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La parsimonia ante la emergencia climática

La parsimonia ante la emergencia climática

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Fotografía de Ewan Bootman / REUTERS.
09
.
02
.
22
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

El cambio climático es una alerta roja. No hay otro problema más grande, ni siquiera el covid-19 ni los conflictos armados. A finales de 2021, Glasgow reunió a representantes del mundo para actualizar los acuerdos de lucha contra aquél. Algunos pasos se dieron en la dirección correcta, como incluir en el debate los combustibles fósiles o la designación de fondos para la adaptación climática. Pero las incógnitas siguen en el aire. ¿Realmente estamos por iniciar una década de acción decisiva?

Si, para describir la lentitud o la torpeza del gran aparato gubernamental en México, empleamos la figura de un elefante reumático que no avanza, para hablar de las negociaciones que ocurren a nivel mundial contra el cambio climático —un proceso masivo y complejo—, no hay animal que baste. En todo caso sería un ente que, como las placas tectónicas, está siempre en movimiento pero a una escala imperceptible para el ojo humano. La más reciente Conferencia de las Partes sobre el Cambio Climático (COP26), que se realizó a finales de 2021, ilustra esto perfectamente.  

Bajo el auspicio de la ONU, el documento final, el Pacto Climático de Glasgow, terminó siendo un listado de pasos tímidos ante la emergencia que enfrentamos. Se lograron, sin embargo, algunos avances en la dirección correcta, apuntan los optimistas que celebran como un hecho histórico la inclusión de los combustibles fósiles (como carbón, petróleo, gas natural). Ninguna conferencia lo había logrado, a pesar de que se realizan cada año por mandato de la Convención Marco de Naciones Unidas contra el Cambio Climático (CMNUCC), creada en 1992. Justo en su texto fundacional se mencionó por última vez a los combustibles fósiles, antes incluso de la primera COP. Todavía entonces se cuestionaba la existencia del cambio climático y, más aun, su origen antropogénico (es decir, a causa de la acción humana). El mundo estaba recién salido de la Guerra Fría y parecía más concentrado en dar rienda suelta al liberalismo económico. Los acuerdos para detener la pérdida de la biodiversidad o la desertificación de la Tierra eran apenas promesas abstractas.

¿Qué tanto es motivo de celebración que, para llamar por su nombre a los principales causantes del cambio climático, hayan tenido que pasar veintinueve años? La discusión podría perderse en un sinfín de argumentos técnicos de la política pública y sería, por demás, inútil, si no fuera porque el cambio climático es una alerta roja (António Guterres dixit) y una amenaza existencial (Joe Biden dixit) para la humanidad. No hay actualmente otro problema más grande, ni siquiera el covid-19 ni los conflictos armados, apuntan los críticos; estamos respondiendo como burócratas ante el incendio de nuestra casa (Greta Thunberg dixit). Pese a estas contradicciones, tenemos que defender el proceso de negociación que ocurre en el seno de la ONU, porque es lo más parecido que tenemos a un diálogo global y democrático ante un problema que no podríamos resolver sin esos elementos. A veces las cosas tienen vida propia y toman su tiempo.

Además de la máquina de vapor, ¿qué más salió de Glasgow?

En un giro del destino, luego de que se suspendiera esta cumbre por un año, debido a la pandemia, el año pasado la nación que inventó las emisiones industriales de gases de efecto invernadero, el Reino Unido, presidió la lucha global contra el cambio climático. Y no sólo eso: la ciudad elegida como sede profundizaba la ironía. La COP26 tuvo lugar en las mismas riberas escocesas donde James Watt ingenió su primera máquina de vapor en 1765, que cambió para siempre el avance industrial de la humanidad, pues detonó la quema masiva de combustibles para generar una forma de energía que hasta nuestros días, dos siglos y medio después, no ha hecho más que acelerarse y llevarnos al umbral de una catástrofe climática.

Estamos hablando del aumento de 1.1 °C en la temperatura promedio del planeta desde el inicio de la Revolución Industrial; el derretimiento de las capas glaciales, que ocurre seis veces más rápido que en los años noventa, según la nasa; el aumento del nivel del mar a tasas crecientes que alcanzan 3.2 milímetros al año, según la Administración Oceánica de Estados Unidos; la extinción de especies que podría ser comparable con la que acabó con los dinosaurios y que llevó a científicos de la UNAM y de Stanford a bautizar ésta como la “Sexta Extinción Masiva”; la pérdida de hasta 33% de las tierras de cultivo en el mundo, según investigadores de Sheffield; la acidificación de los océanos que ya ha cambiado una décima el pH del agua del mar, según la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos; todo esto, sin mencionar los incendios, los ciclones tropicales y la proliferación de enfermedades infecciosas, que son sólo algunas facetas de la crisis que vivimos.

En medio de una inusitada cobertura mediática, reflejo de la gran atención internacional, la COP26 en Glasgow inició con la artillería pesada de los discursos políticos. En ediciones previas se acostumbraba que la primera semana fuera de trabajo técnico, relegado a los representantes diplomáticos que integran las delegaciones de cada país. La participación de ministros y jefes de Estado quedaba para la última semana. La lógica era dejar que los negociadores avanzaran en las “letras pequeñas” para que los jefes de Estado acudieran a firmar los compromisos, hacer declaraciones y posar para las fotos. Sin embargo, la urgencia invirtió esa estrategia.

Los líderes mundiales llevaron su mejor retórica para levantar el espíritu en un proceso alicaído por la pandemia y las complicaciones organizativas. Joe Biden, por ejemplo, llamó a que el evento impulsara “una década de acción decisiva” para detener el calentamiento global; Boris Johnson definió la cumbre como el “minuto previo a la medianoche”; Angela Merkel llamó a ponerle precio a las emisiones de carbono, de manera que contaminar tenga un costo; y los discursos de otros personajes como Emmanuel Macron, Justin Trudeau o Narendra Modi tuvieron eco en los medios internacionales. Si bien fue notable la ausencia de los presidentes de China, Rusia y Brasil —miembros del G20 que, además, representan a naciones que ocupan el primer, cuarto y doceavo lugar, respectivamente, en emisión de gases de efecto invernadero, según la Organización Meteorológica Mundial (OMM)—, la cumbre inició con un nivel de urgencia. El problema fue que la retórica no aguantó ni los primeros siete días.

El primer fin de semana dos días de marchas abarrotaron las calles de Glasgow y muchas otras ciudades en el mundo. Ahí, Greta Thunberg denunció a la COP26 como un “festival de lavado verde del norte global y una celebración de dos semanas, de business as usual y bla, bla, bla”.

El objetivo de los 1.5 grados sigue vivo

A la fecha, según los últimos reportes científicos, hemos calentado el planeta 1.1 °C. Los gases que ya liberamos continuarán este incremento en los años por venir. Cada décima conlleva impactos exponenciales. Si consideramos que, para dejar de emitir gases, tendríamos que suspender actividades tan importantes para la economía como la extracción de petróleo y carbón, hay una pregunta que pareciera no quedarbien respondida: ¿debemos parar el termómetro en los 1.5 o en los 2 °C? La confusión entre estos dos objetivos de lucha nació en la COP21, con el Acuerdo de París de 2015, en el que 195 países se comprometían a detener la crisis climática y donde se obligaba a los Estados a presentar compromisos voluntarios para detener las emisiones, conocidos en la jerga de estas negociaciones como “contribuciones nacionalmente determinadas”.

Hacia el final de aquella cumbre las principales potencias habían elegido como objetivo los dos grados centígrados. Pero lo hicieron de manera excluyente, en pláticas cerradas. Hubo un amplio consenso en la inconformidad con esta medida entre los Estados insulares del Pacífico, como Fiyi, la Polinesia francesa, Tuvalu, la República Kiribati o las Islas Marshall —para quienes unas décimas más son la diferencia entre sobrevivir o desaparecer inundados por el aumento del nivel del mar—, y cabildearon hasta lograr empujar un objetivo más ambicioso en el documento final, que estableció “limitar el calentamiento global muy por debajo de los dos grados, haciendo esfuerzos para limitarlo a 1.5”. Fue una salida diplomática al conflicto en una redacción tan consensuada como ambigua. En los años sucesivos cada quien se ha apegado a la meta que mejor le acomoda a sus intereses. Mientras los Estados con economías fósiles —como Arabia Saudita— hablaron de dos grados para interferir lo menos posible en su negocio, aquéllos en la primera línea de riesgo —en zonas inundables, economías agrícolas en deterioro por las sequías o con una infraestructura propensa a daños por los ciclones tropicales— se aferraron a los 1.5 con uñas y dientes.  

Este objetivo ganó terreno a finales de 2018, cuando el Panel Intergubernamental en Cambio Climático (IPCC, por su nombre en inglés) publicó un informe revelador donde anticipaba lo que sucedería en caso de cruzar el umbral pactado en París: entre otras cosas, muertes por golpes de calor, enfermedades infecciosas y más contaminación del aire; la muerte de los arrecifes; el derretimiento de las capas permanentes de hielo (incluyendo Groelandia y el Ártico); y un aumento consecuente en el nivel del mar que dañaría ciudades portuarias y anegaría países insulares. Todos estos elementos ocasionarían migraciones climáticas sin precedentes.

En 2021, el acuerdo final de la COP26 relanzó como meta los 1.5 °C, en línea con lo advertido por la ciencia y la sociedad civil, comunidades locales y jóvenes y niños que llevan tiempo subrayando la urgencia de acciones cooperativas. Se reconoció que es necesaria la reducción rápida, profunda y sostenida de las emisiones globales, que incluyen las de CO2, en 45% para 2030 y alcanzar cero emisiones netas para la mitad de este siglo.

Para mitigar lo suficiente las emisiones de gases de efecto invernadero (que incluyen, además, metano, óxido nitroso, hidroclorofluorocarbonos, perfluorocarbonos y hexafluoruro de azufre), la CMNUCC dejará abierta la posibilidad de que los países faltantes entreguen en 2022 sus compromisos voluntarios, mientras que el Pacto de Glasgow llama a todos los miembros a examinar y actualizar sus contribuciones ya presentadas. Originalmente, estas revisiones sucedían cada cinco años, por lo que este margen temporal es un permiso extemporáneo. México será, por ejemplo, uno de los beneficiados. Actualmente sólo cuenta con las contribuciones de 2015, después de que su última entrega fuera suspendida en octubre de 2021 por un tribunal, en respuesta a una demanda de amparo interpuesta por Greenpeace México, quienes identificaron que su contribución había sido más laxa que la que presentó en 2015. Será imperativo que haya más metas de mitigación ambiciosas, ya que la ventana de oportunidad se está cerrando.

