En el cine de Tatiana Huezo la clave para transmitir la esencia de los protagonistas es acercarse, extraer un poco de luz y dejarse arrastrar; al menos en el rodaje de <i>El Eco</i>, ella buscó capturar la esencia de la infancia que habita ese poblado, como lo relata en esta entrevista con
Hay pocas figuras tan aventureras en el cine como los documentalistas. Quizá Werner Herzog, pero sus ficciones no se realizan sin las excentricidades y los riesgos que acompañan al cineasta documental promedio —Herzog además se cuenta entre ellos—, y por esta razón sus películas narrativas son documentos de su propio rodaje: si un protagonista se ve cerca de la muerte es porque su intérprete estaba en peligro real. En mayor o menor medida, todo el cine retransmite los espacios, los cuerpos y el tiempo que capta una cámara, pero unos se fabrican más que otros.
La documentalista mexicana de origen salvadoreño Tatiana Huezo camina justo en medio. Sin pretensión alguna de capturar la realidad como sucede, ella rechaza al documental que se asume objetivo. “Yo no creo en ese cine. Yo creo en el cine donde puedes tocar al otro y tal vez recibir un golpe. Porque el riesgo es ese cuando te acercas tanto. Y recibimos muchos golpes, simbólicamente hablando […]. La clave es estar muy cerca”, me explica en entrevista para discutir su más reciente película, El Eco (2024), que hace unos meses ganó el premio a Mejor Largometraje Documental en el Festival Internacional de Cine de Morelia.
En esta nueva película, Huezo observa a los habitantes más jóvenes de una comunidad homónima al norte del estado de Puebla. Si antes su estilo se basó en la voz en off, la entrevista y un montaje que buscaba planos cuyo contenido encajara emocionalmente con las palabras de sus personajes, ahora Huezo persigue una observación de los hábitos cotidianos. Sin embargo, como ella lo narra, El Eco no es una película que pusiera a los personajes bajo el microscopio de una científica, sino una especie de colaboración: “Estuve cuatro años yendo a la comunidad antes de rodar y escuché todos los cuentos de fantasmas. Los vi pelear. Conocí profundamente sus relaciones, sus necesidades, sus actividades más sencillas, como dar de comer, ir a sembrar. Me devoré la vida muchas veces a lo largo de ese año cambiante que les mueve y que pone en riesgo la vida. Me volví, de alguna forma, una amiga íntima o familia de ellos”.
Huezo y su colaborador más cercano, el director de fotografía Ernesto Pardo, tuvieron la confianza de pedirles a los personajes algunas acciones. Huezo les llama “provocaciones”, que resultaron en imágenes íntimas, como la de una pareja que se enfrenta una noche. “Los vi pelear muchas veces sin ningún pudor. Delante de mí vi peleas durísimas porque los dos son muy fuertes. Y justo fue después de una cena que les dije: ‘Me gustaría que se quedaran un ratito en la mesa, quiero encender la cámara, me voy a ir al cuarto de [su hija] Luzma y, si es posible, me gustaría que hablen de algo en lo que no estén de acuerdo en su vida cotidiana […]’. Pusimos una tarjeta de dos horas en la cámara y esperamos. Y la primera media hora no pasó absolutamente nada. Pero después la conversación se torna interesante y ella empieza a decir cosas que realmente le importan. Y surge este pequeño momento que quedó en la película”. Un documentalista no puede acercarse sin contactar, y quizá no se pueda hacer cine, de ningún tipo, sin dirigir.
Esta es la primera vez que Huezo parte de una idea muy definida antes de hacer una película. Según me lo cuenta, El lugar más pequeño (2012) y Tempestad (2016), documentales sobre la violencia en El Salvador, el país natal de la directora, y México, su hogar desde los cuatro años, fueron procesos un poco más indefinidos, basados en la información que iba surgiendo de las entrevistas con sus personajes. El Eco, en cambio, parte del deseo muy claro de contemplar la infancia. Este fue también el motor de Noche de fuego (2021), la única ficción de Huezo hasta el momento, pero al ser el tercer largometraje seguido en abordarla bajo un contexto de violencia —su trama de maduración está rodeada por la idea de la autodefensa frente al crimen organizado—, la directora requería un descanso.
