Su nombre era un secreto a voces entre los colombianos aficionados a la literatura, pero desde que la editorial española Alfaguara lo publicó en 2011, Tomás González ha ganado una fama repentina alrededor del mundo.
Tomás González vive en una casa de techo rojo de zinc y paredes blancas, entre cafetales y nísperos, cerca de un río que baja torrentoso. Para llegar a su casa —rodeada de follaje y de la niebla andina— hay que viajar en auto desde Cachipay, un pueblo a tres horas de Bogotá, Colombia, penetrar en la montaña, pasar un puente, caminar cuesta arriba, atravesar una portada de madera y llegar al mirador. Hay allí una mesa larga, un par de sillas, un cenicero con un cigarrillo a medio fumar, una hamaca, helechos, enredaderas que se entreveran en los pilares de tronco grueso.
Ahora, González está en la cocina. Amparo, su pareja, está en su cuarto. Aquí, en la terraza, él suele sentarse a ver el follaje. En la casa hay tres gatos —Silvestre, Pacho, Úrsula—, una lora —Violeta— y una perra: Sombra. Cuando nadie habla, hablan los perros, el río, los plátanos que se mecen, el silencio de las montañas. Tomás González —de barba entrecana, párpados pesados, cara grave— trae dos cafés. Se sienta y acaricia a la lora, que inclina la cabeza.
Dice, mientras conversa, que han criticado su literatura. Dice que por provinciana.
—Yo soy de pueblo. Mientras más miedo les tienen a los montañeros, más montañeros son.
Se levanta de su silla y se acerca a Violeta, la lora.
—Sí, sí, sirí, sí. Cuando van en bandada —dice sin mirar, tocando el lomo de la lora— se acicalan entre ellas. Ésta está triste, sola.
Arruga el ceño, frunce los labios. Mira al suelo, o a la mesa, o a la nada. O no mira, piensa. O no piensa, mira. Lleva las tazas a la cocina. Al rato se asoma y dice:
—Vamos a salir a caminar. ¿Se anima?
Tomás González Gutiérrez, escritor colombiano, nació en 1950, en marzo, el 18, en Medellín. De padre lector y comerciante —Alberto— y madre amable y también lectora —Tulia—, su nombre era hasta hace un año un secreto a voces traficado en un círculo áulico de lectores, casi todos ellos colombianos. Hasta que su última novela, La luz difícil —publicada por Alfaguara en 2011—, logró, en apenas seis meses, cinco ediciones en Colombia, fue traducida al alemán, coreano, holandés y francés. «Tomás González tiene el potencial para convertirse en un clásico de la literatura latinoamericana —escribió la premio Nobel de Literatura Elfriede Jelinek—. Leyéndolo tuve la sensación de que es un escritor de mucha pureza». «Tomás González es un narrador de rango universal», escribió Hans Christoph Buch en Die Zeit de Alemania. Los diarios Le Monde y Libération aseguraron que su obra inaugural, Primero estaba el mar, tenía una «extraña belleza».
Por La luz difícil, los principales diarios colombianos lo declararon uno de los mejores escritores del país, incluso de la lengua española. «Nunca olvidaré la plenitud que sentí al terminar de leer La luz difícil —escribió el crítico colombiano Luis Fernando Afanador—. No espero más de la literatura». «Un gran escritor injustamente desconocido —dijo el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince, autor de El olvido que seremos—, a quien quizá su discreción y apartamiento le hayan impedido la mayor atención que se merece».
El éxito fue tal que, en Colombia, las librerías empezaron a exhibir, mes a mes, una nueva edición de la novela. «Sé que esto suena a una hipérbole eufórica, pero la obra de González parece venir de más allá de la literatura, más allá del ingenio, el gusto y el trabajo: de la Realidad —escribió Carolina Sanín en El Espectador—. O quizás es que muestra precisamente el corazón de la literatura. Parece como si la voz tocara la perfección y, en ese borde, señalara hacia algo más allá de la perfección, una perfección más perfecta, el abismo siempre inalcanzable de la belleza». Cuando González fue a presentar La luz difícil a España, un sitio en el que era un absoluto desconocido, la gente hizo larguísimas filas para obtener su firma. «Tomás González no se permite ni un atisbo de sentimentalismo, todo es inteligente, brillante, esencial […] —escribió el crítico literario Antonio Martínez Asensio en su blog Tiempo de Silencio, en Antena 3 de España—. Me la leí en dos horas en las que clavé mis pulgares en cada página, y me quedé callado luego, el tiempo suficiente para saber que me la tenía que leer de nuevo».
Así, en la primera década de este siglo, Tomás González —que casi treinta años atrás publicó su primera novela, Primero estaba el mar, con el dinero de sus amigos, y que desde entonces ha publicado cinco más (Para antes del olvido, Los caballitos del diablo, La historia de Horacio, Abraham entre bandidos y La luz difícil), un libro de cuentos (Historia del rey del Honka-Monka) y otro de poesía (Manglares), con poca repercusión masiva— fue desterrado del anonimato.
En el corredor de entrada de su casa, Tomás González se calza los tenis Adidas de cola verde y cuerpo blanco. González, como de costumbre, no lleva mocasines: lleva tenis, un saco negro, y una sudadera gris.
—Se metió Silvestre a la casa. Qué verraco.
