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Es muy difícil desmontar las narrativas que se han creado de lo radicalmente ajeno a lo largo de la historia. Por eso, no basta celebrar las diferencias, sino que también es importante hablar sobre las dificultades que surgen al encontrarse frente a la alteridad.
En 2017, cuando presentábamos el entonces recién creado Laboratorio Nacional Diversidades —un espacio dentro de la UNAM que busca el reconocimiento de las diversidades a partir de actividades académicas y de apoyo social—, la filósofa uruguaya y mexicana Ana María Martínez de la Escalera nos planteó una pregunta que ha resonado en mi cabeza a lo largo de estos años. Parecía una observación trivial y meramente semántica. No lo era. Nos preguntó por qué habíamos elegido hablar de diversidades y no de alteridades. Si bien habíamos escogido el término “diversidades” porque deseábamos mostrar la pluralidad de lo humano, el punto de Ana María era que no bastaba con celebrar o nombrar la diferencia si no teorizábamos las dificultades y desencuentros que se generan cuando se cruza en nuestro camino aquello que nos resulta radicalmente ajeno. Hasta ahora entiendo la relevancia de su observación. Y ello se debe, en gran medida, a lo mucho que ha cambiado mi relación con todas las alteridades en mi entorno y también, hay que decirlo, a lo mucho que me he encontrado en la posición de una alteridad demonizada.
Lejos quedaron aquellos años —quizás sólo existen ficcionalizados en mi memoria— en los que podíamos reconocernos diferentes y, aun así, marchar codo a codo; cuando la multitud era radicalmente heterogénea y disidente de todo menos de su propia diferencia. Hoy se filtra en las conversaciones, incluso con las mejores amigas, cierto control fronterizo que vigila dónde acabas tú y dónde comienzo yo. Pongo un ejemplo: hace poco estaba comiendo tacos con una amiga que, hasta entonces, había sido una de mis cómplices de sueños. De pronto y así, sin más, suelta una frase: “Yo soy mujer y tú eres trans”. No reparó en lo que decía, pero yo sí, porque me encontré en una situación en la que un atributo devenía en sustancia y la oposición que se creaba, de alguna manera, equivocaba ambas categorías contrastadas. Basta señalar que en el género, así como en la química, la geografía o la biología, lo trans- se opone a lo cis-. Lo transalpino no es lo opuesto a lo alpino, sino a lo cisalpino; las relaciones transatlánticas son lo opuesto a las cisatlánticas, no al océano de ese nombre. De igual modo, mi amiga, que es una mujer cisgénero, debió haber contrapuesto ese elemento a mi identidad como mujer trans y no su condición de mujer a secas. Lo que ejemplifica esta anécdota es la complejidad de encontrarse con la diferencia y de poder navegar dicho encuentro de forma inteligible y empática.
Nuestra interacción con la diferencia siempre ocurre en un presente acorralado por recuerdos y expectativas. La alteridad que me confronta nunca está mirándome plena y presente. Con lo que me encuentro es con una historia que empezó a contarse desde antes de que coincidiésemos en ciertas coordenadas. Y esa historia, como todo buen relato, anticipa ya algo de lo que va a ocurrir. El otro está, pues, desperdigado entre presencias, recuerdos y anticipaciones.
El problema es que este relato puede tomar el control y volverse el director de escena que nos arroja a desempeñar papeles que quizás no nos hacen justicia. No olvidemos que los relatos ofrecen posiciones “ocupables” —en una interacción no somos simplemente individuos, sino que ocupamos ciertos roles de género, pero también raciales y de clase—, y que éstos acarrean inercias y compromisos no siempre transparentes. Esto pasa en el encuentro con toda posible alteridad. No es necesario pensar en las oposiciones cis vs. trans o hetero vs. homo; sucede al ocupar la blanquitud o la racialidad ante alguien más: cuando somos la amiga pobre del grupo de niños ricos o la amiga fresa en la situación opuesta. Estas historias son como fantasmas; no están realmente allí, no son una tercera persona o ese mágico director de escena pero, en cierto sentido, toman control de nosotros a modo de una posesión espectral. La espectralidad aquí no es una simple metáfora, sino un modo de comunicar que el tiempo de un acontecimiento siempre se deshilacha hacia el pasado y al futuro, haciendo que sea imposible emitir un pronunciamiento que sólo atienda al presente.
