los demás, también muchas unidades del Metrobús e incluso los camiones de la Red de Transporte de Pasajeros (RTP) que consigo ver: todos los asientos ocupados. En los microbuses hay personas que viajan de pie sobre el pasillo y niños sentados en las piernas de sus madres. El 25 y el 26 de mayo, la Semovi informó que la ocupación promedio ha bajado a menos del 70% y del 60%, respectivamente, en el horario pico vespertino entre las seis y las ocho de los días anteriores. Es viernes 28 y son las 9:30 de la noche, una hora que está fuera del intervalo de la Semovi –quizá la mide, pero no la reporta en sus conferencias–. Además, el promedio es un valor central de un conjunto de números; eso quiere decir que puede haber observaciones más bajas o altas, incluso extremas, contenidas, sumadas y divididas en la fórmula, que no se verán en el resultado final como las puedo constatar yo, ahora mismo, dentro de una serie interminable de camiones atiborrados. No digo que el promedio sea despreciable, sino que no exhibe los valores más altos.

—No, pues, ¿qué te puedo decir? La mera verdad, no funciona así —dice Eric, chofer de otro pesero, cuando le pregunto por la ruta que incluye las unidades del Metrobús. Sus pasajeros se ríen de la situación; este camión también va lleno.

La avenida Tláhuac no es pareja; a ratos se ensancha a tres carriles y luego se estrecha a uno solo; por eso, el carril confinado jamás podrá ser continuo, tendrá que interrumpirse por donde los vehículos apenas pueden pasar uno por uno –ahí, la doble línea amarilla, que delimita su zona, desaparece–. Conviene hacer bien los planes. El carril de baja sirve de estacionamiento; los automóviles están todavía ahí, a lo largo de la avenida. ¿Tláhuac será como Insurgentes? Aquí hay estaciones que en nada se asemejan, por ejemplo, a la de Ciudad Universitaria; sobre el camellón, se levantó una estructura mínima de metal para que las personas puedan subir al Metrobús. Las negras son mixtas y las rosas, para niñas. Otra vez: ¿avenida Tláhuac puede ser como Insurgentes? Está por verse. A cada tanto hay retornos y calles que cruzan, su uso tendría que sancionarse con multas, y el gobierno tendría que sacar a sus propias unidades y prohibir la circulación de combis y peseros. Por el momento, aquí estamos, exhalando hidrocarburos, juntos como un ganado pesaroso; los motociclistas nos rebasan, raudas avispas; y las patrullas pastan.

Es el tipo de tráfico que finalmente derrota a los pasajeros cuando deciden abandonar los camiones y –mejor, antes de que se haga más de noche– siguen a pie por las banquetas. Entre los que quedan varados, hay algunos que sacan la cabeza completa por la ventana, comparando el tráfico estancado de la avenida y el flujo continuo de los peatones.

“Ceda el paso en vuelta a la izquierda”, instruye una señal de tránsito.
“JUSTICIA”, responde, debajo, un grafiti.

La gente mira el sitio donde ocurrió el colapso del metro. Henry Romero / Reuters.
La gente mira el sitio donde ocurrió el colapso del metro. Henry Romero / Reuters.

“En la periferia salir de tu casa puede costarte la vida”

Un policía metropolitano resguarda, no, eso es decir demasiado poco, por supuesto que vigila una parte del perímetro donde colapsó un tramo de la Línea 12 del Metro, mira su entorno, hacia las banquetas y la calle en ambos sentidos, pero se le ve relajado, hasta aburrido. Me acerco porque no está alerta y le pregunto a bocajarro cómo siente el ánimo de las personas:

—La gente está inconforme, dolida —el lunes 3 de mayo fue una tragedia: 26 muertos y 97 hospitalizados.

Hay algo atípico en el trabajo del reportero que, en estos días, se para en avenida Tláhuac. Ni siquiera tiene que formular las preguntas, ni presionar –sólo cinco minutos, por favorcito– al entrevistado. Uno tampoco siente que le roba tiempo a los demás: La gente quiere hablar de la Línea 12, lo hacen entre sí y el periodista sale sobrando o al fin muta en la proverbial mosca sobre la pared. Yo, por ejemplo, aterricé en la puerta de una camioneta destartalada para escuchar el diálogo dominguero del 16 de mayo entre dos hombres jóvenes:

—Si checas, se ve cómo agarra la curva hacia abajo —dijo uno, apuntando hacia un tramo que dejó de ser recto y está ligeramente ondulado—. El pedo fue ése: dicen que por la soldadura se venció.

El tema apareció antes, en la conversación de dos hombres que viajaban en un camión RTP, la numerosa flotilla que simula reemplazar el servicio de la Línea 12.

—La otra parte, la de Periférico Oriente, está mejor construida —opina uno, se lo dice a otro, más joven y vestido de uniforme, durante el trayecto que hacen juntos el viernes 14 de mayo por la noche.

—Las personas platican de lo mismo, de que se cayó el Metro —me confirma, dos días después, Manuel Pérez Peña, chofer de otro camión RTP.