Amparo, su mujer, de ojos claros y pelo ensortijado, deja a los gatos en el mirador, cerca del plato de comida. Ella y González atraviesan la puerta de estacas y comienzan, con Sombra y otro perro, la caminata.
—Esto era un convento —dice Alberto Restrepo, primo de Tomás González y cura de la Iglesia católica, en Envigado, a diez horas de Bogotá, el pueblo donde González pasó la infancia—. Éste era un pueblo piadoso, clerical. Aquí la autoridad respetada, última y única, era el cura. Aquí no se sabía qué era un ateo, fuera de un personaje por ahí extraordinario. Esto era un convento.
En 1958 la familia González vivía allí, en una casa bautizada San Cayetano. Los hijos mayores —Daniel, Silvia, Alberto y Juan Emiliano— habían dejado el hogar hacía un par de años. Los menores —Patricia, Clara, Tomás y Rosario— vivían aún con sus padres, Tulia Gutiérrez de Latorre y Alberto González Ochoa que, a su vez, tenía un hermano de nombre Fernando, que moraba en una casa contigua de dos pisos y solar infinito: Otraparte. Fernando era escritor y, cada vez que, en el corredor de su casa, se sentaba a hablar con amigos, su sobrino Tomás, de unos ocho años, se sentaba a escucharlos, absorto.
La vida por entonces era muy simple. La familia entera se reunía en una casa de descanso cerca del mar. Juan Emiliano, uno de los hermanos mayores, tenía un velero. Con él salía a pescar y regalaba el pescado que atrapaba.
—Los González eran gente muy difícil —dice Ligia María Zuluaga, prima de Tomás—. Son gente que maneja muy bajo perfil. No son gente de figuraciones. ¡Tomás sí es la tapa, pues! ¡Tomás es la tapa!
En la habitación de Tomás —en ese entonces un niño de orejas grandes, pecas, pelo rubio, casi rojo, dientes grandes— había un nicho cavado en la pared. Allí guardaba las colecciones de libros que le regalaba su madre.
—Mi papá se mantenía muy al tanto de lo que se publicaba —dice Tomás González—. Estaba muy actualizada la biblioteca de la casa. Y se hablaba de libros. De manera que podía yo tener un tren de lectura muy fuerte.
—Ahí, pues, nació Tomás —dice Alberto Restrepo, el primo—. Un niño supertímido, monito, rosadito, orejoncito, monosilábico. Eso es lo que yo le sé decir de Tomás.
Mientras Tomás González sube la pendiente, un corro de perros le ladra a Sombra.
—Lo peor es el ruido —dice González.
Camina con el tronco inclinado. Entre los matorrales que bordean el sendero se esconden los helechos machos, la ortiga. Las piedras están revestidas por una capa fría de musgo.
—Me hubiera traído una mandarina —dice.
—Y el bocadillo —responde Amparo.
En el fondo no se ve más que niebla. Arriba y a los lados, balús, malandas, ramas resecas. Abajo, pasto húmedo. Amparo abre su mochila y le da una mandarina a González.
—¿Y el bocadillo? —pregunta él.
—No se lo merece.
González, sin exaltarse, esboza una sonrisa.
—Tomás era muy sensible —dice Carlos Jaramillo, amigo de la infancia, mientras fuma pipa en su oficina en Medellín—. Yo no diría que era retraído. Era ingenuo, no veía mal en nada. Era bueno por naturaleza. Nunca oí a Tomás descalificar a nadie. Gozaba de la naturaleza y gozaba de los animales. Nunca hizo gala de nada.
—El Tomás que yo tengo en los recuerdos se conserva —dice Adriana González, sobrina de Tomás González—. La forma de caminar. Levitar. Tengo ese recuerdo de Tomás. Igualito. Me lo encuentro y está igual. Como si no hubiera pasado el tiempo.
—Yo era un niño demasiado sensible a las cosas; eso trae muchos terrores —dice Tomás González—. Pero mucha maravilla, también.
—Tomás siempre ha sido así, silencioso —dice Clara González, su hermana, en su casa de Chía, un pueblo cercano a Bogotá—. Es todavía la hora en que yo no me he enterado de lo que hacía en Envigado. Él se perdía y llegaba mudo.
—Tomás sí fue muy encerrado, leyendo —dice Israel Rendón, uno de sus amigos de juventud, en un café de la plaza de Envigado—. No era muy normal, ¿cierto? Pero sus hermanos y él tuvieron oportunidades que no eran muy comunes en el pueblo. Europa. Cositas así.
En el colegio hablaba poco. No iba a bailes. Así pasó su niñez. Luego murió el tío escritor, el tío Fernando, cuyos libros leería sólo años después para la escritura de La historia de Horacio.
Tomás González, pisando un pasto húmedo y rebasando helechos, mira una casa enclavada en la montaña. Duda de que exista desde siempre. Amparo le dice que sí, claro, siempre ha estado ahí. Rumorean. Amparo dice, con una sonrisa a medias:
—Puedes decir lo que quieras.
—¿Y si me quiero quedar en silencio?
Amparo, que camina de la mano de Tomás, lo mira:
—Ah, pues también.
—Fernando se preparó para morir —dice Tomás González—. Tres días antes. Yo no sé si eso fue así o si yo lo inventé.
