Lo que Montreal cuenta
Recorrimos los restaurantes indispensables de la Pequeña Italia en Montreal, un barrio sofisticado en la zona más cool de la ciudad.
Un mural pintado sobre un muro frente a la estación de metro Beaubien podría bastar para entender lo que sucede en la zona más progresiva de la ciudad. Un pitbull terrier con cuerpo de humano, un aura alrededor de la cabeza, vestido de traje pero descalzo y con un corazón rojo en el pecho, deja ir una paloma de la paz, con una rama de olivo en el pico. El artista, Jean Labourdette, está protestando: quiere mandar un mensaje al mundo acerca de “lo que pasa en Montreal”. Y lo que pasa en Montreal (una de las cosas que pasan en Montreal) es que se está discutiendo un proyecto de ley que prohibiría adoptar nuevos pitbulls, que obligaría a los dueños que ya los tienen a llevarlos con bozal, entre otras medidas orientadas a evitar ataques violentos por parte de los miembros de esta raza considerada agresiva.
Porque hay tiempo de sobra. Porque se vive bien. Porque, además, desde ahí, parece que se puede vivir aún mejor. Ésa es al menos la convicción y la razón de ser de los bienintencionados estetas que pueblan departamentos, estudios, cafés, restaurantes, galerías y cervecerías artesanales de la Petite Italie y otros barrios del sector de Rosemont-Petite-Patrie —nombre, por cierto y para diversión de muchos de ellos, tomado de la serie homónima de los años setenta.
Esta zona, ubicada al norte de las vías del tren, es la que hay que recorrer para enterarse de lo que está pasando en Montreal, y lo que se piensa hacer al respecto. Ya sea que esas ideas se discutan durante un picnic en el parque, en un salón de belleza que osa llamarse Favela Chic o al son de un copioso brunch dominical.
Para que un restaurante funcione en este sector, y compita con las viejas pizzerías y trattorias, no basta con que sirva alimentos de calidad. “Orgánico” y “local” ya se dan por hecho —tan obvio casi como decir que el pan es del día o que el café no es instantáneo—. Hoy los vinos son “naturales” (sin sulfitos ni azúcares), los cocteles se preparan con amargos caseros o, como en Santa Barbara, con shrubs, que son elíxires cuyas recetas pueden haberse conservado desde el siglo XVIII. Uno de los muros interiores de este restaurante que optó por encomendarse a una santa de serie B fue pintado por la artista callejera local Miss Me, quien ya tuvo una exposición individual en el viejo puerto y ha sido elogiada por Vice como la principal artista vándala de Montreal. A Miss Me le encantó saber que Bárbara, la santa del siglo III, había castigado a su padre y verdugo con un rayo.
Santa Barbara organiza noches temáticas, como “Spaghetti Western Sundays”, en las que se proyectan películas de este género cinematográfico sesentero del lejano Oeste producidas en Europa mientras los comensales tienen acceso a cantidades ilimitadas de pasta, o los “Revelation Wednesdays”, miércoles en los que los vinos naturales se degustan con 20% de descuento.
Lo cierto es que aun sin toda esa energía creativa, si se reduce a su razón de ser, Santa Barbara es un restaurante delicioso, con cocteles fuera de este mundo —el “Tire Toi une bûche” lleva whiskies de maple y de centeno, jugo de limón y amargo de naranja— y un menú que a pesar de ser de temporada ha logrado instalar varios hits en el gusto de los comensales, quienes piden, por ejemplo, el retorno de las pierogies con papas de Yukón, col morada, champiñones, crema y manzana.
En el extremo opuesto, en materia de ambiente, está Montréal Plaza. Este inmenso restaurante ha logrado lo que muchos otros han intentado sin éxito: revitalizar la calle comercial de St. Hubert. Hoy, entre locales de zapatos chafas, de equipo de fotografía e incluso un McDonald’s, destaca, por ejemplo, la tienda de libros, tenis, sudaderas y cachuchas de Artgang, el colectivo que se encarga de pintar buena parte de los muros de la zona, al igual que su sala de eventos contigua.
En cuanto al Plaza, a cargo de Charles-Antoine Crête y Cheryl Johnson, dos de los discípulos de Normand Laprise, de Toqué!, es el tipo de lugar (¿o sí será único en su tipo?) donde se sirven platillos que no se parecen en nada a lo que prometen y, con ello, ponen a jugar la mente y los paladares de los comensales: caracoles marinos servidos con mantequilla de miso pero al estilo escargots, brochetas yakitori de ingredientes inesperados o, de postre, un malvavisco de maple hecho en casa.
Otro signo de los tiempos es la Dinette Triple Crown, que se inauguró hace unos cuantos veranos a un lado del parque de la Petite Italie, y sirve las canastas de picnic más socorridas de la ciudad, retacadas de manjares del sur de Estados Unidos —pollo frito, brisket o pulled pork— para degustar sobre el césped, al igual que sus cocteles, con todos aquellos licores prohibidos en los años veinte, la época que el pequeño establecimiento busca recrear.
La lista de nuevos emprendimientos restauranteros podría no terminar nunca. Gus es ya casi un clásico, con su cuidada fusión tex-mex, californiana y francesa (el resultado es mucho mejor de lo que suena); al igual que Pastaga, de la estrella de la cocina local Martin Juneau, ideal para un aperitivo y una cena ligera; o Il Bazzali, una delicia italiana contemporánea. Sin embargo, La Récolte, Espace Local merece una mención especial. Se trata de un muy pequeño local atendido por un equipo de tres chefs, quienes se desviven en todos los rubros, menos el del artificio en la decoración: ni un toque de coquetería ni mucho menos lujo en un local donde toda la atención se pone en el menú de temporada y local, lo cual en una ciudad canadiense de inviernos largos puede ser una proeza. Pero estos apasionados de las técnicas orgánicas, biodinámicas, responsables hasta el exceso, no se contentan con lograr el requisito: cada cena o brunch ahí es una experiencia gustativa fuera de serie que en invierno, por ejemplo, puede incluir tataki de pechuga de pato con col asada y calabaza cabello de ángel; o risotto de avena con morillas, calabazas y tupinambo asado y arroz salvaje inflado.
Y con la cerveza sucede… lo que cabe imaginar. A este barrio de por sí bendecido por microbrasseries, como Vices & Versa e Isle de Garde, se sumó Yïsst (como un francófono pronunciaría levadura en francés). A las cervezas (no sólo locales, sino de productores pequeños y poco conocidos), licores y cocteles se suman líquidos como “Glutenberg” (sin gluten), Kombucha y botanas de Medio Oriente como labné o muhammara. Es más, hasta las tortillas de los nachos tienen pedigrí: vienen de la tortillería maya que nació a unas cuadras de ahí.
*Éste es un fragmento del reportaje “¿Qué cuenta Montreal?”, publicado en nuestra revista hermana Travesías núm. 174.
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