La información oficial sobre las causas de la tragedia es aún escasa porque las autoridades quieren esperar la conclusión de los peritajes –uno se resolverá en septiembre y el otro, en marzo–, y las personas que caminan por la avenida se rompen la cabeza en un juego de adivinanzas mortal; especulan cuál tramo es más resistente y cuál pensaron, desde siempre, que caería:

—Yo recuerdo que cuando empezaron a hacer esta línea, dijeron que había muchas cosas que estaban mal: los trenes, la ruta, las curvas —me dice una serigrafista de cabello anaranjado antes de tomar el pesero hacia Chalco.

—Hay una curvita más adelante, se llama Zapotitlán, esa curva está muy fea. Yo pensé que ahí iba a haber un accidente, tanto ahí como en la curva que está pasando Periférico. Inclusive cuando va el Metro ahí hasta chilla —cuenta un hombre que vive en La Nopalera mientras hablamos frente al gran pedazo de concreto derrumbado a la mitad de la avenida.

La zona cero es un centro de gravedad donde, por fuerza, los peatones interrumpen sus pasos; solos, en pareja, en grupitos se detienen a observar el tramo vencido y aún colgante, las guirnaldas oscuras de los cables eléctricos, la pieza de concreto desplomada y el hueco que dejó en el aire; todavía se puede ver, debajo de los pesados escombros, la carrocería estrujada del automóvil guinda de José Juan Galindo Soto, un albañil de 34 años que el lunes 3 de mayo, alrededor de las 10:30 de la noche, estaba a tiro de piedra de su casa en Los Olivos, pero no llegó porque dos vagones y la estructura del Metro se le vinieron encima. En ese punto los automovilistas conducen muy despacio, giran la cabeza, se arriesgan a desnucarse para ver los restos, hasta que la tarea de manejar los saca del trance y los obliga a apartar la vista.

La verdadera zona cero es más amplia que el perímetro resguardado por la policía; se extiende hasta la entrada de la estación Olivos, donde se improvisó un sitio para recordar a los muertos con decenas de ramos –son claveles y rosas blancas– y coronas fúnebres. Los peatones que llegan ahí se detienen otra vez, una mujer sacude la cabeza con pesar, algunos bajan la mirada, todos se sumen en un silencio respetuoso; sus gestos y su postura misma adquieren una gravedad inusual, similar a la seriedad profunda con la que los devotos se paran frente a la cruz. Pero ésta no es la casa de Dios, es el sitio de una tragedia colectiva. Los nombres de los 26 muertos, impresos en hojas, están pegados sobre los ventanales; algunos, escritos con plumón negro sobre las cruces blancas que descansan, entre coronas fúnebres, en las puertas de la estación. Hay un ataúd en medio de las flores, pintado de blanco y hecho de cartón; es chico y podría caber un niño pequeño. Creyendo que leeré la despedida de la madre y la abuela de Brandon Giovanni, muerto a sus 12 años, me acerco, pero sobre la tapa del ataúd está escrito otro reclamo: “Mi papá viaja en Metro”.

Homenaje a las víctimas del colapso del metro. Henry Romero / Reuters.

Continúan los reproches sobre los muros de la estación –“Estamos de luto por un gobierno bruto”, “si no hay justicia para el pueblo, que no haya paz para el gobierno”–, cruzan a la mitad de la avenida e impregnan las paredes del biciestacionamiento, alcanzan incluso la otra entrada de la estación Olivos, paralela a ésta. No es todo. La memoria social se ensancha más y más, en realidad, se alarga por toda la calle porque, en casi cada columna del ya inútil tramo elevado, hay mensajes pintados con grafiti. Es una ruta del deshonor: “Slim asesino. Ebrard asesino. ¿Valió la pena la mochada, Ebrard?” En una de las columnas: “AMLO, tu indiferencia mata”; justo detrás del mensaje está la entrada del Panteón San Lorenzo Tezonco. Con el logotipo de la letra eme del Metro está escrita una palabra que se repite: Muerte.

Gritos de claxon

—Ya van a poner el Metrobús —me anuncia Gladis el viernes 14 de mayo. Por la ventana del camión RTP, su amiga Judith, ella y yo vemos la nueva línea amarilla que marca el futuro carril exclusivo. Desde que cerró la Línea 12 hace “una hora, una hora y cuarto” desde su trabajo, en una recaudería de Tláhuac, hasta su casa en Culhuacán, en una de las laderas del Cerro de la Estrella; antes, cuando podía usar el Metro, le tomaba media hora. —Y me cuesta el doble, pero tenemos clientes que hacen como tres horas —continúa Gladis y asiente Judith.

Las dos coinciden: lo del Metrobús es buena noticia pero –siempre hay un pero– “tienen que quitar a los taxistas –véalos, estacionados– y a los peseros, que manejan como si estuvieran en una autopista”, arriesgando a los usuarios, a los peatones y a ellos mismos. Enfrente de nosotras, un pesero se le empareja a otro y enseguida lo rebasa para ganar el pasaje; Gladis me mira con cara de “tenga usted su evidencia”. Esa rivalidad es una de las expresiones más feroces de la competencia por la movilidad en la Ciudad de México. Los choferes se insultan a gritos y avientan las moles de sus microbuses, retándose.

