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Ilustración de Fernanda Jiménez.
Aquí se cuenta la improbable historia del aguacate: condenado a desaparecer cuando se extinguieron los mamuts, el fruto fue salvado por los humanos. Hoy el aguacate es un negocio millonario que ha obligado al bosque a entrar en retirada, pero hay científicos que investigan cómo cultivarlo de forma sustentable, sin empobrecer a los más de diez mil productores que dependen de él.
Los aguacates han sido considerados fantasmas, hablando evolutivamente. Sin los mamuts, los perezosos gigantes y el resto de la megafauna que perdimos en la última era de hielo, no quedó ningún animal terrestre cuyo sistema digestivo permitiera el paso libre de una semilla de aguacate como si de una pepita de cereza se tratara. Así, sin sus dispersores naturales, todo pintaba para que cada árbol de este fruto tirara sus semillas directamente debajo de sí mismo, condenado a un ciclo de endogamia que más temprano que tarde culminaría en la extinción.
Para nuestra fortuna, los primeros pobladores humanos de lo que ahora llamamos América llegaron justo a tiempo para presenciar —y probablemente colaborar con— la extinción de dicha megafauna, un espectáculo que disfrutaron entre bocado y bocado de aguacate. El registro arqueológico evidencia que, al menos desde hace ocho mil años, el aguacate ya acompañaba a las poblaciones humanas que se asentaron en el valle de Tehuacán, al sureste de Puebla. En un parpadeo evolutivo, el aguacate cambió de mamífero dispersor, fue salvado de la extinción y ahora habita vastísimas regiones de lo que llamamos México, que hasta hace pocas décadas solían ser bosques. El aguacate no debería de estar ahí, pero lo está.
La llegada de Hass
La llamada franja aguacatera recorre la Sierra Tarasca, o Sierra Purépecha, atravesando de este a oeste la parte norte de Michoacán. La vegetación típica de la región es un bosque de pino y encino. La historia de su deforestación es más antigua que la del cultivo del aguacate en el estado, ya que desde el siglo XIX ese bosque era usado para obtener la materia prima necesaria para trazar el tendido ferroviario de nuestra nación. “Pero esa deforestación no se compara en nada con la que está sucediendo con el aguacate”, me comenta Viridiana Hernández Fernández, de la Universidad de Iowa, quien se encuentra haciendo un estudio histórico sobre el cultivo del aguacate en Michoacán.
Las poblaciones que ocupaban la sierra eran mayoritariamente indígenas y aunque sí hacían uso comercial de los bosques, la recolección de resina y recursos maderables era mínima. Las prácticas agrícolas que realizaban eran únicamente de subsistencia, dejando la agricultura comercial para los valles de la zona, mucho más propensos a los cultivos.
El aguacate que predominaba en ese lugar, de manera silvestre, era el criollo, “de cáscara blanda, que es más acuoso y menos aceitoso”, como lo describe Viridiana, y que pocos rechazaríamos en un taco con sal, pero cuyas características —principalmente las de la cáscara— lo hacen difícil de transportar y, por lo tanto, de comercializar. El aguacate Hass que acapara los escaparates de los supermercados estaba aún lejos, tanto temporal como geográficamente, de ver la luz.
La historia que se cuenta dentro de la familia Hass es que en 1925 Rudolph Hass, con treinta y tres años de edad, vio en una revista una ilustración premonitoria de un árbol de aguacate del que colgaban varios billetes de dólares. Rudolph, quien había llegado a California junto con su esposa hacía apenas un par de años, decide entonces usar todo el dinero que tenía y pedirle un préstamo a su hermana para comprar acre y medio de tierra y sembrarla con distintas variedades de aguacate. Asesorado por un agrónomo local, Hass además compra semillas de un rancho aguacatero cercano, propiedad de un tal Mr. Rideout.
Mediante injertos y polinizaciones cruzadas, múltiples propuestas de un nuevo aguacate fueron llenando el plantío de Hass. Entre ellas, un árbol, que parecía no haber crecido mucho, estaba en la mira de los cultivadores: pensaban arrancarlo hasta que le descubrieron tres pequeños frutos. El árbol no solo había resultado ser precoz —las demás variedades de aguacate tardaban cerca de cinco años en dar fruto—, sino que crecía de manera más vertical, permitiendo plantar más árboles en el terreno. El sabor era adictivo y la cáscara lo suficientemente gruesa como para proteger al fruto en el transporte y en la vida de anaquel. El aguacate Hass había nacido y pronto representaría más del noventa por ciento del que se sembraba en California
Mientras tanto, en México ya “había muchos científicos agrícolas gringos”, explica Viridiana, provenientes en su mayoría de empresas de gran prestigio, “desde Rockefeller hasta la presencia de Ford en Chapingo”. Es en la década de 1950 cuando Estados Unidos vende a empresarios meloneros del valle de Apatzingán, que descansa a los pies de la Sierra Purépecha, los primeros árboles de aguacate Hass que llegan a Michoacán.
Esta primera generación de agricultores de aguacate en Apatzingán es conocida en la zona como “los pioneros”. “Fueron personas que contaban con la oportunidad de invertir”, cuenta Viridiana, “no solamente tenían el capital para poder esperar los cinco años que tarda el Hass en dar frutos comerciables, sino que ya tenían una red de distribución bastante sólida”. La segunda ola de productores de aguacate fueron “profesionistas que [también] tenían la oportunidad de invertir, médicos y abogados, por ejemplo”. No fue hasta la tercera ola, en la década de los ochenta, cuando los campesinos michoacanos y los pequeños productores empezaron a formar parte del cultivo del Hass, foráneo entre los nativos. Un aguacate que no debería de estar ahí, pero lo estaba.
Plagas y fronteras: “Las guerras del aguacate”
En 1994 entró en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Aunque parte del tratado buscaba retirar las restricciones impuestas al comercio agrícola, el aguacate no contaba con tal suerte. “Desde 1914 el aguacate mexicano tenía una cuarentena por parte del Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA)”, explica Viridiana. La causa es que se había encontrado una plaga en un cargamento: la mosca de la fruta.
“En ese momento no fue un gran problema”, detalla Viridiana, “aún no había esta obsesión por el aguacate, y a los productores no les preocupaba mucho porque con el mercado mexicano era más que suficiente”. Pero conforme la industria de este fruto fue creciendo en Michoacán, se empezaron a buscar mercados internacionales, los primeros: Francia, Japón y Canadá. Sin embargo, Estados Unidos, un mercado más grande y el principal socio comercial de México, se veía cada vez más como el mercado a conquistar.
California, en 1994, tenía la hegemonía del mercado estadounidense, “aunque hay que enfatizar que los gringos no comían muchos aguacates”, comenta Viridiana, “en realidad solo se consumían en los estados fronterizos, donde había más migración latina: Texas, Nuevo México, Arizona”. California quería mantener su mercado, así que hizo uso de la cuarentena para evitar que el aguacate mexicano entrara. Empieza entonces un periodo al que Viridiana llama las Avocado Wars, las guerras del aguacate.
Se inicia una negociación que se mantiene estancada durante tres años, hasta que Martín Aluja, científico mexicano experto en la mosca de la fruta —había realizado ya estudios en huertos de papayas y mangos en Veracruz, Morelos y otras partes del país—, ensambló un equipo de colaboradores para evaluar las huertas de aguacate de Michoacán.
El estudio duraría un año y se analizarían más de mil árboles de aguacate, sin lograr encontrar rastro del parásito, ni en las distintas huertas ni en los lugares de empaque del fruto. Para el aguacate Hass que se producía en México, con su cáscara gruesa, la mosca de la fruta no era un problema. Aluja y su equipo de trabajo publicaron los resultados de su estudio en una revista entomológica de Estados Unidos y en 1997 la USDA levantó la cuarentena del aguacate mexicano.
“Pero no de manera absoluta”, aclara Viridiana, “el aguacate mexicano solo podía venderse en el noreste de Estados Unidos y solo cuando California no estuviera en tiempos de cosecha”. Poco a poco el mercado gringo fue cediendo y en 2007 se levantan por completo las restricciones, aunque solamente para el aguacate que proviene de Michoacán. Así, un aguacate gringo, que se hizo mexicano, regresó a conquistar su tierra natal. Anualmente, 1.1 millones de toneladas métricas de aguacate mexicano cruzan la frontera hacia Estados Unidos, aunque no querían que estuviera ahí.
Suelos y volcanes
Sobre el paisaje ha caído la negra nieve.
Sobre el paisaje y la semilla.
José Revueltas, “Visión del Paricutín”
El 20 de febrero de 1943 Dionisio Pulido sintió un estertor en el suelo, vio la tierra abrirse y liberar bocanadas de vapores de fuerte olor. Corrió a avisar a todo el poblado de Parangaricutiro. El Paricutín estaba dando la primera llamada de una explosión que afortunadamente no cobró vidas humanas, pero que sepultó a un pueblo entero que tuvo que relocalizarse en San Juan Nuevo Parangaricutiro.
El efecto en la sierra Purépecha fue mucho más sutil, pero no por ello inconsecuente. Entre las piedras derretidas y los vapores, la ceniza expulsada por el Paricutín fue la que logró llegar más lejos y decantarse sobre el suelo del bosque. La negra nieve. Y le añadió un ingrediente esencial al suelo: potasio.
De por sí, el tipo de suelo que se encuentra en la franja aguacatera —denominado andosol—, profundo, fértil, rico en materia orgánica, volcánico, es ideal para el cultivo del aguacate. “El aguacate es un árbol cuyas raíces son muy profundas”, me explica Viridiana, “y es muy sensible al agua”; las raíces se pudren muy pronto si la hay en exceso, si se queda estancada en el suelo. El potasio ayuda a las raíces a controlar mejor el anegamiento. Así se dieron las condiciones ideales para generar la zona más productiva de aguacate en el mundo. “El treinta por ciento de la producción global de aguacate proviene de la franja aguacatera de Michoacán”, declara Viridiana. En 2021 la producción anual alcanzó 1.8 millones de toneladas.
Conforme las huertas de aguacate han ido usurpando el espacio del bosque, las cuentas ya no salen. “Hay una modificación en la dinámica de los nutrientes”, me explica el doctor Antonio González Rodríguez, investigador del Instituto de Investigaciones en Ecosistemas y Sustentabilidad de la UNAM, campus Morelia. En el bosque, los árboles toman materia orgánica del suelo, que suele regresar a él cuando las hojas, las ramas y los árboles mismos caen. “En el bosque, el ciclado de nutrientes es natural”, narra Antonio, “pero en los huertos se extrae la materia orgánica en forma de aguacate y hay que reponer esos nutrientes para la siguiente cosecha”.
Desde esta perspectiva, Antonio y su equipo de trabajo, junto con colaboradores de la Universidad de Texas en Austin —y un apoyo de Conacyt y el Sistema de Universidades de Texas— decidieron estudiar la calidad de los suelos en las huertas de aguacates y en los bosques que los rodean. “La hipótesis principal era que el bosque iba a tener más carbono almacenado”, declara Antonio. Esta frase tiene que leerse pensando en los servicios ecosistémicos: tener más carbono almacenado en el bosque implica menos dióxido de carbono en la atmósfera y un menor efecto invernadero.
El suelo de todas las huertas de aguacate está manejado, intervenido de distintas maneras para recuperar los nutrientes. “Utilizan estiércol o fertilizantes”, dice Antonio, “y también fumigan los campos”. Todo esto supone un estrés grande para el suelo y sus habitantes. Sin embargo, “no parece haber un deterioro notable, este estrés parece no implicar una gran pérdida de diversidad ni de funcionalidad en el suelo. Salvo en el caso de la lignina, un componente esencial de la madera. La enzima que la degrada la encontramos solamente en los suelos del bosque”.
Le pregunto entonces a Antonio por el olor, “bueno, sí, el olor es muy distinto. No es lo mismo estar en el aire fresco del bosque que en algunos huertos que huelen a… bueno, a estiércol”, me contesta.
Aunque sí han encontrado pequeños cambios. Dentro de las funciones del suelo está la de degradar la materia orgánica y transformarla en otros compuestos. “Junto con la doctora Yunuén Tapia de la ENES [Escuela Nacional de Estudios Superiores] de Morelia, hemos notado diferencias en algunas ecoenzimas”, dice Antonio, refiriéndose a las enzimas que realizan esta labor de degradación y descomposición. “En la mayoría de los casos las variaciones se presentan en la concentración de estas enzimas, pero no en su diversidad”.
Antonio tiene una hipótesis sobre por qué las diferencias son tan ligeras entre el suelo del bosque y el de las huertas de aguacate: “Depende de la condición del bosque”. El de la Sierra Purépecha ya está muy degradado. Actualmente hay trescientas mil hectáreas de huertos de aguacate y cada año se añaden más. “Es un mar de aguacate con pedacitos de bosque”, describe Antonio. La pregunta relevante ahora es ¿qué tan pequeño puede llegar a ser un bosque? “Hay fragmentos de bosque que ya son muy pequeños como para que puedan sobrevivir. Ya no va a haber un recambio generacional”. Lo que buscan Antonio y su equipo es conocer el tamaño mínimo de bosque, el que aún vale la pena conservar, el que aún tiene futuro, para poder planear y tener un mejor manejo del suelo “y evitar que los huertos sigan creciendo hacia donde aún hay un bosque viable”, propone Antonio.
Estos problemas, así como la deforestación causada por los huertos de aguacate, generan una percepción negativa hacia los aguacateros por parte de la opinión pública. “Sí está ejerciendo presión”, dice Antonio, “hay una preocupación por el bosque”. Según él, los productores aguacateros también están preocupados y algunos están empezando a hacer ciertos cambios. “Ahora hay cerca de veinte mil hectáreas de huertos donde se está llevando a cabo un manejo orgánico de los suelos”, sin fertilizantes ni abonos animales, e incluso “hay productores que han estudiado biología en la Universidad de Michoacán y están realizando un cultivo mucho más amigable con el suelo y con la biodiversidad circundante”.
