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El mundo de la medicina occidental y el de las parteras y doulas no son opuestos. Al contrario, la presencia de estas mujeres puede ayudar a que las embarazadas vivan menos violencia obstétrica y tengan partos más libres, informados y gozosos.
El mandato está ahí desde el principio. Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor darás a luz los hijos: se lo advirtió dios a Eva en el Génesis, y vaya que nos lo hemos tomado en serio. No sólo el parto sino el protocolo de seguimiento del embarazo parecen estar diseñados para someternos. El tono condescendiente con el que la gente se dirige a las futuras madres, los protocolos médicos que hasta la fecha reproducen prohibiciones y expectativas absurdas, los procedimientos invasivos en los que algunos insisten antes, durante y después de parir. Y más vale aguantar, porque si no dejamos todo en manos de los médicos estamos poniendo en riesgo nuestra vida y la del bebé. O eso dicen.
“Soy el centro de una atrocidad”, exclama la parturienta primera voz del poema “Tres mujeres”, que Sylvia Plath escribió en 1962 y que sigue resonando tenebrosamente. Porque al margen de jardines del edén y frutos prohibidos, es un hecho que el parto es una de las experiencias que más temor inspira. Y con razón: la amenaza del dolor insoportable que nos han cantado desde niñas, sumada a la falta de información clara y la medicalización excesiva del proceso, han hecho que las mujeres sientan que lo mejor es hacerse un lado y ser espectadoras de uno de los momentos más potentes de su vida.
"A una de cada diez mujeres a las que se les hizo una cesárea no se le informó la razón, ni le pidieron su permiso".
Cualquier acción u omisión por parte del personal de salud que cause un daño físico o psicológico durante el embarazo, parto y puerperio constituye un caso de violencia obstétrica: desde actos discriminatorios, trato deshumanizado y prácticas invasivas injustificadas hasta agresiones más graves como la esterilización no consentida o el retraso de la atención médica urgente. Fue apenas en 2014 que la Organización Mundial de la Salud publicó una declaración en la que se denuncia el maltrato que reciben las mujeres en la atención al parto y en 2019 la Organización de las Naciones Unidas dio a conocer un informe en el que Dubravka Šimonović, relatora especial sobre la violencia contra la mujer, reconoce y analiza este tipo de violencia.
Si bien en México las cifras al respecto siguen siendo insuficientes, apuntan claramente en la dirección sospechada. Según la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares del Inegi (2016), la primera encuesta nacional que tiene un apartado sobre la atención obstétrica en nuestro país, 33.4% de las mujeres de 15 a 49 años que tuvieron un parto o cesárea sufrieron algún maltrato, desde gritos, regaños y actitudes humillantes hasta obligarlas a permanecer en una posición molesta o presionarlas para que aceptaran algún método anticonceptivo o una operación para no tener más hijos (en el 4.2% de los casos simplemente las esterilizaron sin su consentimiento). Por otro lado, a una de cada diez mujeres a las que se les hizo una cesárea no se le informó la razón, ni le pidieron su permiso.
Una de las estrategias para mitigar esta violencia ha sido la presencia de mujeres que acompañan el parto, ya sean doulas, que brindan apoyo físico y emocional (con ejercicios de preparación y masajes durante el trabajo de parto para reducir el dolor y facilitar el nacimiento, por ejemplo, además de acompañar para darle confianza e información oportuna a la madre), o parteras, que están capacitadas para recibir bebés en casa en embarazos de bajo riesgo. De acuerdo con un reporte dado a conocer en 2013 por el Simkin Center, el acompañamiento durante el parto reduce las cesáreas en un 28% y hace 34% menos probable que una mujer evalúe negativamente su experiencia del parto en el largo plazo.
Sofía Valenzuela, arquitecta feminista y madre de dos, dio seguimiento a su primer parto de manera paralela con un ginecólogo y con sus parteras. La posibilidad de parir en casa se fue dibujando poco a poco, y mucho tuvo que ver el contraste entre el trato que le daba el médico y la confianza que iba construyendo con las mujeres que guiaban su proceso. “Siempre salía de las consultas con ellas muy feliz, se tomaban el tiempo necesario y resolvían todas mis dudas”, me cuenta, y esa cercanía inclinó la balanza hacia recibir a su primera hija en casa. Unos años después, cuando supo que esperaba un hijo, la decisión fue mucho más inmediata.
Lamentablemente, fuera de algunos programas muy específicos, como el puesto en marcha por el doctor Christian Mera en el Hospital Materno Infantil de Chimalhuacán, el acompañamiento durante el embarazo no está entre las prioridades del ámbito de la salud pública, lo cual ha impedido recaudar un cuerpo de evidencia sólida que despeje dudas sobre sus beneficios. Además, el hecho de que el sistema no lo reconozca como un servicio básico de salud implica que la mayoría de los hospitales prohíban la entrada a las doulas, sumando a la brecha gigantesca que se abre entre las mujeres que pueden pagar un hospital privado y las que dan a luz en el sistema de salud público, con sus restricciones y violencias.
Es por eso que, por ahora, la mejor fuente de información son los testimonios de las madres y grupos de parteras que, periódicamente, comparten sus hallazgos. “Es un tema que tiene que ser abordado de manera cualitativa”, aventura Dunia Campos, comunicóloga, doula y terapeuta, e insiste en la relevancia de escuchar las historias de las mujeres cuyas experiencias –y las de sus bebés– se han visto transformadas radicalmente por el acompañamiento de otras mujeres.
"El acompañamiento durante el parto reduce las cesáreas en un 28%".
Según el estudio “El estado de las matronas en el mundo 2021”, del Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA, por sus siglas en inglés), el trabajo de las parteras “facilita que una mujer viva el parto de manera positiva”, además de mejorar los resultados en materia de salud reproductiva, reduciendo el número de cesáreas y mitigando la violencia obstétrica. Sin embargo, de acuerdo con cifras de la Dirección General de Información en Salud (DGIS), en México menos del 6% de los nacimientos fueron atendidos por parteras entre 2010 y 2019. ¿A qué se debe este porcentaje tan reducido? Por un lado, la falta de información hace que el parto en casa parezca una decisión riesgosa, cuando en general no lo es. “Cuando decía que iba a parir en casa, mucha gente me transmitía sus miedos”, me cuenta Sofía. “Con tu cuerpo haz lo que quieras, pero con el de tu hija no”, y otras afirmaciones de este tipo la hacían sentir irresponsable y egoísta. Además, la falta de reconocimiento, retribución justa y oportunidades de formación desalienta la labor de las parteras, lo cual deriva en una escasez de sus servicios. En su informe, el UNFPA recalca que se necesitan más de 900 mil parteras, principalmente en países de bajos ingresos, para hacerle frente a las 810 muertes maternas que se producen todos los días en el mundo, sumadas a las 2.4 millones de muertes neonatales anuales. En México, las instituciones que forman parteras de manera “oficial” son insuficientes, por lo que muchas mujeres han optado por un modelo de mentoría en el que los saberes prácticos y teóricos se transmiten personalizada y directamente, pero sin que exista un certificado que avale su práctica de manera más estructurada. Es en parte por esta falta de opciones que el número de parteras en nuestro país apenas ha crecido en las últimas décadas.
Pero la reducción de la violencia no es la única razón por la que algunas mujeres están optando por un parto distinto. “Una de las principales ventajas de parir en casa”, dice Sofía, “fue la posibilidad de fortalecer los saberes ancestrales que estudian las parteras y perpetuar un oficio que está muriendo por los partos medicalizados. Ellas me brindaron un acompañamiento emocional, casi espiritual, durante el embarazo”. Este punto de vista, por supuesto, no es nuevo. Históricamente, la asistencia del parto ha estado en manos femeninas, parteras tradicionales con prestigio en su comunidad que contaban con abundantes recursos terapéuticos para aliviar los problemas más comunes durante el alumbramiento. Fue en la Edad Media que la Iglesia incursionó en el campo de la salud y su labor empezó a desprestigiarse. Para el siglo XVIII, los hombres ya habían adquirido un papel central en la atención de los partos, sobre todo en las instituciones médicas que operaban en las ciudades.