Los conductores de los camiones RTP no se ganan la vida así. Omar no está alterado, no echa acelerones ni se les cierra a sus compañeros. Maneja con la parsimonia y los buenos modales de mi madre. Se protege del covid con una cortina de plástico que lo rodea y a su asiento; es una cabina improvisada que he visto en varios RTP, jamás en los peseros y sería imposible colgarlas adentro de las combis. Omar es “empleado del gobierno”, trabaja “desde las dos de la tarde hasta las nueve de la noche” y gana un sueldo fijo. Por su situación laboral, no tiene que abalanzarse en las paradas para cazar cardúmenes de pasajeros y mucho menos se desgasta haciendo las cuentas de la gasolina. Si nadie sube y nadie baja, no importa, él recibirá el mismo salario. De ahí que no le afecte andar por Tláhuac: “Estamos acostumbrados a ir adonde nos manden”. Uno puede caminar al borde de la banqueta y hacerles la parada y no se detendrán; solamente lo hacen frente a las estaciones cerradas para simular sobre el pavimento el recorrido que ya no puede hacerse en el Metro elevado. Pegada en la esquina del parabrisas, lleva la calcomanía de su nueva ruta y el precio: Línea 12, Tláhuac-Mixcoac, cinco pesos.

No a todos les gusta que los RTP cuesten lo mismo que el Metro:
—Debería ser gratuito —opina un hombre que conduce el autobús de una empresa privada; no me dice su nombre.
—Son menos pasajeros, como 20% o 30%, por el RTP, y el presidente dijo que no iba a subir la gasolina —calcula Jorge, quien maneja un autobús de la Ruta 2 desde hace 14 años. Él trabaja todos los días, menos el miércoles, de cuatro de la mañana a siete de la noche.
—Lo que pasa es que en esta ruta toda la gente busca alternativas, le buscan por allá, por Canal de Chalco, por la ruta 50 que va a Taxqueña y algunos se vienen para acá. El pasaje ha bajado como 75%, 80%. Es más gasto de gasolina. Son más vueltas pero no hay gente —dice un hombre que vive en Tezonco; no maneja un autobús ni un trolebús ni un taxi ni un mototaxi (de todo eso hay en esta avenida), sino una combi de la Ruta 35.

La queja por los RTP incluso está escrita a mano en el memorial de la estación Olivos: “El camión cuesta dos pesitos y tú lo estás cobrando de a cinco pesos. Mejor ponlo gratis de Mixquic y Milpa Alta a Taxqueña y Atlalico [...].”

—Es muy pesado, el Metro sí era muy rápido —considera el hombre que vive en La Nopalera—. Y luego van llenos, van colgados como bomberos a la hora del trabajo. No se dan abasto.

Tiene razón, el 14 y el 28 de mayo, entre las siete y las nueve de la noche, todos los peseros estaban atascados de gente. Las ventanas parecen anchas y grandes, pero no se abren por completo, pues así fueron diseñadas; sólo se puede deslizar la parte superior y a la mitad; algunos pasajeros traen cubrebocas, otros no, pero, hacinados, no aplica la sana distancia.

Un Metro que no era de oro sino de oropel

La Línea 12 del Metro era más veloz, segura y eficiente, también era un proyecto más justo que el Segundo Piso de Periférico: 38.9% de los hogares en Tláhuac tienen un automóvil o una camioneta, 10% tienen moto, 36% usan la bicicleta para transportarse; y la población local se duplicó entre 1990 y 2020, según el Inegi. Conectar la ciudad de oriente a poniente era un sueño dorado. En el video de su inauguración, hace menos de diez años, una voz en off –que logra hablar en un tono solemne y a la vez entusiasta–, presume que la capacidad máxima de cada tren es de 1,680 pasajeros; en cambio, a un RTP le pueden caber de cien a 160 personas. Los números son sencillos: por cada tren perdido hay que agregar entre diez y 17 camiones. La Semovi cuenta, hoy, un total de quinientos.

En la práctica, o sobre el camino, eso significa que uno puede pararse en un semáforo y, en un tramo de pocos metros, contar a simple vista siete autobuses distintos.... y oírlos. El estruendo de todos los motores, las detonaciones prolongadas de los escapes, se oye como si estallaran cuetes dentro de esos tubos metálicos, y se suma otra capa de ruidos: el chillido de los frenos, los pitazos desesperados, los chiflidos de los silbatos de cada policía. No tengo una sola grabación en la que no se interrumpan las voces de Tláhuac con semejante escándalo; tenemos que hablar más fuerte o repetir lo que apenas dijimos para entendernos.

Oírlos, sí... y olerlos. Por las noches, en el haz de luz blanca de las farolas, sobrevuela el humo denso y sus volutas tóxicas. En serio, huele a smog. Huele a combustible quemado. El único alivio es el aroma tostado de las gorditas de nata recién salidas del comal o el efluvio carnívoro de los Tacos Primo. Para enmascarar el tufo de los vehículos, le recomiendo: abandonar la calle y caminar por las banquetas: su orilla está flanqueada por una fila ininterrumpida de puestos ambulantes. Funcionan perfectamente como un rompeolas del hedor; incluso aíslan el ruido de los motores y nos rodean de música; bajo su resguardo y felizmente, la avenida Tláhuac desaparece: para volver a verla, hay que asomarse entre las tienditas de lámina o regresar al pavimento.