Hay que recordar, también, que los servicios ecosistémicos del bosque subsidian la producción de aguacate. Un ejemplo muy claro es el de la lluvia y la distribución y retención de agua. “La escasez de agua ya está generando conflictos en varios lugares del estado”, declara el investigador. Estas crisis hídricas han llevado a protestas y cierres carreteros para demandar el servicio de agua al estado, además de haber dejado más vulnerables a las comunidades durante la pandemia, ya que no contaban con el agua necesaria para su consumo y aseo.
Sin embargo, Antonio sabe que “la ganancia económica que da un huerto de aguacate nunca la va a dar un cacho de bosque”, por lo que considera que es necesaria una mayor intervención del gobierno para conservar los bosques, además del diagnóstico que él y sus colegas están llevando a cabo para poder hacer una planeación, para saber qué hacer con los aguacates que ya están ahí y con el bosque que debería de estar en su lugar.
La enfermedad desde la ecología
La relación entre el suelo y el aguacate no es solo de dos, en medio se encuentran miles de microorganismos que, al igual que las bacterias, virus y hongos que viven sobre y dentro de nosotros, le ayudan al aguacate a mantener una buena salud. La investigadora Frédérique Reverchon, del Centro Regional del Bajío del Instituto de Ecología (Inecol), localizado en Pátzcuaro, Michoacán, y su grupo de trabajo están estudiando justamente el microbioma de las raíces del aguacate. A ese cúmulo de microbios que, en su pluralidad, son parte de la individualidad del fruto.
Uno de los mayores peligros que sufre es una enfermedad cuya enunciación es maravillosamente poética: tristeza del aguacate (o pudrición o marchitez). Es principalmente causada por un microbio llamado Phytophthora cinnamomi, un organismo al que la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza colocó en la lista de las cien especies invasoras exóticas más dañinas del mundo. Según un estudio de 2022, a nivel global, setenta y cinco por ciento de las huertas de aguacate presentan alguna afectación por esta enfermedad. Tan solo en California, esta tristeza genera pérdidas anuales de hasta treinta millones de dólares.
Sin embargo, la aproximación de Frédérique y su equipo de trabajo no es enfocarse directamente en el patógeno acusado de culpable. “Desde el punto de vista ecológico”, explica, “hablamos de un patobioma”, es decir, una serie de condiciones necesarias para que se presente la enfermedad. “El patógeno nunca se presenta solo”, aclara Frédérique.
En la rizósfera del aguacate, esa pequeña atmósfera alrededor de la raíz, hay un complejo equilibrio que se da entre el árbol, el suelo y los microbios que lo habitan y que conviven con él. Le ayudan a conseguir nutrientes y lo protegen de enfermedades. “En la enfermedad hay una condición de disbiosis, de desequilibrio”, plantea Frédérique. Es decir: sí hay una presencia de patógenos, pero las circunstancias también cambian, junto con el microbioma y el aguacate mismo.
Por ejemplo, cuando la raíz se pudre, empieza a liberar azúcares que atraen a otros patógenos, “entonces estos aumentan en proporción dentro de la rizósfera y se presenta la condición de enfermedad”, concluye Frédérique. Por fortuna, funciona para los dos lados. “Las plantas no son pasivas”, explica, “pueden liberar exudados en las raíces que les ayudan a atraer microbios benéficos para mejorar su situación de salud”.
En su investigación, el grupo de trabajo del Inecol ha estudiado diversas bacterias del microbioma de las raíces del aguacate para entender cuál es su dinámica y qué funciones llevan a cabo en relación con la salud del fruto. A partir de esto, quieren generar biofertilizantes que cuiden al aguacate de posibles plagas, protegiéndolo con bacterias benéficas que ya se encuentran en el suelo de la franja aguacatera.
Las pruebas siguen bajo estudio. “Hemos hecho experimentos en invernaderos con pinos y también con jitomate”, explica Frédérique, aprovechando que este último crece bastante más rápido, “hemos aplicado consorcios [mezclas de varias especies bacterianas] y también biofertilizantes compuestos de una sola especie bacteriana”. Hasta ahora la candidata estrella es una bacteria del género Bacillus, que cual antidepresivo parece ofrecer una gran reducción de síntomas de la tristeza del aguacate.
Pero la curiosidad de la doctora Reverchon no se queda ahí. “Buscamos entender el lenguaje químico que utiliza el aguacate para comunicarse con las bacterias y los hongos benéficos”, entender cómo sucede el reclutamiento de microbios que representan una condición de salud y entender cuáles son los cambios que generan en la enfermedad. Desde la humedad, la temperatura, la presencia y la proporción de ciertas bacterias u hongos, así como los exudados que libera la raíz. “Queremos tener un entendimiento sistémico de las condiciones de salud y enfermedad”.
Aunque su estudio se podría ver como una apología al cultivo de aguacate y la deforestación que lo acompaña, el pensamiento detrás de su investigación es justo el contrario: hacer lo mejor con la situación que tenemos enfrente. Los aguacates no deberían de estar aquí, pero lo están. “Si garantizamos una buena producción del cultivo, no sería necesario seguir expandiendo los huertos de aguacate”, explica Frédérique, “podríamos garantizar buenos ingresos, sin tener que sacrificar el territorio”.
Las palabras de Frédérique resuenan en mi cabeza. Me parece que su aproximación es idónea. La enfermedad desde el punto de vista ecológico. Un bioma que la permite. Es como debemos entender la situación del aguacate en Michoacán. No solo es el problema de la deforestación o el del crimen organizado —que conscientemente he dejado de lado en este artículo por dos razones: una, porque ya muchos otros reportajes de excelente calidad se han escrito, y la otra, para poder darle mayor profundidad a las cuestiones que discuto aquí—. Hay que entender el aguacate desde su historia, desde sus volcanes, suelos y microbios, desde su economía y sociología.
A pesar de ser un negocio millonario, la empresa del aguacate “no es una trasnacional gigante, son más de diez mil productores independientes”. No estamos frente a los colosos de Nestlé o la Coca-Cola. Son las mismas personas que habitan o habitaron la región. “Mucha gente de Michoacán migró con el programa Bracero y después se volvieron productores o pusieron su inversión en el aguacate”, cuenta Viridiana.
En contraste, actualmente tanto la Sierra Purépecha como “la meseta, ya no expulsan migrantes. Es una de las regiones con mayor concentración de población indígena”, explica Viridiana. Estos sitios ofrecen una subsistencia lo suficientemente rentable como para no abandonar el país.
No solamente los huertos son fuentes de empleo, los empaques —como llaman a los locales donde se empaca el aguacate—, son una fuente de ingreso constante para muchas mujeres de la región, “que van desde los cincuenta hasta los dieciocho años”, puntualiza Viridiana, “y pueden elegir entre tiempo completo, medio tiempo o algunos fines de semana, una flexibilidad que permite a muchas continuar con sus estudios”. El aguacate ha estado en Michoacán el suficiente tiempo como para ser un sostén primordial de esta sociedad.
Eso no significa que no se pueda cultivar de mejor manera, principalmente abandonando el monocultivo y llevando a cabo los cambios necesarios para proteger y mejorar la situación de los bosques colindantes con los huertos, como están proponiendo Frédérique y Antonio. Otros colegas suyos están investigando la protección de ruinas arqueológicas que también han entrado en peligro por el crecimiento de los huertos, así como las complicaciones de salud que se están presentando en las comunidades por el uso de pesticidas y fertilizantes químicos.
Está claro que el gobierno debe de llevar la batuta de esta regulación. “Se podría realizar una certificación de comercio justo, un sello que dé derechos a toda la cadena de producción”, propone Viridiana, a la vez que recuerda que quienes se quedan con la mayoría de las ganancias ni siquiera son los productores, sino los intermediarios.
El aguacate encontró en Michoacán un lugar ideal para su crecimiento. Tal vez no debió de haber sucedido, pero ahí está. No podemos borrarlo y resembrar todo el bosque, al menos no sin hacernos responsables de toda la comunidad que vive alrededor de este cultivo. Pero sí podemos plantarlo de una mejor manera.
Aquí se cuenta la improbable historia del aguacate: condenado a desaparecer cuando se extinguieron los mamuts, el fruto fue salvado por los humanos. Hoy el aguacate es un negocio millonario que ha obligado al bosque a entrar en retirada, pero hay científicos que investigan cómo cultivarlo de forma sustentable, sin empobrecer a los más de diez mil productores que dependen de él.
Los aguacates han sido considerados fantasmas, hablando evolutivamente. Sin los mamuts, los perezosos gigantes y el resto de la megafauna que perdimos en la última era de hielo, no quedó ningún animal terrestre cuyo sistema digestivo permitiera el paso libre de una semilla de aguacate como si de una pepita de cereza se tratara. Así, sin sus dispersores naturales, todo pintaba para que cada árbol de este fruto tirara sus semillas directamente debajo de sí mismo, condenado a un ciclo de endogamia que más temprano que tarde culminaría en la extinción.
Para nuestra fortuna, los primeros pobladores humanos de lo que ahora llamamos América llegaron justo a tiempo para presenciar —y probablemente colaborar con— la extinción de dicha megafauna, un espectáculo que disfrutaron entre bocado y bocado de aguacate. El registro arqueológico evidencia que, al menos desde hace ocho mil años, el aguacate ya acompañaba a las poblaciones humanas que se asentaron en el valle de Tehuacán, al sureste de Puebla. En un parpadeo evolutivo, el aguacate cambió de mamífero dispersor, fue salvado de la extinción y ahora habita vastísimas regiones de lo que llamamos México, que hasta hace pocas décadas solían ser bosques. El aguacate no debería de estar ahí, pero lo está.
La llegada de Hass
La llamada franja aguacatera recorre la Sierra Tarasca, o Sierra Purépecha, atravesando de este a oeste la parte norte de Michoacán. La vegetación típica de la región es un bosque de pino y encino. La historia de su deforestación es más antigua que la del cultivo del aguacate en el estado, ya que desde el siglo XIX ese bosque era usado para obtener la materia prima necesaria para trazar el tendido ferroviario de nuestra nación. “Pero esa deforestación no se compara en nada con la que está sucediendo con el aguacate”, me comenta Viridiana Hernández Fernández, de la Universidad de Iowa, quien se encuentra haciendo un estudio histórico sobre el cultivo del aguacate en Michoacán.
Las poblaciones que ocupaban la sierra eran mayoritariamente indígenas y aunque sí hacían uso comercial de los bosques, la recolección de resina y recursos maderables era mínima. Las prácticas agrícolas que realizaban eran únicamente de subsistencia, dejando la agricultura comercial para los valles de la zona, mucho más propensos a los cultivos.
El aguacate que predominaba en ese lugar, de manera silvestre, era el criollo, “de cáscara blanda, que es más acuoso y menos aceitoso”, como lo describe Viridiana, y que pocos rechazaríamos en un taco con sal, pero cuyas características —principalmente las de la cáscara— lo hacen difícil de transportar y, por lo tanto, de comercializar. El aguacate Hass que acapara los escaparates de los supermercados estaba aún lejos, tanto temporal como geográficamente, de ver la luz.
La historia que se cuenta dentro de la familia Hass es que en 1925 Rudolph Hass, con treinta y tres años de edad, vio en una revista una ilustración premonitoria de un árbol de aguacate del que colgaban varios billetes de dólares. Rudolph, quien había llegado a California junto con su esposa hacía apenas un par de años, decide entonces usar todo el dinero que tenía y pedirle un préstamo a su hermana para comprar acre y medio de tierra y sembrarla con distintas variedades de aguacate. Asesorado por un agrónomo local, Hass además compra semillas de un rancho aguacatero cercano, propiedad de un tal Mr. Rideout.
Mediante injertos y polinizaciones cruzadas, múltiples propuestas de un nuevo aguacate fueron llenando el plantío de Hass. Entre ellas, un árbol, que parecía no haber crecido mucho, estaba en la mira de los cultivadores: pensaban arrancarlo hasta que le descubrieron tres pequeños frutos. El árbol no solo había resultado ser precoz —las demás variedades de aguacate tardaban cerca de cinco años en dar fruto—, sino que crecía de manera más vertical, permitiendo plantar más árboles en el terreno. El sabor era adictivo y la cáscara lo suficientemente gruesa como para proteger al fruto en el transporte y en la vida de anaquel. El aguacate Hass había nacido y pronto representaría más del noventa por ciento del que se sembraba en California
Mientras tanto, en México ya “había muchos científicos agrícolas gringos”, explica Viridiana, provenientes en su mayoría de empresas de gran prestigio, “desde Rockefeller hasta la presencia de Ford en Chapingo”. Es en la década de 1950 cuando Estados Unidos vende a empresarios meloneros del valle de Apatzingán, que descansa a los pies de la Sierra Purépecha, los primeros árboles de aguacate Hass que llegan a Michoacán.
Esta primera generación de agricultores de aguacate en Apatzingán es conocida en la zona como “los pioneros”. “Fueron personas que contaban con la oportunidad de invertir”, cuenta Viridiana, “no solamente tenían el capital para poder esperar los cinco años que tarda el Hass en dar frutos comerciables, sino que ya tenían una red de distribución bastante sólida”. La segunda ola de productores de aguacate fueron “profesionistas que [también] tenían la oportunidad de invertir, médicos y abogados, por ejemplo”. No fue hasta la tercera ola, en la década de los ochenta, cuando los campesinos michoacanos y los pequeños productores empezaron a formar parte del cultivo del Hass, foráneo entre los nativos. Un aguacate que no debería de estar ahí, pero lo estaba.
