El deseo de recuperar el “penacho de Moctezuma” ha estado en el centro de álgidas discusiones, no sólo entre Austria y nuestro país, sino también entre especialistas. No hay evidencia contundente de que el objeto le perteneciera al tlatoani, pero su paso por distintas colecciones europeas y el debate sobre quién debe resguardarlo son tan interesantes como el penacho mismo.
Una leyenda siempre edificante narra que Moctezuma murió apedreado por haber traicionado a su pueblo. Hoy resulta paradójico que la patria, siempre impecable y diamantina, aunque también incongruente y desquiciada, luche para retirar el penacho del huey tlatoani “indigno” de un museo vienés, con el fin de colocarlo en uno mexicano, faltaba más, para que así nuestra nación, depositaria legítima y heredera dilecta de la gran México-Tenochtitlan, tras medio milenio, se deleite, y los ciudadanos nos sacudamos los agravios y se nos reponga aquello que nos pertenece, y se nos devuelva lo arrancado, experiencia colectiva harto catártica y gratificante que, sin duda, será el principio de la restitución de restituciones. Agárrense, Texas, Arizona, Nuevo México, California, Nevada, Utah y Colorado. ¡Viva México!, ¡caramba!
En la conferencia del 9 de marzo de 2022, el presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, se refirió, como ya lo ha hecho otras veces, al llamado penacho de Moctezuma. “Es algo que le pertenece al pueblo de México, es patrimonio nuestro que se sustrajo de manera ilegal”, indicó. También dijo que “Maximiliano de Austria, como emperador de México” había solicitado que se lo entregaran para traerlo cuando gobernara, pero que no lo logró, aduciendo que eso “sostiene” en Noticias del imperio “un historiador, el novelista Fernando del Paso”. Finalmente aseguró que los austriacos “se sienten dueños […], se apropiaron de algo que es nuestro”, lamentándose de que el Weltmuseum, en Viena, no hubiera accedido al préstamo de la pieza con motivo de la exposición temporal “Grandeza de México”, en el Museo Nacional de Antropología e Historia.
Las referencias patrióticas o, tal vez, patrioteras a “lo nuestro”, a un presunto “nosotros”, esos emplazamientos a la primera persona del plural, siempre me suscitan una pizca de sospecha y me recuerdan un verso de “Piedra de sol” de Octavio Paz: “¿la vida, cuándo fue de veras nuestra?”. Y es que no estamos precisamente escasos de envolturas en la bandera o, mejor dicho, en el penacho y tampoco somos unos mendicantes del fervor nacionalista.
Los reclamos por el regreso del penacho no son exclusivos del presidente, sino de muchas personas que se sienten agraviadas por el supuesto hurto. En 1997 Blanca Barragán Moctezuma, descendiente del antepenúltimo tlatoani, de quien conserva el apellido, pidió a las autoridades austriacas, sin asomo de rubor, “que sea devuelto el copilli quetzalli [sic] y demás objetos pertenecientes a los aposentos de mi abuelo [sic], Motekuhzoma Xocoyotzin, [en vista de la] autoridad que tengo conferida como descendiente y depositaria de la tradición familiar”.
Pero más allá de mis personalísimas y lacónicas suspicacias, existen dudas fundadas alrededor de El Penacho. ¿Es cierto que esa pieza fue robada al pueblo de México?, ¿en verdad el quetzalapanecáyotl, nombre original de este singular tocado de plumas, es “el penacho de nuestro gran jefe o tlatoani Moctezuma”, como se refirió a este objeto López Obrador?, ¿Maximiliano de Habsburgo, a la postre emperador de México, en realidad intentó traerlo a nuestro país? Música de suspenso.
El debate es complicado y está colmado de vericuetos, además de que hoy en día, a más de quinientos años de la conquista de México-Tenochtitlan, hay más incógnitas, mentiras, verdades a medias, imposturas, intereses políticos, inacciones y disputas entre dignatarios, diplomáticos, académicos, descendientes de tlatoanis, periodistas, activistas, curadores, directores y detractores de museos, artistas tradicionales y contemporáneos, hackers y hasta concheros y chamanes de uno y otro lado del Atlántico, que hechos fidedignos y comprobables.