Resistirse a las narraciones preexistentes es difícil y por eso resulta necio creer que la voluntad desmonta el racismo, el clasismo, la misoginia o la homo-lesbo-bi-transfobia. Nos guste o no, estos espectros no se exorcizan con buena voluntad ni con compromiso. Tan ocioso es creer que los varones cesarán de ser machistas sólo porque se les informa que sus acciones están mal, como esperar que todas las personas cisgénero —léase: no trans— se vuelvan aliadas de lxs trans o, de menos, que no nos miren con asco, desprecio o recelo únicamente porque les hemos comunicado que sus modos nos violentan. Los relatos constituyen formas de relacionarnos con otros, de posicionar nuestras alteridades en un lugar que nos resulte inteligible; el problema es que, en muchas ocasiones, les asignamos un lugar que las deshumaniza, que las subalterniza. Cuando esto pasa, el encuentro con lo otro se vuelve muy desafortunado —para decirlo eufemísticamente— y termina por reiterar la historia que queríamos dejar de lado. Pasa, por ejemplo, cuando creemos que al declararnos libres de racismo hemos, por ende, desterrado a aquel espectro sin darnos cuenta de lo mucho que guía nuestra lectura de aquella alteridad que nos mira exasperada.
Los mecanismos de la espectralidad son sutiles y por eso son tan insidiosos. Es fácil ir construyendo una historia que va transformándose lentamente hasta volverse irreconocible pues afirma algo que no queríamos sostener. Algo así pasa en la anécdota que conté sobre mi amiga. Inadvertidamente, ella traza una frontera pero sin querer subalternizarme. El problema viene cuando ese relato toma vida propia y alguien más decide dar el “paso lógico” y oficializar esa frontera que originalmente no se buscaba instaurar. Esto nos pasa muchísimo y de varias formas cuando invocamos estereotipos sobre las acciones, deseos o motivaciones de otros y luego nos sorprendemos de haber echado a andar una lógica de exclusión.
Cuánta importancia tenía la observación de Ana María Martínez de la Escalera. No basta celebrar la diversidad si no interrogamos los modos en que construimos la alteridad. Sólo así lograremos exorcizar los demonios de nuestro relato sobre los demás.
Es muy difícil desmontar las narrativas que se han creado de lo radicalmente ajeno a lo largo de la historia. Por eso, no basta celebrar las diferencias, sino que también es importante hablar sobre las dificultades que surgen al encontrarse frente a la alteridad.
En 2017, cuando presentábamos el entonces recién creado Laboratorio Nacional Diversidades —un espacio dentro de la UNAM que busca el reconocimiento de las diversidades a partir de actividades académicas y de apoyo social—, la filósofa uruguaya y mexicana Ana María Martínez de la Escalera nos planteó una pregunta que ha resonado en mi cabeza a lo largo de estos años. Parecía una observación trivial y meramente semántica. No lo era. Nos preguntó por qué habíamos elegido hablar de diversidades y no de alteridades. Si bien habíamos escogido el término “diversidades” porque deseábamos mostrar la pluralidad de lo humano, el punto de Ana María era que no bastaba con celebrar o nombrar la diferencia si no teorizábamos las dificultades y desencuentros que se generan cuando se cruza en nuestro camino aquello que nos resulta radicalmente ajeno. Hasta ahora entiendo la relevancia de su observación. Y ello se debe, en gran medida, a lo mucho que ha cambiado mi relación con todas las alteridades en mi entorno y también, hay que decirlo, a lo mucho que me he encontrado en la posición de una alteridad demonizada.