Plagas y fronteras: “Las guerras del aguacate”
En 1994 entró en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Aunque parte del tratado buscaba retirar las restricciones impuestas al comercio agrícola, el aguacate no contaba con tal suerte. “Desde 1914 el aguacate mexicano tenía una cuarentena por parte del Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA)”, explica Viridiana. La causa es que se había encontrado una plaga en un cargamento: la mosca de la fruta.
“En ese momento no fue un gran problema”, detalla Viridiana, “aún no había esta obsesión por el aguacate, y a los productores no les preocupaba mucho porque con el mercado mexicano era más que suficiente”. Pero conforme la industria de este fruto fue creciendo en Michoacán, se empezaron a buscar mercados internacionales, los primeros: Francia, Japón y Canadá. Sin embargo, Estados Unidos, un mercado más grande y el principal socio comercial de México, se veía cada vez más como el mercado a conquistar.
California, en 1994, tenía la hegemonía del mercado estadounidense, “aunque hay que enfatizar que los gringos no comían muchos aguacates”, comenta Viridiana, “en realidad solo se consumían en los estados fronterizos, donde había más migración latina: Texas, Nuevo México, Arizona”. California quería mantener su mercado, así que hizo uso de la cuarentena para evitar que el aguacate mexicano entrara. Empieza entonces un periodo al que Viridiana llama las Avocado Wars, las guerras del aguacate.
Se inicia una negociación que se mantiene estancada durante tres años, hasta que Martín Aluja, científico mexicano experto en la mosca de la fruta —había realizado ya estudios en huertos de papayas y mangos en Veracruz, Morelos y otras partes del país—, ensambló un equipo de colaboradores para evaluar las huertas de aguacate de Michoacán.
El estudio duraría un año y se analizarían más de mil árboles de aguacate, sin lograr encontrar rastro del parásito, ni en las distintas huertas ni en los lugares de empaque del fruto. Para el aguacate Hass que se producía en México, con su cáscara gruesa, la mosca de la fruta no era un problema. Aluja y su equipo de trabajo publicaron los resultados de su estudio en una revista entomológica de Estados Unidos y en 1997 la USDA levantó la cuarentena del aguacate mexicano.
“Pero no de manera absoluta”, aclara Viridiana, “el aguacate mexicano solo podía venderse en el noreste de Estados Unidos y solo cuando California no estuviera en tiempos de cosecha”. Poco a poco el mercado gringo fue cediendo y en 2007 se levantan por completo las restricciones, aunque solamente para el aguacate que proviene de Michoacán. Así, un aguacate gringo, que se hizo mexicano, regresó a conquistar su tierra natal. Anualmente, 1.1 millones de toneladas métricas de aguacate mexicano cruzan la frontera hacia Estados Unidos, aunque no querían que estuviera ahí.
Suelos y volcanes
Sobre el paisaje ha caído la negra nieve.
Sobre el paisaje y la semilla.
José Revueltas, “Visión del Paricutín”
El 20 de febrero de 1943 Dionisio Pulido sintió un estertor en el suelo, vio la tierra abrirse y liberar bocanadas de vapores de fuerte olor. Corrió a avisar a todo el poblado de Parangaricutiro. El Paricutín estaba dando la primera llamada de una explosión que afortunadamente no cobró vidas humanas, pero que sepultó a un pueblo entero que tuvo que relocalizarse en San Juan Nuevo Parangaricutiro.
El efecto en la sierra Purépecha fue mucho más sutil, pero no por ello inconsecuente. Entre las piedras derretidas y los vapores, la ceniza expulsada por el Paricutín fue la que logró llegar más lejos y decantarse sobre el suelo del bosque. La negra nieve. Y le añadió un ingrediente esencial al suelo: potasio.
De por sí, el tipo de suelo que se encuentra en la franja aguacatera —denominado andosol—, profundo, fértil, rico en materia orgánica, volcánico, es ideal para el cultivo del aguacate. “El aguacate es un árbol cuyas raíces son muy profundas”, me explica Viridiana, “y es muy sensible al agua”; las raíces se pudren muy pronto si la hay en exceso, si se queda estancada en el suelo. El potasio ayuda a las raíces a controlar mejor el anegamiento. Así se dieron las condiciones ideales para generar la zona más productiva de aguacate en el mundo. “El treinta por ciento de la producción global de aguacate proviene de la franja aguacatera de Michoacán”, declara Viridiana. En 2021 la producción anual alcanzó 1.8 millones de toneladas.
Conforme las huertas de aguacate han ido usurpando el espacio del bosque, las cuentas ya no salen. “Hay una modificación en la dinámica de los nutrientes”, me explica el doctor Antonio González Rodríguez, investigador del Instituto de Investigaciones en Ecosistemas y Sustentabilidad de la UNAM, campus Morelia. En el bosque, los árboles toman materia orgánica del suelo, que suele regresar a él cuando las hojas, las ramas y los árboles mismos caen. “En el bosque, el ciclado de nutrientes es natural”, narra Antonio, “pero en los huertos se extrae la materia orgánica en forma de aguacate y hay que reponer esos nutrientes para la siguiente cosecha”.
Desde esta perspectiva, Antonio y su equipo de trabajo, junto con colaboradores de la Universidad de Texas en Austin —y un apoyo de Conacyt y el Sistema de Universidades de Texas— decidieron estudiar la calidad de los suelos en las huertas de aguacates y en los bosques que los rodean. “La hipótesis principal era que el bosque iba a tener más carbono almacenado”, declara Antonio. Esta frase tiene que leerse pensando en los servicios ecosistémicos: tener más carbono almacenado en el bosque implica menos dióxido de carbono en la atmósfera y un menor efecto invernadero.
El suelo de todas las huertas de aguacate está manejado, intervenido de distintas maneras para recuperar los nutrientes. “Utilizan estiércol o fertilizantes”, dice Antonio, “y también fumigan los campos”. Todo esto supone un estrés grande para el suelo y sus habitantes. Sin embargo, “no parece haber un deterioro notable, este estrés parece no implicar una gran pérdida de diversidad ni de funcionalidad en el suelo. Salvo en el caso de la lignina, un componente esencial de la madera. La enzima que la degrada la encontramos solamente en los suelos del bosque”.
Le pregunto entonces a Antonio por el olor, “bueno, sí, el olor es muy distinto. No es lo mismo estar en el aire fresco del bosque que en algunos huertos que huelen a… bueno, a estiércol”, me contesta.
Aunque sí han encontrado pequeños cambios. Dentro de las funciones del suelo está la de degradar la materia orgánica y transformarla en otros compuestos. “Junto con la doctora Yunuén Tapia de la ENES [Escuela Nacional de Estudios Superiores] de Morelia, hemos notado diferencias en algunas ecoenzimas”, dice Antonio, refiriéndose a las enzimas que realizan esta labor de degradación y descomposición. “En la mayoría de los casos las variaciones se presentan en la concentración de estas enzimas, pero no en su diversidad”.
Antonio tiene una hipótesis sobre por qué las diferencias son tan ligeras entre el suelo del bosque y el de las huertas de aguacate: “Depende de la condición del bosque”. El de la Sierra Purépecha ya está muy degradado. Actualmente hay trescientas mil hectáreas de huertos de aguacate y cada año se añaden más. “Es un mar de aguacate con pedacitos de bosque”, describe Antonio. La pregunta relevante ahora es ¿qué tan pequeño puede llegar a ser un bosque? “Hay fragmentos de bosque que ya son muy pequeños como para que puedan sobrevivir. Ya no va a haber un recambio generacional”. Lo que buscan Antonio y su equipo es conocer el tamaño mínimo de bosque, el que aún vale la pena conservar, el que aún tiene futuro, para poder planear y tener un mejor manejo del suelo “y evitar que los huertos sigan creciendo hacia donde aún hay un bosque viable”, propone Antonio.
Estos problemas, así como la deforestación causada por los huertos de aguacate, generan una percepción negativa hacia los aguacateros por parte de la opinión pública. “Sí está ejerciendo presión”, dice Antonio, “hay una preocupación por el bosque”. Según él, los productores aguacateros también están preocupados y algunos están empezando a hacer ciertos cambios. “Ahora hay cerca de veinte mil hectáreas de huertos donde se está llevando a cabo un manejo orgánico de los suelos”, sin fertilizantes ni abonos animales, e incluso “hay productores que han estudiado biología en la Universidad de Michoacán y están realizando un cultivo mucho más amigable con el suelo y con la biodiversidad circundante”.
Hay que recordar, también, que los servicios ecosistémicos del bosque subsidian la producción de aguacate. Un ejemplo muy claro es el de la lluvia y la distribución y retención de agua. “La escasez de agua ya está generando conflictos en varios lugares del estado”, declara el investigador. Estas crisis hídricas han llevado a protestas y cierres carreteros para demandar el servicio de agua al estado, además de haber dejado más vulnerables a las comunidades durante la pandemia, ya que no contaban con el agua necesaria para su consumo y aseo.
Sin embargo, Antonio sabe que “la ganancia económica que da un huerto de aguacate nunca la va a dar un cacho de bosque”, por lo que considera que es necesaria una mayor intervención del gobierno para conservar los bosques, además del diagnóstico que él y sus colegas están llevando a cabo para poder hacer una planeación, para saber qué hacer con los aguacates que ya están ahí y con el bosque que debería de estar en su lugar.
La enfermedad desde la ecología
La relación entre el suelo y el aguacate no es solo de dos, en medio se encuentran miles de microorganismos que, al igual que las bacterias, virus y hongos que viven sobre y dentro de nosotros, le ayudan al aguacate a mantener una buena salud. La investigadora Frédérique Reverchon, del Centro Regional del Bajío del Instituto de Ecología (Inecol), localizado en Pátzcuaro, Michoacán, y su grupo de trabajo están estudiando justamente el microbioma de las raíces del aguacate. A ese cúmulo de microbios que, en su pluralidad, son parte de la individualidad del fruto.
Uno de los mayores peligros que sufre es una enfermedad cuya enunciación es maravillosamente poética: tristeza del aguacate (o pudrición o marchitez). Es principalmente causada por un microbio llamado Phytophthora cinnamomi, un organismo al que la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza colocó en la lista de las cien especies invasoras exóticas más dañinas del mundo. Según un estudio de 2022, a nivel global, setenta y cinco por ciento de las huertas de aguacate presentan alguna afectación por esta enfermedad. Tan solo en California, esta tristeza genera pérdidas anuales de hasta treinta millones de dólares.
Sin embargo, la aproximación de Frédérique y su equipo de trabajo no es enfocarse directamente en el patógeno acusado de culpable. “Desde el punto de vista ecológico”, explica, “hablamos de un patobioma”, es decir, una serie de condiciones necesarias para que se presente la enfermedad. “El patógeno nunca se presenta solo”, aclara Frédérique.
En la rizósfera del aguacate, esa pequeña atmósfera alrededor de la raíz, hay un complejo equilibrio que se da entre el árbol, el suelo y los microbios que lo habitan y que conviven con él. Le ayudan a conseguir nutrientes y lo protegen de enfermedades. “En la enfermedad hay una condición de disbiosis, de desequilibrio”, plantea Frédérique. Es decir: sí hay una presencia de patógenos, pero las circunstancias también cambian, junto con el microbioma y el aguacate mismo.
Por ejemplo, cuando la raíz se pudre, empieza a liberar azúcares que atraen a otros patógenos, “entonces estos aumentan en proporción dentro de la rizósfera y se presenta la condición de enfermedad”, concluye Frédérique. Por fortuna, funciona para los dos lados. “Las plantas no son pasivas”, explica, “pueden liberar exudados en las raíces que les ayudan a atraer microbios benéficos para mejorar su situación de salud”.
En su investigación, el grupo de trabajo del Inecol ha estudiado diversas bacterias del microbioma de las raíces del aguacate para entender cuál es su dinámica y qué funciones llevan a cabo en relación con la salud del fruto. A partir de esto, quieren generar biofertilizantes que cuiden al aguacate de posibles plagas, protegiéndolo con bacterias benéficas que ya se encuentran en el suelo de la franja aguacatera.
Las pruebas siguen bajo estudio. “Hemos hecho experimentos en invernaderos con pinos y también con jitomate”, explica Frédérique, aprovechando que este último crece bastante más rápido, “hemos aplicado consorcios [mezclas de varias especies bacterianas] y también biofertilizantes compuestos de una sola especie bacteriana”. Hasta ahora la candidata estrella es una bacteria del género Bacillus, que cual antidepresivo parece ofrecer una gran reducción de síntomas de la tristeza del aguacate.
Pero la curiosidad de la doctora Reverchon no se queda ahí. “Buscamos entender el lenguaje químico que utiliza el aguacate para comunicarse con las bacterias y los hongos benéficos”, entender cómo sucede el reclutamiento de microbios que representan una condición de salud y entender cuáles son los cambios que generan en la enfermedad. Desde la humedad, la temperatura, la presencia y la proporción de ciertas bacterias u hongos, así como los exudados que libera la raíz. “Queremos tener un entendimiento sistémico de las condiciones de salud y enfermedad”.
Aunque su estudio se podría ver como una apología al cultivo de aguacate y la deforestación que lo acompaña, el pensamiento detrás de su investigación es justo el contrario: hacer lo mejor con la situación que tenemos enfrente. Los aguacates no deberían de estar aquí, pero lo están. “Si garantizamos una buena producción del cultivo, no sería necesario seguir expandiendo los huertos de aguacate”, explica Frédérique, “podríamos garantizar buenos ingresos, sin tener que sacrificar el territorio”.
