Los mundos que caben en La Merced

Los mundos que caben en La Merced

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
24
.
09
.
21
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Los mercados de Sonora y de la Merced se crearon para ordenar el comercio en la Ciudad de México, con el mandato de hacerla más higiénica y mejor organizada, aunque también son una respuesta a la americanización del estilo de vida. Esta crónica hace un repaso histórico y a pie de ambos mercados.

“Vas a frotártelo entre las manos y a pasártelo por todo el cuerpo, por los brazos, y a sacudirte como si tuvieras mucho polvo”, me dice Manuel Valadés, quien trabaja haciendo limpias en el mercado Sonora desde hace ya más de veinte años, mientras me enseña los movimientos que quiere que imite. Después me echa aguarrás con un atomizador porque el emblemático escupitajo de los rituales de santería tuvo que improvisar un intermediario en tiempos de covid.

Valadés viste una playera negra con letras doradas que dicen: “Todos los hombres son iguales, pero los de septiembre son mejores”. Me genera más confianza su signo del zodiaco que las medidas de seguridad. Sí, lleva puesto el cubrebocas, salvo cuando fuma un puro para bañarme con su espeso humo, e incluso me ofreció desinfectante antes de iniciar el ritual. Detrás de mí, sobre un estante y en un plato de unicel, hay unas enchiladas a medio comer y, junto a ellas, un cráneo –enfunde, le dice Manuel– y un papel con algo escrito, prendido con un alfiler a la cera de una vela color marrón. “Es una petición”, aclara Valadés cuando nota que llevo un rato con la mirada fija en aquel altar. “Cualquier duda que tengas, te voy explicando”. Por un momento logra hacerme pensar que el covid no es lo peor que puede entrar a mi cuerpo.

El Mercado de Sonora es parte del complejo comercial de La Merced. Junto con seis mercados –la nave mayor, la menor, la sección de comidas, la de dulces, la de flores y San Ciprián–, fue fundado el 23 de septiembre de 1957 por el presidente Adolfo Ruiz Cortines y por el regente de la Ciudad de México, Ernesto Uruchurtu. Los proyectos estaban enmarcados en un intento por ordenar una ciudad que pasó de un millón doscientos mil habitantes en 1930 a casi cinco millones en 1960.

Durante su gestión, de 1952 a 1966, el Regente de Hierro creó más de 150 mercados y casi todos fueron inaugurados a finales de los cincuenta. Uruchurtu mezcló en su persona la modernidad y la regresión social. “Va de la mano de la idea de higienización”, me dice la historiadora y divulgadora Veka Duncan. Para Uruchurtu, continúa Duncan, ordenar la ciudad en general y, en particular, sacar a los tianguis de las calles y colocarlos en espacios cerrados y ordenados, como en Europa o Estados Unidos, era esencial para crear un ambiente de salubridad y modernidad.

En el Mercado de la Merced y el Mercado de Sonora hay desde animales exóticos y santería y vendedores ambulantes de todo tipo.
REUTERS/Henry Romero

Hoy en día, en contra de lo que soñó Uruchurtu, caminar por los pasillos del Mercado de Sonora no provoca una sensación de modernidad. Tampoco es un espacio “sacado de otra época”, es más como un lado oscuro del presente. En los pasillos del fondo se pueden ver lo mismo perros, gatos y conejos que gallinas, palomas y hasta chivos en jaulas donde apenas caben. El “pásele, güerito” se confunde con ladridos, cacareos y balidos que reverberan por los pasillos. Entre ese ruido que no cesa, bajo la luz escasa y rodeado del penetrante olor a animal, me recorre el cuerpo una sensación de peligro, una punzada en el estómago que siento cuando desobedezco.

De nuevo, para disgusto de Uruchurtu, el mercado tampoco parece particularmente higiénico. Las jaulas y los animales me recuerdan los mercados húmedos chinos, como el de Wuhan, al que se le cree culpable de la pandemia que padecemos desde hace más de año y medio. Cuando la venta de animales de granja termina, da paso a las especies exóticas. En un lugar venden iguanas y hasta un camaleón en un pequeño terrario. La señora me dice que comen grillos y que me lo puedo llevar por cinco mil pesos.

Sigo caminando hasta toparme con un joven moreno, atlético, atractivo; viste una playera negra sin mangas y el pantalón de mezclilla le queda un poco grande. Pero vende canarios y pericos, mascotas que asocio con las abuelas. Mientras fuma pregunta si no quiero comprar un loro. “Todos estos hablan”, me dice, “pero también hay que estarles hablando para que aprendan”. Sin soltar el cigarro, saca a un pajarito amarillo y verde de una jaula de rejilla blanca y me lo pone en las manos. Da una calada y suelta el humo: “Cuesta mil seiscientos pesos”. Empiezo a acariciar al lorito con temor de que se me caiga; sigo haciéndolo como para convencerlo de que no se vaya.

Miro hacia arriba: cuelga sobre nosotros una jaula donde está un loro grande, de esos que uno imagina volando libre en la selva, pero éste tiene aspecto de zombi: con plumas arrancadas, ojos delirantes y un hambre voraz que se nota en los picotazos que le propina a una manzana roja. El joven trata de sacarlo para mostrármelo... entonces el pájaro comienza a gritar. Él de todas formas lo agarra y yo no puedo evitar hacer una mueca porque pienso que lo lastima. Finalmente, lo pone sobre unos travesaños de madera para que esté en paz y yo, su marchante, lo pueda ver. Para mi sorpresa, el loro, en efecto, se calma. “Éste, porque es más grande, cuesta cuatro mil”. Al fondo hay canarios, unos cardenales rojos y unos pericos importados. Una señora mayor mira embelesada las aves y pregunta por los canarios. “Son muy bonitas”, me dice, sonríe y sigue viendo los pajaritos. Yo le digo al muchacho que si me puede dar su número para avisarle si me decido por alguno. “No hace falta. Aquí ya sabes que está el local”.

En el Mercado de la Merced y el Mercado de Sonora hay desde animales exóticos y santería y vendedores ambulantes de todo tipo.
REUTERS/Gustavo Graf

***

“A la higienización se suma otro fenómeno muy interesante: la americanización de la vida”. Veka Duncan explica que, a partir de la época de Miguel Alemán, la gente empezó a adoptar actividades del estilo vida estadounidense de la posguerra, como ir al supermercado. En 1948 abrieron en la Ciudad de México los Almacenes Blanco y en 1955, El Sardinero, ambos supermercados españoles. En ese contexto se da la construcción de los nuevos mercados como una respuesta desde el Estado a esa demanda de modernidad, detalla Duncan.

Visto así, quizá haya algo de modernidad en el Mercado de Sonora. La globalización se hace presente en los jabones mágicos, sí, pero fabricados masivamente; las fragancias de hierbas curativas están procesadas a tal grado que parecen botellas con sustancias para limpiar pisos; y las figuras de la Santa Muerte, san Judas y Jesús Malverde son sospechosamente iguales en todos los puestos.

Solamente en uno descubro algo que no he visto en ningún otro sitio. De una soga al cuello cuelga un muñeco, es la réplica de un bebé, pero tiene ojos amarillos como de reptil, colmillos y vómito verde sobre la tela de su mameluco. Un joven de veintipocos años, que atiende el sitio, me explica que sirve para absorber las energías negativas, que los usan los brujos y curanderos en los sitios donde realizan las limpias. Le pregunto si él hace esos muñecos. Como si lo hubiera acusado de un crimen, responde: “¿Quién?, ¿yo?”. Se pone nervioso, baja la mirada y empieza a sobar con mayor intensidad la figura de un diablo de piedra que tiene en la mano izquierda: “No, así nos lo trae el proveedor”.

***

Afuera del Mercado de Sonora, por la calle de Rosario, cruzando la avenida Fray Servando y hasta llegar a la nave mayor no queda nada de la pretensión de “orden y limpieza” del regente Uruchurtu. Como flores del pavimento brotan puestos con lonas azules y amarillas, anuncian que venden de todo en esos letreros fosforescentes en los que están escritas tablas de multiplicar sin resultados: dos por diez, tres por quince, cuatro por cien.

Por la esquina de Rosario y Adolfo Gurrión, en el barrio de la Merced, veo asomarse uno de esos camiones que mueven toneladas de frutas o animales, toneladas de carga. “Voy con Dios, si no vuelvo estoy con él”, dice la leyenda pegada en el parabrisas. El motor ruge mientras el chofer maniobra para intentar pasar en la estrecha calle que dejan libre los puestos. La multitud que ocupaba todo el asfalto ahora cabe en un tercio del espacio, y el camión no se detiene, avanza como una bestia lenta y llena de smog el ambiente. Veo pasar, a unos centímetros de mí, sus llantas enormes que me llegan a la cintura e imagino el dolor de terminar con un pie aplastado. Finalmente, el camión cruza, este mundo recupera su forma habitual y la multitud vuelve a ser un fluido que no se detiene.

En el Mercado de la Merced y el Mercado de Sonora hay desde animales exóticos y santería y vendedores ambulantes de todo tipo.
REUTERS/Carlos Jasso

Se disipa el aire pesado del Mercado de Sonora y queda una vibración interminable. Es el bullicio de la Ciudad de México, apretujado. En los alrededores de las naves se forman callejuelas de puestos que obstruyen parte de la luz; para caminar en ellos es preciso esquivar personas, puestos móviles en medio del océano de ambulantes, letreros y extensiones que salen como ramas de cada uno de los locales. Aun en aquel caos expansivo hay un orden. Conforme acepto la idea de que me perdí, empiezo a disfrutar la organización temática –y eso que no llego todavía al mercado-mercado– que va de los útiles escolares a los uniformes, luego a los juguetes y a los dulces. Una payasita de nombre Krystel es un negocio ambulante en sí mismo: me da su tarjeta, ofrece “shows interactivos” para fiestas infantiles.

Finalmente, el laberinto me arroja al interior de la nave mayor y me doy cuenta de que es una especie de catedral porque la altura del edificio empequeñece a los marchantes. Los puestos de chiles, verduras y frutas siguen un orden impecable, casi obsesivo: las naranjas van con las naranjas, el chile cascabel con el chile cascabel. Esa sensación es todavía más abrumadora en el mercado de las flores, dominado por las artificiales. De plástico o de papel crepé, las flores corren desde lo alto de los puestos y bajan como formando enredaderas y hermosos jardines verticales, pero no por eso están vivos. La Merced, aun con aquel hervidero de personas y mercancías, encuentra la forma de colocar a cada quien con su cada cual por la inercia de la historia.

El antropólogo urbano José Ignacio Lanzagorta dice que la ciudad antes de finales del siglo XVIII estaba organizada por “corporaciones”, es decir, las zonas se regían a partir de los gremios –carniceros, sastres, peleteros–. Con los proyectos de ciudad moderna, de finales del siglo XVIII y hasta la fecha, la configuración urbana ya no pretende organizarse a partir de las corporaciones. Un resultado de ello está en las vocaciones de los mercados: un aspecto de la ciudad ya no se ve en las calles, sino que se confina dentro de los edificios de mercados. Lanzagorta insiste en que esa organización gremial no es un presindicato porque la cohesión no está tanto en la labor, sino en el santo patrón que comparten y en su relación con la iglesia: san Bartolomé, patrono de los carniceros; san Honorato, de los panaderos; santa Marta, patrona de los cocineros y meseros. Los rastros de esa religiosidad gremial siguen presentes en los nichos que hay en las distintas naves de los mercados, pero también se desordenan.