Al concluir la COP26, Boris Johnson celebró la cumbre diciendo que estábamos ante “el momento en que la humanidad se tomará en serio el cambio climático”. Celebrar que se mantiene vivo el objetivo de los 1.5 °C, como lo hizo Johnson, recuerda al cirujano que sale del quirófano luego de horas para anunciar que la intervención fue un éxito porque no se murió el paciente. En el caso de la COP26, el cirujano Johnson envió al paciente —un planeta al borde del colapso— al siguiente quirófano, Egipto, que presidirá la COP27 en el balneario de Sharm el Sheij a finales de 2022.

¿Disminuir o eliminar el carbón?

El Pacto de Glasgow llama a acelerar la transición a sistemas energéticos que produzcan menos emisiones e incluyan esfuerzos para una disminución progresiva del carbón. Esta mención es crucial porque éste, el carbón, es el más contaminante de todos los combustibles fósiles, según la Agencia Internacional de la Energía (IEA). Pero esta medida no puede aplaudirse sin entender lo que hay detrás. Para empezar, es magra y truculenta: el documento se refiere sólo al “carbón no abatido”, aquel que no sea atajado con técnicas de captura y almacenamiento, y deja implícitamente la puerta abierta al “carbón abatido”, aquel capturado en plantas carboeléctricas después de usarse como combustible para generar electricidad, que luego se inyecta con grandes tuberías directo a las capas de suelo más profundas que, en teoría, tienen las características minerales (acuíferos salinos, por ejemplo) para retener ahí el carbono. Una tecnología que, además, ni siquiera acaba de llegar a su madurez.

Distintas investigaciones científicas han cuestionado la viabilidad y eficiencia de los procedimientos actuales para capturar y almacenar CO2. En 2019, el ingeniero ambiental Mark Jacobson, de la Universidad de Stanford, llegó a la conclusión de que esta tecnología haría más daño a la salud y aumentaría los costos sociales. Esta prohibición exclusiva al “carbón no abatido” puede leerse como una tolerancia renovada que terminará beneficiando a las economías más desarrolladas, las que pueden invertir en innovaciones como ésta.

La inclusión del carbón estuvo mediada, además, por un episodio que pasará al historial de la vergüenza en las negociaciones climáticas: un cambio de último minuto en la redacción del documento, solicitado por la India y apoyado por China. Los negociadores habían llegado a la plenaria del sábado 13 de noviembre exhaustos, luego de doce días de actividad, pero satisfechos por la promesa de haber logrado la eliminación del carbón en el documento oficial. Sin embargo, después de un intercambio en corto y en voz baja entre negociadores y directivos, se anunció que la India no estaba dispuesta a suscribir una “eliminación progresiva” (phase out) del carbón; el país, a través de su negociador en jefe, Bhupender Yadav, sugirió cambiarlo por “disminución progresiva” (phase down), un debilitamiento del lenguaje, sutil, pero que podría permitir a los productores y consumidores de carbón postergar aún más su erradicación. Yadav, ministro de Medio Ambiente de la India, defendió el derecho de los países en desarrollo, como el suyo, al “uso responsable de combustibles fósiles”, ya que tienen menos responsabilidad histórica en la crisis climática. India, el segundo país más poblado del mundo, con 60% de su población bajo la línea media de pobreza (según el Banco Mundial), genera 70% de su energía eléctrica con carbón, según la IEA.

Al cambio del texto final siguió una retahíla de condenas al procedimiento que lo permitió. El presidente de la COP26, el británico Alok Sharma, tuvo que pedir disculpas por la manera en que había sido conducido este proceso. Según las reglas de la convención, las decisiones deben ser tomadas por consenso. O, como repetían los negociadores en los pasillos ante la insistencia de los periodistas, “nada se decide hasta que todo se decida”.

Financiamiento: muy poco, muy tarde

En 2009 la COP15, en Copenhague, culminó con un compromiso, el de los más ricos, de aportar cien mil millones de dólares anuales para financiar la acción climática en los países en desarrollo a partir de 2020. Pareciera mucho dinero, pero no es ni la mitad de la fortuna del hombre más rico del mundo, Jeff Bezos, el fundador de Amazon.

En noviembre pasado, una semana antes del inicio de la cumbre en Glasgow, Alemania y Canadá informaron que a los países desarrollados les tomaría hasta 2023 reunir la cantidad prometida. Los delegados intentaron suavizar el golpe explicando que en su nuevo plan de distribución se establecen pasos claros para la entrega de estos recursos hacia 2025. El problema es que cien mil millones de dólares no es, ni de cerca, una cantidad que refleje los costos reales de la crisis climática: recientemente, investigadores británicos y suizos calcularon que su costo está entre 37% y 51% del PIB global hacia finales del siglo. La escala del colapso ambiental, a estas alturas, exige inversiones en billones o trillones de dólares. Y hay más dinero en juego que esta cifra tótem. De hecho, un anuncio promisorio en Glasgow fue la alianza de 450 instituciones bancarias, de inversión y aseguradoras, con control conjunto sobre fondos equivalentes a 130 billones. La Alianza Financiera de Glasgow para las Cero Emisiones Netas (GFANZ, por sus siglas en inglés) se plantea contribuir a detener el termómetro global al impulsar una transición económica completa para descarbonizar la economía mundial con ajustes drásticos al modelo de negocios de empresas, bancos y aseguradoras de todo el mundo.

El secretario general de la ONU, António Guterres, ha exhortado a que se designe la misma proporción de dinero para la adaptación que para la mitigación. Mientras que la mayor parte del dinero reunido en cumbres anteriores —casi ochenta mil millones de dólares— se había destinado a la mitigación climática, a financiar tecnologías más limpias para dejar de emitir los gases que calientan la atmósfera —como parques generadores de energía eólica o solar—, la COP26 logró avances en la designación de fondos para la adaptación climática, un concepto fundamental que se refiere a los costos de preparación contra los impactos climáticos que ya son inevitables ante el calentamiento global. Glasgow recaudó 356 millones de dólares para el Fondo de Adaptación de la ONU, una cantidad récord y casi el triple que en su más fructífera COP24. El dinero vino de dieciséis gobiernos nacionales y regionales e incluyó las primeras donaciones de Estados Unidos, Canadá y Qatar en este rubro, además de una larga lista de países europeos.

Estas cumbres seguirán celebrándose anualmente hasta que hayamos frenado el cambio climático. Desde Biden hasta Thunberg, todos asimilan las lecciones de Glasgow, empezando por la más elemental: que un proceso de negociaciones multilateral como éste tiene limitaciones y que, por lo tanto, no se pueden colocar en él todas las esperanzas. Otra lección: que el trabajo real ocurre fuera de los grandes foros, presionando a gobiernos, corporaciones, líderes y representantes, en las decisiones concretas, del día a día y desde el territorio, donde la acción ambiental deja de ser discurso.

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El cambio climático es una alerta roja. No hay otro problema más grande, ni siquiera el covid-19 ni los conflictos armados. A finales de 2021, Glasgow reunió a representantes del mundo para actualizar los acuerdos de lucha contra aquél. Algunos pasos se dieron en la dirección correcta, como incluir en el debate los combustibles fósiles o la designación de fondos para la adaptación climática. Pero las incógnitas siguen en el aire. ¿Realmente estamos por iniciar una década de acción decisiva?

Si, para describir la lentitud o la torpeza del gran aparato gubernamental en México, empleamos la figura de un elefante reumático que no avanza, para hablar de las negociaciones que ocurren a nivel mundial contra el cambio climático —un proceso masivo y complejo—, no hay animal que baste. En todo caso sería un ente que, como las placas tectónicas, está siempre en movimiento pero a una escala imperceptible para el ojo humano. La más reciente Conferencia de las Partes sobre el Cambio Climático (COP26), que se realizó a finales de 2021, ilustra esto perfectamente.  

Bajo el auspicio de la ONU, el documento final, el Pacto Climático de Glasgow, terminó siendo un listado de pasos tímidos ante la emergencia que enfrentamos. Se lograron, sin embargo, algunos avances en la dirección correcta, apuntan los optimistas que celebran como un hecho histórico la inclusión de los combustibles fósiles (como carbón, petróleo, gas natural). Ninguna conferencia lo había logrado, a pesar de que se realizan cada año por mandato de la Convención Marco de Naciones Unidas contra el Cambio Climático (CMNUCC), creada en 1992. Justo en su texto fundacional se mencionó por última vez a los combustibles fósiles, antes incluso de la primera COP. Todavía entonces se cuestionaba la existencia del cambio climático y, más aun, su origen antropogénico (es decir, a causa de la acción humana). El mundo estaba recién salido de la Guerra Fría y parecía más concentrado en dar rienda suelta al liberalismo económico. Los acuerdos para detener la pérdida de la biodiversidad o la desertificación de la Tierra eran apenas promesas abstractas.

¿Qué tanto es motivo de celebración que, para llamar por su nombre a los principales causantes del cambio climático, hayan tenido que pasar veintinueve años? La discusión podría perderse en un sinfín de argumentos técnicos de la política pública y sería, por demás, inútil, si no fuera porque el cambio climático es una alerta roja (António Guterres dixit) y una amenaza existencial (Joe Biden dixit) para la humanidad. No hay actualmente otro problema más grande, ni siquiera el covid-19 ni los conflictos armados, apuntan los críticos; estamos respondiendo como burócratas ante el incendio de nuestra casa (Greta Thunberg dixit). Pese a estas contradicciones, tenemos que defender el proceso de negociación que ocurre en el seno de la ONU, porque es lo más parecido que tenemos a un diálogo global y democrático ante un problema que no podríamos resolver sin esos elementos. A veces las cosas tienen vida propia y toman su tiempo.

Además de la máquina de vapor, ¿qué más salió de Glasgow?

En un giro del destino, luego de que se suspendiera esta cumbre por un año, debido a la pandemia, el año pasado la nación que inventó las emisiones industriales de gases de efecto invernadero, el Reino Unido, presidió la lucha global contra el cambio climático. Y no sólo eso: la ciudad elegida como sede profundizaba la ironía. La COP26 tuvo lugar en las mismas riberas escocesas donde James Watt ingenió su primera máquina de vapor en 1765, que cambió para siempre el avance industrial de la humanidad, pues detonó la quema masiva de combustibles para generar una forma de energía que hasta nuestros días, dos siglos y medio después, no ha hecho más que acelerarse y llevarnos al umbral de una catástrofe climática.

Estamos hablando del aumento de 1.1 °C en la temperatura promedio del planeta desde el inicio de la Revolución Industrial; el derretimiento de las capas glaciales, que ocurre seis veces más rápido que en los años noventa, según la nasa; el aumento del nivel del mar a tasas crecientes que alcanzan 3.2 milímetros al año, según la Administración Oceánica de Estados Unidos; la extinción de especies que podría ser comparable con la que acabó con los dinosaurios y que llevó a científicos de la UNAM y de Stanford a bautizar ésta como la “Sexta Extinción Masiva”; la pérdida de hasta 33% de las tierras de cultivo en el mundo, según investigadores de Sheffield; la acidificación de los océanos que ya ha cambiado una décima el pH del agua del mar, según la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos; todo esto, sin mencionar los incendios, los ciclones tropicales y la proliferación de enfermedades infecciosas, que son sólo algunas facetas de la crisis que vivimos.