Esto alteró por completo el panorama. La posición vertical, que suele ser más conveniente para las mujeres, se cambió por una posición horizontal más cómoda para los médicos. Aparecieron el fórceps, la episiotomía y la maniobra de Kristeller (métodos que apresuran la salida del bebé extrayéndolo con tenazas o a través de incisiones quirúrgicas en la zona de tejido blando entre la abertura vaginal y el ano y presiones con ambos puños sobre el fondo del útero, respectivamente) y empezaron a usarse fármacos para acelerar el proceso de alumbramiento. “La medicalización del parto fue resultado de una pugna por el control del cuerpo femenino y la desconfianza de los hombres en nuestra capacidad de parir”, escribe Esther Vivas en Mamá desobediente. A partir de los años setenta del siglo XX, la atención al parto se desplazó casi por completo al ámbito hospitalario, donde, como sucede con todo procedimiento industrializado, el objetivo es agilizar los tiempos para obtener la utilidad máxima. Entre más medicamentos induzcan el parto artificialmente, más rápido terminamos. Entre más cesáreas puedas programar en un día, mayor control y eficiencia de los recursos. Pero dado que estos avances ocurrieron principalmente en los centros urbanos, la práctica de la partería siguió teniendo un papel central en los rincones del mundo a donde los servicios de salud no llegan, que son muchísimos, y estas dos maneras de ver el mundo se fueron separando hasta parecer alternativas que compiten ente ellas.
Pero en el fondo, no se trata de elegir entre una cosa y otra. Según Teresa Navarro, fundadora del Centro Mae en Monterrey, la presencia de una doula puede incluso facilitar la comunicación entre la futura madre y el personal clínico, ya que su comprensión del proceso contribuye a que las mujeres estén informadas y puedan esquivar situaciones que conducen a violencia obstétrica. Hablar de la importancia del acompañamiento antes, durante y después de dar a luz no implica despreciar los avances médicos, que han conseguido mejoras significativas en cuanto a salud reproductiva y salvado una enorme cantidad de vidas. Es fundamental dejar claro que las razones detrás de la violencia obstétrica son estructurales y rebasan por mucho a la voluntad individual del personal de salud, que también está sometido a presiones y no siempre cuenta con las condiciones óptimas para realizar su trabajo. Más que encontrar culpables con nombre y apellido, se trata de avanzar hacia un sistema médico que no considere los ciclos vitales de las mujeres –desde la menstruación hasta la menopausia, pasando por el embarazo y el parto– como patologías.
Es fundamental dejar claro que las razones detrás de la violencia obstétrica son estructurales y rebasan por mucho a la voluntad individual del personal de salud
No se trata tampoco de obligar a las mujeres a parir en casa si no lo desean. Ese tipo de mandatos, que en teoría son logros feministas pero en la práctica se viven más como obligaciones, se añaden al catálogo de culpas de las madres, que de por sí es vasto y complejo: parirás vaginalmente, en casa, sin epidural; alimentarás a tu bebé con lactancia materna exclusiva a libre demanda; te quedarás con él en casa el mayor tiempo posible, prepararás sólo alimentos orgánicos sin azúcar, sin televisión, sin videojuegos; criarás respetuosamente y con disciplina positiva, etcétera. Suena obvio pero quizás no lo es tanto: lo que debe respetarse en el llamado parto respetado es la voluntad de la madre y su derecho a contar con la información necesaria para hacer lo que ella quiera. “Hay sólo dos maneras de atender un parto: bien y mal. La buena aplica las recomendaciones científicas y los protocolos acordados; la mala supone seguir usando protocolos antiguos que no se rigen por la evidencia científica y que ponen en riesgo al bebé y a la madre”, dice Claudia Pariente, coordinadora de comunicación de la asociación española El Parto es Nuestro. Porque sí, un parto exitoso es aquel en el que tanto madre como bebé resultan sanos, pero la salud no es sólo salir vivos, sino también con las menos secuelas físicas y mentales posibles.
Aunque, junto con morir, nacer es la experiencia más universal que existe, las futuras madres suelen ser vistas no como individuos, sino como cuerpos gestantes incapaces de tomar decisiones. Pero cómo nacemos es un tema que nos incumbe a todos y cuyo impacto social solemos subestimar. A fin de cuentas, todas las personas del mundo hemos estado presentes en, al menos, un parto: el nuestro. El camino hacia un parto más gozoso no pasa por encontrar una voz que se erija como la verdad absoluta, sino por asegurarnos de tener información y alternativas para elegir en libertad.
El mundo de la medicina occidental y el de las parteras y doulas no son opuestos. Al contrario, la presencia de estas mujeres puede ayudar a que las embarazadas vivan menos violencia obstétrica y tengan partos más libres, informados y gozosos.
El mandato está ahí desde el principio. Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor darás a luz los hijos: se lo advirtió dios a Eva en el Génesis, y vaya que nos lo hemos tomado en serio. No sólo el parto sino el protocolo de seguimiento del embarazo parecen estar diseñados para someternos. El tono condescendiente con el que la gente se dirige a las futuras madres, los protocolos médicos que hasta la fecha reproducen prohibiciones y expectativas absurdas, los procedimientos invasivos en los que algunos insisten antes, durante y después de parir. Y más vale aguantar, porque si no dejamos todo en manos de los médicos estamos poniendo en riesgo nuestra vida y la del bebé. O eso dicen.
“Soy el centro de una atrocidad”, exclama la parturienta primera voz del poema “Tres mujeres”, que Sylvia Plath escribió en 1962 y que sigue resonando tenebrosamente. Porque al margen de jardines del edén y frutos prohibidos, es un hecho que el parto es una de las experiencias que más temor inspira. Y con razón: la amenaza del dolor insoportable que nos han cantado desde niñas, sumada a la falta de información clara y la medicalización excesiva del proceso, han hecho que las mujeres sientan que lo mejor es hacerse un lado y ser espectadoras de uno de los momentos más potentes de su vida.
"A una de cada diez mujeres a las que se les hizo una cesárea no se le informó la razón, ni le pidieron su permiso".
Cualquier acción u omisión por parte del personal de salud que cause un daño físico o psicológico durante el embarazo, parto y puerperio constituye un caso de violencia obstétrica: desde actos discriminatorios, trato deshumanizado y prácticas invasivas injustificadas hasta agresiones más graves como la esterilización no consentida o el retraso de la atención médica urgente. Fue apenas en 2014 que la Organización Mundial de la Salud publicó una declaración en la que se denuncia el maltrato que reciben las mujeres en la atención al parto y en 2019 la Organización de las Naciones Unidas dio a conocer un informe en el que Dubravka Šimonović, relatora especial sobre la violencia contra la mujer, reconoce y analiza este tipo de violencia.
Si bien en México las cifras al respecto siguen siendo insuficientes, apuntan claramente en la dirección sospechada. Según la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares del Inegi (2016), la primera encuesta nacional que tiene un apartado sobre la atención obstétrica en nuestro país, 33.4% de las mujeres de 15 a 49 años que tuvieron un parto o cesárea sufrieron algún maltrato, desde gritos, regaños y actitudes humillantes hasta obligarlas a permanecer en una posición molesta o presionarlas para que aceptaran algún método anticonceptivo o una operación para no tener más hijos (en el 4.2% de los casos simplemente las esterilizaron sin su consentimiento). Por otro lado, a una de cada diez mujeres a las que se les hizo una cesárea no se le informó la razón, ni le pidieron su permiso.
