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Ayahuasca, peyote y otras medicinas psicodélicas
Ante la epidemia que provoca la adicción a la metanfetamina en el norte de México, un grupo de la tribu yaqui, en Sonora, ha establecido un centro de salud —Clínica de Medicina Intercultural Yo’o joara— para erradicar la dependencia a esta sustancia y tratar otros trastornos mentales. Sus tratamientos incluyen psicoterapia y psicoactivos de origen natural, como la ayahuasca, el peyote y la secreción de un sapo originario del estado. “Plantas sagradas” que han transformado por completo la vida de sus pacientes.
Este es un trabajo periodístico producido gracias al apoyo del Fondo para Investigaciones y Nuevas Narrativas sobre Drogas de la Fundación Gabo
—Estoy un poquito nervioso —dice Fernando López* sobre el proceso terapéutico que va a atravesar el día de mañana: una ceremonia de ayahuasca. Fernando, de 33 años, es miembro de la tribu indígena yaqui, el mayor de cuatro varones, papá de un chico de trece, ganadero y exsoldado mexicano que se reconoce como exadicto a la metanfetamina, sustancia conocida también como cristal o piedra.
Apenas comienza el mes de junio de 2022, pero el calor ya sofoca el semidesierto de Tórim, uno de los ocho pueblos yaquis en el sur de Sonora, México. Hablamos bajo la sombra de un árbol en una clínica ambulatoria que, desde hace diez meses, lo ayuda a mantener a raya su adicción. Fernando fue soldado durante seis años: primero en Obregón, la ciudad más cercana al territorio yaqui, y luego en Zamora, Michoacán, en el 17º Batallón de Infantería. Él y sus compañeros salían de la base para hacer patrullajes y apoyar operaciones por todo el país. Perseguían a “los narcos” y, si corrían con suerte, los entregaban a la policía estatal, la verdadera responsable de ese trabajo. La guerra contra el narcotráfico que el Gobierno mexicano declaró en 2006 ha dejado más de 350 000 muertos y cien mil desaparecidos.
—Yo pensé que, de allá, nunca iba a volver vivo; había enfrentamientos cada vez que salíamos y nunca regresábamos completos —dice Fernando.
Le tocó desmantelar decenas de laboratorios clandestinos de metanfetamina y recuerda esos días como los más extenuantes; ni él ni sus compañeros podían comer ni dormir hasta terminar por completo el decomiso y dejar todo en manos del Ministerio Público. Las máscaras y los trajes de protección que tenían que vestir no eran suficientes para detener la peste o el dolor de cabeza que les provocaban los químicos.
—En ese momento no había probado el cristal y nunca pensé que lo iba a probar. En las pláticas de concienciación nos hablaban de los daños de todas las drogas y yo estaba muy comprometido en querer acabar con el narcotráfico.
Pero un día lo llamó su padre desde el pueblo donde creció, cerca de Tórim. Le dijo que no se sentía bien y que necesitaba ayuda para seguir con el negocio familiar: la crianza de un centenar de vacas y chivas que les dejan siete pesos (0.35 dólares) por cada litro de leche. Así que dejó el ejército.
De regreso en su tierra y recién separado de la mamá de su hijo, Fernando trabajaba el campo de lunes a viernes y se iba de fiesta de viernes a domingo.
—En la borrachera te juntas con personas que son adictas, te dan a probar y lo pruebas. El cristal te quita el sueño y el hambre, puedes seguir tomando y no te emborrachas. Las primeras veces me lo dieron, pero a la cuarta o quinta vez ya lo empecé a comprar: donde quiera te lo venden por cincuenta, cien pesos [2.5, cinco dólares]. Si no eres muy adicto, eso te puede durar una noche.
Así pasó cerca de un año. Fernando dice que solo consumía en las fiestas, pero vio a muchos que lo hacían a diario, para resistir las jornadas en el campo o en las maquiladoras. Él nunca llegó a sentirse en crisis, pero ha atestiguado el deterioro gradual de sus colegas más enganchados. Algunos tuvieron que internarse en el hospital; otros hasta la fecha “andan perdidos, como vagabundos”.
—Yo andaba feliz en el vicio y en la vagancia, no me daba cuenta. Hasta que llegó Raquel. Cuando la conocí y la empecé a tratar, me dijo que tomaba mucho, y me habló de la clínica que estaba a punto de abrirse.
Raquel es la actual novia de Fernando y enfermera de la Clínica de Medicina Intercultural Yo’o joara. Ella le contó que era parte de un equipo clínico a punto de arrancar operaciones allí mismo, en el territorio yaqui. Le confió que iban a trabajar con ayahuasca, una medicina natural que “revitaliza tu espiritualidad y te sana como persona”; que esas plantas poderosas de una selva lejana podían ayudarlo a dejar el cristal, a transformar por completo su vida.
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Una dosis de ayahuasca equivale a un vaso pequeño con un líquido espeso y oscuro: un breve trago amargo “como el que precede a un ataque de náuseas”, escribió William Burroughs a Allen Ginsberg desde el Putumayo colombiano. En lengua quechua, “ayahuasca” significa “la liana de los muertos o de los espíritus”, y en otras etnias sudamericanas es conocida como caapi, natem o yagé. Es una mezcla de una liana (Banisteriopsis caapi) y un arbusto (Psychotria viridis) que, solo al combinarse, modifican el estado de conciencia. Una droga prohibida para la mayoría de los gobiernos nacionales y una medicina para el espíritu, según una variedad de pueblos milenarios.
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La terapeuta Anja Loizaga-Velder sube al podio en un salón del hotel Hilton de Toronto, Canadá, tras ser presentada como especialista, desde hace veinte años, en el tratamiento de adicciones con ayahuasca, una bebida con efectos psicoactivos originaria del Amazonas.
La conferencia magistral de Loizaga-Velder —nacida en Alemania, pero afincada en la Ciudad de México— es la segunda del congreso de medicina psicodélica From Research to Reality, organizado por las instituciones públicas de salud mental de Canadá. Las leyes de ese país permiten, desde enero de 2022, que médicos y terapeutas soliciten al Ministerio de Salud algunas sustancias restringidas para tratar a pacientes con trastornos mentales. Se basan en múltiples estudios que han demostrado las tasas altas de efectividad de los psicodélicos de origen natural (la ayahuasca, los hongos, el peyote) y también de origen sintético (el LSD, el éxtasis) para tratar condiciones como la depresión resistente a fármacos, la ansiedad en enfermos terminales, el estrés postraumático o el trastorno por consumo de sustancias. Desde casa sigo la transmisión en vivo del congreso. Con un inglés pausado, Loizaga-Velder se dirige a científicos, médicos, expertos en psicofarmacología, terapeutas, líderes indígenas y espirituales, políticos y funcionarios públicos. Entre ellos, Gady Zabicky Sirot, quien es el titular de la Comisión Nacional contra las Adicciones del Gobierno de México.
—Es importante mencionar que la palabra “adicción” no existe en muchos idiomas indígenas. A pesar de que sus sistemas médicos han desarrollado tratamientos efectivos para las adicciones, no solo sirven para ellas, sino que tratan al ser humano como un todo: en los niveles físico, mental, emocional y espiritual. Es un tratamiento integral para el alma humana —dice la investigadora y terapeuta.
Cuando la entrevisté para un reportaje anterior sobre el potencial terapéutico de los psicodélicos, Loizaga-Velder me contó que aprendió sobre el uso tradicional de la ayahuasca a partir de los dieciocho años, tras una temporada en una comunidad shipibo de la Amazonia peruana. Sus propias experiencias con la medicina, como la llama, fueron profundamente transformadoras; comprendió que su misión era construir un puente entre los saberes ancestrales y la ciencia de Occidente. Años después se recibió como doctora en Psicología Médica por la Universidad de Heidelberg con una investigación sobre las propiedades terapéuticas de la ayahuasca, y hoy es una de las autoridades en la materia.
En Toronto se refiere a las plantas y los hongos psicoactivos como “tecnologías terapéuticas elaboradas”, sin efectos secundarios negativos, siempre y cuando se administren en contextos estructurados y bajo una guía confiable. Son antidepresivos y ansiolíticos naturales y está comprobado que no causan adicción. Por el contrario, su consumo reduce el síndrome de abstinencia, y esto, en conjunto con la psicoterapia, permite una rehabilitación efectiva.
—Los que trabajan en este campo saben que vencer una adicción es muy retador y puede ser frustrante. Es común que no haya respuesta, hay muchas recaídas. Por eso, los programas con base comunitaria son decisivos para acortar la brecha —dice.
Al final de su conferencia, Loizaga-Velder hace un descubrimiento: habla de una clínica psicodélica en el territorio yaqui, al norte de México, donde colabora como asesora: la Clínica de Medicina Intercultural Yo’o joara. Una clínica fundada en septiembre de 2021 por una mujer indígena, psicóloga, que ahora cuenta con un equipo de otros tres terapeutas, un médico, una enfermera y una trabajadora social. Los pacientes son tratados con plantas psicoactivas, como la ayahuasca y el peyote. Loizaga-Velder describe al proyecto como un “centro comunitario de salud mental” y una “investigación en curso, de corte naturalista”, pues no se desarrolla en un laboratorio, sino en un ambiente real: al interior de una comunidad afectada por la pobreza, la violencia y el abuso del alcohol y la metanfetamina. El financiamiento de organizaciones privadas permite ofrecer a la población servicios gratuitos. La investigadora asegura que cuentan con el apoyo de las autoridades indígenas y el visto bueno de las mexicanas.
—Algunos dirán: “¿Qué tiene que hacer una medicina de América del Sur en una comunidad yaqui?”. Si les preguntan a los yaquis, ellos responden: “¿Y qué tienen que hacer las benzodiazepinas y otros antidepresivos en nuestra comunidad? Las plantas-medicina son más apropiadas a nosotros. Nos ayudan a recordar el origen y nuestros propios ritos”. Los yaquis dicen que, para ellos, estas medicinas son vitaminas espirituales.
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Las instalaciones de la Clínica de Medicina Intercultural Yo’o joara, en Tórim, tienen un patio de tierra seca, una terraza con techo de lata y un cubo de cemento con tres consultorios y un baño en el que no corre el agua. Llegamos un lunes de la primera semana de junio de 2022, cuando están programadas dos ceremonias de ayahuasca. Volamos a Ciudad Obregón y conducimos casi una hora por carretera. De continuar cinco horas más por la misma autopista, estaríamos frente al muro que separa a México del mayor mercado de drogas en el mundo.
Conocemos al equipo clínico y a varios pacientes. Todos son miembros de la comunidad yaqui, excepto el médico y un psicólogo, originarios de Obregón y Hermosillo. La mayoría de los pacientes hombres están en tratamiento por abuso de sustancias; las mujeres por otros trastornos, como depresión, ansiedad o estrés postraumático.
En el tercer día de nuestra visita, una camioneta pick-up de la Marina se detiene justo enfrente de la clínica. Los uniformados con armas permanecen en la parte trasera mientras uno de ellos discute con miembros del gobierno autónomo del pueblo. La “ramada” o sede de las autoridades indígenas se encuentra a unos pasos del centro de salud mental.
El vehículo se mueve, pero no va muy lejos: permanece como vigía en la esquina siguiente. Luego Enrique, exadicto y conserje de la clínica, nos explica la situación sin muchos detalles: hay una tensión fuerte entre dos grupos del pueblo que han intercambiado amenazas de muerte. Por eso la Marina ha patrullado las calles de terracería, y por eso, nos dice, llegaron preguntando quién era y qué hacía allí el videógrafo de Gatopardo.
—Pa’ como está el pedo aquí, no es recomendable que anden solos: está la grilla a todo lo que da —advierte.
Sonora es uno de los cuatro estados más violentos del país y el que registró el mayor deterioro en los últimos tres años, según el Índice de Paz México 2022, que lo atribuye a las luchas internas entre el Cártel de Sinaloa y el de Jalisco Nueva Generación. La región más convulsa es el sur del estado, donde nos encontramos. El municipio de Cajeme, en el Valle del Yaqui, registró en 2021 la cuarta tasa de homicidios más alta del país, con 126 casos por cada cien mil habitantes. Los asesinatos han alcanzado a varios defensores del territorio indígena, como Tomás Rojo y Luis Urbano.
—El pueblo yaqui siempre se ha considerado una nación dentro de otra nación —me dirá semanas más tarde la antropóloga Enriqueta Lerma, conocedora de la historia y cosmovisión de la tribu—. Al ser un territorio autónomo regido por el derecho consuetudinario, se volvió un sitio estratégico para los cárteles: el narcotráfico encontró que este era como una esfera externa al territorio nacional, que podía estar bajo su dominio, y donde podía colocar laboratorios de metanfetamina, sobre todo en la sierra del Bacatete.
No hay datos específicos del uso de esta sustancia entre la población yaqui, pero, a nivel nacional, el consumo ha aumentado 500% desde 2013, según la Comisión Nacional contra las Adicciones. La expansión del cristal es una “creciente epidemia”, en términos de la Organización de las Naciones Unidas.
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Por hallazgos arqueológicos se sabe que, desde hace al menos cinco mil años, los indígenas norteamericanos han comido peyote (Lophophora williamsii), el cactus —endémico— del desierto de México. Al peyote le llaman hikuri en huichol o wixárika, lengua de la etnia del oeste del país que mantiene vivo su uso ceremonial. Fue una raíz diabólica para los inquisidores y una planta-medicina que se compartió entre las tribus de Estados Unidos y Canadá como medio de renovación espiritual en tiempos de exterminio de los pueblos indígenas.
La cactácea verde-azul, de forma circular, es contenedora natural de mescalina, la sustancia con la que Aldous Huxley experimentó antes de escribir su ensayo Las puertas de la percepción. “Mescalito”, le decía de cariño el personaje yaqui más famoso, don Juan Matus, el brujo que cobró vida bajo la pluma de Carlos Castaneda. En Las enseñanzas de don Juan, el antropólogo relata su travesía bajo la guía de un chamán yaqui que lo introduce a estados no ordinarios de conciencia a través de algunas plantas psicoactivas. Aunque la obra fue un superventas desde su primera publicación en 1968, por la Universidad de California, su veracidad y la de sus secuelas fue cuestionada por académicos e investigadores. Entre otras cosas, porque en la tribu yaqui no existe la tradición de comer peyote.
Hoy en día, la hipótesis más aceptada es que Castaneda hizo una síntesis de distintas tradiciones mesoamericanas para luego integrarlas en el personaje de don Juan. Pero no se puede negar que el libro inspiró a toda una generación. John Lennon llegó a decir que Yoko Ono era su don Juan, su maestra. Y George Lucas reconoció que el libro lo había inspirado para crear La guerra de las galaxias.
Varios años después, el libro de Castaneda fue un elemento clave para que Victoria Anahí Ochoa, fundadora y directora terapéutica de la Clínica de Medicina Intercultural Yo’o joara, conociera las medicinas psicodélicas. Me cuenta la historia en la terraza del centro de salud, luego de terminar una sesión de psicoterapia con uno de sus pacientes, mientras forja y luego enciende un cigarro de tabaco American Spirit.
Tiene 35 años y es la segunda en una familia de cuatro hermanos: hijos de un padre alcohólico de origen yaqui y una madre mestiza. Por eso no habla la lengua indígena, pero sí fue criada dentro de la comunidad, en el pueblo de Vícam.
—Toda mi vida fui a las escuelas que están aquí en el territorio, pero a los diecisiete años, cuando iba a entrar a la universidad, me tuve que ir a Ciudad Obregón. Llegué a un mundo diferente. No sabía ni cruzar los semáforos, nunca había salido del pueblo.
Eligió estudiar Psicología y, para subsistir, se vio obligada a conseguir un empleo. Así llegó a una pequeña empresa de inmuebles que buscaba contratar a una secretaria a través de un extraño proceso de selección: todas las aspirantes al puesto fueron reunidas para presentarse y, entre otras cuestiones, el empleador les preguntó: “¿Quién de ustedes ha leído Las enseñanzas de don Juan, de Carlos Castaneda?”.
Victoria Anahí fue la única que levantó la mano y salió de aquella reunión con el empleo. La historia del chamán yaqui abrió la conversación. Ella le contó a su jefe que, después de leer el libro, le había nacido la inquietud de probar el peyote. Él le preguntó si el cactus podía encontrarse en su territorio y si era usado por la tribu. Ella respondió que no: en su región no crece el cactus del peyote, ni se consume en rituales, ni existen registros etnográficos del uso de plantas psicoactivas desde la entrada de los jesuitas al territorio, en el siglo XVII. Más adelante, él le confió que conocía un círculo de “ayahuasqueros” en Ciudad Obregón y que podía llevarla si así lo quería.
Victoria Anahí dice que fue “preciosísima” la noche en que probó la ayahuasca:
—Me llenó de todo, me hizo ver lo que era la vida, lo que era la muerte, lo que era yo. Tuve una experiencia con el gran espíritu, con el universo, muy reconfortante, de mucha confianza, de mucho amor. Y entonces dije: “Esto es lo que andaba buscando”. En ese momento, incluso en el trance, dije: “Estas medicinas las tengo que llevar para mi gente”.
Desde entonces pasaron diez años de trabajo, investigación, frustraciones, cabildeos; de buscar fondos y aliados, integrar el equipo y capacitarlo, tejer lazos con otros pueblos indígenas, celebrar ceremonias con las medicinas. Hasta que, en septiembre de 2021, la clínica se estableció de manera formal. Sus actividades y métodos son conocidos por varios funcionarios de salud, federales y estatales, debido al interés de Victoria Anahí por insertarla en el sistema sanitario mexicano. Sin embargo, eso aún no es posible porque el trabajo terapéutico involucra sustancias restringidas en la Ley General de Salud.
La psicóloga confía en que pronto se modifique esa norma, como ya ha pasado en Canadá y algunas ciudades de Estados Unidos. Mientras tanto, se siente protegida por la máxima ley del país, donde también está garantizado el derecho a la salud.
—La Constitución está por encima de todas las normas y dice que nosotros, como pueblos indígenas, tenemos autonomía y libre determinación. Eso significa que podemos elegir la manera en que queremos curarnos.
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La terraza de la clínica es lugar de encuentro y refugio contra el sol del mediodía. Están algunos pacientes que tuvieron psicoterapia por la mañana y otros que vienen solo a comer, pues de lunes a viernes hay un servicio abierto y gratuito de cocina comunitaria. El menú de hoy tiene tacos dorados de papa con salsa de tomate.
Circulan hombres con pañoletas al cuello, mujeres en falda y blusas bordadas, niños, abuelas y varios perros. La conversación va y viene del español al yaqui. Una de las pacientes nuevas le da un masaje en los pies a Victoria Anahí Ochoa, pues el día anterior dio un mal paso y se cayó de una escalera. Otra, que se trata por depresión, es la esposa de un hombre con puesto político en uno de los gobiernos indígenas.
Cuando la clínica comenzó a operar, contaba con el respaldo de los hombres que en 2021 integraban la autoridad de Tórim. Pero los gobiernos de los ocho pueblos yaquis se renuevan cada año y el actual no simpatiza con el proyecto. Hay aliados y detractores dentro de la tribu. Un danzante de otro pueblo yaqui, que prefiere no revelar su identidad, me comparte su opinión: que este grupo responde “a una moda que nada tiene que ver con el espíritu y sí con el dinero”. La antropóloga Enriqueta Lerma dice que “la gente de la tribu es muy conservadora y hay quien ve a la clínica con recelo porque no es tradicional usar sustancias psicoactivas”.
Pero otro sector respalda a Victoria Anahí y a los suyos, incluido uno de los activistas más visibles de la etnia: Mario Luna Romero, expareja de la terapeuta y papá de sus dos hijos. A pesar de eso, las operaciones de la clínica tuvieron que mudarse, a finales de 2022, a un espacio privado en Tórim: el patio de Sewa García Valenzuela.
—Hay personas que dicen que somos brujas —dice Sewa, trabajadora social de la clínica, pero en el tono de alguien que no le da mucha importancia.
Sewa, que significa “flor”, es amiga de Victoria Anahí desde la secundaria. Ambas tienen 35 años y son mamás de dos niños. Sewa se siente igual de cómoda hablando en español que en su lengua materna, pero prefiere la vestimenta tradicional: faldas de colores vivos y blusas con bordados de flores grandes alrededor del cuello. Le pregunto sobre su papel como trabajadora social y me explica que se dedica a dar a conocer los servicios entre las personas de la tribu.
—Mi trabajo es contarle a la gente sobre las atenciones que damos. Al principio visitaba a las familias en sus casas, pero ahora ya se ha corrido la voz y llegan solos.
Cuando Sewa habla con los pacientes potenciales, les cuenta cómo otros grupos indígenas del continente tienen plantas sagradas para sanar: que el peyote lo usan los pueblos huicholes (wixaritari), rarámuris, coras, navajos o lakotas, y que la ayahuasca es la medicina en varias etnias de la Amazonia, como los shipibos o los huni kuin.
—Yo con las familias platico mucho sobre estas medicinas —dice Sewa—, de cómo las personas sufrimos de muchas emociones. No solo de adicciones o alcoholismo, sino que son emociones que siempre hemos traído: por los problemas del gobierno o en nuestro pueblo. La medicina te ayuda a que tú deshagas todo lo que te molesta, lo que te enferma, y a que te entre todo lo divino: el respeto, el cariño, el amor, el aprecio, las familias, la unión. También te ayuda a conectarte con lo real de la naturaleza, lo más preciado que tenemos. Porque nosotros vivimos de la energía de la naturaleza. Sin ella no somos nada.
Hablamos en las afueras del poblado, sentadas bajo los álamos verdes y junto al cauce agrietado de un río sin agua. Durante siglos, ese fue el camino natural del río Yaqui, el que le dio nombre y vida a la etnia milenaria. Pero hace décadas que el agua ya no pasa por aquí: se detiene cuenca arriba en al menos tres presas construidas por los gobiernos federal y estatal para abastecer a otras ciudades y a las agroindustrias del valle.
