En el panteón de Dolores, Hidalgo, una familia compuesta por cuatro niñas, dos mujeres y un hombre transporta el ataúd que contiene a un “angelito” (un niño muerto ataviado como tal). Graciela Iturbide les pide permiso para fotografiar su procesión rumbo al entierro. Desde la muerte de su hija Claudia, cuando ésta apenas tenía seis años de edad, Iturbide se dedicó a perseguir con su cámara este tipo de escenas: cadáveres de niños vestidos con ropajes blancos al interior de un ataúd. Era una repetición compulsiva y lúgubre del impulso de muerte que la tenía encadenada. Camino al sepulcro una figura se interpuso en el trayecto: un cadáver “a medio camino”, dice Iturbide, les impuso un alto. El hombre “a medio camino” era en realidad una osamenta cubierta de polvo en una postura imposible para un ser vivo; aún conservaba sus pantalones de mezclilla y unos zapatos negros.
“En ese momento sentí que la muerte me estaba diciendo: ‘Ya basta, Graciela. Suficiente’”, recuerda la fotógrafa, que finca en ese instante el momento en el que concluye una obsesión que la aquejó durante años tras su pérdida. Los símbolos —la muerte, las máscaras, los velos, las aves— son el abecedario con el que Iturbide teje la gramática de su vida y obra. Este heraldo del inframundo llegó para anunciarle que el duelo, ese instante de dolor detenido, entraba en una nueva fase y ella podía seguir adelante.
Graciela Iturbide nació en 1942 —año en el que murió Tina Modotti—, la mayor de una familia de trece hermanos. Hija de dos padres católicos y conservadores, vivió recluida en un internado del Sagrado Corazón durante su adolescencia. “Ahí —dice Iturbide— aprendí mucho acerca de la soledad.” Devoró libros del Siglo de Oro y cultivó lo que según el filósofo Miguel Morey quizá sea el conocimiento más importante de todos: saber acompañarse. Recién salida del internado, apenas a los veinte años de edad contrajo matrimonio y pronto tuvo tres hijos: Manuel, Claudia y Mauricio. De espíritu bravo, Iturbide nunca se resignó al lugar que su época deparaba para la mujer. Su cabeza, infectada por el virus de la curiosidad, buscó pronto una emancipación de las cadenas de un país radicalmente conservador. Tres documentos que Graciela conserva muestran el vuelco fascinante que le dio a su vida: un telegrama del Papa que da cuenta de su matrimonio por la iglesia con Manuel Rocha, un carnet del Partido Comunista revela su proceso de liberación, y el primer premio que recibió en Francia por su obra fotográfica, el derrotero de una vida consagrada a la fotografía.
¿Cómo te llevabas con tu padre?, indago. “Supongo que bien, aunque pronto se percató de que entre sus filas había una oveja descarriada. Me decía ‘No vengas a meter aquí malas ideas’. Especialmente cuando me vinculé al Partido Comunista. Ayudaba y escondía guerrilleros, ya sabes”, me cuenta entre risas. “Eventualmente hasta me dieron una tarjeta del Partido Comunista, que por cierto nunca pedí. Me la dio Arnoldo Martínez Verdugo, a quien quise mucho y que era el secretario general del partido, porque lo escondí tres días en mi casa. De mí no sospechaban porque era una niña burguesa. Y yo le dije ‘Pero por qué me dan el carnet, ¿que tal que soy una espía?’. Además, yo iba a las clases de marxismo y no entendía nada”, rememora divertida la primera fotógrafa mexicana en recibir el Premio Internacional de la Fundación Hasselblad, en Suecia, en el 2008.
Aunque en un comienzo Graciela quería ser escritora, fue la radio, un instrumento que acompañó a la cámara fotográfica como vehículo de expresión de las primeras vanguardias posrevolucionarias de México, la que le trazó el camino a seguir: escuchó un promocional del CUEC (Centro Universitario de Estudios Cinematográficos) anunciando a los aspirantes de la escuela de cine que el primer ejercicio para los alumnos sería realizar un cortometraje con un pañuelo. “Yo ya me imaginaba con mi pañuelo volando por las calles, ya tenía hasta mi guión. Apliqué y me aceptaron.”