Una de las estrategias para mitigar esta violencia ha sido la presencia de mujeres que acompañan el parto, ya sean doulas, que brindan apoyo físico y emocional (con ejercicios de preparación y masajes durante el trabajo de parto para reducir el dolor y facilitar el nacimiento, por ejemplo, además de acompañar para darle confianza e información oportuna a la madre), o parteras, que están capacitadas para recibir bebés en casa en embarazos de bajo riesgo. De acuerdo con un reporte dado a conocer en 2013 por el Simkin Center, el acompañamiento durante el parto reduce las cesáreas en un 28% y hace 34% menos probable que una mujer evalúe negativamente su experiencia del parto en el largo plazo.
Sofía Valenzuela, arquitecta feminista y madre de dos, dio seguimiento a su primer parto de manera paralela con un ginecólogo y con sus parteras. La posibilidad de parir en casa se fue dibujando poco a poco, y mucho tuvo que ver el contraste entre el trato que le daba el médico y la confianza que iba construyendo con las mujeres que guiaban su proceso. “Siempre salía de las consultas con ellas muy feliz, se tomaban el tiempo necesario y resolvían todas mis dudas”, me cuenta, y esa cercanía inclinó la balanza hacia recibir a su primera hija en casa. Unos años después, cuando supo que esperaba un hijo, la decisión fue mucho más inmediata.
Lamentablemente, fuera de algunos programas muy específicos, como el puesto en marcha por el doctor Christian Mera en el Hospital Materno Infantil de Chimalhuacán, el acompañamiento durante el embarazo no está entre las prioridades del ámbito de la salud pública, lo cual ha impedido recaudar un cuerpo de evidencia sólida que despeje dudas sobre sus beneficios. Además, el hecho de que el sistema no lo reconozca como un servicio básico de salud implica que la mayoría de los hospitales prohíban la entrada a las doulas, sumando a la brecha gigantesca que se abre entre las mujeres que pueden pagar un hospital privado y las que dan a luz en el sistema de salud público, con sus restricciones y violencias.
Es por eso que, por ahora, la mejor fuente de información son los testimonios de las madres y grupos de parteras que, periódicamente, comparten sus hallazgos. “Es un tema que tiene que ser abordado de manera cualitativa”, aventura Dunia Campos, comunicóloga, doula y terapeuta, e insiste en la relevancia de escuchar las historias de las mujeres cuyas experiencias –y las de sus bebés– se han visto transformadas radicalmente por el acompañamiento de otras mujeres.
"El acompañamiento durante el parto reduce las cesáreas en un 28%".
Según el estudio “El estado de las matronas en el mundo 2021”, del Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA, por sus siglas en inglés), el trabajo de las parteras “facilita que una mujer viva el parto de manera positiva”, además de mejorar los resultados en materia de salud reproductiva, reduciendo el número de cesáreas y mitigando la violencia obstétrica. Sin embargo, de acuerdo con cifras de la Dirección General de Información en Salud (DGIS), en México menos del 6% de los nacimientos fueron atendidos por parteras entre 2010 y 2019. ¿A qué se debe este porcentaje tan reducido? Por un lado, la falta de información hace que el parto en casa parezca una decisión riesgosa, cuando en general no lo es. “Cuando decía que iba a parir en casa, mucha gente me transmitía sus miedos”, me cuenta Sofía. “Con tu cuerpo haz lo que quieras, pero con el de tu hija no”, y otras afirmaciones de este tipo la hacían sentir irresponsable y egoísta. Además, la falta de reconocimiento, retribución justa y oportunidades de formación desalienta la labor de las parteras, lo cual deriva en una escasez de sus servicios. En su informe, el UNFPA recalca que se necesitan más de 900 mil parteras, principalmente en países de bajos ingresos, para hacerle frente a las 810 muertes maternas que se producen todos los días en el mundo, sumadas a las 2.4 millones de muertes neonatales anuales. En México, las instituciones que forman parteras de manera “oficial” son insuficientes, por lo que muchas mujeres han optado por un modelo de mentoría en el que los saberes prácticos y teóricos se transmiten personalizada y directamente, pero sin que exista un certificado que avale su práctica de manera más estructurada. Es en parte por esta falta de opciones que el número de parteras en nuestro país apenas ha crecido en las últimas décadas.
Pero la reducción de la violencia no es la única razón por la que algunas mujeres están optando por un parto distinto. “Una de las principales ventajas de parir en casa”, dice Sofía, “fue la posibilidad de fortalecer los saberes ancestrales que estudian las parteras y perpetuar un oficio que está muriendo por los partos medicalizados. Ellas me brindaron un acompañamiento emocional, casi espiritual, durante el embarazo”. Este punto de vista, por supuesto, no es nuevo. Históricamente, la asistencia del parto ha estado en manos femeninas, parteras tradicionales con prestigio en su comunidad que contaban con abundantes recursos terapéuticos para aliviar los problemas más comunes durante el alumbramiento. Fue en la Edad Media que la Iglesia incursionó en el campo de la salud y su labor empezó a desprestigiarse. Para el siglo XVIII, los hombres ya habían adquirido un papel central en la atención de los partos, sobre todo en las instituciones médicas que operaban en las ciudades.
Esto alteró por completo el panorama. La posición vertical, que suele ser más conveniente para las mujeres, se cambió por una posición horizontal más cómoda para los médicos. Aparecieron el fórceps, la episiotomía y la maniobra de Kristeller (métodos que apresuran la salida del bebé extrayéndolo con tenazas o a través de incisiones quirúrgicas en la zona de tejido blando entre la abertura vaginal y el ano y presiones con ambos puños sobre el fondo del útero, respectivamente) y empezaron a usarse fármacos para acelerar el proceso de alumbramiento. “La medicalización del parto fue resultado de una pugna por el control del cuerpo femenino y la desconfianza de los hombres en nuestra capacidad de parir”, escribe Esther Vivas en Mamá desobediente. A partir de los años setenta del siglo XX, la atención al parto se desplazó casi por completo al ámbito hospitalario, donde, como sucede con todo procedimiento industrializado, el objetivo es agilizar los tiempos para obtener la utilidad máxima. Entre más medicamentos induzcan el parto artificialmente, más rápido terminamos. Entre más cesáreas puedas programar en un día, mayor control y eficiencia de los recursos. Pero dado que estos avances ocurrieron principalmente en los centros urbanos, la práctica de la partería siguió teniendo un papel central en los rincones del mundo a donde los servicios de salud no llegan, que son muchísimos, y estas dos maneras de ver el mundo se fueron separando hasta parecer alternativas que compiten ente ellas.
Pero en el fondo, no se trata de elegir entre una cosa y otra. Según Teresa Navarro, fundadora del Centro Mae en Monterrey, la presencia de una doula puede incluso facilitar la comunicación entre la futura madre y el personal clínico, ya que su comprensión del proceso contribuye a que las mujeres estén informadas y puedan esquivar situaciones que conducen a violencia obstétrica. Hablar de la importancia del acompañamiento antes, durante y después de dar a luz no implica despreciar los avances médicos, que han conseguido mejoras significativas en cuanto a salud reproductiva y salvado una enorme cantidad de vidas. Es fundamental dejar claro que las razones detrás de la violencia obstétrica son estructurales y rebasan por mucho a la voluntad individual del personal de salud, que también está sometido a presiones y no siempre cuenta con las condiciones óptimas para realizar su trabajo. Más que encontrar culpables con nombre y apellido, se trata de avanzar hacia un sistema médico que no considere los ciclos vitales de las mujeres –desde la menstruación hasta la menopausia, pasando por el embarazo y el parto– como patologías.
