Mariguana a la mexicana
¿Qué implicaría legalizar la mariguana en México? y ¿cuál es el costo de no hacerlo? Que el tema llegara a la Suprema Corte fue un paso fundamental en el camino para responder estas preguntas.
Una nube de mitos, miedo e ignorancia rodea a la mariguana. ¿Pero en realidad qué tanto daño causa? ¿En verdad es ilegal consumirla? ¿Los beneficios que conlleva «compensan» los daños que provoca? Nacho Lozano, con un estilo ágil y riguroso, disecciona en este libro qué es la mota y cuáles son sus efectos, no sólo en las personas, sino también en la sociedad. De este modo nos recuerda que nadie nunca ha muerto por una sobredosis de mariguana, que su afectación social es mucho menor que la del tabaco, y cómo es que, hoy en día, sólo cinco mexicanos pueden sembrar, cosechar, transportar y fumar esta hierba.
Así, a lo largo de estas páginas, una cuestión va emergiendo: ¿qué implicaría legalizar la mariguana? Y tal vez la más importante: ¿Cuál es el costo de no hacerlo?
Este es un fragmento del libro Mariguana a la mexicana, publicado por Grijalbo, de Penguin Random House.
El 4 de noviembre de 2015, México, el paciente desahuciado, dio signos de mejoría. Un amparo histórico emitido por la Suprema Corte de Justicia de la Nación permitió a cuatro personas sembrar, cultivar, transportar y fumar mariguana libremente. Sólo cuatro mexicanos en este país tienen ese derecho. ¿Cómo llegamos a él? Ah, pues van a tener que leer algo increíble. Se trata de una historia que mezcla huracanes en el Caribe, ladrones de arena de mar y miles de caracoles rosados. Ya sé, parece chiste, pero no lo es.
En 2009, los ladrones a los que me refiero pretendían llevar toneladas de arenilla a Cancún, cuyas playas resultaron tan afectadas que casi desaparecen por los huracanes que venían azotando la costa quintanarroense desde algunos años atrás. La arena sería tomada del banco norte de la isla de Cozumel hasta sumar seis millones de metros cúbicos que enchularían 16 kilómetros de litoral acaparados en su mayoría por hoteleros, empresas privadas de turismo y balnearios públicos, incluyendo Playa del Carmen y el propio Cozumel. El proyecto impulsado por el gobierno del entonces presidente Felipe Calderón costaría 960 millones de pesos. La organización no gubernamental Cielo, Tierra y Mar (Citymar) denunció junto con otras organizaciones ambientalistas que el proyecto violaba la veda de pesca y afectaba una zona natural protegida. Finalmente los activistas ganaron un amparo que detuvo el asalto arenero preservando así el hábitat natural del caracol rosado, característico de la región.
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En ese año Andrés Aguinaco Gómez Mont, hijo de Fabián Aguinaco (catedrático especializado en la materia de amparo y expresidente de la Barra Mexicana, Colegio de Abogados) y nieto de José Vicente Aguinaco (exministro presidente de la Suprema Corte de Justicia hacia finales de los años noventa) estudiaba Derecho en el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y estaba formando una organización de litigio estratégico de derechos humanos con algunos colegas estudiantes. Los jóvenes idealistas se habían alborotado con el caso de la arena y los caracoles rosados, por lo que asesoraron a las organizaciones ecologistas involucradas y presentaron la demanda de amparo para evitar que el gobierno federal destruyera ese invaluable ecosistema. Durante tres días ninguno de los jóvenes durmió mientras imaginaban y diseñaban la estrategia legal para detener el ecocidio. Una vez presentada, la demanda fue desechada por un juez, quien no la encontró procedente. Aunque el caso se resolvió tiempo después a favor de proteger al caracol rosado, Aguinaco y sus amigos —también abogados jóvenes— habían fracasado y se sintieron frustrados y tristes. Dejaron de involucrarse en dicho litigio tiempo después. Incluso hubo quienes dejaron de estudiar Derecho tras ese episodio; no se creían buenos para el oficio.