En el Mercado de Sonora hay un nicho con vírgenes, niños dioses y santas muertes, una suerte de buffet teológico para que cada quien llegue y se sirva. En las demás naves de La Merced también hay pequeños nichos con vírgenes. La gente pasa y, sin dudarlo, se persigna, como respetando una aduana espiritual de la ciudad-mercado que existe entre estos muros. Bueno, es un decir, porque La Merced se desborda y, más allá de ella, los mercados de esta ciudad son incontenibles.

Al respecto, Lanzagorta dice que el ambulantaje se coloca afuera de los mercados formales desde la época virreinal. Pasaba con el mercado de El Parián, en lo que hoy es el Zócalo; era un mercado mayorista y a su alrededor había un mercado informal, conocido como El Baratillo, para la venta al menudeo. Pasó lo mismo con el proyecto inaugurado en 1880 para La Merced, un mercado de estilo francés que fue insuficiente; pasó después con el sueño aséptico de Uruchurtu.

REUTERS/Carlos Jasso

“Yo siento que La Merced se asfixia”, me dice Karen Valles, una de sus vendedoras. Me explica que la gente ya ni siquiera entra a las naves porque se queda en los puestos ambulantes, y eso no es justo para quienes tienen locales formales. Karen nació en La Merced, ha vivido toda su vida ahí, recuerda que de niña acompañaba a su mamá a vender antojitos al mercado y jugaba con otros niños de La Merced en las jardineras contiguas a las naves.

Karen tenía una tiendita en El Banquetón, un mercado informal que surgió junto con el proyecto de 1967 y se integró con los ambulantes que se colocaban entre la nave mayor y menor, sobre la banqueta, de ahí el nombre. Según Karen, los locatarios más viejos le contaron que los ambulantes se pusieron ahí porque los clientes no entraban, les parecía que aquella inmensa nave mayor estaba muy vacía. Al ubicarse en la parte exterior, ayudaban a que la gente se acercara. Por eso, en 1965 terminaron por formalizarlos, aunque no estuvieran dentro del edificio de mercado, dice Karen, haciendo mucho hincapié en que ocupaban la banqueta y, por lo tanto, no estaban afuera de la nave. Ella, en cualquier caso, ya no tiene un puesto: por los incendios de 2013 y 2019, y por las obras de reconstrucción, tuvo que dejarlo y comenzar a vender en el área de informales. La nueva situación ya era mala y con la pandemia se agravó. “No podía dejar de trabajar. Dejar de trabajar es un lujo que no me puedo dar”.

Los incendios en los mercados son eventos traumáticos, así los describe Lanzagorta y explica que provocan un reacomodo de fuerzas que está ligado a la reubicación de los locatarios. Quién es desplazado y a dónde, eso altera los apoyos de los distintos líderes del mercado. En el incendio del 23 de febrero de 2013 se quemó el 70% de la nave mayor, dos mil locales quedaron calcinados. En el incendio del 24 de diciembre de 2019, seiscientos locales más se perdieron.

La Merced no sólo se ha enfrentado a incendios, sino a otras amenazas que podrían hacerla desaparecer. Hoy la ponen en riesgo las tiendas de autoservicio, abiertas las veinticuatro horas. Antes fue la inauguración de la Central de Abasto, en 1982. Sin embargo, aquí está: una bestia muy antigua, que ronda un exconvento de finales del siglo XVI. Ha pasado por tanto. En su aniversario nos garantiza que es incapaz de morir.

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Los mercados de Sonora y de la Merced se crearon para ordenar el comercio en la Ciudad de México, con el mandato de hacerla más higiénica y mejor organizada, aunque también son una respuesta a la americanización del estilo de vida. Esta crónica hace un repaso histórico y a pie de ambos mercados.

“Vas a frotártelo entre las manos y a pasártelo por todo el cuerpo, por los brazos, y a sacudirte como si tuvieras mucho polvo”, me dice Manuel Valadés, quien trabaja haciendo limpias en el mercado Sonora desde hace ya más de veinte años, mientras me enseña los movimientos que quiere que imite. Después me echa aguarrás con un atomizador porque el emblemático escupitajo de los rituales de santería tuvo que improvisar un intermediario en tiempos de covid.

Valadés viste una playera negra con letras doradas que dicen: “Todos los hombres son iguales, pero los de septiembre son mejores”. Me genera más confianza su signo del zodiaco que las medidas de seguridad. Sí, lleva puesto el cubrebocas, salvo cuando fuma un puro para bañarme con su espeso humo, e incluso me ofreció desinfectante antes de iniciar el ritual. Detrás de mí, sobre un estante y en un plato de unicel, hay unas enchiladas a medio comer y, junto a ellas, un cráneo –enfunde, le dice Manuel– y un papel con algo escrito, prendido con un alfiler a la cera de una vela color marrón. “Es una petición”, aclara Valadés cuando nota que llevo un rato con la mirada fija en aquel altar. “Cualquier duda que tengas, te voy explicando”. Por un momento logra hacerme pensar que el covid no es lo peor que puede entrar a mi cuerpo.

El Mercado de Sonora es parte del complejo comercial de La Merced. Junto con seis mercados –la nave mayor, la menor, la sección de comidas, la de dulces, la de flores y San Ciprián–, fue fundado el 23 de septiembre de 1957 por el presidente Adolfo Ruiz Cortines y por el regente de la Ciudad de México, Ernesto Uruchurtu. Los proyectos estaban enmarcados en un intento por ordenar una ciudad que pasó de un millón doscientos mil habitantes en 1930 a casi cinco millones en 1960.

Durante su gestión, de 1952 a 1966, el Regente de Hierro creó más de 150 mercados y casi todos fueron inaugurados a finales de los cincuenta. Uruchurtu mezcló en su persona la modernidad y la regresión social. “Va de la mano de la idea de higienización”, me dice la historiadora y divulgadora Veka Duncan. Para Uruchurtu, continúa Duncan, ordenar la ciudad en general y, en particular, sacar a los tianguis de las calles y colocarlos en espacios cerrados y ordenados, como en Europa o Estados Unidos, era esencial para crear un ambiente de salubridad y modernidad.

En el Mercado de la Merced y el Mercado de Sonora hay desde animales exóticos y santería y vendedores ambulantes de todo tipo.
REUTERS/Henry Romero

Hoy en día, en contra de lo que soñó Uruchurtu, caminar por los pasillos del Mercado de Sonora no provoca una sensación de modernidad. Tampoco es un espacio “sacado de otra época”, es más como un lado oscuro del presente. En los pasillos del fondo se pueden ver lo mismo perros, gatos y conejos que gallinas, palomas y hasta chivos en jaulas donde apenas caben. El “pásele, güerito” se confunde con ladridos, cacareos y balidos que reverberan por los pasillos. Entre ese ruido que no cesa, bajo la luz escasa y rodeado del penetrante olor a animal, me recorre el cuerpo una sensación de peligro, una punzada en el estómago que siento cuando desobedezco.

De nuevo, para disgusto de Uruchurtu, el mercado tampoco parece particularmente higiénico. Las jaulas y los animales me recuerdan los mercados húmedos chinos, como el de Wuhan, al que se le cree culpable de la pandemia que padecemos desde hace más de año y medio. Cuando la venta de animales de granja termina, da paso a las especies exóticas. En un lugar venden iguanas y hasta un camaleón en un pequeño terrario. La señora me dice que comen grillos y que me lo puedo llevar por cinco mil pesos.

Sigo caminando hasta toparme con un joven moreno, atlético, atractivo; viste una playera negra sin mangas y el pantalón de mezclilla le queda un poco grande. Pero vende canarios y pericos, mascotas que asocio con las abuelas. Mientras fuma pregunta si no quiero comprar un loro. “Todos estos hablan”, me dice, “pero también hay que estarles hablando para que aprendan”. Sin soltar el cigarro, saca a un pajarito amarillo y verde de una jaula de rejilla blanca y me lo pone en las manos. Da una calada y suelta el humo: “Cuesta mil seiscientos pesos”. Empiezo a acariciar al lorito con temor de que se me caiga; sigo haciéndolo como para convencerlo de que no se vaya.

Miro hacia arriba: cuelga sobre nosotros una jaula donde está un loro grande, de esos que uno imagina volando libre en la selva, pero éste tiene aspecto de zombi: con plumas arrancadas, ojos delirantes y un hambre voraz que se nota en los picotazos que le propina a una manzana roja. El joven trata de sacarlo para mostrármelo... entonces el pájaro comienza a gritar. Él de todas formas lo agarra y yo no puedo evitar hacer una mueca porque pienso que lo lastima. Finalmente, lo pone sobre unos travesaños de madera para que esté en paz y yo, su marchante, lo pueda ver. Para mi sorpresa, el loro, en efecto, se calma. “Éste, porque es más grande, cuesta cuatro mil”. Al fondo hay canarios, unos cardenales rojos y unos pericos importados. Una señora mayor mira embelesada las aves y pregunta por los canarios. “Son muy bonitas”, me dice, sonríe y sigue viendo los pajaritos. Yo le digo al muchacho que si me puede dar su número para avisarle si me decido por alguno. “No hace falta. Aquí ya sabes que está el local”.

En el Mercado de la Merced y el Mercado de Sonora hay desde animales exóticos y santería y vendedores ambulantes de todo tipo.
REUTERS/Gustavo Graf

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“A la higienización se suma otro fenómeno muy interesante: la americanización de la vida”. Veka Duncan explica que, a partir de la época de Miguel Alemán, la gente empezó a adoptar actividades del estilo vida estadounidense de la posguerra, como ir al supermercado. En 1948 abrieron en la Ciudad de México los Almacenes Blanco y en 1955, El Sardinero, ambos supermercados españoles. En ese contexto se da la construcción de los nuevos mercados como una respuesta desde el Estado a esa demanda de modernidad, detalla Duncan.

Visto así, quizá haya algo de modernidad en el Mercado de Sonora. La globalización se hace presente en los jabones mágicos, sí, pero fabricados masivamente; las fragancias de hierbas curativas están procesadas a tal grado que parecen botellas con sustancias para limpiar pisos; y las figuras de la Santa Muerte, san Judas y Jesús Malverde son sospechosamente iguales en todos los puestos.

Solamente en uno descubro algo que no he visto en ningún otro sitio. De una soga al cuello cuelga un muñeco, es la réplica de un bebé, pero tiene ojos amarillos como de reptil, colmillos y vómito verde sobre la tela de su mameluco. Un joven de veintipocos años, que atiende el sitio, me explica que sirve para absorber las energías negativas, que los usan los brujos y curanderos en los sitios donde realizan las limpias. Le pregunto si él hace esos muñecos. Como si lo hubiera acusado de un crimen, responde: “¿Quién?, ¿yo?”. Se pone nervioso, baja la mirada y empieza a sobar con mayor intensidad la figura de un diablo de piedra que tiene en la mano izquierda: “No, así nos lo trae el proveedor”.