Su tío, Fernando González, murió de un ataque cardiaco el 16 de febrero de 1964 en su cama. Tenía sesenta y nueve años y era bien conocido en el pueblo por su reclusión casi mística. Tomás tenía en ese entonces trece años. Tiempo después, entró a estudiar Ingeniería Química porque su padre se lo pidió, porque sus hermanos y tíos también eran ingenieros.
—Pero al fin no —dice González—. No hubo caso.
Duró un semestre y volvió a lo de siempre: a reunirse con Juan Emiliano, su hermano, a charlar y escuchar salsa y música clásica.
—Éramos muy amigos, Juan Emiliano y yo. Él era menos tímido; yo era más introvertido. Era una persona que influía mucho en mi vida.
Pero un día de 1969, a los diecinueve años, Tomás González se marchó a Bogotá a estudiar Filosofía y Letras en la Universidad Nacional. Se hospedó en un cuarto pequeño, en casa de unas señoras. A menudo, enviaba cartas a sus amigos de Envigado, en las que decía «Esto es una mierda». La universidad solía detenerse por protestas y en esos largos paréntesis Tomás viajaba y escribía poemas que terminaron en la basura.
—La posibilidad de escribir me daba mucha libertad, podía hacer lo que quisiera con las palabras —dice—. Yo era dueño y señor del universo del lenguaje. Y todavía considero que es un territorio de libertad. Cuando me estaba formando, yo sentía que si me ponía a tratar de publicar, a tratar de buscar demasiado reconocimiento, me iba a perder en cosas accesorias; iba a perder esa suprema libertad de hacer lo que quisiera sin pensar que iba a ser publicado. Decidí que lo mejor era olvidarme por completo de publicar o no hacerlo. Darme por fracasado desde el principio, y así ya salir de ese lío.
Porque lo aburría, dejó Filosofía y Letras dos años después. Él tenía veinte, y ella veintiuno, cuando conoció a Dora López. Viajaron. Durante dos meses fueron profesores en una escuela a la vera de un río, en el Tayrona. Después, Dora se empleó en el mayor instituto de estadística del país como investigadora y se fueron a vivir juntos, en Bogotá. Él escribía y Dora se ocupaba del sustento de ambos, hasta que González consiguió empleo como asistente de investigación en el mismo instituto. Pero, una vez más, se aburrió. Viajó a Estrasburgo, Francia, en 1973, y estuvo seis meses, hasta que se aburrió. Regresó a Bogotá. Se trasladó a Chía, donde crió conejos. Dora, mientras tanto, perdió un embarazo que resultó ser una niña.
—Fue triste —dice González—, claro, especialmente regresar a la casa a guardar todo lo que se había preparado para la llegada de la niña.
En 1976 nació Lucas, su único hijo. González, sin demasiado dinero, con veintiséis años, se largó a Miami a conseguirlo. Fue ayudante de cocina. Escribió pero —dice— no guardó nada. Son recuerdos inciertos. Un recuerdo seguro, concreto pero impreciso en los detalles, fue la muerte —el asesinato— de Daniel, uno de sus hermanos, en 1975. Daniel era el mayor y lo mataron en Buga porque pensaron que había dejado embarazada a una mujer. Lo mataron en un carro, recuerda Tomás González. Lo mató el hermano de aquella mujer, cabo del Ejército. Daniel era finquero; tenía tres hijos y una tierra cerca de un pueblo llamado Zarzal. Trabajaba desde muy joven. De esa muerte casi no se habla en la familia. Dos años de luto se sucedieron y, entonces, llegó el asesinato de otro hermano más, Juan Emiliano, el que regalaba los peces que atrapaba.
—Fue como una pesadilla esa muerte de él —dice Tomás González—. Como una pesadilla, no. Fue una pesadilla.
—Nosotros veíamos en Juan Emiliano a un Robin Hood, un Tarzán —dice Israel Rendón, su amigo de juventud—. Tomás lo tenía en punto muy alto.
—Mirá. Mi padre era un hombre que llegaba a la casa un sábado y decía alísteme ropita a la niña que nos vamos de paseo —dice Adriana González, hija de Juan Emiliano—. Y pasaba el sábado, el domingo, el lunes, el martes… él se olvidaba de que yo estudiaba. «¿Y es que para las monjas lo más importante no es la familia? Dígales que estaba con su papá».
Juan Emiliano había comprado una finca en Titumate, en el Urabá antioqueño. En compañía de su mujer, María Elena Krate, decidió morar entre la selva y el mar. Para sobrevivir, montó un aserrío. Sin embargo, le tenía miedo a su mayordomo. No confiaba en él.
—Juan era una persona querida, suave, bondadosa —dice Alberto Restrepo, el cura, primo de Tomás González—. Yo diría como una especie de arcángel aterrizando. Pero con los tragos y las pepas, ese hombre se volvía repelente, chocante.
En un momento Juan, que tenía por entonces treinta y siete años, se separó de su mujer y vendió la finca. El mayordomo, al verse sin empleo, tomó una carabina. En un episodio confuso —se dice que estaba con un amigo, pero también que estaba solo y se había levantado para orinar— el mayordomo apuntó y disparó.
—Estaba muy solo —dice su hija Adriana—. Estaba muy joven. La muerte lo tomó por sorpresa.
Pasó tres días sobre el comedor, muerto. Uno de sus hermanos y un primo llegaron para recogerlo. Como no había tiempo, decidieron enterrarlo. Con las tablas de la cama y algunas sobras del aserrío hicieron el ataúd.