Luis González de Alba ya señalaba en 1996: “Lo primero que debemos poner en duda es la autenticidad del plumero, pues resulta difícil creer que pudiera sobrevivir un objeto tan frágil a las quemazones, rapiñas y pleitos por el botín entre los soldados; si sobrevivió, resulta difícil creer que se le pudiera seguir la pista a través de los caóticos primeros decenios en la existencia de México”.
Para intentar deshacer el entuerto, es preciso situar esta pieza en el arte plumario de las culturas prehispánicas. Todo parece indicar que la tela de plumas apareció a partir de un horizonte primitivo en América del Norte. En Mesoamérica, desde el Preclásico hasta el Posclásico, los artesanos y orfebres dieron muestra de sofisticadas técnicas para trabajar con fascinantes plumas multicolores en la elaboración de ropa, instrumentos e inclusive obras arquitectónicas y mobiliario, como muestran diversos códices y esculturas.
María Olvido Moreno Guzmán, especialista en el tema y una de las responsables del proyecto de restauración más importante del quetzalapanecáyotl, subraya: “las plumas no se pueden separar del animal del que proceden, por ello el binomio ave-pluma define su carácter simbólico. Así la selección de plumas de ciertas aves, combinadas con otras materias que reflejan la luz como piedras pulidas, perlas, conchas y oro, cumplía con las normas iconográficas reguladas para cada ocasión”.
En el libro IX de Historia general de las cosas de Nueva España, también conocido como Códice Florentino, Bernardino de Sahagún ofrece información única sobre los amantecas o artesanos de las plumas. Describe la manera en que eran estimados por los nobles y patrocinados por los gobernantes, su vida en el palacio y dedicación a elaborar los atavíos de las deidades (tecpan amantecas) o del gobernante (calpixcan amantecas). Los artesanos plumarios privados también confeccionaban la parafernalia para los rituales y para la guerra.
En la confección del penacho resguardado y exhibido en Viena se emplearon plumas de cuatro especies de aves: azuleja o Cotinga amabilis, para el color azul turquesa; espátula, para el rojizo carmesí; pájaro vaquero, también llamado pájaro ardilla, para el café terroso; y quetzal, para el verde brillante. De esta última se utilizaron cuatrocientas cincuenta plumas, de las alas y del caudal. Hoy en día confeccionar una copia, como la que se encuentra en el Museo Nacional de Antropología e Historia, sería prácticamente imposible, ya que el quetzal mesoamericano, Pharomachrus mocinno, y la azuleja son especies amenazadas o en peligro de extinción.
En este proceso los amantecas emplearon con gran habilidad y oficio dos técnicas: nudos y ataduras de plumas y plumas pegadas con una goma vegetal proveniente de las orquídeas, llamada tzauhtli. Para la estructura se recurrió a diversos materiales: varas y palos con características específicas; y fibras de algodón y agaves con que se hilaron tramas simétricas hasta componer dos redes, una en forma de abanico y otra a manera de trapecio, que sostienen al penacho. Finalmente, éste posee mil quinientos cuarenta y cuatro elementos metálicos de los cuales varios son incrustaciones de oro. En el documental El penacho de Moctezuma. Plumaria del México antiguo, de Jaime Kuri, se afirma que se trata de una obra de “ingeniería dinámica artesanal”. Ya quisiéramos un plumero así…
A pesar de que, como ha estudiado Ernst Bauernfeind, no ha sido posible constatar el origen de las plumas del penacho –el quetzal mesoamericano es más común en Centroamérica que en el Altiplano Central—, sí existen huellas en los códices, y aun en las crónicas de indias, de la presencia del quetzalapanecáyotl entre los mexicas.