Es fundamental dejar claro que las razones detrás de la violencia obstétrica son estructurales y rebasan por mucho a la voluntad individual del personal de salud
No se trata tampoco de obligar a las mujeres a parir en casa si no lo desean. Ese tipo de mandatos, que en teoría son logros feministas pero en la práctica se viven más como obligaciones, se añaden al catálogo de culpas de las madres, que de por sí es vasto y complejo: parirás vaginalmente, en casa, sin epidural; alimentarás a tu bebé con lactancia materna exclusiva a libre demanda; te quedarás con él en casa el mayor tiempo posible, prepararás sólo alimentos orgánicos sin azúcar, sin televisión, sin videojuegos; criarás respetuosamente y con disciplina positiva, etcétera. Suena obvio pero quizás no lo es tanto: lo que debe respetarse en el llamado parto respetado es la voluntad de la madre y su derecho a contar con la información necesaria para hacer lo que ella quiera. “Hay sólo dos maneras de atender un parto: bien y mal. La buena aplica las recomendaciones científicas y los protocolos acordados; la mala supone seguir usando protocolos antiguos que no se rigen por la evidencia científica y que ponen en riesgo al bebé y a la madre”, dice Claudia Pariente, coordinadora de comunicación de la asociación española El Parto es Nuestro. Porque sí, un parto exitoso es aquel en el que tanto madre como bebé resultan sanos, pero la salud no es sólo salir vivos, sino también con las menos secuelas físicas y mentales posibles.
Aunque, junto con morir, nacer es la experiencia más universal que existe, las futuras madres suelen ser vistas no como individuos, sino como cuerpos gestantes incapaces de tomar decisiones. Pero cómo nacemos es un tema que nos incumbe a todos y cuyo impacto social solemos subestimar. A fin de cuentas, todas las personas del mundo hemos estado presentes en, al menos, un parto: el nuestro. El camino hacia un parto más gozoso no pasa por encontrar una voz que se erija como la verdad absoluta, sino por asegurarnos de tener información y alternativas para elegir en libertad.
El mundo de la medicina occidental y el de las parteras y doulas no son opuestos. Al contrario, la presencia de estas mujeres puede ayudar a que las embarazadas vivan menos violencia obstétrica y tengan partos más libres, informados y gozosos.
El mandato está ahí desde el principio. Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor darás a luz los hijos: se lo advirtió dios a Eva en el Génesis, y vaya que nos lo hemos tomado en serio. No sólo el parto sino el protocolo de seguimiento del embarazo parecen estar diseñados para someternos. El tono condescendiente con el que la gente se dirige a las futuras madres, los protocolos médicos que hasta la fecha reproducen prohibiciones y expectativas absurdas, los procedimientos invasivos en los que algunos insisten antes, durante y después de parir. Y más vale aguantar, porque si no dejamos todo en manos de los médicos estamos poniendo en riesgo nuestra vida y la del bebé. O eso dicen.
“Soy el centro de una atrocidad”, exclama la parturienta primera voz del poema “Tres mujeres”, que Sylvia Plath escribió en 1962 y que sigue resonando tenebrosamente. Porque al margen de jardines del edén y frutos prohibidos, es un hecho que el parto es una de las experiencias que más temor inspira. Y con razón: la amenaza del dolor insoportable que nos han cantado desde niñas, sumada a la falta de información clara y la medicalización excesiva del proceso, han hecho que las mujeres sientan que lo mejor es hacerse un lado y ser espectadoras de uno de los momentos más potentes de su vida.
"A una de cada diez mujeres a las que se les hizo una cesárea no se le informó la razón, ni le pidieron su permiso".
Cualquier acción u omisión por parte del personal de salud que cause un daño físico o psicológico durante el embarazo, parto y puerperio constituye un caso de violencia obstétrica: desde actos discriminatorios, trato deshumanizado y prácticas invasivas injustificadas hasta agresiones más graves como la esterilización no consentida o el retraso de la atención médica urgente. Fue apenas en 2014 que la Organización Mundial de la Salud publicó una declaración en la que se denuncia el maltrato que reciben las mujeres en la atención al parto y en 2019 la Organización de las Naciones Unidas dio a conocer un informe en el que Dubravka Šimonović, relatora especial sobre la violencia contra la mujer, reconoce y analiza este tipo de violencia.
Si bien en México las cifras al respecto siguen siendo insuficientes, apuntan claramente en la dirección sospechada. Según la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares del Inegi (2016), la primera encuesta nacional que tiene un apartado sobre la atención obstétrica en nuestro país, 33.4% de las mujeres de 15 a 49 años que tuvieron un parto o cesárea sufrieron algún maltrato, desde gritos, regaños y actitudes humillantes hasta obligarlas a permanecer en una posición molesta o presionarlas para que aceptaran algún método anticonceptivo o una operación para no tener más hijos (en el 4.2% de los casos simplemente las esterilizaron sin su consentimiento). Por otro lado, a una de cada diez mujeres a las que se les hizo una cesárea no se le informó la razón, ni le pidieron su permiso.
Una de las estrategias para mitigar esta violencia ha sido la presencia de mujeres que acompañan el parto, ya sean doulas, que brindan apoyo físico y emocional (con ejercicios de preparación y masajes durante el trabajo de parto para reducir el dolor y facilitar el nacimiento, por ejemplo, además de acompañar para darle confianza e información oportuna a la madre), o parteras, que están capacitadas para recibir bebés en casa en embarazos de bajo riesgo. De acuerdo con un reporte dado a conocer en 2013 por el Simkin Center, el acompañamiento durante el parto reduce las cesáreas en un 28% y hace 34% menos probable que una mujer evalúe negativamente su experiencia del parto en el largo plazo.
Sofía Valenzuela, arquitecta feminista y madre de dos, dio seguimiento a su primer parto de manera paralela con un ginecólogo y con sus parteras. La posibilidad de parir en casa se fue dibujando poco a poco, y mucho tuvo que ver el contraste entre el trato que le daba el médico y la confianza que iba construyendo con las mujeres que guiaban su proceso. “Siempre salía de las consultas con ellas muy feliz, se tomaban el tiempo necesario y resolvían todas mis dudas”, me cuenta, y esa cercanía inclinó la balanza hacia recibir a su primera hija en casa. Unos años después, cuando supo que esperaba un hijo, la decisión fue mucho más inmediata.
Lamentablemente, fuera de algunos programas muy específicos, como el puesto en marcha por el doctor Christian Mera en el Hospital Materno Infantil de Chimalhuacán, el acompañamiento durante el embarazo no está entre las prioridades del ámbito de la salud pública, lo cual ha impedido recaudar un cuerpo de evidencia sólida que despeje dudas sobre sus beneficios. Además, el hecho de que el sistema no lo reconozca como un servicio básico de salud implica que la mayoría de los hospitales prohíban la entrada a las doulas, sumando a la brecha gigantesca que se abre entre las mujeres que pueden pagar un hospital privado y las que dan a luz en el sistema de salud público, con sus restricciones y violencias.
Es por eso que, por ahora, la mejor fuente de información son los testimonios de las madres y grupos de parteras que, periódicamente, comparten sus hallazgos. “Es un tema que tiene que ser abordado de manera cualitativa”, aventura Dunia Campos, comunicóloga, doula y terapeuta, e insiste en la relevancia de escuchar las historias de las mujeres cuyas experiencias –y las de sus bebés– se han visto transformadas radicalmente por el acompañamiento de otras mujeres.
"El acompañamiento durante el parto reduce las cesáreas en un 28%".