—Estuve en la casa viendo todo, pues —dice Tomás González—. Todavía había manchas de sangre en el piso. Los últimos rastros de su vida. Todavía se siente. Uno se acostumbra a todo, a la muerte, a que hayan asesinado a gente que uno quiere mucho. Pero de vez en cuando lo puedo sentir todavía como si acabara de pasar y vuelvo a sentir como la sensación de dolor y de incredulidad. ¿Cómo fue posible que pasara esto? Ya cada vez menos. La muerte anterior va volviéndose menos impresionante a medida que la de uno mismo se va haciendo más próxima. Después de la muerte de su hermano, González permaneció en Bogotá. Pero, entre 1977 y 1983, nadie —ni siquiera él— recuerda qué hizo. Quizá trabajos pequeños. Pero no recuerda.
—Son cosas que se me van mucho de la memoria. Tendría que sentarme a reconstruir. No tengo la manía de tratar de recordar. Dejo pasar. ¿Usted leyó a Proust?
—No.
—Yo me aburrí. No lo seguí leyendo. Ese recuerdo minucioso… todo eso me aburrió. No entendí el concepto de recordar por recordar. De buscar el tiempo perdido. No veo la razón.
Al fondo hay un cedro gigante. Amparo recoge algunos berros y González, sentado sobre una piedra, sostiene una pieza de musgo arrancada en el camino. La mira; moja, sereno, la raíz para que no se seque y la mantiene lejos del suelo.
—Los seres vivos sienten de maneras diferentes —dice González.
En el camino de regreso a la casa, la tierra es más dura y el suelo pedregoso. Hilos de agua caen por los lados, ocultos entre las enredaderas. Amparo, que lleva el ramo de berros, lo intercambia con González por el trozo de musgo.
—Parece un novio —dice Amparo— esperando a la novia con el ramo.
Tomás González sonríe. Sostiene el ramo de berros con el brazo doblado hacia el pecho. Esboza una sonrisa. Amparo toma una flor y se la pone en el pecho. González se sonroja.
—Los que llevan el ramo así son cuidadosos —dice Amparo—. Los que llevan abajo, no.
Y él, todavía sonrojado, baja el brazo y ríe sutil.
En 1980, Tomás González inició la escritura de Primero estaba el mar.
—Cuando la muerte de mi hermano Juan, me di cuenta de que ahí había una novela, que no era sino escribirla —dice González—. Tenía toda la información. El hecho era dramático. El hecho era, en cierto modo, muy bello.
A principios de 1983, Gustavo Bustamante, un amigo suyo, le ofreció trabajo en El Goce Pagano, un bar de salsa en el centro de Bogotá. Tomás aceptó. Repartía las bebidas desde la barra y tomaba. Y por las mañanas, en medio de la resaca, escribía.
—Era y es —dice Gustavo Bustamante— un tipo muy solo, muy atento a todo, pero no metido entre la masa sino observando a distancia o incluso acercándose, pero no en medio del ruido.
Aunque lo que González ganaba en el bar servía para cubrir algunos gastos, la que sostuvo económicamente a la familia durante ese periodo fue, una vez más, Dora. Ella y Gustavo Bustamante pagaron la impresión de mil ejemplares bajo el sello Los Papeles del Goce. En la novela, J. y Elena se van a vivir a una casa frente al mar. J., luego de endeudarse y beber, y endeudarse y beber, es asesinado por su mayordomo, Octavio.
—Lo curioso de la novela es que hubo cosas que no ocurrieron —cuenta Tomás—. Ahora ya no sé qué fue lo que pasó y qué fue lo que inventé.
«La lancha partió, pues, y fue haciéndose cada vez más pequeña, hasta que desapareció en el inmenso verdor del mar —escribe en Primero estaba el mar—. Después de que J. la perdió de vista, se quitó las sandalias y empezó a caminar por la playa. Fue hasta la pequeña bahía donde Elena había acostumbrado bañarse y se sentó en un tronco a mirar el agua. […] Pensó entonces en el cuadro que colgaba en su cuarto, la mujer que se ofrecía, abierta, a las olas de la playa y al sol. Pensó en la verdad que había en esas imágenes fáciles, parecidas al fin de cuentas al amor que se vivía, más allá de cualquier duda, más allá de cualquier muerte individual, en la dulce letra de un bolero. ‘Ahora sí solo, hermano’, pensó entonces y sintió el pequeño peso de un dolor en el estómago.
«—Es la tristeza —dijo en voz baja—. Llegó. Sabía que iba a llegar.»
—La versión que queda, y no demasiado tiempo, es la literaria —dice—. La gente se muere, los recuerdos se mueren con las personas. De manera que todo queda en el olvido. Lo que va quedando son esas recreaciones artísticas. De la muerte de Juan, es posible que quede el libro. Va a perdurar un poco más que los hechos, va a perdurar un poco más que la gente que vivió los hechos. Pero igual: no va a quedar nada.