Lejos quedaron aquellos años —quizás sólo existen ficcionalizados en mi memoria— en los que podíamos reconocernos diferentes y, aun así, marchar codo a codo; cuando la multitud era radicalmente heterogénea y disidente de todo menos de su propia diferencia. Hoy se filtra en las conversaciones, incluso con las mejores amigas, cierto control fronterizo que vigila dónde acabas tú y dónde comienzo yo. Pongo un ejemplo: hace poco estaba comiendo tacos con una amiga que, hasta entonces, había sido una de mis cómplices de sueños. De pronto y así, sin más, suelta una frase: “Yo soy mujer y tú eres trans”. No reparó en lo que decía, pero yo sí, porque me encontré en una situación en la que un atributo devenía en sustancia y la oposición que se creaba, de alguna manera, equivocaba ambas categorías contrastadas. Basta señalar que en el género, así como en la química, la geografía o la biología, lo trans- se opone a lo cis-. Lo transalpino no es lo opuesto a lo alpino, sino a lo cisalpino; las relaciones transatlánticas son lo opuesto a las cisatlánticas, no al océano de ese nombre. De igual modo, mi amiga, que es una mujer cisgénero, debió haber contrapuesto ese elemento a mi identidad como mujer trans y no su condición de mujer a secas. Lo que ejemplifica esta anécdota es la complejidad de encontrarse con la diferencia y de poder navegar dicho encuentro de forma inteligible y empática.
Nuestra interacción con la diferencia siempre ocurre en un presente acorralado por recuerdos y expectativas. La alteridad que me confronta nunca está mirándome plena y presente. Con lo que me encuentro es con una historia que empezó a contarse desde antes de que coincidiésemos en ciertas coordenadas. Y esa historia, como todo buen relato, anticipa ya algo de lo que va a ocurrir. El otro está, pues, desperdigado entre presencias, recuerdos y anticipaciones.
El problema es que este relato puede tomar el control y volverse el director de escena que nos arroja a desempeñar papeles que quizás no nos hacen justicia. No olvidemos que los relatos ofrecen posiciones “ocupables” —en una interacción no somos simplemente individuos, sino que ocupamos ciertos roles de género, pero también raciales y de clase—, y que éstos acarrean inercias y compromisos no siempre transparentes. Esto pasa en el encuentro con toda posible alteridad. No es necesario pensar en las oposiciones cis vs. trans o hetero vs. homo; sucede al ocupar la blanquitud o la racialidad ante alguien más: cuando somos la amiga pobre del grupo de niños ricos o la amiga fresa en la situación opuesta. Estas historias son como fantasmas; no están realmente allí, no son una tercera persona o ese mágico director de escena pero, en cierto sentido, toman control de nosotros a modo de una posesión espectral. La espectralidad aquí no es una simple metáfora, sino un modo de comunicar que el tiempo de un acontecimiento siempre se deshilacha hacia el pasado y al futuro, haciendo que sea imposible emitir un pronunciamiento que sólo atienda al presente.
Resistirse a las narraciones preexistentes es difícil y por eso resulta necio creer que la voluntad desmonta el racismo, el clasismo, la misoginia o la homo-lesbo-bi-transfobia. Nos guste o no, estos espectros no se exorcizan con buena voluntad ni con compromiso. Tan ocioso es creer que los varones cesarán de ser machistas sólo porque se les informa que sus acciones están mal, como esperar que todas las personas cisgénero —léase: no trans— se vuelvan aliadas de lxs trans o, de menos, que no nos miren con asco, desprecio o recelo únicamente porque les hemos comunicado que sus modos nos violentan. Los relatos constituyen formas de relacionarnos con otros, de posicionar nuestras alteridades en un lugar que nos resulte inteligible; el problema es que, en muchas ocasiones, les asignamos un lugar que las deshumaniza, que las subalterniza. Cuando esto pasa, el encuentro con lo otro se vuelve muy desafortunado —para decirlo eufemísticamente— y termina por reiterar la historia que queríamos dejar de lado. Pasa, por ejemplo, cuando creemos que al declararnos libres de racismo hemos, por ende, desterrado a aquel espectro sin darnos cuenta de lo mucho que guía nuestra lectura de aquella alteridad que nos mira exasperada.