Pero ¿quiere hacerlo? La avenida Tláhuac es un mundo gris. El negruzco asfalto, el gris intermedio en el hormigón de los ladrillos y el más profundo del yeso en las fachadas sin pintura, el cielo sobrecargado de lluvia también es gris y cuesta encontrar un árbol a la redonda. Las palmeras en los camellones, los árboles frondosos y los arbustos tupidos, la vegetación citadina es un lujo; aquí los jardines, si los hay, están cubiertos de pasto marchito y tierra pisoteada.

Parecen una prótesis metálica. Vistas desde abajo, las pesadas vías del Metro son un enorme estorbo visual que parte al cielo de tajo. Su escala monumental distorsiona la perspectiva, le juega una mala pasada a las construcciones de alrededor: parecen todavía más chicos los edificios chaparros que se elevan apenas tres o cuatro pisos. La intromisión de los materiales colosales del Metro no termina de integrarse, como si los pobres urbanos no tuvieran el derecho estético a la armonía de su entorno.

Cae la noche y las banquetas están completamente iluminadas; no es gracias al alumbrado público, a las lucecitas tenues de sus farolas; se debe, otra vez, a los vendedores ambulantes, sus focos –cientos de ellos– brillan con un fulgor que derrota la oscuridad de boca de lobo de la avenida. Donde no hay puestos, la noche recupera su intransigencia. Fuera de este túnel de luz, allá abajo, en el borde de la banqueta, en plena calle, los peatones acechan: esperan para cruzar. Van midiendo con la mirada el avance y la velocidad de los microbuses, camiones, peseros, autos, motos; inclinan el torso y la cabeza hacia adelante, preparando el cuerpo para aprovechar su turno y atravesar la avenida de un extremo a otro. No se conocen, pero forman grupos espontáneos, quizá intuyen que es más fácil atropellar a un solo valiente que a un puñado de diez o cinco; apuestan por la ventaja de los números, dudosos de que las máquinas tengan la paciencia para frenar y dejarlos seguir su camino.

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El tiempo perdido en avenida Tláhuac

El tiempo perdido en avenida Tláhuac

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El cierre de la Línea 12 del Metro ha traído cientos de camiones, trolebuses, peseros y, ahora, se suma el Metrobús. La avenida Tláhuac no es sólo una vialidad congestionada, también es la zona cero, un sitio para recordar a los muertos y un foro de denuncias.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Por fin es viernes, el último del mes de mayo y, por lo tanto, quincena. Ya urge llegar a casa. Después de una semana pesada, tan larga, uno quiere descansar o recuperarse un poco, porque las mujeres, encima, atienden al marido y a los niños, y hay quienes trabajan sábados y domingos en los locales de esta calle o en los mercados de la zona; la inmensa mayoría de quienes viven aquí son empleados y no patrones. Urge llegar, sí, pero en avenida Tláhuac, a las 8:27 de la noche, ningún vehículo avanza. Tampoco es una sorpresa. Esta vía del suroriente de la capital se extiende por 18 kilómetros entre Tláhuac y su vecina, Iztapalapa, y cruza con la calzada de Taxqueña, Anillo Periférico y la carretera a Chalco, entre otras. El tráfico fatiga a la gente casi tanto como las nueve, diez, doce horas de la jornada.

Es el tipo de tráfico que desquicia. El semáforo puede cambiar de rojo a verde y a rojo otra vez, mientras uno permanece, con exactitud milimétrica, en el mismo punto. Un hombre desgasta el acelerador, lo pisa continuamente para que el motor ruja pero el automóvil, con el freno de mano puesto, se mantiene quieto. La desesperación se expresa en pitidos. Empieza alguno, quien sea, al que le tocó ser el primero en perder la paciencia. Larga un claxonazo continuo y solitario que los demás toleran en silencio. Luego hay una extraña pausa. Quizá esperamos que mágicamente surta efecto y despeje la avenida como le sucedió a Moisés cuando, de un solo bastonazo, abrió las aguas del Mar Rojo. Para infortunio de Tláhuac, no acontece el milagro. Sobreviene, entonces, un nutrido coro de pitidos que se prolonga hasta que un sedán interpreta la esperada melodía del “Chinga tu madre”, versión claxon. Este es el tipo de tráfico que parece un juego de Tetris justo antes de que uno pierda y la pantalla le avise que ya estuvo, game over.

Más de setenta calles perpendiculares dan a esta avenida entre Periférico Oriente y la estación Zapotitlán. Algunas tienen doble sentido. Vienen vehículos desde la izquierda, salen además de la derecha, continúan las filas hacia el oriente, otras hacia el poniente y nos enredamos todos. Un conductor echa lámina, arriesgándose al choque; otro lo ve e iguala la apuesta; la conducta es contagiosa y, de pronto, ya no hay norte ni sur y los cofres apuntan en todas direcciones. Merecemos un aplauso: acabamos de crear un bonito nudo gordiano y no hay policía de tránsito a la vista.