En medio de una inusitada cobertura mediática, reflejo de la gran atención internacional, la COP26 en Glasgow inició con la artillería pesada de los discursos políticos. En ediciones previas se acostumbraba que la primera semana fuera de trabajo técnico, relegado a los representantes diplomáticos que integran las delegaciones de cada país. La participación de ministros y jefes de Estado quedaba para la última semana. La lógica era dejar que los negociadores avanzaran en las “letras pequeñas” para que los jefes de Estado acudieran a firmar los compromisos, hacer declaraciones y posar para las fotos. Sin embargo, la urgencia invirtió esa estrategia.

Los líderes mundiales llevaron su mejor retórica para levantar el espíritu en un proceso alicaído por la pandemia y las complicaciones organizativas. Joe Biden, por ejemplo, llamó a que el evento impulsara “una década de acción decisiva” para detener el calentamiento global; Boris Johnson definió la cumbre como el “minuto previo a la medianoche”; Angela Merkel llamó a ponerle precio a las emisiones de carbono, de manera que contaminar tenga un costo; y los discursos de otros personajes como Emmanuel Macron, Justin Trudeau o Narendra Modi tuvieron eco en los medios internacionales. Si bien fue notable la ausencia de los presidentes de China, Rusia y Brasil —miembros del G20 que, además, representan a naciones que ocupan el primer, cuarto y doceavo lugar, respectivamente, en emisión de gases de efecto invernadero, según la Organización Meteorológica Mundial (OMM)—, la cumbre inició con un nivel de urgencia. El problema fue que la retórica no aguantó ni los primeros siete días.

El primer fin de semana dos días de marchas abarrotaron las calles de Glasgow y muchas otras ciudades en el mundo. Ahí, Greta Thunberg denunció a la COP26 como un “festival de lavado verde del norte global y una celebración de dos semanas, de business as usual y bla, bla, bla”.

El objetivo de los 1.5 grados sigue vivo

A la fecha, según los últimos reportes científicos, hemos calentado el planeta 1.1 °C. Los gases que ya liberamos continuarán este incremento en los años por venir. Cada décima conlleva impactos exponenciales. Si consideramos que, para dejar de emitir gases, tendríamos que suspender actividades tan importantes para la economía como la extracción de petróleo y carbón, hay una pregunta que pareciera no quedarbien respondida: ¿debemos parar el termómetro en los 1.5 o en los 2 °C? La confusión entre estos dos objetivos de lucha nació en la COP21, con el Acuerdo de París de 2015, en el que 195 países se comprometían a detener la crisis climática y donde se obligaba a los Estados a presentar compromisos voluntarios para detener las emisiones, conocidos en la jerga de estas negociaciones como “contribuciones nacionalmente determinadas”.

Hacia el final de aquella cumbre las principales potencias habían elegido como objetivo los dos grados centígrados. Pero lo hicieron de manera excluyente, en pláticas cerradas. Hubo un amplio consenso en la inconformidad con esta medida entre los Estados insulares del Pacífico, como Fiyi, la Polinesia francesa, Tuvalu, la República Kiribati o las Islas Marshall —para quienes unas décimas más son la diferencia entre sobrevivir o desaparecer inundados por el aumento del nivel del mar—, y cabildearon hasta lograr empujar un objetivo más ambicioso en el documento final, que estableció “limitar el calentamiento global muy por debajo de los dos grados, haciendo esfuerzos para limitarlo a 1.5”. Fue una salida diplomática al conflicto en una redacción tan consensuada como ambigua. En los años sucesivos cada quien se ha apegado a la meta que mejor le acomoda a sus intereses. Mientras los Estados con economías fósiles —como Arabia Saudita— hablaron de dos grados para interferir lo menos posible en su negocio, aquéllos en la primera línea de riesgo —en zonas inundables, economías agrícolas en deterioro por las sequías o con una infraestructura propensa a daños por los ciclones tropicales— se aferraron a los 1.5 con uñas y dientes.  

Este objetivo ganó terreno a finales de 2018, cuando el Panel Intergubernamental en Cambio Climático (IPCC, por su nombre en inglés) publicó un informe revelador donde anticipaba lo que sucedería en caso de cruzar el umbral pactado en París: entre otras cosas, muertes por golpes de calor, enfermedades infecciosas y más contaminación del aire; la muerte de los arrecifes; el derretimiento de las capas permanentes de hielo (incluyendo Groelandia y el Ártico); y un aumento consecuente en el nivel del mar que dañaría ciudades portuarias y anegaría países insulares. Todos estos elementos ocasionarían migraciones climáticas sin precedentes.

En 2021, el acuerdo final de la COP26 relanzó como meta los 1.5 °C, en línea con lo advertido por la ciencia y la sociedad civil, comunidades locales y jóvenes y niños que llevan tiempo subrayando la urgencia de acciones cooperativas. Se reconoció que es necesaria la reducción rápida, profunda y sostenida de las emisiones globales, que incluyen las de CO2, en 45% para 2030 y alcanzar cero emisiones netas para la mitad de este siglo.

Para mitigar lo suficiente las emisiones de gases de efecto invernadero (que incluyen, además, metano, óxido nitroso, hidroclorofluorocarbonos, perfluorocarbonos y hexafluoruro de azufre), la CMNUCC dejará abierta la posibilidad de que los países faltantes entreguen en 2022 sus compromisos voluntarios, mientras que el Pacto de Glasgow llama a todos los miembros a examinar y actualizar sus contribuciones ya presentadas. Originalmente, estas revisiones sucedían cada cinco años, por lo que este margen temporal es un permiso extemporáneo. México será, por ejemplo, uno de los beneficiados. Actualmente sólo cuenta con las contribuciones de 2015, después de que su última entrega fuera suspendida en octubre de 2021 por un tribunal, en respuesta a una demanda de amparo interpuesta por Greenpeace México, quienes identificaron que su contribución había sido más laxa que la que presentó en 2015. Será imperativo que haya más metas de mitigación ambiciosas, ya que la ventana de oportunidad se está cerrando.

Al concluir la COP26, Boris Johnson celebró la cumbre diciendo que estábamos ante “el momento en que la humanidad se tomará en serio el cambio climático”. Celebrar que se mantiene vivo el objetivo de los 1.5 °C, como lo hizo Johnson, recuerda al cirujano que sale del quirófano luego de horas para anunciar que la intervención fue un éxito porque no se murió el paciente. En el caso de la COP26, el cirujano Johnson envió al paciente —un planeta al borde del colapso— al siguiente quirófano, Egipto, que presidirá la COP27 en el balneario de Sharm el Sheij a finales de 2022.

¿Disminuir o eliminar el carbón?

El Pacto de Glasgow llama a acelerar la transición a sistemas energéticos que produzcan menos emisiones e incluyan esfuerzos para una disminución progresiva del carbón. Esta mención es crucial porque éste, el carbón, es el más contaminante de todos los combustibles fósiles, según la Agencia Internacional de la Energía (IEA). Pero esta medida no puede aplaudirse sin entender lo que hay detrás. Para empezar, es magra y truculenta: el documento se refiere sólo al “carbón no abatido”, aquel que no sea atajado con técnicas de captura y almacenamiento, y deja implícitamente la puerta abierta al “carbón abatido”, aquel capturado en plantas carboeléctricas después de usarse como combustible para generar electricidad, que luego se inyecta con grandes tuberías directo a las capas de suelo más profundas que, en teoría, tienen las características minerales (acuíferos salinos, por ejemplo) para retener ahí el carbono. Una tecnología que, además, ni siquiera acaba de llegar a su madurez.

Distintas investigaciones científicas han cuestionado la viabilidad y eficiencia de los procedimientos actuales para capturar y almacenar CO2. En 2019, el ingeniero ambiental Mark Jacobson, de la Universidad de Stanford, llegó a la conclusión de que esta tecnología haría más daño a la salud y aumentaría los costos sociales. Esta prohibición exclusiva al “carbón no abatido” puede leerse como una tolerancia renovada que terminará beneficiando a las economías más desarrolladas, las que pueden invertir en innovaciones como ésta.

La inclusión del carbón estuvo mediada, además, por un episodio que pasará al historial de la vergüenza en las negociaciones climáticas: un cambio de último minuto en la redacción del documento, solicitado por la India y apoyado por China. Los negociadores habían llegado a la plenaria del sábado 13 de noviembre exhaustos, luego de doce días de actividad, pero satisfechos por la promesa de haber logrado la eliminación del carbón en el documento oficial. Sin embargo, después de un intercambio en corto y en voz baja entre negociadores y directivos, se anunció que la India no estaba dispuesta a suscribir una “eliminación progresiva” (phase out) del carbón; el país, a través de su negociador en jefe, Bhupender Yadav, sugirió cambiarlo por “disminución progresiva” (phase down), un debilitamiento del lenguaje, sutil, pero que podría permitir a los productores y consumidores de carbón postergar aún más su erradicación. Yadav, ministro de Medio Ambiente de la India, defendió el derecho de los países en desarrollo, como el suyo, al “uso responsable de combustibles fósiles”, ya que tienen menos responsabilidad histórica en la crisis climática. India, el segundo país más poblado del mundo, con 60% de su población bajo la línea media de pobreza (según el Banco Mundial), genera 70% de su energía eléctrica con carbón, según la IEA.

Al cambio del texto final siguió una retahíla de condenas al procedimiento que lo permitió. El presidente de la COP26, el británico Alok Sharma, tuvo que pedir disculpas por la manera en que había sido conducido este proceso. Según las reglas de la convención, las decisiones deben ser tomadas por consenso. O, como repetían los negociadores en los pasillos ante la insistencia de los periodistas, “nada se decide hasta que todo se decida”.

Financiamiento: muy poco, muy tarde

En 2009 la COP15, en Copenhague, culminó con un compromiso, el de los más ricos, de aportar cien mil millones de dólares anuales para financiar la acción climática en los países en desarrollo a partir de 2020. Pareciera mucho dinero, pero no es ni la mitad de la fortuna del hombre más rico del mundo, Jeff Bezos, el fundador de Amazon.

