Aaron Schimberg vuelve a reflexionar sobre la representación de las personas con discapacidad en el cine, sin moralejas ni tramas simples, pero con buenas dosis de provocación y horror corporal.
Hace unos años, con el auge de los movimientos sociales de reivindicación de género y de color de piel en Estados Unidos, se popularizó el eslogan “La representación importa”. En un esfuerzo por quedar bien con las tendencias de consumo, Hollywood procuró —a medias y por un rato, nada más— la integración de personas que antes habían sido rechazadas por el sistema: un puñado de películas empezó a ser dirigido, escrito y protagonizado cada año por afroestadounidenses, mujeres y uno que otro descendiente de inmigrantes asiáticos, pero seguía siendo producido y distribuido por hombres blancos, quienes le sacaban el mayor provecho. La práctica, de por sí cuestionable, ya va a la baja, y en su cúspide tuvo una excepción notable: casi no se le abrió la puerta a personas con discapacidades, salvo por Sound of Metal (2019) y CODA (2021), ganadoras del Oscar que, con personajes atractivos —incluso físicamente— y lecciones sobre cómo vivir a plenitud y de forma inspiradora la discapacidad auditiva, evitaron asustar al público. No sobra decir que Riz Ahmed, protagonista de Sound of Metal, escucha perfectamente (que se sepa), lo cual no demerita su actuación como una persona sorda, pero le quita peso político.
Alrededor de esa época apareció el segundo largometraje del cineasta estadounidense Aaron Schimberg, llamado Chained for Life (2018). Aquella película fue protagonizada por Adam Pearson, un actor británico con una acumulación de tumores benignos en el rostro, que ha deformado notablemente su apariencia. Pearson había aparecido por primera vez en el cine en Bajo la piel (Under the Skin, 2013), de Jonathan Glazer, y ahí descubrió que le gustaba la actuación, pero me pregunto qué tan incluyente fue ese debut. La trama se concentra en un ser extraterrestre disfrazado de mujer que seduce hombres y los lleva a un lugar donde los sumerge en un líquido negro. El engendro se topa en un punto con Pearson y le pregunta si ha tenido novia y experiencias sexuales; él contesta que no y ella lo invita a su casa para repetir el proceso usual de abducción, pero luego lo suelta. Pearson, cuyo personaje es llamado El Hombre Deforme, recibe lástima solamente, y su papel invita a preguntarnos si es la representación más ética posible de personas que han sufrido cotidianamente el mismo rechazo.
Schimberg indaga en los problemas de la inclusión en Chained for Life, que trata sobre la realización de una película de horror en la cual Pearson y otras personas con discapacidad interpretan a un grupo de actores que encarnará a los pacientes de un doctor que promete modificar su apariencia. La producción es amable con ellos, pero poco a poco se van percibiendo las diferencias entre sus papeles y los de los actores sin discapacidad. Schimberg, además, va soltando el hilo de su película y de la que está produciéndose dentro de ella, y se empieza a gestar un extraño y contradictorio desorden hecho de provocaciones, pero no de respuestas. Más bien, se nos pregunta si una decisión aparentemente benigna no puede representar al mismo tiempo una forma de explotación, y qué tan grave es si al explotado no le molesta, o si no será mejor darle las riendas para que imprima su perspectiva, tradicionalmente ignorada.
Todo este contexto es importante ante el estreno de Un hombre diferente (A Different Man, 2024), la nueva película de Schimberg, protagonizada por Sebastian Stan y Pearson, ya que extiende las ideas de Chained for Life en nuestro contexto obsesionado al mismo tiempo con la perfección física (la publicidad, la cultura del fitness) y con el deseo opuesto de incluir a quienes no entran en los cánones inventados por la hegemonía. La premisa de Un hombre diferente parece brotar de este contraste: Edward (Sebastian Stan, maquillado para verse como Pearson), un actor discapacitado que vive de aparecer en videos de inclusión, se enamora de Ingrid (Renate Reinsve), una vecina y dramaturga recién llegada al departamento de al lado. Luego él se topa con un proceso experimental que podría darle un rostro atractivo y facilitar así una relación con su hermosa vecina. Al transformarse, Edward se reinventa como Guy (también interpretado por Stan, pero ya sin maquillaje), un exitoso vendedor de bienes raíces, pero descubre que Ingrid está escribiendo una obra de teatro sobre Edward, quien, según Guy, murió, y entonces se propone interpretarse a sí mismo. Todo se complica (más) cuando aparece Oswald (Pearson), un hombre casi idéntico a Edward que tiene una vida normal a pesar de su discapacidad, y se convierte por ello en un rival para Guy, aunque no es su intención.