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Al caos se acerca un hombre. Hace unos minutos trabajaba limpiando parabrisas y ahora desempeña de imprevisto la tarea de desatorarnos: con la mano que sostiene su botella de plástico, llena de agua jabonosa, nos marca el alto; con la otra aletea una franela sucia, indicando que avancemos. No estoy segura de que funcione. Hay quienes no reconocen su autoridad espontánea y se avientan a volantazos; otro se envalentona: quiere averiguar si cabrá, con calzador, en el único hueco disponible; y un motociclista decide usar la banqueta como carril adicional. Somos tantos que ya nadie obedece las reglas. ¡Ni dios, ni patria, ni rey!, sería nuestro grito de guerra si pudiéramos ponernos de acuerdo en algo. Combis, peseros, trolebuses, camiones RTP, taxis, motos, automóviles particulares, ninguno respeta el carril supuestamente exclusivo del Metrobús.

—¿Quién lo va a respetar? —me contesta el chofer de un pesero al tiempo que levanta un brazo para que el carril confinado vaya y chingue a su madre. —Está de locos. De por sí la carretera quedó reducida con lo del Metro y, ahora, un carril menos para el Metrobús. Vea cómo está ahorita —termina de explicar José Salinas, quien se ha encargado de esta ruta “como por 25 años”.

—Hay más tráfico. Estaba bien sin el Metrobús —dice Luis, quien conduce el camión que está justo adelante; él trabaja para una empresa privada. Considera, a la altura de la calle Juan Patricio Morlete, que el trayecto entero por la avenida le tomará dos horas.

Los vehículos pasan frente a los daños causados por el colapso del metro. Henry Romero / Reuters.

Éste es un servicio exprés, se lee en los autobuses rojos del Metrobús. Las rondas, entre las estaciones de Atlalilco y Tláhuac, empiezan a las cinco de la madrugada y terminan a la medianoche; únicamente se detienen ahí y en las estaciones Tezonco y la Nopalera porque en estos sitios detectaron a “la gran mayoría” de los usuarios. El secretario de Movilidad (Semovi), Andrés Lajous, añade que empezaron con 20 unidades el 26 de mayo, hubo 27 el día siguiente y, ajustando la demanda, según “tiempos, horarios y afluencia”, habrá un “incremento paulatino” hasta que sumen sesenta en total. Por ahora, están en “pruebas operativas” y, por eso, tres policías están parados en una esquina sin multar a nadie; dan gusto: son pura charla y sonrisas.

—La situación del tráfico es porque estaban levantando, en la parte de ahí adelante, la ballena, que se había caído —dice uno de los policías sobre una trabe de concreto del tramo que se desplomó el lunes 3 de mayo, pero que aún se sostenía del resto de la estructura elevada hasta que, colmo de colmos, el 28 de mayo volvió a ocurrir un accidente, provocando que tres trabajadores que intentaban desmantelar esa pieza tuvieran “lesiones menores y reciben atención médica”. —Entonces, ahorita, al parecer ya liberaron y está fluyendo otra vez. El remanente nos llega aquí a la entrada del Metro Tezonco. Pero ya se descongestionó.
—¿Por qué todos invaden el carril del Metrobús? —pregunto mientras lo veo enfrente de nosotros y saturado.
—Ah, no, esto nada más son pruebas. Todavía no está estipulado como tal el carril confinado.
—Y por eso no están multando —continúo.
—Ajá, exactamente.
—¿Y cuándo empieza?
—Ahora sí que hasta que no dé la orden la jefa de gobierno, si va a ser Metrobús o se va a reparar la parte del Metro.

La calcomanía de un pesero afirma que “se reserva el derecho de admisión”, pero va lleno. Así están los demás, también muchas unidades del Metrobús e incluso los camiones de la Red de Transporte de Pasajeros (RTP) que consigo ver: todos los asientos ocupados. En los microbuses hay personas que viajan de pie sobre el pasillo y niños sentados en las piernas de sus madres. El 25 y el 26 de mayo, la Semovi informó que la ocupación promedio ha bajado a menos del 70% y del 60%, respectivamente, en el horario pico vespertino entre las seis y las ocho de los días anteriores. Es viernes 28 y son las 9:30 de la noche, una hora que está fuera del intervalo de la Semovi –quizá la mide, pero no la reporta en sus conferencias–. Además, el promedio es un valor central de un conjunto de números; eso quiere decir que puede haber observaciones más bajas o altas, incluso extremas, contenidas, sumadas y divididas en la fórmula, que no se verán en el resultado final como las puedo constatar yo, ahora mismo, dentro de una serie interminable de camiones atiborrados. No digo que el promedio sea despreciable, sino que no exhibe los valores más altos.

—No, pues, ¿qué te puedo decir? La mera verdad, no funciona así —dice Eric, chofer de otro pesero, cuando le pregunto por la ruta que incluye las unidades del Metrobús. Sus pasajeros se ríen de la situación; este camión también va lleno.

La avenida Tláhuac no es pareja; a ratos se ensancha a tres carriles y luego se estrecha a uno solo; por eso, el carril confinado jamás podrá ser continuo, tendrá que interrumpirse por donde los vehículos apenas pueden pasar uno por uno –ahí, la doble línea amarilla, que delimita su zona, desaparece–. Conviene hacer bien los planes. El carril de baja sirve de estacionamiento; los automóviles están todavía ahí, a lo largo de la avenida. ¿Tláhuac será como Insurgentes? Aquí hay estaciones que en nada se asemejan, por ejemplo, a la de Ciudad Universitaria; sobre el camellón, se levantó una estructura mínima de metal para que las personas puedan subir al Metrobús. Las negras son mixtas y las rosas, para niñas. Otra vez: ¿avenida Tláhuac puede ser como Insurgentes? Está por verse. A cada tanto hay retornos y calles que cruzan, su uso tendría que sancionarse con multas, y el gobierno tendría que sacar a sus propias unidades y prohibir la circulación de combis y peseros. Por el momento, aquí estamos, exhalando hidrocarburos, juntos como un ganado pesaroso; los motociclistas nos rebasan, raudas avispas; y las patrullas pastan.

