La primera vez que cerró la Línea 12, muchos funcionarios lograron eludir sus responsabilidades. Aquella experiencia y el estado de las instituciones hacen pensar que la rendición de cuentas tampoco se cumplirá cabalmente en el caso de la tragedia del 3 de mayo.
Comúnmente, la rendición de cuentas se toma como sinónimo de castigo; se considera que para satisfacerla hay que integrar, lo más rápido posible, una lista de nombres contra los que se aplicarán sanciones económicas, administrativas o penales. En la fotografía del primer viaje de la llamada “Línea Dorada”, tomada el 30 de octubre de 2012, aparecen, entre otros personajes, Felipe Calderón, Marcelo Ebrard y Miguel Ángel Mancera; sonriendo, como quien borra de tajo sus diferencias políticas. Al fondo, esforzándose para salir en la foto, se asoma Mario Delgado. Es una foto en la que hoy no querría aparecer nadie.
Menos de dos años después de ese viaje inaugural, en marzo de 2014, la Línea 12 –la más cara de la historia del Metro de la Ciudad de México y una de las más costosas del mundo– tuvo que cerrar 12 de sus 20 estaciones debido a diversas fallas mecánicas, afectando a más de 400 mil personas que la utilizaban para sus traslados diarios. En ese entonces, además de las dudas acerca de las finanzas de un proyecto que superó el 50% de su presupuesto original, se sumaban los “costos sociales” que implicaban, al menos, una pérdida de más de 800 mil millones de pesos, calculados a partir de las horas adicionales que los usuarios perdieron en buscar otras vías de transporte.
Es cierto que, en ese momento, se activó una multiplicidad de procesos institucionales para determinar responsabilidades y apresurar la imposición de sanciones. En ellos, estuvieron involucradas al menos siete instancias tanto del gobierno local como del federal que, en el afán por reflejar mediáticamente que pronto se castigaría a los responsables, empezaron a atropellarse casi de inmediato. Mientras eso ocurría, surgían nuevos nombres que, conforme iban siendo señalados, amenazaban con impugnar las sanciones. Entre multas impagables y una malograda cadena de controles internos y externos, nunca hubo una sensación de verdadero resarcimiento social derivado de la telaraña de trámites administrativos e incluso penales.
Siete años después, nada, ni siquiera la muerte de 26 personas en los vagones colapsados en el puente de la estación Olivos, permite prever que exista la posibilidad de un mejor desenlace que el ocurrido en ese entonces.
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La literatura académica señala que, para armar procesos completos de rendición de cuentas, hace falta la articulación de tres piezas: disponer de información pública sobre los actos de gobierno, contar con la justificación de la toma de decisiones y que se generen consecuencias visibles cuando las acciones de los funcionarios no se ajustan al mandato que las regula. El problema inicia precisamente cuando, en los hechos, se busca acoplar estos engranajes, en especial, si el énfasis se pone en la última pieza. Parece que, al menos bajo la estructura institucional actual, donde lo local no engarza armoniosamente con lo federal, ni lo local entre sí, mientras más graves sean los asuntos por los que hay que rendir cuentas, más complicado es poner en marcha la maquinaria de manera efectiva. Las duplicidades y los traslapes en las atribuciones producen procesos enmarañados donde las responsabilidades terminan por diluirse, mientras que la dilación facilita que se escamoteen las sanciones, sobre todo, si se atraviesan administraciones de diferentes partidos políticos.
Las irregularidades y el cierre parcial de la Línea 12 dieron origen a que más de 40 funcionarios –involucrados en los procesos de contratación, adjudicación o diseño de la obra– fueran sancionados administrativa e incluso penalmente. Al fincar responsabilidades se apostó por que el tema fuera desvaneciéndose de la atención pública y se clausurara tácitamente la discusión, aunque los procesos continuaran abiertos. Sin embargo, lo que se pretendía presentar como la culminación del circuito de rendición de cuentas no era más que un eslabón en el aire, muestra de la desconexión de las piezas fundamentales, y de que las sanciones constituían más bien un recurso cosmético antes que una consecuencia real por las fallas en la actuación pública.