No era el cine lo que la esperaba en dicha escuela, sino la vuelta de tuerca definitiva de su vida: su maestro Manuel Álvarez Bravo. Pronto, el demiurgo de la fotografía mexicana la invitó a ser su asistente: “Él estaba haciendo, para la Editorial de la Plástica Mexicana, un libro sobre conventos. Y fuimos a un convento divino pintado por indígenas”, y se trazó desde ese momento una complicidad que jamás se disolvió.
Entre los muchos aprendizajes de Manuel Álvarez Bravo que Iturbide hizo suyos, recuerda que pasaba las horas contemplando con él: “Cómo hay que tener el tiempo necesario para uno”. Sobre la pared más visible de su laboratorio, Álvarez Bravo tenía colgado un letrero que decía “Hay tiempo, hay tiempo”. Iturbide recuerda cómo éste salía y ponía su cámara en espera de que llegara el momento, de que aconteciera ese algo que ameritara un clic. “Él tomaba una o dos tomas de esos momentos. Por ejemplo, de Obrero en huelga asesinado hay dos tomas, nada más. Hay personas que le entienden a la vida como es —recuerda con una irónica sonrisa Iturbide—, en ese sentido Álvarez Bravo me hizo muchísimo daño.” Ese mismo “daño”, ha persistido en la siguiente generación. El arquitecto mexicano Mauricio Rocha, hijo de Graciela, asegura que esta “capacidad de contemplación, de promover un espacio no negociable para la reflexión y el pensamiento” es uno de los máximos aprendizajes que le ha dejado su madre.
Apenas un año después del comienzo de su nueva vida, la muerte se inscribió muy dentro de ella con el fallecimiento de su hija. Aquella osamenta en el panteón de Dolores —para una mujer que funge como trasvase de la realidad que está fuera del lenguaje concreto, al acecho de esos momentos tímidos, pálidos en los que la naturaleza sale de su escondite—, significó una señal: el momento en el que la muerte la permitía seguir adelante.
No obstante, aquélla no sería la última vez que el Mictlán le enviara un mensaje a Iturbide. “Mira esta foto, me encanta, la tomé en Oaxaca y, no sé, me fascinó la idea de una piedra atada de la que, sin embargo, hay algo renaciendo. El día que la tomé recibí una llamada: ‘Graciela, murió tu madre’, ‘¿Cómo, a qué hora?’. No me lo vas a creer, pero fue a la misma hora que tomé esa foto. Me acuerdo porque fue la última foto que tomé ese día, no creas que me estoy haciendo la psíquica.” La muerte es una piedra atada de la que renace una hierba salvaje, parece decir la fotógrafa que se declara atea pero supersticiosa, “No creo en nada, pero tengo todos los santos habidos y por haber”.
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La señora de las iguanas en el mercado de Juchitán, Oaxaca (1979).
Mística, devota de los propósitos del azar, Iturbide confía antes que nada en su intuición. Y cómo no: basta analizar la historia de las que quizá sean sus dos imágenes más icónicas para entenderlo. La señora de las iguanas, tomada en Juchitán, es producto de la supremacía del instante. Al entrar en el mercado de esta comunidad tan fascinante, una en la que, a diferencia del resto de un país insufriblemente macho, los trasvestis (muxes) tienen un lugar protagónico en el entramado social y las mujeres sostienen la economía, Iturbide se topa con una mujer que vende iguanas y, como muchas marchantas, posa la mercancía sobre su cabeza.
“Le dije ‘Espérate, déjame tomarte una foto’.” El ícono resultante, mismo que ha soltado amarras de la potestad de su creadora y ha tomado vuelo por sí mismo, convirtiéndose en una especie de arquetipo juchiteco, es el resultado de una serie de imágenes en las que sólo esa imagen —que se transformó lo mismo en grafitis en Juchitán, Los Ángeles o San Francisco, que ha dado pie a apropiaciones pop como una Marylin Monroe con iguanas en la cabeza, que se ha transformado en coronas para quinceañeras o motivos de huipiles juchitecos— tiene ese talante regio y supranatural. El resto de las imágenes del negativo muestran a una señora juchiteca en desbalance, en oronda inquietud, en pudoroso desparpajo. Pero uno de esos clics, quiso esa forma mística del azar que rodea la creación, parió a La señora de las iguanas.