Sin embargo, en diciembre de 1983, sin esperar que saliera el libro impreso, Tomás González, su esposa y su hijo viajaron a Miami, a probar suerte. Ocuparon una habitación de la casa de los padres de Dora, que desde años atrás vivían en esa ciudad. Con sus suegros y cuñadas montaron un taller de bicicletas. Allí escribió Para antes del olvido, su segunda novela, con base en los diarios de uno de sus tíos, Alfonso González. Y, mientras él trabajaba en Estados Unidos, su primera novela, Primero estaba el mar —una edición de portada verde y papel de matices amarillos— se repartía, en Colombia, desde la barra del bar El Goce Pagano. Ésa fue la primera de las semillas que cayó en un círculo limitado de lectores y propagó, de mano en mano, la discreta buena nueva del advenimiento de un escritor que permanecía oculto. «El diálogo escueto, duro y absolutamente verosímil —escribió, en 1984, el historiador Jorge Orlando Melo en el boletín de la Biblioteca Luis Ángel Arango, una de las más grandes de Colombia—, la descripción segura de un paisaje y una naturaleza que afectan a los personajes, la firmeza de los trazos que pintan a los protagonistas y sus relaciones, son elementos que influyen en una obra poseedora de la perfección, el dramatismo y la inevitabilidad de una sonata clásica».
—Por todas partes hubo una respuesta —dice Gustavo Bustamante—, no sólo entre gente anónima, sino gente que tenía alguna figuración crítica. Yo creo que se fue de una vez a las alturas.
En 1986, González, su esposa y su hijo se embarcaron hacia Nueva York. Él quería conocer de cerca el cultivo de los champiñones en Pennsylvania —tenía la idea de plantarlos— y hacia allá fue, mientras Dora y Lucas permanecían en la ciudad. Pero lo que vio del cultivo —galpones oscuros y completamente cerrados, pilas de estiércol para compostaje— era sucio, desastroso, y volvió sin nada.
—La ciudad era muy fuerte —cuenta Tomás González—. Había mucha pobreza, mucha gente durmiendo en las calles. Todo eso me dio una depresión muy, muy fuerte. Dora sí aguantó. Ella estuvo muy firme. Yo decidí esperar que se me pasara el bajón. Y confiar en que algo iba a salir. Yo me sentía inseguro. Los trabajitos míos eran chiquitos; nos permitían no gastar demasiado de los ahorros. Pero la plata iba disminuyendo poco a poco. Eso crea mucha zozobra. A mí, por lo menos.
Dora se empleó como terapeuta social en el hospital Bellevue. En esos años, los casos de sida aumentaban y ella, sin saber demasiado inglés, prevenía a las mujeres embarazadas. A las tres de la mañana, el barrio donde vivían estaba repleto de gente en la calle que gritaba, rompía botellas.
—Mucho trago tomé por esos días, por eso mismo.
En 1987, la novela Para antes del olvido ganó el V Premio de Novela Plaza y Janés. «No es usual leer una obra tan bien lograda —escribió Álvaro Morales, en El Mundo de Medellín, en agosto de 1987—, tan bien ejecutada […], especialmente en un país donde se escribe mucho y se salva poco». En la novela, León —un álter ego de González— reconstruye la historia de amor de Alfonso y Josefina. Aquél viaja por el mundo, tiene otros amores; Josefina, entre tanto, lo espera: «León miró de reojo a aquel hombre joven que seguramente había arrimado navajas a más de un prójimo, cubierto por el líquido que todavía conservaba granitos de maíz casi enteros (azadones, boñigas humeando desde el barro, vacas mugiendo en el amanecer, neblina, taza de mazamorra en el corredor mientras resoplan los caballos), apenas tocados por los agrios jugos gástricos que habían sido detenidos a medio camino en su conversión de una cosa a otra. ‘A veces hasta llegás a pensar que Dios existe’, pensó entonces, como maravillado por la perenne actividad transmutatoria de las cosas», escribe González en Para antes del olvido.
—Pensé que podía aprovechar justamente el vacío de información para escribir una novela sobre la erosión de la memoria —dice.
Seis meses después, la familia se mudó a un apartamento del East Village, de espaldas a un cementerio. Por ese tiempo, Heriberto Fiorillo, escritor y periodista, le ofreció a González —que ordenaba papeles y limpiaba oficinas en las noches— un trabajo como corrector de estilo en la revista La Familia de Hoy. El pago era bueno y González ya se sentía cómodo en la ciudad.
—Por las noches salíamos a conversar de literatura alrededor de un par de vodkas —dice Fiorillo—. Amaba y leía a Faulkner, a Thomas Mann, a Virginia Woolf, a Borges, a Rulfo, a García Márquez, a Capote, entre tantos otros. Ya entonces añoraba internarse en la selva, hundirse en la vorágine verde, lejos de la ciudad.
—Sentí nostalgia de la vegetación, de la exuberancia —dice González—. No era una nostalgia precisa por un sitio, sino por los paisajes, por el sonido, por el idioma.
Él y Dora, con el problema del dinero en buena medida solucionado, salían a los bares del Lower East Side y paseaban en ferry.
—Tomás era un hombre de pocas palabras —dice Fiorillo—, pero muy observador y, por lo tanto, muy agudo en sus comentarios. Siempre habló más con sus ojos.
González y su mujer rozaban los cuarenta años y se habituaron a una vida de hogar, más tranquila. Él fumaba un par de cigarrillos al día, tomaba algunos tragos. Corría a ratos. Asistía a un templo zen y eso, combinado con la lectura de autores orientales y de las obras de su tío Fernando González, le permitía ver la frontera frágil de la existencia. «Bueno, pues allí es a donde he estado tratando de llegar en casi todos mis trabajos —dijo en una entrevista para La Hoja, de Medellín—. A ese punto donde lo humano limita con lo inhumano, es decir, con el Ello del mundo, con la naturaleza. Llegar al punto donde lo inhumano nos crea, primero, y después nos vuelve a deshacer».