Además, desde 2013, el gobierno de Sonora opera el Acueducto Independencia, que lleva agua a Hermosillo, a pesar de que un fallo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación ordenó detenerlo por atropellar los derechos del pueblo indígena. Mario Luna Romero todavía era la pareja de Victoria Anahí cuando fue enviado un año a prisión por ser uno de los líderes más visibles contra el megaproyecto. Se le consideró un preso político del entonces gobernador de Sonora e impulsor del acueducto, Guillermo Padrés, quien ahora se encuentra preso, acusado de defraudación fiscal por la Fiscalía General de la República.
El Valle del Yaqui es un terreno fértil rodeado de desierto; un oasis históricamente codiciado por los yoris (hombres blancos) y defendido a costa de muchas guerras, masacres y muertes por la “tropa yoreme”, que en lengua yaqui significa “las personas verdaderas”. Hasta el día de hoy sigue vigente la lucha de este pueblo por su derecho al agua; su río sigue desviado y el Acueducto Independencia continúa su operación.
Le pregunto a Sewa sobre el significado de la palabra yo’o joara, el nombre elegido para la clínica. Puede traducirse como “una casa de encantos”, dice, pero también se refiere a un estado no ordinario de conciencia, del que después me hablará Enriqueta Lerma: “Es un mundo invisible que coexiste con el mundo objetivado, un espacio en el que existe todo lo que haya sido susceptible de existir, los que aún no han nacido, los muertos, las entidades divinas y maléficas, donde hay contacto entre el pasado y el futuro; es una realidad alterna que lo contiene todo: es la totalidad”.
Sewa admite que ella no había entendido muy bien lo que significaba este concepto hasta que probó la ayahuasca.
—Mi papá me platicaba que nuestros mayores se refugiaban en este encuentro con el ser divino. Lo describen en un cerro, y dentro de ese cerro está el yo’o joara, donde tú te conectas con las personas que ya no están, con quienes lucharon por nuestra tierra. Yo siempre me preguntaba: “¿Qué será?, ¿dónde estará ese lugar?”. La primera vez que probé la ayahuasca, dije: “Este es el yo’o joara, el lugar sagrado en donde estamos”.
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“Psicodelia” significa que manifiesta el alma o la mente. Pero el término suele asociarse al uso lúdico del LSD durante el movimiento contracultural de los años sesenta. Por eso, muchos en el campo de la ciencia y las terapias psicodélicas prefieren el sinónimo “enteógeno”, que viene del griego éntheos: “con Dios dentro”.
—Los enteógenos se podrían definir como herramientas que nos permiten contactar con la divinidad interior —dice Armando Loizaga Pazzi en una charla pública ocurrida en abril de 2022, en la sede del Senado. Él es psicólogo por la Universidad de Minnesota, experto en trastorno por consumo de sustancias y esposo de Anja Loizaga-Velder, también presente en el grupo de especialistas convocado por la senadora Alejandra Lagunes. La legisladora del Partido Verde Ecologista de México es quien ha abierto el debate rumbo a una posible despenalización de la psilocibina y otros enteógenos naturales en México.
—Cuando hablamos de regular estas sustancias —continúa el psicólogo—, el sujeto de derecho es un estado de conciencia diferente al ordinario. Podemos concebirlo como una extensión cognitiva, una herramienta de nuestra mente.
Luego muestra en la pantalla una de las imágenes ya clásicas de la ciencia psicodélica: dos gráficas que representan la interconectividad neuronal en dos cerebros, uno saturado de líneas tras el consumo de psilocibina (u otros enteógenos) y otro mucho menos denso en conexiones tras la administración de un placebo.
—Este incremento de las interconexiones da pie a la introspección, al autoanálisis, amplía la perspectiva, cuestiona el paradigma existencial, hay un ajuste de valores, aumenta la intuición, la memoria, la imaginación. A nivel de la experiencia emocional hay sensaciones de paz, resolución de conflictos, de perdón, humildad, esperanza, unidad, fortalecimiento de la fe. Todo esto, desde la psicoterapia, son efectos muy deseables.
Loizaga Pazzi también es asesor terapéutico de la clínica yaqui: él y Victoria Anahí Ochoa diseñaron el programa y los protocolos de tratamiento. Además, se encarga de dirigir las ceremonias de ayahuasca, más o menos cada dos meses. Gracias a su intermediación, han visitado el territorio yaqui algunos curanderos de otros pueblos indígenas del continente, con quienes mantiene relación como presidente y fundador del Instituto Nierika. La asociación civil, con sede en el Estado de México, está dedicada a la preservación de las tradiciones indígenas con plantas sagradas.
—Vicky [Anahí] fue a Nierika en octubre de 2012 buscando algún tipo de asesoría sobre qué hacer con la medicina del sapo —dice Loizaga Pazzi en Ciudad Obregón, un par de meses después de su intervención en el Senado.
Cuando habla del sapo se refiere a otro enteógeno de origen natural: el bufo (Incilius alvarius), una especie endémica del desierto de Sonora. Es un anfibio que hiberna ocho meses bajo tierra y en cuyas glándulas cutáneas produce una secreción lechosa con un alcaloide superpotente. Fumar sapo lleva al participante a un trance intenso y breve, de veinte minutos, que se suele comparar con sensaciones de disolución o experiencias cercanas a la muerte. Se cree que es una práctica contemporánea, pues no hay pruebas de su uso ancestral entre los pueblos indígenas; sin embargo, el animal tiene un lugar importante en la cosmovisión yaqui. Una de sus leyendas fundacionales cuenta que fue un sapo, Bobok, el que trajo la lluvia y salvó al pueblo de la sequía.
Victoria Anahí probó el bufo la misma noche en que conoció la ayahuasca, y a partir de ahí comenzó a investigar. Cuando contactó a Loizaga Pazzi en busca de asesoría, también le llevó la secreción cristalizada del sapo. Él se la fumó en una pipa de cristal y, en el trance, tuvo una revelación:
—El sapo me dijo: “Yo soy la joya de la corona, pero no tengo corona”. ¿Qué quiere decir eso? Que no hay un ritual, ni una cultura, ni nada que sostenga a esa joya. El sapito estaba en el desierto, lo agarraron y de un día para otro lo convirtieron en símbolo cultural —dice el psicólogo refiriéndose a algunos miembros de otras comunidades indígenas, también de Sonora, que argumentan que el Incilius alvarius es su medicina ancestral. Sin embargo, no se han encontrado evidencias, antropológicas ni arqueológicas, que los respalden.
En algunas ocasiones, la clínica ha organizado jornadas de administración de sapo a los pacientes. Aunque no exista una tradición, es la medicina más cercana: la que se puede recolectar en su propio territorio y alrededores. Sin embargo, entre el equipo de la clínica hay opiniones divididas respecto a su uso. Primero, porque su administración es individual y muy breve y, a diferencia de la ayahuasca o el peyote, no permite una ceremonia colectiva. Y luego, porque su popularidad entre los buscadores de experiencias psicodélicas ha provocado una sobreexplotación. De hecho, Victoria Anahí tiene un proyecto paralelo de monitoreo y protección a este animal, apoyado por el Fondo para la Conservación de Medicina Indígena.
Mientras desayunamos, unas horas antes de que comience la primera ceremonia de ayahuasca para los pacientes de la clínica, le pregunto a Loizaga Pazzi si cree que la clínica yaqui podría ser un proyecto replicable. Él dice que le gustaría hacer programas de tratamiento similares con otros grupos vulnerables, como los familiares de los desaparecidos: “No me imagino cómo debe ser su dolor”. Sin embargo, también sabe que la base del trabajo es la voluntad y el sostén de la comunidad:
—Nosotros venimos a hacer la aplicación de la medicina enteógena, pero el trabajo cotidiano, la base de la salud comunitaria es la convivencia del día a día. Entre ellos se sostienen, y se nota. Cuando llegas aquí, se palpa el amor y la amistad. Ese contenedor es necesario, porque solo así la gente siente la confianza para liberar su dolor.
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Una veintena de pacientes evaluados como aptos para tomar ayahuasca llegan en un autobús amarillo a una casa alquilada por la clínica en Ciudad Obregón, pues en Tórim no hay un espacio para realizar las ceremonias. La casona con patio central está en un terreno extenso con varios cactus gigantes y es sede de una fundación privada de apoyo a las infancias de Sonora. Todo el personal de la Clínica de Medicina Intercultural Yo’o joara y varios pacientes ayudan a preparar una de sus amplias habitaciones: colocan petates y cobijas junto a los cuatro muros, distribuyen botellas de agua y baldes —para el vómito que a veces provoca el preparado— y colocan jarrones con flores y otras ofrendas. Raquel, la enfermera, revisa los signos vitales de los participantes que lo requieren. Su novio, Fernando López, que llegó en el autobús con el grupo, está a punto de atravesar su quinta ceremonia de ayahuasca.
—Estoy un poquito nervioso —me había dicho el exsoldado un día antes—. Sí es un poquito fuerte, pero a la vez estoy muy emocionado porque hay muchas cosas que quiero aliviar todavía.
Su primera ceremonia, cuando aún consumía metanfetamina, la recuerda como una pesadilla:
—A mí Raquel me había dicho que era muy bonito, que te podías conectar y hablar con la medicina. Pero esa vez me fue mal. Toda la noche miré puras culebras negras, grandotas. Tuve la sensación de que me iba a morir. Quería vomitar, revolcarme en el suelo. Miré muchísimo al diablo, diferentes caras del demonio. Así pasé toda la noche, hasta que se me bajó un poco y me gustaron las canciones. Sentí que no pude conectar, que no me había servido de nada.
Pero, desde ese día, Fernando no volvió a probar el cristal. Continuó con la psicoterapia una vez a la semana y, cuando llegó el momento, un par de meses más tarde, consideró que estaba listo para intentarlo de nuevo.
—Ya la segunda vez quedé encantado; fue una maravilla porque pude conectarme. Me di cuenta de que sí era verdad lo que me decía Raquel. Entré en la medicina. Preguntaba cosas y me contestaba. Me empezó a decir que andaba por muy mal camino y me lo mostró muy claro. Por un lado, un camino bien bonito, largo, lleno de flores. En el otro estaban mis amigos malandros, drogados, con sus camionetas, la música, el alcohol, las armas y, al final, la imagen de una Santa Muerte. “A ver, ¿qué camino quieres?”, me dijo. En uno podía caminar muy lejos, el otro lo miraba muy cortito.
En la casa de Ciudad Obregón, a poco de iniciar, el ambiente es alegre, de camaradería. El brebaje amazónico que hizo el viaje desde la selva se calienta en la estufa de la cocina. Y además está disponible otra medicina: el rapé, una mezcla de hojas de tabaco y diversas plantas medicinales, también de la Amazonia. Se usa en las ceremonias como herramienta en la psicoterapia, pues ayuda a aumentar la claridad mental, dice el psicólogo Ricardo Campoy.
Alrededor de las nueve de la noche está todo listo. Armando Loizaga Pazzi da las últimas instrucciones y los pacientes lo escuchan sentados en los petates y recargados contra los muros. En ese lugar van a permanecer durante la ceremonia, aunque también pueden estar de pie. Los miembros del equipo de Gatopardo nos retiramos antes de que todas las luces se apaguen y comience el ritual.
Volvemos al día siguiente por la mañana, para estar presentes en la actividad conocida como integración. Tomaron ayahuasca los pacientes y todo el personal de la clínica, quienes trabajan en sus propios procesos, pero se mantienen alertas por si alguien en el grupo necesita contención. Recién despertados, y después de tomar café y un poco de fruta, los participantes comparten uno a uno sus experiencias, visiones, emociones y aprendizajes con la medicina. Hay sonrisas, revelaciones, catarsis, llantos. En los testimonios se repiten “amor”, “alegría”, “alivio”, “paz”, “gracias” y “no tengo palabras”. Unos por momentos tuvieron miedo o creyeron estar cerca de la muerte, pero siempre al final llegó la calma. Otros prefieren no compartir mucho, o solo en lengua yaqui, y otros más cuentan con todo detalle lo vivido, durante diez, quince o veinte minutos.
Loizaga Pazzi responde a cada uno con palabras de aliento. “Hay que vaciarnos de tanto dolor para dejar entrar el amor, porque el amor es el que cura”, le dice a una paciente con depresión por años de abuso y de maltrato intrafamiliar. Una señora que se trata por un duelo complicado tras la muerte de un hijo anuncia en el círculo que, después de cinco ceremonias, se siente fuerte y lista para dejar su lugar a otro paciente que lo necesite.
Hacia las dos de la tarde, el autobús amarillo regresa al territorio yaqui y se hace el relevo con los pacientes de la segunda noche. Toda la preparación se vuelve a poner en marcha. Pero, esta vez, el videógrafo y yo nos quedamos para participar en la ceremonia.
Durante cinco horas hay cantos y rezos: por los que ya no están, por los abuelos, por las mamás, por los niños. Plegarias para que los hombres yaquis estén fuertes y sanos, libres de todo cristal, despiertos y conscientes para defender su territorio y su cultura, como hicieron desde siempre los ancestros o los yowes. Rezos para que se vayan todas las tristezas y se resuelvan las diferencias políticas entre vecinos y entre los ocho pueblos tradicionales. Por la unidad de la “tropa yoreme”. Para que este año sí lleguen las lluvias al desierto y para que muy pronto, entre los más jóvenes, se forme una ingeniera o ingeniero con las habilidades necesarias para traer de nuevo el agua, como hizo el sapo Bobok, y que el río sea devuelto por fin a su cauce.
* Su nombre fue modificado por petición y seguridad de la fuente.
Ante la epidemia que provoca la adicción a la metanfetamina en el norte de México, un grupo de la tribu yaqui, en Sonora, ha establecido un centro de salud —Clínica de Medicina Intercultural Yo’o joara— para erradicar la dependencia a esta sustancia y tratar otros trastornos mentales. Sus tratamientos incluyen psicoterapia y psicoactivos de origen natural, como la ayahuasca, el peyote y la secreción de un sapo originario del estado. “Plantas sagradas” que han transformado por completo la vida de sus pacientes.
Este es un trabajo periodístico producido gracias al apoyo del Fondo para Investigaciones y Nuevas Narrativas sobre Drogas de la Fundación Gabo
—Estoy un poquito nervioso —dice Fernando López* sobre el proceso terapéutico que va a atravesar el día de mañana: una ceremonia de ayahuasca. Fernando, de 33 años, es miembro de la tribu indígena yaqui, el mayor de cuatro varones, papá de un chico de trece, ganadero y exsoldado mexicano que se reconoce como exadicto a la metanfetamina, sustancia conocida también como cristal o piedra.
Apenas comienza el mes de junio de 2022, pero el calor ya sofoca el semidesierto de Tórim, uno de los ocho pueblos yaquis en el sur de Sonora, México. Hablamos bajo la sombra de un árbol en una clínica ambulatoria que, desde hace diez meses, lo ayuda a mantener a raya su adicción. Fernando fue soldado durante seis años: primero en Obregón, la ciudad más cercana al territorio yaqui, y luego en Zamora, Michoacán, en el 17º Batallón de Infantería. Él y sus compañeros salían de la base para hacer patrullajes y apoyar operaciones por todo el país. Perseguían a “los narcos” y, si corrían con suerte, los entregaban a la policía estatal, la verdadera responsable de ese trabajo. La guerra contra el narcotráfico que el Gobierno mexicano declaró en 2006 ha dejado más de 350 000 muertos y cien mil desaparecidos.
—Yo pensé que, de allá, nunca iba a volver vivo; había enfrentamientos cada vez que salíamos y nunca regresábamos completos —dice Fernando.
Le tocó desmantelar decenas de laboratorios clandestinos de metanfetamina y recuerda esos días como los más extenuantes; ni él ni sus compañeros podían comer ni dormir hasta terminar por completo el decomiso y dejar todo en manos del Ministerio Público. Las máscaras y los trajes de protección que tenían que vestir no eran suficientes para detener la peste o el dolor de cabeza que les provocaban los químicos.
—En ese momento no había probado el cristal y nunca pensé que lo iba a probar. En las pláticas de concienciación nos hablaban de los daños de todas las drogas y yo estaba muy comprometido en querer acabar con el narcotráfico.
Pero un día lo llamó su padre desde el pueblo donde creció, cerca de Tórim. Le dijo que no se sentía bien y que necesitaba ayuda para seguir con el negocio familiar: la crianza de un centenar de vacas y chivas que les dejan siete pesos (0.35 dólares) por cada litro de leche. Así que dejó el ejército.
De regreso en su tierra y recién separado de la mamá de su hijo, Fernando trabajaba el campo de lunes a viernes y se iba de fiesta de viernes a domingo.
—En la borrachera te juntas con personas que son adictas, te dan a probar y lo pruebas. El cristal te quita el sueño y el hambre, puedes seguir tomando y no te emborrachas. Las primeras veces me lo dieron, pero a la cuarta o quinta vez ya lo empecé a comprar: donde quiera te lo venden por cincuenta, cien pesos [2.5, cinco dólares]. Si no eres muy adicto, eso te puede durar una noche.
Así pasó cerca de un año. Fernando dice que solo consumía en las fiestas, pero vio a muchos que lo hacían a diario, para resistir las jornadas en el campo o en las maquiladoras. Él nunca llegó a sentirse en crisis, pero ha atestiguado el deterioro gradual de sus colegas más enganchados. Algunos tuvieron que internarse en el hospital; otros hasta la fecha “andan perdidos, como vagabundos”.
—Yo andaba feliz en el vicio y en la vagancia, no me daba cuenta. Hasta que llegó Raquel. Cuando la conocí y la empecé a tratar, me dijo que tomaba mucho, y me habló de la clínica que estaba a punto de abrirse.
Raquel es la actual novia de Fernando y enfermera de la Clínica de Medicina Intercultural Yo’o joara. Ella le contó que era parte de un equipo clínico a punto de arrancar operaciones allí mismo, en el territorio yaqui. Le confió que iban a trabajar con ayahuasca, una medicina natural que “revitaliza tu espiritualidad y te sana como persona”; que esas plantas poderosas de una selva lejana podían ayudarlo a dejar el cristal, a transformar por completo su vida.
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Una dosis de ayahuasca equivale a un vaso pequeño con un líquido espeso y oscuro: un breve trago amargo “como el que precede a un ataque de náuseas”, escribió William Burroughs a Allen Ginsberg desde el Putumayo colombiano. En lengua quechua, “ayahuasca” significa “la liana de los muertos o de los espíritus”, y en otras etnias sudamericanas es conocida como caapi, natem o yagé. Es una mezcla de una liana (Banisteriopsis caapi) y un arbusto (Psychotria viridis) que, solo al combinarse, modifican el estado de conciencia. Una droga prohibida para la mayoría de los gobiernos nacionales y una medicina para el espíritu, según una variedad de pueblos milenarios.
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La terapeuta Anja Loizaga-Velder sube al podio en un salón del hotel Hilton de Toronto, Canadá, tras ser presentada como especialista, desde hace veinte años, en el tratamiento de adicciones con ayahuasca, una bebida con efectos psicoactivos originaria del Amazonas.
La conferencia magistral de Loizaga-Velder —nacida en Alemania, pero afincada en la Ciudad de México— es la segunda del congreso de medicina psicodélica From Research to Reality, organizado por las instituciones públicas de salud mental de Canadá. Las leyes de ese país permiten, desde enero de 2022, que médicos y terapeutas soliciten al Ministerio de Salud algunas sustancias restringidas para tratar a pacientes con trastornos mentales. Se basan en múltiples estudios que han demostrado las tasas altas de efectividad de los psicodélicos de origen natural (la ayahuasca, los hongos, el peyote) y también de origen sintético (el LSD, el éxtasis) para tratar condiciones como la depresión resistente a fármacos, la ansiedad en enfermos terminales, el estrés postraumático o el trastorno por consumo de sustancias. Desde casa sigo la transmisión en vivo del congreso. Con un inglés pausado, Loizaga-Velder se dirige a científicos, médicos, expertos en psicofarmacología, terapeutas, líderes indígenas y espirituales, políticos y funcionarios públicos. Entre ellos, Gady Zabicky Sirot, quien es el titular de la Comisión Nacional contra las Adicciones del Gobierno de México.
—Es importante mencionar que la palabra “adicción” no existe en muchos idiomas indígenas. A pesar de que sus sistemas médicos han desarrollado tratamientos efectivos para las adicciones, no solo sirven para ellas, sino que tratan al ser humano como un todo: en los niveles físico, mental, emocional y espiritual. Es un tratamiento integral para el alma humana —dice la investigadora y terapeuta.
Cuando la entrevisté para un reportaje anterior sobre el potencial terapéutico de los psicodélicos, Loizaga-Velder me contó que aprendió sobre el uso tradicional de la ayahuasca a partir de los dieciocho años, tras una temporada en una comunidad shipibo de la Amazonia peruana. Sus propias experiencias con la medicina, como la llama, fueron profundamente transformadoras; comprendió que su misión era construir un puente entre los saberes ancestrales y la ciencia de Occidente. Años después se recibió como doctora en Psicología Médica por la Universidad de Heidelberg con una investigación sobre las propiedades terapéuticas de la ayahuasca, y hoy es una de las autoridades en la materia.
En Toronto se refiere a las plantas y los hongos psicoactivos como “tecnologías terapéuticas elaboradas”, sin efectos secundarios negativos, siempre y cuando se administren en contextos estructurados y bajo una guía confiable. Son antidepresivos y ansiolíticos naturales y está comprobado que no causan adicción. Por el contrario, su consumo reduce el síndrome de abstinencia, y esto, en conjunto con la psicoterapia, permite una rehabilitación efectiva.
—Los que trabajan en este campo saben que vencer una adicción es muy retador y puede ser frustrante. Es común que no haya respuesta, hay muchas recaídas. Por eso, los programas con base comunitaria son decisivos para acortar la brecha —dice.