Los mecanismos de la espectralidad son sutiles y por eso son tan insidiosos. Es fácil ir construyendo una historia que va transformándose lentamente hasta volverse irreconocible pues afirma algo que no queríamos sostener. Algo así pasa en la anécdota que conté sobre mi amiga. Inadvertidamente, ella traza una frontera pero sin querer subalternizarme. El problema viene cuando ese relato toma vida propia y alguien más decide dar el “paso lógico” y oficializar esa frontera que originalmente no se buscaba instaurar. Esto nos pasa muchísimo y de varias formas cuando invocamos estereotipos sobre las acciones, deseos o motivaciones de otros y luego nos sorprendemos de haber echado a andar una lógica de exclusión.
Cuánta importancia tenía la observación de Ana María Martínez de la Escalera. No basta celebrar la diversidad si no interrogamos los modos en que construimos la alteridad. Sólo así lograremos exorcizar los demonios de nuestro relato sobre los demás.
Es muy difícil desmontar las narrativas que se han creado de lo radicalmente ajeno a lo largo de la historia. Por eso, no basta celebrar las diferencias, sino que también es importante hablar sobre las dificultades que surgen al encontrarse frente a la alteridad.
En 2017, cuando presentábamos el entonces recién creado Laboratorio Nacional Diversidades —un espacio dentro de la UNAM que busca el reconocimiento de las diversidades a partir de actividades académicas y de apoyo social—, la filósofa uruguaya y mexicana Ana María Martínez de la Escalera nos planteó una pregunta que ha resonado en mi cabeza a lo largo de estos años. Parecía una observación trivial y meramente semántica. No lo era. Nos preguntó por qué habíamos elegido hablar de diversidades y no de alteridades. Si bien habíamos escogido el término “diversidades” porque deseábamos mostrar la pluralidad de lo humano, el punto de Ana María era que no bastaba con celebrar o nombrar la diferencia si no teorizábamos las dificultades y desencuentros que se generan cuando se cruza en nuestro camino aquello que nos resulta radicalmente ajeno. Hasta ahora entiendo la relevancia de su observación. Y ello se debe, en gran medida, a lo mucho que ha cambiado mi relación con todas las alteridades en mi entorno y también, hay que decirlo, a lo mucho que me he encontrado en la posición de una alteridad demonizada.
Lejos quedaron aquellos años —quizás sólo existen ficcionalizados en mi memoria— en los que podíamos reconocernos diferentes y, aun así, marchar codo a codo; cuando la multitud era radicalmente heterogénea y disidente de todo menos de su propia diferencia. Hoy se filtra en las conversaciones, incluso con las mejores amigas, cierto control fronterizo que vigila dónde acabas tú y dónde comienzo yo. Pongo un ejemplo: hace poco estaba comiendo tacos con una amiga que, hasta entonces, había sido una de mis cómplices de sueños. De pronto y así, sin más, suelta una frase: “Yo soy mujer y tú eres trans”. No reparó en lo que decía, pero yo sí, porque me encontré en una situación en la que un atributo devenía en sustancia y la oposición que se creaba, de alguna manera, equivocaba ambas categorías contrastadas. Basta señalar que en el género, así como en la química, la geografía o la biología, lo trans- se opone a lo cis-. Lo transalpino no es lo opuesto a lo alpino, sino a lo cisalpino; las relaciones transatlánticas son lo opuesto a las cisatlánticas, no al océano de ese nombre. De igual modo, mi amiga, que es una mujer cisgénero, debió haber contrapuesto ese elemento a mi identidad como mujer trans y no su condición de mujer a secas. Lo que ejemplifica esta anécdota es la complejidad de encontrarse con la diferencia y de poder navegar dicho encuentro de forma inteligible y empática.
Nuestra interacción con la diferencia siempre ocurre en un presente acorralado por recuerdos y expectativas. La alteridad que me confronta nunca está mirándome plena y presente. Con lo que me encuentro es con una historia que empezó a contarse desde antes de que coincidiésemos en ciertas coordenadas. Y esa historia, como todo buen relato, anticipa ya algo de lo que va a ocurrir. El otro está, pues, desperdigado entre presencias, recuerdos y anticipaciones.