Entre 1987 y 1995 escribió poemas y ajustó, sin premura, cinco cuentos que parecían novelas cortas. Publicó, en una antología de autores colombianos residentes en Nueva York, uno de ellos. Tradujo libros de niños, biografías, documentos técnicos, el Coriolano de Shakespeare. Estuvo, sin embargo, alejado de todo círculo literario. Desde Colombia su familia se comunicaba con él por medio de cartas, cada vez menos frecuentes. Sus lectores seguían siendo pocos, y estaban sólo en Colombia. Su nombre no aparecía en el listado de los escritores del posboom y su estampa era conocida por una foto —un hombre de gafas, imberbe, en tenis y camisa— publicada en el Magazín Dominical del diario colombiano El Espectador a principios de los noventa. Dos ediciones más de Primero estaba el mar, una en México —de la UNAM— y otra en Medellín, le valieron críticas optimistas.
En 1995, González publicó Historia del rey del Honka-Monka, un libro de cuentos, en la editorial de la Universidad Pontificia Bolivariana, de Colombia. El libro tuvo una mínima distribución. González no sabe por qué lo publicaron, si era un escritor de pocas ventas, no lo conocía nadie y vivía en Nueva York.
González siguió escribiendo —La historia de Horacio y Abraham entre bandidos— pero ese mismo año a Dora, su mujer, le diagnosticaron esclerosis múltiple, y eso lo trasmutó todo.
—La cosa se va poniendo terrible a medida que la enfermedad avanza —dice González—. Al principio no llega como la noticia de una muerte. Es una cosa paulatina. La parte terrible avanza con la enfermedad. Es una catástrofe.
—Venga, Dora, venga —dice Martha, hermana de Dora.
Dora viene desde su habitación en la silla de ruedas eléctrica, manejándola con la mano izquierda, despacio.
Después de casi cuarenta años de relación, en 2009, Dora se separó de Tomás González y marchó a vivir a Cali, con su hermana, a este apartamento en la última planta de un edificio al oeste de la ciudad. La sala es amplia, atravesada por la luz que entra por ventanales grandes. Dora viste un saco morado; los brazos parecen frágiles, igual que las piernas y los pómulos salientes.
A los cuarenta y cinco años, estando en Nueva York, Dora notó que la pierna derecha no le respondía. Le diagnosticaron esclerosis múltiple progresiva. Dora comenzó a perder movimiento pero siguió trabajando en el hospital, como terapeuta social, y lo hizo hasta que no pudo más. Perdió la movilidad de las piernas, perdió la movilidad de las manos, casi pierde el habla. Hoy articula apenas un susurro, un desaliento. Dora cada tanto fuma. Tiene el pelo blanco aquí, grisáceo allá, negro en el otro lado.
Aún en Nueva York, quisieron vender el departamento en que vivían y comprar otro en un primer piso, para que Dora no tuviera tantos inconvenientes, porque tenía que subir ayudada por Tomás y por su hijo, Lucas. No consiguieron otro.
Veintiocho años después de haberse ido de Envigado, Tomás González escribió, aún en Nueva York, mientras vivía de la traducción y gracias a una beca de Colcultura, una novela que revivía sus años de infancia. En La historia de Horacio tres hermanos —Álvaro, Elías y Horacio—, cuyas casas están apenas a unos metros de distancia, comparten la vida familiar. Horacio colecciona antigüedades, fuma de modo compulsivo, es demasiado sensible. Elías es escritor, despotrica contra los políticos y contra Dios. Álvaro es un hombre silencioso, que tiene un hijo de nombre David, «orejón, flaco e imaginativo».
«Con ella [la novela] me di el gusto de recrear el ambiente de mi familia en Envigado durante los sesenta —dijo González en una entrevista en el portal Rabo de ají—; y al hacerlo me sumergí tanto en el tema que por momentos me sentí regresar al pasado, como con la máquina del tiempo, y recorrer, mirando con detenimiento, la forma que tenían las cosas en aquella época».
La novela fue publicada en 2000 por Editorial Norma que reeditó las dos anteriores. La historia de Horacio termina así: «Volvió a cerrar los ojos y esperó el dolor de la inyección de morfina, que se había hecho ya remoto y amortiguado. Todo se llenó de nubes blancas. Subieron cuatro globos de papel de colores, con las candilejas encendidas. Se oyó gruñir a un perro. Aparecieron los arcoíris. Pasó mucho tiempo pero nadie supo cuánto. Otra vez se hizo la luz. Pasaron las libélulas bajo el sol y sobre un lago. Otra vez gruñía el perro. Lástima, pensó Horacio. Qué belleza, lástima, maldita sea. Y dando un gemido entró, indignado, a la región que no conoce límites». Con González publicado por primera vez en una editorial grande, la novela fue nominada al premio Rómulo Gallegos.
—Tomás tiene la capacidad de crear imágenes bellas que se quedan en la mente —dice Peter Schultze Kraft, traductor de la obra de González al alemán—. Tiene en su literatura una visión de la totalidad de la vida, una defensa de la vida. Y yo admiro sobre todo su absoluta falta de provincialismo. Porque es un autor que ha madurado viviendo en Nueva York.