Según el estudio “El estado de las matronas en el mundo 2021”, del Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA, por sus siglas en inglés), el trabajo de las parteras “facilita que una mujer viva el parto de manera positiva”, además de mejorar los resultados en materia de salud reproductiva, reduciendo el número de cesáreas y mitigando la violencia obstétrica. Sin embargo, de acuerdo con cifras de la Dirección General de Información en Salud (DGIS), en México menos del 6% de los nacimientos fueron atendidos por parteras entre 2010 y 2019. ¿A qué se debe este porcentaje tan reducido? Por un lado, la falta de información hace que el parto en casa parezca una decisión riesgosa, cuando en general no lo es. “Cuando decía que iba a parir en casa, mucha gente me transmitía sus miedos”, me cuenta Sofía. “Con tu cuerpo haz lo que quieras, pero con el de tu hija no”, y otras afirmaciones de este tipo la hacían sentir irresponsable y egoísta. Además, la falta de reconocimiento, retribución justa y oportunidades de formación desalienta la labor de las parteras, lo cual deriva en una escasez de sus servicios. En su informe, el UNFPA recalca que se necesitan más de 900 mil parteras, principalmente en países de bajos ingresos, para hacerle frente a las 810 muertes maternas que se producen todos los días en el mundo, sumadas a las 2.4 millones de muertes neonatales anuales. En México, las instituciones que forman parteras de manera “oficial” son insuficientes, por lo que muchas mujeres han optado por un modelo de mentoría en el que los saberes prácticos y teóricos se transmiten personalizada y directamente, pero sin que exista un certificado que avale su práctica de manera más estructurada. Es en parte por esta falta de opciones que el número de parteras en nuestro país apenas ha crecido en las últimas décadas.
Pero la reducción de la violencia no es la única razón por la que algunas mujeres están optando por un parto distinto. “Una de las principales ventajas de parir en casa”, dice Sofía, “fue la posibilidad de fortalecer los saberes ancestrales que estudian las parteras y perpetuar un oficio que está muriendo por los partos medicalizados. Ellas me brindaron un acompañamiento emocional, casi espiritual, durante el embarazo”. Este punto de vista, por supuesto, no es nuevo. Históricamente, la asistencia del parto ha estado en manos femeninas, parteras tradicionales con prestigio en su comunidad que contaban con abundantes recursos terapéuticos para aliviar los problemas más comunes durante el alumbramiento. Fue en la Edad Media que la Iglesia incursionó en el campo de la salud y su labor empezó a desprestigiarse. Para el siglo XVIII, los hombres ya habían adquirido un papel central en la atención de los partos, sobre todo en las instituciones médicas que operaban en las ciudades.
Esto alteró por completo el panorama. La posición vertical, que suele ser más conveniente para las mujeres, se cambió por una posición horizontal más cómoda para los médicos. Aparecieron el fórceps, la episiotomía y la maniobra de Kristeller (métodos que apresuran la salida del bebé extrayéndolo con tenazas o a través de incisiones quirúrgicas en la zona de tejido blando entre la abertura vaginal y el ano y presiones con ambos puños sobre el fondo del útero, respectivamente) y empezaron a usarse fármacos para acelerar el proceso de alumbramiento. “La medicalización del parto fue resultado de una pugna por el control del cuerpo femenino y la desconfianza de los hombres en nuestra capacidad de parir”, escribe Esther Vivas en Mamá desobediente. A partir de los años setenta del siglo XX, la atención al parto se desplazó casi por completo al ámbito hospitalario, donde, como sucede con todo procedimiento industrializado, el objetivo es agilizar los tiempos para obtener la utilidad máxima. Entre más medicamentos induzcan el parto artificialmente, más rápido terminamos. Entre más cesáreas puedas programar en un día, mayor control y eficiencia de los recursos. Pero dado que estos avances ocurrieron principalmente en los centros urbanos, la práctica de la partería siguió teniendo un papel central en los rincones del mundo a donde los servicios de salud no llegan, que son muchísimos, y estas dos maneras de ver el mundo se fueron separando hasta parecer alternativas que compiten ente ellas.
Pero en el fondo, no se trata de elegir entre una cosa y otra. Según Teresa Navarro, fundadora del Centro Mae en Monterrey, la presencia de una doula puede incluso facilitar la comunicación entre la futura madre y el personal clínico, ya que su comprensión del proceso contribuye a que las mujeres estén informadas y puedan esquivar situaciones que conducen a violencia obstétrica. Hablar de la importancia del acompañamiento antes, durante y después de dar a luz no implica despreciar los avances médicos, que han conseguido mejoras significativas en cuanto a salud reproductiva y salvado una enorme cantidad de vidas. Es fundamental dejar claro que las razones detrás de la violencia obstétrica son estructurales y rebasan por mucho a la voluntad individual del personal de salud, que también está sometido a presiones y no siempre cuenta con las condiciones óptimas para realizar su trabajo. Más que encontrar culpables con nombre y apellido, se trata de avanzar hacia un sistema médico que no considere los ciclos vitales de las mujeres –desde la menstruación hasta la menopausia, pasando por el embarazo y el parto– como patologías.
Es fundamental dejar claro que las razones detrás de la violencia obstétrica son estructurales y rebasan por mucho a la voluntad individual del personal de salud
No se trata tampoco de obligar a las mujeres a parir en casa si no lo desean. Ese tipo de mandatos, que en teoría son logros feministas pero en la práctica se viven más como obligaciones, se añaden al catálogo de culpas de las madres, que de por sí es vasto y complejo: parirás vaginalmente, en casa, sin epidural; alimentarás a tu bebé con lactancia materna exclusiva a libre demanda; te quedarás con él en casa el mayor tiempo posible, prepararás sólo alimentos orgánicos sin azúcar, sin televisión, sin videojuegos; criarás respetuosamente y con disciplina positiva, etcétera. Suena obvio pero quizás no lo es tanto: lo que debe respetarse en el llamado parto respetado es la voluntad de la madre y su derecho a contar con la información necesaria para hacer lo que ella quiera. “Hay sólo dos maneras de atender un parto: bien y mal. La buena aplica las recomendaciones científicas y los protocolos acordados; la mala supone seguir usando protocolos antiguos que no se rigen por la evidencia científica y que ponen en riesgo al bebé y a la madre”, dice Claudia Pariente, coordinadora de comunicación de la asociación española El Parto es Nuestro. Porque sí, un parto exitoso es aquel en el que tanto madre como bebé resultan sanos, pero la salud no es sólo salir vivos, sino también con las menos secuelas físicas y mentales posibles.
Aunque, junto con morir, nacer es la experiencia más universal que existe, las futuras madres suelen ser vistas no como individuos, sino como cuerpos gestantes incapaces de tomar decisiones. Pero cómo nacemos es un tema que nos incumbe a todos y cuyo impacto social solemos subestimar. A fin de cuentas, todas las personas del mundo hemos estado presentes en, al menos, un parto: el nuestro. El camino hacia un parto más gozoso no pasa por encontrar una voz que se erija como la verdad absoluta, sino por asegurarnos de tener información y alternativas para elegir en libertad.
El mundo de la medicina occidental y el de las parteras y doulas no son opuestos. Al contrario, la presencia de estas mujeres puede ayudar a que las embarazadas vivan menos violencia obstétrica y tengan partos más libres, informados y gozosos.
El mandato está ahí desde el principio. Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor darás a luz los hijos: se lo advirtió dios a Eva en el Génesis, y vaya que nos lo hemos tomado en serio. No sólo el parto sino el protocolo de seguimiento del embarazo parecen estar diseñados para someternos. El tono condescendiente con el que la gente se dirige a las futuras madres, los protocolos médicos que hasta la fecha reproducen prohibiciones y expectativas absurdas, los procedimientos invasivos en los que algunos insisten antes, durante y después de parir. Y más vale aguantar, porque si no dejamos todo en manos de los médicos estamos poniendo en riesgo nuestra vida y la del bebé. O eso dicen.
“Soy el centro de una atrocidad”, exclama la parturienta primera voz del poema “Tres mujeres”, que Sylvia Plath escribió en 1962 y que sigue resonando tenebrosamente. Porque al margen de jardines del edén y frutos prohibidos, es un hecho que el parto es una de las experiencias que más temor inspira. Y con razón: la amenaza del dolor insoportable que nos han cantado desde niñas, sumada a la falta de información clara y la medicalización excesiva del proceso, han hecho que las mujeres sientan que lo mejor es hacerse un lado y ser espectadoras de uno de los momentos más potentes de su vida.
"A una de cada diez mujeres a las que se les hizo una cesárea no se le informó la razón, ni le pidieron su permiso".