Al final de su conferencia, Loizaga-Velder hace un descubrimiento: habla de una clínica psicodélica en el territorio yaqui, al norte de México, donde colabora como asesora: la Clínica de Medicina Intercultural Yo’o joara. Una clínica fundada en septiembre de 2021 por una mujer indígena, psicóloga, que ahora cuenta con un equipo de otros tres terapeutas, un médico, una enfermera y una trabajadora social. Los pacientes son tratados con plantas psicoactivas, como la ayahuasca y el peyote. Loizaga-Velder describe al proyecto como un “centro comunitario de salud mental” y una “investigación en curso, de corte naturalista”, pues no se desarrolla en un laboratorio, sino en un ambiente real: al interior de una comunidad afectada por la pobreza, la violencia y el abuso del alcohol y la metanfetamina. El financiamiento de organizaciones privadas permite ofrecer a la población servicios gratuitos. La investigadora asegura que cuentan con el apoyo de las autoridades indígenas y el visto bueno de las mexicanas.
—Algunos dirán: “¿Qué tiene que hacer una medicina de América del Sur en una comunidad yaqui?”. Si les preguntan a los yaquis, ellos responden: “¿Y qué tienen que hacer las benzodiazepinas y otros antidepresivos en nuestra comunidad? Las plantas-medicina son más apropiadas a nosotros. Nos ayudan a recordar el origen y nuestros propios ritos”. Los yaquis dicen que, para ellos, estas medicinas son vitaminas espirituales.
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Las instalaciones de la Clínica de Medicina Intercultural Yo’o joara, en Tórim, tienen un patio de tierra seca, una terraza con techo de lata y un cubo de cemento con tres consultorios y un baño en el que no corre el agua. Llegamos un lunes de la primera semana de junio de 2022, cuando están programadas dos ceremonias de ayahuasca. Volamos a Ciudad Obregón y conducimos casi una hora por carretera. De continuar cinco horas más por la misma autopista, estaríamos frente al muro que separa a México del mayor mercado de drogas en el mundo.
Conocemos al equipo clínico y a varios pacientes. Todos son miembros de la comunidad yaqui, excepto el médico y un psicólogo, originarios de Obregón y Hermosillo. La mayoría de los pacientes hombres están en tratamiento por abuso de sustancias; las mujeres por otros trastornos, como depresión, ansiedad o estrés postraumático.
En el tercer día de nuestra visita, una camioneta pick-up de la Marina se detiene justo enfrente de la clínica. Los uniformados con armas permanecen en la parte trasera mientras uno de ellos discute con miembros del gobierno autónomo del pueblo. La “ramada” o sede de las autoridades indígenas se encuentra a unos pasos del centro de salud mental.
El vehículo se mueve, pero no va muy lejos: permanece como vigía en la esquina siguiente. Luego Enrique, exadicto y conserje de la clínica, nos explica la situación sin muchos detalles: hay una tensión fuerte entre dos grupos del pueblo que han intercambiado amenazas de muerte. Por eso la Marina ha patrullado las calles de terracería, y por eso, nos dice, llegaron preguntando quién era y qué hacía allí el videógrafo de Gatopardo.
—Pa’ como está el pedo aquí, no es recomendable que anden solos: está la grilla a todo lo que da —advierte.
Sonora es uno de los cuatro estados más violentos del país y el que registró el mayor deterioro en los últimos tres años, según el Índice de Paz México 2022, que lo atribuye a las luchas internas entre el Cártel de Sinaloa y el de Jalisco Nueva Generación. La región más convulsa es el sur del estado, donde nos encontramos. El municipio de Cajeme, en el Valle del Yaqui, registró en 2021 la cuarta tasa de homicidios más alta del país, con 126 casos por cada cien mil habitantes. Los asesinatos han alcanzado a varios defensores del territorio indígena, como Tomás Rojo y Luis Urbano.
—El pueblo yaqui siempre se ha considerado una nación dentro de otra nación —me dirá semanas más tarde la antropóloga Enriqueta Lerma, conocedora de la historia y cosmovisión de la tribu—. Al ser un territorio autónomo regido por el derecho consuetudinario, se volvió un sitio estratégico para los cárteles: el narcotráfico encontró que este era como una esfera externa al territorio nacional, que podía estar bajo su dominio, y donde podía colocar laboratorios de metanfetamina, sobre todo en la sierra del Bacatete.
No hay datos específicos del uso de esta sustancia entre la población yaqui, pero, a nivel nacional, el consumo ha aumentado 500% desde 2013, según la Comisión Nacional contra las Adicciones. La expansión del cristal es una “creciente epidemia”, en términos de la Organización de las Naciones Unidas.
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Por hallazgos arqueológicos se sabe que, desde hace al menos cinco mil años, los indígenas norteamericanos han comido peyote (Lophophora williamsii), el cactus —endémico— del desierto de México. Al peyote le llaman hikuri en huichol o wixárika, lengua de la etnia del oeste del país que mantiene vivo su uso ceremonial. Fue una raíz diabólica para los inquisidores y una planta-medicina que se compartió entre las tribus de Estados Unidos y Canadá como medio de renovación espiritual en tiempos de exterminio de los pueblos indígenas.
La cactácea verde-azul, de forma circular, es contenedora natural de mescalina, la sustancia con la que Aldous Huxley experimentó antes de escribir su ensayo Las puertas de la percepción. “Mescalito”, le decía de cariño el personaje yaqui más famoso, don Juan Matus, el brujo que cobró vida bajo la pluma de Carlos Castaneda. En Las enseñanzas de don Juan, el antropólogo relata su travesía bajo la guía de un chamán yaqui que lo introduce a estados no ordinarios de conciencia a través de algunas plantas psicoactivas. Aunque la obra fue un superventas desde su primera publicación en 1968, por la Universidad de California, su veracidad y la de sus secuelas fue cuestionada por académicos e investigadores. Entre otras cosas, porque en la tribu yaqui no existe la tradición de comer peyote.
Hoy en día, la hipótesis más aceptada es que Castaneda hizo una síntesis de distintas tradiciones mesoamericanas para luego integrarlas en el personaje de don Juan. Pero no se puede negar que el libro inspiró a toda una generación. John Lennon llegó a decir que Yoko Ono era su don Juan, su maestra. Y George Lucas reconoció que el libro lo había inspirado para crear La guerra de las galaxias.
Varios años después, el libro de Castaneda fue un elemento clave para que Victoria Anahí Ochoa, fundadora y directora terapéutica de la Clínica de Medicina Intercultural Yo’o joara, conociera las medicinas psicodélicas. Me cuenta la historia en la terraza del centro de salud, luego de terminar una sesión de psicoterapia con uno de sus pacientes, mientras forja y luego enciende un cigarro de tabaco American Spirit.
Tiene 35 años y es la segunda en una familia de cuatro hermanos: hijos de un padre alcohólico de origen yaqui y una madre mestiza. Por eso no habla la lengua indígena, pero sí fue criada dentro de la comunidad, en el pueblo de Vícam.
—Toda mi vida fui a las escuelas que están aquí en el territorio, pero a los diecisiete años, cuando iba a entrar a la universidad, me tuve que ir a Ciudad Obregón. Llegué a un mundo diferente. No sabía ni cruzar los semáforos, nunca había salido del pueblo.
Eligió estudiar Psicología y, para subsistir, se vio obligada a conseguir un empleo. Así llegó a una pequeña empresa de inmuebles que buscaba contratar a una secretaria a través de un extraño proceso de selección: todas las aspirantes al puesto fueron reunidas para presentarse y, entre otras cuestiones, el empleador les preguntó: “¿Quién de ustedes ha leído Las enseñanzas de don Juan, de Carlos Castaneda?”.
Victoria Anahí fue la única que levantó la mano y salió de aquella reunión con el empleo. La historia del chamán yaqui abrió la conversación. Ella le contó a su jefe que, después de leer el libro, le había nacido la inquietud de probar el peyote. Él le preguntó si el cactus podía encontrarse en su territorio y si era usado por la tribu. Ella respondió que no: en su región no crece el cactus del peyote, ni se consume en rituales, ni existen registros etnográficos del uso de plantas psicoactivas desde la entrada de los jesuitas al territorio, en el siglo XVII. Más adelante, él le confió que conocía un círculo de “ayahuasqueros” en Ciudad Obregón y que podía llevarla si así lo quería.
Victoria Anahí dice que fue “preciosísima” la noche en que probó la ayahuasca:
—Me llenó de todo, me hizo ver lo que era la vida, lo que era la muerte, lo que era yo. Tuve una experiencia con el gran espíritu, con el universo, muy reconfortante, de mucha confianza, de mucho amor. Y entonces dije: “Esto es lo que andaba buscando”. En ese momento, incluso en el trance, dije: “Estas medicinas las tengo que llevar para mi gente”.
Desde entonces pasaron diez años de trabajo, investigación, frustraciones, cabildeos; de buscar fondos y aliados, integrar el equipo y capacitarlo, tejer lazos con otros pueblos indígenas, celebrar ceremonias con las medicinas. Hasta que, en septiembre de 2021, la clínica se estableció de manera formal. Sus actividades y métodos son conocidos por varios funcionarios de salud, federales y estatales, debido al interés de Victoria Anahí por insertarla en el sistema sanitario mexicano. Sin embargo, eso aún no es posible porque el trabajo terapéutico involucra sustancias restringidas en la Ley General de Salud.
La psicóloga confía en que pronto se modifique esa norma, como ya ha pasado en Canadá y algunas ciudades de Estados Unidos. Mientras tanto, se siente protegida por la máxima ley del país, donde también está garantizado el derecho a la salud.
—La Constitución está por encima de todas las normas y dice que nosotros, como pueblos indígenas, tenemos autonomía y libre determinación. Eso significa que podemos elegir la manera en que queremos curarnos.
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La terraza de la clínica es lugar de encuentro y refugio contra el sol del mediodía. Están algunos pacientes que tuvieron psicoterapia por la mañana y otros que vienen solo a comer, pues de lunes a viernes hay un servicio abierto y gratuito de cocina comunitaria. El menú de hoy tiene tacos dorados de papa con salsa de tomate.
Circulan hombres con pañoletas al cuello, mujeres en falda y blusas bordadas, niños, abuelas y varios perros. La conversación va y viene del español al yaqui. Una de las pacientes nuevas le da un masaje en los pies a Victoria Anahí Ochoa, pues el día anterior dio un mal paso y se cayó de una escalera. Otra, que se trata por depresión, es la esposa de un hombre con puesto político en uno de los gobiernos indígenas.
Cuando la clínica comenzó a operar, contaba con el respaldo de los hombres que en 2021 integraban la autoridad de Tórim. Pero los gobiernos de los ocho pueblos yaquis se renuevan cada año y el actual no simpatiza con el proyecto. Hay aliados y detractores dentro de la tribu. Un danzante de otro pueblo yaqui, que prefiere no revelar su identidad, me comparte su opinión: que este grupo responde “a una moda que nada tiene que ver con el espíritu y sí con el dinero”. La antropóloga Enriqueta Lerma dice que “la gente de la tribu es muy conservadora y hay quien ve a la clínica con recelo porque no es tradicional usar sustancias psicoactivas”.
Pero otro sector respalda a Victoria Anahí y a los suyos, incluido uno de los activistas más visibles de la etnia: Mario Luna Romero, expareja de la terapeuta y papá de sus dos hijos. A pesar de eso, las operaciones de la clínica tuvieron que mudarse, a finales de 2022, a un espacio privado en Tórim: el patio de Sewa García Valenzuela.
—Hay personas que dicen que somos brujas —dice Sewa, trabajadora social de la clínica, pero en el tono de alguien que no le da mucha importancia.
Sewa, que significa “flor”, es amiga de Victoria Anahí desde la secundaria. Ambas tienen 35 años y son mamás de dos niños. Sewa se siente igual de cómoda hablando en español que en su lengua materna, pero prefiere la vestimenta tradicional: faldas de colores vivos y blusas con bordados de flores grandes alrededor del cuello. Le pregunto sobre su papel como trabajadora social y me explica que se dedica a dar a conocer los servicios entre las personas de la tribu.
—Mi trabajo es contarle a la gente sobre las atenciones que damos. Al principio visitaba a las familias en sus casas, pero ahora ya se ha corrido la voz y llegan solos.
Cuando Sewa habla con los pacientes potenciales, les cuenta cómo otros grupos indígenas del continente tienen plantas sagradas para sanar: que el peyote lo usan los pueblos huicholes (wixaritari), rarámuris, coras, navajos o lakotas, y que la ayahuasca es la medicina en varias etnias de la Amazonia, como los shipibos o los huni kuin.
—Yo con las familias platico mucho sobre estas medicinas —dice Sewa—, de cómo las personas sufrimos de muchas emociones. No solo de adicciones o alcoholismo, sino que son emociones que siempre hemos traído: por los problemas del gobierno o en nuestro pueblo. La medicina te ayuda a que tú deshagas todo lo que te molesta, lo que te enferma, y a que te entre todo lo divino: el respeto, el cariño, el amor, el aprecio, las familias, la unión. También te ayuda a conectarte con lo real de la naturaleza, lo más preciado que tenemos. Porque nosotros vivimos de la energía de la naturaleza. Sin ella no somos nada.
Hablamos en las afueras del poblado, sentadas bajo los álamos verdes y junto al cauce agrietado de un río sin agua. Durante siglos, ese fue el camino natural del río Yaqui, el que le dio nombre y vida a la etnia milenaria. Pero hace décadas que el agua ya no pasa por aquí: se detiene cuenca arriba en al menos tres presas construidas por los gobiernos federal y estatal para abastecer a otras ciudades y a las agroindustrias del valle.
Además, desde 2013, el gobierno de Sonora opera el Acueducto Independencia, que lleva agua a Hermosillo, a pesar de que un fallo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación ordenó detenerlo por atropellar los derechos del pueblo indígena. Mario Luna Romero todavía era la pareja de Victoria Anahí cuando fue enviado un año a prisión por ser uno de los líderes más visibles contra el megaproyecto. Se le consideró un preso político del entonces gobernador de Sonora e impulsor del acueducto, Guillermo Padrés, quien ahora se encuentra preso, acusado de defraudación fiscal por la Fiscalía General de la República.
El Valle del Yaqui es un terreno fértil rodeado de desierto; un oasis históricamente codiciado por los yoris (hombres blancos) y defendido a costa de muchas guerras, masacres y muertes por la “tropa yoreme”, que en lengua yaqui significa “las personas verdaderas”. Hasta el día de hoy sigue vigente la lucha de este pueblo por su derecho al agua; su río sigue desviado y el Acueducto Independencia continúa su operación.
Le pregunto a Sewa sobre el significado de la palabra yo’o joara, el nombre elegido para la clínica. Puede traducirse como “una casa de encantos”, dice, pero también se refiere a un estado no ordinario de conciencia, del que después me hablará Enriqueta Lerma: “Es un mundo invisible que coexiste con el mundo objetivado, un espacio en el que existe todo lo que haya sido susceptible de existir, los que aún no han nacido, los muertos, las entidades divinas y maléficas, donde hay contacto entre el pasado y el futuro; es una realidad alterna que lo contiene todo: es la totalidad”.
Sewa admite que ella no había entendido muy bien lo que significaba este concepto hasta que probó la ayahuasca.
—Mi papá me platicaba que nuestros mayores se refugiaban en este encuentro con el ser divino. Lo describen en un cerro, y dentro de ese cerro está el yo’o joara, donde tú te conectas con las personas que ya no están, con quienes lucharon por nuestra tierra. Yo siempre me preguntaba: “¿Qué será?, ¿dónde estará ese lugar?”. La primera vez que probé la ayahuasca, dije: “Este es el yo’o joara, el lugar sagrado en donde estamos”.
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“Psicodelia” significa que manifiesta el alma o la mente. Pero el término suele asociarse al uso lúdico del LSD durante el movimiento contracultural de los años sesenta. Por eso, muchos en el campo de la ciencia y las terapias psicodélicas prefieren el sinónimo “enteógeno”, que viene del griego éntheos: “con Dios dentro”.
—Los enteógenos se podrían definir como herramientas que nos permiten contactar con la divinidad interior —dice Armando Loizaga Pazzi en una charla pública ocurrida en abril de 2022, en la sede del Senado. Él es psicólogo por la Universidad de Minnesota, experto en trastorno por consumo de sustancias y esposo de Anja Loizaga-Velder, también presente en el grupo de especialistas convocado por la senadora Alejandra Lagunes. La legisladora del Partido Verde Ecologista de México es quien ha abierto el debate rumbo a una posible despenalización de la psilocibina y otros enteógenos naturales en México.
—Cuando hablamos de regular estas sustancias —continúa el psicólogo—, el sujeto de derecho es un estado de conciencia diferente al ordinario. Podemos concebirlo como una extensión cognitiva, una herramienta de nuestra mente.
Luego muestra en la pantalla una de las imágenes ya clásicas de la ciencia psicodélica: dos gráficas que representan la interconectividad neuronal en dos cerebros, uno saturado de líneas tras el consumo de psilocibina (u otros enteógenos) y otro mucho menos denso en conexiones tras la administración de un placebo.
—Este incremento de las interconexiones da pie a la introspección, al autoanálisis, amplía la perspectiva, cuestiona el paradigma existencial, hay un ajuste de valores, aumenta la intuición, la memoria, la imaginación. A nivel de la experiencia emocional hay sensaciones de paz, resolución de conflictos, de perdón, humildad, esperanza, unidad, fortalecimiento de la fe. Todo esto, desde la psicoterapia, son efectos muy deseables.
Loizaga Pazzi también es asesor terapéutico de la clínica yaqui: él y Victoria Anahí Ochoa diseñaron el programa y los protocolos de tratamiento. Además, se encarga de dirigir las ceremonias de ayahuasca, más o menos cada dos meses. Gracias a su intermediación, han visitado el territorio yaqui algunos curanderos de otros pueblos indígenas del continente, con quienes mantiene relación como presidente y fundador del Instituto Nierika. La asociación civil, con sede en el Estado de México, está dedicada a la preservación de las tradiciones indígenas con plantas sagradas.
—Vicky [Anahí] fue a Nierika en octubre de 2012 buscando algún tipo de asesoría sobre qué hacer con la medicina del sapo —dice Loizaga Pazzi en Ciudad Obregón, un par de meses después de su intervención en el Senado.
Cuando habla del sapo se refiere a otro enteógeno de origen natural: el bufo (Incilius alvarius), una especie endémica del desierto de Sonora. Es un anfibio que hiberna ocho meses bajo tierra y en cuyas glándulas cutáneas produce una secreción lechosa con un alcaloide superpotente. Fumar sapo lleva al participante a un trance intenso y breve, de veinte minutos, que se suele comparar con sensaciones de disolución o experiencias cercanas a la muerte. Se cree que es una práctica contemporánea, pues no hay pruebas de su uso ancestral entre los pueblos indígenas; sin embargo, el animal tiene un lugar importante en la cosmovisión yaqui. Una de sus leyendas fundacionales cuenta que fue un sapo, Bobok, el que trajo la lluvia y salvó al pueblo de la sequía.
Victoria Anahí probó el bufo la misma noche en que conoció la ayahuasca, y a partir de ahí comenzó a investigar. Cuando contactó a Loizaga Pazzi en busca de asesoría, también le llevó la secreción cristalizada del sapo. Él se la fumó en una pipa de cristal y, en el trance, tuvo una revelación:
—El sapo me dijo: “Yo soy la joya de la corona, pero no tengo corona”. ¿Qué quiere decir eso? Que no hay un ritual, ni una cultura, ni nada que sostenga a esa joya. El sapito estaba en el desierto, lo agarraron y de un día para otro lo convirtieron en símbolo cultural —dice el psicólogo refiriéndose a algunos miembros de otras comunidades indígenas, también de Sonora, que argumentan que el Incilius alvarius es su medicina ancestral. Sin embargo, no se han encontrado evidencias, antropológicas ni arqueológicas, que los respalden.
En algunas ocasiones, la clínica ha organizado jornadas de administración de sapo a los pacientes. Aunque no exista una tradición, es la medicina más cercana: la que se puede recolectar en su propio territorio y alrededores. Sin embargo, entre el equipo de la clínica hay opiniones divididas respecto a su uso. Primero, porque su administración es individual y muy breve y, a diferencia de la ayahuasca o el peyote, no permite una ceremonia colectiva. Y luego, porque su popularidad entre los buscadores de experiencias psicodélicas ha provocado una sobreexplotación. De hecho, Victoria Anahí tiene un proyecto paralelo de monitoreo y protección a este animal, apoyado por el Fondo para la Conservación de Medicina Indígena.
Mientras desayunamos, unas horas antes de que comience la primera ceremonia de ayahuasca para los pacientes de la clínica, le pregunto a Loizaga Pazzi si cree que la clínica yaqui podría ser un proyecto replicable. Él dice que le gustaría hacer programas de tratamiento similares con otros grupos vulnerables, como los familiares de los desaparecidos: “No me imagino cómo debe ser su dolor”. Sin embargo, también sabe que la base del trabajo es la voluntad y el sostén de la comunidad:
—Nosotros venimos a hacer la aplicación de la medicina enteógena, pero el trabajo cotidiano, la base de la salud comunitaria es la convivencia del día a día. Entre ellos se sostienen, y se nota. Cuando llegas aquí, se palpa el amor y la amistad. Ese contenedor es necesario, porque solo así la gente siente la confianza para liberar su dolor.
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Una veintena de pacientes evaluados como aptos para tomar ayahuasca llegan en un autobús amarillo a una casa alquilada por la clínica en Ciudad Obregón, pues en Tórim no hay un espacio para realizar las ceremonias. La casona con patio central está en un terreno extenso con varios cactus gigantes y es sede de una fundación privada de apoyo a las infancias de Sonora. Todo el personal de la Clínica de Medicina Intercultural Yo’o joara y varios pacientes ayudan a preparar una de sus amplias habitaciones: colocan petates y cobijas junto a los cuatro muros, distribuyen botellas de agua y baldes —para el vómito que a veces provoca el preparado— y colocan jarrones con flores y otras ofrendas. Raquel, la enfermera, revisa los signos vitales de los participantes que lo requieren. Su novio, Fernando López, que llegó en el autobús con el grupo, está a punto de atravesar su quinta ceremonia de ayahuasca.
—Estoy un poquito nervioso —me había dicho el exsoldado un día antes—. Sí es un poquito fuerte, pero a la vez estoy muy emocionado porque hay muchas cosas que quiero aliviar todavía.
