El 28 de septiembre Netflix estrena la nueva película de Andrew Dominik, basada en la novela homónima de Joyce Carol Oates. Aunque son admirables la imaginación cinematográfica de su director y la potencia de su elenco —Ana de Armas interpretando a Marilyn Monroe—, la cinta nos deja preguntas sobre cómo representar la vida de una mujer violentada.
La adaptación de una novela al cine debería partir de la infidelidad. Mucho más que un trámite para hacer visible lo que envuelven las palabras, el cine es un lenguaje distinto de la literatura, como un pájaro de un avión: ambos vuelan pero por razones hasta opuestas y de formas incomparables. El lenguaje escrito de la novela pretende incitar las imágenes y sonidos que cada consciencia lectora pueda proveer, mientras que el cine nos confronta con la ilusión de estar viendo y oyendo la realidad: es más fenómeno que sugerencia porque muestra en lugar de describir. Con esto no pretendo crear una jerarquía sino una distinción que promueva la desobediencia del cine porque, me pregunto, ¿para qué?, y luego, ¿cómo emular un lenguaje con otro? Tradicionalmente las películas han contado las tramas de las novelas para explotar su fama, pero al limitarse a ello por designios comerciales se distraen de la introspección, que requiere de herramientas más abstractas. Por eso importa que el cine tenga la esencia pero no la forma de la novela convencional. El idioma alemán no puede sonar como el español aunque sí puede enunciar lo mismo. La distorsión y el irrespeto se hacen fundamentales, como en el caso de Albert Serra y su Honor de cavalleria (2006), una versión minimalista del Quijote que captura un personaje muy cercano al de Cervantes, sin ceñirse en absoluto a la trama original, y basándose más bien en las herramientas exclusivas del cine: el silencio y el tiempo.
El director australiano Andrew Dominik parece atravesado simultáneamente por la subordinación y la rebeldía en Blonde (2022), basada en la novela homónima de Joyce Carol Oates. Ambas tramas abarcan la vida entera de Norma Jeane Baker, conocida hasta por quienes nunca han visto una película suya como Marilyn Monroe. Oates describió a su protagonista como una actriz brillante que inventó para sí el método, incluso antes de leer a Stanislavski, y una mujer sencilla que hubiera deseado no ser famosa nunca. Pero sobre todo Oates narra a una víctima sometida por su madre, que intentó matarla de niña; por el estudio, sus directivos y los cineastas, que explotaron su cuerpo y su espíritu; por sus amantes, que la perciben como ingenua o como el repugnante estereotipo de puta, y finalmente por la imagen en el espejo y en la pantalla, Marilyn, que se adueña de Norma Jean. Si la caracterización de la novela logra más que la de Dominik es porque ambas narran abusos pero sólo Oates logra crear un mayor equilibrio con la interioridad de su protagonista. Esto no quiere decir que Dominik se limite a los hechos materiales de la novela, sino a que eligió menos oportunidades de representar otras facetas que de ahondar en el abuso tan recurrente.
Estas coyunturas, pocas pero significativas, se presentan, por citar sus mejores ejemplos, en dos escenas que evocan, una, al cineasta danés Carl Theodor Dreyer y un concepto del filósofo Gilles Deleuze; la otra remite a la filmografía del propio Dominik. En la primera, Norma Jean (Ana de Armas) audiciona para un papel en la película Don’t Bother to Knock (1952). El plano, en blanco y negro, se cierra sobre la nariz respingada, los labios y ojos grandes, el cabello inimitablemente rizado y rubio de la actriz, que se empiezan a deformar de la calma a un llanto conmovedor. El plano se queda inmóvil la mayor parte del tiempo, sin cortes, y produce lo que encontró Deleuze en los retratos de la protagonista sufriendo en La passion de Jeanne d'Arc (1928): una imagen-afecto, es decir, un plano donde el rostro se convierte en paisaje, en el espacio abstracto de la emoción. Las tres presencias en el cuadro —De Armas, Baker y Monroe— son palpables en ese momento y Dominik logra una expresión puramente cinematográfica. La escena correspondiente del libro describe el ambiente y la respuesta de los realizadores que observan la audición, pero Blonde, la película, nos pone en el lugar de esos espectadores, salvo cuando un corte nos enseña su decepcionante reacción.
La escena que alude a otras películas de Dominik tiene varios pares a lo largo del metraje, pero esta, que me parece mayor gracias al elenco, encuentra a Norma Jean conversando en un restaurante por primera vez con su héroe, el dramaturgo y futuro esposo Arthur Miller (Adrien Brody). Un silencio tan espeso que parece fabricado se impone sobre el ambiente, como en otras escenas, y oímos apenas a los demás comensales y las voces cuidadosamente expulsadas por De Armas y Brody mientras Norma Jean conmueve al dramaturgo al demostrarle que entendió absolutamente una obra suya. The Assassination of Jesse James by the Coward Robert Ford (2007) y Killing Them Softly (2012) contienen este tipo de conversaciones donde importa más la presencia del elenco que sus palabras. La primera se desarrolla prácticamente sólo a partir de esta clase de escenas y por ello es un western notable en el cine contemporáneo.
