Ester jamás escuchó a alguien de su entorno hablar de raza, clase o género, de feminismo o derechos de las mujeres. Nació en la frontera entre Guerrero y Morelos, su piel es morena, sus abuelas hablaban alguna lengua indígena cuyo nombre desconoce porque su madre vendía pollos en un puesto callejero y jamás tuvieron oportunidad para ese idílico momento de la transmisión del conocimiento de la estirpe. Quedó embarazada de su primer novio a los 15 años y se fugó con él para tener una vida propia. Se supo racializada una vez que llegó a “la ciudad” como trabajadora del hogar, donde su color de piel y su forma de utilizar el lenguaje adquirieron otro significado, diferenciándola en la medida en que la familia —blanca y de clase media alta— con la que trabajaba le impuso nuevos códigos de conducta y comunicación. Haciendo un mínimo esfuerzo por evitar expresiones racistas, esta familia logró colocarla en un sitio preciso en el que fue capaz de ver, a los 17, que ser morena, de familia indígena, mujer y madre adolescente juega un papel importante en el lugar que ocupa en la jerarquía social.
Diez años después de su llegada al mundo blanqueado mexicano, Ester alcanzó a ponerle nombre a la opresión al escuchar los argumentos de la hija de la dueña de la casa, que estudiaba sociología, y eso le despertó sentimientos abrumadores. Tiempo antes de que desarrollara argumentos propios que definieran su sentir-ser-y-estar en su país, descubrió que el machismo de su esposo se parecía al machismo ilustrado de su patrón; al mismo tiempo, supo que la dueña de la casa vivía cierta discriminación por ser mujer —aunque nunca conocería la opresión como ella—. El contraste con la economía de sus patrones le enseñó lo que las telenovelas jamás le hicieron sentir: que el dinero es cuestión de raza, que quien lo tiene controla a quien lo necesita, que precarizar el trabajo de las mujeres beneficia a hombres y mujeres que pueden decirse progresistas, pero ser opresores.
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Hay muchas razones por las cuales el feminismo blanco de las estudiantes universitarias no le habla a Ester ni responde a sus necesidades identitarias. Ella tardó en comprender que las mujeres se mueven para unirse y protegerse, que ese movimiento de las calles que las une se integra a otros que son una galaxia de diversidad en la que no todos los mundos se tocan ni se hablan ni se escuchan entre sí; a veces, ni siquiera se miran lo suficiente. Los movimientos de mujeres no son un ejército producto de la visión patriarcal contra la que se rebelan; son una fascinante criatura en constante evolución que integra células vivas, horizontales, autónomas, que se encuentran y se separan conforme aprenden lecciones de grupo e individuales. Millones de mujeres se unen en movimientos para defender sus derechos, pero no todas ellas son feministas ni se identifican con lo que conocen de la filosofía del feminismo. Un porcentaje absolutamente menor de la población mundial lee filosofía feminista; muchas menos viven el relato académico como una proyección de su propia realidad. No todas se mueven para hacer activismo y participar en marchas, manifestaciones o revueltas.
Dahlia de la Cerda, filósofa y escritora, dice que “el feminismo se compone de teorías, agenda, praxis y reivindicaciones; que luchar por el acceso al aborto legal forma parte de la agenda y visibilizar que la sangre menstrual no es impura es una reivindicación”. La praxis es más compleja, porque necesariamente exige congruencia entre el pensar y el hacer, el decir y el tratar a las otras personas de una forma justa e igualitaria. La teoría no la define un solo grupo, aunque la corriente predominante de las mujeres que tenían acceso a la educación y a la lectura promovió durante décadas las lecturas clásicas del feminismo blanco norteamericano y europeo burgués. En las últimas décadas descubrimos un creciente número de teóricas del feminismo de diferentes razas, edades y cosmovisiones; podemos decir que los feminismos se nutren y con ello se enriquece la polifonía para que las mujeres elijan quién les habla desde sus realidades. La lista es interminable, sin embargo, podemos citar a algunas que nos han enseñado a mirar el mundo desde una perspectiva más amplia e inclusiva, como Julieta Paredes, Audre Lorde, Sirin Adlbi Sibai, Angela Davis, Chela Sandoval y Jumko Ogata, entre otras.
