«Heroico», la película que denuncia al ejército mexicano con sus mismos métodos
Aunque su objetivo es hacer que el público experimente la violencia cotidiana que se vive al interior del Heroico Colegio Militar, la más reciente película de David Zonana, Heroico, producida por Michel Franco, termina por imitar los dispositivos que utiliza el cine de horror y trivializa lo que muestra.
El cine no es ni tiene por qué ser puro. Aunque hay quien la niegue porque afecta a la noción de las películas como fetiches consagrados al arte y nada más, la ética de la representación no es un intento de contaminar las imágenes, sino de sostener los pies de cada cineasta anclados a su contexto; de reconocer que no vive ni trabaja para sí mismo sino para el público que paga un boleto o una suscripción a un servicio de streaming y se pone así debajo del director. Las audiencias invierten una parte de sus flacos salarios para ver y escuchar durante unos minutos u horas la retórica audiovisual de alguien más, y sí, hay derecho a salirse de la sala, pero la naturaleza del cine, que involucra la curiosidad de mirar, tiende a impedirlo y exige, por ello, una responsabilidad de quien filma. Esto no quiere decir que haya que eludir un cine desafiante o someterse a las exigencias del público pero, aun así, quien tiene la cámara tiene el arma porque se expresa frente a un grupo decidido a escucharle. Las imágenes en pantalla, además, acompañan muchas veces la producción de imaginarios en los medios de comunicación y pueden confrontar a sus espectadores mediante la simulación de un fenómeno real que los transforme, o hacerles sentir, como todo lo demás, que la vida pública es un espectáculo, una diversión perversa que se mira de lejos porque no se puede resolver.
Por esta última razón Rainer Werner Fassbinder mostraba desenlaces funestos en su filmografía: él creía que si mimaba al público a partir de una promesa de felicidad eterna, se conformaría porque en las imágenes el caos exterior quedaría resuelto. Para que salieran a revolucionar la realidad no quedaba de otra más que dejarlos intranquilos. Una década después de la muerte de Fassbinder, Michael Haneke encontró en la perturbación un recurso para cuestionar la representación comercial de la violencia que, tras años de mostrarnos desmembramientos y balazos deleitantes, había dejado al público insensible, adicto. Funny games (1997), una especie de manifiesto, propone: ¿Quieren violencia? Aquí la tienen. Haneke nos muestra la invasión del hogar vacacional de una familia pequeñoburguesa que es torturada sin explicación por dos muchachos sádicos, vestidos de blanco como los protagonistas de A clockwork orange (1971). La violencia es cruel pero a menudo invisible, y el director se concentra en mirar no el disfrute de los invasores ni la acción que podría fascinar al público, sino el dolor físico y emocional que deja la brutalidad calculada: huesos y corazones en ruinas que pretenden hacernos, por una vez, cerrar los ojos.
En teoría, mucho del cine mexicano contemporáneo pretende lo mismo. Inspirado por el horror cotidiano, su intención es aterrar con imágenes de narcotraficantes que torturan y balean, pero su efecto es a menudo ineficiente y casi siempre inmoral. A Haneke, una inspiración de cineastas como Ruben Östlund, el primer Yorgos Lanthimos y Michel Franco, se le cuestionó su castigo a la audiencia en Funny games porque, al intensificar el sadismo ya trivializado, repite lo mismo que cuestiona y no logra totalmente su cometido. En mi experiencia dando clase con sus imágenes, el problema de Haneke tiene más que ver con la trivialización de su estilo a manos de sus ineptos descendientes, quienes confunden el cuestionamiento sobre cómo mostrar el horror con el deseo de hacerlo de manera más ingeniosa; confunden la manipulación del público bajo la idea de cuestionar sus hábitos mediáticos con la intención de complacerlos, distinguida apenas por un estilo más al gusto del Festival de Cannes.
Tras este preámbulo inevitable, al fin llegamos a Heroico (2023), dirigida por David Zonana y producida por Franco y su compañía Teorema —el nombre de la productora alude a Pier Paolo Pasolini, otro cineasta-teórico del sadismo malentendido por el director de Nuevo orden (2020)—. La trama sigue a un nuevo ingresado a una escuela sin nombre que representa al Heroico Colegio Militar, el centro de entrenamiento para los oficiales del ejército mexicano. Por pragmatismo, Zonana no filma en la escuela real, pero la decisión conlleva también una libertad expresiva mediante el espacio: la cotidianidad brutal de Luis (Santiago Sandoval), sus compañeros y un sargento tiránico, Eugenio Sierra (Fernando Cuautle), fue rodada en el Centro Ceremonial Otomí que, según Zonana, expresa la crueldad del colegio y sus hábitos. Ya volveré a esto. Como es de esperarse de otro graduado de la escuela Haneke, como lo demostró David Zonana en su sobresaliente debut en largometraje, Mano de obra (2019), la película se desarrolla en fragmentos de la vida al interior de la escuela, que transcurre entre clases absurdas sobre el respeto a los derechos humanos —una prioridad para la institución responsable de las masacres en Acteal y Tlatlaya—, visitas de la familia, entrenamiento con armas, humillaciones deshumanizantes y castigos traumáticos.
En principio, no debemos evitar la representación de las instituciones militares y de sus incontables e inherentes crímenes. Importa golpear al gobierno actual y a todos los anteriores como lo hace Heroico al describir una institución basada en la deshumanización, la obediencia y la barbarie, que educa a quienes combaten al crimen organizado. Importa mostrar estos atropellos al público para que los perciba como reales y entienda la gravedad de la alianza. Pero sobre todo importa asumir esta decisión como un desafío ético-estético.