Es el tipo de tráfico que finalmente derrota a los pasajeros cuando deciden abandonar los camiones y –mejor, antes de que se haga más de noche– siguen a pie por las banquetas. Entre los que quedan varados, hay algunos que sacan la cabeza completa por la ventana, comparando el tráfico estancado de la avenida y el flujo continuo de los peatones.

“Ceda el paso en vuelta a la izquierda”, instruye una señal de tránsito.
“JUSTICIA”, responde, debajo, un grafiti.

La gente mira el sitio donde ocurrió el colapso del metro. Henry Romero / Reuters.
La gente mira el sitio donde ocurrió el colapso del metro. Henry Romero / Reuters.

“En la periferia salir de tu casa puede costarte la vida”

Un policía metropolitano resguarda, no, eso es decir demasiado poco, por supuesto que vigila una parte del perímetro donde colapsó un tramo de la Línea 12 del Metro, mira su entorno, hacia las banquetas y la calle en ambos sentidos, pero se le ve relajado, hasta aburrido. Me acerco porque no está alerta y le pregunto a bocajarro cómo siente el ánimo de las personas:

—La gente está inconforme, dolida —el lunes 3 de mayo fue una tragedia: 26 muertos y 97 hospitalizados.

Hay algo atípico en el trabajo del reportero que, en estos días, se para en avenida Tláhuac. Ni siquiera tiene que formular las preguntas, ni presionar –sólo cinco minutos, por favorcito– al entrevistado. Uno tampoco siente que le roba tiempo a los demás: La gente quiere hablar de la Línea 12, lo hacen entre sí y el periodista sale sobrando o al fin muta en la proverbial mosca sobre la pared. Yo, por ejemplo, aterricé en la puerta de una camioneta destartalada para escuchar el diálogo dominguero del 16 de mayo entre dos hombres jóvenes:

—Si checas, se ve cómo agarra la curva hacia abajo —dijo uno, apuntando hacia un tramo que dejó de ser recto y está ligeramente ondulado—. El pedo fue ése: dicen que por la soldadura se venció.

El tema apareció antes, en la conversación de dos hombres que viajaban en un camión RTP, la numerosa flotilla que simula reemplazar el servicio de la Línea 12.

—La otra parte, la de Periférico Oriente, está mejor construida —opina uno, se lo dice a otro, más joven y vestido de uniforme, durante el trayecto que hacen juntos el viernes 14 de mayo por la noche.

—Las personas platican de lo mismo, de que se cayó el Metro —me confirma, dos días después, Manuel Pérez Peña, chofer de otro camión RTP.

La información oficial sobre las causas de la tragedia es aún escasa porque las autoridades quieren esperar la conclusión de los peritajes –uno se resolverá en septiembre y el otro, en marzo–, y las personas que caminan por la avenida se rompen la cabeza en un juego de adivinanzas mortal; especulan cuál tramo es más resistente y cuál pensaron, desde siempre, que caería:

—Yo recuerdo que cuando empezaron a hacer esta línea, dijeron que había muchas cosas que estaban mal: los trenes, la ruta, las curvas —me dice una serigrafista de cabello anaranjado antes de tomar el pesero hacia Chalco.

—Hay una curvita más adelante, se llama Zapotitlán, esa curva está muy fea. Yo pensé que ahí iba a haber un accidente, tanto ahí como en la curva que está pasando Periférico. Inclusive cuando va el Metro ahí hasta chilla —cuenta un hombre que vive en La Nopalera mientras hablamos frente al gran pedazo de concreto derrumbado a la mitad de la avenida.

La zona cero es un centro de gravedad donde, por fuerza, los peatones interrumpen sus pasos; solos, en pareja, en grupitos se detienen a observar el tramo vencido y aún colgante, las guirnaldas oscuras de los cables eléctricos, la pieza de concreto desplomada y el hueco que dejó en el aire; todavía se puede ver, debajo de los pesados escombros, la carrocería estrujada del automóvil guinda de José Juan Galindo Soto, un albañil de 34 años que el lunes 3 de mayo, alrededor de las 10:30 de la noche, estaba a tiro de piedra de su casa en Los Olivos, pero no llegó porque dos vagones y la estructura del Metro se le vinieron encima. En ese punto los automovilistas conducen muy despacio, giran la cabeza, se arriesgan a desnucarse para ver los restos, hasta que la tarea de manejar los saca del trance y los obliga a apartar la vista.