Por aquellos años, Juan Francisco Torres Landa Rufo, socio del despacho internacional Hogan Lovells BSTL, atravesaba un trágico capítulo de su vida. Su primo Eduardo había sido secuestrado y luego asesinado. Un infierno al que Juan Francisco se sobrepuso con entereza junto a su familia durante los años posteriores al crimen. “¿Qué le está pasando a México?”, se preguntó para luego responderse con una reflexión intrigante que me compartió en entrevista: “Pasa que los mexicanos estamos acumulando una deuda con el país que debemos pagar lo más pronto posible”. La muerte, el secuestro, la violencia, la impunidad son asuntos cotidianos que alcanzan a todos sin excepción pero por cuyas consecuencias nadie se preocupa, no hay quien los destierre de México, pensó. Juan Francisco Torres Landa, como otros casos de mexicanos víctimas del crimen, decidió liberarse de la desolación y, en su caso, se integró como secretario del Consejo de México Unido contra la Delincuencia (MUCD) que con un par de décadas de existir tiene como misión “ser un vínculo con las autoridades para sumar esfuerzos a favor de la legalidad, la seguridad y la justicia”.
Juan Francisco quiso saldar su deuda con México enrolándose en los esfuerzos civiles para intentar revertir el infierno en que se había convertido el país. Según él, “los mexicanos hemos sido perezosos, no nos gusta involucrarnos; sin embargo, una parte de nuestra vida debe dedicarse a construir ciudadanía, a construir un país”. Fueron semanas en las que los activistas del MUCD reflexionaban todas y cada una de las posibilidades para cambiar la política de drogas en México que, como muchos integrantes vivieron en carne propia, en buena medida provocaba la violencia en el país. La legalización de la mariguana se convirtió en un camino a seguir. Años atrás diversos activistas y académicos habían planteado la regulación sin obtener un respaldo de los poderes para cristalizarlo en la Constitución. “El trabajo en equipo es la receta del éxito —reflexionó entonces Torres Landa—, es decir, durante semanas buscamos quienes se unieran a nuestro plan para juntos encontrar fórmulas de regulación de la mariguana que se pudieran discutir en serio.”
Luego del fracaso caribeño por la defensa del caracol rosado, Andrés Aguinaco Gómez Mont y sus colegas formaron un grupo de cuates que siguieron litigando casos de personas con discapacidad en México. La mayoría de los chavos ya había conseguido empleo en despachos, en oficinas de gobierno y hubo quienes se volvieron emprendedores. El ímpetu de los jóvenes abogados se desbordaba cuando revisaban el índice de muertes relacionado con la guerra contra las drogas que estaba librando (es un decir) el gobierno calderonista. Para ellos era evidente que el combate lo iba perdiendo México al paso de los años. Bastaba ver cómo la sangre y la violencia inundaban varias partes del país. Algo les hizo creer a estos jóvenes abogados que tenían que involucrarse. No podían quedarse al margen y decidieron participar en la discusión sobre el cambio de estrategia en la lucha contra las drogas. Su análisis, de manera general, describía a una clase política que se estaba llevando entre la patas al país y que aunque había grupos importantes de la sociedad civil que alzaban la voz, éstos eran marginados y pocas veces considerados en el debate nacional. Las cámaras de diputados y senadores no legislaban políticas públicas de avanzada y, en cambio, se quedaban rezagadas en esquemas prohibicionistas y punitivos respecto a la mota.
En 2012, los jóvenes fundaron el CEIS, Centro Estratégico de Impacto Social, un nombre que a Andrés le pareció “horroroso, pero, ni modo, me mayoritearon [los otros fundadores]”. Los abogados emplearon el tiempo extra en sus actividades laborales para los casos probono que atendía el CEIS. Se les ocurrió que ante el silencio del presidente y la indiferencia del Congreso de la Unión podrían incluir en el debate a un actor que nadie estaba mirando: el Poder Judicial.
En palabras de Andrés: “La Suprema Corte no trabajaba sobre una dinámica de argumentos prudenciales de conveniencia de política pública, sino en una lógica de argumentos de derecho o de derechos humanos”. Los del CEIS optaron por explorar esos argumentos recurriendo a una discusión que ya había comenzado años atrás, pero ahora bajo la perspectiva de los derechos humanos. Pensaron que los resultados en México podrían ser efectivos. Así construyeron una estrategia de litigio para demandar al gobierno mexicano. Una vez más, los jóvenes abogados querían agarrarse a madrazos con Goliat. Nadie los peló por reaccionarios. Entre sus colegas experimentados, nadie los tomó en serio. En el CEIS hubo hasta quien con preocupación planteaba que su seguridad personal podría estar en riesgo como represalia por involucrarse en el tema. Un fracaso más se veía en el horizonte de sus nacientes carreras. La pesadilla caribeña de los caracoles rosados regresaba.