El problema es que este relato puede tomar el control y volverse el director de escena que nos arroja a desempeñar papeles que quizás no nos hacen justicia. No olvidemos que los relatos ofrecen posiciones “ocupables” —en una interacción no somos simplemente individuos, sino que ocupamos ciertos roles de género, pero también raciales y de clase—, y que éstos acarrean inercias y compromisos no siempre transparentes. Esto pasa en el encuentro con toda posible alteridad. No es necesario pensar en las oposiciones cis vs. trans o hetero vs. homo; sucede al ocupar la blanquitud o la racialidad ante alguien más: cuando somos la amiga pobre del grupo de niños ricos o la amiga fresa en la situación opuesta. Estas historias son como fantasmas; no están realmente allí, no son una tercera persona o ese mágico director de escena pero, en cierto sentido, toman control de nosotros a modo de una posesión espectral. La espectralidad aquí no es una simple metáfora, sino un modo de comunicar que el tiempo de un acontecimiento siempre se deshilacha hacia el pasado y al futuro, haciendo que sea imposible emitir un pronunciamiento que sólo atienda al presente.
Resistirse a las narraciones preexistentes es difícil y por eso resulta necio creer que la voluntad desmonta el racismo, el clasismo, la misoginia o la homo-lesbo-bi-transfobia. Nos guste o no, estos espectros no se exorcizan con buena voluntad ni con compromiso. Tan ocioso es creer que los varones cesarán de ser machistas sólo porque se les informa que sus acciones están mal, como esperar que todas las personas cisgénero —léase: no trans— se vuelvan aliadas de lxs trans o, de menos, que no nos miren con asco, desprecio o recelo únicamente porque les hemos comunicado que sus modos nos violentan. Los relatos constituyen formas de relacionarnos con otros, de posicionar nuestras alteridades en un lugar que nos resulte inteligible; el problema es que, en muchas ocasiones, les asignamos un lugar que las deshumaniza, que las subalterniza. Cuando esto pasa, el encuentro con lo otro se vuelve muy desafortunado —para decirlo eufemísticamente— y termina por reiterar la historia que queríamos dejar de lado. Pasa, por ejemplo, cuando creemos que al declararnos libres de racismo hemos, por ende, desterrado a aquel espectro sin darnos cuenta de lo mucho que guía nuestra lectura de aquella alteridad que nos mira exasperada.
Los mecanismos de la espectralidad son sutiles y por eso son tan insidiosos. Es fácil ir construyendo una historia que va transformándose lentamente hasta volverse irreconocible pues afirma algo que no queríamos sostener. Algo así pasa en la anécdota que conté sobre mi amiga. Inadvertidamente, ella traza una frontera pero sin querer subalternizarme. El problema viene cuando ese relato toma vida propia y alguien más decide dar el “paso lógico” y oficializar esa frontera que originalmente no se buscaba instaurar. Esto nos pasa muchísimo y de varias formas cuando invocamos estereotipos sobre las acciones, deseos o motivaciones de otros y luego nos sorprendemos de haber echado a andar una lógica de exclusión.
Cuánta importancia tenía la observación de Ana María Martínez de la Escalera. No basta celebrar la diversidad si no interrogamos los modos en que construimos la alteridad. Sólo así lograremos exorcizar los demonios de nuestro relato sobre los demás.
Es muy difícil desmontar las narrativas que se han creado de lo radicalmente ajeno a lo largo de la historia. Por eso, no basta celebrar las diferencias, sino que también es importante hablar sobre las dificultades que surgen al encontrarse frente a la alteridad.
En 2017, cuando presentábamos el entonces recién creado Laboratorio Nacional Diversidades —un espacio dentro de la UNAM que busca el reconocimiento de las diversidades a partir de actividades académicas y de apoyo social—, la filósofa uruguaya y mexicana Ana María Martínez de la Escalera nos planteó una pregunta que ha resonado en mi cabeza a lo largo de estos años. Parecía una observación trivial y meramente semántica. No lo era. Nos preguntó por qué habíamos elegido hablar de diversidades y no de alteridades. Si bien habíamos escogido el término “diversidades” porque deseábamos mostrar la pluralidad de lo humano, el punto de Ana María era que no bastaba con celebrar o nombrar la diferencia si no teorizábamos las dificultades y desencuentros que se generan cuando se cruza en nuestro camino aquello que nos resulta radicalmente ajeno. Hasta ahora entiendo la relevancia de su observación. Y ello se debe, en gran medida, a lo mucho que ha cambiado mi relación con todas las alteridades en mi entorno y también, hay que decirlo, a lo mucho que me he encontrado en la posición de una alteridad demonizada.