Las palabras de Frédérique resuenan en mi cabeza. Me parece que su aproximación es idónea. La enfermedad desde el punto de vista ecológico. Un bioma que la permite. Es como debemos entender la situación del aguacate en Michoacán. No solo es el problema de la deforestación o el del crimen organizado —que conscientemente he dejado de lado en este artículo por dos razones: una, porque ya muchos otros reportajes de excelente calidad se han escrito, y la otra, para poder darle mayor profundidad a las cuestiones que discuto aquí—. Hay que entender el aguacate desde su historia, desde sus volcanes, suelos y microbios, desde su economía y sociología.
A pesar de ser un negocio millonario, la empresa del aguacate “no es una trasnacional gigante, son más de diez mil productores independientes”. No estamos frente a los colosos de Nestlé o la Coca-Cola. Son las mismas personas que habitan o habitaron la región. “Mucha gente de Michoacán migró con el programa Bracero y después se volvieron productores o pusieron su inversión en el aguacate”, cuenta Viridiana.
En contraste, actualmente tanto la Sierra Purépecha como “la meseta, ya no expulsan migrantes. Es una de las regiones con mayor concentración de población indígena”, explica Viridiana. Estos sitios ofrecen una subsistencia lo suficientemente rentable como para no abandonar el país.
No solamente los huertos son fuentes de empleo, los empaques —como llaman a los locales donde se empaca el aguacate—, son una fuente de ingreso constante para muchas mujeres de la región, “que van desde los cincuenta hasta los dieciocho años”, puntualiza Viridiana, “y pueden elegir entre tiempo completo, medio tiempo o algunos fines de semana, una flexibilidad que permite a muchas continuar con sus estudios”. El aguacate ha estado en Michoacán el suficiente tiempo como para ser un sostén primordial de esta sociedad.
Eso no significa que no se pueda cultivar de mejor manera, principalmente abandonando el monocultivo y llevando a cabo los cambios necesarios para proteger y mejorar la situación de los bosques colindantes con los huertos, como están proponiendo Frédérique y Antonio. Otros colegas suyos están investigando la protección de ruinas arqueológicas que también han entrado en peligro por el crecimiento de los huertos, así como las complicaciones de salud que se están presentando en las comunidades por el uso de pesticidas y fertilizantes químicos.
Está claro que el gobierno debe de llevar la batuta de esta regulación. “Se podría realizar una certificación de comercio justo, un sello que dé derechos a toda la cadena de producción”, propone Viridiana, a la vez que recuerda que quienes se quedan con la mayoría de las ganancias ni siquiera son los productores, sino los intermediarios.
El aguacate encontró en Michoacán un lugar ideal para su crecimiento. Tal vez no debió de haber sucedido, pero ahí está. No podemos borrarlo y resembrar todo el bosque, al menos no sin hacernos responsables de toda la comunidad que vive alrededor de este cultivo. Pero sí podemos plantarlo de una mejor manera.
Ilustración de Fernanda Jiménez.
Aquí se cuenta la improbable historia del aguacate: condenado a desaparecer cuando se extinguieron los mamuts, el fruto fue salvado por los humanos. Hoy el aguacate es un negocio millonario que ha obligado al bosque a entrar en retirada, pero hay científicos que investigan cómo cultivarlo de forma sustentable, sin empobrecer a los más de diez mil productores que dependen de él.
Los aguacates han sido considerados fantasmas, hablando evolutivamente. Sin los mamuts, los perezosos gigantes y el resto de la megafauna que perdimos en la última era de hielo, no quedó ningún animal terrestre cuyo sistema digestivo permitiera el paso libre de una semilla de aguacate como si de una pepita de cereza se tratara. Así, sin sus dispersores naturales, todo pintaba para que cada árbol de este fruto tirara sus semillas directamente debajo de sí mismo, condenado a un ciclo de endogamia que más temprano que tarde culminaría en la extinción.
Para nuestra fortuna, los primeros pobladores humanos de lo que ahora llamamos América llegaron justo a tiempo para presenciar —y probablemente colaborar con— la extinción de dicha megafauna, un espectáculo que disfrutaron entre bocado y bocado de aguacate. El registro arqueológico evidencia que, al menos desde hace ocho mil años, el aguacate ya acompañaba a las poblaciones humanas que se asentaron en el valle de Tehuacán, al sureste de Puebla. En un parpadeo evolutivo, el aguacate cambió de mamífero dispersor, fue salvado de la extinción y ahora habita vastísimas regiones de lo que llamamos México, que hasta hace pocas décadas solían ser bosques. El aguacate no debería de estar ahí, pero lo está.
La llegada de Hass
La llamada franja aguacatera recorre la Sierra Tarasca, o Sierra Purépecha, atravesando de este a oeste la parte norte de Michoacán. La vegetación típica de la región es un bosque de pino y encino. La historia de su deforestación es más antigua que la del cultivo del aguacate en el estado, ya que desde el siglo XIX ese bosque era usado para obtener la materia prima necesaria para trazar el tendido ferroviario de nuestra nación. “Pero esa deforestación no se compara en nada con la que está sucediendo con el aguacate”, me comenta Viridiana Hernández Fernández, de la Universidad de Iowa, quien se encuentra haciendo un estudio histórico sobre el cultivo del aguacate en Michoacán.
Las poblaciones que ocupaban la sierra eran mayoritariamente indígenas y aunque sí hacían uso comercial de los bosques, la recolección de resina y recursos maderables era mínima. Las prácticas agrícolas que realizaban eran únicamente de subsistencia, dejando la agricultura comercial para los valles de la zona, mucho más propensos a los cultivos.
El aguacate que predominaba en ese lugar, de manera silvestre, era el criollo, “de cáscara blanda, que es más acuoso y menos aceitoso”, como lo describe Viridiana, y que pocos rechazaríamos en un taco con sal, pero cuyas características —principalmente las de la cáscara— lo hacen difícil de transportar y, por lo tanto, de comercializar. El aguacate Hass que acapara los escaparates de los supermercados estaba aún lejos, tanto temporal como geográficamente, de ver la luz.
La historia que se cuenta dentro de la familia Hass es que en 1925 Rudolph Hass, con treinta y tres años de edad, vio en una revista una ilustración premonitoria de un árbol de aguacate del que colgaban varios billetes de dólares. Rudolph, quien había llegado a California junto con su esposa hacía apenas un par de años, decide entonces usar todo el dinero que tenía y pedirle un préstamo a su hermana para comprar acre y medio de tierra y sembrarla con distintas variedades de aguacate. Asesorado por un agrónomo local, Hass además compra semillas de un rancho aguacatero cercano, propiedad de un tal Mr. Rideout.
Mediante injertos y polinizaciones cruzadas, múltiples propuestas de un nuevo aguacate fueron llenando el plantío de Hass. Entre ellas, un árbol, que parecía no haber crecido mucho, estaba en la mira de los cultivadores: pensaban arrancarlo hasta que le descubrieron tres pequeños frutos. El árbol no solo había resultado ser precoz —las demás variedades de aguacate tardaban cerca de cinco años en dar fruto—, sino que crecía de manera más vertical, permitiendo plantar más árboles en el terreno. El sabor era adictivo y la cáscara lo suficientemente gruesa como para proteger al fruto en el transporte y en la vida de anaquel. El aguacate Hass había nacido y pronto representaría más del noventa por ciento del que se sembraba en California
Mientras tanto, en México ya “había muchos científicos agrícolas gringos”, explica Viridiana, provenientes en su mayoría de empresas de gran prestigio, “desde Rockefeller hasta la presencia de Ford en Chapingo”. Es en la década de 1950 cuando Estados Unidos vende a empresarios meloneros del valle de Apatzingán, que descansa a los pies de la Sierra Purépecha, los primeros árboles de aguacate Hass que llegan a Michoacán.
Esta primera generación de agricultores de aguacate en Apatzingán es conocida en la zona como “los pioneros”. “Fueron personas que contaban con la oportunidad de invertir”, cuenta Viridiana, “no solamente tenían el capital para poder esperar los cinco años que tarda el Hass en dar frutos comerciables, sino que ya tenían una red de distribución bastante sólida”. La segunda ola de productores de aguacate fueron “profesionistas que [también] tenían la oportunidad de invertir, médicos y abogados, por ejemplo”. No fue hasta la tercera ola, en la década de los ochenta, cuando los campesinos michoacanos y los pequeños productores empezaron a formar parte del cultivo del Hass, foráneo entre los nativos. Un aguacate que no debería de estar ahí, pero lo estaba.
Plagas y fronteras: “Las guerras del aguacate”
En 1994 entró en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Aunque parte del tratado buscaba retirar las restricciones impuestas al comercio agrícola, el aguacate no contaba con tal suerte. “Desde 1914 el aguacate mexicano tenía una cuarentena por parte del Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA)”, explica Viridiana. La causa es que se había encontrado una plaga en un cargamento: la mosca de la fruta.
“En ese momento no fue un gran problema”, detalla Viridiana, “aún no había esta obsesión por el aguacate, y a los productores no les preocupaba mucho porque con el mercado mexicano era más que suficiente”. Pero conforme la industria de este fruto fue creciendo en Michoacán, se empezaron a buscar mercados internacionales, los primeros: Francia, Japón y Canadá. Sin embargo, Estados Unidos, un mercado más grande y el principal socio comercial de México, se veía cada vez más como el mercado a conquistar.
California, en 1994, tenía la hegemonía del mercado estadounidense, “aunque hay que enfatizar que los gringos no comían muchos aguacates”, comenta Viridiana, “en realidad solo se consumían en los estados fronterizos, donde había más migración latina: Texas, Nuevo México, Arizona”. California quería mantener su mercado, así que hizo uso de la cuarentena para evitar que el aguacate mexicano entrara. Empieza entonces un periodo al que Viridiana llama las Avocado Wars, las guerras del aguacate.
Se inicia una negociación que se mantiene estancada durante tres años, hasta que Martín Aluja, científico mexicano experto en la mosca de la fruta —había realizado ya estudios en huertos de papayas y mangos en Veracruz, Morelos y otras partes del país—, ensambló un equipo de colaboradores para evaluar las huertas de aguacate de Michoacán.
El estudio duraría un año y se analizarían más de mil árboles de aguacate, sin lograr encontrar rastro del parásito, ni en las distintas huertas ni en los lugares de empaque del fruto. Para el aguacate Hass que se producía en México, con su cáscara gruesa, la mosca de la fruta no era un problema. Aluja y su equipo de trabajo publicaron los resultados de su estudio en una revista entomológica de Estados Unidos y en 1997 la USDA levantó la cuarentena del aguacate mexicano.
“Pero no de manera absoluta”, aclara Viridiana, “el aguacate mexicano solo podía venderse en el noreste de Estados Unidos y solo cuando California no estuviera en tiempos de cosecha”. Poco a poco el mercado gringo fue cediendo y en 2007 se levantan por completo las restricciones, aunque solamente para el aguacate que proviene de Michoacán. Así, un aguacate gringo, que se hizo mexicano, regresó a conquistar su tierra natal. Anualmente, 1.1 millones de toneladas métricas de aguacate mexicano cruzan la frontera hacia Estados Unidos, aunque no querían que estuviera ahí.
Suelos y volcanes
Sobre el paisaje ha caído la negra nieve.
Sobre el paisaje y la semilla.
José Revueltas, “Visión del Paricutín”
El 20 de febrero de 1943 Dionisio Pulido sintió un estertor en el suelo, vio la tierra abrirse y liberar bocanadas de vapores de fuerte olor. Corrió a avisar a todo el poblado de Parangaricutiro. El Paricutín estaba dando la primera llamada de una explosión que afortunadamente no cobró vidas humanas, pero que sepultó a un pueblo entero que tuvo que relocalizarse en San Juan Nuevo Parangaricutiro.
El efecto en la sierra Purépecha fue mucho más sutil, pero no por ello inconsecuente. Entre las piedras derretidas y los vapores, la ceniza expulsada por el Paricutín fue la que logró llegar más lejos y decantarse sobre el suelo del bosque. La negra nieve. Y le añadió un ingrediente esencial al suelo: potasio.
De por sí, el tipo de suelo que se encuentra en la franja aguacatera —denominado andosol—, profundo, fértil, rico en materia orgánica, volcánico, es ideal para el cultivo del aguacate. “El aguacate es un árbol cuyas raíces son muy profundas”, me explica Viridiana, “y es muy sensible al agua”; las raíces se pudren muy pronto si la hay en exceso, si se queda estancada en el suelo. El potasio ayuda a las raíces a controlar mejor el anegamiento. Así se dieron las condiciones ideales para generar la zona más productiva de aguacate en el mundo. “El treinta por ciento de la producción global de aguacate proviene de la franja aguacatera de Michoacán”, declara Viridiana. En 2021 la producción anual alcanzó 1.8 millones de toneladas.
Conforme las huertas de aguacate han ido usurpando el espacio del bosque, las cuentas ya no salen. “Hay una modificación en la dinámica de los nutrientes”, me explica el doctor Antonio González Rodríguez, investigador del Instituto de Investigaciones en Ecosistemas y Sustentabilidad de la UNAM, campus Morelia. En el bosque, los árboles toman materia orgánica del suelo, que suele regresar a él cuando las hojas, las ramas y los árboles mismos caen. “En el bosque, el ciclado de nutrientes es natural”, narra Antonio, “pero en los huertos se extrae la materia orgánica en forma de aguacate y hay que reponer esos nutrientes para la siguiente cosecha”.
Desde esta perspectiva, Antonio y su equipo de trabajo, junto con colaboradores de la Universidad de Texas en Austin —y un apoyo de Conacyt y el Sistema de Universidades de Texas— decidieron estudiar la calidad de los suelos en las huertas de aguacates y en los bosques que los rodean. “La hipótesis principal era que el bosque iba a tener más carbono almacenado”, declara Antonio. Esta frase tiene que leerse pensando en los servicios ecosistémicos: tener más carbono almacenado en el bosque implica menos dióxido de carbono en la atmósfera y un menor efecto invernadero.