Para entender la rebelión de las mujeres y niñas, es indispensable escuchar su narrativa, conocer su origen, su raza, su historia y los privilegios que han tenido —o de los que han carecido— como mujeres; sólo así alcanzamos a entender el caleidoscopio de visiones feministas que cruzan caminos con cada acto de reivindicación. Resulta importante poner, en primer sitio, a Ester de México junto a Ayelén y Millaray, que trabajan por los derechos humanos de las mujeres tehuelches, yaganes y las que hablan la lengua mapuche en Chile y Argentina; junto a Otilia, la mujer maya de Guatemala que defiende el derecho a la tierra y el agua; las colectivas chorotegas, nahoa y xiu de Nicaragua dedicadas a proteger a las niñas de la trata de personas; las ngöbe-buglé de Panamá unidas contra la explotación laboral; los grupos de mujeres indígenas, tribales; y a las mujeres negras de América y el Caribe articuladas por la salud sexual y reproductiva, porque todas ellas —en 2021— tienen en común un proceso de análisis y cuestionamiento válido del relato del feminismo de la clase media: existen grandes autoras que han escrito sobre feminismos indígenas, marrones, racializadas, no radicales, que nos permiten entender la trampa implícita en las generalizaciones. Hemos descubierto otras narrativas sobre la experiencia de ser mujer bajo las relaciones patriarcales. Han sido las mujeres no blancas quienes han puesto sobre la mesa un lenguaje renovado sobre las formas de expresar las visiones feministas y el derecho de cada mujer y niña a ponerse en movimiento para ocupar un lugar visible y libre en el mundo. El 8 de marzo de 2018 la convocatoria de las mujeres zapatistas de El Caracol de Morelos para el Encuentro Internacional de Mujeres decía: “Entonces si eres mujer que lucha, que no está de acuerdo con lo que nos hacen como mujeres, si no tienes miedo, si tienes miedo pero lo controlas, pues entonces te invitamos a encontrarnos, a hablarnos y a escucharnos como mujeres que somos”. Petra Chan, una mujer maya de 54 años, originaria de Quintana Roo, asistió a ese encuentro. Mientras me narraba su primera experiencia en un congreso feminista, explicó lo que había descubierto: “Aprendí que las mujeres somos como montañas. Unas son volcanes, unas se van uniendo con la tierra en cordilleras y otras, como la Sierra Madre. Todos los ríos nacen en las montañas y el mundo depende del agua de las montañas. Así somos, diferentes pero iguales. Crecemos cuando nos juntamos”.
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Millones de mujeres y niñas buscan una definición del feminismo con la cual defenderse ante las críticas y ataques persistentes; esa búsqueda responde a una necesidad de sentido de pertenencia, de saber en qué tribu se puede resguardar la que se rebela. Esto es particularmente notorio entre las jóvenes que se manifiestan y trabajan de manera activa contra la violencia sexual porque, frente a la hostilidad del doble ataque —primero, a sus cuerpos y después, a la denuncia que hacen de la violencia—, buscan cobijo para abrevar de la fortaleza comunitaria. Aunque no todas las mujeres que asisten a una manifestación contra la violencia sexual han sido violadas, todas conocen al menos un caso de ese tipo y, por tanto, saben que pueden ser las próximas víctimas. Buscan un lenguaje para expresar y definir su indignación frente a lo injusto, su rabia contra la barbarie machista, su tristeza frente al ataque sistemático que demuestran los datos de ONU Mujeres: cada 15 segundos violan a una mujer o una niña en el mundo.
La opinión conservadora, ya sea de izquierda o derecha, piensa que todo grupo de mujeres en rebeldía se aleja de la normalidad preestablecida y debe ser castigado, juzgado. Poner en duda la palabra colectiva de las mujeres es un acto que fortalece la normalización de la discriminación y las violencias de los pactos patriarcales. Cuestionar por qué no todas las mujeres en movimiento piensan igual provoca gran confusión entre quienes no se detienen a reflexionar sobre los feminismos, las relaciones patriarcales y sus opresiones. Nadie se atrevería a cuestionar por qué los promotores de la democracia no son todos de un mismo partido político. El ámbito político fue territorio masculino desde la antigua Grecia y muchos siguen pensando que la incursión de las mujeres en la política debe ser controlada, porque sienten que invaden sus espacios injusta e innecesariamente; de allí que algunos líderes de partidos políticos consideren indispensable cuestionar y minimizar las cuotas de género en todos los poderes del Estado —e incluso en las empresas—, pues temen perder territorio y privilegios de mando.
Las marchas y manifestaciones más recientes nos demuestran que persiste un constante cuestionamiento a la no-unicidad-ideológica de las mujeres. Los conservadores proponen que, si las mujeres se van a rebelar contra el statu quo, deben hacerlo siguiendo las reglas, es decir, obedeciendo. Pero todo movimiento de mujeres es esencialmente desobediente y al pedirle subordinación pretenden neutralizar su carácter de rebelión frente a lo injusto. En diferentes etapas del descubrimiento de sus derechos, encontramos a mujeres que temen recibir mayor violencia por atreverse a desobedecer los mandatos patriarcales; ellas participan en los movimientos de mujeres en aproximaciones sucesivas que les permiten aprender y decidir desde su libre experiencia. Uno de los grandes logros de las jóvenes feministas es, sin duda, el acompañamiento en los procesos vitales de las otras.
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El machismo defiende una cultura, un territorio, un esquema laboral y cívico diseñado para beneficiar a los hombres —aunque las jerarquías entre hombres también existen y no todos tienen el mismo poder—. Cuando las mujeres se unen para manifestarse y cuestionar este poder que las ignora, ellos califican como inaceptable la ruptura creada por las que están culturalmente obligadas a obedecer las normas patriarcales, que reivindican y fortalecen las personas, instituciones y narrativas mediáticas.