Con la enfermedad de Dora ya avanzada, y después de diecinueve años en Nueva York, González quería regresar a Colombia, de modo que en septiembre de 2002, él y su esposa tomaron un vuelo de regreso. Lucas prefirió quedarse.
En Colombia, donde a pesar de todo seguía siendo un desconocido, se instaló con Dora en una casa de Chía, rodeada de árboles de feijoa y papayuela. Allí la sacaba de la cama, la bañaba, le hacía el desayuno, le daba la comida, le ponía el piyama y la enviaba a la cama otra vez. Pero Dora estaba hastiada de su enfermedad. González compró entonces esta casa en Cachipay y la adaptó para que ella pudiera moverse sin ayuda. Pero Dora dijo que no, que no le gustaba, y cuando todo estaba listo para mudarse, ella no quiso dejar la casa en Chía.
—Dora le empezó a tirar mucho a Tomás —dice Martha López, hermana de Dora—. Tomás hizo el intento de que le gustara. Todo le llevó. Era la rabia de no ser independiente.
—La alegría se le fue yendo a medida que la enfermedad avanzaba —dice González—. Le dio duro. No se echó a morir. Pero es una enfermedad brutal.
En 2003, publicó, en Editorial Norma, Los caballitos del diablo —que había escrito en Nueva York—, la historia de un hombre que se encierra en una finca junto con su esposa. «Tomás González, uno de los escritores colombianos vivos más interesantes (injustamente desconocido a la hora de las grandes listas y de los balances), ha escrito con Los caballitos del diablo otra novela para tener en cuenta —escribió Luis Fernando Afanador, crítico literario, en la revista Semana—. Como toda buena literatura, su historia nos persuade por sí misma, por su lenguaje intenso y contenido y por la fuerza de sus personajes. También por su densidad (ahora en desuso y desdeñada a plena conciencia por los escritores jóvenes) que invita a múltiples interpretaciones».
Pero pese a la buena repercusión en la crítica, él seguía siendo un escritor tan desconocido como oculto detrás de su timidez. Su grupo de lectores, que en 1983 era una cofradía ínfima, veinte años más tarde se había ampliado un poco. Sobre Los caballitos del diablo se escribieron varias reseñas, su nombre apareció en las ferias del libro. Tres años después, en 2006, Norma reeditó toda su obra. En la solapa de los libros aparecía un hombre de gafas redondas, pelo corto, sonrisa insinuada, sin barba. González, sin embargo, tenía una figura poco parecida a esa: barba blanca con visos negros, pelo entrecano, párpados pesados. Y entonces, cuando algunos todavía hablaban de él como se habla de un escritor joven que presenta sus primeras novelas, dejó de ser un escritor a la sombra: presentó su obra en la Feria del Libro en Madrid —junto a una nueva novela, Abraham entre bandidos— y dos revistas culturales de amplia difusión en Colombia —Arcadia y piedepágina— le dedicaron sendas notas y un dossier sobre toda su obra.
«Por fortuna la hondura de Tomás González nos ha permitido a sus lectores hurgar en otras realidades por fuera de coyunturas y catástrofes —escribió Héctor Rincón en Arcadia en 2006—. Es más amplia y más significativa su obra en retratar una sociedad sin pistolocos, aunque en ella haya codicia y desmesura y envidias y cheques devueltos. Pero no es suyo el tiempo sicarial. Ni es suya la pasarela, he ahí otra condición que lo distingue: no es escritor del bullicio ni de la polémica. No sale en fotos. No asiste a cocteles. No dicta charlas. Escribe. Escribe».
Una primera versión de Manglares, su único libro de poesía, inacabado, inacabable, tuvo ocho ejemplares numerados en 2005, cuando también apareció la traducción al alemán de La historia de Horacio. Un año después, en la reedición de Norma, Manglares salió a las calles. «Yo estaba en silencio./ El tiempo aumentaba en silencio/ en el mundo todavía oscuro./ En mi cuerpo había ausencia de dolor/ o compasión o miedo./ No había paz, aún no había amor —nunca/ tal vez habrá sabiduría—./ Sólo la sensación del día que crecía/ e inundaba, simultáneo, otras vidas y la mía». (II, Manglares).
—En realidad, ahora me está llegando plata y eso no está mal —dice González—. Pero podría prescindir de los ingresos de los libros y publicar en editoriales universitarias. No estaría ni mal. Porque a la larga da lo mismo. Cien millones o un millón de lectores. ¿Cuál es la diferencia? Aparte del dinero, pues. ¿Cuál es la importancia de que sean un millón de lectores o cien? El libro, en los cien lectores, va a tener vida. Casi que podría ser uno. Y el libro vivió.
Desde 2006 y durante tres años, Dora y él intentaron vivir en su casa de Chía, aunque González ya quería vivir en Cachipay, donde tenía la naturaleza y un templo zen. Desde principios de los noventa, practicaba el zazen. «La filosofía budista del zen y la del taoísmo se ajustan a mi modo de ver el mundo (y al modo de los koguis, dicho sea de paso) —dijo en una entrevista de la revista El Malpensante— y llenaron el vacío espiritual que me había dejado, o que en realidad nunca había llenado, la religión católica».
Entre tanto, escribía Regresa Abraham, que luego titularía Abraham entre bandidos, la historia de dos hombres que son secuestrados por un jefe guerrillero de los años cincuenta. Por ese tiempo volvió a Envigado, pero no se encontró con el mismo paisaje de su infancia.