Lejos quedaron aquellos años —quizás sólo existen ficcionalizados en mi memoria— en los que podíamos reconocernos diferentes y, aun así, marchar codo a codo; cuando la multitud era radicalmente heterogénea y disidente de todo menos de su propia diferencia. Hoy se filtra en las conversaciones, incluso con las mejores amigas, cierto control fronterizo que vigila dónde acabas tú y dónde comienzo yo. Pongo un ejemplo: hace poco estaba comiendo tacos con una amiga que, hasta entonces, había sido una de mis cómplices de sueños. De pronto y así, sin más, suelta una frase: “Yo soy mujer y tú eres trans”. No reparó en lo que decía, pero yo sí, porque me encontré en una situación en la que un atributo devenía en sustancia y la oposición que se creaba, de alguna manera, equivocaba ambas categorías contrastadas. Basta señalar que en el género, así como en la química, la geografía o la biología, lo trans- se opone a lo cis-. Lo transalpino no es lo opuesto a lo alpino, sino a lo cisalpino; las relaciones transatlánticas son lo opuesto a las cisatlánticas, no al océano de ese nombre. De igual modo, mi amiga, que es una mujer cisgénero, debió haber contrapuesto ese elemento a mi identidad como mujer trans y no su condición de mujer a secas. Lo que ejemplifica esta anécdota es la complejidad de encontrarse con la diferencia y de poder navegar dicho encuentro de forma inteligible y empática.
Nuestra interacción con la diferencia siempre ocurre en un presente acorralado por recuerdos y expectativas. La alteridad que me confronta nunca está mirándome plena y presente. Con lo que me encuentro es con una historia que empezó a contarse desde antes de que coincidiésemos en ciertas coordenadas. Y esa historia, como todo buen relato, anticipa ya algo de lo que va a ocurrir. El otro está, pues, desperdigado entre presencias, recuerdos y anticipaciones.
El problema es que este relato puede tomar el control y volverse el director de escena que nos arroja a desempeñar papeles que quizás no nos hacen justicia. No olvidemos que los relatos ofrecen posiciones “ocupables” —en una interacción no somos simplemente individuos, sino que ocupamos ciertos roles de género, pero también raciales y de clase—, y que éstos acarrean inercias y compromisos no siempre transparentes. Esto pasa en el encuentro con toda posible alteridad. No es necesario pensar en las oposiciones cis vs. trans o hetero vs. homo; sucede al ocupar la blanquitud o la racialidad ante alguien más: cuando somos la amiga pobre del grupo de niños ricos o la amiga fresa en la situación opuesta. Estas historias son como fantasmas; no están realmente allí, no son una tercera persona o ese mágico director de escena pero, en cierto sentido, toman control de nosotros a modo de una posesión espectral. La espectralidad aquí no es una simple metáfora, sino un modo de comunicar que el tiempo de un acontecimiento siempre se deshilacha hacia el pasado y al futuro, haciendo que sea imposible emitir un pronunciamiento que sólo atienda al presente.