En este contexto en el que los ataques contra los movimientos de mujeres fungen como gas lacrimógeno que dispersa a los grupos y nubla la vista, aparecen las redes sociales como un vínculo de encuentro y articulación que las mujeres, especialmente, las jóvenes, han aprendido a utilizar para reproducir masivamente las reivindicaciones y denuncias de todas. Así, un grupo de 50 activistas hace una pinta en una muralla que el presidente de México mandó poner para evitar que las mujeres se acercaran a su palacio colonial e inmediatamente cientos de ellas llegan al encuentro a documentar el suceso y millones reproducen los mensajes en redes, convirtiéndolo en noticia mundial en más de 10 idiomas. Las redes sociales como herramientas de las mujeres en movimiento se han convertido en un lugar seguro para reproducir las voces en estados de emergencia; cuando los ataques machistas podrían silenciarlas, no lo han logrado. Está claro que las redes, en particular Twitter, son también territorio de ataques, amenazas, ciberacoso y estrategias de descalificación orquestadas desde diversos grupos de poder para irrumpir en las crecientes alianzas y articulación de millones de mujeres. Las generaciones jóvenes han entendido que el acceso a las tecnologías es fundamental en la expansión de la libertad de expresión de las mujeres y la defensa del derecho a la manifestación pública.
La criminalización de la protesta no es nada nuevo en los países que, como México, tienen una cultura política autoritaria. En el caso de los movimientos de mujeres, la criminalización diseccionada adecuadamente muestra con claridad la utilización del estado policiaco como herramienta de castigo machista (aunque sea realizado por mujeres). Durante la reciente marcha del 8 de marzo en la Ciudad de México, se decidió activar a la policía femenil antimotines. Las estrategias para encapsular a las mujeres de apariencia determinada respondieron a una visión tradicional sexista, machista y racista que, al ser ejecutada por mujeres policías racializadas, logró fortalecer el discurso que propuso la autoridad: “Las mujeres que atacan a mujeres policías no son feministas”. Entrevisté a dos mujeres policías que cubrieron esta marcha. Ambas, temerosas de que las despidieran, explicaron cómo, al recibir las órdenes para encapsular, escucharon de los policías frases como “a las tortilleras y a las gordas las esposan rápido porque son más cabronas”; otra mujer policía, originaria de Oaxaca, asegura que un jefe repitió varias veces “nomás porque mandan a las viejas, porque si me dejan yo las pongo en su lugar con esto [tocándose los genitales con la mano]”. En una manifestación convencional, como las de los 43 de Ayotzinapa que yo cubrí como reportera, pude documentar cómo la policía dio ordenes específicas de “no atacar a los que parezcan indios”, refiriéndose a los estudiantes de piel morena de la sierra de Guerrero. Había que cuidar las formas para que no se pensara que el gobierno era racista, sin embargo, cuando se trata de las mujeres, aplica la triple discriminación: género/sexo, raza y clase.
Ana tiene 18 años y vive en situación de calle en Veracruz desde que tenía 13. Ella vio pasar una marcha de mujeres feministas el 8 de marzo de 2018 y se unió al escuchar la consigna “si tocan a una, nos tocan a todas”. Ana jamás había reivindicado su derecho a manifestarse; esa tarde estaba preparada. Para ella la reivindicación es saber dar buenos golpes para defenderse en la vida de la calle, es levantar la voz y mirar a los ojos a los chavos banda que se acercan a exigirle que se una a ellos. Esa tarde caminó al lado de Karla, una adolescente de clase media alta que fue violada en su colegio privado. Karla le regaló una botella de agua y Ana descubrió que el Instagram es chingón. Le dijo a Karla que si la hubiera conocido antes, hubiera ido a defenderla a su colegio; le contó que se escapó de su casa porque su padre la violaba desde los ocho años. Ambas descubrieron que su experiencia vital es muy diferente, que el contexto de cada una determinó su actitud frente a la violencia. También descubrieron que tienen una urgencia de protegerse mutuamente, que hay una convergencia importante entre ellas; moverse juntas en las calles que saben que son suyas. No son amigas, no ven el mundo desde el mismo prisma, no son hermanas: son dos chicas en rebeldía que gritarán consignas juntas cuando puedan encontrarse. Son la generación que comprendió que si tocan a una y nadie se rebela, tocarán a todas impunemente.
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Dahlia de la Cerda asegura que el feminismo se llama feminismo porque busca equilibrar a favor de las mujeres una balanza que históricamente ha estado y aún está desequilibrada. En todos los contextos, ser mujer es enfrentarse a la violencia sexista, machista, a la discriminación y, dependiendo del contexto, a la opresión. Cuando el sistema de sexo y género se intercepta por la clase económica y la racialización, ese desequilibrio es más notorio para aquellas mujeres y niñas que no tienen el privilegio del “cuarto propio” de las Virginias Woolf del mundo. Los feminismos son más incluyentes y diversos que nunca y, por tanto, se unen a él más mujeres y niñas del planeta; ellas están transformando la realidad en la medida en que se mueven juntas, rescatando su derecho a definir y nombrar su propia rebelión.
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