—Era como si todos los elementos estuvieran allí pero revolcados —dice—. A veces no me orientaba. Una sensación como de sueño, de irrealidad. Todo absolutamente trastocado.
En 2008, Dora sufrió un ataque y tuvo parálisis facial. Su capacidad de hablar, de pronto, se volvió casi nula.
—Habíamos logrado una intimidad muy grande después de tantos años —dice—. Una relación armoniosa. Pero la enfermedad termina con todo. Nada se sostiene.
Y fue así, pensando que Dora sería más feliz en otro lugar, que aceptó la propuesta de sus cuñadas para llevarla a Cali. Ella estuvo de acuerdo.
—Todo movimiento significa la desaparición de una forma y la aparición de otra —dice González—. Eso es un principio filosófico. La estabilidad es una ilusión, la permanencia es una ilusión. Lo único permanente es el cambio. Y eso lo he tenido presente en todas las novelas. Me he preocupado de que aparezca. Por eso pueden parecer pesimistas. El deshacerse de las formas. No es pesimismo; eso es la vida.
El día en que Dora se fue, a finales de 2009, para González fue una despedida como la que se les da a los muertos. Pero Dora llegó a Cali y se sintió bien, feliz.
—La violencia, el sicariato y la pobreza, que son los temas que muchos autores favorecen, no se encuentran en la obra de Tomás —dice Peter Schultze-Kraft—. Aunque hay referencias discretas a esto. Una persona lee un periódico con noticias terribles, o unos niños tienen una discusión sobre un asesinato. Es la repercusión de la violencia en la gente; él no cuenta la violencia misma.
González ofreció la novela a Alfaguara, y se la publicaron. Mientras tanto, Primero estaba el mar fue traducida al francés y tuvo éxito en la crítica. «Esta novela también es un desafío de escritura lanzado a la eternidad de una violencia animal y vegetal que cubre todo como si fuera la primera vez —escribió Nils C. Ahl en Le Monde—. Un desafío frágil, la tumba de un hombre entre muchos. Un libro de un poder singular». Poco después se instaló en su casa en Cachipay y escribió La luz difícil, y en Colombia empezó a rumorearse que esa novela significaría su «consagración».
—El circulito de lectores existía —dice Luis Fernando Afanador, crítico literario—. Con La luz difícil se amplió y era predecible: la eutanasia, la familia, el exilio, el amor, son temas que interesan a un público más amplio.
En la novela, David es un pintor casado, tiene tres hijos. Jacobo, el mayor de los tres, decide recurrir a la eutanasia luego de un accidente que lo dejó paralizado y con dolores terribles en las piernas, punzones agrios como llamas. David narra la historia años después, cuando comienza a enceguecer y su esposa, Sara, ya ha muerto. El libro está dedicado a Dora.
«Ésta es la última vez que vengo donde el médico de los ojos —escribe González en La luz difícil—. Es la última vez que como mazorcas asadas y me siento bajo el sol en el Parque Nacional. Muchas cosas verán la luz siempre en mi corazón: este parque; el Central Park; el Jardín Botánico de Brooklyn; el mar de Coney Island; la luz de La Guajira; la luz de Islamorada, en los Cayos; la luz del Medellín de mi infancia; los cerros orientales de Bogotá; el mar de El Farito, en Miami, cuando el huracán aún no le había arrancado los bellísimos pinos australianos que allí había; los cormoranes que se posaban en esos pinos; la sonrisa de Sara; la sonrisa de Venus y de los hijos de Venus; los bancos de peces verdes del East River; los ojos brillantes, inteligentísimos, de Jacobo; la voz musical de James; Debrah toda; los tatuajes de Pablo, nuestro hombrón ilustrado, que es estable como una roca; y los dedos largos de Arturo, tan parecidos a los míos».
La novela fue publicada en 2011 y, desde entonces, se dijo que La luz difícil se convertiría en una obra clásica de la literatura colombiana. Que Tomás González era el mejor escritor vivo de Colombia. Que después de esto ya nadie olvidaría la belleza trágica de sus personajes.
—Yo creo que mi vida se definió demasiado rápido hacia la escritura —dice González—. Aunque hubiera podido ser agricultor o algo así. Médico, también. No me hubiera chocado. Yo creo que la vocación mía era demasiado definida. Desde muy temprano. De aquí a los setenta espero vivir en el campo, seguir escribiendo allí. Tengo más ideas, estoy escribiendo más rápido. No volvería a vivir en Bogotá o en Nueva York. No, a mí me gusta el campo.
De regreso en la casa de techo de zinc, la lluvia comienza leve, apenas repicando en las tejas. El río Apulo se desboca entre las piedras. Hay un viento fresco. Se oyen ladridos, la campana movida por el viento, las risas de unos niños, el batir de las alas de la lora.
De las vigas del mirador cuelgan bananos secos. La lora está en la jaula, caminando entre sobras de comida.
—¿Quiere comer? —dice Tomás a la lora.
Tomás va a la cocina, lava la loza. Baja. Va al jardín, se pone las botas de caucho, camina entre los plátanos. Acaricia a Sombra. Vuelve a la terraza. Silencioso, vestido como hace cincuenta y cuatro años, o cincuenta y seis, da de comer a la lora, concentrado.
—Sí, eso. Eso sí. Eso sí.
La vida aquí es la vida de siempre. //
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