Ya desde Chained for Life Schimberg podía leerse tan cercano a la explotación como crítico de ella. El puro planteamiento de Un hombre diferente sugiere que uno debe aceptarse como es: Edward habría obtenido todo lo que deseaba sin necesidad del procedimiento experimental y ahora ve cómo Oswald se lo quita; es una petición cruel para una persona que ha sufrido por una condición de la que otros se burlan o que es mirado con lástima, como hace la extraterrestre de Bajo la piel. A pesar de ello, el “normal” Guy es quien más sufre durante la película, lo cual invierte las representaciones usuales y las parodia cuando él actúa en la obra de Ingrid usando una máscara de su viejo yo. Esto me lleva —y no solo por ser homónima— a Máscara (Mask, 1985), una película de Peter Bogdanovich que representó la discapacidad disfrazando a un joven Eric Stoltz. Si bien las intenciones de Bogdanovich parecen nobles, enmascarar a su joven actor es quitarle la oportunidad a alguien con discapacidad de interpretar a ese personaje y contar su historia, así como obtener un pequeño lugar en la industria. Luego, en el desenlace se impone un tropo discriminatorio que mata al protagonista, no solo para respetar la historia real en la que se basa, sino también porque asume la condición que lo afecta como una monstruosidad resuelta gracias a una muerte pacífica. El tropo es tan común que hasta tiene un nombre en el mundo anglosajón: bury your disabled, o “entierra a tu discapacitado”.
Ver a Guy bajo la tortura de perder todo lo que deseó, y a Oswald pasándola bien, invierte el cliché, pero ignora que Guy alguna vez tuvo la misma discapacidad. ¿Realmente podemos entenderlo como una persona promedio? Schimberg sugiere que sí, porque sus personajes no aspiran a la complejidad, sino a funcionar como caricaturas simbólicas. Por esta razón, no quisiera justificar las caóticas maromas del director, pero sus provocaciones contradictorias desembocan en ideas subversivas: por ejemplo, el rechazo a la máscara cuando Oswald le quita el papel de Edward a Guy. Y no es solo Oswald quien lo recibe, sino Pearson. Incluso la forma en que la cámara percibe a Sebastian Stan cuando actúa con el maquillaje de Edward es distinta a cómo ve a Oswald: hay un melodrama, hasta en la iluminación, que se pierde cuando el alegre rival entra al cuadro. La discapacidad falsa merece lástima; la verdadera, gozo.
De algún modo, Un hombre diferente es una película de horror corporal similar a La mosca (The Fly, 1986), de David Cronenberg, en la que un hombre se fusiona con un insecto y gradualmente se va convirtiendo en él, pero, de nuevo, Schimberg invierte los roles y nos muestra al personaje atractivo como el monstruo que se va adueñando del ser original. Esta transformación también alude a otro motivo importante de Un hombre diferente: la actuación. En la película vemos a actores (Stan, Pearson) interpretar a personajes que actúan dentro y fuera del escenario (Edward como Guy, Guy como Edward; Oswald como Edward, y Stan como Pearson). Schimberg parece sugerir con esto la performatividad asociada a la apariencia. En el rol de Edward —e incluso empezando a ser Guy—, Stan camina encorvado, despacio; lo que no se percibe en su rostro lo dice su cuerpo. Oswald, sin embargo, rompe este estereotipo al moverse y sonar animado, sin importar su apariencia, lo cual además le permite a Pearson evadir al personaje tímido que interpretó en Bajo la piel. Esta alegría es tal vez el elemento más revolucionario de Un hombre diferente, pero hay mejores.
Muchos años antes, cuando el mundo era más primitivo, Tod Browning dirigió Freaks (1932), una película a la que alude Chained for Life cuando un personaje dice: “One of us” (“una de nosotros”). Un actor le da así la bienvenida a la profesión a una actriz, tal como en Freaks los llamados fenómenos de un circo aceptan entre los suyos a una trapecista que se casa con uno de ellos. Todo es un engaño para conseguir la fortuna del ingenuo esposo, pero antes de que la trama adquiera un carácter melodramático, violento, la mayoría de las escenas les dan a sus protagonistas una dignidad enorme por no tratarse de nada. Browning claramente deseaba ver a sus personajes como a cualquier otro, y por eso los muestra hablando de sus vidas amorosas, dando a luz, casándose, trabajando, chismeando. La intención moral se vierte en la forma y produce un naturalismo inusual para la época.
Schimberg no es Browning, ya que no le interesa tanto la dignidad como la provocación intelectual y moral. Tampoco le interesa la certidumbre, y por eso sus películas reniegan de un mensaje evidente, pero entre el desorden emergen posibilidades que el cine contemporáneo evita, ya sea por indiferencia o por miedo a alterar al público. Schimberg es valiente al incomodarnos y obligarnos a pensar qué significa un escenario: ¿representar, simplemente porque sí y como sea, es lo único que importa?