Fernando Vallejo: Volver para incendiar a Colombia
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Volver para incendiar a Colombia

Fernando Vallejo es uno de los grandes autores de nuestro tiempo. Entre su obra se encuentran novelas, biografías y ensayos. Cuarenta años después de vivir en México junto a su pareja, decidió regresar a Colombia, su país. Se instaló en Medellín, la ciudad sobre la que tanto ha escrito en sus novelas.

Tiempo de lectura: 29 minutos

En 1971 Fernando Vallejo se fue a vivir a la Ciudad de México después de vagabundear por Roma y Nueva York. Entonces tenía veintiocho años, era un cineasta que había dejado todo estudio a la mitad —la filosofía, la música, el cine— y llegó a lo que era el D.F. con el plan de filmar una película y contar una historia, la de Colombia y su violencia, sus decapitados, sus muertos, pero lo que encontró fue la vida, un oficio. 

El 1 de marzo de 2018 Fernando Vallejo volvió a Colombia después de cuarenta y siete años de vivir en México. Volvió como el gran escritor colombiano vivo. “Quítale el vivo, que yo ya casi me muero”, me dijo, acompañado de su perra Brusca, con dos maletas y enfermo de los ojos. Vallejo y Brusca en el aeropuerto El Dorado, de Bogotá, solos como un barco encallado en una playa arrasada por un terremoto, llegados de regreso a su país por causa de una muerte. Aterrizó en Bogotá y luego tomó un carro que lo llevó a Medellín, donde a diez horas de camino estaba la casa blanca que había construido años atrás para quedarse allí el resto de su vida.  

Estuvo poco más de un mes porque el 6 de abril volvió a México por una semana para arreglar cuentas y, entonces sí, nunca más regresar. Justo esa semana busqué, sin más señas que las que daba en un libro, su casa blanca en el barrio Laureles, y después de varias vueltas y negativas me abrió la puerta su hermana Gloria, con ropa deportiva y una escoba en la mano: “Fernando no está, se fue a México unos días”. Le escribí un correo electrónico y recibí una respuesta llena de humor y afabilidad: “Mi perfil sale sobrando, está en mis libros. Ahora estoy en México pero pronto regreso a Colombia. Allá nos veremos algún día”. Su escritura limpia y gentil mostraba al Fernando Vallejo del que hablan los amigos: sereno, tranquilo, generoso, contrario a su narrador, al loco, al maledicente. 

La casa blanca se llama Casablanca y Laureles, el barrio donde se encuentra; era en los cincuenta un descampado con casas desperdigadas y por donde pasaba un carro cada tanto, refugio de familias con alguna riqueza que empezaban a abandonar el centro de la ciudad. Hoy es un gran laberinto de calles sin salida que se doblan sobre sí mismas atestadas de restaurantes, bares, panaderías, edificios, tiendas de diseñador. Entre esos locales sobreviven algunas casas de los años sesenta, viejas y bien tenidas, que se esconden detrás de enredaderas, propiedad de nostálgicos que se resisten a la modernidad. Casablanca está al lado de una hamburguesería. Tiene dos pisos, gruesas paredes blancas de tapia, rejas negras protegiendo las ventanas de madera, un farol negro en el pórtico.

En una tarde de mediados de abril Vallejo abre la puerta. Sale con la chaqueta colgando de la boca mientras busca las llaves de la reja en un bolsillo. Abre y regresa al interior acompañado de Brusca. En un pequeño vestíbulo cuelga un cuadro de San Francisco de Asís y otro de la Sagrada Familia; inmediatamente otra puerta da paso a la sala donde hay un cuadro de Jesús en el huerto de los olivos, cuatro muebles viejos, un piano Steinway vertical con partituras y una foto de Darío Vallejo, su hermano, la única en toda la casa. Más adelante, en un corredor de baldosas amarillas como de finca cafetera, hay cinco sillas, una mesa y al lado un patio donde un niño de yeso, recostado en la pared, orina en una fuente clausurada entre una enredadera y un papayo de tres metros. Vallejo se sienta en una de las sillas frente a un radio negro y mira la pared.

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