Cualquier acción u omisión por parte del personal de salud que cause un daño físico o psicológico durante el embarazo, parto y puerperio constituye un caso de violencia obstétrica: desde actos discriminatorios, trato deshumanizado y prácticas invasivas injustificadas hasta agresiones más graves como la esterilización no consentida o el retraso de la atención médica urgente. Fue apenas en 2014 que la Organización Mundial de la Salud publicó una declaración en la que se denuncia el maltrato que reciben las mujeres en la atención al parto y en 2019 la Organización de las Naciones Unidas dio a conocer un informe en el que Dubravka Šimonović, relatora especial sobre la violencia contra la mujer, reconoce y analiza este tipo de violencia.
Si bien en México las cifras al respecto siguen siendo insuficientes, apuntan claramente en la dirección sospechada. Según la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares del Inegi (2016), la primera encuesta nacional que tiene un apartado sobre la atención obstétrica en nuestro país, 33.4% de las mujeres de 15 a 49 años que tuvieron un parto o cesárea sufrieron algún maltrato, desde gritos, regaños y actitudes humillantes hasta obligarlas a permanecer en una posición molesta o presionarlas para que aceptaran algún método anticonceptivo o una operación para no tener más hijos (en el 4.2% de los casos simplemente las esterilizaron sin su consentimiento). Por otro lado, a una de cada diez mujeres a las que se les hizo una cesárea no se le informó la razón, ni le pidieron su permiso.
Una de las estrategias para mitigar esta violencia ha sido la presencia de mujeres que acompañan el parto, ya sean doulas, que brindan apoyo físico y emocional (con ejercicios de preparación y masajes durante el trabajo de parto para reducir el dolor y facilitar el nacimiento, por ejemplo, además de acompañar para darle confianza e información oportuna a la madre), o parteras, que están capacitadas para recibir bebés en casa en embarazos de bajo riesgo. De acuerdo con un reporte dado a conocer en 2013 por el Simkin Center, el acompañamiento durante el parto reduce las cesáreas en un 28% y hace 34% menos probable que una mujer evalúe negativamente su experiencia del parto en el largo plazo.
Sofía Valenzuela, arquitecta feminista y madre de dos, dio seguimiento a su primer parto de manera paralela con un ginecólogo y con sus parteras. La posibilidad de parir en casa se fue dibujando poco a poco, y mucho tuvo que ver el contraste entre el trato que le daba el médico y la confianza que iba construyendo con las mujeres que guiaban su proceso. “Siempre salía de las consultas con ellas muy feliz, se tomaban el tiempo necesario y resolvían todas mis dudas”, me cuenta, y esa cercanía inclinó la balanza hacia recibir a su primera hija en casa. Unos años después, cuando supo que esperaba un hijo, la decisión fue mucho más inmediata.
Lamentablemente, fuera de algunos programas muy específicos, como el puesto en marcha por el doctor Christian Mera en el Hospital Materno Infantil de Chimalhuacán, el acompañamiento durante el embarazo no está entre las prioridades del ámbito de la salud pública, lo cual ha impedido recaudar un cuerpo de evidencia sólida que despeje dudas sobre sus beneficios. Además, el hecho de que el sistema no lo reconozca como un servicio básico de salud implica que la mayoría de los hospitales prohíban la entrada a las doulas, sumando a la brecha gigantesca que se abre entre las mujeres que pueden pagar un hospital privado y las que dan a luz en el sistema de salud público, con sus restricciones y violencias.
Es por eso que, por ahora, la mejor fuente de información son los testimonios de las madres y grupos de parteras que, periódicamente, comparten sus hallazgos. “Es un tema que tiene que ser abordado de manera cualitativa”, aventura Dunia Campos, comunicóloga, doula y terapeuta, e insiste en la relevancia de escuchar las historias de las mujeres cuyas experiencias –y las de sus bebés– se han visto transformadas radicalmente por el acompañamiento de otras mujeres.
"El acompañamiento durante el parto reduce las cesáreas en un 28%".
Según el estudio “El estado de las matronas en el mundo 2021”, del Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA, por sus siglas en inglés), el trabajo de las parteras “facilita que una mujer viva el parto de manera positiva”, además de mejorar los resultados en materia de salud reproductiva, reduciendo el número de cesáreas y mitigando la violencia obstétrica. Sin embargo, de acuerdo con cifras de la Dirección General de Información en Salud (DGIS), en México menos del 6% de los nacimientos fueron atendidos por parteras entre 2010 y 2019. ¿A qué se debe este porcentaje tan reducido? Por un lado, la falta de información hace que el parto en casa parezca una decisión riesgosa, cuando en general no lo es. “Cuando decía que iba a parir en casa, mucha gente me transmitía sus miedos”, me cuenta Sofía. “Con tu cuerpo haz lo que quieras, pero con el de tu hija no”, y otras afirmaciones de este tipo la hacían sentir irresponsable y egoísta. Además, la falta de reconocimiento, retribución justa y oportunidades de formación desalienta la labor de las parteras, lo cual deriva en una escasez de sus servicios. En su informe, el UNFPA recalca que se necesitan más de 900 mil parteras, principalmente en países de bajos ingresos, para hacerle frente a las 810 muertes maternas que se producen todos los días en el mundo, sumadas a las 2.4 millones de muertes neonatales anuales. En México, las instituciones que forman parteras de manera “oficial” son insuficientes, por lo que muchas mujeres han optado por un modelo de mentoría en el que los saberes prácticos y teóricos se transmiten personalizada y directamente, pero sin que exista un certificado que avale su práctica de manera más estructurada. Es en parte por esta falta de opciones que el número de parteras en nuestro país apenas ha crecido en las últimas décadas.
Pero la reducción de la violencia no es la única razón por la que algunas mujeres están optando por un parto distinto. “Una de las principales ventajas de parir en casa”, dice Sofía, “fue la posibilidad de fortalecer los saberes ancestrales que estudian las parteras y perpetuar un oficio que está muriendo por los partos medicalizados. Ellas me brindaron un acompañamiento emocional, casi espiritual, durante el embarazo”. Este punto de vista, por supuesto, no es nuevo. Históricamente, la asistencia del parto ha estado en manos femeninas, parteras tradicionales con prestigio en su comunidad que contaban con abundantes recursos terapéuticos para aliviar los problemas más comunes durante el alumbramiento. Fue en la Edad Media que la Iglesia incursionó en el campo de la salud y su labor empezó a desprestigiarse. Para el siglo XVIII, los hombres ya habían adquirido un papel central en la atención de los partos, sobre todo en las instituciones médicas que operaban en las ciudades.
Esto alteró por completo el panorama. La posición vertical, que suele ser más conveniente para las mujeres, se cambió por una posición horizontal más cómoda para los médicos. Aparecieron el fórceps, la episiotomía y la maniobra de Kristeller (métodos que apresuran la salida del bebé extrayéndolo con tenazas o a través de incisiones quirúrgicas en la zona de tejido blando entre la abertura vaginal y el ano y presiones con ambos puños sobre el fondo del útero, respectivamente) y empezaron a usarse fármacos para acelerar el proceso de alumbramiento. “La medicalización del parto fue resultado de una pugna por el control del cuerpo femenino y la desconfianza de los hombres en nuestra capacidad de parir”, escribe Esther Vivas en Mamá desobediente. A partir de los años setenta del siglo XX, la atención al parto se desplazó casi por completo al ámbito hospitalario, donde, como sucede con todo procedimiento industrializado, el objetivo es agilizar los tiempos para obtener la utilidad máxima. Entre más medicamentos induzcan el parto artificialmente, más rápido terminamos. Entre más cesáreas puedas programar en un día, mayor control y eficiencia de los recursos. Pero dado que estos avances ocurrieron principalmente en los centros urbanos, la práctica de la partería siguió teniendo un papel central en los rincones del mundo a donde los servicios de salud no llegan, que son muchísimos, y estas dos maneras de ver el mundo se fueron separando hasta parecer alternativas que compiten ente ellas.
