Para ganar las elecciones de Colombia, Petro tuvo que aliarse con Dios y con los diablos. ¿Cuánto se ha endeudado políticamente? Solo lo sabremos cuando instale su gobierno y veamos en el elenco del Ejecutivo la expresión de sus compromisos de campaña.
Algunos gozan de la fortuna de tener dos oportunidades en la vida, Gustavo Petro tuvo tres. El domingo 19 de junio Petro no solo ganó una elección en Colombia, sino un repechaje para el que se había preparado desde hacía más de una década, cuando fue derrotado en 2010 (con 9% de los votos válidos) y, de nuevo, en 2018 (con el 41% en segunda vuelta). Hace tres semanas, al final de la primera vuelta presidencial (con 40% de los votos válidos), su objetivo se asomaba cuesta arriba. El candidato “sorpresa”, el irreverente ingeniero Rodolfo Hernández, había pasado a la segunda vuelta con la etiqueta de outsider favorito: esos que ganan a última hora y aparecen sigilosamente por fuera del radar de las encuestas, asestando un knock out a los políticos más experimentados. Por eso, un exsenador, exalcalde capitalino y miembro del establishment político de la izquierda colombiana, de verbo político profesional, la tenía muy complicada. No obstante, Petro maquinó un plan, a sabiendas de que sería su tercera y última oportunidad.
Petro no podía ganar, así que Hernández tenía que perder. El antipetrismo, esa fobia contra la izquierda, tan frecuente en la historia latinoamericana —que acumula rechazos a la diversidad de progresismos (desde el anticomunismo al antichavismo)—, debe ser una de las identidades políticas más fuertes en la Colombia contemporánea. Parecía inverosímil sobreponerse a la estigmatización de “chavistoide” en un país donde la izquierda nunca había conseguido una victoria presidencial. Petro sabía que iba a ser difícil conseguir votos a favor, así que tenía que impedir que su rival acumulara nuevos votos propios. El candidato del Pacto Histórico se dedicó a resaltar las debilidades de su contrincante: su inexperiencia, su flaqueza propositiva, su machismo y misoginia, su carencia de partido y de equipo de gobierno, entre otras.
Hernández, por su parte, se dedicó a confirmar esos reproches. Desde la comodidad de su finca e incapaz de articular discursos propios sin dejar de leer el libreto pautado, se rehusó a participar en un debate que dejaría en evidencia que el líder de la Liga Anticorrupción no estaba preparado para las grandes ligas. Durante las últimas tres semanas de campaña, Hernández se ocupó en caer sistemáticamente en contradicciones y errores con cada una de sus declaraciones y apariciones públicas. Una antología de sus “lapsus” (sic) incluye la definición de los pobres como “el mejor negocio del mundo” y de las mujeres venezolanas como “fábricas de hacer chinitos pobres”. Se metió con la misma virgen María, así como sus asesores se metieron en el set televisivo de una entrevista en la que el periodista de Telemundo lo tenía contra las cuerdas. Para un estilo populista de confrontación, retractarse y pedir perdón sin convicción le hizo perder la credibilidad contestaria a quien prometía luchar contra las élites.
Con este panorama al frente, el electorado de Colombia apeló a una lógica simple. Luego de un gobierno de derecha (Iván Duque) insensible en tiempos pandémicos y de un estallido social azuzado por la creciente desigualdad, las alternativas electorales más promisorias debían llegar desde fuera de la oferta tradicional. (Cualquier parecido con Chile no es mera coincidencia). Petro expresaba el populismo izquierdista y Hernández, el populismo puro. Con el uribismo derrotado en primera vuelta (tal como le pasó a la derecha tradicional chilena), Petro tenía que arrinconar a Hernández en la esquina de la élite empresarial, es decir, “ideologizar” el ballotage y llevar a que el electorado optara por la alternativa más programática. Por más outsider que este último fuese, el “viejito del TikTok” era un magnate de la construcción que generaba tranquilidad a la clase empresarial y se ganó automáticamente el endose del uribismo. Malas compañías para un antisistema wannabe.