Su primera ceremonia, cuando aún consumía metanfetamina, la recuerda como una pesadilla:
—A mí Raquel me había dicho que era muy bonito, que te podías conectar y hablar con la medicina. Pero esa vez me fue mal. Toda la noche miré puras culebras negras, grandotas. Tuve la sensación de que me iba a morir. Quería vomitar, revolcarme en el suelo. Miré muchísimo al diablo, diferentes caras del demonio. Así pasé toda la noche, hasta que se me bajó un poco y me gustaron las canciones. Sentí que no pude conectar, que no me había servido de nada.
Pero, desde ese día, Fernando no volvió a probar el cristal. Continuó con la psicoterapia una vez a la semana y, cuando llegó el momento, un par de meses más tarde, consideró que estaba listo para intentarlo de nuevo.
—Ya la segunda vez quedé encantado; fue una maravilla porque pude conectarme. Me di cuenta de que sí era verdad lo que me decía Raquel. Entré en la medicina. Preguntaba cosas y me contestaba. Me empezó a decir que andaba por muy mal camino y me lo mostró muy claro. Por un lado, un camino bien bonito, largo, lleno de flores. En el otro estaban mis amigos malandros, drogados, con sus camionetas, la música, el alcohol, las armas y, al final, la imagen de una Santa Muerte. “A ver, ¿qué camino quieres?”, me dijo. En uno podía caminar muy lejos, el otro lo miraba muy cortito.
En la casa de Ciudad Obregón, a poco de iniciar, el ambiente es alegre, de camaradería. El brebaje amazónico que hizo el viaje desde la selva se calienta en la estufa de la cocina. Y además está disponible otra medicina: el rapé, una mezcla de hojas de tabaco y diversas plantas medicinales, también de la Amazonia. Se usa en las ceremonias como herramienta en la psicoterapia, pues ayuda a aumentar la claridad mental, dice el psicólogo Ricardo Campoy.
Alrededor de las nueve de la noche está todo listo. Armando Loizaga Pazzi da las últimas instrucciones y los pacientes lo escuchan sentados en los petates y recargados contra los muros. En ese lugar van a permanecer durante la ceremonia, aunque también pueden estar de pie. Los miembros del equipo de Gatopardo nos retiramos antes de que todas las luces se apaguen y comience el ritual.
Volvemos al día siguiente por la mañana, para estar presentes en la actividad conocida como integración. Tomaron ayahuasca los pacientes y todo el personal de la clínica, quienes trabajan en sus propios procesos, pero se mantienen alertas por si alguien en el grupo necesita contención. Recién despertados, y después de tomar café y un poco de fruta, los participantes comparten uno a uno sus experiencias, visiones, emociones y aprendizajes con la medicina. Hay sonrisas, revelaciones, catarsis, llantos. En los testimonios se repiten “amor”, “alegría”, “alivio”, “paz”, “gracias” y “no tengo palabras”. Unos por momentos tuvieron miedo o creyeron estar cerca de la muerte, pero siempre al final llegó la calma. Otros prefieren no compartir mucho, o solo en lengua yaqui, y otros más cuentan con todo detalle lo vivido, durante diez, quince o veinte minutos.
Loizaga Pazzi responde a cada uno con palabras de aliento. “Hay que vaciarnos de tanto dolor para dejar entrar el amor, porque el amor es el que cura”, le dice a una paciente con depresión por años de abuso y de maltrato intrafamiliar. Una señora que se trata por un duelo complicado tras la muerte de un hijo anuncia en el círculo que, después de cinco ceremonias, se siente fuerte y lista para dejar su lugar a otro paciente que lo necesite.
Hacia las dos de la tarde, el autobús amarillo regresa al territorio yaqui y se hace el relevo con los pacientes de la segunda noche. Toda la preparación se vuelve a poner en marcha. Pero, esta vez, el videógrafo y yo nos quedamos para participar en la ceremonia.
Durante cinco horas hay cantos y rezos: por los que ya no están, por los abuelos, por las mamás, por los niños. Plegarias para que los hombres yaquis estén fuertes y sanos, libres de todo cristal, despiertos y conscientes para defender su territorio y su cultura, como hicieron desde siempre los ancestros o los yowes. Rezos para que se vayan todas las tristezas y se resuelvan las diferencias políticas entre vecinos y entre los ocho pueblos tradicionales. Por la unidad de la “tropa yoreme”. Para que este año sí lleguen las lluvias al desierto y para que muy pronto, entre los más jóvenes, se forme una ingeniera o ingeniero con las habilidades necesarias para traer de nuevo el agua, como hizo el sapo Bobok, y que el río sea devuelto por fin a su cauce.
* Su nombre fue modificado por petición y seguridad de la fuente.
Ayahuasca, peyote y otras medicinas psicodélicas
Ante la epidemia que provoca la adicción a la metanfetamina en el norte de México, un grupo de la tribu yaqui, en Sonora, ha establecido un centro de salud —Clínica de Medicina Intercultural Yo’o joara— para erradicar la dependencia a esta sustancia y tratar otros trastornos mentales. Sus tratamientos incluyen psicoterapia y psicoactivos de origen natural, como la ayahuasca, el peyote y la secreción de un sapo originario del estado. “Plantas sagradas” que han transformado por completo la vida de sus pacientes.
Este es un trabajo periodístico producido gracias al apoyo del Fondo para Investigaciones y Nuevas Narrativas sobre Drogas de la Fundación Gabo
—Estoy un poquito nervioso —dice Fernando López* sobre el proceso terapéutico que va a atravesar el día de mañana: una ceremonia de ayahuasca. Fernando, de 33 años, es miembro de la tribu indígena yaqui, el mayor de cuatro varones, papá de un chico de trece, ganadero y exsoldado mexicano que se reconoce como exadicto a la metanfetamina, sustancia conocida también como cristal o piedra.
Apenas comienza el mes de junio de 2022, pero el calor ya sofoca el semidesierto de Tórim, uno de los ocho pueblos yaquis en el sur de Sonora, México. Hablamos bajo la sombra de un árbol en una clínica ambulatoria que, desde hace diez meses, lo ayuda a mantener a raya su adicción. Fernando fue soldado durante seis años: primero en Obregón, la ciudad más cercana al territorio yaqui, y luego en Zamora, Michoacán, en el 17º Batallón de Infantería. Él y sus compañeros salían de la base para hacer patrullajes y apoyar operaciones por todo el país. Perseguían a “los narcos” y, si corrían con suerte, los entregaban a la policía estatal, la verdadera responsable de ese trabajo. La guerra contra el narcotráfico que el Gobierno mexicano declaró en 2006 ha dejado más de 350 000 muertos y cien mil desaparecidos.
—Yo pensé que, de allá, nunca iba a volver vivo; había enfrentamientos cada vez que salíamos y nunca regresábamos completos —dice Fernando.
Le tocó desmantelar decenas de laboratorios clandestinos de metanfetamina y recuerda esos días como los más extenuantes; ni él ni sus compañeros podían comer ni dormir hasta terminar por completo el decomiso y dejar todo en manos del Ministerio Público. Las máscaras y los trajes de protección que tenían que vestir no eran suficientes para detener la peste o el dolor de cabeza que les provocaban los químicos.
—En ese momento no había probado el cristal y nunca pensé que lo iba a probar. En las pláticas de concienciación nos hablaban de los daños de todas las drogas y yo estaba muy comprometido en querer acabar con el narcotráfico.
Pero un día lo llamó su padre desde el pueblo donde creció, cerca de Tórim. Le dijo que no se sentía bien y que necesitaba ayuda para seguir con el negocio familiar: la crianza de un centenar de vacas y chivas que les dejan siete pesos (0.35 dólares) por cada litro de leche. Así que dejó el ejército.
De regreso en su tierra y recién separado de la mamá de su hijo, Fernando trabajaba el campo de lunes a viernes y se iba de fiesta de viernes a domingo.
—En la borrachera te juntas con personas que son adictas, te dan a probar y lo pruebas. El cristal te quita el sueño y el hambre, puedes seguir tomando y no te emborrachas. Las primeras veces me lo dieron, pero a la cuarta o quinta vez ya lo empecé a comprar: donde quiera te lo venden por cincuenta, cien pesos [2.5, cinco dólares]. Si no eres muy adicto, eso te puede durar una noche.
Así pasó cerca de un año. Fernando dice que solo consumía en las fiestas, pero vio a muchos que lo hacían a diario, para resistir las jornadas en el campo o en las maquiladoras. Él nunca llegó a sentirse en crisis, pero ha atestiguado el deterioro gradual de sus colegas más enganchados. Algunos tuvieron que internarse en el hospital; otros hasta la fecha “andan perdidos, como vagabundos”.
—Yo andaba feliz en el vicio y en la vagancia, no me daba cuenta. Hasta que llegó Raquel. Cuando la conocí y la empecé a tratar, me dijo que tomaba mucho, y me habló de la clínica que estaba a punto de abrirse.
Raquel es la actual novia de Fernando y enfermera de la Clínica de Medicina Intercultural Yo’o joara. Ella le contó que era parte de un equipo clínico a punto de arrancar operaciones allí mismo, en el territorio yaqui. Le confió que iban a trabajar con ayahuasca, una medicina natural que “revitaliza tu espiritualidad y te sana como persona”; que esas plantas poderosas de una selva lejana podían ayudarlo a dejar el cristal, a transformar por completo su vida.
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Una dosis de ayahuasca equivale a un vaso pequeño con un líquido espeso y oscuro: un breve trago amargo “como el que precede a un ataque de náuseas”, escribió William Burroughs a Allen Ginsberg desde el Putumayo colombiano. En lengua quechua, “ayahuasca” significa “la liana de los muertos o de los espíritus”, y en otras etnias sudamericanas es conocida como caapi, natem o yagé. Es una mezcla de una liana (Banisteriopsis caapi) y un arbusto (Psychotria viridis) que, solo al combinarse, modifican el estado de conciencia. Una droga prohibida para la mayoría de los gobiernos nacionales y una medicina para el espíritu, según una variedad de pueblos milenarios.
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La terapeuta Anja Loizaga-Velder sube al podio en un salón del hotel Hilton de Toronto, Canadá, tras ser presentada como especialista, desde hace veinte años, en el tratamiento de adicciones con ayahuasca, una bebida con efectos psicoactivos originaria del Amazonas.
La conferencia magistral de Loizaga-Velder —nacida en Alemania, pero afincada en la Ciudad de México— es la segunda del congreso de medicina psicodélica From Research to Reality, organizado por las instituciones públicas de salud mental de Canadá. Las leyes de ese país permiten, desde enero de 2022, que médicos y terapeutas soliciten al Ministerio de Salud algunas sustancias restringidas para tratar a pacientes con trastornos mentales. Se basan en múltiples estudios que han demostrado las tasas altas de efectividad de los psicodélicos de origen natural (la ayahuasca, los hongos, el peyote) y también de origen sintético (el LSD, el éxtasis) para tratar condiciones como la depresión resistente a fármacos, la ansiedad en enfermos terminales, el estrés postraumático o el trastorno por consumo de sustancias. Desde casa sigo la transmisión en vivo del congreso. Con un inglés pausado, Loizaga-Velder se dirige a científicos, médicos, expertos en psicofarmacología, terapeutas, líderes indígenas y espirituales, políticos y funcionarios públicos. Entre ellos, Gady Zabicky Sirot, quien es el titular de la Comisión Nacional contra las Adicciones del Gobierno de México.
—Es importante mencionar que la palabra “adicción” no existe en muchos idiomas indígenas. A pesar de que sus sistemas médicos han desarrollado tratamientos efectivos para las adicciones, no solo sirven para ellas, sino que tratan al ser humano como un todo: en los niveles físico, mental, emocional y espiritual. Es un tratamiento integral para el alma humana —dice la investigadora y terapeuta.
Cuando la entrevisté para un reportaje anterior sobre el potencial terapéutico de los psicodélicos, Loizaga-Velder me contó que aprendió sobre el uso tradicional de la ayahuasca a partir de los dieciocho años, tras una temporada en una comunidad shipibo de la Amazonia peruana. Sus propias experiencias con la medicina, como la llama, fueron profundamente transformadoras; comprendió que su misión era construir un puente entre los saberes ancestrales y la ciencia de Occidente. Años después se recibió como doctora en Psicología Médica por la Universidad de Heidelberg con una investigación sobre las propiedades terapéuticas de la ayahuasca, y hoy es una de las autoridades en la materia.
En Toronto se refiere a las plantas y los hongos psicoactivos como “tecnologías terapéuticas elaboradas”, sin efectos secundarios negativos, siempre y cuando se administren en contextos estructurados y bajo una guía confiable. Son antidepresivos y ansiolíticos naturales y está comprobado que no causan adicción. Por el contrario, su consumo reduce el síndrome de abstinencia, y esto, en conjunto con la psicoterapia, permite una rehabilitación efectiva.
—Los que trabajan en este campo saben que vencer una adicción es muy retador y puede ser frustrante. Es común que no haya respuesta, hay muchas recaídas. Por eso, los programas con base comunitaria son decisivos para acortar la brecha —dice.
Al final de su conferencia, Loizaga-Velder hace un descubrimiento: habla de una clínica psicodélica en el territorio yaqui, al norte de México, donde colabora como asesora: la Clínica de Medicina Intercultural Yo’o joara. Una clínica fundada en septiembre de 2021 por una mujer indígena, psicóloga, que ahora cuenta con un equipo de otros tres terapeutas, un médico, una enfermera y una trabajadora social. Los pacientes son tratados con plantas psicoactivas, como la ayahuasca y el peyote. Loizaga-Velder describe al proyecto como un “centro comunitario de salud mental” y una “investigación en curso, de corte naturalista”, pues no se desarrolla en un laboratorio, sino en un ambiente real: al interior de una comunidad afectada por la pobreza, la violencia y el abuso del alcohol y la metanfetamina. El financiamiento de organizaciones privadas permite ofrecer a la población servicios gratuitos. La investigadora asegura que cuentan con el apoyo de las autoridades indígenas y el visto bueno de las mexicanas.
—Algunos dirán: “¿Qué tiene que hacer una medicina de América del Sur en una comunidad yaqui?”. Si les preguntan a los yaquis, ellos responden: “¿Y qué tienen que hacer las benzodiazepinas y otros antidepresivos en nuestra comunidad? Las plantas-medicina son más apropiadas a nosotros. Nos ayudan a recordar el origen y nuestros propios ritos”. Los yaquis dicen que, para ellos, estas medicinas son vitaminas espirituales.
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Las instalaciones de la Clínica de Medicina Intercultural Yo’o joara, en Tórim, tienen un patio de tierra seca, una terraza con techo de lata y un cubo de cemento con tres consultorios y un baño en el que no corre el agua. Llegamos un lunes de la primera semana de junio de 2022, cuando están programadas dos ceremonias de ayahuasca. Volamos a Ciudad Obregón y conducimos casi una hora por carretera. De continuar cinco horas más por la misma autopista, estaríamos frente al muro que separa a México del mayor mercado de drogas en el mundo.
Conocemos al equipo clínico y a varios pacientes. Todos son miembros de la comunidad yaqui, excepto el médico y un psicólogo, originarios de Obregón y Hermosillo. La mayoría de los pacientes hombres están en tratamiento por abuso de sustancias; las mujeres por otros trastornos, como depresión, ansiedad o estrés postraumático.
En el tercer día de nuestra visita, una camioneta pick-up de la Marina se detiene justo enfrente de la clínica. Los uniformados con armas permanecen en la parte trasera mientras uno de ellos discute con miembros del gobierno autónomo del pueblo. La “ramada” o sede de las autoridades indígenas se encuentra a unos pasos del centro de salud mental.
El vehículo se mueve, pero no va muy lejos: permanece como vigía en la esquina siguiente. Luego Enrique, exadicto y conserje de la clínica, nos explica la situación sin muchos detalles: hay una tensión fuerte entre dos grupos del pueblo que han intercambiado amenazas de muerte. Por eso la Marina ha patrullado las calles de terracería, y por eso, nos dice, llegaron preguntando quién era y qué hacía allí el videógrafo de Gatopardo.
—Pa’ como está el pedo aquí, no es recomendable que anden solos: está la grilla a todo lo que da —advierte.
Sonora es uno de los cuatro estados más violentos del país y el que registró el mayor deterioro en los últimos tres años, según el Índice de Paz México 2022, que lo atribuye a las luchas internas entre el Cártel de Sinaloa y el de Jalisco Nueva Generación. La región más convulsa es el sur del estado, donde nos encontramos. El municipio de Cajeme, en el Valle del Yaqui, registró en 2021 la cuarta tasa de homicidios más alta del país, con 126 casos por cada cien mil habitantes. Los asesinatos han alcanzado a varios defensores del territorio indígena, como Tomás Rojo y Luis Urbano.
—El pueblo yaqui siempre se ha considerado una nación dentro de otra nación —me dirá semanas más tarde la antropóloga Enriqueta Lerma, conocedora de la historia y cosmovisión de la tribu—. Al ser un territorio autónomo regido por el derecho consuetudinario, se volvió un sitio estratégico para los cárteles: el narcotráfico encontró que este era como una esfera externa al territorio nacional, que podía estar bajo su dominio, y donde podía colocar laboratorios de metanfetamina, sobre todo en la sierra del Bacatete.
No hay datos específicos del uso de esta sustancia entre la población yaqui, pero, a nivel nacional, el consumo ha aumentado 500% desde 2013, según la Comisión Nacional contra las Adicciones. La expansión del cristal es una “creciente epidemia”, en términos de la Organización de las Naciones Unidas.
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Por hallazgos arqueológicos se sabe que, desde hace al menos cinco mil años, los indígenas norteamericanos han comido peyote (Lophophora williamsii), el cactus —endémico— del desierto de México. Al peyote le llaman hikuri en huichol o wixárika, lengua de la etnia del oeste del país que mantiene vivo su uso ceremonial. Fue una raíz diabólica para los inquisidores y una planta-medicina que se compartió entre las tribus de Estados Unidos y Canadá como medio de renovación espiritual en tiempos de exterminio de los pueblos indígenas.
La cactácea verde-azul, de forma circular, es contenedora natural de mescalina, la sustancia con la que Aldous Huxley experimentó antes de escribir su ensayo Las puertas de la percepción. “Mescalito”, le decía de cariño el personaje yaqui más famoso, don Juan Matus, el brujo que cobró vida bajo la pluma de Carlos Castaneda. En Las enseñanzas de don Juan, el antropólogo relata su travesía bajo la guía de un chamán yaqui que lo introduce a estados no ordinarios de conciencia a través de algunas plantas psicoactivas. Aunque la obra fue un superventas desde su primera publicación en 1968, por la Universidad de California, su veracidad y la de sus secuelas fue cuestionada por académicos e investigadores. Entre otras cosas, porque en la tribu yaqui no existe la tradición de comer peyote.
Hoy en día, la hipótesis más aceptada es que Castaneda hizo una síntesis de distintas tradiciones mesoamericanas para luego integrarlas en el personaje de don Juan. Pero no se puede negar que el libro inspiró a toda una generación. John Lennon llegó a decir que Yoko Ono era su don Juan, su maestra. Y George Lucas reconoció que el libro lo había inspirado para crear La guerra de las galaxias.
Varios años después, el libro de Castaneda fue un elemento clave para que Victoria Anahí Ochoa, fundadora y directora terapéutica de la Clínica de Medicina Intercultural Yo’o joara, conociera las medicinas psicodélicas. Me cuenta la historia en la terraza del centro de salud, luego de terminar una sesión de psicoterapia con uno de sus pacientes, mientras forja y luego enciende un cigarro de tabaco American Spirit.
Tiene 35 años y es la segunda en una familia de cuatro hermanos: hijos de un padre alcohólico de origen yaqui y una madre mestiza. Por eso no habla la lengua indígena, pero sí fue criada dentro de la comunidad, en el pueblo de Vícam.
—Toda mi vida fui a las escuelas que están aquí en el territorio, pero a los diecisiete años, cuando iba a entrar a la universidad, me tuve que ir a Ciudad Obregón. Llegué a un mundo diferente. No sabía ni cruzar los semáforos, nunca había salido del pueblo.
Eligió estudiar Psicología y, para subsistir, se vio obligada a conseguir un empleo. Así llegó a una pequeña empresa de inmuebles que buscaba contratar a una secretaria a través de un extraño proceso de selección: todas las aspirantes al puesto fueron reunidas para presentarse y, entre otras cuestiones, el empleador les preguntó: “¿Quién de ustedes ha leído Las enseñanzas de don Juan, de Carlos Castaneda?”.
Victoria Anahí fue la única que levantó la mano y salió de aquella reunión con el empleo. La historia del chamán yaqui abrió la conversación. Ella le contó a su jefe que, después de leer el libro, le había nacido la inquietud de probar el peyote. Él le preguntó si el cactus podía encontrarse en su territorio y si era usado por la tribu. Ella respondió que no: en su región no crece el cactus del peyote, ni se consume en rituales, ni existen registros etnográficos del uso de plantas psicoactivas desde la entrada de los jesuitas al territorio, en el siglo XVII. Más adelante, él le confió que conocía un círculo de “ayahuasqueros” en Ciudad Obregón y que podía llevarla si así lo quería.
Victoria Anahí dice que fue “preciosísima” la noche en que probó la ayahuasca:
—Me llenó de todo, me hizo ver lo que era la vida, lo que era la muerte, lo que era yo. Tuve una experiencia con el gran espíritu, con el universo, muy reconfortante, de mucha confianza, de mucho amor. Y entonces dije: “Esto es lo que andaba buscando”. En ese momento, incluso en el trance, dije: “Estas medicinas las tengo que llevar para mi gente”.
Desde entonces pasaron diez años de trabajo, investigación, frustraciones, cabildeos; de buscar fondos y aliados, integrar el equipo y capacitarlo, tejer lazos con otros pueblos indígenas, celebrar ceremonias con las medicinas. Hasta que, en septiembre de 2021, la clínica se estableció de manera formal. Sus actividades y métodos son conocidos por varios funcionarios de salud, federales y estatales, debido al interés de Victoria Anahí por insertarla en el sistema sanitario mexicano. Sin embargo, eso aún no es posible porque el trabajo terapéutico involucra sustancias restringidas en la Ley General de Salud.