Pero en el fondo, no se trata de elegir entre una cosa y otra. Según Teresa Navarro, fundadora del Centro Mae en Monterrey, la presencia de una doula puede incluso facilitar la comunicación entre la futura madre y el personal clínico, ya que su comprensión del proceso contribuye a que las mujeres estén informadas y puedan esquivar situaciones que conducen a violencia obstétrica. Hablar de la importancia del acompañamiento antes, durante y después de dar a luz no implica despreciar los avances médicos, que han conseguido mejoras significativas en cuanto a salud reproductiva y salvado una enorme cantidad de vidas. Es fundamental dejar claro que las razones detrás de la violencia obstétrica son estructurales y rebasan por mucho a la voluntad individual del personal de salud, que también está sometido a presiones y no siempre cuenta con las condiciones óptimas para realizar su trabajo. Más que encontrar culpables con nombre y apellido, se trata de avanzar hacia un sistema médico que no considere los ciclos vitales de las mujeres –desde la menstruación hasta la menopausia, pasando por el embarazo y el parto– como patologías.
Es fundamental dejar claro que las razones detrás de la violencia obstétrica son estructurales y rebasan por mucho a la voluntad individual del personal de salud
No se trata tampoco de obligar a las mujeres a parir en casa si no lo desean. Ese tipo de mandatos, que en teoría son logros feministas pero en la práctica se viven más como obligaciones, se añaden al catálogo de culpas de las madres, que de por sí es vasto y complejo: parirás vaginalmente, en casa, sin epidural; alimentarás a tu bebé con lactancia materna exclusiva a libre demanda; te quedarás con él en casa el mayor tiempo posible, prepararás sólo alimentos orgánicos sin azúcar, sin televisión, sin videojuegos; criarás respetuosamente y con disciplina positiva, etcétera. Suena obvio pero quizás no lo es tanto: lo que debe respetarse en el llamado parto respetado es la voluntad de la madre y su derecho a contar con la información necesaria para hacer lo que ella quiera. “Hay sólo dos maneras de atender un parto: bien y mal. La buena aplica las recomendaciones científicas y los protocolos acordados; la mala supone seguir usando protocolos antiguos que no se rigen por la evidencia científica y que ponen en riesgo al bebé y a la madre”, dice Claudia Pariente, coordinadora de comunicación de la asociación española El Parto es Nuestro. Porque sí, un parto exitoso es aquel en el que tanto madre como bebé resultan sanos, pero la salud no es sólo salir vivos, sino también con las menos secuelas físicas y mentales posibles.
Aunque, junto con morir, nacer es la experiencia más universal que existe, las futuras madres suelen ser vistas no como individuos, sino como cuerpos gestantes incapaces de tomar decisiones. Pero cómo nacemos es un tema que nos incumbe a todos y cuyo impacto social solemos subestimar. A fin de cuentas, todas las personas del mundo hemos estado presentes en, al menos, un parto: el nuestro. El camino hacia un parto más gozoso no pasa por encontrar una voz que se erija como la verdad absoluta, sino por asegurarnos de tener información y alternativas para elegir en libertad.
El mundo de la medicina occidental y el de las parteras y doulas no son opuestos. Al contrario, la presencia de estas mujeres puede ayudar a que las embarazadas vivan menos violencia obstétrica y tengan partos más libres, informados y gozosos.
El mandato está ahí desde el principio. Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor darás a luz los hijos: se lo advirtió dios a Eva en el Génesis, y vaya que nos lo hemos tomado en serio. No sólo el parto sino el protocolo de seguimiento del embarazo parecen estar diseñados para someternos. El tono condescendiente con el que la gente se dirige a las futuras madres, los protocolos médicos que hasta la fecha reproducen prohibiciones y expectativas absurdas, los procedimientos invasivos en los que algunos insisten antes, durante y después de parir. Y más vale aguantar, porque si no dejamos todo en manos de los médicos estamos poniendo en riesgo nuestra vida y la del bebé. O eso dicen.
“Soy el centro de una atrocidad”, exclama la parturienta primera voz del poema “Tres mujeres”, que Sylvia Plath escribió en 1962 y que sigue resonando tenebrosamente. Porque al margen de jardines del edén y frutos prohibidos, es un hecho que el parto es una de las experiencias que más temor inspira. Y con razón: la amenaza del dolor insoportable que nos han cantado desde niñas, sumada a la falta de información clara y la medicalización excesiva del proceso, han hecho que las mujeres sientan que lo mejor es hacerse un lado y ser espectadoras de uno de los momentos más potentes de su vida.
"A una de cada diez mujeres a las que se les hizo una cesárea no se le informó la razón, ni le pidieron su permiso".
Cualquier acción u omisión por parte del personal de salud que cause un daño físico o psicológico durante el embarazo, parto y puerperio constituye un caso de violencia obstétrica: desde actos discriminatorios, trato deshumanizado y prácticas invasivas injustificadas hasta agresiones más graves como la esterilización no consentida o el retraso de la atención médica urgente. Fue apenas en 2014 que la Organización Mundial de la Salud publicó una declaración en la que se denuncia el maltrato que reciben las mujeres en la atención al parto y en 2019 la Organización de las Naciones Unidas dio a conocer un informe en el que Dubravka Šimonović, relatora especial sobre la violencia contra la mujer, reconoce y analiza este tipo de violencia.
Si bien en México las cifras al respecto siguen siendo insuficientes, apuntan claramente en la dirección sospechada. Según la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares del Inegi (2016), la primera encuesta nacional que tiene un apartado sobre la atención obstétrica en nuestro país, 33.4% de las mujeres de 15 a 49 años que tuvieron un parto o cesárea sufrieron algún maltrato, desde gritos, regaños y actitudes humillantes hasta obligarlas a permanecer en una posición molesta o presionarlas para que aceptaran algún método anticonceptivo o una operación para no tener más hijos (en el 4.2% de los casos simplemente las esterilizaron sin su consentimiento). Por otro lado, a una de cada diez mujeres a las que se les hizo una cesárea no se le informó la razón, ni le pidieron su permiso.
Una de las estrategias para mitigar esta violencia ha sido la presencia de mujeres que acompañan el parto, ya sean doulas, que brindan apoyo físico y emocional (con ejercicios de preparación y masajes durante el trabajo de parto para reducir el dolor y facilitar el nacimiento, por ejemplo, además de acompañar para darle confianza e información oportuna a la madre), o parteras, que están capacitadas para recibir bebés en casa en embarazos de bajo riesgo. De acuerdo con un reporte dado a conocer en 2013 por el Simkin Center, el acompañamiento durante el parto reduce las cesáreas en un 28% y hace 34% menos probable que una mujer evalúe negativamente su experiencia del parto en el largo plazo.
Sofía Valenzuela, arquitecta feminista y madre de dos, dio seguimiento a su primer parto de manera paralela con un ginecólogo y con sus parteras. La posibilidad de parir en casa se fue dibujando poco a poco, y mucho tuvo que ver el contraste entre el trato que le daba el médico y la confianza que iba construyendo con las mujeres que guiaban su proceso. “Siempre salía de las consultas con ellas muy feliz, se tomaban el tiempo necesario y resolvían todas mis dudas”, me cuenta, y esa cercanía inclinó la balanza hacia recibir a su primera hija en casa. Unos años después, cuando supo que esperaba un hijo, la decisión fue mucho más inmediata.
Lamentablemente, fuera de algunos programas muy específicos, como el puesto en marcha por el doctor Christian Mera en el Hospital Materno Infantil de Chimalhuacán, el acompañamiento durante el embarazo no está entre las prioridades del ámbito de la salud pública, lo cual ha impedido recaudar un cuerpo de evidencia sólida que despeje dudas sobre sus beneficios. Además, el hecho de que el sistema no lo reconozca como un servicio básico de salud implica que la mayoría de los hospitales prohíban la entrada a las doulas, sumando a la brecha gigantesca que se abre entre las mujeres que pueden pagar un hospital privado y las que dan a luz en el sistema de salud público, con sus restricciones y violencias.