En noviembre pasado, una semana antes del inicio de la cumbre en Glasgow, Alemania y Canadá informaron que a los países desarrollados les tomaría hasta 2023 reunir la cantidad prometida. Los delegados intentaron suavizar el golpe explicando que en su nuevo plan de distribución se establecen pasos claros para la entrega de estos recursos hacia 2025. El problema es que cien mil millones de dólares no es, ni de cerca, una cantidad que refleje los costos reales de la crisis climática: recientemente, investigadores británicos y suizos calcularon que su costo está entre 37% y 51% del PIB global hacia finales del siglo. La escala del colapso ambiental, a estas alturas, exige inversiones en billones o trillones de dólares. Y hay más dinero en juego que esta cifra tótem. De hecho, un anuncio promisorio en Glasgow fue la alianza de 450 instituciones bancarias, de inversión y aseguradoras, con control conjunto sobre fondos equivalentes a 130 billones. La Alianza Financiera de Glasgow para las Cero Emisiones Netas (GFANZ, por sus siglas en inglés) se plantea contribuir a detener el termómetro global al impulsar una transición económica completa para descarbonizar la economía mundial con ajustes drásticos al modelo de negocios de empresas, bancos y aseguradoras de todo el mundo.

El secretario general de la ONU, António Guterres, ha exhortado a que se designe la misma proporción de dinero para la adaptación que para la mitigación. Mientras que la mayor parte del dinero reunido en cumbres anteriores —casi ochenta mil millones de dólares— se había destinado a la mitigación climática, a financiar tecnologías más limpias para dejar de emitir los gases que calientan la atmósfera —como parques generadores de energía eólica o solar—, la COP26 logró avances en la designación de fondos para la adaptación climática, un concepto fundamental que se refiere a los costos de preparación contra los impactos climáticos que ya son inevitables ante el calentamiento global. Glasgow recaudó 356 millones de dólares para el Fondo de Adaptación de la ONU, una cantidad récord y casi el triple que en su más fructífera COP24. El dinero vino de dieciséis gobiernos nacionales y regionales e incluyó las primeras donaciones de Estados Unidos, Canadá y Qatar en este rubro, además de una larga lista de países europeos.

Estas cumbres seguirán celebrándose anualmente hasta que hayamos frenado el cambio climático. Desde Biden hasta Thunberg, todos asimilan las lecciones de Glasgow, empezando por la más elemental: que un proceso de negociaciones multilateral como éste tiene limitaciones y que, por lo tanto, no se pueden colocar en él todas las esperanzas. Otra lección: que el trabajo real ocurre fuera de los grandes foros, presionando a gobiernos, corporaciones, líderes y representantes, en las decisiones concretas, del día a día y desde el territorio, donde la acción ambiental deja de ser discurso.

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La parsimonia ante la emergencia climática

La parsimonia ante la emergencia climática

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Fotografía de Ewan Bootman / REUTERS.
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AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

El cambio climático es una alerta roja. No hay otro problema más grande, ni siquiera el covid-19 ni los conflictos armados. A finales de 2021, Glasgow reunió a representantes del mundo para actualizar los acuerdos de lucha contra aquél. Algunos pasos se dieron en la dirección correcta, como incluir en el debate los combustibles fósiles o la designación de fondos para la adaptación climática. Pero las incógnitas siguen en el aire. ¿Realmente estamos por iniciar una década de acción decisiva?

Si, para describir la lentitud o la torpeza del gran aparato gubernamental en México, empleamos la figura de un elefante reumático que no avanza, para hablar de las negociaciones que ocurren a nivel mundial contra el cambio climático —un proceso masivo y complejo—, no hay animal que baste. En todo caso sería un ente que, como las placas tectónicas, está siempre en movimiento pero a una escala imperceptible para el ojo humano. La más reciente Conferencia de las Partes sobre el Cambio Climático (COP26), que se realizó a finales de 2021, ilustra esto perfectamente.  

Bajo el auspicio de la ONU, el documento final, el Pacto Climático de Glasgow, terminó siendo un listado de pasos tímidos ante la emergencia que enfrentamos. Se lograron, sin embargo, algunos avances en la dirección correcta, apuntan los optimistas que celebran como un hecho histórico la inclusión de los combustibles fósiles (como carbón, petróleo, gas natural). Ninguna conferencia lo había logrado, a pesar de que se realizan cada año por mandato de la Convención Marco de Naciones Unidas contra el Cambio Climático (CMNUCC), creada en 1992. Justo en su texto fundacional se mencionó por última vez a los combustibles fósiles, antes incluso de la primera COP. Todavía entonces se cuestionaba la existencia del cambio climático y, más aun, su origen antropogénico (es decir, a causa de la acción humana). El mundo estaba recién salido de la Guerra Fría y parecía más concentrado en dar rienda suelta al liberalismo económico. Los acuerdos para detener la pérdida de la biodiversidad o la desertificación de la Tierra eran apenas promesas abstractas.

¿Qué tanto es motivo de celebración que, para llamar por su nombre a los principales causantes del cambio climático, hayan tenido que pasar veintinueve años? La discusión podría perderse en un sinfín de argumentos técnicos de la política pública y sería, por demás, inútil, si no fuera porque el cambio climático es una alerta roja (António Guterres dixit) y una amenaza existencial (Joe Biden dixit) para la humanidad. No hay actualmente otro problema más grande, ni siquiera el covid-19 ni los conflictos armados, apuntan los críticos; estamos respondiendo como burócratas ante el incendio de nuestra casa (Greta Thunberg dixit). Pese a estas contradicciones, tenemos que defender el proceso de negociación que ocurre en el seno de la ONU, porque es lo más parecido que tenemos a un diálogo global y democrático ante un problema que no podríamos resolver sin esos elementos. A veces las cosas tienen vida propia y toman su tiempo.

Además de la máquina de vapor, ¿qué más salió de Glasgow?

En un giro del destino, luego de que se suspendiera esta cumbre por un año, debido a la pandemia, el año pasado la nación que inventó las emisiones industriales de gases de efecto invernadero, el Reino Unido, presidió la lucha global contra el cambio climático. Y no sólo eso: la ciudad elegida como sede profundizaba la ironía. La COP26 tuvo lugar en las mismas riberas escocesas donde James Watt ingenió su primera máquina de vapor en 1765, que cambió para siempre el avance industrial de la humanidad, pues detonó la quema masiva de combustibles para generar una forma de energía que hasta nuestros días, dos siglos y medio después, no ha hecho más que acelerarse y llevarnos al umbral de una catástrofe climática.

Estamos hablando del aumento de 1.1 °C en la temperatura promedio del planeta desde el inicio de la Revolución Industrial; el derretimiento de las capas glaciales, que ocurre seis veces más rápido que en los años noventa, según la nasa; el aumento del nivel del mar a tasas crecientes que alcanzan 3.2 milímetros al año, según la Administración Oceánica de Estados Unidos; la extinción de especies que podría ser comparable con la que acabó con los dinosaurios y que llevó a científicos de la UNAM y de Stanford a bautizar ésta como la “Sexta Extinción Masiva”; la pérdida de hasta 33% de las tierras de cultivo en el mundo, según investigadores de Sheffield; la acidificación de los océanos que ya ha cambiado una décima el pH del agua del mar, según la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos; todo esto, sin mencionar los incendios, los ciclones tropicales y la proliferación de enfermedades infecciosas, que son sólo algunas facetas de la crisis que vivimos.

En medio de una inusitada cobertura mediática, reflejo de la gran atención internacional, la COP26 en Glasgow inició con la artillería pesada de los discursos políticos. En ediciones previas se acostumbraba que la primera semana fuera de trabajo técnico, relegado a los representantes diplomáticos que integran las delegaciones de cada país. La participación de ministros y jefes de Estado quedaba para la última semana. La lógica era dejar que los negociadores avanzaran en las “letras pequeñas” para que los jefes de Estado acudieran a firmar los compromisos, hacer declaraciones y posar para las fotos. Sin embargo, la urgencia invirtió esa estrategia.

Los líderes mundiales llevaron su mejor retórica para levantar el espíritu en un proceso alicaído por la pandemia y las complicaciones organizativas. Joe Biden, por ejemplo, llamó a que el evento impulsara “una década de acción decisiva” para detener el calentamiento global; Boris Johnson definió la cumbre como el “minuto previo a la medianoche”; Angela Merkel llamó a ponerle precio a las emisiones de carbono, de manera que contaminar tenga un costo; y los discursos de otros personajes como Emmanuel Macron, Justin Trudeau o Narendra Modi tuvieron eco en los medios internacionales. Si bien fue notable la ausencia de los presidentes de China, Rusia y Brasil —miembros del G20 que, además, representan a naciones que ocupan el primer, cuarto y doceavo lugar, respectivamente, en emisión de gases de efecto invernadero, según la Organización Meteorológica Mundial (OMM)—, la cumbre inició con un nivel de urgencia. El problema fue que la retórica no aguantó ni los primeros siete días.

El primer fin de semana dos días de marchas abarrotaron las calles de Glasgow y muchas otras ciudades en el mundo. Ahí, Greta Thunberg denunció a la COP26 como un “festival de lavado verde del norte global y una celebración de dos semanas, de business as usual y bla, bla, bla”.

El objetivo de los 1.5 grados sigue vivo

A la fecha, según los últimos reportes científicos, hemos calentado el planeta 1.1 °C. Los gases que ya liberamos continuarán este incremento en los años por venir. Cada décima conlleva impactos exponenciales. Si consideramos que, para dejar de emitir gases, tendríamos que suspender actividades tan importantes para la economía como la extracción de petróleo y carbón, hay una pregunta que pareciera no quedarbien respondida: ¿debemos parar el termómetro en los 1.5 o en los 2 °C? La confusión entre estos dos objetivos de lucha nació en la COP21, con el Acuerdo de París de 2015, en el que 195 países se comprometían a detener la crisis climática y donde se obligaba a los Estados a presentar compromisos voluntarios para detener las emisiones, conocidos en la jerga de estas negociaciones como “contribuciones nacionalmente determinadas”.

Hacia el final de aquella cumbre las principales potencias habían elegido como objetivo los dos grados centígrados. Pero lo hicieron de manera excluyente, en pláticas cerradas. Hubo un amplio consenso en la inconformidad con esta medida entre los Estados insulares del Pacífico, como Fiyi, la Polinesia francesa, Tuvalu, la República Kiribati o las Islas Marshall —para quienes unas décimas más son la diferencia entre sobrevivir o desaparecer inundados por el aumento del nivel del mar—, y cabildearon hasta lograr empujar un objetivo más ambicioso en el documento final, que estableció “limitar el calentamiento global muy por debajo de los dos grados, haciendo esfuerzos para limitarlo a 1.5”. Fue una salida diplomática al conflicto en una redacción tan consensuada como ambigua. En los años sucesivos cada quien se ha apegado a la meta que mejor le acomoda a sus intereses. Mientras los Estados con economías fósiles —como Arabia Saudita— hablaron de dos grados para interferir lo menos posible en su negocio, aquéllos en la primera línea de riesgo —en zonas inundables, economías agrícolas en deterioro por las sequías o con una infraestructura propensa a daños por los ciclones tropicales— se aferraron a los 1.5 con uñas y dientes.  

