Luciana Kaplan estrena su más reciente documental, La vocera, en el Festival Internacional de Cine en Guadalajara. A través del caso de Marichuy, la mujer indígena que buscó ser candidata presidencial, explora la lucha indígena y la desigualdad social en México.
En 2017, cuando uno veía en la televisión la imagen de María de Jesús Patricio Martínez, mejor conocida como “Marichuy”, resultaba difícil entender la importancia de su candidatura a la presidencia de México. Los prejuicios y la ignorancia de quienes la entrevistaban colgaron alrededor de ella una cortina que tuvo el poder de caricaturizarla más de lo que ya lo está una mujer indígena en México. En el documental La vocera (2020), Luciana Kaplan muestra a un conductor de televisión diciéndole a Marichuy, aparentemente molesto, que él no entiende por qué tendría que lanzarse como una candidata indígena, que un candidato católico se ofrecería a los votantes simplemente como un mexicano. Pero como lo evidencian el documental y el periodismo de mayor calidad, no es lo mismo haber nacido hombre, blanco y católico en la Ciudad de México que crecer nahua en la marginalidad y la traición institucional. Nadie se burla de la apariencia o del acento del citadino al hablar; nadie le cuestiona por qué, pudiendo ser otro, se presenta como lo que es. Resulta inquietante pensar que, si el comunicador que nos muestra Kaplan no entendió la necesidad de una política identitaria, su audiencia probablemente entendió menos.
Ante estos significados evadidos, las imágenes de La vocera buscan tejer una narrativa que enfrente no sólo la ignorancia sino la indisposición a entender realidades distintas. Frente al prejuicio y el privilegio, la experiencia de quien realmente ha sufrido. Pero fiel al estilo y a las convicciones de la propia Marichuy, el documental no es una mera crónica de su vida y de su frustrada campaña por la candidatura presidencial sino una imagen compleja de su misión como vocera del Congreso Nacional Indígena. Marichuy ni estaba ni está sola, como lo explica ella misma durante un mítin en la película, y su aspiración no fue nunca concentrar el poder; al contrario, su “yo” es un “nosotros” que aspiró, más que a la silla presidencial, a visibilizar el abuso contra las comunidades indígenas, tan distintas, pero tan similares en sus reclamos.
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En consecuencia, Kaplan se aleja a menudo de Marichuy para mostrarnos otras voces que luchan junto con ella en la horizontalidad para socavar las imposiciones del centralismo mexicano. A lo largo del documental nos encontramos con activistas de Yucatán que enfrentan las invasiones de las empresas de energía eólica y parques solares; o con el caso de Fidencio Aldama, que en medio de la expulsión de los yaquis en Sonora, fue encarcelado por un crimen que no cometió. Durante una convención de pueblos indígenas, se oyen las disculpas por hablar en tzotzil frente a las distintas comunidades reunidas, y nos topamos así con una muestra irrefutable del respeto que hay de la diversidad hacia sí misma. Esto quizá resulte sorprendente para los espectadores que asumen la identidad indígena como una suerte de uniforme, pero quizás en ese impacto puedan unirse al combate contra la homogeneidad humillante con que conceptualizamos a los pueblos yaquis, nahuas, mayas, otomíes y muchos otros más.
A pesar de esta naturaleza incluyente sí existe en La vocera un énfasis en Marichuy que se sugiere desde el título mismo y que la convierte en un hilo conductor. De hecho, todo comienza cuando Marichuy resume su ideario y su historia. “Si la destrucción y muerte es el progreso”, explica, “estamos en contra”. También su voz cuenta cómo una deuda inventada por el patrón de su padre comenzó su observancia frente al abuso, pero no vemos un convencional plano de Marichuy siendo entrevistada. El contraste entre su voz y las imágenes de la naturaleza, de su comunidad y a veces de ella misma en acción, la abstrae y le reduce su protagonismo para ponerla en el mismo lugar que a otros personajes tan fundamentales como ella. Al principio, el artefacto puede ser desconcertante, ya que el ritmo sugiere una película dedicada enteramente a Marichuy y, de manera un tanto brusca, comienza a introducir las otras historias; sin embargo, no es un tropiezo importante.
El rango y complejidad de los temas compensa cualquier falla al discutir el cerco mediático que describí antes y sucesos tan indignantes como la marginación tecnológica que afectó la recolección de firmas para convertir a Marichuy en candidata presidencial. El sistema electrónico, ideado desde el centro del país para un ciudadano imaginario —joven y conectado permanentemente al WiFi o a una red 4G— limitó a grupos que no tienen acceso siquiera al internet; menos todavía a un teléfono inteligente. Por si eso fuera poco, candidatos como Margarita Zavala y Jaime Rodríguez, ya conocidos por el público y con acceso a un financiamiento incomparable a los escasos medios de Marichuy, se impusieron a pesar de cientos de miles de irregularidades frente a una campaña que operó de forma guerrillera. Kaplan enfatiza estos aspectos para mostrar lo falso que resulta el discurso democrático del sistema político mexicano, que en realidad se comporta elitista y excluyente. Como lo muestran otras imágenes de La vocera, no es más que un símil de la sociedad, cuyos vicios se extienden incluso a las comunidades indígenas.
Marichuy explica en algún punto la importancia de ser una mujer y los obstáculos que ha enfrentado en su carrera frente al machismo tradicional; habrá quien aún no la quiera como representante, pero ella se muestra indiferente a un criterio tan limitado. Afuera, en el mundo mestizo, Marichuy enfrenta el racismo y el clasismo de gente que comenta en redes sociales imbecilidades como que se parece a su ama de llaves. Todo esto revela al México profundo y las razones por las que una candidata indígena a la presidencia es todavía un sueño y no más.
A pesar de todo, el optimismo de los personajes ante la derrota expresa el legado de Marichuy y de otras personas como ella que han enseñado a sus comunidades no lo mucho que se pierde al luchar contra el monstruoso sistema social mexicano, sino los pasos pequeños pero irreversibles de su carácter anárquico. En las imágenes de La vocera, las comunidades indígenas no parecen condenadas a la marginación sino destinadas a vencerla.
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