La psicóloga confía en que pronto se modifique esa norma, como ya ha pasado en Canadá y algunas ciudades de Estados Unidos. Mientras tanto, se siente protegida por la máxima ley del país, donde también está garantizado el derecho a la salud.
—La Constitución está por encima de todas las normas y dice que nosotros, como pueblos indígenas, tenemos autonomía y libre determinación. Eso significa que podemos elegir la manera en que queremos curarnos.
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La terraza de la clínica es lugar de encuentro y refugio contra el sol del mediodía. Están algunos pacientes que tuvieron psicoterapia por la mañana y otros que vienen solo a comer, pues de lunes a viernes hay un servicio abierto y gratuito de cocina comunitaria. El menú de hoy tiene tacos dorados de papa con salsa de tomate.
Circulan hombres con pañoletas al cuello, mujeres en falda y blusas bordadas, niños, abuelas y varios perros. La conversación va y viene del español al yaqui. Una de las pacientes nuevas le da un masaje en los pies a Victoria Anahí Ochoa, pues el día anterior dio un mal paso y se cayó de una escalera. Otra, que se trata por depresión, es la esposa de un hombre con puesto político en uno de los gobiernos indígenas.
Cuando la clínica comenzó a operar, contaba con el respaldo de los hombres que en 2021 integraban la autoridad de Tórim. Pero los gobiernos de los ocho pueblos yaquis se renuevan cada año y el actual no simpatiza con el proyecto. Hay aliados y detractores dentro de la tribu. Un danzante de otro pueblo yaqui, que prefiere no revelar su identidad, me comparte su opinión: que este grupo responde “a una moda que nada tiene que ver con el espíritu y sí con el dinero”. La antropóloga Enriqueta Lerma dice que “la gente de la tribu es muy conservadora y hay quien ve a la clínica con recelo porque no es tradicional usar sustancias psicoactivas”.
Pero otro sector respalda a Victoria Anahí y a los suyos, incluido uno de los activistas más visibles de la etnia: Mario Luna Romero, expareja de la terapeuta y papá de sus dos hijos. A pesar de eso, las operaciones de la clínica tuvieron que mudarse, a finales de 2022, a un espacio privado en Tórim: el patio de Sewa García Valenzuela.
—Hay personas que dicen que somos brujas —dice Sewa, trabajadora social de la clínica, pero en el tono de alguien que no le da mucha importancia.
Sewa, que significa “flor”, es amiga de Victoria Anahí desde la secundaria. Ambas tienen 35 años y son mamás de dos niños. Sewa se siente igual de cómoda hablando en español que en su lengua materna, pero prefiere la vestimenta tradicional: faldas de colores vivos y blusas con bordados de flores grandes alrededor del cuello. Le pregunto sobre su papel como trabajadora social y me explica que se dedica a dar a conocer los servicios entre las personas de la tribu.
—Mi trabajo es contarle a la gente sobre las atenciones que damos. Al principio visitaba a las familias en sus casas, pero ahora ya se ha corrido la voz y llegan solos.
Cuando Sewa habla con los pacientes potenciales, les cuenta cómo otros grupos indígenas del continente tienen plantas sagradas para sanar: que el peyote lo usan los pueblos huicholes (wixaritari), rarámuris, coras, navajos o lakotas, y que la ayahuasca es la medicina en varias etnias de la Amazonia, como los shipibos o los huni kuin.
—Yo con las familias platico mucho sobre estas medicinas —dice Sewa—, de cómo las personas sufrimos de muchas emociones. No solo de adicciones o alcoholismo, sino que son emociones que siempre hemos traído: por los problemas del gobierno o en nuestro pueblo. La medicina te ayuda a que tú deshagas todo lo que te molesta, lo que te enferma, y a que te entre todo lo divino: el respeto, el cariño, el amor, el aprecio, las familias, la unión. También te ayuda a conectarte con lo real de la naturaleza, lo más preciado que tenemos. Porque nosotros vivimos de la energía de la naturaleza. Sin ella no somos nada.
Hablamos en las afueras del poblado, sentadas bajo los álamos verdes y junto al cauce agrietado de un río sin agua. Durante siglos, ese fue el camino natural del río Yaqui, el que le dio nombre y vida a la etnia milenaria. Pero hace décadas que el agua ya no pasa por aquí: se detiene cuenca arriba en al menos tres presas construidas por los gobiernos federal y estatal para abastecer a otras ciudades y a las agroindustrias del valle.
Además, desde 2013, el gobierno de Sonora opera el Acueducto Independencia, que lleva agua a Hermosillo, a pesar de que un fallo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación ordenó detenerlo por atropellar los derechos del pueblo indígena. Mario Luna Romero todavía era la pareja de Victoria Anahí cuando fue enviado un año a prisión por ser uno de los líderes más visibles contra el megaproyecto. Se le consideró un preso político del entonces gobernador de Sonora e impulsor del acueducto, Guillermo Padrés, quien ahora se encuentra preso, acusado de defraudación fiscal por la Fiscalía General de la República.
El Valle del Yaqui es un terreno fértil rodeado de desierto; un oasis históricamente codiciado por los yoris (hombres blancos) y defendido a costa de muchas guerras, masacres y muertes por la “tropa yoreme”, que en lengua yaqui significa “las personas verdaderas”. Hasta el día de hoy sigue vigente la lucha de este pueblo por su derecho al agua; su río sigue desviado y el Acueducto Independencia continúa su operación.
Le pregunto a Sewa sobre el significado de la palabra yo’o joara, el nombre elegido para la clínica. Puede traducirse como “una casa de encantos”, dice, pero también se refiere a un estado no ordinario de conciencia, del que después me hablará Enriqueta Lerma: “Es un mundo invisible que coexiste con el mundo objetivado, un espacio en el que existe todo lo que haya sido susceptible de existir, los que aún no han nacido, los muertos, las entidades divinas y maléficas, donde hay contacto entre el pasado y el futuro; es una realidad alterna que lo contiene todo: es la totalidad”.
Sewa admite que ella no había entendido muy bien lo que significaba este concepto hasta que probó la ayahuasca.
—Mi papá me platicaba que nuestros mayores se refugiaban en este encuentro con el ser divino. Lo describen en un cerro, y dentro de ese cerro está el yo’o joara, donde tú te conectas con las personas que ya no están, con quienes lucharon por nuestra tierra. Yo siempre me preguntaba: “¿Qué será?, ¿dónde estará ese lugar?”. La primera vez que probé la ayahuasca, dije: “Este es el yo’o joara, el lugar sagrado en donde estamos”.
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“Psicodelia” significa que manifiesta el alma o la mente. Pero el término suele asociarse al uso lúdico del LSD durante el movimiento contracultural de los años sesenta. Por eso, muchos en el campo de la ciencia y las terapias psicodélicas prefieren el sinónimo “enteógeno”, que viene del griego éntheos: “con Dios dentro”.
—Los enteógenos se podrían definir como herramientas que nos permiten contactar con la divinidad interior —dice Armando Loizaga Pazzi en una charla pública ocurrida en abril de 2022, en la sede del Senado. Él es psicólogo por la Universidad de Minnesota, experto en trastorno por consumo de sustancias y esposo de Anja Loizaga-Velder, también presente en el grupo de especialistas convocado por la senadora Alejandra Lagunes. La legisladora del Partido Verde Ecologista de México es quien ha abierto el debate rumbo a una posible despenalización de la psilocibina y otros enteógenos naturales en México.
—Cuando hablamos de regular estas sustancias —continúa el psicólogo—, el sujeto de derecho es un estado de conciencia diferente al ordinario. Podemos concebirlo como una extensión cognitiva, una herramienta de nuestra mente.
Luego muestra en la pantalla una de las imágenes ya clásicas de la ciencia psicodélica: dos gráficas que representan la interconectividad neuronal en dos cerebros, uno saturado de líneas tras el consumo de psilocibina (u otros enteógenos) y otro mucho menos denso en conexiones tras la administración de un placebo.
—Este incremento de las interconexiones da pie a la introspección, al autoanálisis, amplía la perspectiva, cuestiona el paradigma existencial, hay un ajuste de valores, aumenta la intuición, la memoria, la imaginación. A nivel de la experiencia emocional hay sensaciones de paz, resolución de conflictos, de perdón, humildad, esperanza, unidad, fortalecimiento de la fe. Todo esto, desde la psicoterapia, son efectos muy deseables.
Loizaga Pazzi también es asesor terapéutico de la clínica yaqui: él y Victoria Anahí Ochoa diseñaron el programa y los protocolos de tratamiento. Además, se encarga de dirigir las ceremonias de ayahuasca, más o menos cada dos meses. Gracias a su intermediación, han visitado el territorio yaqui algunos curanderos de otros pueblos indígenas del continente, con quienes mantiene relación como presidente y fundador del Instituto Nierika. La asociación civil, con sede en el Estado de México, está dedicada a la preservación de las tradiciones indígenas con plantas sagradas.
—Vicky [Anahí] fue a Nierika en octubre de 2012 buscando algún tipo de asesoría sobre qué hacer con la medicina del sapo —dice Loizaga Pazzi en Ciudad Obregón, un par de meses después de su intervención en el Senado.
Cuando habla del sapo se refiere a otro enteógeno de origen natural: el bufo (Incilius alvarius), una especie endémica del desierto de Sonora. Es un anfibio que hiberna ocho meses bajo tierra y en cuyas glándulas cutáneas produce una secreción lechosa con un alcaloide superpotente. Fumar sapo lleva al participante a un trance intenso y breve, de veinte minutos, que se suele comparar con sensaciones de disolución o experiencias cercanas a la muerte. Se cree que es una práctica contemporánea, pues no hay pruebas de su uso ancestral entre los pueblos indígenas; sin embargo, el animal tiene un lugar importante en la cosmovisión yaqui. Una de sus leyendas fundacionales cuenta que fue un sapo, Bobok, el que trajo la lluvia y salvó al pueblo de la sequía.
Victoria Anahí probó el bufo la misma noche en que conoció la ayahuasca, y a partir de ahí comenzó a investigar. Cuando contactó a Loizaga Pazzi en busca de asesoría, también le llevó la secreción cristalizada del sapo. Él se la fumó en una pipa de cristal y, en el trance, tuvo una revelación:
—El sapo me dijo: “Yo soy la joya de la corona, pero no tengo corona”. ¿Qué quiere decir eso? Que no hay un ritual, ni una cultura, ni nada que sostenga a esa joya. El sapito estaba en el desierto, lo agarraron y de un día para otro lo convirtieron en símbolo cultural —dice el psicólogo refiriéndose a algunos miembros de otras comunidades indígenas, también de Sonora, que argumentan que el Incilius alvarius es su medicina ancestral. Sin embargo, no se han encontrado evidencias, antropológicas ni arqueológicas, que los respalden.
En algunas ocasiones, la clínica ha organizado jornadas de administración de sapo a los pacientes. Aunque no exista una tradición, es la medicina más cercana: la que se puede recolectar en su propio territorio y alrededores. Sin embargo, entre el equipo de la clínica hay opiniones divididas respecto a su uso. Primero, porque su administración es individual y muy breve y, a diferencia de la ayahuasca o el peyote, no permite una ceremonia colectiva. Y luego, porque su popularidad entre los buscadores de experiencias psicodélicas ha provocado una sobreexplotación. De hecho, Victoria Anahí tiene un proyecto paralelo de monitoreo y protección a este animal, apoyado por el Fondo para la Conservación de Medicina Indígena.
Mientras desayunamos, unas horas antes de que comience la primera ceremonia de ayahuasca para los pacientes de la clínica, le pregunto a Loizaga Pazzi si cree que la clínica yaqui podría ser un proyecto replicable. Él dice que le gustaría hacer programas de tratamiento similares con otros grupos vulnerables, como los familiares de los desaparecidos: “No me imagino cómo debe ser su dolor”. Sin embargo, también sabe que la base del trabajo es la voluntad y el sostén de la comunidad:
—Nosotros venimos a hacer la aplicación de la medicina enteógena, pero el trabajo cotidiano, la base de la salud comunitaria es la convivencia del día a día. Entre ellos se sostienen, y se nota. Cuando llegas aquí, se palpa el amor y la amistad. Ese contenedor es necesario, porque solo así la gente siente la confianza para liberar su dolor.
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Una veintena de pacientes evaluados como aptos para tomar ayahuasca llegan en un autobús amarillo a una casa alquilada por la clínica en Ciudad Obregón, pues en Tórim no hay un espacio para realizar las ceremonias. La casona con patio central está en un terreno extenso con varios cactus gigantes y es sede de una fundación privada de apoyo a las infancias de Sonora. Todo el personal de la Clínica de Medicina Intercultural Yo’o joara y varios pacientes ayudan a preparar una de sus amplias habitaciones: colocan petates y cobijas junto a los cuatro muros, distribuyen botellas de agua y baldes —para el vómito que a veces provoca el preparado— y colocan jarrones con flores y otras ofrendas. Raquel, la enfermera, revisa los signos vitales de los participantes que lo requieren. Su novio, Fernando López, que llegó en el autobús con el grupo, está a punto de atravesar su quinta ceremonia de ayahuasca.
—Estoy un poquito nervioso —me había dicho el exsoldado un día antes—. Sí es un poquito fuerte, pero a la vez estoy muy emocionado porque hay muchas cosas que quiero aliviar todavía.
Su primera ceremonia, cuando aún consumía metanfetamina, la recuerda como una pesadilla:
—A mí Raquel me había dicho que era muy bonito, que te podías conectar y hablar con la medicina. Pero esa vez me fue mal. Toda la noche miré puras culebras negras, grandotas. Tuve la sensación de que me iba a morir. Quería vomitar, revolcarme en el suelo. Miré muchísimo al diablo, diferentes caras del demonio. Así pasé toda la noche, hasta que se me bajó un poco y me gustaron las canciones. Sentí que no pude conectar, que no me había servido de nada.
Pero, desde ese día, Fernando no volvió a probar el cristal. Continuó con la psicoterapia una vez a la semana y, cuando llegó el momento, un par de meses más tarde, consideró que estaba listo para intentarlo de nuevo.
—Ya la segunda vez quedé encantado; fue una maravilla porque pude conectarme. Me di cuenta de que sí era verdad lo que me decía Raquel. Entré en la medicina. Preguntaba cosas y me contestaba. Me empezó a decir que andaba por muy mal camino y me lo mostró muy claro. Por un lado, un camino bien bonito, largo, lleno de flores. En el otro estaban mis amigos malandros, drogados, con sus camionetas, la música, el alcohol, las armas y, al final, la imagen de una Santa Muerte. “A ver, ¿qué camino quieres?”, me dijo. En uno podía caminar muy lejos, el otro lo miraba muy cortito.
En la casa de Ciudad Obregón, a poco de iniciar, el ambiente es alegre, de camaradería. El brebaje amazónico que hizo el viaje desde la selva se calienta en la estufa de la cocina. Y además está disponible otra medicina: el rapé, una mezcla de hojas de tabaco y diversas plantas medicinales, también de la Amazonia. Se usa en las ceremonias como herramienta en la psicoterapia, pues ayuda a aumentar la claridad mental, dice el psicólogo Ricardo Campoy.
Alrededor de las nueve de la noche está todo listo. Armando Loizaga Pazzi da las últimas instrucciones y los pacientes lo escuchan sentados en los petates y recargados contra los muros. En ese lugar van a permanecer durante la ceremonia, aunque también pueden estar de pie. Los miembros del equipo de Gatopardo nos retiramos antes de que todas las luces se apaguen y comience el ritual.
Volvemos al día siguiente por la mañana, para estar presentes en la actividad conocida como integración. Tomaron ayahuasca los pacientes y todo el personal de la clínica, quienes trabajan en sus propios procesos, pero se mantienen alertas por si alguien en el grupo necesita contención. Recién despertados, y después de tomar café y un poco de fruta, los participantes comparten uno a uno sus experiencias, visiones, emociones y aprendizajes con la medicina. Hay sonrisas, revelaciones, catarsis, llantos. En los testimonios se repiten “amor”, “alegría”, “alivio”, “paz”, “gracias” y “no tengo palabras”. Unos por momentos tuvieron miedo o creyeron estar cerca de la muerte, pero siempre al final llegó la calma. Otros prefieren no compartir mucho, o solo en lengua yaqui, y otros más cuentan con todo detalle lo vivido, durante diez, quince o veinte minutos.
Loizaga Pazzi responde a cada uno con palabras de aliento. “Hay que vaciarnos de tanto dolor para dejar entrar el amor, porque el amor es el que cura”, le dice a una paciente con depresión por años de abuso y de maltrato intrafamiliar. Una señora que se trata por un duelo complicado tras la muerte de un hijo anuncia en el círculo que, después de cinco ceremonias, se siente fuerte y lista para dejar su lugar a otro paciente que lo necesite.
Hacia las dos de la tarde, el autobús amarillo regresa al territorio yaqui y se hace el relevo con los pacientes de la segunda noche. Toda la preparación se vuelve a poner en marcha. Pero, esta vez, el videógrafo y yo nos quedamos para participar en la ceremonia.
Durante cinco horas hay cantos y rezos: por los que ya no están, por los abuelos, por las mamás, por los niños. Plegarias para que los hombres yaquis estén fuertes y sanos, libres de todo cristal, despiertos y conscientes para defender su territorio y su cultura, como hicieron desde siempre los ancestros o los yowes. Rezos para que se vayan todas las tristezas y se resuelvan las diferencias políticas entre vecinos y entre los ocho pueblos tradicionales. Por la unidad de la “tropa yoreme”. Para que este año sí lleguen las lluvias al desierto y para que muy pronto, entre los más jóvenes, se forme una ingeniera o ingeniero con las habilidades necesarias para traer de nuevo el agua, como hizo el sapo Bobok, y que el río sea devuelto por fin a su cauce.
* Su nombre fue modificado por petición y seguridad de la fuente.
Ante la epidemia que provoca la adicción a la metanfetamina en el norte de México, un grupo de la tribu yaqui, en Sonora, ha establecido un centro de salud —Clínica de Medicina Intercultural Yo’o joara— para erradicar la dependencia a esta sustancia y tratar otros trastornos mentales. Sus tratamientos incluyen psicoterapia y psicoactivos de origen natural, como la ayahuasca, el peyote y la secreción de un sapo originario del estado. “Plantas sagradas” que han transformado por completo la vida de sus pacientes.
Este es un trabajo periodístico producido gracias al apoyo del Fondo para Investigaciones y Nuevas Narrativas sobre Drogas de la Fundación Gabo
—Estoy un poquito nervioso —dice Fernando López* sobre el proceso terapéutico que va a atravesar el día de mañana: una ceremonia de ayahuasca. Fernando, de 33 años, es miembro de la tribu indígena yaqui, el mayor de cuatro varones, papá de un chico de trece, ganadero y exsoldado mexicano que se reconoce como exadicto a la metanfetamina, sustancia conocida también como cristal o piedra.
Apenas comienza el mes de junio de 2022, pero el calor ya sofoca el semidesierto de Tórim, uno de los ocho pueblos yaquis en el sur de Sonora, México. Hablamos bajo la sombra de un árbol en una clínica ambulatoria que, desde hace diez meses, lo ayuda a mantener a raya su adicción. Fernando fue soldado durante seis años: primero en Obregón, la ciudad más cercana al territorio yaqui, y luego en Zamora, Michoacán, en el 17º Batallón de Infantería. Él y sus compañeros salían de la base para hacer patrullajes y apoyar operaciones por todo el país. Perseguían a “los narcos” y, si corrían con suerte, los entregaban a la policía estatal, la verdadera responsable de ese trabajo. La guerra contra el narcotráfico que el Gobierno mexicano declaró en 2006 ha dejado más de 350 000 muertos y cien mil desaparecidos.
—Yo pensé que, de allá, nunca iba a volver vivo; había enfrentamientos cada vez que salíamos y nunca regresábamos completos —dice Fernando.
Le tocó desmantelar decenas de laboratorios clandestinos de metanfetamina y recuerda esos días como los más extenuantes; ni él ni sus compañeros podían comer ni dormir hasta terminar por completo el decomiso y dejar todo en manos del Ministerio Público. Las máscaras y los trajes de protección que tenían que vestir no eran suficientes para detener la peste o el dolor de cabeza que les provocaban los químicos.
—En ese momento no había probado el cristal y nunca pensé que lo iba a probar. En las pláticas de concienciación nos hablaban de los daños de todas las drogas y yo estaba muy comprometido en querer acabar con el narcotráfico.
Pero un día lo llamó su padre desde el pueblo donde creció, cerca de Tórim. Le dijo que no se sentía bien y que necesitaba ayuda para seguir con el negocio familiar: la crianza de un centenar de vacas y chivas que les dejan siete pesos (0.35 dólares) por cada litro de leche. Así que dejó el ejército.
De regreso en su tierra y recién separado de la mamá de su hijo, Fernando trabajaba el campo de lunes a viernes y se iba de fiesta de viernes a domingo.
—En la borrachera te juntas con personas que son adictas, te dan a probar y lo pruebas. El cristal te quita el sueño y el hambre, puedes seguir tomando y no te emborrachas. Las primeras veces me lo dieron, pero a la cuarta o quinta vez ya lo empecé a comprar: donde quiera te lo venden por cincuenta, cien pesos [2.5, cinco dólares]. Si no eres muy adicto, eso te puede durar una noche.
Así pasó cerca de un año. Fernando dice que solo consumía en las fiestas, pero vio a muchos que lo hacían a diario, para resistir las jornadas en el campo o en las maquiladoras. Él nunca llegó a sentirse en crisis, pero ha atestiguado el deterioro gradual de sus colegas más enganchados. Algunos tuvieron que internarse en el hospital; otros hasta la fecha “andan perdidos, como vagabundos”.
—Yo andaba feliz en el vicio y en la vagancia, no me daba cuenta. Hasta que llegó Raquel. Cuando la conocí y la empecé a tratar, me dijo que tomaba mucho, y me habló de la clínica que estaba a punto de abrirse.
Raquel es la actual novia de Fernando y enfermera de la Clínica de Medicina Intercultural Yo’o joara. Ella le contó que era parte de un equipo clínico a punto de arrancar operaciones allí mismo, en el territorio yaqui. Le confió que iban a trabajar con ayahuasca, una medicina natural que “revitaliza tu espiritualidad y te sana como persona”; que esas plantas poderosas de una selva lejana podían ayudarlo a dejar el cristal, a transformar por completo su vida.