La idea de demandar al gobierno mexicano por la prohibición del uso de las drogas terminó archivada en un cajón. Nadie le movió al proyecto ni una coma ni un acento; lo olvidaron hasta que (sí, en estas historias siempre hay un “hasta que”) el destino sentó a Andrés en una conferencia impartida por Juan Francisco Torres Landa.
En la conferencia, Torres Landa presentó una serie de razones para transformar las políticas públicas sobre las drogas en México y con ello evitar la guerra que el gobierno insistía en mantener. Al oír a Juan Francisco, Andrés pensó de inmediato en el plan que el CEIS tenía olvidado en un cajón y no pudo evitar emocionarse: “¡Ya estuvo! Ellos son los aliados perfectos”. Vio en los integrantes del MUCD “a gente middle age, cincuentones y sesentones, mexicanos respetables, con familias de buen apellido, que no están divorciados, que contribuyen a la sociedad, que tienen hijos… todas esas características que se contraponen a los prejuicios que existen de las personas que consumen mariguana. Estos cuates estaban a favor de la legalización y eran los mexicanos ideales para el proyecto”. Así comenzó la alianza que mejoró la salud del paciente encamillado: México.
Andrés abordó a Juan Francisco después de la conferencia. Le contó del proyecto para legalizar la mariguana que él y sus amigos habían trabajado durante tanto tiempo y le propuso reactivarlo. La respuesta de Juan Francisco fue “nos rifamos con ustedes” y Andrés no lo podía creer: “Yo no entiendo cómo aceptó que unos jóvenes de 25 años nos involucráramos en esto. Se lo voy a agradecer toda la vida”.
Juan Francisco creía que la estrategia debía incluir un ataque frontal a la estructura financiera de los cárteles de la droga, de lo contrario sería imposible eliminarlos: “No es cuestión de ideologías, es cuestión de números”. La regulación de la mariguana podría contribuir a ello. El CEIS se convirtió en una posibilidad para convocar al gran ausente en este debate, el Poder Judicial, a través una ruta de ataque vía derechos humanos que provocara un pronunciamiento al respecto de la mariguana desde el máximo tribunal de justicia de México. Hasta ese momento los activistas sólo habían interactuado con el Poder Ejecutivo y el Legislativo para pedirles un cambio en el modelo prohibicionista de las drogas y criticar su actuar como funcionarios públicos, así como su poca receptividad a las propuestas ciudadanas a pesar de las iniciativas ya formuladas en conjunto con instituciones como el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), por ejemplo. Las respuestas habían recibido: “No es el momento”, “las iniciativas permanecerán en la congeladora”, “entiendan que esto tiene un costo político brutal”, “si los políticos no encuentran rentable el cambio, no tienen por qué ir en contra de las encuestas que colocan a sus partidos y candidatos en posiciones de posibles triunfos”, etcétera. Hubo excepciones, legisladores como Vidal Llerenas, Mario Delgado y Fernando Belaunzarán impulsaron la regulación desde aquellos años.
Para 2013, los jóvenes del CEIS tenían claro que la clave para ganar en un litigio no radicaba necesariamente en los argumentos legales, sino en que éstos debían ir de la mano de una buena historia: “El que cuente la mejor historia es el que gana, y no precisamente el que argumente jurídicamente. ¿Vas a defender a un tipo que no contribuye a la sociedad? ¿O a un mexicano responsable, con solvencia moral, por el que el país siente simpatía, del que todos quieren ser amigo, hijo, papá o hermano? Yo no comparto esos prejuicios sociales, pero entiendo que existen en la sociedad mexicana y como abogado hay que aprender a usarlos durante este tipo de procesos”.
Los del CEIS sabían que era complicado cambiar la forma de pensar del presidente de México, de los legisladores, de los ministros de la Suprema Corte y de los mexicanos que tenían una opinión negativa respecto a los usuarios de drogas: “Teníamos que ir rompiendo una o dos trabas a la vez, no todas al mismo tiempo”.
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