La que quizá sea la segunda imagen más conocida de Graciela, La mujer ángel, fue tomada en el corazón de la isla Tiburón durante su primera incursión con los indios seri. Una mujer flota, apenas rozando el suelo, hacia un desierto que se ofrece a la vez próximo e interminable, con el pelo atorado en una roca. El flujo inmóvil de la foto se cuela en franco alarde de tiempo escanciado. Con una grabadora en la mano, camino hacia una llanura yerma, la mujer avanza para liberar sobre la atmósfera quién sabe qué música sobre el viento. Durante la edición del libro sobre dicho proyecto, Pablo Ortiz Monasterio le preguntó a Graciela sobre esa imagen. “‘Ay, no, no es mía, no me acuerdo’, le respondí de inmediato. Hasta que vi mi hoja de contactos y me di cuenta de que en efecto habíamos estado en esa montaña, que bajamos, que miré su pelo atorado en una piedra y tomé toda una serie sobre ella.” Como si en la conexión entre Graciela y sus imágenes se entrelazaran circunstancias superiores a la voluntad.
Otro ejemplo del carácter espectral y premonitorio de la sensibilidad de Iturbide ocurre durante un proyecto que realiza en Tampa, Florida, con el poeta Roberto Tejada. Una parvada de dispares y oscuras geometrías se alza en un frenesí histérico y Graciela le dice al poeta: “Aquí va a pasar algo, los pájaros no vuelan así”, generando el evidente reparo que esa frase produciría ante cualquier interlocutor. Al día siguiente un tornado arrasó con decenas de casas de la población.
Los sueños proféticos y las visiones han acompañado a la artista mexicana desde su comienzo. Son célebres las imágenes que llegaron a su mente precedidas de un sueño. La más famosa quizá sea aquella vez que vio a un hombre rodeado de pájaros mientras se repetía en su mente la frase “En mi tierra sembraré pájaros”. Pocas veces se han mostrado las aves tan dispuestas a revelar el misterio que las constituye como ante los ojos de Graciela, que sabe mirarlas. El ejercicio de la libertad como una postura irrenunciable —vuelto potestad en el vuelo de las aves— es probablemente el gran hilo conductor de la vida de Graciela.
El señor de los pájaros en Nayarit (1984).
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Son muchos los temas recurrentes en la obra de Iturbide: las fiestas, los rituales, la animalidad, la muerte, los niños, las niñas, por supuesto, comunidades remotas, personajes extraordinarios como los eunucos en la India, los muxes en Juchitán, niños que participan de rituales como el de la matanza de cabras en la Mixteca, los indios seri en Sonora o los cuna en Panamá, retratos de artistas como José Luis Cuevas, Francisco Toledo o su maestro Manuel Álvarez Bravo, escritores como Gabriel García Márquez o líderes políticos como el general Torrijos.
Aun en los retratos —las imágenes más frontales— sus fotografías parecen descubrir una realidad alterna. “Como puedes ver, me gustan los velos”, me dice Graciela al repasar el proyecto Naturata, realizado cuando el jardín etnobotánico de la capital oaxaqueña —que de no haber sido por la intervención de Francisco Toledo hoy sería un hotel boutique, como pretendía el entonces presidente Carlos Salinas de Gortari— se encontraba aún en su fase de incubación. Las fotografías muestran plantas desérticas, endémicas de aquel estado, recuperadas en ese recinto de vida y tradición, protegidas a través de velos porosos que yerguen invernaderos como si fueran úteros al aire libre, para que las especies puedan adaptarse a su nuevo hogar. Las plantas, atadas, custodiadas, vigiladas con el máximo esmero, reciben un “tratamiento” que, por alguna razón, a Iturbide le recuerda la serie de fotografías que realizó en el baño de Frida: “Supongo que ambas me remiten a las huellas del dolor”. Su obra es una especie de velo védico a través del cual se trasluce una realidad que habita un intersticio entre el sueño y la memoria. Una especie de máscara ritual, como las de aquella célebre imagen de una procesión en Chalma tomada en 1984, en la que los andantes exhiben sin remedio nuestras máscaras y las calaveras que las sostienen.
Autorretrato en el baño de Frida Kahlo, Coyoacán (2006).