Resistirse a las narraciones preexistentes es difícil y por eso resulta necio creer que la voluntad desmonta el racismo, el clasismo, la misoginia o la homo-lesbo-bi-transfobia. Nos guste o no, estos espectros no se exorcizan con buena voluntad ni con compromiso. Tan ocioso es creer que los varones cesarán de ser machistas sólo porque se les informa que sus acciones están mal, como esperar que todas las personas cisgénero —léase: no trans— se vuelvan aliadas de lxs trans o, de menos, que no nos miren con asco, desprecio o recelo únicamente porque les hemos comunicado que sus modos nos violentan. Los relatos constituyen formas de relacionarnos con otros, de posicionar nuestras alteridades en un lugar que nos resulte inteligible; el problema es que, en muchas ocasiones, les asignamos un lugar que las deshumaniza, que las subalterniza. Cuando esto pasa, el encuentro con lo otro se vuelve muy desafortunado —para decirlo eufemísticamente— y termina por reiterar la historia que queríamos dejar de lado. Pasa, por ejemplo, cuando creemos que al declararnos libres de racismo hemos, por ende, desterrado a aquel espectro sin darnos cuenta de lo mucho que guía nuestra lectura de aquella alteridad que nos mira exasperada.
Los mecanismos de la espectralidad son sutiles y por eso son tan insidiosos. Es fácil ir construyendo una historia que va transformándose lentamente hasta volverse irreconocible pues afirma algo que no queríamos sostener. Algo así pasa en la anécdota que conté sobre mi amiga. Inadvertidamente, ella traza una frontera pero sin querer subalternizarme. El problema viene cuando ese relato toma vida propia y alguien más decide dar el “paso lógico” y oficializar esa frontera que originalmente no se buscaba instaurar. Esto nos pasa muchísimo y de varias formas cuando invocamos estereotipos sobre las acciones, deseos o motivaciones de otros y luego nos sorprendemos de haber echado a andar una lógica de exclusión.
Cuánta importancia tenía la observación de Ana María Martínez de la Escalera. No basta celebrar la diversidad si no interrogamos los modos en que construimos la alteridad. Sólo así lograremos exorcizar los demonios de nuestro relato sobre los demás.
Es muy difícil desmontar las narrativas que se han creado de lo radicalmente ajeno a lo largo de la historia. Por eso, no basta celebrar las diferencias, sino que también es importante hablar sobre las dificultades que surgen al encontrarse frente a la alteridad.
En 2017, cuando presentábamos el entonces recién creado Laboratorio Nacional Diversidades —un espacio dentro de la UNAM que busca el reconocimiento de las diversidades a partir de actividades académicas y de apoyo social—, la filósofa uruguaya y mexicana Ana María Martínez de la Escalera nos planteó una pregunta que ha resonado en mi cabeza a lo largo de estos años. Parecía una observación trivial y meramente semántica. No lo era. Nos preguntó por qué habíamos elegido hablar de diversidades y no de alteridades. Si bien habíamos escogido el término “diversidades” porque deseábamos mostrar la pluralidad de lo humano, el punto de Ana María era que no bastaba con celebrar o nombrar la diferencia si no teorizábamos las dificultades y desencuentros que se generan cuando se cruza en nuestro camino aquello que nos resulta radicalmente ajeno. Hasta ahora entiendo la relevancia de su observación. Y ello se debe, en gran medida, a lo mucho que ha cambiado mi relación con todas las alteridades en mi entorno y también, hay que decirlo, a lo mucho que me he encontrado en la posición de una alteridad demonizada.
Lejos quedaron aquellos años —quizás sólo existen ficcionalizados en mi memoria— en los que podíamos reconocernos diferentes y, aun así, marchar codo a codo; cuando la multitud era radicalmente heterogénea y disidente de todo menos de su propia diferencia. Hoy se filtra en las conversaciones, incluso con las mejores amigas, cierto control fronterizo que vigila dónde acabas tú y dónde comienzo yo. Pongo un ejemplo: hace poco estaba comiendo tacos con una amiga que, hasta entonces, había sido una de mis cómplices de sueños. De pronto y así, sin más, suelta una frase: “Yo soy mujer y tú eres trans”. No reparó en lo que decía, pero yo sí, porque me encontré en una situación en la que un atributo devenía en sustancia y la oposición que se creaba, de alguna manera, equivocaba ambas categorías contrastadas. Basta señalar que en el género, así como en la química, la geografía o la biología, lo trans- se opone a lo cis-. Lo transalpino no es lo opuesto a lo alpino, sino a lo cisalpino; las relaciones transatlánticas son lo opuesto a las cisatlánticas, no al océano de ese nombre. De igual modo, mi amiga, que es una mujer cisgénero, debió haber contrapuesto ese elemento a mi identidad como mujer trans y no su condición de mujer a secas. Lo que ejemplifica esta anécdota es la complejidad de encontrarse con la diferencia y de poder navegar dicho encuentro de forma inteligible y empática.