Heroico parece aceptar la responsabilidad que conlleva su tema y comienza con imágenes discretas por su realismo: la vida en el colegio es hostil para Luis y sus compañeros, quienes navegan entre el cansancio físico y psicológico que provocan los ejercicios, las humillaciones y las maniobras diplomáticas con los oficiales para recibir mejores tratos. Las composiciones son predominantemente tiesas y abundan en líneas rígidas formadas muchas veces por los propios cadetes: individuos convertidos en mera geometría. Los cortes de cabello al ras de la cabeza y la ropa, desde los uniformes hasta los trajes de baño cuando los personajes nadan en la alberca del colegio, terminan por mostrarlos como figuras sin voluntad que, de rebelarse, pagan con su dolor, la última pertenencia que les queda.
Sin embargo, David Zonana no hace de las nalgadas con una tabla de madera un espectáculo; se distingue del cine de horror, que tiende a contemplar la violencia para producir el contradictorio placer de mirar lo prohibido y a la vez espantarse, aunque de manera catártica, placentera. El horror sucede fuera de cuadro, incluso en momentos más crueles, como una escena en la que el sargento Sierra invita a Luis a participar en una actividad extracurricular: asaltar una casa. Aunque el oficial elige a su subordinado por su destreza con los rifles de asalto, a Luis se le asigna la misión de conducir el coche de huida y se queda esperando afuera. Zonana evita emocionar al público mostrando el interior de la casa, y lo invita a producir en su propia consciencia las imágenes. Sus decisiones no parecen emanar ni siquiera de Michael Haneke, sino de Kenji Mizoguchi, que también evita observar con morbo los castigos ordenados por el personaje que da título a Sanshô dayû (1954). Heroico en estos momentos me produce la satisfacción de un cine mexicano que al fin desvía conscientemente la mirada para evitar el efecto de los tabloides y los noticieros, que han convertido los cuerpos deshechos en un entretenimiento y un anestésico hasta dejarnos insensibles. Pero entonces llega el último tercio de la película.
Al continuar los estudios de Luis, Heroico empieza a adquirir el tono onírico del cine de horror. Aparece poco a poco un ritmo que alterna los sueños con pesadillas diurnas; que imita el movimiento del anillo de zoom al girar lentamente para abrir más los planos y pasar, de imágenes en un principio loables, discretas, al asesinato de un inocente, el castigo rabioso de otro y finalmente un acto de violencia sexual, presentados en todo su desviado esplendor. Con cada imagen violenta que se va sumando, los planos adquieren un tono y una forma distintos a lo que había trabajado antes David Zonana y exhiben el deseo de agredir a la audiencia con su velocidad y sorpresa, convirtiendo todos los ejercicios anteriores en un preámbulo mañoso para crear un mayor impacto. En otras palabras, Zonana nos ha estado engañando y no fue nunca un Haneke o un Mizoguchi, sino un Michel Franco esperando a destaparse; Heroico no era un antídoto a las masacres y torturas esparcidas en las pantallas de México —y de los festivales europeos, que valoran el exotismo y la pornografía de los países que consideran menores—, sino un thriller, un entretenimiento empeñado en generar cierta consciencia, sí, pero sobre todo una emoción similar a la que buscan los tabloides.
La banalidad en las entrañas de Heroico se termina de regar cuando observamos su tratamiento de lo indígena, que aparece como un motivo ambiguo a lo largo de la película: varios personajes hablan náhuatl, aparentemente para señalar la extracción de un Estado tan dañino para las comunidades originarias como la colonización, y que ahora usa los brazos, los músculos de sus miembros mal atendidos —y a menudo reprimidos— como carne para los cañones, como arma de legitimación. Sin embargo, inquieta la elección del Centro Ceremonial Otomí para situar la escuela. Para quien no lo reconozca, el espacio, inaugurado en 1980, contiene la grandilocuencia del priismo, manifiesta en otros hitos culturales como el Auditorio Nacional y el Museo de Antropología e Historia, que sugieren con su inmensidad rectilínea el poderío del partido hegemónico. El centro ceremonial expresa esto con sus explanadas inmensas que terminan en conos de piedra, pero popularmente no deja de asociarse con la cultura otomí por obvias razones. Entonces cabe también la posibilidad de interpretar la escuela militar en la película como producto de la herencia indígena, y más cuando vemos al militar a cargo de ella hablando en náhuatl.
Sería mezquino decir que esta última era la intención de David Zonana, pero no es exagerado señalar su torpeza, equiparable a la que hace a Heroico desplomarse. Ya solo queda la pregunta: ¿No vale la pena horrorizar al público, sin importar los medios, para hacer una denuncia importante? No, en mi opinión, si se suma al oportunismo tan frecuente que termina por acostumbrarnos, como a cualquier cadete en entrenamiento, a la crueldad.
ALONSO DÍAZ DE LA VEGA. Crítico cinematográfico para Gatopardo. En 2015 fue el primer crítico mexicano convocado por Berlinale Talents, la cumbre de jóvenes talentos del Festival Internacional de Cine de Berlín. Ha escrito sobre cine en La Tempestad, Revista Ambulante, Tierra Adentro, Frente, Butaca Ancha y Cuadrivio. En televisión participó en el programa Mi cine, tu cine, de Canal Once. A lo largo de su carrera ha participado como miembro del jurado en el Festival Internacional de Cine de Róterdam, FICUNAM, Festival del Nuevo Cine Mexicano de Durango, Shorts México y Doqumenta.
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