En los pocos pero sustantivos autorretratos que hilan su obra, podemos ver este carácter a la vez revelador y velado de la mirada de Iturbide. A través de estas imágenes, la fotógrafa mexicana nos muestra el lugar que guarda ante el mundo: el de una espectadora incesante, una partera de símbolos, cauce de la sustancia que cohesiona el tiempo: mitógrafa.
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“Mi papá siempre nos tomaba instantáneas y a mí me encantaba hurgar a escondidas en el cajón y robármelas. Además, a mi casa llegaba la revista Life. Tenían unos reportajes muy buenos. Yo era una niña y no sabía ni quién era Cartier-Bresson. Luego mi papá me regaló una Brownie, cuando tenía como 11 años y ahí empecé a tomar fotos.” Graciela empieza muy temprano una relación de apropiación de la imagen: su ojo se inserta en una realidad atávica, onírica, que revienta las ataduras que el mundo ha depositado en el consumo de la imagen.
Uno de los elementos más poderosos de una obra que le ha dado la vuelta al mundo es el carácter plano y desnudo con el que la fotógrafa nos revela que el mundo que mira a través del lente —aunque contiene elementos que nos conciernen a todos— no es otro que el de ella misma: “Es tu realidad la que ves a través del lente. Porque la realidad es muy subjetiva, no es objetiva como mucha gente cree. De alguna manera, aunque estés viendo por primera vez una imagen, tienes todas estas influencias, lo que has leído, las pinturas que has visto, lo que has vivido, cuando tienes la cámara que te está protegiendo porque sólo te deja ver por un pedacito y tú estás componiendo en ese pedacito, estás haciendo tu imagen.” Le hablo acerca de la idea de Proust de que un libro en última instancia es un instrumento óptico que le permite a los lectores hacer la lectura de sí mismos y se le ilumina el rostro. Eso es su trabajo: lo mismo como una representación de un universo interior punzante en mitos y reflejos espectrales que exhiben los cimientos (y las ruinas) que sostienen la realidad, pero también un espacio abierto en el que el espectador puede sumergirse y nadar a sus anchas en sus propios efluvios oníricos.
Para Iturbide, el lente ha sido, en primer lugar, un instrumento de viaje. “Primero me permitió conocer mi país y luego lo que pude del mundo.” ¿Qué propiedades tiene el lente que funge como una especie de acceso a una dimensión diferente de la mirada común? “No lo sé, pero sí te puedo decir que, en cierta medida, me protege. Por ejemplo, cuando fui a sacar fotos de la matanza de cabras en la Mixteca, la cámara me salvó. Si yo hubiera ido sin cámara, no hubiera podido tomar esas fotos”.
“Cuando ves una imagen por este cuadrito, algo sucede. Antes del ritual de la Mixteca, por ejemplo, volví a leer El cantar de los cantares y algunas otras cosas de la Biblia. A través de una pequeña ventana, la imagen se compone de lo que miras y de lo que habita en tu mente. Esta síntesis me produce mucha felicidad. Si fuera sin cámara, diría ‘Pero qué horror, por qué matan a estas cabritas’.”
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Algunas pocas ocasiones, lo suficientemente poderosas como para inscribirse en su memoria, Iturbide se ha visto rebasada por la realidad. “Algunas veces no me he atrevido a levantar la cámara. Mira, por ejemplo, una vez estaba en Tlaxcala y ya había terminado lo que estaba haciendo. Entonces vi una bicicleta repleta de unos pollos que salían para arriba y pasó un matrimonio de gente mayor con la mamá atrás como recogiéndole el vestido a la novia, había mucho polvo. Era como una escena de Pasolini. Era tan maravillosa que no pude tomar la foto. A veces la emoción es tan fuerte que no puedes actuar.”
No es fácil aprehender la esencia del trabajo de Iturbide. Ella misma juega con construcciones parabólicas cuando le pedimos la incómoda tarea de que nos explique el origen de ese cosmos interior tan particular que la constituye. Según su hijo Mauricio, es precisamente el afán de búsqueda, la capacidad para reinventarse aquello que define buena parte de su trayectoria: “Esta sensibilidad y esta capacidad de siempre meterse en el fondo de las cosas, hacer una lectura profunda. Me parece que esto fue lo que le ayudó a sobreponerse a los obstáculos. Y al día de hoy sigue con esa misma energía. Buscando y encontrando. No tiene un fondo final, siempre hay en su mirada nuevas sorpresas que renuevan su energía”.