***

Afuera del Mercado de Sonora, por la calle de Rosario, cruzando la avenida Fray Servando y hasta llegar a la nave mayor no queda nada de la pretensión de “orden y limpieza” del regente Uruchurtu. Como flores del pavimento brotan puestos con lonas azules y amarillas, anuncian que venden de todo en esos letreros fosforescentes en los que están escritas tablas de multiplicar sin resultados: dos por diez, tres por quince, cuatro por cien.

Por la esquina de Rosario y Adolfo Gurrión, en el barrio de la Merced, veo asomarse uno de esos camiones que mueven toneladas de frutas o animales, toneladas de carga. “Voy con Dios, si no vuelvo estoy con él”, dice la leyenda pegada en el parabrisas. El motor ruge mientras el chofer maniobra para intentar pasar en la estrecha calle que dejan libre los puestos. La multitud que ocupaba todo el asfalto ahora cabe en un tercio del espacio, y el camión no se detiene, avanza como una bestia lenta y llena de smog el ambiente. Veo pasar, a unos centímetros de mí, sus llantas enormes que me llegan a la cintura e imagino el dolor de terminar con un pie aplastado. Finalmente, el camión cruza, este mundo recupera su forma habitual y la multitud vuelve a ser un fluido que no se detiene.

En el Mercado de la Merced y el Mercado de Sonora hay desde animales exóticos y santería y vendedores ambulantes de todo tipo.
REUTERS/Carlos Jasso

Se disipa el aire pesado del Mercado de Sonora y queda una vibración interminable. Es el bullicio de la Ciudad de México, apretujado. En los alrededores de las naves se forman callejuelas de puestos que obstruyen parte de la luz; para caminar en ellos es preciso esquivar personas, puestos móviles en medio del océano de ambulantes, letreros y extensiones que salen como ramas de cada uno de los locales. Aun en aquel caos expansivo hay un orden. Conforme acepto la idea de que me perdí, empiezo a disfrutar la organización temática –y eso que no llego todavía al mercado-mercado– que va de los útiles escolares a los uniformes, luego a los juguetes y a los dulces. Una payasita de nombre Krystel es un negocio ambulante en sí mismo: me da su tarjeta, ofrece “shows interactivos” para fiestas infantiles.

Finalmente, el laberinto me arroja al interior de la nave mayor y me doy cuenta de que es una especie de catedral porque la altura del edificio empequeñece a los marchantes. Los puestos de chiles, verduras y frutas siguen un orden impecable, casi obsesivo: las naranjas van con las naranjas, el chile cascabel con el chile cascabel. Esa sensación es todavía más abrumadora en el mercado de las flores, dominado por las artificiales. De plástico o de papel crepé, las flores corren desde lo alto de los puestos y bajan como formando enredaderas y hermosos jardines verticales, pero no por eso están vivos. La Merced, aun con aquel hervidero de personas y mercancías, encuentra la forma de colocar a cada quien con su cada cual por la inercia de la historia.

El antropólogo urbano José Ignacio Lanzagorta dice que la ciudad antes de finales del siglo XVIII estaba organizada por “corporaciones”, es decir, las zonas se regían a partir de los gremios –carniceros, sastres, peleteros–. Con los proyectos de ciudad moderna, de finales del siglo XVIII y hasta la fecha, la configuración urbana ya no pretende organizarse a partir de las corporaciones. Un resultado de ello está en las vocaciones de los mercados: un aspecto de la ciudad ya no se ve en las calles, sino que se confina dentro de los edificios de mercados. Lanzagorta insiste en que esa organización gremial no es un presindicato porque la cohesión no está tanto en la labor, sino en el santo patrón que comparten y en su relación con la iglesia: san Bartolomé, patrono de los carniceros; san Honorato, de los panaderos; santa Marta, patrona de los cocineros y meseros. Los rastros de esa religiosidad gremial siguen presentes en los nichos que hay en las distintas naves de los mercados, pero también se desordenan.

En el Mercado de Sonora hay un nicho con vírgenes, niños dioses y santas muertes, una suerte de buffet teológico para que cada quien llegue y se sirva. En las demás naves de La Merced también hay pequeños nichos con vírgenes. La gente pasa y, sin dudarlo, se persigna, como respetando una aduana espiritual de la ciudad-mercado que existe entre estos muros. Bueno, es un decir, porque La Merced se desborda y, más allá de ella, los mercados de esta ciudad son incontenibles.

Al respecto, Lanzagorta dice que el ambulantaje se coloca afuera de los mercados formales desde la época virreinal. Pasaba con el mercado de El Parián, en lo que hoy es el Zócalo; era un mercado mayorista y a su alrededor había un mercado informal, conocido como El Baratillo, para la venta al menudeo. Pasó lo mismo con el proyecto inaugurado en 1880 para La Merced, un mercado de estilo francés que fue insuficiente; pasó después con el sueño aséptico de Uruchurtu.

REUTERS/Carlos Jasso

“Yo siento que La Merced se asfixia”, me dice Karen Valles, una de sus vendedoras. Me explica que la gente ya ni siquiera entra a las naves porque se queda en los puestos ambulantes, y eso no es justo para quienes tienen locales formales. Karen nació en La Merced, ha vivido toda su vida ahí, recuerda que de niña acompañaba a su mamá a vender antojitos al mercado y jugaba con otros niños de La Merced en las jardineras contiguas a las naves.

Karen tenía una tiendita en El Banquetón, un mercado informal que surgió junto con el proyecto de 1967 y se integró con los ambulantes que se colocaban entre la nave mayor y menor, sobre la banqueta, de ahí el nombre. Según Karen, los locatarios más viejos le contaron que los ambulantes se pusieron ahí porque los clientes no entraban, les parecía que aquella inmensa nave mayor estaba muy vacía. Al ubicarse en la parte exterior, ayudaban a que la gente se acercara. Por eso, en 1965 terminaron por formalizarlos, aunque no estuvieran dentro del edificio de mercado, dice Karen, haciendo mucho hincapié en que ocupaban la banqueta y, por lo tanto, no estaban afuera de la nave. Ella, en cualquier caso, ya no tiene un puesto: por los incendios de 2013 y 2019, y por las obras de reconstrucción, tuvo que dejarlo y comenzar a vender en el área de informales. La nueva situación ya era mala y con la pandemia se agravó. “No podía dejar de trabajar. Dejar de trabajar es un lujo que no me puedo dar”.

Los incendios en los mercados son eventos traumáticos, así los describe Lanzagorta y explica que provocan un reacomodo de fuerzas que está ligado a la reubicación de los locatarios. Quién es desplazado y a dónde, eso altera los apoyos de los distintos líderes del mercado. En el incendio del 23 de febrero de 2013 se quemó el 70% de la nave mayor, dos mil locales quedaron calcinados. En el incendio del 24 de diciembre de 2019, seiscientos locales más se perdieron.

La Merced no sólo se ha enfrentado a incendios, sino a otras amenazas que podrían hacerla desaparecer. Hoy la ponen en riesgo las tiendas de autoservicio, abiertas las veinticuatro horas. Antes fue la inauguración de la Central de Abasto, en 1982. Sin embargo, aquí está: una bestia muy antigua, que ronda un exconvento de finales del siglo XVI. Ha pasado por tanto. En su aniversario nos garantiza que es incapaz de morir.

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Tiempo de Lectura: 00 min

Los mercados de Sonora y de la Merced se crearon para ordenar el comercio en la Ciudad de México, con el mandato de hacerla más higiénica y mejor organizada, aunque también son una respuesta a la americanización del estilo de vida. Esta crónica hace un repaso histórico y a pie de ambos mercados.

“Vas a frotártelo entre las manos y a pasártelo por todo el cuerpo, por los brazos, y a sacudirte como si tuvieras mucho polvo”, me dice Manuel Valadés, quien trabaja haciendo limpias en el mercado Sonora desde hace ya más de veinte años, mientras me enseña los movimientos que quiere que imite. Después me echa aguarrás con un atomizador porque el emblemático escupitajo de los rituales de santería tuvo que improvisar un intermediario en tiempos de covid.

Valadés viste una playera negra con letras doradas que dicen: “Todos los hombres son iguales, pero los de septiembre son mejores”. Me genera más confianza su signo del zodiaco que las medidas de seguridad. Sí, lleva puesto el cubrebocas, salvo cuando fuma un puro para bañarme con su espeso humo, e incluso me ofreció desinfectante antes de iniciar el ritual. Detrás de mí, sobre un estante y en un plato de unicel, hay unas enchiladas a medio comer y, junto a ellas, un cráneo –enfunde, le dice Manuel– y un papel con algo escrito, prendido con un alfiler a la cera de una vela color marrón. “Es una petición”, aclara Valadés cuando nota que llevo un rato con la mirada fija en aquel altar. “Cualquier duda que tengas, te voy explicando”. Por un momento logra hacerme pensar que el covid no es lo peor que puede entrar a mi cuerpo.

El Mercado de Sonora es parte del complejo comercial de La Merced. Junto con seis mercados –la nave mayor, la menor, la sección de comidas, la de dulces, la de flores y San Ciprián–, fue fundado el 23 de septiembre de 1957 por el presidente Adolfo Ruiz Cortines y por el regente de la Ciudad de México, Ernesto Uruchurtu. Los proyectos estaban enmarcados en un intento por ordenar una ciudad que pasó de un millón doscientos mil habitantes en 1930 a casi cinco millones en 1960.

Durante su gestión, de 1952 a 1966, el Regente de Hierro creó más de 150 mercados y casi todos fueron inaugurados a finales de los cincuenta. Uruchurtu mezcló en su persona la modernidad y la regresión social. “Va de la mano de la idea de higienización”, me dice la historiadora y divulgadora Veka Duncan. Para Uruchurtu, continúa Duncan, ordenar la ciudad en general y, en particular, sacar a los tianguis de las calles y colocarlos en espacios cerrados y ordenados, como en Europa o Estados Unidos, era esencial para crear un ambiente de salubridad y modernidad.

En el Mercado de la Merced y el Mercado de Sonora hay desde animales exóticos y santería y vendedores ambulantes de todo tipo.
REUTERS/Henry Romero

Hoy en día, en contra de lo que soñó Uruchurtu, caminar por los pasillos del Mercado de Sonora no provoca una sensación de modernidad. Tampoco es un espacio “sacado de otra época”, es más como un lado oscuro del presente. En los pasillos del fondo se pueden ver lo mismo perros, gatos y conejos que gallinas, palomas y hasta chivos en jaulas donde apenas caben. El “pásele, güerito” se confunde con ladridos, cacareos y balidos que reverberan por los pasillos. Entre ese ruido que no cesa, bajo la luz escasa y rodeado del penetrante olor a animal, me recorre el cuerpo una sensación de peligro, una punzada en el estómago que siento cuando desobedezco.