El suelo de todas las huertas de aguacate está manejado, intervenido de distintas maneras para recuperar los nutrientes. “Utilizan estiércol o fertilizantes”, dice Antonio, “y también fumigan los campos”. Todo esto supone un estrés grande para el suelo y sus habitantes. Sin embargo, “no parece haber un deterioro notable, este estrés parece no implicar una gran pérdida de diversidad ni de funcionalidad en el suelo. Salvo en el caso de la lignina, un componente esencial de la madera. La enzima que la degrada la encontramos solamente en los suelos del bosque”.
Le pregunto entonces a Antonio por el olor, “bueno, sí, el olor es muy distinto. No es lo mismo estar en el aire fresco del bosque que en algunos huertos que huelen a… bueno, a estiércol”, me contesta.
Aunque sí han encontrado pequeños cambios. Dentro de las funciones del suelo está la de degradar la materia orgánica y transformarla en otros compuestos. “Junto con la doctora Yunuén Tapia de la ENES [Escuela Nacional de Estudios Superiores] de Morelia, hemos notado diferencias en algunas ecoenzimas”, dice Antonio, refiriéndose a las enzimas que realizan esta labor de degradación y descomposición. “En la mayoría de los casos las variaciones se presentan en la concentración de estas enzimas, pero no en su diversidad”.
Antonio tiene una hipótesis sobre por qué las diferencias son tan ligeras entre el suelo del bosque y el de las huertas de aguacate: “Depende de la condición del bosque”. El de la Sierra Purépecha ya está muy degradado. Actualmente hay trescientas mil hectáreas de huertos de aguacate y cada año se añaden más. “Es un mar de aguacate con pedacitos de bosque”, describe Antonio. La pregunta relevante ahora es ¿qué tan pequeño puede llegar a ser un bosque? “Hay fragmentos de bosque que ya son muy pequeños como para que puedan sobrevivir. Ya no va a haber un recambio generacional”. Lo que buscan Antonio y su equipo es conocer el tamaño mínimo de bosque, el que aún vale la pena conservar, el que aún tiene futuro, para poder planear y tener un mejor manejo del suelo “y evitar que los huertos sigan creciendo hacia donde aún hay un bosque viable”, propone Antonio.
Estos problemas, así como la deforestación causada por los huertos de aguacate, generan una percepción negativa hacia los aguacateros por parte de la opinión pública. “Sí está ejerciendo presión”, dice Antonio, “hay una preocupación por el bosque”. Según él, los productores aguacateros también están preocupados y algunos están empezando a hacer ciertos cambios. “Ahora hay cerca de veinte mil hectáreas de huertos donde se está llevando a cabo un manejo orgánico de los suelos”, sin fertilizantes ni abonos animales, e incluso “hay productores que han estudiado biología en la Universidad de Michoacán y están realizando un cultivo mucho más amigable con el suelo y con la biodiversidad circundante”.
Hay que recordar, también, que los servicios ecosistémicos del bosque subsidian la producción de aguacate. Un ejemplo muy claro es el de la lluvia y la distribución y retención de agua. “La escasez de agua ya está generando conflictos en varios lugares del estado”, declara el investigador. Estas crisis hídricas han llevado a protestas y cierres carreteros para demandar el servicio de agua al estado, además de haber dejado más vulnerables a las comunidades durante la pandemia, ya que no contaban con el agua necesaria para su consumo y aseo.
Sin embargo, Antonio sabe que “la ganancia económica que da un huerto de aguacate nunca la va a dar un cacho de bosque”, por lo que considera que es necesaria una mayor intervención del gobierno para conservar los bosques, además del diagnóstico que él y sus colegas están llevando a cabo para poder hacer una planeación, para saber qué hacer con los aguacates que ya están ahí y con el bosque que debería de estar en su lugar.
La enfermedad desde la ecología
La relación entre el suelo y el aguacate no es solo de dos, en medio se encuentran miles de microorganismos que, al igual que las bacterias, virus y hongos que viven sobre y dentro de nosotros, le ayudan al aguacate a mantener una buena salud. La investigadora Frédérique Reverchon, del Centro Regional del Bajío del Instituto de Ecología (Inecol), localizado en Pátzcuaro, Michoacán, y su grupo de trabajo están estudiando justamente el microbioma de las raíces del aguacate. A ese cúmulo de microbios que, en su pluralidad, son parte de la individualidad del fruto.
Uno de los mayores peligros que sufre es una enfermedad cuya enunciación es maravillosamente poética: tristeza del aguacate (o pudrición o marchitez). Es principalmente causada por un microbio llamado Phytophthora cinnamomi, un organismo al que la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza colocó en la lista de las cien especies invasoras exóticas más dañinas del mundo. Según un estudio de 2022, a nivel global, setenta y cinco por ciento de las huertas de aguacate presentan alguna afectación por esta enfermedad. Tan solo en California, esta tristeza genera pérdidas anuales de hasta treinta millones de dólares.
Sin embargo, la aproximación de Frédérique y su equipo de trabajo no es enfocarse directamente en el patógeno acusado de culpable. “Desde el punto de vista ecológico”, explica, “hablamos de un patobioma”, es decir, una serie de condiciones necesarias para que se presente la enfermedad. “El patógeno nunca se presenta solo”, aclara Frédérique.
En la rizósfera del aguacate, esa pequeña atmósfera alrededor de la raíz, hay un complejo equilibrio que se da entre el árbol, el suelo y los microbios que lo habitan y que conviven con él. Le ayudan a conseguir nutrientes y lo protegen de enfermedades. “En la enfermedad hay una condición de disbiosis, de desequilibrio”, plantea Frédérique. Es decir: sí hay una presencia de patógenos, pero las circunstancias también cambian, junto con el microbioma y el aguacate mismo.
Por ejemplo, cuando la raíz se pudre, empieza a liberar azúcares que atraen a otros patógenos, “entonces estos aumentan en proporción dentro de la rizósfera y se presenta la condición de enfermedad”, concluye Frédérique. Por fortuna, funciona para los dos lados. “Las plantas no son pasivas”, explica, “pueden liberar exudados en las raíces que les ayudan a atraer microbios benéficos para mejorar su situación de salud”.
En su investigación, el grupo de trabajo del Inecol ha estudiado diversas bacterias del microbioma de las raíces del aguacate para entender cuál es su dinámica y qué funciones llevan a cabo en relación con la salud del fruto. A partir de esto, quieren generar biofertilizantes que cuiden al aguacate de posibles plagas, protegiéndolo con bacterias benéficas que ya se encuentran en el suelo de la franja aguacatera.
Las pruebas siguen bajo estudio. “Hemos hecho experimentos en invernaderos con pinos y también con jitomate”, explica Frédérique, aprovechando que este último crece bastante más rápido, “hemos aplicado consorcios [mezclas de varias especies bacterianas] y también biofertilizantes compuestos de una sola especie bacteriana”. Hasta ahora la candidata estrella es una bacteria del género Bacillus, que cual antidepresivo parece ofrecer una gran reducción de síntomas de la tristeza del aguacate.
Pero la curiosidad de la doctora Reverchon no se queda ahí. “Buscamos entender el lenguaje químico que utiliza el aguacate para comunicarse con las bacterias y los hongos benéficos”, entender cómo sucede el reclutamiento de microbios que representan una condición de salud y entender cuáles son los cambios que generan en la enfermedad. Desde la humedad, la temperatura, la presencia y la proporción de ciertas bacterias u hongos, así como los exudados que libera la raíz. “Queremos tener un entendimiento sistémico de las condiciones de salud y enfermedad”.
Aunque su estudio se podría ver como una apología al cultivo de aguacate y la deforestación que lo acompaña, el pensamiento detrás de su investigación es justo el contrario: hacer lo mejor con la situación que tenemos enfrente. Los aguacates no deberían de estar aquí, pero lo están. “Si garantizamos una buena producción del cultivo, no sería necesario seguir expandiendo los huertos de aguacate”, explica Frédérique, “podríamos garantizar buenos ingresos, sin tener que sacrificar el territorio”.
Las palabras de Frédérique resuenan en mi cabeza. Me parece que su aproximación es idónea. La enfermedad desde el punto de vista ecológico. Un bioma que la permite. Es como debemos entender la situación del aguacate en Michoacán. No solo es el problema de la deforestación o el del crimen organizado —que conscientemente he dejado de lado en este artículo por dos razones: una, porque ya muchos otros reportajes de excelente calidad se han escrito, y la otra, para poder darle mayor profundidad a las cuestiones que discuto aquí—. Hay que entender el aguacate desde su historia, desde sus volcanes, suelos y microbios, desde su economía y sociología.
A pesar de ser un negocio millonario, la empresa del aguacate “no es una trasnacional gigante, son más de diez mil productores independientes”. No estamos frente a los colosos de Nestlé o la Coca-Cola. Son las mismas personas que habitan o habitaron la región. “Mucha gente de Michoacán migró con el programa Bracero y después se volvieron productores o pusieron su inversión en el aguacate”, cuenta Viridiana.
En contraste, actualmente tanto la Sierra Purépecha como “la meseta, ya no expulsan migrantes. Es una de las regiones con mayor concentración de población indígena”, explica Viridiana. Estos sitios ofrecen una subsistencia lo suficientemente rentable como para no abandonar el país.
No solamente los huertos son fuentes de empleo, los empaques —como llaman a los locales donde se empaca el aguacate—, son una fuente de ingreso constante para muchas mujeres de la región, “que van desde los cincuenta hasta los dieciocho años”, puntualiza Viridiana, “y pueden elegir entre tiempo completo, medio tiempo o algunos fines de semana, una flexibilidad que permite a muchas continuar con sus estudios”. El aguacate ha estado en Michoacán el suficiente tiempo como para ser un sostén primordial de esta sociedad.
Eso no significa que no se pueda cultivar de mejor manera, principalmente abandonando el monocultivo y llevando a cabo los cambios necesarios para proteger y mejorar la situación de los bosques colindantes con los huertos, como están proponiendo Frédérique y Antonio. Otros colegas suyos están investigando la protección de ruinas arqueológicas que también han entrado en peligro por el crecimiento de los huertos, así como las complicaciones de salud que se están presentando en las comunidades por el uso de pesticidas y fertilizantes químicos.
Está claro que el gobierno debe de llevar la batuta de esta regulación. “Se podría realizar una certificación de comercio justo, un sello que dé derechos a toda la cadena de producción”, propone Viridiana, a la vez que recuerda que quienes se quedan con la mayoría de las ganancias ni siquiera son los productores, sino los intermediarios.
El aguacate encontró en Michoacán un lugar ideal para su crecimiento. Tal vez no debió de haber sucedido, pero ahí está. No podemos borrarlo y resembrar todo el bosque, al menos no sin hacernos responsables de toda la comunidad que vive alrededor de este cultivo. Pero sí podemos plantarlo de una mejor manera.
Aquí se cuenta la improbable historia del aguacate: condenado a desaparecer cuando se extinguieron los mamuts, el fruto fue salvado por los humanos. Hoy el aguacate es un negocio millonario que ha obligado al bosque a entrar en retirada, pero hay científicos que investigan cómo cultivarlo de forma sustentable, sin empobrecer a los más de diez mil productores que dependen de él.
Los aguacates han sido considerados fantasmas, hablando evolutivamente. Sin los mamuts, los perezosos gigantes y el resto de la megafauna que perdimos en la última era de hielo, no quedó ningún animal terrestre cuyo sistema digestivo permitiera el paso libre de una semilla de aguacate como si de una pepita de cereza se tratara. Así, sin sus dispersores naturales, todo pintaba para que cada árbol de este fruto tirara sus semillas directamente debajo de sí mismo, condenado a un ciclo de endogamia que más temprano que tarde culminaría en la extinción.
Para nuestra fortuna, los primeros pobladores humanos de lo que ahora llamamos América llegaron justo a tiempo para presenciar —y probablemente colaborar con— la extinción de dicha megafauna, un espectáculo que disfrutaron entre bocado y bocado de aguacate. El registro arqueológico evidencia que, al menos desde hace ocho mil años, el aguacate ya acompañaba a las poblaciones humanas que se asentaron en el valle de Tehuacán, al sureste de Puebla. En un parpadeo evolutivo, el aguacate cambió de mamífero dispersor, fue salvado de la extinción y ahora habita vastísimas regiones de lo que llamamos México, que hasta hace pocas décadas solían ser bosques. El aguacate no debería de estar ahí, pero lo está.
La llegada de Hass
La llamada franja aguacatera recorre la Sierra Tarasca, o Sierra Purépecha, atravesando de este a oeste la parte norte de Michoacán. La vegetación típica de la región es un bosque de pino y encino. La historia de su deforestación es más antigua que la del cultivo del aguacate en el estado, ya que desde el siglo XIX ese bosque era usado para obtener la materia prima necesaria para trazar el tendido ferroviario de nuestra nación. “Pero esa deforestación no se compara en nada con la que está sucediendo con el aguacate”, me comenta Viridiana Hernández Fernández, de la Universidad de Iowa, quien se encuentra haciendo un estudio histórico sobre el cultivo del aguacate en Michoacán.
Las poblaciones que ocupaban la sierra eran mayoritariamente indígenas y aunque sí hacían uso comercial de los bosques, la recolección de resina y recursos maderables era mínima. Las prácticas agrícolas que realizaban eran únicamente de subsistencia, dejando la agricultura comercial para los valles de la zona, mucho más propensos a los cultivos.