Mucho más fácil, en cambio, la tiene Iturbide para desembarazarse del orgullo y la vanidad humanas, dos rasgos esenciales de la especie que parecieran haberle pasado de largo. No duda en desmarcarse de éste o aquel gran escritor o artista porque era muy arrogante, o de algún legendario líder político por la hipocresía que mediaba entre su discurso público y su yo privado. En los casos en los que entabló relaciones cercanas con personajes poderosos, como con el general panameño Omar Torrijos, lo hizo porque “Era un hombre maravilloso. Yo lo veía platicar con los indígenas de las poblaciones más remotas y sentarse verdaderamente a escuchar”.
Cuando le pido a Fabienne Bradu, co-autora junto con Iturbide del libro Ojos para volar, que nos diga si hay alguna serie particular de la fotógrafa que le venga a la mente al invocar su obra, la escritora responde: “Pienso inevitablemente en sus autorretratos que la muestran con sus demonios como si fueran ejercicios de exorcismo. También es recurrente en sus autorretratos la pura sombra que habla de su humildad y su discreción. Es como si nos dijera: ‘Estoy aquí al servicio de mi arte y, a fin de cuentas, no importa a quién pertenece el dedo que aprieta el obturador’. Pero nosotros sí sabemos que el ojo y el dedo de Graciela Iturbide trabajan de concierto para ofrecernos la singularidad única de su arte”.
En cambio, ante posturas condescendientes o impostadas, Iturbide siempre muestra unos reflejos impecables, como aquella ocasión en el que el periódico Libèration le pidió que les enviara una imagen de la felicidad y la fotógrafa mexicana no titubeó en enviarles la estampa que muestra a una niña mixteca con cara de fascinación ante el cadáver de una cabra, “¿Qué se creen estos franceses condescendientes y pretenciosos?”, me dice entre risas, “¿Querían la felicidad? ¡Pues ahí les va!”.
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En los pocos pero sustantivos autorretratos que hilan su obra, podemos ver el carácter a la vez revelador y velado de la mirada de su autora.
Se hace de noche y la oscuridad se cuela por las ventanas y los cubos de luz del espléndido estudio que su hijo Manuel Rocha le construyó a Iturbide apenas a unos pasos de su casa. Después de una sesión maratónica en la que recorrimos todas las publicaciones que recogen los proyectos más trascendentes de la fotógrafa mexicana, me muestra una impresión grande de uno de sus autorretratos más célebres, aquél en el que hay unas serpientes saliendo de su boca. “Te voy a dejar sin dormir”, me dice divertida.
Graciela se mueve por los tres pisos de su estudio como si no estuviera en la víspera de una cirugía reconstructiva del ligamento del tobillo. Recuerda cada uno de los personajes que aparecieron en los cientos de fotografías que estudiamos: una mujer discapacitada lavándose desnuda en Oaxaca o un imitador de Rigo Tovar entre los seris, un maestro de geometría en la India o una mujer mostrando los senos en Avándaro, pero no recuerda dónde dejó las llaves del estudio de tres pisos que resguarda buena parte de su archivo fotográfico. Sube y baja los tres pisos enteros, al menos cuatro ocasiones, recorriendo cada rincón, reconstruyendo sus pasos, imaginando hipótesis (las hubiéramos escuchado de haberse caído, Diego). Le marca a su hijo Mauricio. “Aquí están, Graciela”, le digo mientras señalo el tapete de la entrada. “Con razón, mira, se camuflajea.” El llavero de la única llave del estudio es un hilo de estambre de colores de matices semejantes al tapete oaxaqueño de la entrada. “Ves, por eso no la escuchamos.”
Esta es la última sesión de entrevistas e intento prolongar la estancia lo más posible. En su casa, su perro Horr (por Horrible) le sigue los pasos en custodia estrecha. Graciela sigue subiendo y bajando escaleras buscando libros que me quiere regalar. Baja con una pila de cuatro pero finalmente no me puedo llevar tres de ellos porque tenían inscripciones de dedicatorias a diferentes personas con las que olvidó el trámite último de entrega que constituye la esencia de todo regalo.