El electorado posestallido no quería un presidente que agradara a los poderes económicos de siempre (ocho millones y medio en primera vuelta al candidato más ideologizado, fue inesperado). Petro, representante de una izquierda que nunca había tomado el poder, terminó sintonizando mejor con los electores antiestablishment, esos bolsones indóciles, decisivos en los últimos metros de la carrera, que evitan que presidenciables lleguen a las casas de gobierno (derrotaron a Keiko Fujimori en Perú, a José Antonio Kast en Chile y ahora a Hernández en Colombia), a la vez que no comprometen su pensar con el “mal menor” de turno (a menos de un año de juramentar como mandatario, un 70% de peruanos desaprueba a Castillo; en los cien primeros días del gobierno de Boric, un 54% de chilenos lo desaprueba). Colombia no se volvió petrista, pero su campaña sumó los tres millones de votos (antiestablishment) que necesitaba.
El colombiano antiestablecimiento se hartó de las campañas de estigmatización perpetradas por los defensores del statu quo. Votar por Petro —les increpaban— era propio de “ignorantes” que le hacían el juego a un “guerrillero”. Hay acusaciones que no avergüenzan, sino que generan reacciones psicológicas de efectos contrarios a los esperados. Francia Márquez, binomio de Petro, atinadamente etiquetó a ese elector ávido de cambio como “los y las ‘nadies’ de Colombia”, que buscaban su reivindicación histórica. La lideresa afro aportó ese revanchismo social, menos doctrinario y más visceral, que permitió a sectores marginales pasar —simbólicamente al menos— de víctimas a empoderados. Votar por Petro se convirtió, así, en un acto de revancha.
Spoiler alert: no caigamos en la tentación de los cuentos de hadas. Las reivindicaciones simbólicas pueden jugarnos una mala pasada al momento de analizar victorias y ensayar proyecciones. Pedro Castillo, el maestro de escuela rural de los Andes peruanos, quien entró a la Casa de Pizarro a cinco siglos de la Conquista, hoy lidera un gobierno desastroso. Ese ejemplo debe llamarnos a la cautela. En primer lugar, el eslabón del empoderamiento al autoritarismo es una tentación muy grande, sobre todo en personalismos sin modales institucionales y democráticos. En segundo lugar, la campaña de Petro-Márquez tuvo que hacer pactos con Dios y con los diablos. Y no me refiero solamente a los acuerdos con maquinarias clientelares (especialmente en la costa Caribe) que han industrializado la compra de votos —como hace la partidocracia colombiana—, sino y sobre todo a los pactos con barones electorales como Roy Barreras y Armando Benedetti.
Barreras (ex-Nuevo Liberalismo, ex-Cambio Radical y ex-Partido de la U) fue delegado del gobierno de Juan Manuel Santos en la mesa de negociación con las FARC en Cuba, solía ser muy cercano a Álvaro Uribe (incluso, padrino de alguno de sus hijos), pero terminó girando políticamente hacia el otro bando ideológico. Se encuentra en investigación judicial, pues supuestamente habría participado en actos de corrupción en la Escuela Superior de Administración Pública. Benedetti (ex-Partido Liberal, ex-Partido de la U), también exuribista, ha sido acusado de lavado de activos, imputación que derivó en una investigación sobre enriquecimiento ilícito. Ambos, operadores polémicos y cuestionados, serían parte del núcleo de poder el nuevo gobierno progresista, donde seguramente también tiene un lugar reservado la senadora Piedad Córdova, retenida en Migraciones de Honduras con 68 mil dólares en su maleta sin declarar, en pleno contexto de la campaña electoral.
¿Cuánto se ha endeudado políticamente Petro para salvar el repechaje? Solo lo sabremos cuando instale su gobierno y veamos en el elenco del Ejecutivo la expresión de sus compromisos de campaña. Me temo que la cuenta es costosa y que, sumada a la fragmentación propia de los grupos de izquierda (diecisiete partidos y movimientos) y a los arribos de última hora de “centristas” a la tienda del Pacto Histórico —como el excandidato presidencial Alejandro Gaviria—, el mayor desafío del gobierno de Petro será convertir el rompecabezas en polifonía.
Esta ola de gobiernos progresistas que recorre la región latinoamericana (de las últimas cinco elecciones presidenciales, en cuatro han triunfado candidaturas de izquierda: Castillo en Perú, Boric en Chile, Castro en Honduras y ahora Petro en Colombia), tiene el desafío pendiente de convencer —con hechos— que puede pasar del relato poético que gana elecciones a políticas concretas que satisfagan las necesidades materiales de los marginados. Porque el mayor drama para un gobierno de izquierda democrática es, luego de su paso por el poder, haber mantenido los niveles de desigualdad en nombre de los cuales se rebeló políticamente.