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Una dosis de ayahuasca equivale a un vaso pequeño con un líquido espeso y oscuro: un breve trago amargo “como el que precede a un ataque de náuseas”, escribió William Burroughs a Allen Ginsberg desde el Putumayo colombiano. En lengua quechua, “ayahuasca” significa “la liana de los muertos o de los espíritus”, y en otras etnias sudamericanas es conocida como caapi, natem o yagé. Es una mezcla de una liana (Banisteriopsis caapi) y un arbusto (Psychotria viridis) que, solo al combinarse, modifican el estado de conciencia. Una droga prohibida para la mayoría de los gobiernos nacionales y una medicina para el espíritu, según una variedad de pueblos milenarios.
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La terapeuta Anja Loizaga-Velder sube al podio en un salón del hotel Hilton de Toronto, Canadá, tras ser presentada como especialista, desde hace veinte años, en el tratamiento de adicciones con ayahuasca, una bebida con efectos psicoactivos originaria del Amazonas.
La conferencia magistral de Loizaga-Velder —nacida en Alemania, pero afincada en la Ciudad de México— es la segunda del congreso de medicina psicodélica From Research to Reality, organizado por las instituciones públicas de salud mental de Canadá. Las leyes de ese país permiten, desde enero de 2022, que médicos y terapeutas soliciten al Ministerio de Salud algunas sustancias restringidas para tratar a pacientes con trastornos mentales. Se basan en múltiples estudios que han demostrado las tasas altas de efectividad de los psicodélicos de origen natural (la ayahuasca, los hongos, el peyote) y también de origen sintético (el LSD, el éxtasis) para tratar condiciones como la depresión resistente a fármacos, la ansiedad en enfermos terminales, el estrés postraumático o el trastorno por consumo de sustancias. Desde casa sigo la transmisión en vivo del congreso. Con un inglés pausado, Loizaga-Velder se dirige a científicos, médicos, expertos en psicofarmacología, terapeutas, líderes indígenas y espirituales, políticos y funcionarios públicos. Entre ellos, Gady Zabicky Sirot, quien es el titular de la Comisión Nacional contra las Adicciones del Gobierno de México.
—Es importante mencionar que la palabra “adicción” no existe en muchos idiomas indígenas. A pesar de que sus sistemas médicos han desarrollado tratamientos efectivos para las adicciones, no solo sirven para ellas, sino que tratan al ser humano como un todo: en los niveles físico, mental, emocional y espiritual. Es un tratamiento integral para el alma humana —dice la investigadora y terapeuta.
Cuando la entrevisté para un reportaje anterior sobre el potencial terapéutico de los psicodélicos, Loizaga-Velder me contó que aprendió sobre el uso tradicional de la ayahuasca a partir de los dieciocho años, tras una temporada en una comunidad shipibo de la Amazonia peruana. Sus propias experiencias con la medicina, como la llama, fueron profundamente transformadoras; comprendió que su misión era construir un puente entre los saberes ancestrales y la ciencia de Occidente. Años después se recibió como doctora en Psicología Médica por la Universidad de Heidelberg con una investigación sobre las propiedades terapéuticas de la ayahuasca, y hoy es una de las autoridades en la materia.
En Toronto se refiere a las plantas y los hongos psicoactivos como “tecnologías terapéuticas elaboradas”, sin efectos secundarios negativos, siempre y cuando se administren en contextos estructurados y bajo una guía confiable. Son antidepresivos y ansiolíticos naturales y está comprobado que no causan adicción. Por el contrario, su consumo reduce el síndrome de abstinencia, y esto, en conjunto con la psicoterapia, permite una rehabilitación efectiva.
—Los que trabajan en este campo saben que vencer una adicción es muy retador y puede ser frustrante. Es común que no haya respuesta, hay muchas recaídas. Por eso, los programas con base comunitaria son decisivos para acortar la brecha —dice.
Al final de su conferencia, Loizaga-Velder hace un descubrimiento: habla de una clínica psicodélica en el territorio yaqui, al norte de México, donde colabora como asesora: la Clínica de Medicina Intercultural Yo’o joara. Una clínica fundada en septiembre de 2021 por una mujer indígena, psicóloga, que ahora cuenta con un equipo de otros tres terapeutas, un médico, una enfermera y una trabajadora social. Los pacientes son tratados con plantas psicoactivas, como la ayahuasca y el peyote. Loizaga-Velder describe al proyecto como un “centro comunitario de salud mental” y una “investigación en curso, de corte naturalista”, pues no se desarrolla en un laboratorio, sino en un ambiente real: al interior de una comunidad afectada por la pobreza, la violencia y el abuso del alcohol y la metanfetamina. El financiamiento de organizaciones privadas permite ofrecer a la población servicios gratuitos. La investigadora asegura que cuentan con el apoyo de las autoridades indígenas y el visto bueno de las mexicanas.
—Algunos dirán: “¿Qué tiene que hacer una medicina de América del Sur en una comunidad yaqui?”. Si les preguntan a los yaquis, ellos responden: “¿Y qué tienen que hacer las benzodiazepinas y otros antidepresivos en nuestra comunidad? Las plantas-medicina son más apropiadas a nosotros. Nos ayudan a recordar el origen y nuestros propios ritos”. Los yaquis dicen que, para ellos, estas medicinas son vitaminas espirituales.
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Las instalaciones de la Clínica de Medicina Intercultural Yo’o joara, en Tórim, tienen un patio de tierra seca, una terraza con techo de lata y un cubo de cemento con tres consultorios y un baño en el que no corre el agua. Llegamos un lunes de la primera semana de junio de 2022, cuando están programadas dos ceremonias de ayahuasca. Volamos a Ciudad Obregón y conducimos casi una hora por carretera. De continuar cinco horas más por la misma autopista, estaríamos frente al muro que separa a México del mayor mercado de drogas en el mundo.
Conocemos al equipo clínico y a varios pacientes. Todos son miembros de la comunidad yaqui, excepto el médico y un psicólogo, originarios de Obregón y Hermosillo. La mayoría de los pacientes hombres están en tratamiento por abuso de sustancias; las mujeres por otros trastornos, como depresión, ansiedad o estrés postraumático.
En el tercer día de nuestra visita, una camioneta pick-up de la Marina se detiene justo enfrente de la clínica. Los uniformados con armas permanecen en la parte trasera mientras uno de ellos discute con miembros del gobierno autónomo del pueblo. La “ramada” o sede de las autoridades indígenas se encuentra a unos pasos del centro de salud mental.
El vehículo se mueve, pero no va muy lejos: permanece como vigía en la esquina siguiente. Luego Enrique, exadicto y conserje de la clínica, nos explica la situación sin muchos detalles: hay una tensión fuerte entre dos grupos del pueblo que han intercambiado amenazas de muerte. Por eso la Marina ha patrullado las calles de terracería, y por eso, nos dice, llegaron preguntando quién era y qué hacía allí el videógrafo de Gatopardo.
—Pa’ como está el pedo aquí, no es recomendable que anden solos: está la grilla a todo lo que da —advierte.
Sonora es uno de los cuatro estados más violentos del país y el que registró el mayor deterioro en los últimos tres años, según el Índice de Paz México 2022, que lo atribuye a las luchas internas entre el Cártel de Sinaloa y el de Jalisco Nueva Generación. La región más convulsa es el sur del estado, donde nos encontramos. El municipio de Cajeme, en el Valle del Yaqui, registró en 2021 la cuarta tasa de homicidios más alta del país, con 126 casos por cada cien mil habitantes. Los asesinatos han alcanzado a varios defensores del territorio indígena, como Tomás Rojo y Luis Urbano.
—El pueblo yaqui siempre se ha considerado una nación dentro de otra nación —me dirá semanas más tarde la antropóloga Enriqueta Lerma, conocedora de la historia y cosmovisión de la tribu—. Al ser un territorio autónomo regido por el derecho consuetudinario, se volvió un sitio estratégico para los cárteles: el narcotráfico encontró que este era como una esfera externa al territorio nacional, que podía estar bajo su dominio, y donde podía colocar laboratorios de metanfetamina, sobre todo en la sierra del Bacatete.
No hay datos específicos del uso de esta sustancia entre la población yaqui, pero, a nivel nacional, el consumo ha aumentado 500% desde 2013, según la Comisión Nacional contra las Adicciones. La expansión del cristal es una “creciente epidemia”, en términos de la Organización de las Naciones Unidas.
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Por hallazgos arqueológicos se sabe que, desde hace al menos cinco mil años, los indígenas norteamericanos han comido peyote (Lophophora williamsii), el cactus —endémico— del desierto de México. Al peyote le llaman hikuri en huichol o wixárika, lengua de la etnia del oeste del país que mantiene vivo su uso ceremonial. Fue una raíz diabólica para los inquisidores y una planta-medicina que se compartió entre las tribus de Estados Unidos y Canadá como medio de renovación espiritual en tiempos de exterminio de los pueblos indígenas.
La cactácea verde-azul, de forma circular, es contenedora natural de mescalina, la sustancia con la que Aldous Huxley experimentó antes de escribir su ensayo Las puertas de la percepción. “Mescalito”, le decía de cariño el personaje yaqui más famoso, don Juan Matus, el brujo que cobró vida bajo la pluma de Carlos Castaneda. En Las enseñanzas de don Juan, el antropólogo relata su travesía bajo la guía de un chamán yaqui que lo introduce a estados no ordinarios de conciencia a través de algunas plantas psicoactivas. Aunque la obra fue un superventas desde su primera publicación en 1968, por la Universidad de California, su veracidad y la de sus secuelas fue cuestionada por académicos e investigadores. Entre otras cosas, porque en la tribu yaqui no existe la tradición de comer peyote.
Hoy en día, la hipótesis más aceptada es que Castaneda hizo una síntesis de distintas tradiciones mesoamericanas para luego integrarlas en el personaje de don Juan. Pero no se puede negar que el libro inspiró a toda una generación. John Lennon llegó a decir que Yoko Ono era su don Juan, su maestra. Y George Lucas reconoció que el libro lo había inspirado para crear La guerra de las galaxias.
Varios años después, el libro de Castaneda fue un elemento clave para que Victoria Anahí Ochoa, fundadora y directora terapéutica de la Clínica de Medicina Intercultural Yo’o joara, conociera las medicinas psicodélicas. Me cuenta la historia en la terraza del centro de salud, luego de terminar una sesión de psicoterapia con uno de sus pacientes, mientras forja y luego enciende un cigarro de tabaco American Spirit.
Tiene 35 años y es la segunda en una familia de cuatro hermanos: hijos de un padre alcohólico de origen yaqui y una madre mestiza. Por eso no habla la lengua indígena, pero sí fue criada dentro de la comunidad, en el pueblo de Vícam.
—Toda mi vida fui a las escuelas que están aquí en el territorio, pero a los diecisiete años, cuando iba a entrar a la universidad, me tuve que ir a Ciudad Obregón. Llegué a un mundo diferente. No sabía ni cruzar los semáforos, nunca había salido del pueblo.
Eligió estudiar Psicología y, para subsistir, se vio obligada a conseguir un empleo. Así llegó a una pequeña empresa de inmuebles que buscaba contratar a una secretaria a través de un extraño proceso de selección: todas las aspirantes al puesto fueron reunidas para presentarse y, entre otras cuestiones, el empleador les preguntó: “¿Quién de ustedes ha leído Las enseñanzas de don Juan, de Carlos Castaneda?”.
Victoria Anahí fue la única que levantó la mano y salió de aquella reunión con el empleo. La historia del chamán yaqui abrió la conversación. Ella le contó a su jefe que, después de leer el libro, le había nacido la inquietud de probar el peyote. Él le preguntó si el cactus podía encontrarse en su territorio y si era usado por la tribu. Ella respondió que no: en su región no crece el cactus del peyote, ni se consume en rituales, ni existen registros etnográficos del uso de plantas psicoactivas desde la entrada de los jesuitas al territorio, en el siglo XVII. Más adelante, él le confió que conocía un círculo de “ayahuasqueros” en Ciudad Obregón y que podía llevarla si así lo quería.
Victoria Anahí dice que fue “preciosísima” la noche en que probó la ayahuasca:
—Me llenó de todo, me hizo ver lo que era la vida, lo que era la muerte, lo que era yo. Tuve una experiencia con el gran espíritu, con el universo, muy reconfortante, de mucha confianza, de mucho amor. Y entonces dije: “Esto es lo que andaba buscando”. En ese momento, incluso en el trance, dije: “Estas medicinas las tengo que llevar para mi gente”.
Desde entonces pasaron diez años de trabajo, investigación, frustraciones, cabildeos; de buscar fondos y aliados, integrar el equipo y capacitarlo, tejer lazos con otros pueblos indígenas, celebrar ceremonias con las medicinas. Hasta que, en septiembre de 2021, la clínica se estableció de manera formal. Sus actividades y métodos son conocidos por varios funcionarios de salud, federales y estatales, debido al interés de Victoria Anahí por insertarla en el sistema sanitario mexicano. Sin embargo, eso aún no es posible porque el trabajo terapéutico involucra sustancias restringidas en la Ley General de Salud.
La psicóloga confía en que pronto se modifique esa norma, como ya ha pasado en Canadá y algunas ciudades de Estados Unidos. Mientras tanto, se siente protegida por la máxima ley del país, donde también está garantizado el derecho a la salud.
—La Constitución está por encima de todas las normas y dice que nosotros, como pueblos indígenas, tenemos autonomía y libre determinación. Eso significa que podemos elegir la manera en que queremos curarnos.
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La terraza de la clínica es lugar de encuentro y refugio contra el sol del mediodía. Están algunos pacientes que tuvieron psicoterapia por la mañana y otros que vienen solo a comer, pues de lunes a viernes hay un servicio abierto y gratuito de cocina comunitaria. El menú de hoy tiene tacos dorados de papa con salsa de tomate.
Circulan hombres con pañoletas al cuello, mujeres en falda y blusas bordadas, niños, abuelas y varios perros. La conversación va y viene del español al yaqui. Una de las pacientes nuevas le da un masaje en los pies a Victoria Anahí Ochoa, pues el día anterior dio un mal paso y se cayó de una escalera. Otra, que se trata por depresión, es la esposa de un hombre con puesto político en uno de los gobiernos indígenas.
Cuando la clínica comenzó a operar, contaba con el respaldo de los hombres que en 2021 integraban la autoridad de Tórim. Pero los gobiernos de los ocho pueblos yaquis se renuevan cada año y el actual no simpatiza con el proyecto. Hay aliados y detractores dentro de la tribu. Un danzante de otro pueblo yaqui, que prefiere no revelar su identidad, me comparte su opinión: que este grupo responde “a una moda que nada tiene que ver con el espíritu y sí con el dinero”. La antropóloga Enriqueta Lerma dice que “la gente de la tribu es muy conservadora y hay quien ve a la clínica con recelo porque no es tradicional usar sustancias psicoactivas”.
Pero otro sector respalda a Victoria Anahí y a los suyos, incluido uno de los activistas más visibles de la etnia: Mario Luna Romero, expareja de la terapeuta y papá de sus dos hijos. A pesar de eso, las operaciones de la clínica tuvieron que mudarse, a finales de 2022, a un espacio privado en Tórim: el patio de Sewa García Valenzuela.
—Hay personas que dicen que somos brujas —dice Sewa, trabajadora social de la clínica, pero en el tono de alguien que no le da mucha importancia.
Sewa, que significa “flor”, es amiga de Victoria Anahí desde la secundaria. Ambas tienen 35 años y son mamás de dos niños. Sewa se siente igual de cómoda hablando en español que en su lengua materna, pero prefiere la vestimenta tradicional: faldas de colores vivos y blusas con bordados de flores grandes alrededor del cuello. Le pregunto sobre su papel como trabajadora social y me explica que se dedica a dar a conocer los servicios entre las personas de la tribu.
—Mi trabajo es contarle a la gente sobre las atenciones que damos. Al principio visitaba a las familias en sus casas, pero ahora ya se ha corrido la voz y llegan solos.
Cuando Sewa habla con los pacientes potenciales, les cuenta cómo otros grupos indígenas del continente tienen plantas sagradas para sanar: que el peyote lo usan los pueblos huicholes (wixaritari), rarámuris, coras, navajos o lakotas, y que la ayahuasca es la medicina en varias etnias de la Amazonia, como los shipibos o los huni kuin.
—Yo con las familias platico mucho sobre estas medicinas —dice Sewa—, de cómo las personas sufrimos de muchas emociones. No solo de adicciones o alcoholismo, sino que son emociones que siempre hemos traído: por los problemas del gobierno o en nuestro pueblo. La medicina te ayuda a que tú deshagas todo lo que te molesta, lo que te enferma, y a que te entre todo lo divino: el respeto, el cariño, el amor, el aprecio, las familias, la unión. También te ayuda a conectarte con lo real de la naturaleza, lo más preciado que tenemos. Porque nosotros vivimos de la energía de la naturaleza. Sin ella no somos nada.
Hablamos en las afueras del poblado, sentadas bajo los álamos verdes y junto al cauce agrietado de un río sin agua. Durante siglos, ese fue el camino natural del río Yaqui, el que le dio nombre y vida a la etnia milenaria. Pero hace décadas que el agua ya no pasa por aquí: se detiene cuenca arriba en al menos tres presas construidas por los gobiernos federal y estatal para abastecer a otras ciudades y a las agroindustrias del valle.
Además, desde 2013, el gobierno de Sonora opera el Acueducto Independencia, que lleva agua a Hermosillo, a pesar de que un fallo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación ordenó detenerlo por atropellar los derechos del pueblo indígena. Mario Luna Romero todavía era la pareja de Victoria Anahí cuando fue enviado un año a prisión por ser uno de los líderes más visibles contra el megaproyecto. Se le consideró un preso político del entonces gobernador de Sonora e impulsor del acueducto, Guillermo Padrés, quien ahora se encuentra preso, acusado de defraudación fiscal por la Fiscalía General de la República.
El Valle del Yaqui es un terreno fértil rodeado de desierto; un oasis históricamente codiciado por los yoris (hombres blancos) y defendido a costa de muchas guerras, masacres y muertes por la “tropa yoreme”, que en lengua yaqui significa “las personas verdaderas”. Hasta el día de hoy sigue vigente la lucha de este pueblo por su derecho al agua; su río sigue desviado y el Acueducto Independencia continúa su operación.
Le pregunto a Sewa sobre el significado de la palabra yo’o joara, el nombre elegido para la clínica. Puede traducirse como “una casa de encantos”, dice, pero también se refiere a un estado no ordinario de conciencia, del que después me hablará Enriqueta Lerma: “Es un mundo invisible que coexiste con el mundo objetivado, un espacio en el que existe todo lo que haya sido susceptible de existir, los que aún no han nacido, los muertos, las entidades divinas y maléficas, donde hay contacto entre el pasado y el futuro; es una realidad alterna que lo contiene todo: es la totalidad”.
Sewa admite que ella no había entendido muy bien lo que significaba este concepto hasta que probó la ayahuasca.
—Mi papá me platicaba que nuestros mayores se refugiaban en este encuentro con el ser divino. Lo describen en un cerro, y dentro de ese cerro está el yo’o joara, donde tú te conectas con las personas que ya no están, con quienes lucharon por nuestra tierra. Yo siempre me preguntaba: “¿Qué será?, ¿dónde estará ese lugar?”. La primera vez que probé la ayahuasca, dije: “Este es el yo’o joara, el lugar sagrado en donde estamos”.
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“Psicodelia” significa que manifiesta el alma o la mente. Pero el término suele asociarse al uso lúdico del LSD durante el movimiento contracultural de los años sesenta. Por eso, muchos en el campo de la ciencia y las terapias psicodélicas prefieren el sinónimo “enteógeno”, que viene del griego éntheos: “con Dios dentro”.
—Los enteógenos se podrían definir como herramientas que nos permiten contactar con la divinidad interior —dice Armando Loizaga Pazzi en una charla pública ocurrida en abril de 2022, en la sede del Senado. Él es psicólogo por la Universidad de Minnesota, experto en trastorno por consumo de sustancias y esposo de Anja Loizaga-Velder, también presente en el grupo de especialistas convocado por la senadora Alejandra Lagunes. La legisladora del Partido Verde Ecologista de México es quien ha abierto el debate rumbo a una posible despenalización de la psilocibina y otros enteógenos naturales en México.
—Cuando hablamos de regular estas sustancias —continúa el psicólogo—, el sujeto de derecho es un estado de conciencia diferente al ordinario. Podemos concebirlo como una extensión cognitiva, una herramienta de nuestra mente.
Luego muestra en la pantalla una de las imágenes ya clásicas de la ciencia psicodélica: dos gráficas que representan la interconectividad neuronal en dos cerebros, uno saturado de líneas tras el consumo de psilocibina (u otros enteógenos) y otro mucho menos denso en conexiones tras la administración de un placebo.
—Este incremento de las interconexiones da pie a la introspección, al autoanálisis, amplía la perspectiva, cuestiona el paradigma existencial, hay un ajuste de valores, aumenta la intuición, la memoria, la imaginación. A nivel de la experiencia emocional hay sensaciones de paz, resolución de conflictos, de perdón, humildad, esperanza, unidad, fortalecimiento de la fe. Todo esto, desde la psicoterapia, son efectos muy deseables.
Loizaga Pazzi también es asesor terapéutico de la clínica yaqui: él y Victoria Anahí Ochoa diseñaron el programa y los protocolos de tratamiento. Además, se encarga de dirigir las ceremonias de ayahuasca, más o menos cada dos meses. Gracias a su intermediación, han visitado el territorio yaqui algunos curanderos de otros pueblos indígenas del continente, con quienes mantiene relación como presidente y fundador del Instituto Nierika. La asociación civil, con sede en el Estado de México, está dedicada a la preservación de las tradiciones indígenas con plantas sagradas.
—Vicky [Anahí] fue a Nierika en octubre de 2012 buscando algún tipo de asesoría sobre qué hacer con la medicina del sapo —dice Loizaga Pazzi en Ciudad Obregón, un par de meses después de su intervención en el Senado.
