La música y la risa
No imagino mi vida sin la compañía de la música de concierto y, en la Ciudad de México, la oferta para disfrutarla es generosa.
Pável me arrastró la primera vez. Yo estaba seguro de que moriría de aburrimiento: en mi memoria residía algún recuerdo de mi padre: cuando yo tendría cinco años, me había llevado al Palacio de Bellas Artes a oír a una orquesta, y yo me había quedado dormido o me había fastidiado. Esa imagen arrumbada en la memoria emergió cuando mi entonces roommate, Pável Granados, me dijo que lo acompañara a la Sala Nezahualcóyotl a oír a la sinfónica, y le contesté que no y que no, hasta que dije que sí para que dejara de molestar.
Era tarde en mi vida, 26 años de edad, pero la experiencia fue una revelación: empezaba la temporada de la Orquesta Sinfónica de Minería y la dedicaban a Chaikovski, el romántico ruso, y desde entonces ya no imagino mi vida sin la compañía de la música de concierto. La disfruto como en este momento, que discurre de fondo mientras escribo a través de una bocina, pero la prefiero en la vivencia: oírla cuando ocurre: me sumerjo en una concentración vagarosa y en un sosiego de las emociones. Cuando ha terminado un concierto las ideas son claras aunque no se haya pensado en ellas; el alma deja de caminar a la orilla de sus abismos y se mece como en una hamaca frente a las olas del mar.
Una orquesta impone su garbo: 40, 80, quizá 120 músicos. Hay que situarlos en la Sala Nezahualcóyotl de la Ciudad Universitaria, con su candelabro modernista en caracol, sus acabados en madera, y ese nacionalismo que la describe como la mejor sala de América Latina. Aunque algo hay de espejismo en esa frase: recuerdo que invité a una colega originaria de Rusia y le presumí la Neza, le echó un vistazo y afirmó con cariño: “como ésta tenemos tres en Krasnoyarsk”, la capital de Siberia en donde creció, y el día que me asomé a una orquesta en Londres, me sorprendió verlos en camisa negra, desprovistos de los abrigos largos que nuestros ejecutantes, en la Neza, deben usar los sábados, o bien de las corbatas rojas con que se uniforman los domingos, que los hacen parecer cajeros de Scotiabank.
Llegamos tarde a la música sinfónica y conservamos esos toques provincianos. La OFUNAM (Orquesta Filarmónica de la UNAM) cumple apenas 80 años este 2016. En el porfiriato el ministro José Ives Limantour quiso fundar una orquesta y fracasó. A principios de siglo, el compositor y pianista Ricardo Castro quiso traer la música sinfónica al país, pero apenas alcanzaba para hacer un ensamble con dos quintetos de arcos.
Y llegamos tarde pero la oferta, hoy, es generosa: un domingo hay cuatro orquestas tocando en la ciudad de México: la OFUNAM (o la Orquesta Sinfónica de Minería en los veranos) en la Sala Nezahualcóyotl; un poco más al sur la Filarmónica de la Ciudad de México en la Sala Ollin Yolliztli (remendada una y otra vez; hace unos años un pedazo de candil le cayó a un atrilista); la Sinfónica Nacional en Bellas Artes y la del Politécnico en Zacatenco. Mi espíritu pueblerino me lleva a preferir no tanto una orquesta sino una sala, la Neza, toque quien toque, y sentarme siempre en el mismo lugar en el segundo piso, donde nunca falta algún entusiasta con ínfulas de director que desde la gayola señala los supuestos errores de los músicos.
Mi sensibilidad se moldeó con Chaikovski y los románticos del XIX, así que encaja muy bien con la programación conservadora de nuestros ensambles: mucho siglo XIX, poquito del XX y casi nunca una pieza contemporánea. Cierto, qué delicia es la Sinfonía Fantástica de Berlioz, y Beethoven nunca se agota y etcétera, etcétera, pero si quieres oír a Martinu, a Schnittke, Stockhausen, o algo más actual, mala suerte, en México rara vez los tocarán. El único que de repente se atreve es Carlos Miguel Prieto, director de la Sinfónica de Minería.
Los he visto bailar, tocar «Las mañanitas» y hasta «La Cucaracha». Los músicos de las orquestas mexicanas siempre encuentran resquicios para salirse de la supuesta solemnidad de la música de concierto: un cumpleaños, un concierto con la Sonora Santanera, un encore, como hace poco el fagotista Manuel Hernández, que pasó de captar la melancolía de Richard Strauss a la alegría del Big Band, en unas piezas fuera de programa.
Y pienso que un síntoma de envejecimiento es ese: pensar en, por ejemplo, cambiarme de ciudad, irme a algún pueblo frente al mar o una casita en medio de la montaña, e imaginar el tedio o la angustia de que pasen las semanas sin oír una orquesta. Me pasó ya en Aarhus, donde viví 10 meses, y había una sala envidiable, pero estaba lejos de mi alcance financiero, y sin embargo la catedral hospedaba, cada domingo, conciertos de música de cámara. A veces hasta me fumaba las misas en danés para oír piezas de los Couperin.
Kant dijo que dos sonidos no tenían que significar nada: la risa y la música. La risa nos ha sido dada por el azar del universo, y la música atestigua que nosotros, los humanos, podemos mirar hacia adentro y sacar la voz de lo profundo del alma.
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