De nuevo, para disgusto de Uruchurtu, el mercado tampoco parece particularmente higiénico. Las jaulas y los animales me recuerdan los mercados húmedos chinos, como el de Wuhan, al que se le cree culpable de la pandemia que padecemos desde hace más de año y medio. Cuando la venta de animales de granja termina, da paso a las especies exóticas. En un lugar venden iguanas y hasta un camaleón en un pequeño terrario. La señora me dice que comen grillos y que me lo puedo llevar por cinco mil pesos.

Sigo caminando hasta toparme con un joven moreno, atlético, atractivo; viste una playera negra sin mangas y el pantalón de mezclilla le queda un poco grande. Pero vende canarios y pericos, mascotas que asocio con las abuelas. Mientras fuma pregunta si no quiero comprar un loro. “Todos estos hablan”, me dice, “pero también hay que estarles hablando para que aprendan”. Sin soltar el cigarro, saca a un pajarito amarillo y verde de una jaula de rejilla blanca y me lo pone en las manos. Da una calada y suelta el humo: “Cuesta mil seiscientos pesos”. Empiezo a acariciar al lorito con temor de que se me caiga; sigo haciéndolo como para convencerlo de que no se vaya.

Miro hacia arriba: cuelga sobre nosotros una jaula donde está un loro grande, de esos que uno imagina volando libre en la selva, pero éste tiene aspecto de zombi: con plumas arrancadas, ojos delirantes y un hambre voraz que se nota en los picotazos que le propina a una manzana roja. El joven trata de sacarlo para mostrármelo... entonces el pájaro comienza a gritar. Él de todas formas lo agarra y yo no puedo evitar hacer una mueca porque pienso que lo lastima. Finalmente, lo pone sobre unos travesaños de madera para que esté en paz y yo, su marchante, lo pueda ver. Para mi sorpresa, el loro, en efecto, se calma. “Éste, porque es más grande, cuesta cuatro mil”. Al fondo hay canarios, unos cardenales rojos y unos pericos importados. Una señora mayor mira embelesada las aves y pregunta por los canarios. “Son muy bonitas”, me dice, sonríe y sigue viendo los pajaritos. Yo le digo al muchacho que si me puede dar su número para avisarle si me decido por alguno. “No hace falta. Aquí ya sabes que está el local”.

En el Mercado de la Merced y el Mercado de Sonora hay desde animales exóticos y santería y vendedores ambulantes de todo tipo.
REUTERS/Gustavo Graf

***

“A la higienización se suma otro fenómeno muy interesante: la americanización de la vida”. Veka Duncan explica que, a partir de la época de Miguel Alemán, la gente empezó a adoptar actividades del estilo vida estadounidense de la posguerra, como ir al supermercado. En 1948 abrieron en la Ciudad de México los Almacenes Blanco y en 1955, El Sardinero, ambos supermercados españoles. En ese contexto se da la construcción de los nuevos mercados como una respuesta desde el Estado a esa demanda de modernidad, detalla Duncan.

Visto así, quizá haya algo de modernidad en el Mercado de Sonora. La globalización se hace presente en los jabones mágicos, sí, pero fabricados masivamente; las fragancias de hierbas curativas están procesadas a tal grado que parecen botellas con sustancias para limpiar pisos; y las figuras de la Santa Muerte, san Judas y Jesús Malverde son sospechosamente iguales en todos los puestos.

Solamente en uno descubro algo que no he visto en ningún otro sitio. De una soga al cuello cuelga un muñeco, es la réplica de un bebé, pero tiene ojos amarillos como de reptil, colmillos y vómito verde sobre la tela de su mameluco. Un joven de veintipocos años, que atiende el sitio, me explica que sirve para absorber las energías negativas, que los usan los brujos y curanderos en los sitios donde realizan las limpias. Le pregunto si él hace esos muñecos. Como si lo hubiera acusado de un crimen, responde: “¿Quién?, ¿yo?”. Se pone nervioso, baja la mirada y empieza a sobar con mayor intensidad la figura de un diablo de piedra que tiene en la mano izquierda: “No, así nos lo trae el proveedor”.

***

Afuera del Mercado de Sonora, por la calle de Rosario, cruzando la avenida Fray Servando y hasta llegar a la nave mayor no queda nada de la pretensión de “orden y limpieza” del regente Uruchurtu. Como flores del pavimento brotan puestos con lonas azules y amarillas, anuncian que venden de todo en esos letreros fosforescentes en los que están escritas tablas de multiplicar sin resultados: dos por diez, tres por quince, cuatro por cien.

Por la esquina de Rosario y Adolfo Gurrión, en el barrio de la Merced, veo asomarse uno de esos camiones que mueven toneladas de frutas o animales, toneladas de carga. “Voy con Dios, si no vuelvo estoy con él”, dice la leyenda pegada en el parabrisas. El motor ruge mientras el chofer maniobra para intentar pasar en la estrecha calle que dejan libre los puestos. La multitud que ocupaba todo el asfalto ahora cabe en un tercio del espacio, y el camión no se detiene, avanza como una bestia lenta y llena de smog el ambiente. Veo pasar, a unos centímetros de mí, sus llantas enormes que me llegan a la cintura e imagino el dolor de terminar con un pie aplastado. Finalmente, el camión cruza, este mundo recupera su forma habitual y la multitud vuelve a ser un fluido que no se detiene.

En el Mercado de la Merced y el Mercado de Sonora hay desde animales exóticos y santería y vendedores ambulantes de todo tipo.
REUTERS/Carlos Jasso

Se disipa el aire pesado del Mercado de Sonora y queda una vibración interminable. Es el bullicio de la Ciudad de México, apretujado. En los alrededores de las naves se forman callejuelas de puestos que obstruyen parte de la luz; para caminar en ellos es preciso esquivar personas, puestos móviles en medio del océano de ambulantes, letreros y extensiones que salen como ramas de cada uno de los locales. Aun en aquel caos expansivo hay un orden. Conforme acepto la idea de que me perdí, empiezo a disfrutar la organización temática –y eso que no llego todavía al mercado-mercado– que va de los útiles escolares a los uniformes, luego a los juguetes y a los dulces. Una payasita de nombre Krystel es un negocio ambulante en sí mismo: me da su tarjeta, ofrece “shows interactivos” para fiestas infantiles.

Finalmente, el laberinto me arroja al interior de la nave mayor y me doy cuenta de que es una especie de catedral porque la altura del edificio empequeñece a los marchantes. Los puestos de chiles, verduras y frutas siguen un orden impecable, casi obsesivo: las naranjas van con las naranjas, el chile cascabel con el chile cascabel. Esa sensación es todavía más abrumadora en el mercado de las flores, dominado por las artificiales. De plástico o de papel crepé, las flores corren desde lo alto de los puestos y bajan como formando enredaderas y hermosos jardines verticales, pero no por eso están vivos. La Merced, aun con aquel hervidero de personas y mercancías, encuentra la forma de colocar a cada quien con su cada cual por la inercia de la historia.

El antropólogo urbano José Ignacio Lanzagorta dice que la ciudad antes de finales del siglo XVIII estaba organizada por “corporaciones”, es decir, las zonas se regían a partir de los gremios –carniceros, sastres, peleteros–. Con los proyectos de ciudad moderna, de finales del siglo XVIII y hasta la fecha, la configuración urbana ya no pretende organizarse a partir de las corporaciones. Un resultado de ello está en las vocaciones de los mercados: un aspecto de la ciudad ya no se ve en las calles, sino que se confina dentro de los edificios de mercados. Lanzagorta insiste en que esa organización gremial no es un presindicato porque la cohesión no está tanto en la labor, sino en el santo patrón que comparten y en su relación con la iglesia: san Bartolomé, patrono de los carniceros; san Honorato, de los panaderos; santa Marta, patrona de los cocineros y meseros. Los rastros de esa religiosidad gremial siguen presentes en los nichos que hay en las distintas naves de los mercados, pero también se desordenan.

En el Mercado de Sonora hay un nicho con vírgenes, niños dioses y santas muertes, una suerte de buffet teológico para que cada quien llegue y se sirva. En las demás naves de La Merced también hay pequeños nichos con vírgenes. La gente pasa y, sin dudarlo, se persigna, como respetando una aduana espiritual de la ciudad-mercado que existe entre estos muros. Bueno, es un decir, porque La Merced se desborda y, más allá de ella, los mercados de esta ciudad son incontenibles.

Al respecto, Lanzagorta dice que el ambulantaje se coloca afuera de los mercados formales desde la época virreinal. Pasaba con el mercado de El Parián, en lo que hoy es el Zócalo; era un mercado mayorista y a su alrededor había un mercado informal, conocido como El Baratillo, para la venta al menudeo. Pasó lo mismo con el proyecto inaugurado en 1880 para La Merced, un mercado de estilo francés que fue insuficiente; pasó después con el sueño aséptico de Uruchurtu.

REUTERS/Carlos Jasso

“Yo siento que La Merced se asfixia”, me dice Karen Valles, una de sus vendedoras. Me explica que la gente ya ni siquiera entra a las naves porque se queda en los puestos ambulantes, y eso no es justo para quienes tienen locales formales. Karen nació en La Merced, ha vivido toda su vida ahí, recuerda que de niña acompañaba a su mamá a vender antojitos al mercado y jugaba con otros niños de La Merced en las jardineras contiguas a las naves.

Karen tenía una tiendita en El Banquetón, un mercado informal que surgió junto con el proyecto de 1967 y se integró con los ambulantes que se colocaban entre la nave mayor y menor, sobre la banqueta, de ahí el nombre. Según Karen, los locatarios más viejos le contaron que los ambulantes se pusieron ahí porque los clientes no entraban, les parecía que aquella inmensa nave mayor estaba muy vacía. Al ubicarse en la parte exterior, ayudaban a que la gente se acercara. Por eso, en 1965 terminaron por formalizarlos, aunque no estuvieran dentro del edificio de mercado, dice Karen, haciendo mucho hincapié en que ocupaban la banqueta y, por lo tanto, no estaban afuera de la nave. Ella, en cualquier caso, ya no tiene un puesto: por los incendios de 2013 y 2019, y por las obras de reconstrucción, tuvo que dejarlo y comenzar a vender en el área de informales. La nueva situación ya era mala y con la pandemia se agravó. “No podía dejar de trabajar. Dejar de trabajar es un lujo que no me puedo dar”.

Los incendios en los mercados son eventos traumáticos, así los describe Lanzagorta y explica que provocan un reacomodo de fuerzas que está ligado a la reubicación de los locatarios. Quién es desplazado y a dónde, eso altera los apoyos de los distintos líderes del mercado. En el incendio del 23 de febrero de 2013 se quemó el 70% de la nave mayor, dos mil locales quedaron calcinados. En el incendio del 24 de diciembre de 2019, seiscientos locales más se perdieron.

La Merced no sólo se ha enfrentado a incendios, sino a otras amenazas que podrían hacerla desaparecer. Hoy la ponen en riesgo las tiendas de autoservicio, abiertas las veinticuatro horas. Antes fue la inauguración de la Central de Abasto, en 1982. Sin embargo, aquí está: una bestia muy antigua, que ronda un exconvento de finales del siglo XVI. Ha pasado por tanto. En su aniversario nos garantiza que es incapaz de morir.