La verdadera zona cero es más amplia que el perímetro resguardado por la policía; se extiende hasta la entrada de la estación Olivos, donde se improvisó un sitio para recordar a los muertos con decenas de ramos –son claveles y rosas blancas– y coronas fúnebres. Los peatones que llegan ahí se detienen otra vez, una mujer sacude la cabeza con pesar, algunos bajan la mirada, todos se sumen en un silencio respetuoso; sus gestos y su postura misma adquieren una gravedad inusual, similar a la seriedad profunda con la que los devotos se paran frente a la cruz. Pero ésta no es la casa de Dios, es el sitio de una tragedia colectiva. Los nombres de los 26 muertos, impresos en hojas, están pegados sobre los ventanales; algunos, escritos con plumón negro sobre las cruces blancas que descansan, entre coronas fúnebres, en las puertas de la estación. Hay un ataúd en medio de las flores, pintado de blanco y hecho de cartón; es chico y podría caber un niño pequeño. Creyendo que leeré la despedida de la madre y la abuela de Brandon Giovanni, muerto a sus 12 años, me acerco, pero sobre la tapa del ataúd está escrito otro reclamo: “Mi papá viaja en Metro”.

Homenaje a las víctimas del colapso del metro. Henry Romero / Reuters.

Continúan los reproches sobre los muros de la estación –“Estamos de luto por un gobierno bruto”, “si no hay justicia para el pueblo, que no haya paz para el gobierno”–, cruzan a la mitad de la avenida e impregnan las paredes del biciestacionamiento, alcanzan incluso la otra entrada de la estación Olivos, paralela a ésta. No es todo. La memoria social se ensancha más y más, en realidad, se alarga por toda la calle porque, en casi cada columna del ya inútil tramo elevado, hay mensajes pintados con grafiti. Es una ruta del deshonor: “Slim asesino. Ebrard asesino. ¿Valió la pena la mochada, Ebrard?” En una de las columnas: “AMLO, tu indiferencia mata”; justo detrás del mensaje está la entrada del Panteón San Lorenzo Tezonco. Con el logotipo de la letra eme del Metro está escrita una palabra que se repite: Muerte.

Gritos de claxon

—Ya van a poner el Metrobús —me anuncia Gladis el viernes 14 de mayo. Por la ventana del camión RTP, su amiga Judith, ella y yo vemos la nueva línea amarilla que marca el futuro carril exclusivo. Desde que cerró la Línea 12 hace “una hora, una hora y cuarto” desde su trabajo, en una recaudería de Tláhuac, hasta su casa en Culhuacán, en una de las laderas del Cerro de la Estrella; antes, cuando podía usar el Metro, le tomaba media hora. —Y me cuesta el doble, pero tenemos clientes que hacen como tres horas —continúa Gladis y asiente Judith.

Las dos coinciden: lo del Metrobús es buena noticia pero –siempre hay un pero– “tienen que quitar a los taxistas –véalos, estacionados– y a los peseros, que manejan como si estuvieran en una autopista”, arriesgando a los usuarios, a los peatones y a ellos mismos. Enfrente de nosotras, un pesero se le empareja a otro y enseguida lo rebasa para ganar el pasaje; Gladis me mira con cara de “tenga usted su evidencia”. Esa rivalidad es una de las expresiones más feroces de la competencia por la movilidad en la Ciudad de México. Los choferes se insultan a gritos y avientan las moles de sus microbuses, retándose.

Los conductores de los camiones RTP no se ganan la vida así. Omar no está alterado, no echa acelerones ni se les cierra a sus compañeros. Maneja con la parsimonia y los buenos modales de mi madre. Se protege del covid con una cortina de plástico que lo rodea y a su asiento; es una cabina improvisada que he visto en varios RTP, jamás en los peseros y sería imposible colgarlas adentro de las combis. Omar es “empleado del gobierno”, trabaja “desde las dos de la tarde hasta las nueve de la noche” y gana un sueldo fijo. Por su situación laboral, no tiene que abalanzarse en las paradas para cazar cardúmenes de pasajeros y mucho menos se desgasta haciendo las cuentas de la gasolina. Si nadie sube y nadie baja, no importa, él recibirá el mismo salario. De ahí que no le afecte andar por Tláhuac: “Estamos acostumbrados a ir adonde nos manden”. Uno puede caminar al borde de la banqueta y hacerles la parada y no se detendrán; solamente lo hacen frente a las estaciones cerradas para simular sobre el pavimento el recorrido que ya no puede hacerse en el Metro elevado. Pegada en la esquina del parabrisas, lleva la calcomanía de su nueva ruta y el precio: Línea 12, Tláhuac-Mixcoac, cinco pesos.

No a todos les gusta que los RTP cuesten lo mismo que el Metro:
—Debería ser gratuito —opina un hombre que conduce el autobús de una empresa privada; no me dice su nombre.
—Son menos pasajeros, como 20% o 30%, por el RTP, y el presidente dijo que no iba a subir la gasolina —calcula Jorge, quien maneja un autobús de la Ruta 2 desde hace 14 años. Él trabaja todos los días, menos el miércoles, de cuatro de la mañana a siete de la noche.
—Lo que pasa es que en esta ruta toda la gente busca alternativas, le buscan por allá, por Canal de Chalco, por la ruta 50 que va a Taxqueña y algunos se vienen para acá. El pasaje ha bajado como 75%, 80%. Es más gasto de gasolina. Son más vueltas pero no hay gente —dice un hombre que vive en Tezonco; no maneja un autobús ni un trolebús ni un taxi ni un mototaxi (de todo eso hay en esta avenida), sino una combi de la Ruta 35.