En un principio parecería que Dominik va a sostener estas decisiones hasta llegar a los créditos; incluso altera o mantiene ambiguos ciertos pasajes de la trama original, pero tras el matrimonio con Miller comienza a imponerse Oates.
Blonde es una novela que, desde las primeras páginas, se describe a sí misma como ficción y detalla algunas de sus libertades. La Norma Jean de Oates, dice el prefacio, es un invento; en la trama hay eventos que no pasaron y se confunden con los que sí, pero sobre todo parece abundar una tendencia a distorsionar los hechos para ofrecernos un retrato de explotación que colinda, sino es que entra, en la desmesura victimista. En la novela Norma Jean muere asesinada por un agente de la CIA, enviado para proteger la reputación de su amante, John F. Kennedy, y sus dos encuentros con el presidente, sobre todo el último —reproducido fielmente por Dominik— son tristes, grotescos: evidencian el poder masculino concentrado en un hombre para pisotear a una heroína icónica. Al darle una considerable vida interior a su protagonista y el rol de genio, Oates logra cierto equilibrio, a pesar de la tentativa innecesaria de inscribirse en la ficción paranoica estadounidense. Dominik tenía una labor más complicada por la naturaleza fenomenológica de su medio.
Por un rato, Blonde intenta construir su relato sin mucha claridad narrativa; los personajes no suelen tener presentación y Dominik parece más interesado en los momentos que describí antes; antes de llegar a los cuestionamientos, faltaría decir que a lo largo de todo el metraje prevalece una imaginación cinematográfica admirable que juega con los contrastes de luz para crear imágenes parecidas a las de los tabloides en los años cincuenta. En otros momentos la sobreexposición ahoga la pantalla en destellos que manifiestan estados de ánimo y sensación. Aunque el momento en que Norma Jean descubre el placer sexual es tímido —no hay imágenes explícitas, quizás a petición de los productores— Dominik resuelve la falta de tactilidad con distorsiones visuales provocadas por reflejos en vasos, que al menos producen una impresión de éxtasis. No hay que evadir, sin embargo, las imágenes idealizadas de fetos o desde el interior de Norma Jean ante su ginecólogo que se acercan al ridículo de Gaspar Noé en Enter the Void (2009) y, en vez de sugerir el deseo maternal, dejan un tufo antiaborto.
La escena con Kennedy lleva a su culminación una narrativa que, a partir del matrimonio con Miller, empieza a reducir a Norma Jean a un rol estricto de víctima, de loca, de fatalidad en espera. Su muerte, provocada por la enfermedad mental, la adicción, la explotación y la traición, desecha al menos la paranoia de Oates pero es el clímax de una tortura. Kennedy, a diferencia de lo que sugieren los biógrafos, trata a Norma Jean como carne: un par de agentes la llevan cargando a su habitación para que se arregle y el líder del mundo libre la recibe desnudo, distraído con el teléfono y afanado en recibir sexo oral, que Dominik filma como espectáculo. Por supuesto, conseguir una descripción del o de los encuentros de Marilyn Monroe con Kennedy es imposible pero los relatos disponibles sugieren un trato más afable donde ella comunicó por teléfono al presidente con su masajista. ¿Por qué imaginar, entonces, algo tan cruel? Quizás Oates y Dominik respondan que para denunciar, simbólicamente, la explotación real de Monroe y muchas otras actrices, pero más bien terminan cayendo en el dilema de la autorreflexividad.
Al mostrarnos a Norma Jean martirizada, ¿no la atormentan ellos mismos, que deciden qué mostrarnos y qué no? ¿No se hacen sinónimos las atrocidades en pantalla y la representación voluntaria de esos actos? Al menos la novelista y el director buscan sacudir al público bajo la intención de concientizarlo, pero a estas alturas de insensibilidad en las audiencias, expuestas cotidianamente a imágenes más violentas de la realidad, la estrategia merece, al menos, ser cuestionada. Quizá lo que necesite una figura como Marilyn Monroe, tan castigada, tan reducida por su tiempo, sea la comprensión en el nuestro, el descubrimiento de su vastedad. Siendo justos, Blonde intenta dárselo y por ello revive sus alegrías también, pero todas terminan llevándonos a la reconstrucción de su angustia. Hay que dejar de ver en Monroe una narrativa, un símbolo, y empezar a ver al fin a una mujer.