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Los mundos que caben en La Merced

Los mundos que caben en La Merced

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
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Los mercados de Sonora y de la Merced se crearon para ordenar el comercio en la Ciudad de México, con el mandato de hacerla más higiénica y mejor organizada, aunque también son una respuesta a la americanización del estilo de vida. Esta crónica hace un repaso histórico y a pie de ambos mercados.

“Vas a frotártelo entre las manos y a pasártelo por todo el cuerpo, por los brazos, y a sacudirte como si tuvieras mucho polvo”, me dice Manuel Valadés, quien trabaja haciendo limpias en el mercado Sonora desde hace ya más de veinte años, mientras me enseña los movimientos que quiere que imite. Después me echa aguarrás con un atomizador porque el emblemático escupitajo de los rituales de santería tuvo que improvisar un intermediario en tiempos de covid.

Valadés viste una playera negra con letras doradas que dicen: “Todos los hombres son iguales, pero los de septiembre son mejores”. Me genera más confianza su signo del zodiaco que las medidas de seguridad. Sí, lleva puesto el cubrebocas, salvo cuando fuma un puro para bañarme con su espeso humo, e incluso me ofreció desinfectante antes de iniciar el ritual. Detrás de mí, sobre un estante y en un plato de unicel, hay unas enchiladas a medio comer y, junto a ellas, un cráneo –enfunde, le dice Manuel– y un papel con algo escrito, prendido con un alfiler a la cera de una vela color marrón. “Es una petición”, aclara Valadés cuando nota que llevo un rato con la mirada fija en aquel altar. “Cualquier duda que tengas, te voy explicando”. Por un momento logra hacerme pensar que el covid no es lo peor que puede entrar a mi cuerpo.

El Mercado de Sonora es parte del complejo comercial de La Merced. Junto con seis mercados –la nave mayor, la menor, la sección de comidas, la de dulces, la de flores y San Ciprián–, fue fundado el 23 de septiembre de 1957 por el presidente Adolfo Ruiz Cortines y por el regente de la Ciudad de México, Ernesto Uruchurtu. Los proyectos estaban enmarcados en un intento por ordenar una ciudad que pasó de un millón doscientos mil habitantes en 1930 a casi cinco millones en 1960.

Durante su gestión, de 1952 a 1966, el Regente de Hierro creó más de 150 mercados y casi todos fueron inaugurados a finales de los cincuenta. Uruchurtu mezcló en su persona la modernidad y la regresión social. “Va de la mano de la idea de higienización”, me dice la historiadora y divulgadora Veka Duncan. Para Uruchurtu, continúa Duncan, ordenar la ciudad en general y, en particular, sacar a los tianguis de las calles y colocarlos en espacios cerrados y ordenados, como en Europa o Estados Unidos, era esencial para crear un ambiente de salubridad y modernidad.

En el Mercado de la Merced y el Mercado de Sonora hay desde animales exóticos y santería y vendedores ambulantes de todo tipo.
REUTERS/Henry Romero

Hoy en día, en contra de lo que soñó Uruchurtu, caminar por los pasillos del Mercado de Sonora no provoca una sensación de modernidad. Tampoco es un espacio “sacado de otra época”, es más como un lado oscuro del presente. En los pasillos del fondo se pueden ver lo mismo perros, gatos y conejos que gallinas, palomas y hasta chivos en jaulas donde apenas caben. El “pásele, güerito” se confunde con ladridos, cacareos y balidos que reverberan por los pasillos. Entre ese ruido que no cesa, bajo la luz escasa y rodeado del penetrante olor a animal, me recorre el cuerpo una sensación de peligro, una punzada en el estómago que siento cuando desobedezco.

De nuevo, para disgusto de Uruchurtu, el mercado tampoco parece particularmente higiénico. Las jaulas y los animales me recuerdan los mercados húmedos chinos, como el de Wuhan, al que se le cree culpable de la pandemia que padecemos desde hace más de año y medio. Cuando la venta de animales de granja termina, da paso a las especies exóticas. En un lugar venden iguanas y hasta un camaleón en un pequeño terrario. La señora me dice que comen grillos y que me lo puedo llevar por cinco mil pesos.

Sigo caminando hasta toparme con un joven moreno, atlético, atractivo; viste una playera negra sin mangas y el pantalón de mezclilla le queda un poco grande. Pero vende canarios y pericos, mascotas que asocio con las abuelas. Mientras fuma pregunta si no quiero comprar un loro. “Todos estos hablan”, me dice, “pero también hay que estarles hablando para que aprendan”. Sin soltar el cigarro, saca a un pajarito amarillo y verde de una jaula de rejilla blanca y me lo pone en las manos. Da una calada y suelta el humo: “Cuesta mil seiscientos pesos”. Empiezo a acariciar al lorito con temor de que se me caiga; sigo haciéndolo como para convencerlo de que no se vaya.

Miro hacia arriba: cuelga sobre nosotros una jaula donde está un loro grande, de esos que uno imagina volando libre en la selva, pero éste tiene aspecto de zombi: con plumas arrancadas, ojos delirantes y un hambre voraz que se nota en los picotazos que le propina a una manzana roja. El joven trata de sacarlo para mostrármelo... entonces el pájaro comienza a gritar. Él de todas formas lo agarra y yo no puedo evitar hacer una mueca porque pienso que lo lastima. Finalmente, lo pone sobre unos travesaños de madera para que esté en paz y yo, su marchante, lo pueda ver. Para mi sorpresa, el loro, en efecto, se calma. “Éste, porque es más grande, cuesta cuatro mil”. Al fondo hay canarios, unos cardenales rojos y unos pericos importados. Una señora mayor mira embelesada las aves y pregunta por los canarios. “Son muy bonitas”, me dice, sonríe y sigue viendo los pajaritos. Yo le digo al muchacho que si me puede dar su número para avisarle si me decido por alguno. “No hace falta. Aquí ya sabes que está el local”.

En el Mercado de la Merced y el Mercado de Sonora hay desde animales exóticos y santería y vendedores ambulantes de todo tipo.
REUTERS/Gustavo Graf

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“A la higienización se suma otro fenómeno muy interesante: la americanización de la vida”. Veka Duncan explica que, a partir de la época de Miguel Alemán, la gente empezó a adoptar actividades del estilo vida estadounidense de la posguerra, como ir al supermercado. En 1948 abrieron en la Ciudad de México los Almacenes Blanco y en 1955, El Sardinero, ambos supermercados españoles. En ese contexto se da la construcción de los nuevos mercados como una respuesta desde el Estado a esa demanda de modernidad, detalla Duncan.

Visto así, quizá haya algo de modernidad en el Mercado de Sonora. La globalización se hace presente en los jabones mágicos, sí, pero fabricados masivamente; las fragancias de hierbas curativas están procesadas a tal grado que parecen botellas con sustancias para limpiar pisos; y las figuras de la Santa Muerte, san Judas y Jesús Malverde son sospechosamente iguales en todos los puestos.

Solamente en uno descubro algo que no he visto en ningún otro sitio. De una soga al cuello cuelga un muñeco, es la réplica de un bebé, pero tiene ojos amarillos como de reptil, colmillos y vómito verde sobre la tela de su mameluco. Un joven de veintipocos años, que atiende el sitio, me explica que sirve para absorber las energías negativas, que los usan los brujos y curanderos en los sitios donde realizan las limpias. Le pregunto si él hace esos muñecos. Como si lo hubiera acusado de un crimen, responde: “¿Quién?, ¿yo?”. Se pone nervioso, baja la mirada y empieza a sobar con mayor intensidad la figura de un diablo de piedra que tiene en la mano izquierda: “No, así nos lo trae el proveedor”.

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Afuera del Mercado de Sonora, por la calle de Rosario, cruzando la avenida Fray Servando y hasta llegar a la nave mayor no queda nada de la pretensión de “orden y limpieza” del regente Uruchurtu. Como flores del pavimento brotan puestos con lonas azules y amarillas, anuncian que venden de todo en esos letreros fosforescentes en los que están escritas tablas de multiplicar sin resultados: dos por diez, tres por quince, cuatro por cien.

Por la esquina de Rosario y Adolfo Gurrión, en el barrio de la Merced, veo asomarse uno de esos camiones que mueven toneladas de frutas o animales, toneladas de carga. “Voy con Dios, si no vuelvo estoy con él”, dice la leyenda pegada en el parabrisas. El motor ruge mientras el chofer maniobra para intentar pasar en la estrecha calle que dejan libre los puestos. La multitud que ocupaba todo el asfalto ahora cabe en un tercio del espacio, y el camión no se detiene, avanza como una bestia lenta y llena de smog el ambiente. Veo pasar, a unos centímetros de mí, sus llantas enormes que me llegan a la cintura e imagino el dolor de terminar con un pie aplastado. Finalmente, el camión cruza, este mundo recupera su forma habitual y la multitud vuelve a ser un fluido que no se detiene.

En el Mercado de la Merced y el Mercado de Sonora hay desde animales exóticos y santería y vendedores ambulantes de todo tipo.
REUTERS/Carlos Jasso

Se disipa el aire pesado del Mercado de Sonora y queda una vibración interminable. Es el bullicio de la Ciudad de México, apretujado. En los alrededores de las naves se forman callejuelas de puestos que obstruyen parte de la luz; para caminar en ellos es preciso esquivar personas, puestos móviles en medio del océano de ambulantes, letreros y extensiones que salen como ramas de cada uno de los locales. Aun en aquel caos expansivo hay un orden. Conforme acepto la idea de que me perdí, empiezo a disfrutar la organización temática –y eso que no llego todavía al mercado-mercado– que va de los útiles escolares a los uniformes, luego a los juguetes y a los dulces. Una payasita de nombre Krystel es un negocio ambulante en sí mismo: me da su tarjeta, ofrece “shows interactivos” para fiestas infantiles.

Finalmente, el laberinto me arroja al interior de la nave mayor y me doy cuenta de que es una especie de catedral porque la altura del edificio empequeñece a los marchantes. Los puestos de chiles, verduras y frutas siguen un orden impecable, casi obsesivo: las naranjas van con las naranjas, el chile cascabel con el chile cascabel. Esa sensación es todavía más abrumadora en el mercado de las flores, dominado por las artificiales. De plástico o de papel crepé, las flores corren desde lo alto de los puestos y bajan como formando enredaderas y hermosos jardines verticales, pero no por eso están vivos. La Merced, aun con aquel hervidero de personas y mercancías, encuentra la forma de colocar a cada quien con su cada cual por la inercia de la historia.

El antropólogo urbano José Ignacio Lanzagorta dice que la ciudad antes de finales del siglo XVIII estaba organizada por “corporaciones”, es decir, las zonas se regían a partir de los gremios –carniceros, sastres, peleteros–. Con los proyectos de ciudad moderna, de finales del siglo XVIII y hasta la fecha, la configuración urbana ya no pretende organizarse a partir de las corporaciones. Un resultado de ello está en las vocaciones de los mercados: un aspecto de la ciudad ya no se ve en las calles, sino que se confina dentro de los edificios de mercados. Lanzagorta insiste en que esa organización gremial no es un presindicato porque la cohesión no está tanto en la labor, sino en el santo patrón que comparten y en su relación con la iglesia: san Bartolomé, patrono de los carniceros; san Honorato, de los panaderos; santa Marta, patrona de los cocineros y meseros. Los rastros de esa religiosidad gremial siguen presentes en los nichos que hay en las distintas naves de los mercados, pero también se desordenan.