Este objetivo ganó terreno a finales de 2018, cuando el Panel Intergubernamental en Cambio Climático (IPCC, por su nombre en inglés) publicó un informe revelador donde anticipaba lo que sucedería en caso de cruzar el umbral pactado en París: entre otras cosas, muertes por golpes de calor, enfermedades infecciosas y más contaminación del aire; la muerte de los arrecifes; el derretimiento de las capas permanentes de hielo (incluyendo Groelandia y el Ártico); y un aumento consecuente en el nivel del mar que dañaría ciudades portuarias y anegaría países insulares. Todos estos elementos ocasionarían migraciones climáticas sin precedentes.

En 2021, el acuerdo final de la COP26 relanzó como meta los 1.5 °C, en línea con lo advertido por la ciencia y la sociedad civil, comunidades locales y jóvenes y niños que llevan tiempo subrayando la urgencia de acciones cooperativas. Se reconoció que es necesaria la reducción rápida, profunda y sostenida de las emisiones globales, que incluyen las de CO2, en 45% para 2030 y alcanzar cero emisiones netas para la mitad de este siglo.

Para mitigar lo suficiente las emisiones de gases de efecto invernadero (que incluyen, además, metano, óxido nitroso, hidroclorofluorocarbonos, perfluorocarbonos y hexafluoruro de azufre), la CMNUCC dejará abierta la posibilidad de que los países faltantes entreguen en 2022 sus compromisos voluntarios, mientras que el Pacto de Glasgow llama a todos los miembros a examinar y actualizar sus contribuciones ya presentadas. Originalmente, estas revisiones sucedían cada cinco años, por lo que este margen temporal es un permiso extemporáneo. México será, por ejemplo, uno de los beneficiados. Actualmente sólo cuenta con las contribuciones de 2015, después de que su última entrega fuera suspendida en octubre de 2021 por un tribunal, en respuesta a una demanda de amparo interpuesta por Greenpeace México, quienes identificaron que su contribución había sido más laxa que la que presentó en 2015. Será imperativo que haya más metas de mitigación ambiciosas, ya que la ventana de oportunidad se está cerrando.

Al concluir la COP26, Boris Johnson celebró la cumbre diciendo que estábamos ante “el momento en que la humanidad se tomará en serio el cambio climático”. Celebrar que se mantiene vivo el objetivo de los 1.5 °C, como lo hizo Johnson, recuerda al cirujano que sale del quirófano luego de horas para anunciar que la intervención fue un éxito porque no se murió el paciente. En el caso de la COP26, el cirujano Johnson envió al paciente —un planeta al borde del colapso— al siguiente quirófano, Egipto, que presidirá la COP27 en el balneario de Sharm el Sheij a finales de 2022.

¿Disminuir o eliminar el carbón?

El Pacto de Glasgow llama a acelerar la transición a sistemas energéticos que produzcan menos emisiones e incluyan esfuerzos para una disminución progresiva del carbón. Esta mención es crucial porque éste, el carbón, es el más contaminante de todos los combustibles fósiles, según la Agencia Internacional de la Energía (IEA). Pero esta medida no puede aplaudirse sin entender lo que hay detrás. Para empezar, es magra y truculenta: el documento se refiere sólo al “carbón no abatido”, aquel que no sea atajado con técnicas de captura y almacenamiento, y deja implícitamente la puerta abierta al “carbón abatido”, aquel capturado en plantas carboeléctricas después de usarse como combustible para generar electricidad, que luego se inyecta con grandes tuberías directo a las capas de suelo más profundas que, en teoría, tienen las características minerales (acuíferos salinos, por ejemplo) para retener ahí el carbono. Una tecnología que, además, ni siquiera acaba de llegar a su madurez.

Distintas investigaciones científicas han cuestionado la viabilidad y eficiencia de los procedimientos actuales para capturar y almacenar CO2. En 2019, el ingeniero ambiental Mark Jacobson, de la Universidad de Stanford, llegó a la conclusión de que esta tecnología haría más daño a la salud y aumentaría los costos sociales. Esta prohibición exclusiva al “carbón no abatido” puede leerse como una tolerancia renovada que terminará beneficiando a las economías más desarrolladas, las que pueden invertir en innovaciones como ésta.

La inclusión del carbón estuvo mediada, además, por un episodio que pasará al historial de la vergüenza en las negociaciones climáticas: un cambio de último minuto en la redacción del documento, solicitado por la India y apoyado por China. Los negociadores habían llegado a la plenaria del sábado 13 de noviembre exhaustos, luego de doce días de actividad, pero satisfechos por la promesa de haber logrado la eliminación del carbón en el documento oficial. Sin embargo, después de un intercambio en corto y en voz baja entre negociadores y directivos, se anunció que la India no estaba dispuesta a suscribir una “eliminación progresiva” (phase out) del carbón; el país, a través de su negociador en jefe, Bhupender Yadav, sugirió cambiarlo por “disminución progresiva” (phase down), un debilitamiento del lenguaje, sutil, pero que podría permitir a los productores y consumidores de carbón postergar aún más su erradicación. Yadav, ministro de Medio Ambiente de la India, defendió el derecho de los países en desarrollo, como el suyo, al “uso responsable de combustibles fósiles”, ya que tienen menos responsabilidad histórica en la crisis climática. India, el segundo país más poblado del mundo, con 60% de su población bajo la línea media de pobreza (según el Banco Mundial), genera 70% de su energía eléctrica con carbón, según la IEA.

Al cambio del texto final siguió una retahíla de condenas al procedimiento que lo permitió. El presidente de la COP26, el británico Alok Sharma, tuvo que pedir disculpas por la manera en que había sido conducido este proceso. Según las reglas de la convención, las decisiones deben ser tomadas por consenso. O, como repetían los negociadores en los pasillos ante la insistencia de los periodistas, “nada se decide hasta que todo se decida”.

Financiamiento: muy poco, muy tarde

En 2009 la COP15, en Copenhague, culminó con un compromiso, el de los más ricos, de aportar cien mil millones de dólares anuales para financiar la acción climática en los países en desarrollo a partir de 2020. Pareciera mucho dinero, pero no es ni la mitad de la fortuna del hombre más rico del mundo, Jeff Bezos, el fundador de Amazon.

En noviembre pasado, una semana antes del inicio de la cumbre en Glasgow, Alemania y Canadá informaron que a los países desarrollados les tomaría hasta 2023 reunir la cantidad prometida. Los delegados intentaron suavizar el golpe explicando que en su nuevo plan de distribución se establecen pasos claros para la entrega de estos recursos hacia 2025. El problema es que cien mil millones de dólares no es, ni de cerca, una cantidad que refleje los costos reales de la crisis climática: recientemente, investigadores británicos y suizos calcularon que su costo está entre 37% y 51% del PIB global hacia finales del siglo. La escala del colapso ambiental, a estas alturas, exige inversiones en billones o trillones de dólares. Y hay más dinero en juego que esta cifra tótem. De hecho, un anuncio promisorio en Glasgow fue la alianza de 450 instituciones bancarias, de inversión y aseguradoras, con control conjunto sobre fondos equivalentes a 130 billones. La Alianza Financiera de Glasgow para las Cero Emisiones Netas (GFANZ, por sus siglas en inglés) se plantea contribuir a detener el termómetro global al impulsar una transición económica completa para descarbonizar la economía mundial con ajustes drásticos al modelo de negocios de empresas, bancos y aseguradoras de todo el mundo.

El secretario general de la ONU, António Guterres, ha exhortado a que se designe la misma proporción de dinero para la adaptación que para la mitigación. Mientras que la mayor parte del dinero reunido en cumbres anteriores —casi ochenta mil millones de dólares— se había destinado a la mitigación climática, a financiar tecnologías más limpias para dejar de emitir los gases que calientan la atmósfera —como parques generadores de energía eólica o solar—, la COP26 logró avances en la designación de fondos para la adaptación climática, un concepto fundamental que se refiere a los costos de preparación contra los impactos climáticos que ya son inevitables ante el calentamiento global. Glasgow recaudó 356 millones de dólares para el Fondo de Adaptación de la ONU, una cantidad récord y casi el triple que en su más fructífera COP24. El dinero vino de dieciséis gobiernos nacionales y regionales e incluyó las primeras donaciones de Estados Unidos, Canadá y Qatar en este rubro, además de una larga lista de países europeos.

Estas cumbres seguirán celebrándose anualmente hasta que hayamos frenado el cambio climático. Desde Biden hasta Thunberg, todos asimilan las lecciones de Glasgow, empezando por la más elemental: que un proceso de negociaciones multilateral como éste tiene limitaciones y que, por lo tanto, no se pueden colocar en él todas las esperanzas. Otra lección: que el trabajo real ocurre fuera de los grandes foros, presionando a gobiernos, corporaciones, líderes y representantes, en las decisiones concretas, del día a día y desde el territorio, donde la acción ambiental deja de ser discurso.

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La parsimonia ante la emergencia climática

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El cambio climático es una alerta roja. No hay otro problema más grande, ni siquiera el covid-19 ni los conflictos armados. A finales de 2021, Glasgow reunió a representantes del mundo para actualizar los acuerdos de lucha contra aquél. Algunos pasos se dieron en la dirección correcta, como incluir en el debate los combustibles fósiles o la designación de fondos para la adaptación climática. Pero las incógnitas siguen en el aire. ¿Realmente estamos por iniciar una década de acción decisiva?

Si, para describir la lentitud o la torpeza del gran aparato gubernamental en México, empleamos la figura de un elefante reumático que no avanza, para hablar de las negociaciones que ocurren a nivel mundial contra el cambio climático —un proceso masivo y complejo—, no hay animal que baste. En todo caso sería un ente que, como las placas tectónicas, está siempre en movimiento pero a una escala imperceptible para el ojo humano. La más reciente Conferencia de las Partes sobre el Cambio Climático (COP26), que se realizó a finales de 2021, ilustra esto perfectamente.  

Bajo el auspicio de la ONU, el documento final, el Pacto Climático de Glasgow, terminó siendo un listado de pasos tímidos ante la emergencia que enfrentamos. Se lograron, sin embargo, algunos avances en la dirección correcta, apuntan los optimistas que celebran como un hecho histórico la inclusión de los combustibles fósiles (como carbón, petróleo, gas natural). Ninguna conferencia lo había logrado, a pesar de que se realizan cada año por mandato de la Convención Marco de Naciones Unidas contra el Cambio Climático (CMNUCC), creada en 1992. Justo en su texto fundacional se mencionó por última vez a los combustibles fósiles, antes incluso de la primera COP. Todavía entonces se cuestionaba la existencia del cambio climático y, más aun, su origen antropogénico (es decir, a causa de la acción humana). El mundo estaba recién salido de la Guerra Fría y parecía más concentrado en dar rienda suelta al liberalismo económico. Los acuerdos para detener la pérdida de la biodiversidad o la desertificación de la Tierra eran apenas promesas abstractas.