Cuando habla del sapo se refiere a otro enteógeno de origen natural: el bufo (Incilius alvarius), una especie endémica del desierto de Sonora. Es un anfibio que hiberna ocho meses bajo tierra y en cuyas glándulas cutáneas produce una secreción lechosa con un alcaloide superpotente. Fumar sapo lleva al participante a un trance intenso y breve, de veinte minutos, que se suele comparar con sensaciones de disolución o experiencias cercanas a la muerte. Se cree que es una práctica contemporánea, pues no hay pruebas de su uso ancestral entre los pueblos indígenas; sin embargo, el animal tiene un lugar importante en la cosmovisión yaqui. Una de sus leyendas fundacionales cuenta que fue un sapo, Bobok, el que trajo la lluvia y salvó al pueblo de la sequía.
Victoria Anahí probó el bufo la misma noche en que conoció la ayahuasca, y a partir de ahí comenzó a investigar. Cuando contactó a Loizaga Pazzi en busca de asesoría, también le llevó la secreción cristalizada del sapo. Él se la fumó en una pipa de cristal y, en el trance, tuvo una revelación:
—El sapo me dijo: “Yo soy la joya de la corona, pero no tengo corona”. ¿Qué quiere decir eso? Que no hay un ritual, ni una cultura, ni nada que sostenga a esa joya. El sapito estaba en el desierto, lo agarraron y de un día para otro lo convirtieron en símbolo cultural —dice el psicólogo refiriéndose a algunos miembros de otras comunidades indígenas, también de Sonora, que argumentan que el Incilius alvarius es su medicina ancestral. Sin embargo, no se han encontrado evidencias, antropológicas ni arqueológicas, que los respalden.
En algunas ocasiones, la clínica ha organizado jornadas de administración de sapo a los pacientes. Aunque no exista una tradición, es la medicina más cercana: la que se puede recolectar en su propio territorio y alrededores. Sin embargo, entre el equipo de la clínica hay opiniones divididas respecto a su uso. Primero, porque su administración es individual y muy breve y, a diferencia de la ayahuasca o el peyote, no permite una ceremonia colectiva. Y luego, porque su popularidad entre los buscadores de experiencias psicodélicas ha provocado una sobreexplotación. De hecho, Victoria Anahí tiene un proyecto paralelo de monitoreo y protección a este animal, apoyado por el Fondo para la Conservación de Medicina Indígena.
Mientras desayunamos, unas horas antes de que comience la primera ceremonia de ayahuasca para los pacientes de la clínica, le pregunto a Loizaga Pazzi si cree que la clínica yaqui podría ser un proyecto replicable. Él dice que le gustaría hacer programas de tratamiento similares con otros grupos vulnerables, como los familiares de los desaparecidos: “No me imagino cómo debe ser su dolor”. Sin embargo, también sabe que la base del trabajo es la voluntad y el sostén de la comunidad:
—Nosotros venimos a hacer la aplicación de la medicina enteógena, pero el trabajo cotidiano, la base de la salud comunitaria es la convivencia del día a día. Entre ellos se sostienen, y se nota. Cuando llegas aquí, se palpa el amor y la amistad. Ese contenedor es necesario, porque solo así la gente siente la confianza para liberar su dolor.
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Una veintena de pacientes evaluados como aptos para tomar ayahuasca llegan en un autobús amarillo a una casa alquilada por la clínica en Ciudad Obregón, pues en Tórim no hay un espacio para realizar las ceremonias. La casona con patio central está en un terreno extenso con varios cactus gigantes y es sede de una fundación privada de apoyo a las infancias de Sonora. Todo el personal de la Clínica de Medicina Intercultural Yo’o joara y varios pacientes ayudan a preparar una de sus amplias habitaciones: colocan petates y cobijas junto a los cuatro muros, distribuyen botellas de agua y baldes —para el vómito que a veces provoca el preparado— y colocan jarrones con flores y otras ofrendas. Raquel, la enfermera, revisa los signos vitales de los participantes que lo requieren. Su novio, Fernando López, que llegó en el autobús con el grupo, está a punto de atravesar su quinta ceremonia de ayahuasca.
—Estoy un poquito nervioso —me había dicho el exsoldado un día antes—. Sí es un poquito fuerte, pero a la vez estoy muy emocionado porque hay muchas cosas que quiero aliviar todavía.
Su primera ceremonia, cuando aún consumía metanfetamina, la recuerda como una pesadilla:
—A mí Raquel me había dicho que era muy bonito, que te podías conectar y hablar con la medicina. Pero esa vez me fue mal. Toda la noche miré puras culebras negras, grandotas. Tuve la sensación de que me iba a morir. Quería vomitar, revolcarme en el suelo. Miré muchísimo al diablo, diferentes caras del demonio. Así pasé toda la noche, hasta que se me bajó un poco y me gustaron las canciones. Sentí que no pude conectar, que no me había servido de nada.
Pero, desde ese día, Fernando no volvió a probar el cristal. Continuó con la psicoterapia una vez a la semana y, cuando llegó el momento, un par de meses más tarde, consideró que estaba listo para intentarlo de nuevo.
—Ya la segunda vez quedé encantado; fue una maravilla porque pude conectarme. Me di cuenta de que sí era verdad lo que me decía Raquel. Entré en la medicina. Preguntaba cosas y me contestaba. Me empezó a decir que andaba por muy mal camino y me lo mostró muy claro. Por un lado, un camino bien bonito, largo, lleno de flores. En el otro estaban mis amigos malandros, drogados, con sus camionetas, la música, el alcohol, las armas y, al final, la imagen de una Santa Muerte. “A ver, ¿qué camino quieres?”, me dijo. En uno podía caminar muy lejos, el otro lo miraba muy cortito.
En la casa de Ciudad Obregón, a poco de iniciar, el ambiente es alegre, de camaradería. El brebaje amazónico que hizo el viaje desde la selva se calienta en la estufa de la cocina. Y además está disponible otra medicina: el rapé, una mezcla de hojas de tabaco y diversas plantas medicinales, también de la Amazonia. Se usa en las ceremonias como herramienta en la psicoterapia, pues ayuda a aumentar la claridad mental, dice el psicólogo Ricardo Campoy.
Alrededor de las nueve de la noche está todo listo. Armando Loizaga Pazzi da las últimas instrucciones y los pacientes lo escuchan sentados en los petates y recargados contra los muros. En ese lugar van a permanecer durante la ceremonia, aunque también pueden estar de pie. Los miembros del equipo de Gatopardo nos retiramos antes de que todas las luces se apaguen y comience el ritual.
Volvemos al día siguiente por la mañana, para estar presentes en la actividad conocida como integración. Tomaron ayahuasca los pacientes y todo el personal de la clínica, quienes trabajan en sus propios procesos, pero se mantienen alertas por si alguien en el grupo necesita contención. Recién despertados, y después de tomar café y un poco de fruta, los participantes comparten uno a uno sus experiencias, visiones, emociones y aprendizajes con la medicina. Hay sonrisas, revelaciones, catarsis, llantos. En los testimonios se repiten “amor”, “alegría”, “alivio”, “paz”, “gracias” y “no tengo palabras”. Unos por momentos tuvieron miedo o creyeron estar cerca de la muerte, pero siempre al final llegó la calma. Otros prefieren no compartir mucho, o solo en lengua yaqui, y otros más cuentan con todo detalle lo vivido, durante diez, quince o veinte minutos.
Loizaga Pazzi responde a cada uno con palabras de aliento. “Hay que vaciarnos de tanto dolor para dejar entrar el amor, porque el amor es el que cura”, le dice a una paciente con depresión por años de abuso y de maltrato intrafamiliar. Una señora que se trata por un duelo complicado tras la muerte de un hijo anuncia en el círculo que, después de cinco ceremonias, se siente fuerte y lista para dejar su lugar a otro paciente que lo necesite.
Hacia las dos de la tarde, el autobús amarillo regresa al territorio yaqui y se hace el relevo con los pacientes de la segunda noche. Toda la preparación se vuelve a poner en marcha. Pero, esta vez, el videógrafo y yo nos quedamos para participar en la ceremonia.
Durante cinco horas hay cantos y rezos: por los que ya no están, por los abuelos, por las mamás, por los niños. Plegarias para que los hombres yaquis estén fuertes y sanos, libres de todo cristal, despiertos y conscientes para defender su territorio y su cultura, como hicieron desde siempre los ancestros o los yowes. Rezos para que se vayan todas las tristezas y se resuelvan las diferencias políticas entre vecinos y entre los ocho pueblos tradicionales. Por la unidad de la “tropa yoreme”. Para que este año sí lleguen las lluvias al desierto y para que muy pronto, entre los más jóvenes, se forme una ingeniera o ingeniero con las habilidades necesarias para traer de nuevo el agua, como hizo el sapo Bobok, y que el río sea devuelto por fin a su cauce.
* Su nombre fue modificado por petición y seguridad de la fuente.
Ayahuasca, peyote y otras medicinas psicodélicas
Ante la epidemia que provoca la adicción a la metanfetamina en el norte de México, un grupo de la tribu yaqui, en Sonora, ha establecido un centro de salud —Clínica de Medicina Intercultural Yo’o joara— para erradicar la dependencia a esta sustancia y tratar otros trastornos mentales. Sus tratamientos incluyen psicoterapia y psicoactivos de origen natural, como la ayahuasca, el peyote y la secreción de un sapo originario del estado. “Plantas sagradas” que han transformado por completo la vida de sus pacientes.
Este es un trabajo periodístico producido gracias al apoyo del Fondo para Investigaciones y Nuevas Narrativas sobre Drogas de la Fundación Gabo
—Estoy un poquito nervioso —dice Fernando López* sobre el proceso terapéutico que va a atravesar el día de mañana: una ceremonia de ayahuasca. Fernando, de 33 años, es miembro de la tribu indígena yaqui, el mayor de cuatro varones, papá de un chico de trece, ganadero y exsoldado mexicano que se reconoce como exadicto a la metanfetamina, sustancia conocida también como cristal o piedra.
Apenas comienza el mes de junio de 2022, pero el calor ya sofoca el semidesierto de Tórim, uno de los ocho pueblos yaquis en el sur de Sonora, México. Hablamos bajo la sombra de un árbol en una clínica ambulatoria que, desde hace diez meses, lo ayuda a mantener a raya su adicción. Fernando fue soldado durante seis años: primero en Obregón, la ciudad más cercana al territorio yaqui, y luego en Zamora, Michoacán, en el 17º Batallón de Infantería. Él y sus compañeros salían de la base para hacer patrullajes y apoyar operaciones por todo el país. Perseguían a “los narcos” y, si corrían con suerte, los entregaban a la policía estatal, la verdadera responsable de ese trabajo. La guerra contra el narcotráfico que el Gobierno mexicano declaró en 2006 ha dejado más de 350 000 muertos y cien mil desaparecidos.
—Yo pensé que, de allá, nunca iba a volver vivo; había enfrentamientos cada vez que salíamos y nunca regresábamos completos —dice Fernando.
Le tocó desmantelar decenas de laboratorios clandestinos de metanfetamina y recuerda esos días como los más extenuantes; ni él ni sus compañeros podían comer ni dormir hasta terminar por completo el decomiso y dejar todo en manos del Ministerio Público. Las máscaras y los trajes de protección que tenían que vestir no eran suficientes para detener la peste o el dolor de cabeza que les provocaban los químicos.
—En ese momento no había probado el cristal y nunca pensé que lo iba a probar. En las pláticas de concienciación nos hablaban de los daños de todas las drogas y yo estaba muy comprometido en querer acabar con el narcotráfico.
Pero un día lo llamó su padre desde el pueblo donde creció, cerca de Tórim. Le dijo que no se sentía bien y que necesitaba ayuda para seguir con el negocio familiar: la crianza de un centenar de vacas y chivas que les dejan siete pesos (0.35 dólares) por cada litro de leche. Así que dejó el ejército.
De regreso en su tierra y recién separado de la mamá de su hijo, Fernando trabajaba el campo de lunes a viernes y se iba de fiesta de viernes a domingo.
—En la borrachera te juntas con personas que son adictas, te dan a probar y lo pruebas. El cristal te quita el sueño y el hambre, puedes seguir tomando y no te emborrachas. Las primeras veces me lo dieron, pero a la cuarta o quinta vez ya lo empecé a comprar: donde quiera te lo venden por cincuenta, cien pesos [2.5, cinco dólares]. Si no eres muy adicto, eso te puede durar una noche.
Así pasó cerca de un año. Fernando dice que solo consumía en las fiestas, pero vio a muchos que lo hacían a diario, para resistir las jornadas en el campo o en las maquiladoras. Él nunca llegó a sentirse en crisis, pero ha atestiguado el deterioro gradual de sus colegas más enganchados. Algunos tuvieron que internarse en el hospital; otros hasta la fecha “andan perdidos, como vagabundos”.
—Yo andaba feliz en el vicio y en la vagancia, no me daba cuenta. Hasta que llegó Raquel. Cuando la conocí y la empecé a tratar, me dijo que tomaba mucho, y me habló de la clínica que estaba a punto de abrirse.
Raquel es la actual novia de Fernando y enfermera de la Clínica de Medicina Intercultural Yo’o joara. Ella le contó que era parte de un equipo clínico a punto de arrancar operaciones allí mismo, en el territorio yaqui. Le confió que iban a trabajar con ayahuasca, una medicina natural que “revitaliza tu espiritualidad y te sana como persona”; que esas plantas poderosas de una selva lejana podían ayudarlo a dejar el cristal, a transformar por completo su vida.
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Una dosis de ayahuasca equivale a un vaso pequeño con un líquido espeso y oscuro: un breve trago amargo “como el que precede a un ataque de náuseas”, escribió William Burroughs a Allen Ginsberg desde el Putumayo colombiano. En lengua quechua, “ayahuasca” significa “la liana de los muertos o de los espíritus”, y en otras etnias sudamericanas es conocida como caapi, natem o yagé. Es una mezcla de una liana (Banisteriopsis caapi) y un arbusto (Psychotria viridis) que, solo al combinarse, modifican el estado de conciencia. Una droga prohibida para la mayoría de los gobiernos nacionales y una medicina para el espíritu, según una variedad de pueblos milenarios.
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La terapeuta Anja Loizaga-Velder sube al podio en un salón del hotel Hilton de Toronto, Canadá, tras ser presentada como especialista, desde hace veinte años, en el tratamiento de adicciones con ayahuasca, una bebida con efectos psicoactivos originaria del Amazonas.
La conferencia magistral de Loizaga-Velder —nacida en Alemania, pero afincada en la Ciudad de México— es la segunda del congreso de medicina psicodélica From Research to Reality, organizado por las instituciones públicas de salud mental de Canadá. Las leyes de ese país permiten, desde enero de 2022, que médicos y terapeutas soliciten al Ministerio de Salud algunas sustancias restringidas para tratar a pacientes con trastornos mentales. Se basan en múltiples estudios que han demostrado las tasas altas de efectividad de los psicodélicos de origen natural (la ayahuasca, los hongos, el peyote) y también de origen sintético (el LSD, el éxtasis) para tratar condiciones como la depresión resistente a fármacos, la ansiedad en enfermos terminales, el estrés postraumático o el trastorno por consumo de sustancias. Desde casa sigo la transmisión en vivo del congreso. Con un inglés pausado, Loizaga-Velder se dirige a científicos, médicos, expertos en psicofarmacología, terapeutas, líderes indígenas y espirituales, políticos y funcionarios públicos. Entre ellos, Gady Zabicky Sirot, quien es el titular de la Comisión Nacional contra las Adicciones del Gobierno de México.
—Es importante mencionar que la palabra “adicción” no existe en muchos idiomas indígenas. A pesar de que sus sistemas médicos han desarrollado tratamientos efectivos para las adicciones, no solo sirven para ellas, sino que tratan al ser humano como un todo: en los niveles físico, mental, emocional y espiritual. Es un tratamiento integral para el alma humana —dice la investigadora y terapeuta.
Cuando la entrevisté para un reportaje anterior sobre el potencial terapéutico de los psicodélicos, Loizaga-Velder me contó que aprendió sobre el uso tradicional de la ayahuasca a partir de los dieciocho años, tras una temporada en una comunidad shipibo de la Amazonia peruana. Sus propias experiencias con la medicina, como la llama, fueron profundamente transformadoras; comprendió que su misión era construir un puente entre los saberes ancestrales y la ciencia de Occidente. Años después se recibió como doctora en Psicología Médica por la Universidad de Heidelberg con una investigación sobre las propiedades terapéuticas de la ayahuasca, y hoy es una de las autoridades en la materia.
En Toronto se refiere a las plantas y los hongos psicoactivos como “tecnologías terapéuticas elaboradas”, sin efectos secundarios negativos, siempre y cuando se administren en contextos estructurados y bajo una guía confiable. Son antidepresivos y ansiolíticos naturales y está comprobado que no causan adicción. Por el contrario, su consumo reduce el síndrome de abstinencia, y esto, en conjunto con la psicoterapia, permite una rehabilitación efectiva.
—Los que trabajan en este campo saben que vencer una adicción es muy retador y puede ser frustrante. Es común que no haya respuesta, hay muchas recaídas. Por eso, los programas con base comunitaria son decisivos para acortar la brecha —dice.
Al final de su conferencia, Loizaga-Velder hace un descubrimiento: habla de una clínica psicodélica en el territorio yaqui, al norte de México, donde colabora como asesora: la Clínica de Medicina Intercultural Yo’o joara. Una clínica fundada en septiembre de 2021 por una mujer indígena, psicóloga, que ahora cuenta con un equipo de otros tres terapeutas, un médico, una enfermera y una trabajadora social. Los pacientes son tratados con plantas psicoactivas, como la ayahuasca y el peyote. Loizaga-Velder describe al proyecto como un “centro comunitario de salud mental” y una “investigación en curso, de corte naturalista”, pues no se desarrolla en un laboratorio, sino en un ambiente real: al interior de una comunidad afectada por la pobreza, la violencia y el abuso del alcohol y la metanfetamina. El financiamiento de organizaciones privadas permite ofrecer a la población servicios gratuitos. La investigadora asegura que cuentan con el apoyo de las autoridades indígenas y el visto bueno de las mexicanas.
—Algunos dirán: “¿Qué tiene que hacer una medicina de América del Sur en una comunidad yaqui?”. Si les preguntan a los yaquis, ellos responden: “¿Y qué tienen que hacer las benzodiazepinas y otros antidepresivos en nuestra comunidad? Las plantas-medicina son más apropiadas a nosotros. Nos ayudan a recordar el origen y nuestros propios ritos”. Los yaquis dicen que, para ellos, estas medicinas son vitaminas espirituales.
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Las instalaciones de la Clínica de Medicina Intercultural Yo’o joara, en Tórim, tienen un patio de tierra seca, una terraza con techo de lata y un cubo de cemento con tres consultorios y un baño en el que no corre el agua. Llegamos un lunes de la primera semana de junio de 2022, cuando están programadas dos ceremonias de ayahuasca. Volamos a Ciudad Obregón y conducimos casi una hora por carretera. De continuar cinco horas más por la misma autopista, estaríamos frente al muro que separa a México del mayor mercado de drogas en el mundo.
Conocemos al equipo clínico y a varios pacientes. Todos son miembros de la comunidad yaqui, excepto el médico y un psicólogo, originarios de Obregón y Hermosillo. La mayoría de los pacientes hombres están en tratamiento por abuso de sustancias; las mujeres por otros trastornos, como depresión, ansiedad o estrés postraumático.
En el tercer día de nuestra visita, una camioneta pick-up de la Marina se detiene justo enfrente de la clínica. Los uniformados con armas permanecen en la parte trasera mientras uno de ellos discute con miembros del gobierno autónomo del pueblo. La “ramada” o sede de las autoridades indígenas se encuentra a unos pasos del centro de salud mental.
El vehículo se mueve, pero no va muy lejos: permanece como vigía en la esquina siguiente. Luego Enrique, exadicto y conserje de la clínica, nos explica la situación sin muchos detalles: hay una tensión fuerte entre dos grupos del pueblo que han intercambiado amenazas de muerte. Por eso la Marina ha patrullado las calles de terracería, y por eso, nos dice, llegaron preguntando quién era y qué hacía allí el videógrafo de Gatopardo.
—Pa’ como está el pedo aquí, no es recomendable que anden solos: está la grilla a todo lo que da —advierte.
Sonora es uno de los cuatro estados más violentos del país y el que registró el mayor deterioro en los últimos tres años, según el Índice de Paz México 2022, que lo atribuye a las luchas internas entre el Cártel de Sinaloa y el de Jalisco Nueva Generación. La región más convulsa es el sur del estado, donde nos encontramos. El municipio de Cajeme, en el Valle del Yaqui, registró en 2021 la cuarta tasa de homicidios más alta del país, con 126 casos por cada cien mil habitantes. Los asesinatos han alcanzado a varios defensores del territorio indígena, como Tomás Rojo y Luis Urbano.
—El pueblo yaqui siempre se ha considerado una nación dentro de otra nación —me dirá semanas más tarde la antropóloga Enriqueta Lerma, conocedora de la historia y cosmovisión de la tribu—. Al ser un territorio autónomo regido por el derecho consuetudinario, se volvió un sitio estratégico para los cárteles: el narcotráfico encontró que este era como una esfera externa al territorio nacional, que podía estar bajo su dominio, y donde podía colocar laboratorios de metanfetamina, sobre todo en la sierra del Bacatete.
No hay datos específicos del uso de esta sustancia entre la población yaqui, pero, a nivel nacional, el consumo ha aumentado 500% desde 2013, según la Comisión Nacional contra las Adicciones. La expansión del cristal es una “creciente epidemia”, en términos de la Organización de las Naciones Unidas.
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Por hallazgos arqueológicos se sabe que, desde hace al menos cinco mil años, los indígenas norteamericanos han comido peyote (Lophophora williamsii), el cactus —endémico— del desierto de México. Al peyote le llaman hikuri en huichol o wixárika, lengua de la etnia del oeste del país que mantiene vivo su uso ceremonial. Fue una raíz diabólica para los inquisidores y una planta-medicina que se compartió entre las tribus de Estados Unidos y Canadá como medio de renovación espiritual en tiempos de exterminio de los pueblos indígenas.