Luego de cinco siglos, son evidentes el envejecimiento del aditamento, elaborado en su mayoría con materia orgánica, y el deterioro causado por las condiciones climáticas, la humedad, la iluminación, la temperatura y, sobre todo, las plagas de insectos. Actualmente, tras haber sufrido diversas intervenciones, mide noventa centímetros de alto por un metro setenta y ocho centímetros de largo. Entre 2010 y 2012 una comisión binacional de Austria y México llevó a cabo un trabajo integral a lo largo del cual se hizo un cuidadoso estudio, un diagnóstico del estado actual del penacho –en el que se identificó la manufactura original– y se desarrolló un protocolo para su conservación.
El debate en torno al penacho tiene una de sus aristas en la pregunta sobre cómo llegó a Europa, lo que no tiene una respuesta sencilla ni concluyente. No obstante, en principio es necesario preguntar si se trata del quetzalapanecáyotl. Bernal Díaz del Castillo describe en el capítulo 88 de su “olvidada” obra al huey tlatoani portando un objeto que semeja mucho a la pieza de arte plumario que ahora alojan las vitrinas austriacas: “Ya que llegábamos cerca de México, adonde estaban otras torrecillas, se apeó el gran Montezuma de las andas, y traíanle del brazo aquellos grandes caciques, debajo de un palio muy riquísimo a maravilla, y el color de plumas verdes con grandes labores de oro, con mucha argentería y perlas y piedras chalchiuis, que colgaban de unas como bordaduras, que hubo mucho que mirar en ello”.
Hace poco la embajadora de Austria en México, Elisabeth Kehrer, indicó que “todos los expertos dicen que este penacho no es la corona de Moctezuma, hay otras personas que dicen lo contrario, pero para nosotros las posiciones de los expertos son las válidas”. Al parecer se basa en lo que especialistas como el curador de las colecciones de América del Norte y Central del Weltmuseum, Gerard Van Bussel (“no hay ninguna prueba, ninguna indicación que señale que el penacho estaba conectado con Moctezuma”) o el antiguo director del Museo Etnológico de Viena, hoy Weltmuseum (“El penacho es parte de la indumentaria ceremonial de un sacerdote y hubo muchas piezas del mismo tipo no sólo en México, sino también en Guatemala”) han sostenido desde hace décadas.
No obstante, arqueólogos y etnólogos como Eduardo Noguera y Jacques Soustelle han asegurado que el penacho fue un regalo de Moctezuma a Hernán Cortés y que el conquistador lo envió por barco a Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico en 1519. Para ello, se basaron en la primera carta de relación de Cortés en la que se enumeran los obsequios que hizo llegar al monarca, entre los que se cuenta: “una pieza grande de plumajes de colores que ponen en la cabeza, en que hay a la redonda de él, sesenta e ocho piezas pequeñas de oro, que serán cada una tan grande como medio cuarto, y bajo de ellas veinte torrecillas de oro”.
A las dudas en torno al origen, se suman las incógnitas sobre cómo llegó a Europa. Algunos dicen que se envió en 1519 al monarca Carlos I en Tordesillas, en manos de Alonso Hernández Portocarrero, junto con diversos presentes y la primera carta de relación de Hernán Cortés. Hay un testimonio sobrecogedor del artista alemán Alberto Durero, quien en 1520 quedó estremecido al observar en Bruselas el tesoro de Moctezuma, al que Carlos I había decidido organizarle, tal vez por pura presunción de la grandeza del botín, el “Xocoyotzin Europe Tour 1520”. El creador del Retablo Paumgartner describe: “Vi también los objetos que trajeron al rey del nuevo país de oro: un sol todo en oro, de una braza de largo, una gran luna de plata, del mismo grandor, y dos cámaras llenas de armaduras, de toda suerte de armas, de arneses, de objetos de tiro, de vestiduras extraordinarias y bizarras de tropas y de todas clases de objetos, que sirven para usos muy diversos. Esas cosas son más bellas que las maravillas, tan preciosas que las han estimado en cien mil florines y en mi vida he visto cosas que me hayan más regocijado el corazón que esos objetos”. ¿Entre ellos se habrá topado con el quetzalapanecáyotl? No lo sabemos.