El aguacate que predominaba en ese lugar, de manera silvestre, era el criollo, “de cáscara blanda, que es más acuoso y menos aceitoso”, como lo describe Viridiana, y que pocos rechazaríamos en un taco con sal, pero cuyas características —principalmente las de la cáscara— lo hacen difícil de transportar y, por lo tanto, de comercializar. El aguacate Hass que acapara los escaparates de los supermercados estaba aún lejos, tanto temporal como geográficamente, de ver la luz.
La historia que se cuenta dentro de la familia Hass es que en 1925 Rudolph Hass, con treinta y tres años de edad, vio en una revista una ilustración premonitoria de un árbol de aguacate del que colgaban varios billetes de dólares. Rudolph, quien había llegado a California junto con su esposa hacía apenas un par de años, decide entonces usar todo el dinero que tenía y pedirle un préstamo a su hermana para comprar acre y medio de tierra y sembrarla con distintas variedades de aguacate. Asesorado por un agrónomo local, Hass además compra semillas de un rancho aguacatero cercano, propiedad de un tal Mr. Rideout.
Mediante injertos y polinizaciones cruzadas, múltiples propuestas de un nuevo aguacate fueron llenando el plantío de Hass. Entre ellas, un árbol, que parecía no haber crecido mucho, estaba en la mira de los cultivadores: pensaban arrancarlo hasta que le descubrieron tres pequeños frutos. El árbol no solo había resultado ser precoz —las demás variedades de aguacate tardaban cerca de cinco años en dar fruto—, sino que crecía de manera más vertical, permitiendo plantar más árboles en el terreno. El sabor era adictivo y la cáscara lo suficientemente gruesa como para proteger al fruto en el transporte y en la vida de anaquel. El aguacate Hass había nacido y pronto representaría más del noventa por ciento del que se sembraba en California
Mientras tanto, en México ya “había muchos científicos agrícolas gringos”, explica Viridiana, provenientes en su mayoría de empresas de gran prestigio, “desde Rockefeller hasta la presencia de Ford en Chapingo”. Es en la década de 1950 cuando Estados Unidos vende a empresarios meloneros del valle de Apatzingán, que descansa a los pies de la Sierra Purépecha, los primeros árboles de aguacate Hass que llegan a Michoacán.
Esta primera generación de agricultores de aguacate en Apatzingán es conocida en la zona como “los pioneros”. “Fueron personas que contaban con la oportunidad de invertir”, cuenta Viridiana, “no solamente tenían el capital para poder esperar los cinco años que tarda el Hass en dar frutos comerciables, sino que ya tenían una red de distribución bastante sólida”. La segunda ola de productores de aguacate fueron “profesionistas que [también] tenían la oportunidad de invertir, médicos y abogados, por ejemplo”. No fue hasta la tercera ola, en la década de los ochenta, cuando los campesinos michoacanos y los pequeños productores empezaron a formar parte del cultivo del Hass, foráneo entre los nativos. Un aguacate que no debería de estar ahí, pero lo estaba.
Plagas y fronteras: “Las guerras del aguacate”
En 1994 entró en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Aunque parte del tratado buscaba retirar las restricciones impuestas al comercio agrícola, el aguacate no contaba con tal suerte. “Desde 1914 el aguacate mexicano tenía una cuarentena por parte del Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA)”, explica Viridiana. La causa es que se había encontrado una plaga en un cargamento: la mosca de la fruta.
“En ese momento no fue un gran problema”, detalla Viridiana, “aún no había esta obsesión por el aguacate, y a los productores no les preocupaba mucho porque con el mercado mexicano era más que suficiente”. Pero conforme la industria de este fruto fue creciendo en Michoacán, se empezaron a buscar mercados internacionales, los primeros: Francia, Japón y Canadá. Sin embargo, Estados Unidos, un mercado más grande y el principal socio comercial de México, se veía cada vez más como el mercado a conquistar.
California, en 1994, tenía la hegemonía del mercado estadounidense, “aunque hay que enfatizar que los gringos no comían muchos aguacates”, comenta Viridiana, “en realidad solo se consumían en los estados fronterizos, donde había más migración latina: Texas, Nuevo México, Arizona”. California quería mantener su mercado, así que hizo uso de la cuarentena para evitar que el aguacate mexicano entrara. Empieza entonces un periodo al que Viridiana llama las Avocado Wars, las guerras del aguacate.
Se inicia una negociación que se mantiene estancada durante tres años, hasta que Martín Aluja, científico mexicano experto en la mosca de la fruta —había realizado ya estudios en huertos de papayas y mangos en Veracruz, Morelos y otras partes del país—, ensambló un equipo de colaboradores para evaluar las huertas de aguacate de Michoacán.
El estudio duraría un año y se analizarían más de mil árboles de aguacate, sin lograr encontrar rastro del parásito, ni en las distintas huertas ni en los lugares de empaque del fruto. Para el aguacate Hass que se producía en México, con su cáscara gruesa, la mosca de la fruta no era un problema. Aluja y su equipo de trabajo publicaron los resultados de su estudio en una revista entomológica de Estados Unidos y en 1997 la USDA levantó la cuarentena del aguacate mexicano.
“Pero no de manera absoluta”, aclara Viridiana, “el aguacate mexicano solo podía venderse en el noreste de Estados Unidos y solo cuando California no estuviera en tiempos de cosecha”. Poco a poco el mercado gringo fue cediendo y en 2007 se levantan por completo las restricciones, aunque solamente para el aguacate que proviene de Michoacán. Así, un aguacate gringo, que se hizo mexicano, regresó a conquistar su tierra natal. Anualmente, 1.1 millones de toneladas métricas de aguacate mexicano cruzan la frontera hacia Estados Unidos, aunque no querían que estuviera ahí.
Suelos y volcanes
Sobre el paisaje ha caído la negra nieve.
Sobre el paisaje y la semilla.
José Revueltas, “Visión del Paricutín”
El 20 de febrero de 1943 Dionisio Pulido sintió un estertor en el suelo, vio la tierra abrirse y liberar bocanadas de vapores de fuerte olor. Corrió a avisar a todo el poblado de Parangaricutiro. El Paricutín estaba dando la primera llamada de una explosión que afortunadamente no cobró vidas humanas, pero que sepultó a un pueblo entero que tuvo que relocalizarse en San Juan Nuevo Parangaricutiro.
El efecto en la sierra Purépecha fue mucho más sutil, pero no por ello inconsecuente. Entre las piedras derretidas y los vapores, la ceniza expulsada por el Paricutín fue la que logró llegar más lejos y decantarse sobre el suelo del bosque. La negra nieve. Y le añadió un ingrediente esencial al suelo: potasio.
De por sí, el tipo de suelo que se encuentra en la franja aguacatera —denominado andosol—, profundo, fértil, rico en materia orgánica, volcánico, es ideal para el cultivo del aguacate. “El aguacate es un árbol cuyas raíces son muy profundas”, me explica Viridiana, “y es muy sensible al agua”; las raíces se pudren muy pronto si la hay en exceso, si se queda estancada en el suelo. El potasio ayuda a las raíces a controlar mejor el anegamiento. Así se dieron las condiciones ideales para generar la zona más productiva de aguacate en el mundo. “El treinta por ciento de la producción global de aguacate proviene de la franja aguacatera de Michoacán”, declara Viridiana. En 2021 la producción anual alcanzó 1.8 millones de toneladas.
Conforme las huertas de aguacate han ido usurpando el espacio del bosque, las cuentas ya no salen. “Hay una modificación en la dinámica de los nutrientes”, me explica el doctor Antonio González Rodríguez, investigador del Instituto de Investigaciones en Ecosistemas y Sustentabilidad de la UNAM, campus Morelia. En el bosque, los árboles toman materia orgánica del suelo, que suele regresar a él cuando las hojas, las ramas y los árboles mismos caen. “En el bosque, el ciclado de nutrientes es natural”, narra Antonio, “pero en los huertos se extrae la materia orgánica en forma de aguacate y hay que reponer esos nutrientes para la siguiente cosecha”.
Desde esta perspectiva, Antonio y su equipo de trabajo, junto con colaboradores de la Universidad de Texas en Austin —y un apoyo de Conacyt y el Sistema de Universidades de Texas— decidieron estudiar la calidad de los suelos en las huertas de aguacates y en los bosques que los rodean. “La hipótesis principal era que el bosque iba a tener más carbono almacenado”, declara Antonio. Esta frase tiene que leerse pensando en los servicios ecosistémicos: tener más carbono almacenado en el bosque implica menos dióxido de carbono en la atmósfera y un menor efecto invernadero.
El suelo de todas las huertas de aguacate está manejado, intervenido de distintas maneras para recuperar los nutrientes. “Utilizan estiércol o fertilizantes”, dice Antonio, “y también fumigan los campos”. Todo esto supone un estrés grande para el suelo y sus habitantes. Sin embargo, “no parece haber un deterioro notable, este estrés parece no implicar una gran pérdida de diversidad ni de funcionalidad en el suelo. Salvo en el caso de la lignina, un componente esencial de la madera. La enzima que la degrada la encontramos solamente en los suelos del bosque”.
Le pregunto entonces a Antonio por el olor, “bueno, sí, el olor es muy distinto. No es lo mismo estar en el aire fresco del bosque que en algunos huertos que huelen a… bueno, a estiércol”, me contesta.
Aunque sí han encontrado pequeños cambios. Dentro de las funciones del suelo está la de degradar la materia orgánica y transformarla en otros compuestos. “Junto con la doctora Yunuén Tapia de la ENES [Escuela Nacional de Estudios Superiores] de Morelia, hemos notado diferencias en algunas ecoenzimas”, dice Antonio, refiriéndose a las enzimas que realizan esta labor de degradación y descomposición. “En la mayoría de los casos las variaciones se presentan en la concentración de estas enzimas, pero no en su diversidad”.
Antonio tiene una hipótesis sobre por qué las diferencias son tan ligeras entre el suelo del bosque y el de las huertas de aguacate: “Depende de la condición del bosque”. El de la Sierra Purépecha ya está muy degradado. Actualmente hay trescientas mil hectáreas de huertos de aguacate y cada año se añaden más. “Es un mar de aguacate con pedacitos de bosque”, describe Antonio. La pregunta relevante ahora es ¿qué tan pequeño puede llegar a ser un bosque? “Hay fragmentos de bosque que ya son muy pequeños como para que puedan sobrevivir. Ya no va a haber un recambio generacional”. Lo que buscan Antonio y su equipo es conocer el tamaño mínimo de bosque, el que aún vale la pena conservar, el que aún tiene futuro, para poder planear y tener un mejor manejo del suelo “y evitar que los huertos sigan creciendo hacia donde aún hay un bosque viable”, propone Antonio.
Estos problemas, así como la deforestación causada por los huertos de aguacate, generan una percepción negativa hacia los aguacateros por parte de la opinión pública. “Sí está ejerciendo presión”, dice Antonio, “hay una preocupación por el bosque”. Según él, los productores aguacateros también están preocupados y algunos están empezando a hacer ciertos cambios. “Ahora hay cerca de veinte mil hectáreas de huertos donde se está llevando a cabo un manejo orgánico de los suelos”, sin fertilizantes ni abonos animales, e incluso “hay productores que han estudiado biología en la Universidad de Michoacán y están realizando un cultivo mucho más amigable con el suelo y con la biodiversidad circundante”.
Hay que recordar, también, que los servicios ecosistémicos del bosque subsidian la producción de aguacate. Un ejemplo muy claro es el de la lluvia y la distribución y retención de agua. “La escasez de agua ya está generando conflictos en varios lugares del estado”, declara el investigador. Estas crisis hídricas han llevado a protestas y cierres carreteros para demandar el servicio de agua al estado, además de haber dejado más vulnerables a las comunidades durante la pandemia, ya que no contaban con el agua necesaria para su consumo y aseo.
Sin embargo, Antonio sabe que “la ganancia económica que da un huerto de aguacate nunca la va a dar un cacho de bosque”, por lo que considera que es necesaria una mayor intervención del gobierno para conservar los bosques, además del diagnóstico que él y sus colegas están llevando a cabo para poder hacer una planeación, para saber qué hacer con los aguacates que ya están ahí y con el bosque que debería de estar en su lugar.
La enfermedad desde la ecología
La relación entre el suelo y el aguacate no es solo de dos, en medio se encuentran miles de microorganismos que, al igual que las bacterias, virus y hongos que viven sobre y dentro de nosotros, le ayudan al aguacate a mantener una buena salud. La investigadora Frédérique Reverchon, del Centro Regional del Bajío del Instituto de Ecología (Inecol), localizado en Pátzcuaro, Michoacán, y su grupo de trabajo están estudiando justamente el microbioma de las raíces del aguacate. A ese cúmulo de microbios que, en su pluralidad, son parte de la individualidad del fruto.
Uno de los mayores peligros que sufre es una enfermedad cuya enunciación es maravillosamente poética: tristeza del aguacate (o pudrición o marchitez). Es principalmente causada por un microbio llamado Phytophthora cinnamomi, un organismo al que la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza colocó en la lista de las cien especies invasoras exóticas más dañinas del mundo. Según un estudio de 2022, a nivel global, setenta y cinco por ciento de las huertas de aguacate presentan alguna afectación por esta enfermedad. Tan solo en California, esta tristeza genera pérdidas anuales de hasta treinta millones de dólares.
Sin embargo, la aproximación de Frédérique y su equipo de trabajo no es enfocarse directamente en el patógeno acusado de culpable. “Desde el punto de vista ecológico”, explica, “hablamos de un patobioma”, es decir, una serie de condiciones necesarias para que se presente la enfermedad. “El patógeno nunca se presenta solo”, aclara Frédérique.