En el Mercado de Sonora hay un nicho con vírgenes, niños dioses y santas muertes, una suerte de buffet teológico para que cada quien llegue y se sirva. En las demás naves de La Merced también hay pequeños nichos con vírgenes. La gente pasa y, sin dudarlo, se persigna, como respetando una aduana espiritual de la ciudad-mercado que existe entre estos muros. Bueno, es un decir, porque La Merced se desborda y, más allá de ella, los mercados de esta ciudad son incontenibles.

Al respecto, Lanzagorta dice que el ambulantaje se coloca afuera de los mercados formales desde la época virreinal. Pasaba con el mercado de El Parián, en lo que hoy es el Zócalo; era un mercado mayorista y a su alrededor había un mercado informal, conocido como El Baratillo, para la venta al menudeo. Pasó lo mismo con el proyecto inaugurado en 1880 para La Merced, un mercado de estilo francés que fue insuficiente; pasó después con el sueño aséptico de Uruchurtu.

REUTERS/Carlos Jasso

“Yo siento que La Merced se asfixia”, me dice Karen Valles, una de sus vendedoras. Me explica que la gente ya ni siquiera entra a las naves porque se queda en los puestos ambulantes, y eso no es justo para quienes tienen locales formales. Karen nació en La Merced, ha vivido toda su vida ahí, recuerda que de niña acompañaba a su mamá a vender antojitos al mercado y jugaba con otros niños de La Merced en las jardineras contiguas a las naves.

Karen tenía una tiendita en El Banquetón, un mercado informal que surgió junto con el proyecto de 1967 y se integró con los ambulantes que se colocaban entre la nave mayor y menor, sobre la banqueta, de ahí el nombre. Según Karen, los locatarios más viejos le contaron que los ambulantes se pusieron ahí porque los clientes no entraban, les parecía que aquella inmensa nave mayor estaba muy vacía. Al ubicarse en la parte exterior, ayudaban a que la gente se acercara. Por eso, en 1965 terminaron por formalizarlos, aunque no estuvieran dentro del edificio de mercado, dice Karen, haciendo mucho hincapié en que ocupaban la banqueta y, por lo tanto, no estaban afuera de la nave. Ella, en cualquier caso, ya no tiene un puesto: por los incendios de 2013 y 2019, y por las obras de reconstrucción, tuvo que dejarlo y comenzar a vender en el área de informales. La nueva situación ya era mala y con la pandemia se agravó. “No podía dejar de trabajar. Dejar de trabajar es un lujo que no me puedo dar”.

Los incendios en los mercados son eventos traumáticos, así los describe Lanzagorta y explica que provocan un reacomodo de fuerzas que está ligado a la reubicación de los locatarios. Quién es desplazado y a dónde, eso altera los apoyos de los distintos líderes del mercado. En el incendio del 23 de febrero de 2013 se quemó el 70% de la nave mayor, dos mil locales quedaron calcinados. En el incendio del 24 de diciembre de 2019, seiscientos locales más se perdieron.

La Merced no sólo se ha enfrentado a incendios, sino a otras amenazas que podrían hacerla desaparecer. Hoy la ponen en riesgo las tiendas de autoservicio, abiertas las veinticuatro horas. Antes fue la inauguración de la Central de Abasto, en 1982. Sin embargo, aquí está: una bestia muy antigua, que ronda un exconvento de finales del siglo XVI. Ha pasado por tanto. En su aniversario nos garantiza que es incapaz de morir.

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Los mercados de Sonora y de la Merced se crearon para ordenar el comercio en la Ciudad de México, con el mandato de hacerla más higiénica y mejor organizada, aunque también son una respuesta a la americanización del estilo de vida. Esta crónica hace un repaso histórico y a pie de ambos mercados.

“Vas a frotártelo entre las manos y a pasártelo por todo el cuerpo, por los brazos, y a sacudirte como si tuvieras mucho polvo”, me dice Manuel Valadés, quien trabaja haciendo limpias en el mercado Sonora desde hace ya más de veinte años, mientras me enseña los movimientos que quiere que imite. Después me echa aguarrás con un atomizador porque el emblemático escupitajo de los rituales de santería tuvo que improvisar un intermediario en tiempos de covid.

Valadés viste una playera negra con letras doradas que dicen: “Todos los hombres son iguales, pero los de septiembre son mejores”. Me genera más confianza su signo del zodiaco que las medidas de seguridad. Sí, lleva puesto el cubrebocas, salvo cuando fuma un puro para bañarme con su espeso humo, e incluso me ofreció desinfectante antes de iniciar el ritual. Detrás de mí, sobre un estante y en un plato de unicel, hay unas enchiladas a medio comer y, junto a ellas, un cráneo –enfunde, le dice Manuel– y un papel con algo escrito, prendido con un alfiler a la cera de una vela color marrón. “Es una petición”, aclara Valadés cuando nota que llevo un rato con la mirada fija en aquel altar. “Cualquier duda que tengas, te voy explicando”. Por un momento logra hacerme pensar que el covid no es lo peor que puede entrar a mi cuerpo.

El Mercado de Sonora es parte del complejo comercial de La Merced. Junto con seis mercados –la nave mayor, la menor, la sección de comidas, la de dulces, la de flores y San Ciprián–, fue fundado el 23 de septiembre de 1957 por el presidente Adolfo Ruiz Cortines y por el regente de la Ciudad de México, Ernesto Uruchurtu. Los proyectos estaban enmarcados en un intento por ordenar una ciudad que pasó de un millón doscientos mil habitantes en 1930 a casi cinco millones en 1960.

Durante su gestión, de 1952 a 1966, el Regente de Hierro creó más de 150 mercados y casi todos fueron inaugurados a finales de los cincuenta. Uruchurtu mezcló en su persona la modernidad y la regresión social. “Va de la mano de la idea de higienización”, me dice la historiadora y divulgadora Veka Duncan. Para Uruchurtu, continúa Duncan, ordenar la ciudad en general y, en particular, sacar a los tianguis de las calles y colocarlos en espacios cerrados y ordenados, como en Europa o Estados Unidos, era esencial para crear un ambiente de salubridad y modernidad.

En el Mercado de la Merced y el Mercado de Sonora hay desde animales exóticos y santería y vendedores ambulantes de todo tipo.
REUTERS/Henry Romero

Hoy en día, en contra de lo que soñó Uruchurtu, caminar por los pasillos del Mercado de Sonora no provoca una sensación de modernidad. Tampoco es un espacio “sacado de otra época”, es más como un lado oscuro del presente. En los pasillos del fondo se pueden ver lo mismo perros, gatos y conejos que gallinas, palomas y hasta chivos en jaulas donde apenas caben. El “pásele, güerito” se confunde con ladridos, cacareos y balidos que reverberan por los pasillos. Entre ese ruido que no cesa, bajo la luz escasa y rodeado del penetrante olor a animal, me recorre el cuerpo una sensación de peligro, una punzada en el estómago que siento cuando desobedezco.

De nuevo, para disgusto de Uruchurtu, el mercado tampoco parece particularmente higiénico. Las jaulas y los animales me recuerdan los mercados húmedos chinos, como el de Wuhan, al que se le cree culpable de la pandemia que padecemos desde hace más de año y medio. Cuando la venta de animales de granja termina, da paso a las especies exóticas. En un lugar venden iguanas y hasta un camaleón en un pequeño terrario. La señora me dice que comen grillos y que me lo puedo llevar por cinco mil pesos.

Sigo caminando hasta toparme con un joven moreno, atlético, atractivo; viste una playera negra sin mangas y el pantalón de mezclilla le queda un poco grande. Pero vende canarios y pericos, mascotas que asocio con las abuelas. Mientras fuma pregunta si no quiero comprar un loro. “Todos estos hablan”, me dice, “pero también hay que estarles hablando para que aprendan”. Sin soltar el cigarro, saca a un pajarito amarillo y verde de una jaula de rejilla blanca y me lo pone en las manos. Da una calada y suelta el humo: “Cuesta mil seiscientos pesos”. Empiezo a acariciar al lorito con temor de que se me caiga; sigo haciéndolo como para convencerlo de que no se vaya.

Miro hacia arriba: cuelga sobre nosotros una jaula donde está un loro grande, de esos que uno imagina volando libre en la selva, pero éste tiene aspecto de zombi: con plumas arrancadas, ojos delirantes y un hambre voraz que se nota en los picotazos que le propina a una manzana roja. El joven trata de sacarlo para mostrármelo... entonces el pájaro comienza a gritar. Él de todas formas lo agarra y yo no puedo evitar hacer una mueca porque pienso que lo lastima. Finalmente, lo pone sobre unos travesaños de madera para que esté en paz y yo, su marchante, lo pueda ver. Para mi sorpresa, el loro, en efecto, se calma. “Éste, porque es más grande, cuesta cuatro mil”. Al fondo hay canarios, unos cardenales rojos y unos pericos importados. Una señora mayor mira embelesada las aves y pregunta por los canarios. “Son muy bonitas”, me dice, sonríe y sigue viendo los pajaritos. Yo le digo al muchacho que si me puede dar su número para avisarle si me decido por alguno. “No hace falta. Aquí ya sabes que está el local”.

En el Mercado de la Merced y el Mercado de Sonora hay desde animales exóticos y santería y vendedores ambulantes de todo tipo.
REUTERS/Gustavo Graf

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“A la higienización se suma otro fenómeno muy interesante: la americanización de la vida”. Veka Duncan explica que, a partir de la época de Miguel Alemán, la gente empezó a adoptar actividades del estilo vida estadounidense de la posguerra, como ir al supermercado. En 1948 abrieron en la Ciudad de México los Almacenes Blanco y en 1955, El Sardinero, ambos supermercados españoles. En ese contexto se da la construcción de los nuevos mercados como una respuesta desde el Estado a esa demanda de modernidad, detalla Duncan.

Visto así, quizá haya algo de modernidad en el Mercado de Sonora. La globalización se hace presente en los jabones mágicos, sí, pero fabricados masivamente; las fragancias de hierbas curativas están procesadas a tal grado que parecen botellas con sustancias para limpiar pisos; y las figuras de la Santa Muerte, san Judas y Jesús Malverde son sospechosamente iguales en todos los puestos.

Solamente en uno descubro algo que no he visto en ningún otro sitio. De una soga al cuello cuelga un muñeco, es la réplica de un bebé, pero tiene ojos amarillos como de reptil, colmillos y vómito verde sobre la tela de su mameluco. Un joven de veintipocos años, que atiende el sitio, me explica que sirve para absorber las energías negativas, que los usan los brujos y curanderos en los sitios donde realizan las limpias. Le pregunto si él hace esos muñecos. Como si lo hubiera acusado de un crimen, responde: “¿Quién?, ¿yo?”. Se pone nervioso, baja la mirada y empieza a sobar con mayor intensidad la figura de un diablo de piedra que tiene en la mano izquierda: “No, así nos lo trae el proveedor”.