Algunos señalan que tras haberse culminado la conquista de México-Tenochtitlan, un preocupado Hernán Cortés envió una tercera carta por medio de Alonso de Ávila y Antonio de Quiñones, pues no había recibido respuesta de las dos primeras; esa misiva estaba acompañada de un deslumbrante tesoro consistente en oro, plata, joyas y objetos curiosos, entre los que se encontraba el penacho. No obstante, dos de las embarcaciones que transportaban semejantes riquezas fueron interceptadas por el corsario francés Jean Fleury, sin saberse bien a bien qué fue del destino de tal fortuna. De ser así, el penacho sí habría formado parte de un doble robo; primero, del robo de Cortés de las riquezas de México-Tenochtitlan; y luego, de los piratas que hurtaron lo robado al conquistador español.
Lo que es un hecho es que este objeto volvió a aparecer en un inventario de 1596, es decir, 76 años después de la muerte de Moctezuma, en la colección de armas y la cámara de maravillas de Fernando II de Tirol, en el Castillo de Ambras. Se le describe como “un sombrero morisco de bellas y brillantes plumas de color oro y verdoso, ascendiendo a su parte superior con plumas blancas, rojas y azules, adornado con laminillas y rosetones dorados, que tiene en su frente un pico dorado”.
A partir de ese momento el itinerario europeo de nuestro penacho es bastante singular, por decir lo menos. Christian Feest ha documentado una historia bastante accidentada. Al morir Fernando, la colección permaneció en el castillo hasta 1665, cuando se traslada a Viena. A lo largo de esos años la colección cambió de residencia varias veces por causas de guerras o complicadas sucesiones hasta que volvió a Viena en 1814 para exponerse en el Palacio de Belvedere Bajo.
Los cambios de denominación del “sombrero morisco” reflejan de forma jocosa las mudanzas en las vitrinas austrohúngaras y la voluntad por el equívoco y el exotismo de los europeos frente a un objeto que a todas luces escapaba de su comprensión. Si en 1621 se le llamó “sombrero indiano”, en 1628 un comerciante de arte lo designó “vestimenta de plumas del rey de Cuba” y en 1788, tras la pérdida del pico —posiblemente el oro con el que estaba compuesto se fundió para confeccionar cualquier corona—, se le describió simplemente como “delantal indiano” y también como “manojo de plumas morisco” para adornar caballos.
Fue hasta 1855 que el entonces curador de la colección, Eduard von Sacken, identificó nuevamente el objeto como un atavío para la cabeza. Poco después, Ferdinand Hochstetter, director del Museo Imperial de Historia Natural, encontró el aditamento “doblado en un rincón” y ordenó su traslado al museo que administraba, donde se ejecutó una profunda restauración en 1878. Gracias a esta intervención, el penacho no acabó siendo botín de las polillas que ya lo habían carcomido en gran parte, pero también debido a ella perdió su tridimensionalidad y se volvió rígido y plano, al suponer Hochstetter que se trataba de “un magnífico estandarte del México antiguo”.
Hasta ese momento, en el imaginario popular no se había asociado la pieza con los mexicas, las culturas mesoamericanas y, muchísimo menos, con Moctezuma Xocoyotzin. Fue la arqueóloga y antropóloga estadounidense Zelia Nuttall quien concluyó en 1887: “el penacho vienés —debido a su forma, sus colores y otros atributos— no podía haber sido portado más adecuadamente por ninguna otra persona que el mismo Moctezuma en tiempos de la Conquista”, lo que causó un gran impacto en la academia. Desde ese entonces, varios estudiosos han discutido esa idea, indicando que también podría haber sido usado por sacerdotes o guerreros o formar parte de la indumentaria de baile o de los atuendos divinos de Quetzalcóatl o Huitzilopochtli.