En la rizósfera del aguacate, esa pequeña atmósfera alrededor de la raíz, hay un complejo equilibrio que se da entre el árbol, el suelo y los microbios que lo habitan y que conviven con él. Le ayudan a conseguir nutrientes y lo protegen de enfermedades. “En la enfermedad hay una condición de disbiosis, de desequilibrio”, plantea Frédérique. Es decir: sí hay una presencia de patógenos, pero las circunstancias también cambian, junto con el microbioma y el aguacate mismo.
Por ejemplo, cuando la raíz se pudre, empieza a liberar azúcares que atraen a otros patógenos, “entonces estos aumentan en proporción dentro de la rizósfera y se presenta la condición de enfermedad”, concluye Frédérique. Por fortuna, funciona para los dos lados. “Las plantas no son pasivas”, explica, “pueden liberar exudados en las raíces que les ayudan a atraer microbios benéficos para mejorar su situación de salud”.
En su investigación, el grupo de trabajo del Inecol ha estudiado diversas bacterias del microbioma de las raíces del aguacate para entender cuál es su dinámica y qué funciones llevan a cabo en relación con la salud del fruto. A partir de esto, quieren generar biofertilizantes que cuiden al aguacate de posibles plagas, protegiéndolo con bacterias benéficas que ya se encuentran en el suelo de la franja aguacatera.
Las pruebas siguen bajo estudio. “Hemos hecho experimentos en invernaderos con pinos y también con jitomate”, explica Frédérique, aprovechando que este último crece bastante más rápido, “hemos aplicado consorcios [mezclas de varias especies bacterianas] y también biofertilizantes compuestos de una sola especie bacteriana”. Hasta ahora la candidata estrella es una bacteria del género Bacillus, que cual antidepresivo parece ofrecer una gran reducción de síntomas de la tristeza del aguacate.
Pero la curiosidad de la doctora Reverchon no se queda ahí. “Buscamos entender el lenguaje químico que utiliza el aguacate para comunicarse con las bacterias y los hongos benéficos”, entender cómo sucede el reclutamiento de microbios que representan una condición de salud y entender cuáles son los cambios que generan en la enfermedad. Desde la humedad, la temperatura, la presencia y la proporción de ciertas bacterias u hongos, así como los exudados que libera la raíz. “Queremos tener un entendimiento sistémico de las condiciones de salud y enfermedad”.
Aunque su estudio se podría ver como una apología al cultivo de aguacate y la deforestación que lo acompaña, el pensamiento detrás de su investigación es justo el contrario: hacer lo mejor con la situación que tenemos enfrente. Los aguacates no deberían de estar aquí, pero lo están. “Si garantizamos una buena producción del cultivo, no sería necesario seguir expandiendo los huertos de aguacate”, explica Frédérique, “podríamos garantizar buenos ingresos, sin tener que sacrificar el territorio”.
Las palabras de Frédérique resuenan en mi cabeza. Me parece que su aproximación es idónea. La enfermedad desde el punto de vista ecológico. Un bioma que la permite. Es como debemos entender la situación del aguacate en Michoacán. No solo es el problema de la deforestación o el del crimen organizado —que conscientemente he dejado de lado en este artículo por dos razones: una, porque ya muchos otros reportajes de excelente calidad se han escrito, y la otra, para poder darle mayor profundidad a las cuestiones que discuto aquí—. Hay que entender el aguacate desde su historia, desde sus volcanes, suelos y microbios, desde su economía y sociología.
A pesar de ser un negocio millonario, la empresa del aguacate “no es una trasnacional gigante, son más de diez mil productores independientes”. No estamos frente a los colosos de Nestlé o la Coca-Cola. Son las mismas personas que habitan o habitaron la región. “Mucha gente de Michoacán migró con el programa Bracero y después se volvieron productores o pusieron su inversión en el aguacate”, cuenta Viridiana.
En contraste, actualmente tanto la Sierra Purépecha como “la meseta, ya no expulsan migrantes. Es una de las regiones con mayor concentración de población indígena”, explica Viridiana. Estos sitios ofrecen una subsistencia lo suficientemente rentable como para no abandonar el país.
No solamente los huertos son fuentes de empleo, los empaques —como llaman a los locales donde se empaca el aguacate—, son una fuente de ingreso constante para muchas mujeres de la región, “que van desde los cincuenta hasta los dieciocho años”, puntualiza Viridiana, “y pueden elegir entre tiempo completo, medio tiempo o algunos fines de semana, una flexibilidad que permite a muchas continuar con sus estudios”. El aguacate ha estado en Michoacán el suficiente tiempo como para ser un sostén primordial de esta sociedad.
Eso no significa que no se pueda cultivar de mejor manera, principalmente abandonando el monocultivo y llevando a cabo los cambios necesarios para proteger y mejorar la situación de los bosques colindantes con los huertos, como están proponiendo Frédérique y Antonio. Otros colegas suyos están investigando la protección de ruinas arqueológicas que también han entrado en peligro por el crecimiento de los huertos, así como las complicaciones de salud que se están presentando en las comunidades por el uso de pesticidas y fertilizantes químicos.
Está claro que el gobierno debe de llevar la batuta de esta regulación. “Se podría realizar una certificación de comercio justo, un sello que dé derechos a toda la cadena de producción”, propone Viridiana, a la vez que recuerda que quienes se quedan con la mayoría de las ganancias ni siquiera son los productores, sino los intermediarios.
El aguacate encontró en Michoacán un lugar ideal para su crecimiento. Tal vez no debió de haber sucedido, pero ahí está. No podemos borrarlo y resembrar todo el bosque, al menos no sin hacernos responsables de toda la comunidad que vive alrededor de este cultivo. Pero sí podemos plantarlo de una mejor manera.
Ilustración de Fernanda Jiménez.
Aquí se cuenta la improbable historia del aguacate: condenado a desaparecer cuando se extinguieron los mamuts, el fruto fue salvado por los humanos. Hoy el aguacate es un negocio millonario que ha obligado al bosque a entrar en retirada, pero hay científicos que investigan cómo cultivarlo de forma sustentable, sin empobrecer a los más de diez mil productores que dependen de él.
Los aguacates han sido considerados fantasmas, hablando evolutivamente. Sin los mamuts, los perezosos gigantes y el resto de la megafauna que perdimos en la última era de hielo, no quedó ningún animal terrestre cuyo sistema digestivo permitiera el paso libre de una semilla de aguacate como si de una pepita de cereza se tratara. Así, sin sus dispersores naturales, todo pintaba para que cada árbol de este fruto tirara sus semillas directamente debajo de sí mismo, condenado a un ciclo de endogamia que más temprano que tarde culminaría en la extinción.
Para nuestra fortuna, los primeros pobladores humanos de lo que ahora llamamos América llegaron justo a tiempo para presenciar —y probablemente colaborar con— la extinción de dicha megafauna, un espectáculo que disfrutaron entre bocado y bocado de aguacate. El registro arqueológico evidencia que, al menos desde hace ocho mil años, el aguacate ya acompañaba a las poblaciones humanas que se asentaron en el valle de Tehuacán, al sureste de Puebla. En un parpadeo evolutivo, el aguacate cambió de mamífero dispersor, fue salvado de la extinción y ahora habita vastísimas regiones de lo que llamamos México, que hasta hace pocas décadas solían ser bosques. El aguacate no debería de estar ahí, pero lo está.
La llegada de Hass
La llamada franja aguacatera recorre la Sierra Tarasca, o Sierra Purépecha, atravesando de este a oeste la parte norte de Michoacán. La vegetación típica de la región es un bosque de pino y encino. La historia de su deforestación es más antigua que la del cultivo del aguacate en el estado, ya que desde el siglo XIX ese bosque era usado para obtener la materia prima necesaria para trazar el tendido ferroviario de nuestra nación. “Pero esa deforestación no se compara en nada con la que está sucediendo con el aguacate”, me comenta Viridiana Hernández Fernández, de la Universidad de Iowa, quien se encuentra haciendo un estudio histórico sobre el cultivo del aguacate en Michoacán.
Las poblaciones que ocupaban la sierra eran mayoritariamente indígenas y aunque sí hacían uso comercial de los bosques, la recolección de resina y recursos maderables era mínima. Las prácticas agrícolas que realizaban eran únicamente de subsistencia, dejando la agricultura comercial para los valles de la zona, mucho más propensos a los cultivos.
El aguacate que predominaba en ese lugar, de manera silvestre, era el criollo, “de cáscara blanda, que es más acuoso y menos aceitoso”, como lo describe Viridiana, y que pocos rechazaríamos en un taco con sal, pero cuyas características —principalmente las de la cáscara— lo hacen difícil de transportar y, por lo tanto, de comercializar. El aguacate Hass que acapara los escaparates de los supermercados estaba aún lejos, tanto temporal como geográficamente, de ver la luz.
La historia que se cuenta dentro de la familia Hass es que en 1925 Rudolph Hass, con treinta y tres años de edad, vio en una revista una ilustración premonitoria de un árbol de aguacate del que colgaban varios billetes de dólares. Rudolph, quien había llegado a California junto con su esposa hacía apenas un par de años, decide entonces usar todo el dinero que tenía y pedirle un préstamo a su hermana para comprar acre y medio de tierra y sembrarla con distintas variedades de aguacate. Asesorado por un agrónomo local, Hass además compra semillas de un rancho aguacatero cercano, propiedad de un tal Mr. Rideout.
Mediante injertos y polinizaciones cruzadas, múltiples propuestas de un nuevo aguacate fueron llenando el plantío de Hass. Entre ellas, un árbol, que parecía no haber crecido mucho, estaba en la mira de los cultivadores: pensaban arrancarlo hasta que le descubrieron tres pequeños frutos. El árbol no solo había resultado ser precoz —las demás variedades de aguacate tardaban cerca de cinco años en dar fruto—, sino que crecía de manera más vertical, permitiendo plantar más árboles en el terreno. El sabor era adictivo y la cáscara lo suficientemente gruesa como para proteger al fruto en el transporte y en la vida de anaquel. El aguacate Hass había nacido y pronto representaría más del noventa por ciento del que se sembraba en California
Mientras tanto, en México ya “había muchos científicos agrícolas gringos”, explica Viridiana, provenientes en su mayoría de empresas de gran prestigio, “desde Rockefeller hasta la presencia de Ford en Chapingo”. Es en la década de 1950 cuando Estados Unidos vende a empresarios meloneros del valle de Apatzingán, que descansa a los pies de la Sierra Purépecha, los primeros árboles de aguacate Hass que llegan a Michoacán.
Esta primera generación de agricultores de aguacate en Apatzingán es conocida en la zona como “los pioneros”. “Fueron personas que contaban con la oportunidad de invertir”, cuenta Viridiana, “no solamente tenían el capital para poder esperar los cinco años que tarda el Hass en dar frutos comerciables, sino que ya tenían una red de distribución bastante sólida”. La segunda ola de productores de aguacate fueron “profesionistas que [también] tenían la oportunidad de invertir, médicos y abogados, por ejemplo”. No fue hasta la tercera ola, en la década de los ochenta, cuando los campesinos michoacanos y los pequeños productores empezaron a formar parte del cultivo del Hass, foráneo entre los nativos. Un aguacate que no debería de estar ahí, pero lo estaba.
Plagas y fronteras: “Las guerras del aguacate”
En 1994 entró en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Aunque parte del tratado buscaba retirar las restricciones impuestas al comercio agrícola, el aguacate no contaba con tal suerte. “Desde 1914 el aguacate mexicano tenía una cuarentena por parte del Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA)”, explica Viridiana. La causa es que se había encontrado una plaga en un cargamento: la mosca de la fruta.
“En ese momento no fue un gran problema”, detalla Viridiana, “aún no había esta obsesión por el aguacate, y a los productores no les preocupaba mucho porque con el mercado mexicano era más que suficiente”. Pero conforme la industria de este fruto fue creciendo en Michoacán, se empezaron a buscar mercados internacionales, los primeros: Francia, Japón y Canadá. Sin embargo, Estados Unidos, un mercado más grande y el principal socio comercial de México, se veía cada vez más como el mercado a conquistar.
California, en 1994, tenía la hegemonía del mercado estadounidense, “aunque hay que enfatizar que los gringos no comían muchos aguacates”, comenta Viridiana, “en realidad solo se consumían en los estados fronterizos, donde había más migración latina: Texas, Nuevo México, Arizona”. California quería mantener su mercado, así que hizo uso de la cuarentena para evitar que el aguacate mexicano entrara. Empieza entonces un periodo al que Viridiana llama las Avocado Wars, las guerras del aguacate.
Se inicia una negociación que se mantiene estancada durante tres años, hasta que Martín Aluja, científico mexicano experto en la mosca de la fruta —había realizado ya estudios en huertos de papayas y mangos en Veracruz, Morelos y otras partes del país—, ensambló un equipo de colaboradores para evaluar las huertas de aguacate de Michoacán.
El estudio duraría un año y se analizarían más de mil árboles de aguacate, sin lograr encontrar rastro del parásito, ni en las distintas huertas ni en los lugares de empaque del fruto. Para el aguacate Hass que se producía en México, con su cáscara gruesa, la mosca de la fruta no era un problema. Aluja y su equipo de trabajo publicaron los resultados de su estudio en una revista entomológica de Estados Unidos y en 1997 la USDA levantó la cuarentena del aguacate mexicano.
“Pero no de manera absoluta”, aclara Viridiana, “el aguacate mexicano solo podía venderse en el noreste de Estados Unidos y solo cuando California no estuviera en tiempos de cosecha”. Poco a poco el mercado gringo fue cediendo y en 2007 se levantan por completo las restricciones, aunque solamente para el aguacate que proviene de Michoacán. Así, un aguacate gringo, que se hizo mexicano, regresó a conquistar su tierra natal. Anualmente, 1.1 millones de toneladas métricas de aguacate mexicano cruzan la frontera hacia Estados Unidos, aunque no querían que estuviera ahí.