La cactácea verde-azul, de forma circular, es contenedora natural de mescalina, la sustancia con la que Aldous Huxley experimentó antes de escribir su ensayo Las puertas de la percepción. “Mescalito”, le decía de cariño el personaje yaqui más famoso, don Juan Matus, el brujo que cobró vida bajo la pluma de Carlos Castaneda. En Las enseñanzas de don Juan, el antropólogo relata su travesía bajo la guía de un chamán yaqui que lo introduce a estados no ordinarios de conciencia a través de algunas plantas psicoactivas. Aunque la obra fue un superventas desde su primera publicación en 1968, por la Universidad de California, su veracidad y la de sus secuelas fue cuestionada por académicos e investigadores. Entre otras cosas, porque en la tribu yaqui no existe la tradición de comer peyote.
Hoy en día, la hipótesis más aceptada es que Castaneda hizo una síntesis de distintas tradiciones mesoamericanas para luego integrarlas en el personaje de don Juan. Pero no se puede negar que el libro inspiró a toda una generación. John Lennon llegó a decir que Yoko Ono era su don Juan, su maestra. Y George Lucas reconoció que el libro lo había inspirado para crear La guerra de las galaxias.
Varios años después, el libro de Castaneda fue un elemento clave para que Victoria Anahí Ochoa, fundadora y directora terapéutica de la Clínica de Medicina Intercultural Yo’o joara, conociera las medicinas psicodélicas. Me cuenta la historia en la terraza del centro de salud, luego de terminar una sesión de psicoterapia con uno de sus pacientes, mientras forja y luego enciende un cigarro de tabaco American Spirit.
Tiene 35 años y es la segunda en una familia de cuatro hermanos: hijos de un padre alcohólico de origen yaqui y una madre mestiza. Por eso no habla la lengua indígena, pero sí fue criada dentro de la comunidad, en el pueblo de Vícam.
—Toda mi vida fui a las escuelas que están aquí en el territorio, pero a los diecisiete años, cuando iba a entrar a la universidad, me tuve que ir a Ciudad Obregón. Llegué a un mundo diferente. No sabía ni cruzar los semáforos, nunca había salido del pueblo.
Eligió estudiar Psicología y, para subsistir, se vio obligada a conseguir un empleo. Así llegó a una pequeña empresa de inmuebles que buscaba contratar a una secretaria a través de un extraño proceso de selección: todas las aspirantes al puesto fueron reunidas para presentarse y, entre otras cuestiones, el empleador les preguntó: “¿Quién de ustedes ha leído Las enseñanzas de don Juan, de Carlos Castaneda?”.
Victoria Anahí fue la única que levantó la mano y salió de aquella reunión con el empleo. La historia del chamán yaqui abrió la conversación. Ella le contó a su jefe que, después de leer el libro, le había nacido la inquietud de probar el peyote. Él le preguntó si el cactus podía encontrarse en su territorio y si era usado por la tribu. Ella respondió que no: en su región no crece el cactus del peyote, ni se consume en rituales, ni existen registros etnográficos del uso de plantas psicoactivas desde la entrada de los jesuitas al territorio, en el siglo XVII. Más adelante, él le confió que conocía un círculo de “ayahuasqueros” en Ciudad Obregón y que podía llevarla si así lo quería.
Victoria Anahí dice que fue “preciosísima” la noche en que probó la ayahuasca:
—Me llenó de todo, me hizo ver lo que era la vida, lo que era la muerte, lo que era yo. Tuve una experiencia con el gran espíritu, con el universo, muy reconfortante, de mucha confianza, de mucho amor. Y entonces dije: “Esto es lo que andaba buscando”. En ese momento, incluso en el trance, dije: “Estas medicinas las tengo que llevar para mi gente”.
Desde entonces pasaron diez años de trabajo, investigación, frustraciones, cabildeos; de buscar fondos y aliados, integrar el equipo y capacitarlo, tejer lazos con otros pueblos indígenas, celebrar ceremonias con las medicinas. Hasta que, en septiembre de 2021, la clínica se estableció de manera formal. Sus actividades y métodos son conocidos por varios funcionarios de salud, federales y estatales, debido al interés de Victoria Anahí por insertarla en el sistema sanitario mexicano. Sin embargo, eso aún no es posible porque el trabajo terapéutico involucra sustancias restringidas en la Ley General de Salud.
La psicóloga confía en que pronto se modifique esa norma, como ya ha pasado en Canadá y algunas ciudades de Estados Unidos. Mientras tanto, se siente protegida por la máxima ley del país, donde también está garantizado el derecho a la salud.
—La Constitución está por encima de todas las normas y dice que nosotros, como pueblos indígenas, tenemos autonomía y libre determinación. Eso significa que podemos elegir la manera en que queremos curarnos.
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La terraza de la clínica es lugar de encuentro y refugio contra el sol del mediodía. Están algunos pacientes que tuvieron psicoterapia por la mañana y otros que vienen solo a comer, pues de lunes a viernes hay un servicio abierto y gratuito de cocina comunitaria. El menú de hoy tiene tacos dorados de papa con salsa de tomate.
Circulan hombres con pañoletas al cuello, mujeres en falda y blusas bordadas, niños, abuelas y varios perros. La conversación va y viene del español al yaqui. Una de las pacientes nuevas le da un masaje en los pies a Victoria Anahí Ochoa, pues el día anterior dio un mal paso y se cayó de una escalera. Otra, que se trata por depresión, es la esposa de un hombre con puesto político en uno de los gobiernos indígenas.
Cuando la clínica comenzó a operar, contaba con el respaldo de los hombres que en 2021 integraban la autoridad de Tórim. Pero los gobiernos de los ocho pueblos yaquis se renuevan cada año y el actual no simpatiza con el proyecto. Hay aliados y detractores dentro de la tribu. Un danzante de otro pueblo yaqui, que prefiere no revelar su identidad, me comparte su opinión: que este grupo responde “a una moda que nada tiene que ver con el espíritu y sí con el dinero”. La antropóloga Enriqueta Lerma dice que “la gente de la tribu es muy conservadora y hay quien ve a la clínica con recelo porque no es tradicional usar sustancias psicoactivas”.
Pero otro sector respalda a Victoria Anahí y a los suyos, incluido uno de los activistas más visibles de la etnia: Mario Luna Romero, expareja de la terapeuta y papá de sus dos hijos. A pesar de eso, las operaciones de la clínica tuvieron que mudarse, a finales de 2022, a un espacio privado en Tórim: el patio de Sewa García Valenzuela.
—Hay personas que dicen que somos brujas —dice Sewa, trabajadora social de la clínica, pero en el tono de alguien que no le da mucha importancia.
Sewa, que significa “flor”, es amiga de Victoria Anahí desde la secundaria. Ambas tienen 35 años y son mamás de dos niños. Sewa se siente igual de cómoda hablando en español que en su lengua materna, pero prefiere la vestimenta tradicional: faldas de colores vivos y blusas con bordados de flores grandes alrededor del cuello. Le pregunto sobre su papel como trabajadora social y me explica que se dedica a dar a conocer los servicios entre las personas de la tribu.
—Mi trabajo es contarle a la gente sobre las atenciones que damos. Al principio visitaba a las familias en sus casas, pero ahora ya se ha corrido la voz y llegan solos.
Cuando Sewa habla con los pacientes potenciales, les cuenta cómo otros grupos indígenas del continente tienen plantas sagradas para sanar: que el peyote lo usan los pueblos huicholes (wixaritari), rarámuris, coras, navajos o lakotas, y que la ayahuasca es la medicina en varias etnias de la Amazonia, como los shipibos o los huni kuin.
—Yo con las familias platico mucho sobre estas medicinas —dice Sewa—, de cómo las personas sufrimos de muchas emociones. No solo de adicciones o alcoholismo, sino que son emociones que siempre hemos traído: por los problemas del gobierno o en nuestro pueblo. La medicina te ayuda a que tú deshagas todo lo que te molesta, lo que te enferma, y a que te entre todo lo divino: el respeto, el cariño, el amor, el aprecio, las familias, la unión. También te ayuda a conectarte con lo real de la naturaleza, lo más preciado que tenemos. Porque nosotros vivimos de la energía de la naturaleza. Sin ella no somos nada.
Hablamos en las afueras del poblado, sentadas bajo los álamos verdes y junto al cauce agrietado de un río sin agua. Durante siglos, ese fue el camino natural del río Yaqui, el que le dio nombre y vida a la etnia milenaria. Pero hace décadas que el agua ya no pasa por aquí: se detiene cuenca arriba en al menos tres presas construidas por los gobiernos federal y estatal para abastecer a otras ciudades y a las agroindustrias del valle.
Además, desde 2013, el gobierno de Sonora opera el Acueducto Independencia, que lleva agua a Hermosillo, a pesar de que un fallo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación ordenó detenerlo por atropellar los derechos del pueblo indígena. Mario Luna Romero todavía era la pareja de Victoria Anahí cuando fue enviado un año a prisión por ser uno de los líderes más visibles contra el megaproyecto. Se le consideró un preso político del entonces gobernador de Sonora e impulsor del acueducto, Guillermo Padrés, quien ahora se encuentra preso, acusado de defraudación fiscal por la Fiscalía General de la República.
El Valle del Yaqui es un terreno fértil rodeado de desierto; un oasis históricamente codiciado por los yoris (hombres blancos) y defendido a costa de muchas guerras, masacres y muertes por la “tropa yoreme”, que en lengua yaqui significa “las personas verdaderas”. Hasta el día de hoy sigue vigente la lucha de este pueblo por su derecho al agua; su río sigue desviado y el Acueducto Independencia continúa su operación.
Le pregunto a Sewa sobre el significado de la palabra yo’o joara, el nombre elegido para la clínica. Puede traducirse como “una casa de encantos”, dice, pero también se refiere a un estado no ordinario de conciencia, del que después me hablará Enriqueta Lerma: “Es un mundo invisible que coexiste con el mundo objetivado, un espacio en el que existe todo lo que haya sido susceptible de existir, los que aún no han nacido, los muertos, las entidades divinas y maléficas, donde hay contacto entre el pasado y el futuro; es una realidad alterna que lo contiene todo: es la totalidad”.
Sewa admite que ella no había entendido muy bien lo que significaba este concepto hasta que probó la ayahuasca.
—Mi papá me platicaba que nuestros mayores se refugiaban en este encuentro con el ser divino. Lo describen en un cerro, y dentro de ese cerro está el yo’o joara, donde tú te conectas con las personas que ya no están, con quienes lucharon por nuestra tierra. Yo siempre me preguntaba: “¿Qué será?, ¿dónde estará ese lugar?”. La primera vez que probé la ayahuasca, dije: “Este es el yo’o joara, el lugar sagrado en donde estamos”.
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“Psicodelia” significa que manifiesta el alma o la mente. Pero el término suele asociarse al uso lúdico del LSD durante el movimiento contracultural de los años sesenta. Por eso, muchos en el campo de la ciencia y las terapias psicodélicas prefieren el sinónimo “enteógeno”, que viene del griego éntheos: “con Dios dentro”.
—Los enteógenos se podrían definir como herramientas que nos permiten contactar con la divinidad interior —dice Armando Loizaga Pazzi en una charla pública ocurrida en abril de 2022, en la sede del Senado. Él es psicólogo por la Universidad de Minnesota, experto en trastorno por consumo de sustancias y esposo de Anja Loizaga-Velder, también presente en el grupo de especialistas convocado por la senadora Alejandra Lagunes. La legisladora del Partido Verde Ecologista de México es quien ha abierto el debate rumbo a una posible despenalización de la psilocibina y otros enteógenos naturales en México.
—Cuando hablamos de regular estas sustancias —continúa el psicólogo—, el sujeto de derecho es un estado de conciencia diferente al ordinario. Podemos concebirlo como una extensión cognitiva, una herramienta de nuestra mente.
Luego muestra en la pantalla una de las imágenes ya clásicas de la ciencia psicodélica: dos gráficas que representan la interconectividad neuronal en dos cerebros, uno saturado de líneas tras el consumo de psilocibina (u otros enteógenos) y otro mucho menos denso en conexiones tras la administración de un placebo.
—Este incremento de las interconexiones da pie a la introspección, al autoanálisis, amplía la perspectiva, cuestiona el paradigma existencial, hay un ajuste de valores, aumenta la intuición, la memoria, la imaginación. A nivel de la experiencia emocional hay sensaciones de paz, resolución de conflictos, de perdón, humildad, esperanza, unidad, fortalecimiento de la fe. Todo esto, desde la psicoterapia, son efectos muy deseables.
Loizaga Pazzi también es asesor terapéutico de la clínica yaqui: él y Victoria Anahí Ochoa diseñaron el programa y los protocolos de tratamiento. Además, se encarga de dirigir las ceremonias de ayahuasca, más o menos cada dos meses. Gracias a su intermediación, han visitado el territorio yaqui algunos curanderos de otros pueblos indígenas del continente, con quienes mantiene relación como presidente y fundador del Instituto Nierika. La asociación civil, con sede en el Estado de México, está dedicada a la preservación de las tradiciones indígenas con plantas sagradas.
—Vicky [Anahí] fue a Nierika en octubre de 2012 buscando algún tipo de asesoría sobre qué hacer con la medicina del sapo —dice Loizaga Pazzi en Ciudad Obregón, un par de meses después de su intervención en el Senado.
Cuando habla del sapo se refiere a otro enteógeno de origen natural: el bufo (Incilius alvarius), una especie endémica del desierto de Sonora. Es un anfibio que hiberna ocho meses bajo tierra y en cuyas glándulas cutáneas produce una secreción lechosa con un alcaloide superpotente. Fumar sapo lleva al participante a un trance intenso y breve, de veinte minutos, que se suele comparar con sensaciones de disolución o experiencias cercanas a la muerte. Se cree que es una práctica contemporánea, pues no hay pruebas de su uso ancestral entre los pueblos indígenas; sin embargo, el animal tiene un lugar importante en la cosmovisión yaqui. Una de sus leyendas fundacionales cuenta que fue un sapo, Bobok, el que trajo la lluvia y salvó al pueblo de la sequía.
Victoria Anahí probó el bufo la misma noche en que conoció la ayahuasca, y a partir de ahí comenzó a investigar. Cuando contactó a Loizaga Pazzi en busca de asesoría, también le llevó la secreción cristalizada del sapo. Él se la fumó en una pipa de cristal y, en el trance, tuvo una revelación:
—El sapo me dijo: “Yo soy la joya de la corona, pero no tengo corona”. ¿Qué quiere decir eso? Que no hay un ritual, ni una cultura, ni nada que sostenga a esa joya. El sapito estaba en el desierto, lo agarraron y de un día para otro lo convirtieron en símbolo cultural —dice el psicólogo refiriéndose a algunos miembros de otras comunidades indígenas, también de Sonora, que argumentan que el Incilius alvarius es su medicina ancestral. Sin embargo, no se han encontrado evidencias, antropológicas ni arqueológicas, que los respalden.
En algunas ocasiones, la clínica ha organizado jornadas de administración de sapo a los pacientes. Aunque no exista una tradición, es la medicina más cercana: la que se puede recolectar en su propio territorio y alrededores. Sin embargo, entre el equipo de la clínica hay opiniones divididas respecto a su uso. Primero, porque su administración es individual y muy breve y, a diferencia de la ayahuasca o el peyote, no permite una ceremonia colectiva. Y luego, porque su popularidad entre los buscadores de experiencias psicodélicas ha provocado una sobreexplotación. De hecho, Victoria Anahí tiene un proyecto paralelo de monitoreo y protección a este animal, apoyado por el Fondo para la Conservación de Medicina Indígena.
Mientras desayunamos, unas horas antes de que comience la primera ceremonia de ayahuasca para los pacientes de la clínica, le pregunto a Loizaga Pazzi si cree que la clínica yaqui podría ser un proyecto replicable. Él dice que le gustaría hacer programas de tratamiento similares con otros grupos vulnerables, como los familiares de los desaparecidos: “No me imagino cómo debe ser su dolor”. Sin embargo, también sabe que la base del trabajo es la voluntad y el sostén de la comunidad:
—Nosotros venimos a hacer la aplicación de la medicina enteógena, pero el trabajo cotidiano, la base de la salud comunitaria es la convivencia del día a día. Entre ellos se sostienen, y se nota. Cuando llegas aquí, se palpa el amor y la amistad. Ese contenedor es necesario, porque solo así la gente siente la confianza para liberar su dolor.
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Una veintena de pacientes evaluados como aptos para tomar ayahuasca llegan en un autobús amarillo a una casa alquilada por la clínica en Ciudad Obregón, pues en Tórim no hay un espacio para realizar las ceremonias. La casona con patio central está en un terreno extenso con varios cactus gigantes y es sede de una fundación privada de apoyo a las infancias de Sonora. Todo el personal de la Clínica de Medicina Intercultural Yo’o joara y varios pacientes ayudan a preparar una de sus amplias habitaciones: colocan petates y cobijas junto a los cuatro muros, distribuyen botellas de agua y baldes —para el vómito que a veces provoca el preparado— y colocan jarrones con flores y otras ofrendas. Raquel, la enfermera, revisa los signos vitales de los participantes que lo requieren. Su novio, Fernando López, que llegó en el autobús con el grupo, está a punto de atravesar su quinta ceremonia de ayahuasca.
—Estoy un poquito nervioso —me había dicho el exsoldado un día antes—. Sí es un poquito fuerte, pero a la vez estoy muy emocionado porque hay muchas cosas que quiero aliviar todavía.
Su primera ceremonia, cuando aún consumía metanfetamina, la recuerda como una pesadilla:
—A mí Raquel me había dicho que era muy bonito, que te podías conectar y hablar con la medicina. Pero esa vez me fue mal. Toda la noche miré puras culebras negras, grandotas. Tuve la sensación de que me iba a morir. Quería vomitar, revolcarme en el suelo. Miré muchísimo al diablo, diferentes caras del demonio. Así pasé toda la noche, hasta que se me bajó un poco y me gustaron las canciones. Sentí que no pude conectar, que no me había servido de nada.
Pero, desde ese día, Fernando no volvió a probar el cristal. Continuó con la psicoterapia una vez a la semana y, cuando llegó el momento, un par de meses más tarde, consideró que estaba listo para intentarlo de nuevo.
—Ya la segunda vez quedé encantado; fue una maravilla porque pude conectarme. Me di cuenta de que sí era verdad lo que me decía Raquel. Entré en la medicina. Preguntaba cosas y me contestaba. Me empezó a decir que andaba por muy mal camino y me lo mostró muy claro. Por un lado, un camino bien bonito, largo, lleno de flores. En el otro estaban mis amigos malandros, drogados, con sus camionetas, la música, el alcohol, las armas y, al final, la imagen de una Santa Muerte. “A ver, ¿qué camino quieres?”, me dijo. En uno podía caminar muy lejos, el otro lo miraba muy cortito.
En la casa de Ciudad Obregón, a poco de iniciar, el ambiente es alegre, de camaradería. El brebaje amazónico que hizo el viaje desde la selva se calienta en la estufa de la cocina. Y además está disponible otra medicina: el rapé, una mezcla de hojas de tabaco y diversas plantas medicinales, también de la Amazonia. Se usa en las ceremonias como herramienta en la psicoterapia, pues ayuda a aumentar la claridad mental, dice el psicólogo Ricardo Campoy.
Alrededor de las nueve de la noche está todo listo. Armando Loizaga Pazzi da las últimas instrucciones y los pacientes lo escuchan sentados en los petates y recargados contra los muros. En ese lugar van a permanecer durante la ceremonia, aunque también pueden estar de pie. Los miembros del equipo de Gatopardo nos retiramos antes de que todas las luces se apaguen y comience el ritual.
Volvemos al día siguiente por la mañana, para estar presentes en la actividad conocida como integración. Tomaron ayahuasca los pacientes y todo el personal de la clínica, quienes trabajan en sus propios procesos, pero se mantienen alertas por si alguien en el grupo necesita contención. Recién despertados, y después de tomar café y un poco de fruta, los participantes comparten uno a uno sus experiencias, visiones, emociones y aprendizajes con la medicina. Hay sonrisas, revelaciones, catarsis, llantos. En los testimonios se repiten “amor”, “alegría”, “alivio”, “paz”, “gracias” y “no tengo palabras”. Unos por momentos tuvieron miedo o creyeron estar cerca de la muerte, pero siempre al final llegó la calma. Otros prefieren no compartir mucho, o solo en lengua yaqui, y otros más cuentan con todo detalle lo vivido, durante diez, quince o veinte minutos.
Loizaga Pazzi responde a cada uno con palabras de aliento. “Hay que vaciarnos de tanto dolor para dejar entrar el amor, porque el amor es el que cura”, le dice a una paciente con depresión por años de abuso y de maltrato intrafamiliar. Una señora que se trata por un duelo complicado tras la muerte de un hijo anuncia en el círculo que, después de cinco ceremonias, se siente fuerte y lista para dejar su lugar a otro paciente que lo necesite.
Hacia las dos de la tarde, el autobús amarillo regresa al territorio yaqui y se hace el relevo con los pacientes de la segunda noche. Toda la preparación se vuelve a poner en marcha. Pero, esta vez, el videógrafo y yo nos quedamos para participar en la ceremonia.
Durante cinco horas hay cantos y rezos: por los que ya no están, por los abuelos, por las mamás, por los niños. Plegarias para que los hombres yaquis estén fuertes y sanos, libres de todo cristal, despiertos y conscientes para defender su territorio y su cultura, como hicieron desde siempre los ancestros o los yowes. Rezos para que se vayan todas las tristezas y se resuelvan las diferencias políticas entre vecinos y entre los ocho pueblos tradicionales. Por la unidad de la “tropa yoreme”. Para que este año sí lleguen las lluvias al desierto y para que muy pronto, entre los más jóvenes, se forme una ingeniera o ingeniero con las habilidades necesarias para traer de nuevo el agua, como hizo el sapo Bobok, y que el río sea devuelto por fin a su cauce.
* Su nombre fue modificado por petición y seguridad de la fuente.
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