No obstante, poco a poco, la idea de que se trataba del verdadero penacho que había usado Moctezuma se infiltró en el imaginario, gracias a los medios de comunicación y a la prensa, pero también a los museos vieneses que anunciaban, sin tapujos, que los visitantes podían contemplar “la capa de Moctezuma” o a obras de teatro austriacas en las que el actor principal representaba al huey tlatoani y portaba una reproducción del penacho exhibido en Viena. Claro, ahora el aparato institucional del país europeo niega cualquier vinculación del sombrero, tocado, delantal o estandarte con Moctezuma o Hernán Cortés, no vaya a ser que una migaja de los reclamos patrióticos mexicanos sea razonable.
Desde que hay noticias de la pieza en Viena, ésta no se ha movido demasiado. Al finalizar la Primera Guerra Mundial, las colecciones etnográficas se trasladaron a un museo de etnología ubicado en el Castillo Nuevo. A fines de 1935 el penacho se integró a una exposición permanente de las colecciones sobre América del Norte y Central. Cuando inició la Segunda Guerra Mundial, las colecciones se trasladaron a otro castillo y en 1942, junto con otros objetos valiosos, se resguardó en el Banco Nacional Austriaco. Finalmente, en 1946 el penacho salió de Viena a una exposición en Zúrich llamada “Obras maestras de Austria” (aquí el lector frunce el ceño). Desde entonces el penacho, salvo un par de veces que estuvo en otros museos vieneses, ha permanecido en el antiguo Museo de Etnografía, hoy llamado Weltmuseum.
En México, los intentos, las solicitudes y los reclamos en relación con el quetzalapanecáyotl forman parte de un relato no menos churrigueresco. Y es que, si bien hay una larga y documentada historia de saqueos de piezas arqueológicas que forman parte del patrimonio del país, no existe evidencia concluyente para asegurar que el penacho fue robado, como se ha descrito en este artículo. Ya vimos que el presidente dijo que Maximiliano había intentado, sin éxito, traer el mentado penacho, basándose en lo que leyó en la maravillosa obra de ficción histórica (sí, dije ficción histórica) Noticias del imperio, del gran Fernando del Paso. No obstante, sí existen evidencias de que Maximiliano I, cuando gobernaba México, solicitó por medio de una carta a su hermano, Francisco José I de Austria, “el volumen que contiene la carta de Hernán Cortés referente a México que existe en la Biblioteca de la Corte Imperial y Real; así como el escudo de Moctezuma que está en el Museo de Armas del arsenal”. Este escudo es el chimalli del siglo XVI, uno de los cuatro que se conservan en el mundo, y también se pensaba que perteneció a Moctezuma, hoy hipótesis totalmente descartada, y que Maximiliano de Habsburgo logró traer, por medio del conde de Bombelles, su amigo íntimo, para las colecciones del Antiguo Museo Nacional. Pero de que se haya solicitado el penacho no conozco información fidedigna. Eduardo Matos Moctezuma habla de una carta “en la que el archiduque Francisco José autoriza la devolución de varios objetos, y entre ellos se encuentra una carta de Cortés y el penacho en cuestión”.
Los deseos de tener el penacho en México tuvieron su desarrollo más visible cuando el expresidente Abelardo L. Rodríguez, después de haber intentado adquirir infructuosamente el quetzalapanecáyotl, costeó de su propio bolsillo una réplica en 1938, como explica el historiador Marco A. Villa Juárez. Ello requirió esfuerzos de distintos especialistas. Primero, la arqueóloga Eulalia Guzmán estudió el original; después el biólogo Isaac Ochotorena indicó que las aves cuyas plumas se usaron en el tocado prehispánico podían encontrarse en Chiapas, Tabasco, Veracruz y Oaxaca. Después, con ayuda de Luis Castillo Ledón, en ese entonces director del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía de México, se cotejó científicamente con el Museo Etnológico de Viena que las plumas solicitadas eran exactamente las mismas que las del original. Tras haberse recolectado las plumas, el artista plumario Francisco Moctezuma, sin haber estado en contacto con la pieza más que por medio de fotografías, llevó a cabo su trabajo hasta entregarla en el plazo de un año a Casillo Ledón para el museo mencionado, en calidad de donación por Abelardo L. Rodríguez.