Suelos y volcanes
Sobre el paisaje ha caído la negra nieve.
Sobre el paisaje y la semilla.
José Revueltas, “Visión del Paricutín”
El 20 de febrero de 1943 Dionisio Pulido sintió un estertor en el suelo, vio la tierra abrirse y liberar bocanadas de vapores de fuerte olor. Corrió a avisar a todo el poblado de Parangaricutiro. El Paricutín estaba dando la primera llamada de una explosión que afortunadamente no cobró vidas humanas, pero que sepultó a un pueblo entero que tuvo que relocalizarse en San Juan Nuevo Parangaricutiro.
El efecto en la sierra Purépecha fue mucho más sutil, pero no por ello inconsecuente. Entre las piedras derretidas y los vapores, la ceniza expulsada por el Paricutín fue la que logró llegar más lejos y decantarse sobre el suelo del bosque. La negra nieve. Y le añadió un ingrediente esencial al suelo: potasio.
De por sí, el tipo de suelo que se encuentra en la franja aguacatera —denominado andosol—, profundo, fértil, rico en materia orgánica, volcánico, es ideal para el cultivo del aguacate. “El aguacate es un árbol cuyas raíces son muy profundas”, me explica Viridiana, “y es muy sensible al agua”; las raíces se pudren muy pronto si la hay en exceso, si se queda estancada en el suelo. El potasio ayuda a las raíces a controlar mejor el anegamiento. Así se dieron las condiciones ideales para generar la zona más productiva de aguacate en el mundo. “El treinta por ciento de la producción global de aguacate proviene de la franja aguacatera de Michoacán”, declara Viridiana. En 2021 la producción anual alcanzó 1.8 millones de toneladas.
Conforme las huertas de aguacate han ido usurpando el espacio del bosque, las cuentas ya no salen. “Hay una modificación en la dinámica de los nutrientes”, me explica el doctor Antonio González Rodríguez, investigador del Instituto de Investigaciones en Ecosistemas y Sustentabilidad de la UNAM, campus Morelia. En el bosque, los árboles toman materia orgánica del suelo, que suele regresar a él cuando las hojas, las ramas y los árboles mismos caen. “En el bosque, el ciclado de nutrientes es natural”, narra Antonio, “pero en los huertos se extrae la materia orgánica en forma de aguacate y hay que reponer esos nutrientes para la siguiente cosecha”.
Desde esta perspectiva, Antonio y su equipo de trabajo, junto con colaboradores de la Universidad de Texas en Austin —y un apoyo de Conacyt y el Sistema de Universidades de Texas— decidieron estudiar la calidad de los suelos en las huertas de aguacates y en los bosques que los rodean. “La hipótesis principal era que el bosque iba a tener más carbono almacenado”, declara Antonio. Esta frase tiene que leerse pensando en los servicios ecosistémicos: tener más carbono almacenado en el bosque implica menos dióxido de carbono en la atmósfera y un menor efecto invernadero.
El suelo de todas las huertas de aguacate está manejado, intervenido de distintas maneras para recuperar los nutrientes. “Utilizan estiércol o fertilizantes”, dice Antonio, “y también fumigan los campos”. Todo esto supone un estrés grande para el suelo y sus habitantes. Sin embargo, “no parece haber un deterioro notable, este estrés parece no implicar una gran pérdida de diversidad ni de funcionalidad en el suelo. Salvo en el caso de la lignina, un componente esencial de la madera. La enzima que la degrada la encontramos solamente en los suelos del bosque”.
Le pregunto entonces a Antonio por el olor, “bueno, sí, el olor es muy distinto. No es lo mismo estar en el aire fresco del bosque que en algunos huertos que huelen a… bueno, a estiércol”, me contesta.
Aunque sí han encontrado pequeños cambios. Dentro de las funciones del suelo está la de degradar la materia orgánica y transformarla en otros compuestos. “Junto con la doctora Yunuén Tapia de la ENES [Escuela Nacional de Estudios Superiores] de Morelia, hemos notado diferencias en algunas ecoenzimas”, dice Antonio, refiriéndose a las enzimas que realizan esta labor de degradación y descomposición. “En la mayoría de los casos las variaciones se presentan en la concentración de estas enzimas, pero no en su diversidad”.
Antonio tiene una hipótesis sobre por qué las diferencias son tan ligeras entre el suelo del bosque y el de las huertas de aguacate: “Depende de la condición del bosque”. El de la Sierra Purépecha ya está muy degradado. Actualmente hay trescientas mil hectáreas de huertos de aguacate y cada año se añaden más. “Es un mar de aguacate con pedacitos de bosque”, describe Antonio. La pregunta relevante ahora es ¿qué tan pequeño puede llegar a ser un bosque? “Hay fragmentos de bosque que ya son muy pequeños como para que puedan sobrevivir. Ya no va a haber un recambio generacional”. Lo que buscan Antonio y su equipo es conocer el tamaño mínimo de bosque, el que aún vale la pena conservar, el que aún tiene futuro, para poder planear y tener un mejor manejo del suelo “y evitar que los huertos sigan creciendo hacia donde aún hay un bosque viable”, propone Antonio.
Estos problemas, así como la deforestación causada por los huertos de aguacate, generan una percepción negativa hacia los aguacateros por parte de la opinión pública. “Sí está ejerciendo presión”, dice Antonio, “hay una preocupación por el bosque”. Según él, los productores aguacateros también están preocupados y algunos están empezando a hacer ciertos cambios. “Ahora hay cerca de veinte mil hectáreas de huertos donde se está llevando a cabo un manejo orgánico de los suelos”, sin fertilizantes ni abonos animales, e incluso “hay productores que han estudiado biología en la Universidad de Michoacán y están realizando un cultivo mucho más amigable con el suelo y con la biodiversidad circundante”.
Hay que recordar, también, que los servicios ecosistémicos del bosque subsidian la producción de aguacate. Un ejemplo muy claro es el de la lluvia y la distribución y retención de agua. “La escasez de agua ya está generando conflictos en varios lugares del estado”, declara el investigador. Estas crisis hídricas han llevado a protestas y cierres carreteros para demandar el servicio de agua al estado, además de haber dejado más vulnerables a las comunidades durante la pandemia, ya que no contaban con el agua necesaria para su consumo y aseo.
Sin embargo, Antonio sabe que “la ganancia económica que da un huerto de aguacate nunca la va a dar un cacho de bosque”, por lo que considera que es necesaria una mayor intervención del gobierno para conservar los bosques, además del diagnóstico que él y sus colegas están llevando a cabo para poder hacer una planeación, para saber qué hacer con los aguacates que ya están ahí y con el bosque que debería de estar en su lugar.
La enfermedad desde la ecología
La relación entre el suelo y el aguacate no es solo de dos, en medio se encuentran miles de microorganismos que, al igual que las bacterias, virus y hongos que viven sobre y dentro de nosotros, le ayudan al aguacate a mantener una buena salud. La investigadora Frédérique Reverchon, del Centro Regional del Bajío del Instituto de Ecología (Inecol), localizado en Pátzcuaro, Michoacán, y su grupo de trabajo están estudiando justamente el microbioma de las raíces del aguacate. A ese cúmulo de microbios que, en su pluralidad, son parte de la individualidad del fruto.
Uno de los mayores peligros que sufre es una enfermedad cuya enunciación es maravillosamente poética: tristeza del aguacate (o pudrición o marchitez). Es principalmente causada por un microbio llamado Phytophthora cinnamomi, un organismo al que la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza colocó en la lista de las cien especies invasoras exóticas más dañinas del mundo. Según un estudio de 2022, a nivel global, setenta y cinco por ciento de las huertas de aguacate presentan alguna afectación por esta enfermedad. Tan solo en California, esta tristeza genera pérdidas anuales de hasta treinta millones de dólares.
Sin embargo, la aproximación de Frédérique y su equipo de trabajo no es enfocarse directamente en el patógeno acusado de culpable. “Desde el punto de vista ecológico”, explica, “hablamos de un patobioma”, es decir, una serie de condiciones necesarias para que se presente la enfermedad. “El patógeno nunca se presenta solo”, aclara Frédérique.
En la rizósfera del aguacate, esa pequeña atmósfera alrededor de la raíz, hay un complejo equilibrio que se da entre el árbol, el suelo y los microbios que lo habitan y que conviven con él. Le ayudan a conseguir nutrientes y lo protegen de enfermedades. “En la enfermedad hay una condición de disbiosis, de desequilibrio”, plantea Frédérique. Es decir: sí hay una presencia de patógenos, pero las circunstancias también cambian, junto con el microbioma y el aguacate mismo.
Por ejemplo, cuando la raíz se pudre, empieza a liberar azúcares que atraen a otros patógenos, “entonces estos aumentan en proporción dentro de la rizósfera y se presenta la condición de enfermedad”, concluye Frédérique. Por fortuna, funciona para los dos lados. “Las plantas no son pasivas”, explica, “pueden liberar exudados en las raíces que les ayudan a atraer microbios benéficos para mejorar su situación de salud”.
En su investigación, el grupo de trabajo del Inecol ha estudiado diversas bacterias del microbioma de las raíces del aguacate para entender cuál es su dinámica y qué funciones llevan a cabo en relación con la salud del fruto. A partir de esto, quieren generar biofertilizantes que cuiden al aguacate de posibles plagas, protegiéndolo con bacterias benéficas que ya se encuentran en el suelo de la franja aguacatera.
Las pruebas siguen bajo estudio. “Hemos hecho experimentos en invernaderos con pinos y también con jitomate”, explica Frédérique, aprovechando que este último crece bastante más rápido, “hemos aplicado consorcios [mezclas de varias especies bacterianas] y también biofertilizantes compuestos de una sola especie bacteriana”. Hasta ahora la candidata estrella es una bacteria del género Bacillus, que cual antidepresivo parece ofrecer una gran reducción de síntomas de la tristeza del aguacate.
Pero la curiosidad de la doctora Reverchon no se queda ahí. “Buscamos entender el lenguaje químico que utiliza el aguacate para comunicarse con las bacterias y los hongos benéficos”, entender cómo sucede el reclutamiento de microbios que representan una condición de salud y entender cuáles son los cambios que generan en la enfermedad. Desde la humedad, la temperatura, la presencia y la proporción de ciertas bacterias u hongos, así como los exudados que libera la raíz. “Queremos tener un entendimiento sistémico de las condiciones de salud y enfermedad”.
Aunque su estudio se podría ver como una apología al cultivo de aguacate y la deforestación que lo acompaña, el pensamiento detrás de su investigación es justo el contrario: hacer lo mejor con la situación que tenemos enfrente. Los aguacates no deberían de estar aquí, pero lo están. “Si garantizamos una buena producción del cultivo, no sería necesario seguir expandiendo los huertos de aguacate”, explica Frédérique, “podríamos garantizar buenos ingresos, sin tener que sacrificar el territorio”.
Las palabras de Frédérique resuenan en mi cabeza. Me parece que su aproximación es idónea. La enfermedad desde el punto de vista ecológico. Un bioma que la permite. Es como debemos entender la situación del aguacate en Michoacán. No solo es el problema de la deforestación o el del crimen organizado —que conscientemente he dejado de lado en este artículo por dos razones: una, porque ya muchos otros reportajes de excelente calidad se han escrito, y la otra, para poder darle mayor profundidad a las cuestiones que discuto aquí—. Hay que entender el aguacate desde su historia, desde sus volcanes, suelos y microbios, desde su economía y sociología.
A pesar de ser un negocio millonario, la empresa del aguacate “no es una trasnacional gigante, son más de diez mil productores independientes”. No estamos frente a los colosos de Nestlé o la Coca-Cola. Son las mismas personas que habitan o habitaron la región. “Mucha gente de Michoacán migró con el programa Bracero y después se volvieron productores o pusieron su inversión en el aguacate”, cuenta Viridiana.
En contraste, actualmente tanto la Sierra Purépecha como “la meseta, ya no expulsan migrantes. Es una de las regiones con mayor concentración de población indígena”, explica Viridiana. Estos sitios ofrecen una subsistencia lo suficientemente rentable como para no abandonar el país.
No solamente los huertos son fuentes de empleo, los empaques —como llaman a los locales donde se empaca el aguacate—, son una fuente de ingreso constante para muchas mujeres de la región, “que van desde los cincuenta hasta los dieciocho años”, puntualiza Viridiana, “y pueden elegir entre tiempo completo, medio tiempo o algunos fines de semana, una flexibilidad que permite a muchas continuar con sus estudios”. El aguacate ha estado en Michoacán el suficiente tiempo como para ser un sostén primordial de esta sociedad.
Eso no significa que no se pueda cultivar de mejor manera, principalmente abandonando el monocultivo y llevando a cabo los cambios necesarios para proteger y mejorar la situación de los bosques colindantes con los huertos, como están proponiendo Frédérique y Antonio. Otros colegas suyos están investigando la protección de ruinas arqueológicas que también han entrado en peligro por el crecimiento de los huertos, así como las complicaciones de salud que se están presentando en las comunidades por el uso de pesticidas y fertilizantes químicos.
Está claro que el gobierno debe de llevar la batuta de esta regulación. “Se podría realizar una certificación de comercio justo, un sello que dé derechos a toda la cadena de producción”, propone Viridiana, a la vez que recuerda que quienes se quedan con la mayoría de las ganancias ni siquiera son los productores, sino los intermediarios.
El aguacate encontró en Michoacán un lugar ideal para su crecimiento. Tal vez no debió de haber sucedido, pero ahí está. No podemos borrarlo y resembrar todo el bosque, al menos no sin hacernos responsables de toda la comunidad que vive alrededor de este cultivo. Pero sí podemos plantarlo de una mejor manera.
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