¿Qué tanto es motivo de celebración que, para llamar por su nombre a los principales causantes del cambio climático, hayan tenido que pasar veintinueve años? La discusión podría perderse en un sinfín de argumentos técnicos de la política pública y sería, por demás, inútil, si no fuera porque el cambio climático es una alerta roja (António Guterres dixit) y una amenaza existencial (Joe Biden dixit) para la humanidad. No hay actualmente otro problema más grande, ni siquiera el covid-19 ni los conflictos armados, apuntan los críticos; estamos respondiendo como burócratas ante el incendio de nuestra casa (Greta Thunberg dixit). Pese a estas contradicciones, tenemos que defender el proceso de negociación que ocurre en el seno de la ONU, porque es lo más parecido que tenemos a un diálogo global y democrático ante un problema que no podríamos resolver sin esos elementos. A veces las cosas tienen vida propia y toman su tiempo.

Además de la máquina de vapor, ¿qué más salió de Glasgow?

En un giro del destino, luego de que se suspendiera esta cumbre por un año, debido a la pandemia, el año pasado la nación que inventó las emisiones industriales de gases de efecto invernadero, el Reino Unido, presidió la lucha global contra el cambio climático. Y no sólo eso: la ciudad elegida como sede profundizaba la ironía. La COP26 tuvo lugar en las mismas riberas escocesas donde James Watt ingenió su primera máquina de vapor en 1765, que cambió para siempre el avance industrial de la humanidad, pues detonó la quema masiva de combustibles para generar una forma de energía que hasta nuestros días, dos siglos y medio después, no ha hecho más que acelerarse y llevarnos al umbral de una catástrofe climática.

Estamos hablando del aumento de 1.1 °C en la temperatura promedio del planeta desde el inicio de la Revolución Industrial; el derretimiento de las capas glaciales, que ocurre seis veces más rápido que en los años noventa, según la nasa; el aumento del nivel del mar a tasas crecientes que alcanzan 3.2 milímetros al año, según la Administración Oceánica de Estados Unidos; la extinción de especies que podría ser comparable con la que acabó con los dinosaurios y que llevó a científicos de la UNAM y de Stanford a bautizar ésta como la “Sexta Extinción Masiva”; la pérdida de hasta 33% de las tierras de cultivo en el mundo, según investigadores de Sheffield; la acidificación de los océanos que ya ha cambiado una décima el pH del agua del mar, según la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos; todo esto, sin mencionar los incendios, los ciclones tropicales y la proliferación de enfermedades infecciosas, que son sólo algunas facetas de la crisis que vivimos.

En medio de una inusitada cobertura mediática, reflejo de la gran atención internacional, la COP26 en Glasgow inició con la artillería pesada de los discursos políticos. En ediciones previas se acostumbraba que la primera semana fuera de trabajo técnico, relegado a los representantes diplomáticos que integran las delegaciones de cada país. La participación de ministros y jefes de Estado quedaba para la última semana. La lógica era dejar que los negociadores avanzaran en las “letras pequeñas” para que los jefes de Estado acudieran a firmar los compromisos, hacer declaraciones y posar para las fotos. Sin embargo, la urgencia invirtió esa estrategia.

Los líderes mundiales llevaron su mejor retórica para levantar el espíritu en un proceso alicaído por la pandemia y las complicaciones organizativas. Joe Biden, por ejemplo, llamó a que el evento impulsara “una década de acción decisiva” para detener el calentamiento global; Boris Johnson definió la cumbre como el “minuto previo a la medianoche”; Angela Merkel llamó a ponerle precio a las emisiones de carbono, de manera que contaminar tenga un costo; y los discursos de otros personajes como Emmanuel Macron, Justin Trudeau o Narendra Modi tuvieron eco en los medios internacionales. Si bien fue notable la ausencia de los presidentes de China, Rusia y Brasil —miembros del G20 que, además, representan a naciones que ocupan el primer, cuarto y doceavo lugar, respectivamente, en emisión de gases de efecto invernadero, según la Organización Meteorológica Mundial (OMM)—, la cumbre inició con un nivel de urgencia. El problema fue que la retórica no aguantó ni los primeros siete días.

El primer fin de semana dos días de marchas abarrotaron las calles de Glasgow y muchas otras ciudades en el mundo. Ahí, Greta Thunberg denunció a la COP26 como un “festival de lavado verde del norte global y una celebración de dos semanas, de business as usual y bla, bla, bla”.

El objetivo de los 1.5 grados sigue vivo

A la fecha, según los últimos reportes científicos, hemos calentado el planeta 1.1 °C. Los gases que ya liberamos continuarán este incremento en los años por venir. Cada décima conlleva impactos exponenciales. Si consideramos que, para dejar de emitir gases, tendríamos que suspender actividades tan importantes para la economía como la extracción de petróleo y carbón, hay una pregunta que pareciera no quedarbien respondida: ¿debemos parar el termómetro en los 1.5 o en los 2 °C? La confusión entre estos dos objetivos de lucha nació en la COP21, con el Acuerdo de París de 2015, en el que 195 países se comprometían a detener la crisis climática y donde se obligaba a los Estados a presentar compromisos voluntarios para detener las emisiones, conocidos en la jerga de estas negociaciones como “contribuciones nacionalmente determinadas”.

Hacia el final de aquella cumbre las principales potencias habían elegido como objetivo los dos grados centígrados. Pero lo hicieron de manera excluyente, en pláticas cerradas. Hubo un amplio consenso en la inconformidad con esta medida entre los Estados insulares del Pacífico, como Fiyi, la Polinesia francesa, Tuvalu, la República Kiribati o las Islas Marshall —para quienes unas décimas más son la diferencia entre sobrevivir o desaparecer inundados por el aumento del nivel del mar—, y cabildearon hasta lograr empujar un objetivo más ambicioso en el documento final, que estableció “limitar el calentamiento global muy por debajo de los dos grados, haciendo esfuerzos para limitarlo a 1.5”. Fue una salida diplomática al conflicto en una redacción tan consensuada como ambigua. En los años sucesivos cada quien se ha apegado a la meta que mejor le acomoda a sus intereses. Mientras los Estados con economías fósiles —como Arabia Saudita— hablaron de dos grados para interferir lo menos posible en su negocio, aquéllos en la primera línea de riesgo —en zonas inundables, economías agrícolas en deterioro por las sequías o con una infraestructura propensa a daños por los ciclones tropicales— se aferraron a los 1.5 con uñas y dientes.  

Este objetivo ganó terreno a finales de 2018, cuando el Panel Intergubernamental en Cambio Climático (IPCC, por su nombre en inglés) publicó un informe revelador donde anticipaba lo que sucedería en caso de cruzar el umbral pactado en París: entre otras cosas, muertes por golpes de calor, enfermedades infecciosas y más contaminación del aire; la muerte de los arrecifes; el derretimiento de las capas permanentes de hielo (incluyendo Groelandia y el Ártico); y un aumento consecuente en el nivel del mar que dañaría ciudades portuarias y anegaría países insulares. Todos estos elementos ocasionarían migraciones climáticas sin precedentes.

En 2021, el acuerdo final de la COP26 relanzó como meta los 1.5 °C, en línea con lo advertido por la ciencia y la sociedad civil, comunidades locales y jóvenes y niños que llevan tiempo subrayando la urgencia de acciones cooperativas. Se reconoció que es necesaria la reducción rápida, profunda y sostenida de las emisiones globales, que incluyen las de CO2, en 45% para 2030 y alcanzar cero emisiones netas para la mitad de este siglo.

Para mitigar lo suficiente las emisiones de gases de efecto invernadero (que incluyen, además, metano, óxido nitroso, hidroclorofluorocarbonos, perfluorocarbonos y hexafluoruro de azufre), la CMNUCC dejará abierta la posibilidad de que los países faltantes entreguen en 2022 sus compromisos voluntarios, mientras que el Pacto de Glasgow llama a todos los miembros a examinar y actualizar sus contribuciones ya presentadas. Originalmente, estas revisiones sucedían cada cinco años, por lo que este margen temporal es un permiso extemporáneo. México será, por ejemplo, uno de los beneficiados. Actualmente sólo cuenta con las contribuciones de 2015, después de que su última entrega fuera suspendida en octubre de 2021 por un tribunal, en respuesta a una demanda de amparo interpuesta por Greenpeace México, quienes identificaron que su contribución había sido más laxa que la que presentó en 2015. Será imperativo que haya más metas de mitigación ambiciosas, ya que la ventana de oportunidad se está cerrando.

Al concluir la COP26, Boris Johnson celebró la cumbre diciendo que estábamos ante “el momento en que la humanidad se tomará en serio el cambio climático”. Celebrar que se mantiene vivo el objetivo de los 1.5 °C, como lo hizo Johnson, recuerda al cirujano que sale del quirófano luego de horas para anunciar que la intervención fue un éxito porque no se murió el paciente. En el caso de la COP26, el cirujano Johnson envió al paciente —un planeta al borde del colapso— al siguiente quirófano, Egipto, que presidirá la COP27 en el balneario de Sharm el Sheij a finales de 2022.

¿Disminuir o eliminar el carbón?

El Pacto de Glasgow llama a acelerar la transición a sistemas energéticos que produzcan menos emisiones e incluyan esfuerzos para una disminución progresiva del carbón. Esta mención es crucial porque éste, el carbón, es el más contaminante de todos los combustibles fósiles, según la Agencia Internacional de la Energía (IEA). Pero esta medida no puede aplaudirse sin entender lo que hay detrás. Para empezar, es magra y truculenta: el documento se refiere sólo al “carbón no abatido”, aquel que no sea atajado con técnicas de captura y almacenamiento, y deja implícitamente la puerta abierta al “carbón abatido”, aquel capturado en plantas carboeléctricas después de usarse como combustible para generar electricidad, que luego se inyecta con grandes tuberías directo a las capas de suelo más profundas que, en teoría, tienen las características minerales (acuíferos salinos, por ejemplo) para retener ahí el carbono. Una tecnología que, además, ni siquiera acaba de llegar a su madurez.

Distintas investigaciones científicas han cuestionado la viabilidad y eficiencia de los procedimientos actuales para capturar y almacenar CO2. En 2019, el ingeniero ambiental Mark Jacobson, de la Universidad de Stanford, llegó a la conclusión de que esta tecnología haría más daño a la salud y aumentaría los costos sociales. Esta prohibición exclusiva al “carbón no abatido” puede leerse como una tolerancia renovada que terminará beneficiando a las economías más desarrolladas, las que pueden invertir en innovaciones como ésta.