He leído que Luis Echeverría solicitó “la devolución” del penacho, sin que haya pruebas de ello. Fue hasta 1991, durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, cuando se hizo por primera vez una petición formal e institucional para que el penacho viajara a México. Roberto García Moll, entonces director del Instituto Nacional de Antropología e Historia, escribió una carta al titular del Ministerio de Ciencia e Investigación de Austria, Erhard Busek, para solicitar “la devolución del penacho para incorporarlo a nuestro Museo Nacional, donde se custodian diversos bienes, símbolos de la grandeza nacional”. Al parecer, aunque se remitió una copia al presidente Salinas, García Moll actuó por cuenta propia y sin los protocolos necesarios, por lo que no se dio seguimiento al asunto.
El tema desapareció de la agenda durante algunos años hasta que, en 1995, de forma sorprendente, el entonces presidente de Austria, Thomas Klestil, durante la acreditación de las cartas credenciales de la embajadora mexicana, Roberta Lajous, le preguntó informalmente si la pieza tenía importancia para México, a lo que ella respondió afirmativamente. Klestil, de acuerdo con el académico Carlos Armando Peimbert, le propuso que introdujera el tema en las relaciones bilaterales entre ambos países. Unos meses más tarde, durante una visita a Efeso, en Turquía, Klestil hizo declaraciones combustibles, que hoy resultan inverosímiles. Al haber sido invitado por el presidente mexicano, Ernesto Zedillo, a visitar el país, Klestil declaró: “Me encantaría devolver la corona de Moctezuma a México, incluso me gustaría llevarla yo mismo, lo digo a sabiendas de que estoy tocando un tema muy delicado”.
Unos días más tarde, en un debate televisado en el que participaron Klestil, directores de museos, ejecutivos de la Unesco y un público variopinto que, de acuerdo con la periodista Adriana Malvido, “envió a la redacción del canal más de un millar de faxes”, se hizo sentir la reacción defensiva y coral. “La corona es nuestra, forma parte de nuestro patrimonio cultural y no hay ningún motivo para devolverla a México”, dijo Peter Kann, director del Museo Etnológico de Viena. “La gente del mundo pide la devolución de sus bienes y tiene derecho a hacerlo, pero también tienen derechos quienes los han conservado, se trata de un gran problema político”, advirtió Lyndell-Prott, de la oficina de la Unesco en París. El académico Wilfred Seipel clamó, casi sin rastro de colonialismo, que de no haber sido porque los museos han conservado grandes tesoros, muchos ya se hubieran perdido. La ministra de Cultura, Elizabeth Gehrer, defendió: “No hay ningún motivo para ponerse nerviosos... estos objetos existen en todo el mundo y para poder devolver lo nuestro tendrían que hacerlo los otros museos... la corona se quedará aquí”. Terminó el tiempo del debate y en la pantalla se observó el penacho. Paliza brutal. 4-0. Klestil se quedó solo.
A pesar de que se había perdido la batalla, una comisión presidida por Rafael Tovar y de Teresa, presidente del Conaculta, llegó a Viena el 22 de julio de 1996, con la presencia de Teresa Franco, directora del INAH; y por parte de la Secretaría de Relaciones Exteriores, el embajador Jorge Chen, director general para Europa, y Mauricio Reyes, director de Cooperación Internacional. Había quedado atrás la idea de la devolución y ahora se recurría el concepto del obsequio, que tampoco funcionó. En 2005 el presidente Vicente Fox volvió a solicitar diplomáticamente la devolución a Heinz Fischer, su contraparte austriaca, sin lograrlo.