La queja por los RTP incluso está escrita a mano en el memorial de la estación Olivos: “El camión cuesta dos pesitos y tú lo estás cobrando de a cinco pesos. Mejor ponlo gratis de Mixquic y Milpa Alta a Taxqueña y Atlalico [...].”

—Es muy pesado, el Metro sí era muy rápido —considera el hombre que vive en La Nopalera—. Y luego van llenos, van colgados como bomberos a la hora del trabajo. No se dan abasto.

Tiene razón, el 14 y el 28 de mayo, entre las siete y las nueve de la noche, todos los peseros estaban atascados de gente. Las ventanas parecen anchas y grandes, pero no se abren por completo, pues así fueron diseñadas; sólo se puede deslizar la parte superior y a la mitad; algunos pasajeros traen cubrebocas, otros no, pero, hacinados, no aplica la sana distancia.

Un Metro que no era de oro sino de oropel

La Línea 12 del Metro era más veloz, segura y eficiente, también era un proyecto más justo que el Segundo Piso de Periférico: 38.9% de los hogares en Tláhuac tienen un automóvil o una camioneta, 10% tienen moto, 36% usan la bicicleta para transportarse; y la población local se duplicó entre 1990 y 2020, según el Inegi. Conectar la ciudad de oriente a poniente era un sueño dorado. En el video de su inauguración, hace menos de diez años, una voz en off –que logra hablar en un tono solemne y a la vez entusiasta–, presume que la capacidad máxima de cada tren es de 1,680 pasajeros; en cambio, a un RTP le pueden caber de cien a 160 personas. Los números son sencillos: por cada tren perdido hay que agregar entre diez y 17 camiones. La Semovi cuenta, hoy, un total de quinientos.

En la práctica, o sobre el camino, eso significa que uno puede pararse en un semáforo y, en un tramo de pocos metros, contar a simple vista siete autobuses distintos.... y oírlos. El estruendo de todos los motores, las detonaciones prolongadas de los escapes, se oye como si estallaran cuetes dentro de esos tubos metálicos, y se suma otra capa de ruidos: el chillido de los frenos, los pitazos desesperados, los chiflidos de los silbatos de cada policía. No tengo una sola grabación en la que no se interrumpan las voces de Tláhuac con semejante escándalo; tenemos que hablar más fuerte o repetir lo que apenas dijimos para entendernos.

Oírlos, sí... y olerlos. Por las noches, en el haz de luz blanca de las farolas, sobrevuela el humo denso y sus volutas tóxicas. En serio, huele a smog. Huele a combustible quemado. El único alivio es el aroma tostado de las gorditas de nata recién salidas del comal o el efluvio carnívoro de los Tacos Primo. Para enmascarar el tufo de los vehículos, le recomiendo: abandonar la calle y caminar por las banquetas: su orilla está flanqueada por una fila ininterrumpida de puestos ambulantes. Funcionan perfectamente como un rompeolas del hedor; incluso aíslan el ruido de los motores y nos rodean de música; bajo su resguardo y felizmente, la avenida Tláhuac desaparece: para volver a verla, hay que asomarse entre las tienditas de lámina o regresar al pavimento.

Pero ¿quiere hacerlo? La avenida Tláhuac es un mundo gris. El negruzco asfalto, el gris intermedio en el hormigón de los ladrillos y el más profundo del yeso en las fachadas sin pintura, el cielo sobrecargado de lluvia también es gris y cuesta encontrar un árbol a la redonda. Las palmeras en los camellones, los árboles frondosos y los arbustos tupidos, la vegetación citadina es un lujo; aquí los jardines, si los hay, están cubiertos de pasto marchito y tierra pisoteada.

Parecen una prótesis metálica. Vistas desde abajo, las pesadas vías del Metro son un enorme estorbo visual que parte al cielo de tajo. Su escala monumental distorsiona la perspectiva, le juega una mala pasada a las construcciones de alrededor: parecen todavía más chicos los edificios chaparros que se elevan apenas tres o cuatro pisos. La intromisión de los materiales colosales del Metro no termina de integrarse, como si los pobres urbanos no tuvieran el derecho estético a la armonía de su entorno.

Cae la noche y las banquetas están completamente iluminadas; no es gracias al alumbrado público, a las lucecitas tenues de sus farolas; se debe, otra vez, a los vendedores ambulantes, sus focos –cientos de ellos– brillan con un fulgor que derrota la oscuridad de boca de lobo de la avenida. Donde no hay puestos, la noche recupera su intransigencia. Fuera de este túnel de luz, allá abajo, en el borde de la banqueta, en plena calle, los peatones acechan: esperan para cruzar. Van midiendo con la mirada el avance y la velocidad de los microbuses, camiones, peseros, autos, motos; inclinan el torso y la cabeza hacia adelante, preparando el cuerpo para aprovechar su turno y atravesar la avenida de un extremo a otro. No se conocen, pero forman grupos espontáneos, quizá intuyen que es más fácil atropellar a un solo valiente que a un puñado de diez o cinco; apuestan por la ventaja de los números, dudosos de que las máquinas tengan la paciencia para frenar y dejarlos seguir su camino.

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