“Mi alma, agotada de la oscuridad y del dolor de trabajar, lleva, no sé, más de 15 años trabajando con la herida tremenda que nos cruza. Y ese era otro motor: hacer una pausa; hacer una pausa que mi corazón necesitaba. Cada proyecto es como casarte con alguien. Son años de tu vida puestos ahí, experiencias de vida que se quedan además guardadas en muchas partes del cerebro y del corazón. Y yo necesitaba que se guardara un poco de luz en mí”. Por ello, El Eco se sostiene en la admiración a los niños del campo mexicano y sus familias. Huezo eligió la comunidad por su nombre poético y en sus espacios encontró también ese lirismo: “El enamoramiento fue inmediato. El paisaje, desde que entramos a la brecha para llegar, que es una terracería terrible que dura mucho tiempo, ya me hablaba. Era como un paisaje lunar, deshabitado, solitario, que ya me empezaba a decir: aquí hay algo”.
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Con ayuda del Consejo Nacional de Fomento Educativo (Conafe), Huezo había empezado a buscar escuelas rurales —si el tema era la infancia, ahí estarían los niños—, y si El Eco la atrajo por su nombre y por su apariencia, una niña se manifestó de inmediato como su protagonista. “Me acuerdo que, de las primeras imágenes que vi, y que siempre la quise en la película y no la pude atrapar, fueron remolinos de tierra. Se levantaba la tierra con el viento, y luego llegué a la escuela y descubrí los ojos de Luzma, de la niña que pastorea las ovejas. Los descubrí, los miré por primera vez; ella estaba dando su primera tutoría. Ya con seis años: pequeña y sus ojos gigantes. Estaba muy nerviosa y se le quebraba la voz y estaba enseñando a los gemelos y yo iba con “El eco” en mi cerebro, y era como: ‘eco, espejos, no, dos espejos’. Y fue un gran encontronazo. Pasaron muchas cosas en ese primer viaje y ahí me quedé”.
El Eco, la película, observa a Luzma y su familia cuidando a su abuela, narrando apariciones de brujas. En el cielo a veces brota la tempestad que dio una metáfora a Huezo para la película del mismo nombre, y en general se vislumbra una presencia indecible: hay algo en el verdor apagado por cielos grises, en el viento, que uno quisiera entender como místico, pero tal vez se deba a la mirada de Huezo, que sabe captar fantasmas, estén ahí o no. El cine siempre es producto de un imaginario, pero recoge imágenes que a veces no se pueden dirigir. “Viví mucha incertidumbre al hacer esta película. Dije: ‘tal vez no se trata de nada, ¿no?’. La vida cotidiana no se trata de nada. Estaba el riesgo de que quién sabe si suceda algo interesante o con estas pequeñas provocaciones. Y siento que el espíritu de ese riesgo, a todos los niveles, era un año y medio de película donde la realidad cambia y lo transforma todo y la película se tiene que ir reescribiendo sobre la marcha”.
Las contingencias, la muerte, el acto mismo e inevitable de crecer se imponen. Huezo concluye, entonces, que el cine documental es una lucha contra el cambio, en el que la vida se impone siempre. “Vas intentando construir con esa estructura que es tu punto de partida, que muchas veces cambia, y también vas muy atento a dar chance a que la vida y a que lo imprevisto entren en la película. Las películas no sirven si la vida no te arrastra un poco. Tienes que estar dispuesto a eso, ¿no? Y El Eco era al revés. Todo era ese arrastre. Yo no sabía qué tanto me iba a arrastrar. Fue súper duro hacer esta peli, y hermoso a la vez”.