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Afuera del Mercado de Sonora, por la calle de Rosario, cruzando la avenida Fray Servando y hasta llegar a la nave mayor no queda nada de la pretensión de “orden y limpieza” del regente Uruchurtu. Como flores del pavimento brotan puestos con lonas azules y amarillas, anuncian que venden de todo en esos letreros fosforescentes en los que están escritas tablas de multiplicar sin resultados: dos por diez, tres por quince, cuatro por cien.

Por la esquina de Rosario y Adolfo Gurrión, en el barrio de la Merced, veo asomarse uno de esos camiones que mueven toneladas de frutas o animales, toneladas de carga. “Voy con Dios, si no vuelvo estoy con él”, dice la leyenda pegada en el parabrisas. El motor ruge mientras el chofer maniobra para intentar pasar en la estrecha calle que dejan libre los puestos. La multitud que ocupaba todo el asfalto ahora cabe en un tercio del espacio, y el camión no se detiene, avanza como una bestia lenta y llena de smog el ambiente. Veo pasar, a unos centímetros de mí, sus llantas enormes que me llegan a la cintura e imagino el dolor de terminar con un pie aplastado. Finalmente, el camión cruza, este mundo recupera su forma habitual y la multitud vuelve a ser un fluido que no se detiene.

En el Mercado de la Merced y el Mercado de Sonora hay desde animales exóticos y santería y vendedores ambulantes de todo tipo.
REUTERS/Carlos Jasso

Se disipa el aire pesado del Mercado de Sonora y queda una vibración interminable. Es el bullicio de la Ciudad de México, apretujado. En los alrededores de las naves se forman callejuelas de puestos que obstruyen parte de la luz; para caminar en ellos es preciso esquivar personas, puestos móviles en medio del océano de ambulantes, letreros y extensiones que salen como ramas de cada uno de los locales. Aun en aquel caos expansivo hay un orden. Conforme acepto la idea de que me perdí, empiezo a disfrutar la organización temática –y eso que no llego todavía al mercado-mercado– que va de los útiles escolares a los uniformes, luego a los juguetes y a los dulces. Una payasita de nombre Krystel es un negocio ambulante en sí mismo: me da su tarjeta, ofrece “shows interactivos” para fiestas infantiles.

Finalmente, el laberinto me arroja al interior de la nave mayor y me doy cuenta de que es una especie de catedral porque la altura del edificio empequeñece a los marchantes. Los puestos de chiles, verduras y frutas siguen un orden impecable, casi obsesivo: las naranjas van con las naranjas, el chile cascabel con el chile cascabel. Esa sensación es todavía más abrumadora en el mercado de las flores, dominado por las artificiales. De plástico o de papel crepé, las flores corren desde lo alto de los puestos y bajan como formando enredaderas y hermosos jardines verticales, pero no por eso están vivos. La Merced, aun con aquel hervidero de personas y mercancías, encuentra la forma de colocar a cada quien con su cada cual por la inercia de la historia.

El antropólogo urbano José Ignacio Lanzagorta dice que la ciudad antes de finales del siglo XVIII estaba organizada por “corporaciones”, es decir, las zonas se regían a partir de los gremios –carniceros, sastres, peleteros–. Con los proyectos de ciudad moderna, de finales del siglo XVIII y hasta la fecha, la configuración urbana ya no pretende organizarse a partir de las corporaciones. Un resultado de ello está en las vocaciones de los mercados: un aspecto de la ciudad ya no se ve en las calles, sino que se confina dentro de los edificios de mercados. Lanzagorta insiste en que esa organización gremial no es un presindicato porque la cohesión no está tanto en la labor, sino en el santo patrón que comparten y en su relación con la iglesia: san Bartolomé, patrono de los carniceros; san Honorato, de los panaderos; santa Marta, patrona de los cocineros y meseros. Los rastros de esa religiosidad gremial siguen presentes en los nichos que hay en las distintas naves de los mercados, pero también se desordenan.

En el Mercado de Sonora hay un nicho con vírgenes, niños dioses y santas muertes, una suerte de buffet teológico para que cada quien llegue y se sirva. En las demás naves de La Merced también hay pequeños nichos con vírgenes. La gente pasa y, sin dudarlo, se persigna, como respetando una aduana espiritual de la ciudad-mercado que existe entre estos muros. Bueno, es un decir, porque La Merced se desborda y, más allá de ella, los mercados de esta ciudad son incontenibles.

Al respecto, Lanzagorta dice que el ambulantaje se coloca afuera de los mercados formales desde la época virreinal. Pasaba con el mercado de El Parián, en lo que hoy es el Zócalo; era un mercado mayorista y a su alrededor había un mercado informal, conocido como El Baratillo, para la venta al menudeo. Pasó lo mismo con el proyecto inaugurado en 1880 para La Merced, un mercado de estilo francés que fue insuficiente; pasó después con el sueño aséptico de Uruchurtu.

REUTERS/Carlos Jasso

“Yo siento que La Merced se asfixia”, me dice Karen Valles, una de sus vendedoras. Me explica que la gente ya ni siquiera entra a las naves porque se queda en los puestos ambulantes, y eso no es justo para quienes tienen locales formales. Karen nació en La Merced, ha vivido toda su vida ahí, recuerda que de niña acompañaba a su mamá a vender antojitos al mercado y jugaba con otros niños de La Merced en las jardineras contiguas a las naves.

Karen tenía una tiendita en El Banquetón, un mercado informal que surgió junto con el proyecto de 1967 y se integró con los ambulantes que se colocaban entre la nave mayor y menor, sobre la banqueta, de ahí el nombre. Según Karen, los locatarios más viejos le contaron que los ambulantes se pusieron ahí porque los clientes no entraban, les parecía que aquella inmensa nave mayor estaba muy vacía. Al ubicarse en la parte exterior, ayudaban a que la gente se acercara. Por eso, en 1965 terminaron por formalizarlos, aunque no estuvieran dentro del edificio de mercado, dice Karen, haciendo mucho hincapié en que ocupaban la banqueta y, por lo tanto, no estaban afuera de la nave. Ella, en cualquier caso, ya no tiene un puesto: por los incendios de 2013 y 2019, y por las obras de reconstrucción, tuvo que dejarlo y comenzar a vender en el área de informales. La nueva situación ya era mala y con la pandemia se agravó. “No podía dejar de trabajar. Dejar de trabajar es un lujo que no me puedo dar”.

Los incendios en los mercados son eventos traumáticos, así los describe Lanzagorta y explica que provocan un reacomodo de fuerzas que está ligado a la reubicación de los locatarios. Quién es desplazado y a dónde, eso altera los apoyos de los distintos líderes del mercado. En el incendio del 23 de febrero de 2013 se quemó el 70% de la nave mayor, dos mil locales quedaron calcinados. En el incendio del 24 de diciembre de 2019, seiscientos locales más se perdieron.

La Merced no sólo se ha enfrentado a incendios, sino a otras amenazas que podrían hacerla desaparecer. Hoy la ponen en riesgo las tiendas de autoservicio, abiertas las veinticuatro horas. Antes fue la inauguración de la Central de Abasto, en 1982. Sin embargo, aquí está: una bestia muy antigua, que ronda un exconvento de finales del siglo XVI. Ha pasado por tanto. En su aniversario nos garantiza que es incapaz de morir.

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Los mundos que caben en La Merced

Los mundos que caben en La Merced

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Los mercados de Sonora y de la Merced se crearon para ordenar el comercio en la Ciudad de México, con el mandato de hacerla más higiénica y mejor organizada, aunque también son una respuesta a la americanización del estilo de vida. Esta crónica hace un repaso histórico y a pie de ambos mercados.

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Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

“Vas a frotártelo entre las manos y a pasártelo por todo el cuerpo, por los brazos, y a sacudirte como si tuvieras mucho polvo”, me dice Manuel Valadés, quien trabaja haciendo limpias en el mercado Sonora desde hace ya más de veinte años, mientras me enseña los movimientos que quiere que imite. Después me echa aguarrás con un atomizador porque el emblemático escupitajo de los rituales de santería tuvo que improvisar un intermediario en tiempos de covid.

Valadés viste una playera negra con letras doradas que dicen: “Todos los hombres son iguales, pero los de septiembre son mejores”. Me genera más confianza su signo del zodiaco que las medidas de seguridad. Sí, lleva puesto el cubrebocas, salvo cuando fuma un puro para bañarme con su espeso humo, e incluso me ofreció desinfectante antes de iniciar el ritual. Detrás de mí, sobre un estante y en un plato de unicel, hay unas enchiladas a medio comer y, junto a ellas, un cráneo –enfunde, le dice Manuel– y un papel con algo escrito, prendido con un alfiler a la cera de una vela color marrón. “Es una petición”, aclara Valadés cuando nota que llevo un rato con la mirada fija en aquel altar. “Cualquier duda que tengas, te voy explicando”. Por un momento logra hacerme pensar que el covid no es lo peor que puede entrar a mi cuerpo.

El Mercado de Sonora es parte del complejo comercial de La Merced. Junto con seis mercados –la nave mayor, la menor, la sección de comidas, la de dulces, la de flores y San Ciprián–, fue fundado el 23 de septiembre de 1957 por el presidente Adolfo Ruiz Cortines y por el regente de la Ciudad de México, Ernesto Uruchurtu. Los proyectos estaban enmarcados en un intento por ordenar una ciudad que pasó de un millón doscientos mil habitantes en 1930 a casi cinco millones en 1960.

Durante su gestión, de 1952 a 1966, el Regente de Hierro creó más de 150 mercados y casi todos fueron inaugurados a finales de los cincuenta. Uruchurtu mezcló en su persona la modernidad y la regresión social. “Va de la mano de la idea de higienización”, me dice la historiadora y divulgadora Veka Duncan. Para Uruchurtu, continúa Duncan, ordenar la ciudad en general y, en particular, sacar a los tianguis de las calles y colocarlos en espacios cerrados y ordenados, como en Europa o Estados Unidos, era esencial para crear un ambiente de salubridad y modernidad.

En el Mercado de la Merced y el Mercado de Sonora hay desde animales exóticos y santería y vendedores ambulantes de todo tipo.
REUTERS/Henry Romero

Hoy en día, en contra de lo que soñó Uruchurtu, caminar por los pasillos del Mercado de Sonora no provoca una sensación de modernidad. Tampoco es un espacio “sacado de otra época”, es más como un lado oscuro del presente. En los pasillos del fondo se pueden ver lo mismo perros, gatos y conejos que gallinas, palomas y hasta chivos en jaulas donde apenas caben. El “pásele, güerito” se confunde con ladridos, cacareos y balidos que reverberan por los pasillos. Entre ese ruido que no cesa, bajo la luz escasa y rodeado del penetrante olor a animal, me recorre el cuerpo una sensación de peligro, una punzada en el estómago que siento cuando desobedezco.