Nuestra interacción con la diferencia siempre ocurre en un presente acorralado por recuerdos y expectativas. La alteridad que me confronta nunca está mirándome plena y presente. Con lo que me encuentro es con una historia que empezó a contarse desde antes de que coincidiésemos en ciertas coordenadas. Y esa historia, como todo buen relato, anticipa ya algo de lo que va a ocurrir. El otro está, pues, desperdigado entre presencias, recuerdos y anticipaciones.
El problema es que este relato puede tomar el control y volverse el director de escena que nos arroja a desempeñar papeles que quizás no nos hacen justicia. No olvidemos que los relatos ofrecen posiciones “ocupables” —en una interacción no somos simplemente individuos, sino que ocupamos ciertos roles de género, pero también raciales y de clase—, y que éstos acarrean inercias y compromisos no siempre transparentes. Esto pasa en el encuentro con toda posible alteridad. No es necesario pensar en las oposiciones cis vs. trans o hetero vs. homo; sucede al ocupar la blanquitud o la racialidad ante alguien más: cuando somos la amiga pobre del grupo de niños ricos o la amiga fresa en la situación opuesta. Estas historias son como fantasmas; no están realmente allí, no son una tercera persona o ese mágico director de escena pero, en cierto sentido, toman control de nosotros a modo de una posesión espectral. La espectralidad aquí no es una simple metáfora, sino un modo de comunicar que el tiempo de un acontecimiento siempre se deshilacha hacia el pasado y al futuro, haciendo que sea imposible emitir un pronunciamiento que sólo atienda al presente.
Resistirse a las narraciones preexistentes es difícil y por eso resulta necio creer que la voluntad desmonta el racismo, el clasismo, la misoginia o la homo-lesbo-bi-transfobia. Nos guste o no, estos espectros no se exorcizan con buena voluntad ni con compromiso. Tan ocioso es creer que los varones cesarán de ser machistas sólo porque se les informa que sus acciones están mal, como esperar que todas las personas cisgénero —léase: no trans— se vuelvan aliadas de lxs trans o, de menos, que no nos miren con asco, desprecio o recelo únicamente porque les hemos comunicado que sus modos nos violentan. Los relatos constituyen formas de relacionarnos con otros, de posicionar nuestras alteridades en un lugar que nos resulte inteligible; el problema es que, en muchas ocasiones, les asignamos un lugar que las deshumaniza, que las subalterniza. Cuando esto pasa, el encuentro con lo otro se vuelve muy desafortunado —para decirlo eufemísticamente— y termina por reiterar la historia que queríamos dejar de lado. Pasa, por ejemplo, cuando creemos que al declararnos libres de racismo hemos, por ende, desterrado a aquel espectro sin darnos cuenta de lo mucho que guía nuestra lectura de aquella alteridad que nos mira exasperada.
Los mecanismos de la espectralidad son sutiles y por eso son tan insidiosos. Es fácil ir construyendo una historia que va transformándose lentamente hasta volverse irreconocible pues afirma algo que no queríamos sostener. Algo así pasa en la anécdota que conté sobre mi amiga. Inadvertidamente, ella traza una frontera pero sin querer subalternizarme. El problema viene cuando ese relato toma vida propia y alguien más decide dar el “paso lógico” y oficializar esa frontera que originalmente no se buscaba instaurar. Esto nos pasa muchísimo y de varias formas cuando invocamos estereotipos sobre las acciones, deseos o motivaciones de otros y luego nos sorprendemos de haber echado a andar una lógica de exclusión.
Cuánta importancia tenía la observación de Ana María Martínez de la Escalera. No basta celebrar la diversidad si no interrogamos los modos en que construimos la alteridad. Sólo así lograremos exorcizar los demonios de nuestro relato sobre los demás.
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