La inclusión del carbón estuvo mediada, además, por un episodio que pasará al historial de la vergüenza en las negociaciones climáticas: un cambio de último minuto en la redacción del documento, solicitado por la India y apoyado por China. Los negociadores habían llegado a la plenaria del sábado 13 de noviembre exhaustos, luego de doce días de actividad, pero satisfechos por la promesa de haber logrado la eliminación del carbón en el documento oficial. Sin embargo, después de un intercambio en corto y en voz baja entre negociadores y directivos, se anunció que la India no estaba dispuesta a suscribir una “eliminación progresiva” (phase out) del carbón; el país, a través de su negociador en jefe, Bhupender Yadav, sugirió cambiarlo por “disminución progresiva” (phase down), un debilitamiento del lenguaje, sutil, pero que podría permitir a los productores y consumidores de carbón postergar aún más su erradicación. Yadav, ministro de Medio Ambiente de la India, defendió el derecho de los países en desarrollo, como el suyo, al “uso responsable de combustibles fósiles”, ya que tienen menos responsabilidad histórica en la crisis climática. India, el segundo país más poblado del mundo, con 60% de su población bajo la línea media de pobreza (según el Banco Mundial), genera 70% de su energía eléctrica con carbón, según la IEA.

Al cambio del texto final siguió una retahíla de condenas al procedimiento que lo permitió. El presidente de la COP26, el británico Alok Sharma, tuvo que pedir disculpas por la manera en que había sido conducido este proceso. Según las reglas de la convención, las decisiones deben ser tomadas por consenso. O, como repetían los negociadores en los pasillos ante la insistencia de los periodistas, “nada se decide hasta que todo se decida”.

Financiamiento: muy poco, muy tarde

En 2009 la COP15, en Copenhague, culminó con un compromiso, el de los más ricos, de aportar cien mil millones de dólares anuales para financiar la acción climática en los países en desarrollo a partir de 2020. Pareciera mucho dinero, pero no es ni la mitad de la fortuna del hombre más rico del mundo, Jeff Bezos, el fundador de Amazon.

En noviembre pasado, una semana antes del inicio de la cumbre en Glasgow, Alemania y Canadá informaron que a los países desarrollados les tomaría hasta 2023 reunir la cantidad prometida. Los delegados intentaron suavizar el golpe explicando que en su nuevo plan de distribución se establecen pasos claros para la entrega de estos recursos hacia 2025. El problema es que cien mil millones de dólares no es, ni de cerca, una cantidad que refleje los costos reales de la crisis climática: recientemente, investigadores británicos y suizos calcularon que su costo está entre 37% y 51% del PIB global hacia finales del siglo. La escala del colapso ambiental, a estas alturas, exige inversiones en billones o trillones de dólares. Y hay más dinero en juego que esta cifra tótem. De hecho, un anuncio promisorio en Glasgow fue la alianza de 450 instituciones bancarias, de inversión y aseguradoras, con control conjunto sobre fondos equivalentes a 130 billones. La Alianza Financiera de Glasgow para las Cero Emisiones Netas (GFANZ, por sus siglas en inglés) se plantea contribuir a detener el termómetro global al impulsar una transición económica completa para descarbonizar la economía mundial con ajustes drásticos al modelo de negocios de empresas, bancos y aseguradoras de todo el mundo.

El secretario general de la ONU, António Guterres, ha exhortado a que se designe la misma proporción de dinero para la adaptación que para la mitigación. Mientras que la mayor parte del dinero reunido en cumbres anteriores —casi ochenta mil millones de dólares— se había destinado a la mitigación climática, a financiar tecnologías más limpias para dejar de emitir los gases que calientan la atmósfera —como parques generadores de energía eólica o solar—, la COP26 logró avances en la designación de fondos para la adaptación climática, un concepto fundamental que se refiere a los costos de preparación contra los impactos climáticos que ya son inevitables ante el calentamiento global. Glasgow recaudó 356 millones de dólares para el Fondo de Adaptación de la ONU, una cantidad récord y casi el triple que en su más fructífera COP24. El dinero vino de dieciséis gobiernos nacionales y regionales e incluyó las primeras donaciones de Estados Unidos, Canadá y Qatar en este rubro, además de una larga lista de países europeos.

Estas cumbres seguirán celebrándose anualmente hasta que hayamos frenado el cambio climático. Desde Biden hasta Thunberg, todos asimilan las lecciones de Glasgow, empezando por la más elemental: que un proceso de negociaciones multilateral como éste tiene limitaciones y que, por lo tanto, no se pueden colocar en él todas las esperanzas. Otra lección: que el trabajo real ocurre fuera de los grandes foros, presionando a gobiernos, corporaciones, líderes y representantes, en las decisiones concretas, del día a día y desde el territorio, donde la acción ambiental deja de ser discurso.

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Fotografía de Ewan Bootman / REUTERS.

La parsimonia ante la emergencia climática

La parsimonia ante la emergencia climática

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El cambio climático es una alerta roja. No hay otro problema más grande, ni siquiera el covid-19 ni los conflictos armados. A finales de 2021, Glasgow reunió a representantes del mundo para actualizar los acuerdos de lucha contra aquél. Algunos pasos se dieron en la dirección correcta, como incluir en el debate los combustibles fósiles o la designación de fondos para la adaptación climática. Pero las incógnitas siguen en el aire. ¿Realmente estamos por iniciar una década de acción decisiva?

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Si, para describir la lentitud o la torpeza del gran aparato gubernamental en México, empleamos la figura de un elefante reumático que no avanza, para hablar de las negociaciones que ocurren a nivel mundial contra el cambio climático —un proceso masivo y complejo—, no hay animal que baste. En todo caso sería un ente que, como las placas tectónicas, está siempre en movimiento pero a una escala imperceptible para el ojo humano. La más reciente Conferencia de las Partes sobre el Cambio Climático (COP26), que se realizó a finales de 2021, ilustra esto perfectamente.  

Bajo el auspicio de la ONU, el documento final, el Pacto Climático de Glasgow, terminó siendo un listado de pasos tímidos ante la emergencia que enfrentamos. Se lograron, sin embargo, algunos avances en la dirección correcta, apuntan los optimistas que celebran como un hecho histórico la inclusión de los combustibles fósiles (como carbón, petróleo, gas natural). Ninguna conferencia lo había logrado, a pesar de que se realizan cada año por mandato de la Convención Marco de Naciones Unidas contra el Cambio Climático (CMNUCC), creada en 1992. Justo en su texto fundacional se mencionó por última vez a los combustibles fósiles, antes incluso de la primera COP. Todavía entonces se cuestionaba la existencia del cambio climático y, más aun, su origen antropogénico (es decir, a causa de la acción humana). El mundo estaba recién salido de la Guerra Fría y parecía más concentrado en dar rienda suelta al liberalismo económico. Los acuerdos para detener la pérdida de la biodiversidad o la desertificación de la Tierra eran apenas promesas abstractas.

¿Qué tanto es motivo de celebración que, para llamar por su nombre a los principales causantes del cambio climático, hayan tenido que pasar veintinueve años? La discusión podría perderse en un sinfín de argumentos técnicos de la política pública y sería, por demás, inútil, si no fuera porque el cambio climático es una alerta roja (António Guterres dixit) y una amenaza existencial (Joe Biden dixit) para la humanidad. No hay actualmente otro problema más grande, ni siquiera el covid-19 ni los conflictos armados, apuntan los críticos; estamos respondiendo como burócratas ante el incendio de nuestra casa (Greta Thunberg dixit). Pese a estas contradicciones, tenemos que defender el proceso de negociación que ocurre en el seno de la ONU, porque es lo más parecido que tenemos a un diálogo global y democrático ante un problema que no podríamos resolver sin esos elementos. A veces las cosas tienen vida propia y toman su tiempo.

Además de la máquina de vapor, ¿qué más salió de Glasgow?

En un giro del destino, luego de que se suspendiera esta cumbre por un año, debido a la pandemia, el año pasado la nación que inventó las emisiones industriales de gases de efecto invernadero, el Reino Unido, presidió la lucha global contra el cambio climático. Y no sólo eso: la ciudad elegida como sede profundizaba la ironía. La COP26 tuvo lugar en las mismas riberas escocesas donde James Watt ingenió su primera máquina de vapor en 1765, que cambió para siempre el avance industrial de la humanidad, pues detonó la quema masiva de combustibles para generar una forma de energía que hasta nuestros días, dos siglos y medio después, no ha hecho más que acelerarse y llevarnos al umbral de una catástrofe climática.

Estamos hablando del aumento de 1.1 °C en la temperatura promedio del planeta desde el inicio de la Revolución Industrial; el derretimiento de las capas glaciales, que ocurre seis veces más rápido que en los años noventa, según la nasa; el aumento del nivel del mar a tasas crecientes que alcanzan 3.2 milímetros al año, según la Administración Oceánica de Estados Unidos; la extinción de especies que podría ser comparable con la que acabó con los dinosaurios y que llevó a científicos de la UNAM y de Stanford a bautizar ésta como la “Sexta Extinción Masiva”; la pérdida de hasta 33% de las tierras de cultivo en el mundo, según investigadores de Sheffield; la acidificación de los océanos que ya ha cambiado una décima el pH del agua del mar, según la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos; todo esto, sin mencionar los incendios, los ciclones tropicales y la proliferación de enfermedades infecciosas, que son sólo algunas facetas de la crisis que vivimos.

En medio de una inusitada cobertura mediática, reflejo de la gran atención internacional, la COP26 en Glasgow inició con la artillería pesada de los discursos políticos. En ediciones previas se acostumbraba que la primera semana fuera de trabajo técnico, relegado a los representantes diplomáticos que integran las delegaciones de cada país. La participación de ministros y jefes de Estado quedaba para la última semana. La lógica era dejar que los negociadores avanzaran en las “letras pequeñas” para que los jefes de Estado acudieran a firmar los compromisos, hacer declaraciones y posar para las fotos. Sin embargo, la urgencia invirtió esa estrategia.

Los líderes mundiales llevaron su mejor retórica para levantar el espíritu en un proceso alicaído por la pandemia y las complicaciones organizativas. Joe Biden, por ejemplo, llamó a que el evento impulsara “una década de acción decisiva” para detener el calentamiento global; Boris Johnson definió la cumbre como el “minuto previo a la medianoche”; Angela Merkel llamó a ponerle precio a las emisiones de carbono, de manera que contaminar tenga un costo; y los discursos de otros personajes como Emmanuel Macron, Justin Trudeau o Narendra Modi tuvieron eco en los medios internacionales. Si bien fue notable la ausencia de los presidentes de China, Rusia y Brasil —miembros del G20 que, además, representan a naciones que ocupan el primer, cuarto y doceavo lugar, respectivamente, en emisión de gases de efecto invernadero, según la Organización Meteorológica Mundial (OMM)—, la cumbre inició con un nivel de urgencia. El problema fue que la retórica no aguantó ni los primeros siete días.

El primer fin de semana dos días de marchas abarrotaron las calles de Glasgow y muchas otras ciudades en el mundo. Ahí, Greta Thunberg denunció a la COP26 como un “festival de lavado verde del norte global y una celebración de dos semanas, de business as usual y bla, bla, bla”.