Es por eso que, por ahora, la mejor fuente de información son los testimonios de las madres y grupos de parteras que, periódicamente, comparten sus hallazgos. “Es un tema que tiene que ser abordado de manera cualitativa”, aventura Dunia Campos, comunicóloga, doula y terapeuta, e insiste en la relevancia de escuchar las historias de las mujeres cuyas experiencias –y las de sus bebés– se han visto transformadas radicalmente por el acompañamiento de otras mujeres.
"El acompañamiento durante el parto reduce las cesáreas en un 28%".
Según el estudio “El estado de las matronas en el mundo 2021”, del Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA, por sus siglas en inglés), el trabajo de las parteras “facilita que una mujer viva el parto de manera positiva”, además de mejorar los resultados en materia de salud reproductiva, reduciendo el número de cesáreas y mitigando la violencia obstétrica. Sin embargo, de acuerdo con cifras de la Dirección General de Información en Salud (DGIS), en México menos del 6% de los nacimientos fueron atendidos por parteras entre 2010 y 2019. ¿A qué se debe este porcentaje tan reducido? Por un lado, la falta de información hace que el parto en casa parezca una decisión riesgosa, cuando en general no lo es. “Cuando decía que iba a parir en casa, mucha gente me transmitía sus miedos”, me cuenta Sofía. “Con tu cuerpo haz lo que quieras, pero con el de tu hija no”, y otras afirmaciones de este tipo la hacían sentir irresponsable y egoísta. Además, la falta de reconocimiento, retribución justa y oportunidades de formación desalienta la labor de las parteras, lo cual deriva en una escasez de sus servicios. En su informe, el UNFPA recalca que se necesitan más de 900 mil parteras, principalmente en países de bajos ingresos, para hacerle frente a las 810 muertes maternas que se producen todos los días en el mundo, sumadas a las 2.4 millones de muertes neonatales anuales. En México, las instituciones que forman parteras de manera “oficial” son insuficientes, por lo que muchas mujeres han optado por un modelo de mentoría en el que los saberes prácticos y teóricos se transmiten personalizada y directamente, pero sin que exista un certificado que avale su práctica de manera más estructurada. Es en parte por esta falta de opciones que el número de parteras en nuestro país apenas ha crecido en las últimas décadas.
Pero la reducción de la violencia no es la única razón por la que algunas mujeres están optando por un parto distinto. “Una de las principales ventajas de parir en casa”, dice Sofía, “fue la posibilidad de fortalecer los saberes ancestrales que estudian las parteras y perpetuar un oficio que está muriendo por los partos medicalizados. Ellas me brindaron un acompañamiento emocional, casi espiritual, durante el embarazo”. Este punto de vista, por supuesto, no es nuevo. Históricamente, la asistencia del parto ha estado en manos femeninas, parteras tradicionales con prestigio en su comunidad que contaban con abundantes recursos terapéuticos para aliviar los problemas más comunes durante el alumbramiento. Fue en la Edad Media que la Iglesia incursionó en el campo de la salud y su labor empezó a desprestigiarse. Para el siglo XVIII, los hombres ya habían adquirido un papel central en la atención de los partos, sobre todo en las instituciones médicas que operaban en las ciudades.
Esto alteró por completo el panorama. La posición vertical, que suele ser más conveniente para las mujeres, se cambió por una posición horizontal más cómoda para los médicos. Aparecieron el fórceps, la episiotomía y la maniobra de Kristeller (métodos que apresuran la salida del bebé extrayéndolo con tenazas o a través de incisiones quirúrgicas en la zona de tejido blando entre la abertura vaginal y el ano y presiones con ambos puños sobre el fondo del útero, respectivamente) y empezaron a usarse fármacos para acelerar el proceso de alumbramiento. “La medicalización del parto fue resultado de una pugna por el control del cuerpo femenino y la desconfianza de los hombres en nuestra capacidad de parir”, escribe Esther Vivas en Mamá desobediente. A partir de los años setenta del siglo XX, la atención al parto se desplazó casi por completo al ámbito hospitalario, donde, como sucede con todo procedimiento industrializado, el objetivo es agilizar los tiempos para obtener la utilidad máxima. Entre más medicamentos induzcan el parto artificialmente, más rápido terminamos. Entre más cesáreas puedas programar en un día, mayor control y eficiencia de los recursos. Pero dado que estos avances ocurrieron principalmente en los centros urbanos, la práctica de la partería siguió teniendo un papel central en los rincones del mundo a donde los servicios de salud no llegan, que son muchísimos, y estas dos maneras de ver el mundo se fueron separando hasta parecer alternativas que compiten ente ellas.
Pero en el fondo, no se trata de elegir entre una cosa y otra. Según Teresa Navarro, fundadora del Centro Mae en Monterrey, la presencia de una doula puede incluso facilitar la comunicación entre la futura madre y el personal clínico, ya que su comprensión del proceso contribuye a que las mujeres estén informadas y puedan esquivar situaciones que conducen a violencia obstétrica. Hablar de la importancia del acompañamiento antes, durante y después de dar a luz no implica despreciar los avances médicos, que han conseguido mejoras significativas en cuanto a salud reproductiva y salvado una enorme cantidad de vidas. Es fundamental dejar claro que las razones detrás de la violencia obstétrica son estructurales y rebasan por mucho a la voluntad individual del personal de salud, que también está sometido a presiones y no siempre cuenta con las condiciones óptimas para realizar su trabajo. Más que encontrar culpables con nombre y apellido, se trata de avanzar hacia un sistema médico que no considere los ciclos vitales de las mujeres –desde la menstruación hasta la menopausia, pasando por el embarazo y el parto– como patologías.
Es fundamental dejar claro que las razones detrás de la violencia obstétrica son estructurales y rebasan por mucho a la voluntad individual del personal de salud
No se trata tampoco de obligar a las mujeres a parir en casa si no lo desean. Ese tipo de mandatos, que en teoría son logros feministas pero en la práctica se viven más como obligaciones, se añaden al catálogo de culpas de las madres, que de por sí es vasto y complejo: parirás vaginalmente, en casa, sin epidural; alimentarás a tu bebé con lactancia materna exclusiva a libre demanda; te quedarás con él en casa el mayor tiempo posible, prepararás sólo alimentos orgánicos sin azúcar, sin televisión, sin videojuegos; criarás respetuosamente y con disciplina positiva, etcétera. Suena obvio pero quizás no lo es tanto: lo que debe respetarse en el llamado parto respetado es la voluntad de la madre y su derecho a contar con la información necesaria para hacer lo que ella quiera. “Hay sólo dos maneras de atender un parto: bien y mal. La buena aplica las recomendaciones científicas y los protocolos acordados; la mala supone seguir usando protocolos antiguos que no se rigen por la evidencia científica y que ponen en riesgo al bebé y a la madre”, dice Claudia Pariente, coordinadora de comunicación de la asociación española El Parto es Nuestro. Porque sí, un parto exitoso es aquel en el que tanto madre como bebé resultan sanos, pero la salud no es sólo salir vivos, sino también con las menos secuelas físicas y mentales posibles.
Aunque, junto con morir, nacer es la experiencia más universal que existe, las futuras madres suelen ser vistas no como individuos, sino como cuerpos gestantes incapaces de tomar decisiones. Pero cómo nacemos es un tema que nos incumbe a todos y cuyo impacto social solemos subestimar. A fin de cuentas, todas las personas del mundo hemos estado presentes en, al menos, un parto: el nuestro. El camino hacia un parto más gozoso no pasa por encontrar una voz que se erija como la verdad absoluta, sino por asegurarnos de tener información y alternativas para elegir en libertad.
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