Desde hace dos años, el presidente Andrés Manuel López Obrador ha puesto de nuevo el dedo sobre la llaga. Ahora, además del delicado camino de la diplomacia, emplea el púlpito de las mañaneras para solicitar el préstamo de la pieza o exigir su devolución. Sin embargo, la respuesta ha sido la misma.
El arqueólogo y antropólogo mexicano, Eduardo Matos Moctezuma, desde hace tiempo ha fijado su posición en torno al asunto. Se basa en la Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos, que establece “son propiedad de la Nación, inalienables e imprescriptibles, los monumentos arqueológicos muebles e inmuebles” y que “son monumentos arqueológicos los bienes muebles e inmuebles, producto de culturas anteriores al establecimiento de la hispánica en el territorio nacional, así como los restos humanos, de la flora y de la fauna, relacionados con estas culturas”. Para él “no importa si fue un regalo de Moctezuma a Cortés en 1519 o si se trata de una pieza robada, vendida o que saliera del país por cualquier otro medio. Lo importante es que al salir al extranjero no pierde su carácter de ser propiedad de la nación, como lo indica la ley vigente”.
En el documental El penacho de Moctezuma. Plumaria del México antiguo, Gerard van Bussel se refirió a la dificultad de transportar la pieza a México. Indicó que, como parte de la comisión binacional que llevó a cabo los trabajos de investigación sobre el quetzalapanecáyotl, se dedujo que la transportación en un avión, en un camión o en un barco serían muy fuertes y que “la conclusión del proyecto, tanto del lado mexicano como del austriaco, es que, dado el estado actual de la pieza, es imposible moverla en estos momentos”. Cabe destacar que en el ensayo de Lilia Rivero Weber sobre las conclusiones a las que llegó la comisión, presente en El penacho del México antiguo, libro que presenta una valoración integral, completa y actualizada de este objeto, y en el que participan especialistas mexicanos y austriacos, en ningún momento se señala la imposibilidad de desplazar la pieza. A lo sumo se describe que “la experiencia de los expertos […] ha otorgado información de ingeniería aplicados (sic) a la conservación patrimonial. Estos estudios están aún en proceso y han aportado interesantes resultados dentro de los rubros de preservación y conservación preventiva, como a los riesgos a los que se puede enfrentar el objeto durante su manipulación, exhibición y movimiento, y cómo minimizarlos”.
Necesito saber para qué se desea que el penacho resida en México, por cierto, un país que apenas se constituyó en 1821, es decir, trescientos años después de la caída de México-Tenochtitlan. ¿En realidad se ganaría algo si se exhibe en el Museo Nacional de Antropología? En México no nos hemos destacado por respetar nuestro patrimonio natural, histórico y cultural, y para prueba de ello está la Ciudad de los Palacios del Virreinato que terminó siendo un triste recuerdo de lo que llegó a ser o el amargo chimalli del siglo XVI, decolorado y con muestras evidentes de descuido, que se exhibe en Museo Nacional de Historia. Más allá de las proclamas patrióticas o de la hipocresía de algunos europeos que claman que el penacho forma parte de su patrimonio, negando su origen con toda desfachatez, no es claro si es conveniente el regreso de El Penacho del México Antiguo, título del bellísimo libro dedicado a esta pieza y publicado en 2012.
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Como pícara venganza frente al colonialismo europeo, queda el siguiente colofón. Hace unos meses, dos mexicanos, Sebastián Arrechedera y Yosu Arangüena, ingresaron varias veces al Weltmuseum. Aprovechando que los mexicanos tienen acceso gratis para visitar “su” penacho retiraron, a lo largo de varias semanas, cincuenta audioguías que describen todos los objetos de la sala de exhibición, y colocaron sus propias audioguías espurias, idénticas en todo a las originales, salvo en lo que se dice del quetzalapanecáyotl. Para ello recurrieron a la voz y al mensaje de Xokonoschtletl Gómora, un activista, conchero y danzante que desde hace muchos años ha dirigido sus esfuerzos para la vuelta a México de esta pieza. El audio puedes escucharlo aquí: https://www.truthaudioguides.org/