El derrumbe del pasado 3 de mayo nos hizo regresar la mirada al estado de aquellos litigios, sólo para toparnos con que Enrique Horcasitas, exdirector del Proyecto Metro, logró librar su inhabilitación, protegido por un amparo que desechó las sanciones en su contra; casi la mitad de los funcionarios involucrados desapareció del Registro de Servidores Públicos Sancionados; gran parte de las multas nunca fueron pagadas y otros funcionarios sancionados administrativamente se encuentran trabajando en la Secretaría de Relaciones Exteriores.
Frente a este panorama, es inevitable preguntarse en qué se cimentaría la posibilidad de que existieran verdaderos procesos de rendición de cuentas por el desplome del puente de Tláhuac. La frustración ciudadana es comprensible, pues ninguno de los pilares que lo permitirían está firme ni en su lugar. El acceso a la información, entendida como insumo fundamental y primer peldaño para iniciar procesos certeros, ha estado bloqueado desde 2015, cuando se reservaron hasta por 15 años diversos expedientes relativos a la construcción de la Línea 12 y su manejo financiero. La deriva hacia la opacidad ha continuado: es inviable tener certeza, por ejemplo, acerca de en qué han consistido las reparaciones que se han llevado a cabo en los últimos años o de quiénes son los funcionarios responsables de la supervisión de éstas.
En consecuencia, es impensable que la toma de decisiones quede cabalmente justificada, como lo ameritaría un problema de la magnitud del colapso de la semana pasada. Uno de los elementos más graves es la imposibilidad de entender por qué los trabajos de mantenimiento sólo se han llevado a cabo de manera parcial, de acuerdo con diversos procesos de auditoría realizados entre 2017 y 2019, periodo que, además, cruza dos administraciones locales y federales distintas.
Con respecto a las potenciales sanciones que se deriven del desplome, aunque la fiscalía capitalina ha abierto una carpeta de investigación por homicidio culposo y daños a la propiedad, hay elementos que obligan a tomar con escepticismo su desenlace. Por un lado, la disolución de responsabilidades tras la experiencia de 2014 y, por el otro, que la Comisión Permanente del Congreso rechazó la creación de una comisión de investigación, inspiran desconfianza.
Como estos mecanismos de rendición de cuentas –llamados “horizontales”– se encuentran taponados, se ha empezado a insistir en la posibilidad de que el voto se convierta en el dispositivo que logre las sanciones que la fragmentada estructura institucional no puede conseguir. En realidad, la poca claridad de atribuciones y los ciclos naturales de la vida política dificultan enormemente esgrimir el voto como elemento de castigo: ¿el germen del derrumbe puede rastrearse desde las decisiones asociadas a la construcción o se limita a la falta de mantenimiento? De ser esto último, entonces, ¿a qué administración se debe responsabilizar?, ¿es adecuado castigar a la administración en funciones por errores que se han arrastrado desde hace al menos siete años? Más complejo aún: ¿qué hacer cuando los funcionarios involucrados han mudado de partido? Y es que el voto como respuesta no admite estas preguntas: es un dispositivo binario de aprobación o desaprobación en el que no hay alternativa para distinciones sutiles y que, además, sólo se activa de manera intermitente. Tampoco deja de ser un absurdo premiar con el voto a quienes se castigó en las elecciones pasadas y viceversa, con toda la frustración que ello implica para los votantes y frente a la imposibilidad de exigir cuentas entre elecciones.
Ante problemas en los que está involucrada una multiplicidad de funcionarios, cuyos mandatos se traslapan y se confunden, la concepción punitiva de la rendición de cuentas, administrativa, penal o incluso electoral, no soluciona nada en ausencia de mecanismos eficientes de información, vigilancia y control. La exigencia ciudadana tendría que atravesar por demandar, no el castigo, que se elude fácilmente en el laberinto de trámites abiertos, sino una mejor arquitectura institucional que incluya la simplificación de procesos, la claridad de responsabilidades y la existencia de mecanismos preventivos de monitoreo permanente, una aplicación oportuna de sanciones que no deje espacio a la dilución o al olvido, y un resarcimiento justo a los afectados. Frente a la pérdida de vidas, es indispensable que esa exigencia se articule, no desde la gastada retórica punitiva, sino desde una verdadera indignación que sí transforme las instituciones.
Grisel Salazar Rebolledo es profesora asociada en el CIDE y coordinadora de la Maestría en Periodismo sobre Políticas Públicas, @griselsr.
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