De nuevo, para disgusto de Uruchurtu, el mercado tampoco parece particularmente higiénico. Las jaulas y los animales me recuerdan los mercados húmedos chinos, como el de Wuhan, al que se le cree culpable de la pandemia que padecemos desde hace más de año y medio. Cuando la venta de animales de granja termina, da paso a las especies exóticas. En un lugar venden iguanas y hasta un camaleón en un pequeño terrario. La señora me dice que comen grillos y que me lo puedo llevar por cinco mil pesos.

Sigo caminando hasta toparme con un joven moreno, atlético, atractivo; viste una playera negra sin mangas y el pantalón de mezclilla le queda un poco grande. Pero vende canarios y pericos, mascotas que asocio con las abuelas. Mientras fuma pregunta si no quiero comprar un loro. “Todos estos hablan”, me dice, “pero también hay que estarles hablando para que aprendan”. Sin soltar el cigarro, saca a un pajarito amarillo y verde de una jaula de rejilla blanca y me lo pone en las manos. Da una calada y suelta el humo: “Cuesta mil seiscientos pesos”. Empiezo a acariciar al lorito con temor de que se me caiga; sigo haciéndolo como para convencerlo de que no se vaya.

Miro hacia arriba: cuelga sobre nosotros una jaula donde está un loro grande, de esos que uno imagina volando libre en la selva, pero éste tiene aspecto de zombi: con plumas arrancadas, ojos delirantes y un hambre voraz que se nota en los picotazos que le propina a una manzana roja. El joven trata de sacarlo para mostrármelo... entonces el pájaro comienza a gritar. Él de todas formas lo agarra y yo no puedo evitar hacer una mueca porque pienso que lo lastima. Finalmente, lo pone sobre unos travesaños de madera para que esté en paz y yo, su marchante, lo pueda ver. Para mi sorpresa, el loro, en efecto, se calma. “Éste, porque es más grande, cuesta cuatro mil”. Al fondo hay canarios, unos cardenales rojos y unos pericos importados. Una señora mayor mira embelesada las aves y pregunta por los canarios. “Son muy bonitas”, me dice, sonríe y sigue viendo los pajaritos. Yo le digo al muchacho que si me puede dar su número para avisarle si me decido por alguno. “No hace falta. Aquí ya sabes que está el local”.

En el Mercado de la Merced y el Mercado de Sonora hay desde animales exóticos y santería y vendedores ambulantes de todo tipo.
REUTERS/Gustavo Graf

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“A la higienización se suma otro fenómeno muy interesante: la americanización de la vida”. Veka Duncan explica que, a partir de la época de Miguel Alemán, la gente empezó a adoptar actividades del estilo vida estadounidense de la posguerra, como ir al supermercado. En 1948 abrieron en la Ciudad de México los Almacenes Blanco y en 1955, El Sardinero, ambos supermercados españoles. En ese contexto se da la construcción de los nuevos mercados como una respuesta desde el Estado a esa demanda de modernidad, detalla Duncan.

Visto así, quizá haya algo de modernidad en el Mercado de Sonora. La globalización se hace presente en los jabones mágicos, sí, pero fabricados masivamente; las fragancias de hierbas curativas están procesadas a tal grado que parecen botellas con sustancias para limpiar pisos; y las figuras de la Santa Muerte, san Judas y Jesús Malverde son sospechosamente iguales en todos los puestos.

Solamente en uno descubro algo que no he visto en ningún otro sitio. De una soga al cuello cuelga un muñeco, es la réplica de un bebé, pero tiene ojos amarillos como de reptil, colmillos y vómito verde sobre la tela de su mameluco. Un joven de veintipocos años, que atiende el sitio, me explica que sirve para absorber las energías negativas, que los usan los brujos y curanderos en los sitios donde realizan las limpias. Le pregunto si él hace esos muñecos. Como si lo hubiera acusado de un crimen, responde: “¿Quién?, ¿yo?”. Se pone nervioso, baja la mirada y empieza a sobar con mayor intensidad la figura de un diablo de piedra que tiene en la mano izquierda: “No, así nos lo trae el proveedor”.

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Afuera del Mercado de Sonora, por la calle de Rosario, cruzando la avenida Fray Servando y hasta llegar a la nave mayor no queda nada de la pretensión de “orden y limpieza” del regente Uruchurtu. Como flores del pavimento brotan puestos con lonas azules y amarillas, anuncian que venden de todo en esos letreros fosforescentes en los que están escritas tablas de multiplicar sin resultados: dos por diez, tres por quince, cuatro por cien.

Por la esquina de Rosario y Adolfo Gurrión, en el barrio de la Merced, veo asomarse uno de esos camiones que mueven toneladas de frutas o animales, toneladas de carga. “Voy con Dios, si no vuelvo estoy con él”, dice la leyenda pegada en el parabrisas. El motor ruge mientras el chofer maniobra para intentar pasar en la estrecha calle que dejan libre los puestos. La multitud que ocupaba todo el asfalto ahora cabe en un tercio del espacio, y el camión no se detiene, avanza como una bestia lenta y llena de smog el ambiente. Veo pasar, a unos centímetros de mí, sus llantas enormes que me llegan a la cintura e imagino el dolor de terminar con un pie aplastado. Finalmente, el camión cruza, este mundo recupera su forma habitual y la multitud vuelve a ser un fluido que no se detiene.

En el Mercado de la Merced y el Mercado de Sonora hay desde animales exóticos y santería y vendedores ambulantes de todo tipo.
REUTERS/Carlos Jasso

Se disipa el aire pesado del Mercado de Sonora y queda una vibración interminable. Es el bullicio de la Ciudad de México, apretujado. En los alrededores de las naves se forman callejuelas de puestos que obstruyen parte de la luz; para caminar en ellos es preciso esquivar personas, puestos móviles en medio del océano de ambulantes, letreros y extensiones que salen como ramas de cada uno de los locales. Aun en aquel caos expansivo hay un orden. Conforme acepto la idea de que me perdí, empiezo a disfrutar la organización temática –y eso que no llego todavía al mercado-mercado– que va de los útiles escolares a los uniformes, luego a los juguetes y a los dulces. Una payasita de nombre Krystel es un negocio ambulante en sí mismo: me da su tarjeta, ofrece “shows interactivos” para fiestas infantiles.

Finalmente, el laberinto me arroja al interior de la nave mayor y me doy cuenta de que es una especie de catedral porque la altura del edificio empequeñece a los marchantes. Los puestos de chiles, verduras y frutas siguen un orden impecable, casi obsesivo: las naranjas van con las naranjas, el chile cascabel con el chile cascabel. Esa sensación es todavía más abrumadora en el mercado de las flores, dominado por las artificiales. De plástico o de papel crepé, las flores corren desde lo alto de los puestos y bajan como formando enredaderas y hermosos jardines verticales, pero no por eso están vivos. La Merced, aun con aquel hervidero de personas y mercancías, encuentra la forma de colocar a cada quien con su cada cual por la inercia de la historia.

El antropólogo urbano José Ignacio Lanzagorta dice que la ciudad antes de finales del siglo XVIII estaba organizada por “corporaciones”, es decir, las zonas se regían a partir de los gremios –carniceros, sastres, peleteros–. Con los proyectos de ciudad moderna, de finales del siglo XVIII y hasta la fecha, la configuración urbana ya no pretende organizarse a partir de las corporaciones. Un resultado de ello está en las vocaciones de los mercados: un aspecto de la ciudad ya no se ve en las calles, sino que se confina dentro de los edificios de mercados. Lanzagorta insiste en que esa organización gremial no es un presindicato porque la cohesión no está tanto en la labor, sino en el santo patrón que comparten y en su relación con la iglesia: san Bartolomé, patrono de los carniceros; san Honorato, de los panaderos; santa Marta, patrona de los cocineros y meseros. Los rastros de esa religiosidad gremial siguen presentes en los nichos que hay en las distintas naves de los mercados, pero también se desordenan.

En el Mercado de Sonora hay un nicho con vírgenes, niños dioses y santas muertes, una suerte de buffet teológico para que cada quien llegue y se sirva. En las demás naves de La Merced también hay pequeños nichos con vírgenes. La gente pasa y, sin dudarlo, se persigna, como respetando una aduana espiritual de la ciudad-mercado que existe entre estos muros. Bueno, es un decir, porque La Merced se desborda y, más allá de ella, los mercados de esta ciudad son incontenibles.

Al respecto, Lanzagorta dice que el ambulantaje se coloca afuera de los mercados formales desde la época virreinal. Pasaba con el mercado de El Parián, en lo que hoy es el Zócalo; era un mercado mayorista y a su alrededor había un mercado informal, conocido como El Baratillo, para la venta al menudeo. Pasó lo mismo con el proyecto inaugurado en 1880 para La Merced, un mercado de estilo francés que fue insuficiente; pasó después con el sueño aséptico de Uruchurtu.

REUTERS/Carlos Jasso

“Yo siento que La Merced se asfixia”, me dice Karen Valles, una de sus vendedoras. Me explica que la gente ya ni siquiera entra a las naves porque se queda en los puestos ambulantes, y eso no es justo para quienes tienen locales formales. Karen nació en La Merced, ha vivido toda su vida ahí, recuerda que de niña acompañaba a su mamá a vender antojitos al mercado y jugaba con otros niños de La Merced en las jardineras contiguas a las naves.

Karen tenía una tiendita en El Banquetón, un mercado informal que surgió junto con el proyecto de 1967 y se integró con los ambulantes que se colocaban entre la nave mayor y menor, sobre la banqueta, de ahí el nombre. Según Karen, los locatarios más viejos le contaron que los ambulantes se pusieron ahí porque los clientes no entraban, les parecía que aquella inmensa nave mayor estaba muy vacía. Al ubicarse en la parte exterior, ayudaban a que la gente se acercara. Por eso, en 1965 terminaron por formalizarlos, aunque no estuvieran dentro del edificio de mercado, dice Karen, haciendo mucho hincapié en que ocupaban la banqueta y, por lo tanto, no estaban afuera de la nave. Ella, en cualquier caso, ya no tiene un puesto: por los incendios de 2013 y 2019, y por las obras de reconstrucción, tuvo que dejarlo y comenzar a vender en el área de informales. La nueva situación ya era mala y con la pandemia se agravó. “No podía dejar de trabajar. Dejar de trabajar es un lujo que no me puedo dar”.

Los incendios en los mercados son eventos traumáticos, así los describe Lanzagorta y explica que provocan un reacomodo de fuerzas que está ligado a la reubicación de los locatarios. Quién es desplazado y a dónde, eso altera los apoyos de los distintos líderes del mercado. En el incendio del 23 de febrero de 2013 se quemó el 70% de la nave mayor, dos mil locales quedaron calcinados. En el incendio del 24 de diciembre de 2019, seiscientos locales más se perdieron.

La Merced no sólo se ha enfrentado a incendios, sino a otras amenazas que podrían hacerla desaparecer. Hoy la ponen en riesgo las tiendas de autoservicio, abiertas las veinticuatro horas. Antes fue la inauguración de la Central de Abasto, en 1982. Sin embargo, aquí está: una bestia muy antigua, que ronda un exconvento de finales del siglo XVI. Ha pasado por tanto. En su aniversario nos garantiza que es incapaz de morir.

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