El objetivo de los 1.5 grados sigue vivo

A la fecha, según los últimos reportes científicos, hemos calentado el planeta 1.1 °C. Los gases que ya liberamos continuarán este incremento en los años por venir. Cada décima conlleva impactos exponenciales. Si consideramos que, para dejar de emitir gases, tendríamos que suspender actividades tan importantes para la economía como la extracción de petróleo y carbón, hay una pregunta que pareciera no quedarbien respondida: ¿debemos parar el termómetro en los 1.5 o en los 2 °C? La confusión entre estos dos objetivos de lucha nació en la COP21, con el Acuerdo de París de 2015, en el que 195 países se comprometían a detener la crisis climática y donde se obligaba a los Estados a presentar compromisos voluntarios para detener las emisiones, conocidos en la jerga de estas negociaciones como “contribuciones nacionalmente determinadas”.

Hacia el final de aquella cumbre las principales potencias habían elegido como objetivo los dos grados centígrados. Pero lo hicieron de manera excluyente, en pláticas cerradas. Hubo un amplio consenso en la inconformidad con esta medida entre los Estados insulares del Pacífico, como Fiyi, la Polinesia francesa, Tuvalu, la República Kiribati o las Islas Marshall —para quienes unas décimas más son la diferencia entre sobrevivir o desaparecer inundados por el aumento del nivel del mar—, y cabildearon hasta lograr empujar un objetivo más ambicioso en el documento final, que estableció “limitar el calentamiento global muy por debajo de los dos grados, haciendo esfuerzos para limitarlo a 1.5”. Fue una salida diplomática al conflicto en una redacción tan consensuada como ambigua. En los años sucesivos cada quien se ha apegado a la meta que mejor le acomoda a sus intereses. Mientras los Estados con economías fósiles —como Arabia Saudita— hablaron de dos grados para interferir lo menos posible en su negocio, aquéllos en la primera línea de riesgo —en zonas inundables, economías agrícolas en deterioro por las sequías o con una infraestructura propensa a daños por los ciclones tropicales— se aferraron a los 1.5 con uñas y dientes.  

Este objetivo ganó terreno a finales de 2018, cuando el Panel Intergubernamental en Cambio Climático (IPCC, por su nombre en inglés) publicó un informe revelador donde anticipaba lo que sucedería en caso de cruzar el umbral pactado en París: entre otras cosas, muertes por golpes de calor, enfermedades infecciosas y más contaminación del aire; la muerte de los arrecifes; el derretimiento de las capas permanentes de hielo (incluyendo Groelandia y el Ártico); y un aumento consecuente en el nivel del mar que dañaría ciudades portuarias y anegaría países insulares. Todos estos elementos ocasionarían migraciones climáticas sin precedentes.

En 2021, el acuerdo final de la COP26 relanzó como meta los 1.5 °C, en línea con lo advertido por la ciencia y la sociedad civil, comunidades locales y jóvenes y niños que llevan tiempo subrayando la urgencia de acciones cooperativas. Se reconoció que es necesaria la reducción rápida, profunda y sostenida de las emisiones globales, que incluyen las de CO2, en 45% para 2030 y alcanzar cero emisiones netas para la mitad de este siglo.

Para mitigar lo suficiente las emisiones de gases de efecto invernadero (que incluyen, además, metano, óxido nitroso, hidroclorofluorocarbonos, perfluorocarbonos y hexafluoruro de azufre), la CMNUCC dejará abierta la posibilidad de que los países faltantes entreguen en 2022 sus compromisos voluntarios, mientras que el Pacto de Glasgow llama a todos los miembros a examinar y actualizar sus contribuciones ya presentadas. Originalmente, estas revisiones sucedían cada cinco años, por lo que este margen temporal es un permiso extemporáneo. México será, por ejemplo, uno de los beneficiados. Actualmente sólo cuenta con las contribuciones de 2015, después de que su última entrega fuera suspendida en octubre de 2021 por un tribunal, en respuesta a una demanda de amparo interpuesta por Greenpeace México, quienes identificaron que su contribución había sido más laxa que la que presentó en 2015. Será imperativo que haya más metas de mitigación ambiciosas, ya que la ventana de oportunidad se está cerrando.

Al concluir la COP26, Boris Johnson celebró la cumbre diciendo que estábamos ante “el momento en que la humanidad se tomará en serio el cambio climático”. Celebrar que se mantiene vivo el objetivo de los 1.5 °C, como lo hizo Johnson, recuerda al cirujano que sale del quirófano luego de horas para anunciar que la intervención fue un éxito porque no se murió el paciente. En el caso de la COP26, el cirujano Johnson envió al paciente —un planeta al borde del colapso— al siguiente quirófano, Egipto, que presidirá la COP27 en el balneario de Sharm el Sheij a finales de 2022.

¿Disminuir o eliminar el carbón?

El Pacto de Glasgow llama a acelerar la transición a sistemas energéticos que produzcan menos emisiones e incluyan esfuerzos para una disminución progresiva del carbón. Esta mención es crucial porque éste, el carbón, es el más contaminante de todos los combustibles fósiles, según la Agencia Internacional de la Energía (IEA). Pero esta medida no puede aplaudirse sin entender lo que hay detrás. Para empezar, es magra y truculenta: el documento se refiere sólo al “carbón no abatido”, aquel que no sea atajado con técnicas de captura y almacenamiento, y deja implícitamente la puerta abierta al “carbón abatido”, aquel capturado en plantas carboeléctricas después de usarse como combustible para generar electricidad, que luego se inyecta con grandes tuberías directo a las capas de suelo más profundas que, en teoría, tienen las características minerales (acuíferos salinos, por ejemplo) para retener ahí el carbono. Una tecnología que, además, ni siquiera acaba de llegar a su madurez.

Distintas investigaciones científicas han cuestionado la viabilidad y eficiencia de los procedimientos actuales para capturar y almacenar CO2. En 2019, el ingeniero ambiental Mark Jacobson, de la Universidad de Stanford, llegó a la conclusión de que esta tecnología haría más daño a la salud y aumentaría los costos sociales. Esta prohibición exclusiva al “carbón no abatido” puede leerse como una tolerancia renovada que terminará beneficiando a las economías más desarrolladas, las que pueden invertir en innovaciones como ésta.

La inclusión del carbón estuvo mediada, además, por un episodio que pasará al historial de la vergüenza en las negociaciones climáticas: un cambio de último minuto en la redacción del documento, solicitado por la India y apoyado por China. Los negociadores habían llegado a la plenaria del sábado 13 de noviembre exhaustos, luego de doce días de actividad, pero satisfechos por la promesa de haber logrado la eliminación del carbón en el documento oficial. Sin embargo, después de un intercambio en corto y en voz baja entre negociadores y directivos, se anunció que la India no estaba dispuesta a suscribir una “eliminación progresiva” (phase out) del carbón; el país, a través de su negociador en jefe, Bhupender Yadav, sugirió cambiarlo por “disminución progresiva” (phase down), un debilitamiento del lenguaje, sutil, pero que podría permitir a los productores y consumidores de carbón postergar aún más su erradicación. Yadav, ministro de Medio Ambiente de la India, defendió el derecho de los países en desarrollo, como el suyo, al “uso responsable de combustibles fósiles”, ya que tienen menos responsabilidad histórica en la crisis climática. India, el segundo país más poblado del mundo, con 60% de su población bajo la línea media de pobreza (según el Banco Mundial), genera 70% de su energía eléctrica con carbón, según la IEA.

Al cambio del texto final siguió una retahíla de condenas al procedimiento que lo permitió. El presidente de la COP26, el británico Alok Sharma, tuvo que pedir disculpas por la manera en que había sido conducido este proceso. Según las reglas de la convención, las decisiones deben ser tomadas por consenso. O, como repetían los negociadores en los pasillos ante la insistencia de los periodistas, “nada se decide hasta que todo se decida”.

Financiamiento: muy poco, muy tarde

En 2009 la COP15, en Copenhague, culminó con un compromiso, el de los más ricos, de aportar cien mil millones de dólares anuales para financiar la acción climática en los países en desarrollo a partir de 2020. Pareciera mucho dinero, pero no es ni la mitad de la fortuna del hombre más rico del mundo, Jeff Bezos, el fundador de Amazon.

En noviembre pasado, una semana antes del inicio de la cumbre en Glasgow, Alemania y Canadá informaron que a los países desarrollados les tomaría hasta 2023 reunir la cantidad prometida. Los delegados intentaron suavizar el golpe explicando que en su nuevo plan de distribución se establecen pasos claros para la entrega de estos recursos hacia 2025. El problema es que cien mil millones de dólares no es, ni de cerca, una cantidad que refleje los costos reales de la crisis climática: recientemente, investigadores británicos y suizos calcularon que su costo está entre 37% y 51% del PIB global hacia finales del siglo. La escala del colapso ambiental, a estas alturas, exige inversiones en billones o trillones de dólares. Y hay más dinero en juego que esta cifra tótem. De hecho, un anuncio promisorio en Glasgow fue la alianza de 450 instituciones bancarias, de inversión y aseguradoras, con control conjunto sobre fondos equivalentes a 130 billones. La Alianza Financiera de Glasgow para las Cero Emisiones Netas (GFANZ, por sus siglas en inglés) se plantea contribuir a detener el termómetro global al impulsar una transición económica completa para descarbonizar la economía mundial con ajustes drásticos al modelo de negocios de empresas, bancos y aseguradoras de todo el mundo.

El secretario general de la ONU, António Guterres, ha exhortado a que se designe la misma proporción de dinero para la adaptación que para la mitigación. Mientras que la mayor parte del dinero reunido en cumbres anteriores —casi ochenta mil millones de dólares— se había destinado a la mitigación climática, a financiar tecnologías más limpias para dejar de emitir los gases que calientan la atmósfera —como parques generadores de energía eólica o solar—, la COP26 logró avances en la designación de fondos para la adaptación climática, un concepto fundamental que se refiere a los costos de preparación contra los impactos climáticos que ya son inevitables ante el calentamiento global. Glasgow recaudó 356 millones de dólares para el Fondo de Adaptación de la ONU, una cantidad récord y casi el triple que en su más fructífera COP24. El dinero vino de dieciséis gobiernos nacionales y regionales e incluyó las primeras donaciones de Estados Unidos, Canadá y Qatar en este rubro, además de una larga lista de países europeos.

Estas cumbres seguirán celebrándose anualmente hasta que hayamos frenado el cambio climático. Desde Biden hasta Thunberg, todos asimilan las lecciones de Glasgow, empezando por la más elemental: que un proceso de negociaciones multilateral como éste tiene limitaciones y que, por lo tanto, no se pueden colocar en él todas las esperanzas. Otra lección: que el trabajo real ocurre fuera de los grandes foros, presionando a gobiernos, corporaciones, líderes y representantes, en las decisiones concretas, del día a día y desde el territorio, donde la acción ambiental deja de ser discurso.

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