“¿Hay algún lugar del mundo que sientas que te falta conocer?”, le pregunto. Me devuelve una mirada como diciendo, qué preguntas son esas: sí y no. Al hablar de sus planes en el futuro cercano, se dice a sí misma “El año que entra tengo que descansar más”. Por lo pronto, tiene un viaje a la comunidad de los indios seris, a quienes fotografió hace más de 30 años. Le gustaría volver a Juchitán —a donde ya fue el año pasado— pero “se ha vuelto difícil, por el narco”. Fue a San Gabriel, Jalisco (la zona de Rulfo) a fotografiar a campesinos que cultivan la milpa a través de métodos prehispánicos. Irá a Los Ángeles a visitar a los White Fence, la comunidad de cholos que Graciela decidió fotografiar en 1986 como parte del proyecto Un día en América. Participó en tres exposiciones en la Ciudad de México, Bogotá y Perú, y tiene en puerta al menos un par de publicaciones más.
Me habla de su amor por la fotógrafa norteamericana Francesca Woodman, me ofrece y se sirve un tequila y hablamos un poco de lo que significa ser artista, noción, sentido y significado que parece incomodarla. “Nunca sé muy bien qué decir sobre mi trabajo porque yo misma no sé de dónde proviene o qué significa”, me dice. Su trabajo, por cierto, no parece tener un receptáculo diferenciado del ejercicio de su vida cotidiana. “Tiene una cotidianeidad muy incisiva, reflexiva, que no cede. Ese amor y cariño por encontrar objetos cuando viaja, conocer las culturas a través de su lente. Siempre tiene una experiencia estética en su vida cotidiana. Cómo acomoda los objetos, en su estudio, qué recolecta, cómo los agrupa, por ejemplo, es una muestra de ello. Lo que ella hace en última instancia es la construcción de un espacio interior, ése es el momento en el que su ejercicio se vuelve poesía y esta actitud no descansa”, me dice Mauricio Rocha al respecto.
Hurgando en este carácter inasible de su personalidad y de su obra, le pregunto a Oswaldo Ruiz, que además de ser uno de los jóvenes fotógrafos mexicanos más talentosos de la actualidad ha estado un par de años trabajando muy cerca con Iturbide, qué es lo que define el trabajo de Graciela, insisto en la duda, “La intuición”, me responde sin titubear. “Verla trabajar es impresionante, más allá de las historias que la gente le cuenta, lo que ella hace es trazar una construcción del alma de la persona frente a sí.” Su irredenta libertad (“no permite que nadie, nunca, le diga qué debe hacer”, me dice Ruiz) le permite moverse por el espacio dueña de una singularidad cabal. “Siempre está pensando en fotografía, y cuando no lo hace, cuida sus plantas o lee”, prosigue el joven fotógrafo. “Su trabajo es en definitiva un estado de desdoblamiento de sí misma. Es increíbe su capacidad para leer a las personas. A diferencia de lo que hacen otros fotógrafos, ella jamás roba una imagen, siempre consigue el consentimiento, a veces explícito, a veces tácito, del entorno y de las personas.” Esta mirada incisiva, penetrante y sin descanso es, sin duda, una de las marcas más indelebles que provoca el encuentro con Iturbide.
En la época del star system, en donde los artistas parecen ser más vistos y reconocidos que sus obras, Iturbide sigue amasando una obra que se teje en la sombra voluntaria de reflectores. Aunque anhela descanso, no se ve esta como una posibilidad demasiado plausible. El ojo de la mente en ella no parece encontrar reposo. La naturaleza, que usualmente ama esconderse, muestra uno de sus flancos más enigmáticos a través de su lente. Es difícil encontrar las lindes de dónde termina la vida de Iturbide y dónde comienza la gestación de su obra. La maquinaria interna interviene en su andar despistado y su apreciación quirúrgica de la realidad. La calidez de su vida rezuma en cada una de sus fotografías. En los ojos de sus interlocutores se puede advertir la misma chispa que destella ante los espectadores de su obra: aquella que emana ante la contemplación de la fricción del espíritu humano en pleno ejercicio.